juan luis herrero

NO ME ACARICIES, VENUSINO

Todo por un maldito cubilete. Siete probabilidades contra una. Y en ello me va la vida.

Se lo había dicho a Roberto:

—No sabes el odio que les estoy cogiendo.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Pues por su culpa estamos aquí.

—En todo caso sería del Gobierno, por habernos mandado.

—Si ellos no existieran, ya estaríamos de vuelta, ¿me entiendes? De vuelta. ¡Saca de ahí ese asqueroso seudópodo!

Rack, muy apenado, retiró el miembro sin atreverse a insistir.

—Ya ves, no son malos; quería acariciarte.

—Son unos asquerosos pulpos analfabetos —dije, mientras electrificaba toda la cubierta exterior de mi traje, para eliminar cualquier impureza de los tentáculos del venusino.

—¿Analfabetos? Querrás decir inocentes —me dijo Roberto—. Poseen inteligencia y son muy cariñosos. Imagínate que no lo fueran, sabiendo que nuestras pistolas solares son casi inofensivas para ellos.

—Pero a toda carga resultaría imposible que las resistieran. Así lo dijo su análisis estructural.

—¿Y luego? ¿Qué haríamos mientras se recargan nuestras pistolas, si se unen para atacarnos? Pues que nos destrozarían con sus tentáculos.

—¿Aún les tienes miedo?

—No, no tengo por qué. Aunque conocemos muy poco acerca de ellos, ya estamos seguros de que son incapaces de atacarnos, pero ten cuidado, Carlos, si se reviraran sería mortal para nosotros.

—¡Bah! —contesté, mirando a Rack que hacía cabriolas para llamar nuestra atención.

Rack era, como todos los venusinos, asqueroso. Allí estaba, siempre cerca de mí, en espera de que le brindara alguna tarea. Recuerdo el día que lo tuve cargando piedras casi veinticuatro horas. Ni se cansó. Estaba satisfecho de cumplir mis deseos. No eran inteligentes, como decía Roberto. Si lo fueran, ¿serían tan fieles a sus promesas? Sí, es cierto, aprendieron a mal pronunciar nuestro idioma, repitiendo nuestras propias voces. ¡Maldita sea! Rack había escogido la mía y no saben cuánto me irritaba oír mi propia voz emergiendo de aquel venusino pulposo.

Hacía ya tiempo que yo estaba esperando el cohete relevo de la Tierra. Principalmente porque nos traería armas neutrónicas, eficaces contra los venusinos. Sin embargo, el cohete no llegaba. Roberto inquiría por qué ese interés mío en poseer defensas mortíferas contra aquellos seres que eran incapaces de atacarnos.

El día que tuve a Rack trabajando toda la tarde en la infecunda labor de cargar cerca de media tonelada de los pesados pedruzcos venusinos de sílice a un lugar diferente al que le había ordenado la noche anterior que los llevara, tras una semana de tenerlo acarreando esos mismos pedruzcos de un paraje a otro, me entretenía en calcular un nuevo destino más accidentado al cual debía transportarlos por la madrugada. ¡Rack acariciaba hasta la dichosa media tonelada de rocas! ¡En dos semanas de cargarlas y descargarlas se había encariñado con ellas! ¿Qué hacer con aquel dichoso ser que, tras despojarse de su verde espuma sulfurosa, equivalente a nuestro sudor, aprovechando un ligero respiro en el trabajo, mirándome lánguidamente con sus grandes ojos azules y redondos, trataba subrepticiamente de acariciarme? No pude más, saqué mi pistola y apunté a su redonda cabeza.

—¿Qué haces, estás loco? —me gritó Roberto, apartando el cañón de mi pistola de la cabeza de Rack.

—Déjame hacerle un disparo, uno solo, una pequeña descarguita en su cochino cerebrito...

—¡Dame acá! —gritó Roberto, arrebatándome el arma, asistido de su gran fortaleza. —¡Déjame, vete al diablo!

—Si violentas a un venusino no tendremos salvación. —Uno solo, déjame eliminar a uno solo, a ése... —rogué viendo a Rack dar saltos juguetonamente alegre, ajeno a lo que pasaba.

—Carlos, ¡tú tienes neurastenia aterráquea!

—No es nada de eso, ¡dame mi pistola, c...

—No, hasta que nos despaciemos un poco —insistió Roberto firmemente.

Antes de ir a despaciarnos miré hacia Rack. Este movía sus tentáculos amistosamente, enviándome un cariñoso saludo de despedida.

"Ya verás, ya verás que un día te daré tu merecido, venusino de mierda", pensé antes de entrar en la cúpula despachadora.

Nos quitamos los trajes, no sin antes haber ajustado la presión, atmósfera y humedad dentro del recinto. Me sentí muy aliviado al poder despojarme del traje espacial. No tenía ningún deseo de hablar con Roberto. Hace poco, si no hubiera sido por él, habría podido por fin dar muerte a Rack. Pero siempre me andaba restregando su autoridad por la cara y dándome órdenes. El era el jefe y existía esa diferencia entre los dos. Ahora lo único que era capaz de palmar mi justificado odio era la máquina que tenía enfrente, en el centro de la instalación despaciadora. Ahí estaba la polisensitiva, de dos plazas. El de la derecha, mi sillón. En él encontraría a Julia, la Tierra, el oxígeno natural, y no en los envases de nuestra escafandra, la vida alegre de mi planeta, desaparecerían los venusinos e inclusive Roberto y sus malditas recomendaciones. Fui sin decir nada hacia ella.

—Carlos, por tu culpa tenemos que usar la despaciadora con demasiada frecuencia. Ya sé que es agradable, pero ¿te imaginas lo que sucedería si por cualquier percance no podemos recibir repuestos durante mucho tiempo? Yo no quiero ni remotamente pensar en que puedo contraer psicosis extraterráquea. Recuerda cómo antes de inventarse la desespacialización, un buen día, Ricardo Carriri, tuvo que ser recluido en una clínica por su manía de ponerse una pecera en la cabeza.

"Yo no soy Ricardo Carriri", pensé. Aquél había sido uno de esos débiles espíritus que fueron afectados por una larga estancia fuera de la Tierra. "Psicosis extraterráquea", ése era el nombre con que se conocía una serie de desajustes psíquicos, provocados por la vida anormal que llevábamos nosotros, los pioneros interplanetarios. Es algo así como la psicosis de guerra de tiempos pasados. Yo conocí a Ricardo Carriri en la escuela militar. Era un muchacho jovial, aunque un poco nervioso. Tras su estancia de dos años en Marte, le había sido imposible quitarse ciertas costumbres. Se había vuelto anormal, debido a que estuvo demasiado tiempo sujeto a un medio anormal, sin contar con una despaciadora. Pero eso de necesitar un casco cósmico para sentirse seguro es el colmo. Claro que uno se acostumbra a cuidarlo, revisarlo y pulirlo, ya que en ello le va la vida en medios donde la atmósfera es letal para los humanos. Y Carriri, por no contar de regreso a la Tierra con un casco, comenzó a ponerse aquella dichosa pecera en la cabeza. Los médicos dijeron que era algo así como si a nosotros nos dijeran de pronto que debíamos andar sin ropas por la calle. Nuestro cuerpo, acostumbrado a la presión de los trajes de platilina, a la sensación de la seguridad térmica que ellos representan, se sentiría inmensamente incómodo sin ellos.

Por eso teníamos que desespaciarnos cada cierto tiempo. Es decir, a costa de una gran pérdida de energía, crear una atmósfera y presión artificiales en una cúpula de regulares dimensiones, vestirnos con ropas como las que usa cualquier humano en la Tierra, y entonces..., ¡ah, entonces usar la polisensitiva! Divina, magnífica, adorable maquinita, sumum de la creación científica del hombre, no importa que tuviera tubos, tornillos y chuchos, era algo vivo, familiar, humano.

Cuando salíamos de nuevo de nuestros trajes interplanetarios, Roberto me preguntó:

—¿Mejor?

—Sí —mentí, pues después de recrear el recuerdo de Julia en mi mente, en mis sentidos, sentía más odio aún por los venusinos.

—Estás usando mucho la polisensitiva, ten cuidado, no vayas a enviciarte. Ya no eres ningún muchacho —me advirtió Roberto, sonriendo.

La maravillosa polisensitiva. Esa complicada máquina eje de cualquier buena despaciadora, me permitía revivir a Julia, aligerando la desgracia de nuestra separación. Desde la vista hasta el tacto eran recreados por ella para quien contara con los estímulos adecuados. Al salir de aquella máquina, casi podía decir que había estado unos minutos con Julia. ¡Y qué situaciones íntimas pude crear en la polisensitiva! ¡Qué bien reproducía hasta el color de la ropa interior femenina, de la piel, de los muslos, la espalda...! ¡Qué estúpidos era los moralistas, que al principio atacaron a tan adorable máquina! La denominaron, tratando de ridiculizarla, polimasturbadora. Pero ahora, comprobados sus buenos resultados, todos deseaban tener una y se hizo necesario que las estaciones pioneras interplanetarias la tuvieran. Las mujeres también protestaban al principio, al saber que cualquier hombre podía hacer con ellas, imaginativamente, lo que deseara. Pero luego, al aumentar el número de mujeres rumbo a las estaciones pioneras y comprobar que ellas también podían, a su vez, hacer con los hombres que quisieran cualquier cosa, por la fantasía mental de la polisensitiva, dejaron de protestar. Y los últimos moralistas estúpidos afirmaron que el cosmos iba a ser en el futuro conocido como el mundo de Onán. Y se iba a llenar de humanos ojerosos y febriles, con el consiguiente agotamiento en el mercado de las pastillas X48 vigorizantes. Ensayaron su última campaña, pero cuando descubrieron al incorruptible director de ella usando subrepticiamente una polisensitiva pequeña de experimentación, para soñar con su secretaria, se acabaron las protestas.

Roberto y yo tomamos nuestros exploramóviles individuales y partimos hacia la cordillera cercana, donde estábamos haciendo investigaciones minerales. Llevábamos dos venusinos en calidad de ayudantes, claro que no dentro del reducido espacio de nuestros exploramóviles, sino afuera prendidos a la carrocería de viridium. A través de la transparente claraboya veía los tentáculos de Rack adheridos al vehículo.

—Carlos, sígueme y no hagas más tonterías —me dijo Roberto desde su exploramóvil mediante nuestros micrófonos de ondas medianas.

Tras embestir algunos arbustos espinosos, chocar con pequeños promontorios, etc., fui detrás de Roberto. A pesar de todos mis esfuerzos, Rack seguía afianzado a la claraboya. Lo miré largamente y desprendió un tentáculo para saludarme.

Terminada nuestra jornada de investigación, volvimos a la pequeña base que habíamos instalado al pie de un tupido bosque de las mortales zulfiritas, por donde los venusinos jugaban libremente. Cuando me bajé del exploramóvil, eché una mirada a Rack, que alegremente se internaba en el bosque, jugueteando con sus congéneres.

—También hay oro —dijo Roberto, descargando un pequeño saquito con muestras minerales, y al mirar hacia el bosque, donde desaparecía mi ayudante, añadió—: Carlos, todo sería perfecto si dejaras de odiarlo. Ellos son buenos, convéncete. Hoy volviste a atentar contra él.

—Sólo fue una diversión. Me gusta verlos saltar del exploramóvil, al lanzarme contra algún arbusto espinoso, y luego verlos insistir en agarrarse a la cabina con sus ventosas.

—No, lo que te gustaría es verlos no agarrarse de nuevo, debido a que han quedado destrozados por las púas de un lugulú o las aristas de un cuarzo gigante.

—Eso nunca ha sucedido.

—En contra de tu voluntad. A pesar de su inocencia, los venusinos son hábiles y saben defenderse.

"Un día no podrán y yo les habré ganado", pensé.

La noticia me aplastó. Se había aplazado la fecha para nuestro relevo. Por un tiempo indefinido, tampoco recibiríamos repuestos.

—¡Te lo dije! —exclamó Roberto.

—No tengo la culpa.

—No, pero sí de que tengamos casi agotadas las reservas de la despaciadora, debido a tus fobias venusinas. Dentro de poco no podremos usar nuestros exploramóviles por la falta de energía. Desde este mismo momento queda excluida la polisensitiva de nuestras posibilidades.

—Eso no, Roberto; eso, no.

—Ya te lo advertí.

—Pero la polisensitiva, no; Julia...

—Julia es artificialmente creada por la polisensitiva; la verdadera está allá, en la Tierra, y vas a tardar mucho en volverla a ver.

—Sabes que deseo mucho a Julia. No elimines la polisensitiva.

—Es indispensable. Tu odio a los venusinos ha provocado esta situación.

—Ya te dije que no los odio, es que...

—Sí que los odias.

—No tengo por qué.

—¿Ah, no? Pues te diré, yo sé el porqué de la aversión hacia estos seres que no nos hacen nada, salvo tenernos cariño y ser firmes a sus conceptos desinteresados. Te molestan sus buenos sentimientos, debido a que ponen en evidencia una maldad que puede haber en ti. Cada cual tiene una forma particular de ser que da pie en el individuo a un comportamiento determinado. ¿Y cuál es tu comportamiento hacia los venusinos? Sencillamente te inspiran odio. Así te ves libre de querer a un venusino deforme y monstruoso, cuya mayor ambición es acariciarte. Tú, como hombre, estás acostumbrado a considerar inferior a todo ser que repudies. Y, sin embargo, estas criaturas, según tú atrasadas, dan lo mejor de sí, son menos indefensos y no están esclavizados por la cibernética como nosotros. Nosotros somos esclavos de este planeta y ellos libres. Y te da rabia reconocerlo. Inclusive los envidias por poder anda libremente entre los mortales bosques de zulfiritas, allí no puedes entrar tú. ¿Son hermosas las zulfiritas? Ya lo creo, pero nunca podrás acercarte a ellas. Por eso las odias. Odias a nuestro Gobierno, que te ha hecho alejarte de Julia, en contra de tu voluntad, pero como temes que ese sentimiento a nuestra vuelta sea revelado por la detectara psiquiátrica, vuelcas ese odio contra las venusinos, a pesar de no ser ellos los culpables. En resumen, los odias simplemente porque ellos son buenos y tú no. Y solamente por eso has abusado de ellos, de nuestras reservas de energía y hasta de mi paciencia. Pues fíjate bien, se acabó la polisensitiva, se acabó Julia. Somos dos los que necesitamos de esas reservas que por tu culpa se han derrochado, cual si hubieran sido para ti solas.

—Ahora seremos uno —dije, mientras le descargaba la carpa de mi pistola solar en la cabeza.

Al ser frenados los impulsos nerviosos de Roberto por la descarga, su cuerpo se aflojó. Un solo instante, y ya estaba muerto. Y yo me quedaba solo en Venus.

En la puerta, Rack me miraba fijamente, aplastado contra el suelo.

Sentí miedo. ¿Y si a aquel bicho se le ocurría saltar sobre mi, ahora que mi arma se estaba recargando? Mas Rack ni se movió. Conté nerviosamente los minutos en que mi pistola sería capaz de volver a funcionar, observando los poderosos tentáculos que eran capaces de estar veinticuatro horas cargando inútilmente media tonelada de cuarzos, venusinos.

—¿Qué tal, Rack? —pregunté, para ganar tiempo.

—Bien —respondió Rack, con mi propio metal de voz.

—¿Qué haces?

—Pienso.

No me gustó nada su respuesta.

—Roberto está dormido —dije, señalando para el cuerpo tirado en el suelo.

—Sí, está dormido —me contestó mi propia voz.

"Maldito venusino, ya te enseñaré", pensaba. Tenía que vencerlo, tenía que eliminarlo. Ahora yo estaba desarmado. Hice como si estuviera muy ocupado arreglando una máquina computadora. Pero Rack seguía echado en la puerta, observándome fijamente.

—¿Qué hacen tus amigos? —le pregunté, señalando a los venusinos que allá afuera se entretenían retozando.

—Juegan —me contestó mi voz.

Mientras contaba los últimos minutos en que se recargaría mi pistola, volví a preguntar al venusino, sin que éste diera muestras de asombro por mi interés de conversar.

—¿Te gusta jugar?

—Sí.

¡Eso!, pensé. Sí, ésa era la respuesta a mis deseos. Busqué a mi alrededor hasta encontrarlo: el viejo cubilete de Roberto. Haciendo sonar los cinco dados de marfil en su interior, volví a preguntar a Rack:

—¿Te gustaría aprender un juego de la Tierra?

—Sí, sí —me contestó, agitando sus poderosos tentáculos.

—Ven —le dije.

Fuimos hacia un claro. Ya mi plan estaba hecho. No había forma de que fallara. Había llegado mi hora y la última de Rack. Este iba detrás de mí, y algunos compañeros se le unieron, quizá al enterarse de que iban a aprender un juego de la Tierra. Yo sonreía, haciendo sonar los dados dentro del cubilete. Miraba allá, el cielo siempre lleno de nubes eme impedían ver mi propio planeta. Nuevos espectadores se unieron al grupo. Mejor, necesitaba testigos de que todo iba a ser un juego.

Nos sentamos haciendo un círculo. Tomé el cubilete. No fue difícil explicarle a Rack cómo se jugaba.

—Allá en la Tierra siempre apostamos algo, ¿qué tienes? —pregunté al inocente venusino.

—¿Yo...? Nada... Nosotros, los venusinos, no tenemos nada... —y su voz, es decir, la mía, reflejaba una gran pena por no tener nada que apostar.

—¿Pero no tienes nada, nada?

—No, nunca lo hemos necesitado. Lo mío es de todos, no poseo nada exclusivamente mío.

Yo sonreía para mis adentros, pues antes de hacerle la pregunta a Rack, ya sabía su respuesta.

—Es una lástima que no poseas nada, así no podremos Rack. Ese ser desposeído de todo, dejó caer flácidamente sus tentáculos, lleno de tristeza. Pronto comenzó a humedecerse. Los venusinos lloran íntegramente, es decir, con todo el cuerpo. Sus compañeros lamentaban también que Rack no tuviera nada que apostar. Y entonces tendí la trampa.

—Querido Rack, ya ves que yo quiero compartir contigo este entretenimiento de la Tierra, pero parece que va a ser imposible. A menos que..., oye ¿si tuvieras algo que apostar lo harías?

—Sí, sí... —contestó Rack, agitando un seudópodo lleno de esperanzas, pero sin atreverse a acariciarme.

—Pues sí, tú tienes algo...

—¿Qué? —preguntó suavemente.

—Tu vida.

Mira alrededor. Los venusinos no se movieron. Todo era un juego. Al fin, manifestaron alegría. Rack tenia algo que apostar.

Comenzamos el juego. Mi vida contra la de Rack. Yo estaba seguro de ganar, pues el venusino no tenía experiencia. Todos estaban entusiasmados. Y yo iba a matarlo.

Sin embargo, Rack era inteligente. Así lo demostraba. Llegó un momento en que estábamos empatados a ocho puntos; el que hiciese dos más ganaría, teniendo derecho sobre la vida del otro. Maldije mi apresuramiento, pues debí escoger un juego en el que interviniera todo menos el azar. A pesar de que mi traje espacial me garantizaba una temperatura agradable, estaba sudando. Moví el cubilete y lancé los dados... Un as, dos reyes y dos gallegas. Si conseguía en los dos tiros siguientes sacar dos reyes roas, haría una carabina de dos puntos y ya habría ganado. En el segundo tiro salió otro rey. Rack, junto a sus compañeros, miraba atentamente mi mano que agitaba el cubilete para el próximo tiro. Se oía dentro el ruido del ultimo dado que pronto iba a rodar por el suelo venusino.

Y rodó... El cuadrado de marfil primero presentó la cara de una reina, luego la de un negro y, al fin, dando una vuelta completa, la de un as. ¡Carabina!

—Perdiste, Rack —dije, incorporándome, mientras llevaba la mano a mi pistola solar.

Rack me observaba, echado aún sobre el suelo. Me acarició las botas. Sus compañeros no expresaron disgusto alguno. Saqué mi arma y, apuntando a su odiada cabeza, disparé. Toda la carga solar de mi pistola se agotó sobre Rack. Este quedó quieto, sus ojos redondos estaban humedecidos, un estremecimiento y cayó hacia atrás. Fue fácil comprobarlo. Estaba muerto.

Miré a mi alrededor. Ningún venusino se había movido. Ninguna actitud de crítica vi en ellos. Electrifiqué mi bota derecha, que había sido acariciada minutos antes por Rack, y me di vuelta para poder gozar solo de aquel momento. Ahora iría a la despaciadora, adonde Julia, sin Roberto, sin Rack, adonde podría recrear a plenitud mi victoria sobre los cariños venusinos. Ya sabría yo explicar la muerte de mi jefe cuando recibiera la orden de nuestro relevo. "Sería difícil convencer a los inspectores de que un ser tan cariñoso, tan manso y bueno como Rack, había matado a Roberto. Pero no importaba, era mi palabra contra la de aquellos seres estúpidos. Ya mi pánico al descubrir la habilidad venusina para el juego de dados había desaparecido. Me arriesgué mucho con aquel juego. Nunca se me ocurriría proponérselo a cualquier otro venusino, pues ya en el juego anterior vieron cómo debían agruparse los dados. Rack, el venusino cariñoso, ese que me miraba con ojos húmedos, mientras me acariciaba las botas con sus tentáculos, ese que nunca pude ensartar en las espinas de un lugulú, había muerto, destruido su sistema nervioso por mi pistola solar. Ahora era feliz y di varios pasos hacia la despaciadora, donde me esperaba la polisensitiva, y levanté la vista. A pesar de haber matado a Rack, me seguía siendo imposible distinguir a mi planeta, por las nubes que rodeaban a Venus.

De pronto sentí mi voz llamándome.

—Carlos... Carlos...

—¿Eh? —exclamo, mientras miraba con los ojos desorbitados cómo el inanimado cuerpo de Rack, a quien había matado momentos antes, se iba incorporando.

—¡Pero yo te maté, te maté!... —exclamé, lleno de terror.

—Si —me contestó Rack—; pero ¿no sabes? Nosotros, los venusinos, tenemos siete vidas. Nuestros organismos nerviosos pueden regenerarse esa cantidad de veces. Claro que tardamos unos minutos en hacerlo. Perdóname el tiempo que te he hecho perder para seguir el juego.

—¡No, no! —grité, lleno de espanto, viendo a los vigorosos venusinos que me rodeaban alegremente.

—¡Sí, sí, sigamos el juego! —dijo Rack.