manuel herrera
El edicto recién promulgado provocó comentarios de duda, de incredulidad, y hasta risas en algunos casos.
"Yo, Shen-Woung, Emperador de Catay, declaro: Que todos los habitantes de la ciudad deben reunirse el domingo en la plazoleta del templo de Shin-Tan, desde donde partirá el pirotécnico Li-Shiao hacia la Luna. Que todos debemos rendirle homenaje a quien los dioses han entregado el poder de ser el primer hombre que suba al cielo.
El pueblo seguía el paso del pregonero que por calles y plazas comunicaba gustoso la decisión del mandarín; pero no todos los habitantes de la ciudad daban la debida importancia a aquel histórico acontecimiento; para los amigos de Li-Shiao no pasaba de ser una divertida broma.
—¿Cómo va a llegar ese idiota a la Luna?
—¿Quién va a creer que los dioses han entregado algún poder a Li-Shiao?
—¡El mandarín debe estar loco!
—O Li-Shiao lo ha embromado.
Pero el humilde pirotécnico de la Calle de la Melancolía estaba decidido a cumplir sus planes; juntó varios cohetes de los más grandes que poseía y los llevó al patio, donde los amarró a un desvencijado tonel. Cuidadosamente colocó el tonel dentro de un tosco artefacto que hacía las veces de catapulta de lanzamientos.
—Cohete de pruebas número seis —se dijo en voz baja; prendió la mecha central, que fue comunicándole fuego a otras mechas más pequeñas, que, a su vez, hicieron estallar los cohetes. El proyectil salió disparado de repente a gran velocidad y fue haciéndose cada vez más pequeño. El pirotécnico lo miraba alejarse lleno de alegría.
—Allá va, hacia la Luna —murmuró, y continuó escudriñando el cielo aun cuando el tonel no era más que un diminuto punto en el espacio azul. Poco a poco fue desapareciendo de su vista. Sus ojos, más pequeños aún a causa de la gran luminosidad del día, intentaran retener la imagen que se esfumaba en las alturas. Bajó la cabeza y dejó vagar la mirada. A poco creyó oír cómo el tonel se estrellaba con fenomenal estruendo contra los cráteres lunares.
—Hay que mandar a Li-Shiao a la Luna como sea —gritó histérico el mandarín, mientras sus criados buscaban refugio tras las gruesas columnas del palacio. El mandarín se levantó del trono y dio unos pasos por el salón golpeando fuertemente con ambos pies el lujoso enlosado, estrujando una y otra vez el fino pergamino que tenía en las manos. Cruzó los brazos a la espalda y se paseó buscando una solución.
—¡Que venga Yen-Set! —gritó.
Precedido por un golpe de gong, repetido insistentemente por el eco, hizo su entrada el ministro de Asuntos Interiores, que en señal de sumisión se echó a los pies del monarca. Sin hacer caso de aquella ansiosa pleitesía, Shen-Woung le colocó delante de las narices el pergamino.
—¿Sabes lo que es?
—No sé leer —dijo el desconcertado ministro, mientras paseaba una mirada bovina sobre el pergamino.
—¡Idiota! ¡Es un ultimátum del Emperador de la Manchuria!... ¡Escucha!
El mandarín carraspeó varias veces y comenzó a leer con voz engolada: "En la tarde de ayer un extraño artefacto cayó en las caballerizas del Honorable Emperador de la Manchuria, provocando la muerte de tres de sus mejores caballos, descendientes de los que un individuo de raros ojos y blanca piel hubo obsequiado a uno de los Ilustres Antepasados de Su Majestad, el Emperador de Catay. El proyectil, de forma parecida a la de un tonel de vino, estalló al hacer contacto con la tierra, lanzando aros de metal y pedazos de madera que fueron los causantes de las pérdidas antes referidas. Esta es la tercera vez en el curso de una semana que voladores chinos caen en territorio manchuriano; como no tenemos noticias de que sea Año Nuevo, no estamos en disposición de consentir estos actos y demandamos la rápida indemnización y el cese inmediato de dichos actos, o Catay y la Manchuria se verán abocados a un conflicto armado. ¡Y no se anden confiando en las murallas! Le reitero la alta estima en que todos los manchurianos tenemos al Emperador de Catay. (Firmado) Luang-Pan, Ministro Encargado de Asuntos sin Ubicación..." ¡Comprendes, imbécil! ¡Tres caballos! ¡Esto es la ruina del Imperio de Catay!
Como era de esperarse, la fecha del lanzamiento fue adelantada para el viernes por la noche. El pequeño pirotécnico se quejó por todos los medios a su alcance. Alegó que los viernes no hay luna llena, que sería peligroso que lo lanzaran en cuarto menguante porque como la Luna es tan pequeña entonces, resultaría más difícil dar en el blanco. Pero el mandarín vetó su reparo alegando a su vez que si no podía tener la luna entera se conformara con un pedazo de ella, que el reino no podía seguir sosteniendo pérdidas económicas.
Pataleando y vaticinando un seguro fracaso, Li-Shiao fue llevado a la fuerza por los guardias a la plazoleta del templo de Shin-Tan, donde el pueblo y el mandarín esperaban impacientes. Cuando las antorchas de los guardias aparecieron por la bocacalle, la multitud rompió en vítores. El ministro de Asuntos Interiores se acercó al mandarín y le dijo al oído:
—¿Soltamos las palomas?
—No... Ni una moneda más de gastos.
Li-Shiao fue empujado a los pies del monarca.
—Su Majestad —dijo, en tanto hacía reverencias como sí su columna vertebral estuviera accionada por un resorte—. Esto es una locura; me manda usted a una muerte segura. ¡Esperad al menos hasta el domingo!
El mandarín ordenó que le engancharan los cohetes a la espalda. Los soldados agarraron a Li-Shiao, que estaba hecho un puro temblor, y le ajustaron la cohetería encima.
—¡Fuego! —berreó el monarca.
Pero el pequeño pirotécnico, fuera de sus cabales, se echó a correr por la plaza emitiendo gritos de terror que se confundían con los clamores de la multitud. Unas veces arrinconado por los soldados, otras por algunos de los circunstantes, que no querían perderse aquella diversión. Li-Shiao, por fin, fue acorralado. Cada vez se estrechaba más a su alrededor el anillo humano. Sin percatarse de lo que había a sus espaldas, bruscamente dio marcha atrás y revolvió una de las piras que ardían para iluminar la plaza. De ella se escapó una vigorosa llama que dio fuego a la cohetería que llevaba a cuestas. Li-Shiao fue expelido hacia arriba violentamente, entre gritos delirantes, primero en línea recta, luego revoloteando por encima de las cabezas de los circunstantes. Finalmente, describiendo un arco ascendente, Li-Shiao cobró altura. El mandarín vio desaparecer la roja llama como un punto más en el estrellado cielo de Catay.
—¡Por todos los dioses! —se dijo—. ¡Ahora vendrá otra protesta del Emperador de la Manchuria!
Aun después de perderse la roja llama en la estratosfera, la multitud continuó aclamando al pequeño pirotécnico.
—¡Escribe cuando llegues! —gritó una anciana.
Y todas las voces corearon: "¡Li-Shiao! ¡Li-Shiao! ¡Li-Shiao!"
El mandarín se alejó calle abajo, seguido de su séquito, con la cabeza queriéndole estallar por tantos y tan explosivos problemas de Estado.
—¿Qué es eso que se acerca? —gritó el comandante observando el espacio sideral por la ventanilla de la nave.
El navegante dirigió la vista a la pantalla telescópica.
—¿Un chino? —dijo, extrañado.
—¿Un chino? —repitió el comandante, más extrañado aún.
—¡No entiendo, viene sin nave!
—¡Flota en el espacio!
—No, no flota; avanza como si hubiera sido impulsado...
—¡Qué raro!
—¡Cuidado! ¡Cuidado! Chocará con nosotros... ¡La red, la red! ¡Lancémosla! ¡Lancémosla!
Una gran red fue desplegada en el espacio de la punta a la cola de la nave, el pirotécnico quedó atrapado en ella. Rápidamente, como si fuera un barco pesquero, la nave recogió su presa y se la introdujo en el vientre.
No sin grandes trabajos, el pirotécnico fue extraído de entre las mallas de la red y sentado en una silla bajo la mirada curiosa de los cosmonautas. La rigidez de su cuerpo era absoluta; tenía los ojos bien abiertos. De ellos salía una mirada de terror fija en un punto indeterminado.
Los cosmonautas lo acosaron a preguntas:
—¿De dónde vienes?
—¿En qué tipo de nave viajabas?
—¿Adonde te dirigías?
—¿Cómo te llamas?
Pero el pirotécnico permanecía mudo, pétreo, impasible.
—Debe ser un sobreviviente de alguna expedición espacial china destruida por una colisión. Seguramente sufre un shock espacial —pensó el comandante unos instantes antes de formular una orden—. ¡Colóquenle los convertidores de pensamiento!
Varios de los tripulantes ajustaron los electrodos en la cabeza del pirotécnico.
—¡Jefe! —exclamó el navegante, asiendo al comandante de un brazo y conduciéndolo a cierta distancia de los demás tripulantes—. ¿Lo llevamos al planeta Elíptico?
—¡Qué remedio!
—Pero... ¿y nuestros secretos militares?
—No podemos abandonar a un náufrago, ya veremos cómo nos las arreglamos... ¡Comiencen!
En las pantallas comenzaron a reflejarse los pensamientos del chino. Los cosmonautas vieron la plaza, el templo, el mandarín; vieron a Li-Shiao mientras hacía reverencias y era acosado por los guardias, por la gente. De repente, en la pantalla aparecieron unas palabras subtitulando las imágenes: "Se lo dije al mandarín, esto no dará resultado; hay que aguardar a la luna llena. Se lo dije al mandarín..."
—Comandante, ¿en qué lugar de la tierra puede ocurrir esto hoy?
—En ninguno. ¡Miren, ahora se eleva!
La plaza volvió a verse en la pantalla; el comandante aventuró una hipótesis:
—¡Este hombre es un caso extraordinario! Empíricamente debe haber descubierto el modo de cruzar la barrera del tiempo. Ha salido del siglo catorce de la cronología cristiana hasta —hizo una pausa— ¡aquí!
—¿Aquí?
Miradas enigmáticas convergieron sobre el comandante.
—¡No es posible!
—Debemos procurar que se reponga del shock y nos cuente cómo lo ha hecho.
Los medios empleados por los cosmonautas para que Li-Shiao se recobrara del shock no dieron resultados. Por espacio de tres meses se esforzaron en echar abajo el infranqueable muro que representaba aquel pensamiento obsesivo: "Se lo dije al mandarín..." Pero no tuvieron el menor éxito. Para conseguir que Li-Shiao resultara más maniobrable, lo sentaron en posición de orante con los brazos formando una equis sobre el pecho y ambas palmas extendidas y aplastadas sobre el pecho a la altura de los hombros.
Aquella posición recordaba a los cosmonautas una figura asiática. Eran dueños de una memoria provista de un sinnúmero de registros, y después de algún tiempo pudieron desentrañar el dato preciso.
—¡Eso es! ¡Eso es! —dijo el comandante cierto día—. ¡Se parece a un yoga hindú!
Como último recurso, alguien propuso que se le sacara de nuevo al espacio para ver si reaccionaba. Y amarrado por medio de un cable a la cola de la nave, continuó viajando hasta el planeta Elíptico. Cada mañana se le entraba y era estudiado por la tripulación. Al no evidenciarse ni tan siquiera la más ligera mejoría, era devuelto al desguarecido espacio.
Fue en una de esas entradas y salidas, ya muy cerca del planeta Elíptico, que una misteriosa explosión hizo trizas la nave. El cable se quebró, y dando una serie de volteretas enormes que le parecieron durar una eternidad, Li-Shiao, acostumbrado a ser catapultado, una vez más náufrago en el espacio, fue atraído al seno de la Elipse. Sin inmutarse, sin abandonar su posición yoga, elipsó suavemente.
Estaba sentado, coronando la montaña de ruinas en que se había convertido la nave. Atemorizados, los elipcianos que andaban por aquel lugar se fueron aproximando poco a poco, algunos lo tocaban y se apartaban de él presurosos. Pero el pirotécnico seguía inmutable. Tampoco la experiencia que acababa de sufrir lo había hecho reaccionar.
—¡Miren! ¡Miren bien —dijo uno que se atrevió a acercarse más que el resto. ¡Sus ojos son elípticos!
—¿Elípticos?... ¡A ver! —dijo otro de los elipcianos allí congregados, metiendo las yemas de sus índices en los ojos rasgados del pirotécnico. ¡Sí, sí, elípticos!
El pequeño grupo de elipcianos que lo rodeaba se arrodilló ante él rindiéndole pleitesía. Apareció una parihuela y colocaron al pirotécnico, que no había abandonado su posición yoga, encima de ella. Así lo llevaron por los caminos. Viajaron incontables días. Mucha gente lo vio, se arrodilló ante él y lo adoró como a un dios. Lo coronaron Rey de la Elipse; pero el asiático no daba señales de vida.
Muy pronto sus adoradores se aburrieron de él.
—No puede ser rey, no habla.
—¿Qué hacemos?
—No sé.
—¿Continuamos la peregrinación?
—Estoy que no puedo con mi alma.
—Me lo llevaré a casa como trofeo.
—¡Muy bien! —corearon los elipcianos que transportaban la parihuela con el dios encima.
Pero muy pronto este elipciano también se aburrió de él. Después de despedir al hombre encargado de alimentarlo con un biberón, vendió aquel dios venido a menos a un buen precio. El comprador, a su vez, volvió a venderlo, a mejor precio incluso, y así fue pasando de unas manos a otras, hasta que cayó en las de un anticuario, que lo colocó en la vitrina de su humilde tienda. Allí pasó meses y meses en exhibición, mientras era alimentado con leche en biberón.
Más tarde fue comprado como adorno por una familia que también tuvo que deshacerse de él, ya que asustaba a los niños. Esta vez le cupo la desdicha de ir a parar a un basurero. Unos niños que jugaban allí no hicieron más que verlo y pensar que podían patearlo como a una pelota. Bien pronto se dieron cuenta que Li-Shiao carecía de la facultad de rebotar y desistieron de seguirlo pateando. Lo dejaron allí tirado. Un monje mendigante que se disponía a escarbar entre los desperdicios lo descubrió y cargó con él, convencido de que haría una buena estatua. Lo colocó en lo alto de un cerro y lo anunció como un santo milagroso que podía curar a los enfermos. Cobraba veinte centavos elípticos por dejarlo ver y se enriqueció. Poco a poco le construyeron un templo, al que acudían cada año en peregrinación miles de tullidos, mancos, idiotas, paralíticos, dementes y cuanto ser enfermo existía sobre la Elipse. Los peregrinos entonaban oraciones y prendían cirios en su nombre.
Desde el altar, Li-Shiao los contemplaba inmutable en su posición yoga, con sus tripas consumidas por el hambre; veía a los tullidos bailar cuando eran curados, a los locos hablar con coherencia, a los ciegos discernir la luz del día, pero persistía en su petrificación incondicional. Y cuenta la leyenda que en las noches de frío, cuando el hambre es más fuerte, se oye la voz del dios resonar entre las columnas del templo:
"Se lo dije al mandarín, esto no dará resultado..."