clóvis garcía

EL PARAÍSO PERDIDO

El abuelo salió a la puerta de la casa, se sentó en el banco de costumbre y se puso a mirar las estrellas.

El paisaje de alrededor estaba silencioso en aquel comienzo de la noche. El valle bajaba árido y, sólo en el fondo, junto al depósito de agua, algunos arbustos elevaban sus ramas retorcidas. El colorido, de tonos rojos durante el día, se había desmayado y no permitía distinguir las rocas, la arena y la raquítica vegetación. En uno u otro punto de la cuesta, parpadeaban las luces de las casas esparcidas que formaban la pequeña comunidad. El día había sido caliente, en medio del largo verano, y las colinas desnudas que cercaban al valle reflejaban todavía el calor acumulado. La noche se anunciaba tranquila y agradable.

El abuelo, sin embargo, miraba a las estrellas. Se acordaba de otro valle, también calmo y tranquilo, también agradable y caliente, pero todo verde, con grandes árboles agitados por la brisa suave, con el ruido del agua encajonada por las piedras del fondo, de los pájaros acomodándose para pasar la noche y de los primeros sapos. El abuelo había vivido en otra época, en otro lugar, y ahora, casi ciego, con los ojos nublados por la enfermedad y por la nostalgia, procuraba mirar las estrellas mientras veía interiormente su valle natal.

Los otros miembros de la familia habían salido al frente de la casa. El padre se sentó en una silla y encendió la pipa. Los rapaces se esparcieron por el espacio seco que hacía las veces de jardín, conversando alegremente, comunicándose las experiencias del día y comentando la excursión que pretendían hacer el próximo domingo. La madre terminaba de arreglar la sala y no tardaría en venir a recostarse en la puerta.

Los nietos menores, sin embargo, se sentaron junto al abuelo:

—Abuelo, cuéntanos algo de la Tierra, le pidieron. El viejo abandonó su visión interior y se volvió hacia los nietos. Un dolor agudo le embargó el pecho, un deseo de llorar. ¡La Tierra! La querida y vieja Tierra, ahora perdida para siempre. Girando en el espacio como un planeta muerto. Pero que él había conocido lleno de vida, con sus ciudades, sus bosques, la lluvia, las bellas madrugadas con los colores de la luz filtrada por la atmósfera y reflejada por las nubes. Un planeta en el que se podía vivir, amar y morir tranquilamente.

—La Tierra, hijos míos, la Tierra era el paraíso... Los rapaces mayores fueron a buscar los cascos y todo el equipo necesario para la excursión que harían el domingo. Mientras lo revisaban, pues la atmósfera de Marte fuera de los valles era muy rarefacta, lo que exigía un equipo de aire, oían las historias del abuelo. El padre y la madre también prestaban atención. Habían dejado la Tierra muy niños, en la fuga precipitada, y poco se acordaban del viejo planeta. El abuelo, sin embargo, había vivido allá gran parte de su vida. Y contaba lo buena que era y lo feliz que era la vida en el planeta perdido por los hombres.

El abuelo vivía de sus recuerdos y, aunque no lo confesase, aguardaba con ansiedad aquellos momentos de la noche en que podía contar a los nietos, e incluso al padre y la madre, cómo eran las cosas en la vieja y querida Tierra. Cómo eran los campos verdes en que trabajaba cuando mozo, cómo se organizaban cacerías en el interior de los bosques.

—Di, abuelo, di cómo era el bosque, pedía un nieto. Y él describía los árboles, el viento murmurando en el follaje, el calor húmedo, el olor de las hojas pudriéndose, las flores, los animales, los pájaros.

Había nubes en el cielo, aire puro en todas partes, la lluvia que caía haciendo crecer las plantas. Los crepúsculos, el viento de las noches invernales. La primavera. Y los frutos, el buen alimento natural producido por la tierra.

—Vosotros no os podéis imaginar lo que era una naranja. —Y el abuelo sentía el caldo dulce correr por su boca. —Nada de esos alimentos sintéticos que usamos aquí. Este no es un planeta para que viva el hombre. Donde todo tiene que ser producido artificialmente. Lo que se come, lo que se viste, el calor en los largos inviernos, el aire que se respira fuera de los valles. Aquí el hombre tiene que trabajar y conseguirlo todo con el sudor de su rostro.

En la Tierra, no. La Tierra era el paraíso. Pero una vez el hombre había desafiado a Dios. Renovó el pecado de orgullo, el pecado original. Quiso dominar las fuerzas de la naturaleza, quiso, otra vez, igualarse al Creador. Y nuevamente vino el castigo, fue expulsado por una espada de fuego que todo lo había consumido.

El abuelo se acordaba de los primeros experimentos y de la primera explosión atómica. El resultado había atemorizado a toda la humanidad. Pero el orgullo y la ambición habían sido más fuertes. Las voces que se levantaron, prudentes y avisadas, no fueron oídas. El hombre probó el fruto del árbol de la ciencia y del mal. Nada podría contenerle. Y había conseguido transformar la Tierra en un devastado planeta prohibido, que giraba abandonado Por el espacio inmenso, envuelto en un manto de radioactividad.

Algunos hombres habían previsto el desastre. Escaparon a tiempo del peligro y se vinieron a Marte, donde se instalaron en pequeñas colonias en el fondo de los valles, que conservaban una atmósfera más densa y el calor del día. Todo lo demás, sin embargo, era hostil y el hombre tenía que vencer las condiciones inhóspitas del planeta que no le había sido destinado pero que tuvo que escoger como refugio.

—Pero, abuelo, ¡Marte es tan bello, la vida es tan buena aquí! —Uno de los rapaces mayores no se contuvo—. El trabajo en la fábrica de aumentos, las excursiones fuera del valle, el paisaje rojo y amarillo, los juegos en las suaves arenas de la meseta, el frío seco de los largos inviernos. Este es nuestro planeta, aquí nacimos y vivimos. Esta es nuestra casa. No puede haber nada mejor. No creo que la Tierra...

Pero el padre le hizo una seña de que se callase. Los rapaces se desinteresaron de las historias del abuelo. Y bajaron al centro comunal donde otros rapaces, marcianos como ellos, los esperaban para los juegos nocturnos. La madre miró la hora:

—Niños, entrad a preparar vuestras lecciones. De aquí a poco empezará a refrescar.

Los niños se fueron para el interior, de mala gana. Preferían continuar oyendo al abuelo. La madre entró también para vigilarlos. El padre se levantó:

—Voy a la Administración —avisó a los de adentro— Tengo que discutir unos asuntos.

A la puerta de la casa sólo quedó el abuelo. Sus ojos nublados se volvieron al cielo. Allá, a lo lejos, un punto brillante continuaba su giro solitario. Un triste y desierto planeta destruido por sus propios hijos. Pero el abuelo veía la Tierra como fue y nunca volvería a ser. El paraíso perdido...

Traducción de Ángel Crespo