LA BALADA DE LAS ESTRELLAS
GENRIJ ALTOV
VALENTINA JURAVLEVA
Pese a todos sus posibles defectos e inhibiciones (impuestos o no), la ciencia ficción soviética ha adquirido un auge sólo comparable a la anglosajona, y algunos de sus relatos constituyen obras maestras en su género. «La balada de las estrellas», a decir de toda la crítica mundial, es una de las obras de ciencia ficción más humanas y conseguidas que se hayan escrito hasta el presente, y Jacques Bergier la presentó, en el prólogo de su antología «les meilleures histoires de Science fiction sovietique» como «una de las pocas obras adultas del género». Aquí está, traducida por primera vez al español.
ilustrado por JOSÉ M.ª BEÁ
Era en el tiempo en que los hombres comenzaban a abrir los caminos del Mundo Estelar. La llamada de las estrellas era más fuerte que la secular atracción del mar. Las iononaves dejaban la Tierra unas en pos de las otras, y el viento embriagador de los descubrimientos las impelía hacia los astros. Las expediciones surcaban aún los bosques pantanosos de Venus, los cohetes blindados atravesaban aún los huracanes atmosféricos de Júpiter, el mapa de Saturno aún no estaba trazado, pero ya las astronaves singlaban rumbo a las estrellas, más lejos, siempre más lejos.
Era en el tiempo de los grandes descubrimientos. Las naves alcanzaban las estrellas y se posaban en los planetas que giraban en torno a ellas. Soles desconocidos brillaban por encima de los astronautas. Una vida extraña rodeaba a las astronaves. A cada paso se hollaba lo Desconocido. Los hombres regresaban a la Tierra y sus narraciones abundaban en flores que brillaban en las tinieblas y se quebraban al simple contacto de las manos, de edificios ciclópeos sepultados en el lodo, vestigios de civilizaciones desaparecidas, de losas basálticas sorprendentemente pulidas en medio de caos rocosos, que habían servido de pista de despegue a las astronaves.
Sí, era en el tiempo de los grandes descubrimientos. Conocíase entonces lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande; súpose cómo crear la vida, y se supo también cómo nacen las galaxias. El Mundo Estelar confiaba generosamente sus secretos.
Era también el tiempo de las duras pruebas. Las astronaves afrontaban terribles peligros. A veces, los motores se averiaban y las naves eran tragadas por los abismos estelares. No era raro que los complejos electrónicos se destruyeran en el momento del aterrizaje, y los astronautas se veían obligados a quedarse para siempre en un planeta extraño. La peor de las torturas comenzaba: la ausencia de esperanza. Nadie podía resistir durante mucho tiempo. La arena recubría progresivamente el enorme cuerpo negro de la nave. La mirada indiferente de las lucernas diríase que era la de unas órbitas vacías. Sucedía también que una astronave se aproximaba imprudentemente a una estrella fría y poco luminosa, que proyectaba súbitamente al espacio un chorro de gases inflamados, sin que el aparato tuviese tiempo de alejarse. En sus últimos instantes, toda la energía de sus baterías se concentraba en las antenas de emisión para dirigir a la Tierra un último adiós. La astronave moría y, durante años, su última señal se encaminaba hacia la Tierra a través del negro abismo del Mundo Estelar. Llegado el momento, los tentáculos siempre alertas de las antenas terrestres captaban la triste noticia. Entonces todos los hombres, dondequiera que se encontrasen, cesaban en su trabajo, y el planeta entero guardaba un minuto de silencio.
No obstante, nuevas naves continuaban la exploración del Mundo Estelar. Cada año se contaban más. Partían, fuese cual fuese el destino que las aguardaba; se taponaban las heridas causadas por los meteoritos, se soportaban los largos estados de náusea debidos a las prolongadas aceleraciones, transcurrían los años sin ver el cielo azul de nuestra Tierra. De proeza en proeza, se convertían en vencedores.
Era en el tiempo en que los hombres plantaron por primera vez, en los planetas de otros sistemas solares, el estandarte púrpura de la Humanidad Unida, con el disco amarillo de Proción, la roja estrella de Kaptein y la azul de Altaïr. En los sitios donde esto no era posible, donde ardía eternamente una atmósfera incandescente, se erigían obeliscos en los que se grababa el nombre de la nave que primero alcanzaba ese planeta, y el año de la Nueva Era en que esto había sucedido.
PRIMERA PARTE
EL POLVO NEGRO
El lector indiferente leerá esta historia y alzará los hombros: ¡no hay nada ahí de qué emocionarse! Dirá las palabras que pueden apagar el Sol: «¿Qué hay ahí de extraordinario?»; y los románticos apretarán los dientes y seguirán su camino.
C. PAOUSTOVSKI
Hacía seis años que Lanskoi no veía al Viejo. El Viejo convocaba a sus discípulos con frecuencia, pero no mandó llamar a Lanskoi más que una vez. Seis años habían pasado desde que el maestro hubiera terminado su última obra, la estatua del Marinero en Gibraltar, una gran obra. Pero no había en ello nada de extraordinario, ya que el Viejo era el mayor artista que el mundo conociera después de Miguel Ángel.
El monumento se elevaba sobre unos negros peñascos, corroídos por el océano. Las olas se quebraban contra las piedras y los mechones de espuma gris volaban hasta los pies de la estatua. El marinero era muy joven. Miraba el mar y aguardaba una orden. El viento despeinaba sus cabellos e hinchaba como una vela su camisa abierta sobre el pecho. Se sentía que, bajo sus pies, el barco oscilaba, y un peligro era inminente. Algo iba a suceder, pero el muchacho reía, pareciendo gritar al océano: «¡Vamos, agítate! ¡Ataca! ¡Vamos a ver quién es el más fuerte!».
El autor había encontrado exactamente la expresión de intrépida alegría que era necesaria. Un ápice más y el muchacho no pasaría de ser un bravucón ridículo. Un ápice menos y se habría dudado del resultado del duelo. Pero tal como estaba todo era claro: aunque todo el furor del océano se abatiera sobre aquel marinero, él diría entre sus dientes apretados: «¡Vamos, agítate! ¡Veremos quién es más fuerte!».
El Viejo se aproximó a Lanskoi y, sin saludarle, le preguntó:
—¿Te gusta?
Lanskoi respondió que era preciso elevar un poco más la estatua por encima del océano.
El Viejo clavó en él sus pupilas amarillentas, en una mirada desprovista de animosidad.
—¡Bravo! —exclamó irónicamente—. Tú eres el único que me lo ha hecho notar.
Permaneció un largo rato mirando la estatua. El día era tórrido, pero el Viejo se cubría con un largo impermeable.
—¡Estúpido! —gritó bruscamente, volviendo hacia Lanskoi su rostro flaco y apergaminado—. Estamos en el período de las mareas vivas. Hoy es la mayor del año, ¿has entendido? ¡Ahora vete!
Seis años habían pasado. El Viejo nunca lo había llamado, ni siquiera le había escrito una simple carta. Lanskoi supo, por algunos amigos, que había estado muy mal. Se decía que regresaba a su tierra, a Génova. Y, súbitamente, había llegado un telegrama: «Toma inmediatamente un avión».
Tres horas más tarde, Lanskoi estaba en Génova.
Abrigado en una manta de viaje, el Viejo estaba sentado en una poltrona, en un mirador. El mar susurraba dulcemente un poco más abajo, al pie del acantilado. Manchas claras recorrían las paredes: los reflejos del sol en las olas.
—Siéntate —ordenó el Viejo con voz sorda.
Como era habitual en él, no dio ningún saludo ni hizo la menor pregunta.
Lanskoi se sentó en un banco toscamente tallado. El Viejo miró al mar y dijo:
—Vi tus trabajos. No son malos…
Agitaba sus labios, y una llama apareció en sus ojos amarillos.
—Estoy recordando tu primer trabajo. Acababas de llegar… Calculaste mal y se te rompió un pedazo. Tú querías volver a pegarlo. ¿Qué fue lo que te dije entonces?
—Me repitió las palabras de Vasari: «Pasar por zapatero remendón es, para un hombre de calidad, para un verdadero artista, la peor de las vergüenzas, un escándalo lamentable en grado sumo».
El Viejo rió en silencio. Su flaco y nudoso cuello tembló y su rostro se cubrió de arrugas.
—¿No lo has olvidado entonces? Muy bien. Yo comienzo a perder la memoria… ¿Qué edad tengo? ¡Ah, sí! Ciento siete años. ¿En qué año nací?
—Según la nueva era…
Golpeó con el descarnado puño el brazo de la poltrona:
—¡Según la nueva era no! Nunca me he podido habituar a eso. Por la antigua…
—En 1945.
—Y tú, ¿qué edad tienes?
Lanskoi se la dijo.
—Eres joven, muy joven —prosiguió el Viejo con aire de disgusto—. ¿Por qué hiciste aquel bajorrelieve en memoria de la primera expedición lunar con piedra traída de la Luna? ¿No encontraste material en la Tierra? ¡Eso es charlatanería!
Lanskoi no respondía.
—¡Charlatanería! —gruñía el Viejo—. Vi un proyecto de monumento a los astronautas perdidos: un pedestal y, encima, un cohete herido de muerte, calcinado, lleno de agujeros, los motores reducidos al silencio. ¿Qué dices?
Lanskoi respondió que la idea le parecía poco feliz. Al fin y al cabo, no era la nave lo que interesaba, sino sus tripulantes.
—¡Ciertamente! —exclamó con impaciencia el Viejo—. De aquí a treinta años, las personas dirán ante este monumento: «Observa cómo eran las astronaves de aquel tiempo»; ni más, ni menos. Es preciso representar al hombre. Éste será siempre contemporáneo, tanto ahora como dentro de mil años. El coraje nunca envejece.
Cerró los ojos y permaneció silencioso. Lanskoi imaginó que dormía. Apareció una mujer, tan vieja como el maestro, y, sin decir nada, lo abrigó con la manta. De repente el Viejo alzó la cabeza, clavó en su discípulo una larga y penetrante mirada y afirmó:
—Ya no puedo trabajar. Y, pese a ello, tengo una cosa importantísima por hacer. ¿Oíste hablar de la expedición de Chevtsov?
—Más o menos…
El Viejo se agitó:
—¿Qué? ¿Has dejado de leer los periódicos? ¿Eres incapaz de ver a un palmo por delante de la nariz? —Pero luego se calmó—. Bueno, escucha. Es preciso hacer algo que llame la atención, que dure siglos. Yo quería poner manos a la obra, pero ya no puedo. No veo a nadie más que a ti capaz de llevar esa tarea a buen término. A los otros es preciso sostenerlos, darles ideas. Contigo es diferente. No precisas que te digan al oído lo que tienes que hacer. Aquí está el porqué nunca me he ocupado de ti, aquí está el porqué ahora te he mandado llamar. Vas a sustituirme. Pero aún me queda algún tiempo de vida, y quiero ver. Escucha. Chevtsov está ausente. Volvió a partir para Sirio. Pero el contacto por radio con su cohete aún va a durar algunos días. Ve a esa… ¿cómo se llama?, ¡ah, sí!, Estación de Comunicaciones Estelares. Ya lo he arreglado todo. Te están esperando. Verás a Chevtsov y él te lo contará todo. ¿Has entendido?
Lanskoi no quería discutir con el Viejo. Pero pese a ello, con rodeos y cautela, intentó saber por qué razón era necesario hablar con Chevtsov.
—¡Eres aún muy joven!… —replicó el Viejo con ternura—. Comprenderás cuando lo hayas oído… ¿Creías que tu bajorrelieve lunar era una revelación? No, en absoluto. Tú mirabas hacia atrás, hacia el pasado. ¡Y es preciso mirar hacia el futuro!
—¿Incluso cuando se representa un acontecimiento del pasado?
—¡Siempre! El pretexto no es más que un trampolín. Es este pequeño detalle lo que distingue una gran obra de una obra simplemente buena. Tus astronautas son viajeros, ciertamente valerosos, osados, pero simples viajeros, meros exploradores. No enviaste tus ojos hacia el futuro.
El maestro hizo un gesto de desaliento.
—Bien. Tienes que comprender todo esto por ti mismo. Habla con Chevtsov. Parte inmediatamente. Después vuelve. Tengo todos los informes, la copia del diario de a bordo, la decisión del Consejo de Investigación. Vi al propio Chevtsov, que me contó muchas cosas. Grabé en cristalfono lo que él me dijo. No, no me interrumpas. Es preciso que, antes de que inicies el trabajo, oigas por ti mismo todas esas cosas. Será mejor. Escucha aún una cosa…
Se inclinó hacia Lanskoi y, escrutando intensamente la mirada de su discípulo, dijo:
—Mis instrumentos están encima de la mesa. Ve a buscarlos.
Lanskoi trajo una caja plana de madera, cubierta por un barniz cuarteado y rugoso. El Viejo acarició largamente la tapa con sus huesosos dedos, sin atreverse a abrirla.
—Aquí la tienes —pronunció con voz triste—. ¡Toma, llévatelos! Yo ya no los necesito. Tómalos. Son unos buenos instrumentos.
Y añadió severamente:

—Estoy en contra de todas esas nuevas invenciones. Nunca he usado ningún buril eléctrico. Toma. ¡Y ahora vete!
La cuarta Estación de Comunicaciones Estelares estaba situada en la Europa septentrional, en Noruega, en el Cabo Norte. El viejo reaplano biplaza, de rugientes motores, volaba por encima de una densa formación de nubes blanquecinas. El piloto puso los mandos automáticos, echó una ojeada a Lanskoi: «Cuarenta minutos. Nada que hacer. Tendremos que aburrirnos un poco…», y se zambulló en la lectura de una revista ilustrada.
Lanskoi pensaba en el Viejo. Era un artista poco vulgar, pero que nunca se había sentido a gusto entre los problemas de la ciencia y de la técnica. Con todo, había percibido algo que se le escapaba a Lanskoi, algo que Lanskoi no sabía decir en qué consistía exactamente. Era cierto, realmente, que el Viejo tenía en proyecto algo muy importante. Lanskoi se sentía vejado, pues le gustaba la ciencia y creía estar al corriente de todos sus últimos resultados. Incluso escogió la más «tecnológica» de las artes, la escultura. El arte le proporcionaba la libertad de la búsqueda. Todas las épocas, todos los pueblos, todos los temas, todos los materiales, todo eso era lo que necesitaba.
Trabajó dos años en su bajorrelieve sobre la primera expedición lunar. Durante mucho tiempo dio vueltas a la idea del monumento, y acabó por formularla en una sola palabra: «Exploración». Los astronautas eran exploradores. El Viejo, como siempre, fue directo a lo esencial. Pero ¿acaso los exploradores hacían otras cosas además de explorar los nuevos mundos?
El piloto volvió a hacerse cargo de los mandos. Los motores tosieron, pero fue cosa de segundos. El reaplano, hendiendo el aire con un silbido, descendió en dirección al suelo.
—¡Mire! —gritó el piloto—. ¡Ahí está la estación!
Efectivamente, una torre negra y puntiaguda se elevaba por encima de las nubes que la acometían como si fueran olas, y la torre parecía un faro dominando un mar tempestuoso.
—Mil setecientos metros —informó el piloto—. La de las Azores es más alta: dos mil dos. Ahora asegúrese bien. Descendemos con el viento.
El reaplano se hundió entre las nubes. Los motores gimieron. La cabina se oscureció, pero la luz se encendió automáticamente. El piloto se inclinó sobre el cuadro de mandos, tendiendo el cuello, frunciendo como un niño su delgada nariz aquilina. Un estado poco habitual de imponderabilidad sobrevino durante un instante, pero luego la fuerza de la gravedad se abatió de nuevo sobre ellos, cubriendo las cosas de una espuma gris rojiza. Los motores soltaron un grito estridente y se detuvieron. El reaplano aterrizó dulcemente en medio de una nube de nieve en polvo. El piloto sonrió, dijo algo a Lanskoi y condujo el aparato hasta el interior de un cobertizo.
Veíase la torre de la Estación Estelar, o más bien su base, ya que, a partir de doscientos metros, se perdía entre las nubes. Parecía monstruosamente maciza, y semejaba una montaña al mismo tiempo escarpada y pulida.
Lanskoi estrechó la mano del piloto y salió del aparato. Un hombre con una pelliza de piel y una bufanda roja se encontraba al pie de una escalera rodante. Pensando aún en el Viejo, Lanskoi se le dirigió maquinalmente en italiano. El otro se encogió de hombros y respondió en inglés. Un minuto después conversaban en ruso. Era el ingeniero Tessem, el jefe de la estación, un noruego. Hablaba bien el ruso.
—Pensaba que sería usted italiano —dijo—. Si no hubiéramos encontrado una lengua común hubiéramos tenido que hablar por medio de un intérprete electrónico. ¡Habría tenido gracia! Ahora, vamos hacia arriba. Después de la escalera rodante hay un ascensor. La emisión comienza dentro de siete minutos. ¡Aprisa!
En la pequeña cabina del ascensor, Tessem se quitó la pelliza y la bufanda, y apareció un suéter negro. Era un hombre de notable estatura. Lanskoi no pudo ocultar una mirada admirativa. Una corta barba ondulada envejecía algo al ingeniero, que debía rozar los cuarenta y siete o cuarenta y ocho años.
—Primero es preciso ajustar los aparatos. Sólo después de media hora de interrupción se puede al fin hablar.
Entraron en una pequeña sala semicircular, de techo bajo. En la pared, una simple pantalla de televisión en relieve, quizá un poco mayor de lo normal. Los hilos plateados de la red relucían en la penumbra. El cuadrante de un reloj ocupaba la pantalla. Tessem aproximó dos sillones.
—Llegamos justo a tiempo. Vamos a empezar. ¡Mire!
Lanskoi observó que el sillón de Tessem estaba provisto de un cuadro de mandos. El ingeniero regulaba la emisión sin mirarlo. Lentamente, la sala se hundió en la oscuridad. Después, unos rayos verdosos surgieron del techo y vinieron a iluminar a los dos hombres. Las líneas plateadas de la pantalla brillaron y una llama blanca las envolvió. Un sentimiento de malestar invadió a Lanskoi; e, inmediatamente, Chevtsov apareció.
Un hombre enfundado en un traje antiaceleración entró en la cabina de radio de la astronave. Acercó un sillón invisible a la pantalla y se sentó. Tenía un rostro agudo, anguloso; «de aviador», pensó Lanskoi. Sus ojos eran alegres, con una expresión de desafío. Los cabellos le caían descuidadamente sobre la frente.
Chevtsov miró a Tessem, sonrió y le hizo una señal con la mano.
—Buenos días, Tessem —le dijo—. Mucho gusto en verte. Estamos otra vez alejándonos en el cosmos.
—Buenos días, Chevtsov —respondió el ingeniero—. Saludos a los muchachos. Uno de estos días iré con ustedes y entonces no se me escaparán.
Chevtsov ni siquiera había dirigido una mirada a Lanskoi.
—Mientras tanto, viejo —prosiguió, dirigiéndose a Tessem—, seguimos con el reglaje. Ve diciendo cosas…
Tessem se volvió hacia Lanskoi y señaló la pantalla:
—Explique rápidamente lo que lo ha traído aquí.
Lanskoi expuso como pudo lo que pretendía. Chevtsov no lo escuchaba. Miraba a Tessem, y de tiempo en tiempo se le dirigía: le recordaba una información, o le pedía que organizase la retransmisión de un reportaje de los Juegos Olímpicos. Al fin, Lanskoi se turbó y dejó de hablar. Chevtsov, sin mirarle ni una sola vez, dijo al ingeniero:
—Está bien, viejo. Dentro de una hora continuaremos.
La pantalla se oscureció. La luz volvió lentamente a la habitación. Tessem se giró hacia Lanskoi y sonrió con aire culpable:
—Discúlpeme de no haberlo prevenido. Ya lo comprenderá. Pero primero vamos a comer. Es aquí al lado.
Tessem comió en silencio, concentrado en sí mismo. No fue hasta el fin de la comida que habló, mientras miraba pensativamente una manzana que acababa de coger:
—«Okean», la nave de Chevtsov, partió hace veinticuatro horas. Es la segunda expedición de este astronauta a Sirio. La nave lleva veintiséis tripulantes. Pero lo que le quería explicar es lo siguiente: la aceleración de la nave es tres veces la de la gravedad; la distancia recorrida es, ahora, cerca de ciento veinte millones de kilómetros; y las ondas de radio sólo recorren trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Empieza a comprender?
Lanskoi no comprendía absolutamente nada.
—Es muy simple. Las ondas de radio necesitan seis minutos y medio para alcanzar la astronave y otros tantos para regresar a la Tierra. Es por eso que Chevtsov no podía verlo inmediatamente…
—Pero usted hablaba con él —se admiró Lanskoi—. Fue eso lo que me desorientó…
El ingeniero se echó a reír.
—La explicación es fácil: él sabe dónde coloco yo siempre el sillón. Si, en vez de yo, estuviera en él otra persona, hubiera dicho lo mismo: «Buenos días, Tessem». Sí, en la Tierra no nos damos cuenta del retardo de las ondas de radio, pero en el cosmos la escala es otra. Mañana, el «Okean» estará aún más lejos y serán necesarios veinticinco minutos para que las ondas lo alcancen, y pasado mañana serán precisos sesenta.
Tessem se ensombreció bruscamente.
—Es muy embarazoso —dijo, dejando la manzana—. Eso nos impide dirigir las naves a distancia. Es preciso tomar las decisiones instantáneamente, y las señales tardan meses en recorrer la distancia de la astronave a la Tierra y de la Tierra a la astronave. Chevtsov se ríe de esto, piensa que los ingenieros nunca encontraremos salida para esta dificultad.
—¿Pero por qué se guarda un silencio tan grande acerca de esta expedición, quiero decir, de la primera expedición de Chevtsov?
—Se ha escrito mucho a este respecto, pero hace ya mucho tiempo. Chevtsov partió, veamos… hará dieciocho años. En aquel momento se armó mucho ruido alrededor de ello. Después… comprenda, era un vuelo de ensayo. Chevtsov tenía por misión experimentar nuevos aparatos y, si era necesario, introducir en ellos modificaciones. Eran máquinas que no se podían ajustar en la Tierra. Después… después todo ocurrió de otro modo. Chevtsov hizo un descubrimiento, un descubrimiento completamente distinto. Cuando un hombre vuela solo… Porque, aquella vez, Chevtsov volaba solo. Pero él le explicará cómo ocurrió… Con todo, ya antes de Chevtsov otro astronauta que también viajaba solo había hecho otro descubrimiento semejante. Más tarde se dijo que se trataba de un error: los largos años de vuelo, la soledad, los nervios que no resisten… El hombre toma la apariencia por aquello que busca, el espejo por la realidad, el sueño por la verdad. Usted me dirá: pero existen los aparatos, las fotografías… Es verdad. Pero imagine que cae en un mundo desconocido, un mundo que le es completamente extraño. Lo esencial ya no son las fotografías o las indicaciones de los aparatos, sino la manera cómo se comprende y aprecia ese mundo. Es por eso por lo que el Consejo de Investigación decidió, en tales casos, no publicar sino lo que es absolutamente cierto y no dar a conocer el resto más que a título de… ¿cómo decirlo?… a título de hipótesis previa. Así, tenemos que ser siempre prudentes con lo que dice Chevtsov.
—¿Por qué?
—Porque es un soñador —respondió lacónicamente Tessem, sin que Lanskoi pudiera comprender si aquella afirmación era una censura o un elogio.
El ingeniero, mesándose la barba, prosiguió:
—Chevtsov es un constructor, un constructor de una especie muy particular. No le gustan ni puede resolver problemas actuales. Necesita problemas de mañana. Sus proyectos no se encuadraban en ningún plano concreto. Para realizarlos le faltaba, por así decirlo, la base. No tenía aún materiales bastante sólidos, carburante suficientemente rico en calorías, aparatos de una precisión absoluta. Nadie dudaba que, más tarde o más temprano, se llegaría a ello. Pero, mientras otros constructores se ocupaban de tareas realizables, él… ¡Ah, sí! ¡Ahora me acuerdo! Chevtsov los llamaba problemas perspectivos. Es evidente que alguien se tiene que ocupar de eso. Claro que el cuadro de la ciencia y de la técnica modernas es vasto, pero no ilimitado. Es difícil a un hombre del temperamento de Chevtsov contentarse…
—¿Por qué no se dedicó a la escultura? —dijo Lanskoi con una sonrisa.
—No. Chevtsov obtuvo lo que pretendía. No lo recuerdo ya exactamente, pero tres o cuatro años después de haber partido llegó el momento en que se realizaron algunos de sus proyectos. Inmediatamente, siguieron algunos otros. Cuando volvió casi todos se habían realizado. Habían transcurrido aproximadamente siete años terrestres, aunque para él fueran muchos menos. A grandes velocidades, el tiempo se comprime y las leyes de la mecánica relativista entran en acción… Pero es la hora. La emisión va a comenzar.
—No sé si la conversación prenderá. Nunca nos vimos…
—Tal vez fuera difícil en la Tierra, pero no en el cosmos. Cuando un cosmonauta deja la Tierra por mucho tiempo es capaz de pasarse horas delante de la pantalla. En estos momentos, todo hombre es sociable. Confíe en mi experiencia, hace veinte años que estoy aquí. Todo irá a las mil maravillas.
Desde el momento en que entraron por segunda vez en la sala de televisión y la cabina de radio de la astronave surgió en la pantalla, Lanskoi experimentó una sensación particular, indefinible, hecha de conciencia de la importancia de lo que estaba a punto de ocurrir. Sentía físicamente la enorme distancia que separaba la nave de la Estación de Comunicaciones Estelares, y esto se manifestaba sobre todo en el tiempo. Porque todo se verificaba conforme a las previsiones de Tessem. Una extraña conversación se inició con Chevtsov. Simplemente, cuando Lanskoi le dirigía una pregunta, el astronauta continuaba hablando y no le oía. Lanskoi miraba el reloj y sentía las ondas deslizarse por el negro abismo… Chevtsov continuaba hablando. Transcurría un cuarto de hora y, de pronto, interrumpía su narración para responder a la pregunta.
Lanskoi percibía también que la distancia aumentaba, porque Chevtsov respondía con un retraso cada vez mayor.
Sí, era una conversación extraña. El astronauta hablaba lacónicamente, sin detenerse en pormenores. Hubo muchas cosas que Lanskoi no comprendió hasta más tarde, después de esclarecer ciertos puntos con Tessem y de meditar largamente sobre los informes del Consejo de Investigaciones.
—¿Ha oído usted hablar de la corrosión por el polvo? —preguntó Chevtsov, que añadió sin aguardar respuesta—: Fue por ahí que comenzó todo…
Entre los numerosos peligros del Mundo Estelar había uno, invisible y mortal. Se le llamaba, un poco indebidamente, el «polvo negro».
Los itinerarios astronáuticos evitaban las concentraciones de polvo. A velocidades sublumínicas, era imposible atravesar las nubes de polvo interestelar. El polvo se lanzaba sobre el metal, le arrancaba los átomos unos detrás de otros, corroía completamente la nave tal como las hormigas pigmeas roen hasta los huesos los enormes cadáveres de los jabalíes. Las nubes de polvo figuraban en los mapas del Mundo Estelar, eran observadas desde la Tierra, desde donde se veían bajo la forma de manchas sombrías sobre el fondo estrellado del cielo.
Pero había también otras concentraciones de polvo, menos densas, indetectables. Como fieras espiando su presa, se escondían en las tinieblas del Mundo Estelar, sin que nada traicionara su presencia. Cualquier astronave que tropezara con una nube de esta especie estaba perdida. Las partículas de polvo, al chocar contra la nave animada de una velocidad próxima a la de la luz, atacaban los revestimientos, royéndolos cada vez más profundamente, sin que nada pudiera evitar esta destrucción.
Era algo parecido a una enfermedad incurable. La corrosión por el polvo envolvía a la astronave en una red de pequeñas heridas, aumentándolas progresivamente y transformándolas en un cáncer que disgregaba la envoltura. A veces, la nave condenada se defendía reduciendo la velocidad. Pero para salir del dominio de las velocidades sublumínicas eran precisos meses, incluso sometiendo los motores a enormes sobrecargas. Y la corrosión tenía tiempo de atravesar el blindaje de las paredes y alcanzar las cámaras de los motores. La agonía comenzaba. Así desapareció la nave estelar «Dierzanié»[1]. El capitán emitió a la Tierra un mensaje de adiós, en el cual daba las fórmulas que permitían describir la corrosión por el polvo. Otras veces, por el contrario, los capitanes aumentaban la velocidad al máximo, esperando salir de la concentración de polvo. Fue así que pereció la expedición que se dirigía hacia Sirio a bordo de las dos astronaves «Karavella» y «Neva»[2].
—Fui enviado siguiendo el rastro de «Karavella» y «Neva» —explicó Chevtsov—. Más exactamente, yo pedí ser enviado a seguir sus huellas. Había inventado un medio de luchar contra el polvo negro. Hacía falta experimentarlo. En estos casos se suelen emplear habitualmente cohetes sin piloto. Pero de esta forma las experiencias suelen llevar mucho tiempo, y el polvo negro continuaría destruyendo las astronaves. Valía la pena aceptar algunos riesgos. Conseguí convencer a las autoridades y partí hacia Sirio en una nave experimental. Su nombre era «Poisk»[3]. Debo admitir que no estaba absolutamente convencido de la efectividad de mi sistema. Todo estaba fundado sobre cálculos teóricos, pero el estudio del polvo negro se encontraba apenas en sus comienzos y, por falta de datos, reducido a meras hipótesis. Yo sentía prisa por encontrarme con el polvo negro: esperaba añadir, sobre la marcha, las correcciones necesarias a mi sistema.
Chevtsov sonrió tristemente.
—No, no se trataba del ardor de la juventud, aunque en aquella época yo fuera joven. Simplemente, estaba solo. El aparato de protección y los aparatos de búsqueda pesaban mucho. Incluso para un hombre, el equipo era apenas suficiente. Yo había dicho: «¿Solo? ¡Magnífico!». Me equivocaba. Perdóneme, me expreso mal. Pero intente representarse lo que yo sentía. Pasaban los días, las semanas, los meses… Los campos electromagnéticos hacían difícil, más tarde imposible, toda comunicación con la Tierra. Estaba solo, completamente solo. Es muy duro, créame.
Chevtsov estaba solo a bordo de la astronave. Estaba hecho a la soledad. Se había acostumbrado a ver vacío el sillón del navegante. Ya no se daba cuenta de las plazas vacías en la mesa. Pero a veces se sentía torturado por el deseo de hablar. Le hablaba al propulsor iónico, a los aparatos, a los libros… Pero ellos no respondían. Sólo la máquina electrónica tenía voz. A Chevtsov no le gustaba aquella voz seca, desprovista de calor humano.
Sin embargo, cada seis horas, Chevtsov iba a la grisácea y reluciente máquina y formulaba una pregunta sobre el teclado. Las luces de control arrojaban rojizos resplandores, el aparato parecía entreabrir los párpados y posar sobre él la mirada fija y desdeñosa de sus decenas de ojos. Reflexionaba, y respondía, separando cada sonido:
—Ningún indicio de polvo negro. La concentración del gas interestelar…
Chevtsov desconectaba la máquina. No le interesaba nada más que el polvo negro. Seis horas más tarde regresaba. Los rojizos ojos se encendían y la voz impasible anunciaba:
—Ningún indicio de polvo negro…
El tiempo transcurría lento, pesado. No había día ni noche. Sólo las horas, dividiendo el tiempo en fragmentos convencionales. En ocasiones, un sentimiento de indecible miedo invadía a Chevtsov. Le parecía que algo irreparable iba a ocurrir en algún lugar. Descendía a los motores.
La cámara de motores parecía un pozo profundo encumbrado de una tela de araña hecha de escalas. El eje del pozo estaba ocupado por un tubo macizo, el acelerador electromagnético de iones. El tubo emitía una luz azul. Una luminiscencia amarilla emanaba igualmente de las paredes del compartimento, las escalas exhalaban una luz roja, los tableros de control lucían verdosamente. Las lámparas eran ultravioletas, es decir, invisibles. Se encendían raramente. Las pinturas luminescentes que cubrían las paredes y el contenido de la cámara absorbían los rayos ultravioletas e inmediatamente lucían largamente en la oscuridad. Así, siempre había luz dentro de la cámara de motores.
Chevtsov permanecía largo tiempo sobre la plataforma enrejada. La radiación azul del acelerador se mezclaba con el reflejo amarillo de las paredes; el aire parecía estar hecho de llamas fantasmagóricas, donde el estallido verdoso quedaba empalidecido por el espejeante rojo de las escalas.
El ronroneo sostenido de los electroimanes tenía un efecto calmante. Chevtsov ascendía a la sala de descanso, iba a la mesa de dibujo. Trabajaba enormemente. Preparaba el proyecto de una nueva astronave…
Llegado a este proyecto, Chevtsov se entusiasmó de pronto y se lanzó a explicar una multitud de detalles técnicos. Lanskoi no lo interrumpió. Callaba y pensaba en otra cosa. Pensaba que, al igual que el Renacimiento había engendrado grandes artistas, la época en la que vivía había dado nacimiento a grandes constructores de naves estelares. Y eran también verdaderos artistas, ya que en cada línea, en cada ínfimo detalle de sus astronaves, no se encontraba solamente el cálculo más preciso, sino también un arte inspirado, la belleza y la audacia.
La escultura puede vivir siglos, pensaba Lanskoi. La astronave, en cambio, envejece en treinta años. Los destinos de las creaciones humanas son ciertamente distintos. No, después de todo no es tampoco así. Lo que el constructor ha puesto en su nave no desaparecerá dentro de treinta años; simplemente se renovará y renacerá en otra nave, aún mejor. Ningún hallazgo verdaderamente grande se pierde. Ni en el arte, ni en la técnica…
La luz recorre trescientos mil kilómetros por segundo, pero el pensamiento es más rápido que la luz. En aquel momento, el pensamiento de Chevtsov era casi idéntico al de Lanskoi.
—En la mesa de dibujo —decía Chevtsov—, no me sentía solo. No únicamente porque el trabajo me distrajera, sino también por otra razón. Para resolver un problema (un proyecto se compone de centenares de problemas diversos y todos ellos enlazados entre sí), era necesario que recordara todo lo que habían hecho mis predecesores. Desde el principio, desde los primeros satélites artificiales, desde los primeros cohetes interplanetarios, comparaba, escogía las mejores soluciones, a veces las discutía. A mi lado, invisibles, había otros hombres: me daban consejos, me prodigaban advertencias, me oponían sus argumentos… En aquellos instantes, si pensaba en el polvo negro era con aversión, ya que impedía a nuestros cohetes el avanzar, podía destruir también el cohete que yo dibujaba en aquellos instantes sobre una hoja de papel de calco… ¡El polvo negro! Cada seis horas ponía en marcha la máquina electrónica. Me guiñaba sus luces de control, estudiaba las indicaciones de los aparatos y me respondía con su voz desagradable: «Ningún indicio de polvo negro». Pero una vez… Por un curioso capricho del destino, aquello se produjo el día de mi aniversario.
Chevtsov iba y venía por la sala de descanso del «Poisk». Una alfombra de plástico azul amortiguaba su pesada marcha. La aceleración doblaba su peso y cada paso le exigía grandes esfuerzos. Los primeros días, Chevtsov tenía la impresión de moverse sobre el lecho de un océano invisible y denso cuya resistencia debía vencer. Después, se fue habituando a su peso extraordinario.
De la pared a la máquina electrónica había ocho pasos; de la máquina a la pared, doce. Cuando Chevtsov iba a la máquina alargaba involuntariamente el paso, ya que quería desembarazarse lo más pronto posible de la desagradable vista de aquel aparato completamente gris. Cuando regresaba hacia la pared reducía la zancada, ya que en ella había colgado un retrato, el retrato de una joven en la que todo era particular.
Con su costumbre de analizarlo todo, Chevtsov había descubierto hacía tiempo en qué consistía aquel particular: en los contrastes. El óvalo del rostro era alargado, y los grandes ojos muy separados; un semblante ligero, delicado, casi etéreo, y al mismo tiempo vigoroso; unos rasgos finos, como los de una chiquilla, y una mirada severa, un poco triste…
Iba hasta la sala de descanso y pensaba en aquellos ojos sorprendentes, que le parecían dos lagos llenos de sol. Intentaba encontrar también una explicación a aquella imagen, cuando unos antiguos versos emergieron de las profundidades de su memoria:
Tú no has nacido de mujer
sino del bosque profundo.
Como el olmo ruso en primavera,
como el espejo de un lago en lo hondo de un calvero.
Un timbre muy agudo cortó el silencio como un golpe de cuchillo. Chevtsov se detuvo, sin apartar sus ojos del retrato. El timbre volvió a sonar, insistente, inquietante. Chevtsov ascendió rápidamente hasta la cabina de pilotaje. Una luz roja brillaba en el tablero de a bordo, sobre el cuadrante del termómetro integral. La aguja se había desplazado tres centésimas de grado. El termómetro integral indicaba la temperatura media de la superficie exterior de las paredes del vehículo. La elevación de la temperatura podía ser debida a una causa fortuita: una radiación, un calentamiento local. Pero Chevtsov lo presentía ya: era el polvo negro.
Descendió a consultar la máquina electrónica. La voz dura le dijo, y él creyó distinguir una nota de júbilo maligno:
—Polvo negro…
Entonces regresó al puesto de pilotaje. Sobre el panel de mandos, al lado de los botones habituales, se encontraban dos pulsadores rojos. Chevtsov tomó su tiempo, luego pulsó uno de ellos. El sistema de defensa anti-polvo negro inventado por él entró en funcionamiento.
Era, simplemente, luz. Centelleantes rayos de luz se encendieron en los flancos del «Poisk», un haz luminoso concéntrico saltó hacia adelante y se puso a barrer el camino de la cosmonave, repeliendo por su sola presión las ínfimas partículas… Eso era al menos lo que pensaba Chevtsov, eso era lo que habían indicado los cálculos.
Chevtsov se había instalado en el mullido sillón amortiguador. Esperaba. La aguja del termómetro integral no recuperaba su posición normal. Lenta pero obstinadamente, iba avanzando. La temperatura continuaba elevándose.
Entonces, Chevtsov oprimió el segundo pulsador. Los proyectores de reserva se encendieron. Y de nuevo fue la espera.
Pero la aguja rehusaba volver a su punto de origen.
Chevtsov se acercó al tablero de mandos y observó largamente la temblorosa punta de la aguja. Está mintiendo, pensó, es la luz la que calienta el metal, no el polvo negro.
Descendió aún otra vez a la máquina electrónica. La máquina guiñó precipitadamente sus rojas luces-espía y pronunció distintamente:
—Polvo negro. Las partículas se han condensado, su número aumenta. La luz no las rechaza.
Chevtsov continuaba su relato. No había visto a Tessem abandonar la estancia y regresar con una botella de Riesling.
Tessem llenó el vaso de Lanskoi y el suyo y dijo:
—¡A la salud de los que recorren el Mundo Estelar!
Levantaron los dos sus vasos, mientras Chevtsov seguía hablando, ya que las ondas de radio viajan muy lentamente y él no se había dado cuenta ni había visto que se bebía a su salud, a su salud y a la de todos aquellos que hendían con él las tinieblas, hacia los soles lejanos.
—No deberían haberte dejado partir, Chevtsov —dijo Tessem dejando su vaso—. En estos casos los robots son más útiles. Ellos no se emocionan.
Tessem tironeaba su rizada barba; aparentemente, era él quien estaba emocionado.
La máquina había pronunciado distintamente:
—Polvo negro. Las partículas se han condensado, su número aumenta. La luz no las rechaza.
Chevtsov había tenido la idea de que el dispositivo antipolvo podía fallar, pero no había previsto que aquello llegara a suceder. Ahora, vista la amplitud del peligro, pensó: es preciso hacer algo. Y ordenó a la máquina electrónica que estudiara el polvo negro, determinando con precisión su concentración, su composición, sus propiedades.
Se paseaba arriba y abajo por la estancia. «Bien, se decía; hasta ahora aún no ha sucedido nada. He venido hasta aquí para vencer este polvo, y lo venceré. Ni “Karavella” ni “Neva” tenían los dispositivos que yo tengo. Esto es lo esencial». Aquello no era lo esencial, lo sabía bien, pero no quería admitirlo. «No ha pasado nada, repetía. Que la máquina estudie el polvo. Durante este tiempo, voy a pensar en otra cosa». Y se esforzó a sí mismo a pensar en otra cosa. Quizá su espíritu metódico lo ayudó. Quizá, por el contrario, fue una cierta inconsciencia en su audacia. Fuera lo que fuera, Chevtsov se obligó a recitarse versos, los mismos que había interrumpido el timbre de alarma del termómetro integral.
Chevtsov permanecía inmóvil ante el retrato; olvidando el polvo negro, miraba aquellos ojos azul cielo…
Tú no has nacido de mujer
sino del bosque profundo.
Como el olmo ruso en primavera,
como el espejo de un lago en lo hondo de un calvero.
Belleza que beberé sin fatigarme,
quietud donde por cada murmullo
yo ofreceré mi alma,
bosque donde me perderé sin retorno.
No, no era inconsciencia. Ni método; ni sentimentalismo. Cada verso ahuyentaba la confusión y llenaba el corazón de la calma y la seguridad que le eran necesarias para lanzarse al combate contra el polvo negro.
—¿Los robots dices? —Chevtsov sacudió la cabeza—. No, Tessem. Cuando la máquina hubo terminado de recoger sus datos sobre el polvo, compuse en su teclado la cuestión: «Como escapar de la corrosión por el polvo». ¿Sabes lo que me respondió? «Frenar». Esto no estaba desprovisto de un cierto buen sentido. Pese a todo, la presión de la luz reducía un poco la intensidad de la corrosión. Además, la concentración del polvo no aumentaba más que con una relativa lentitud. La idea de la máquina no era mala. Hubiera tenido quizá tiempo de detenerme antes de que el polvo negro destruyera el vehículo… Sí, hubiera tenido seguramente tiempo. Pero yo no podía estar de acuerdo con la máquina. Confieso que de pronto sentí piedad por ella, yo no sé exactamente por qué. Después de todo, no era culpa suya si tenía una voz desagradable. Éramos nosotros, los hombres, quienes la habíamos fabricado. Éramos nosotros quienes le habíamos enseñado a construir esquemas lógicos y no le habíamos enseñado a pensar en los hombres. Escribí en su teclado: «¡Mi muy honorable armario! Tú no te ocupas más que de tu piel pintada. Pero yo tengo por misión vencer ese maldito polvo negro. Y si tu cabezota no ha encontrado nada más inteligente que esto, vete al diablo. En cuanto a los datos sobre el polvo, gracias por ellos». Bien, ¿saben lo que hizo la máquina? Parpadeó largamente con sus rojizos ojos, y después pronunció impasiblemente:
—No comprendo. Es preciso frenar.
Pero yo no le presté atención. Tenía los informes detallados que ella me había dado en relación al polvo negro, y ahora reflexionaba.
En la Tierra conocemos aún muy poco sobre este famoso polvo. Cuando se había discutido mi vuelo, el Consejo de Investigación había admitido la posibilidad de complicaciones imprevistas. De hecho, si había partido yo en persona era precisamente para ver cuáles complicaciones se podían presentar y encontrar los medios de lucha apropiados. Pero he aquí que se producía algo nuevo. El «Poisk» había caído en una variedad de polvo negro desconocido hasta entonces. No se trataba ya de corregir en cierta medida los aparatos de defensa que poseía la astronave; era preciso buscar un medio de defensa enteramente nuevo.
Después de la partida, había reflexionado largamente sobre el polvo negro. Como un jugador de ajedrez, me había esforzado en calcular por adelantado algunas jugadas. Pero la jugada hecha por el polvo había sido totalmente inesperada. Era preciso abandonar todas las combinaciones que había preparado.
… al otro lado de la pantalla, Chevtsov se sirvió vino y levantó el vaso.
—A la salud de nuestra Tierra, amigos. Por sus hombres. Por aquellos que han dado la fuerza a nuestras naves cósmicas. Solo, no hubiera podido hacer nada contra el polvo negro. Pero en aquel momento no me sentía solo. Los conocimientos de toda la humanidad eran mis conocimientos, la voluntad de todos los hombres mi voluntad. ¡Por nuestra Tierra, amigos!
Chevtsov reflexionaba.
El polvo negro había ya mordido el revestimiento de la cosmonave, pero Chevtsov estaba en su sillón, hundido en sus reflexiones. Se hallaba en su elemento. Su lógica infalible era capaz de encontrarse a sí misma en no importa cuál caos de hechos. Sabía conducir su pensamiento con la misma rapidez que un automóvil de carreras: como para el corredor, todo lo que había a su alrededor se fundía en manchas grisáceas y no subsistía más que lo que había delante; las curvas se sucedían, ahora a derecha, ahora a izquierda, y la velocidad aumentaba constantemente…
Ni los minutos, ni siquiera las horas, eran aquí decisivas. Eran necesarias semanas y semanas para que el polvo negro royera la titánica coraza del vehículo. Pero Chevtsov sentía casi físicamente la corrosión, y le era imposible no apresurarse.
Tenía en la mano una hoja de papel cubierta de cifras cuidadosamente alineadas en columnas. La máquina electrónica había reunido concienzudamente todos los datos concernientes a las propiedades del polvo negro, y Chevtsov debía ahora escoger aquella de sus propiedades a la cual, como él decía, pudiera agarrarse.
Sus propiedades no eran demasiado numerosas. Y cada vez que tachaba una línea, Chevtsov pensaba: «Esto va mal. He retrocedido aún otro paso».
Al llegar a la última línea, Chevtsov presintió bruscamente que era allá, allá y no en otro lado, que podía encontrar cómo detener la corrosión. Las partículas de polvo negro tenían una carga eléctrica. «Aquí puedo sujetarme. Las cargas del mismo signo se repelen, eso se aprende en la escuela. Admitamos que la masa de la astronave sea cargada con electricidad positiva. Entonces la fuerza electrostática rechazará todas las partículas de polvo negro que tengan una carga positiva. Bien, muy bien. Pero las otras partículas, aquellas que tienen una carga negativa, van a ser al contrario atraídas hacia la nave… ¿Qué hacer?».
La idea había fallado. Chevtsov hizo una bola del papel lleno de cifras y lo arrojó al suelo.
—Entonces comencé verdaderamente a sentir miedo —continuó Chevtsov—. Había perdido la primera batalla y, si bien aquello no era decisivo para el final de la lucha, yo sentía miedo… No recuerdo si les he dicho que, durante todo aquel tiempo, había permanecido en la sala de descanso. La cabina de pilotaje era un poco inconfortable y prefería reflexionar abajo, más a mis anchas. Bien, después de haber hecho una pelota con mi papel y haberlo arrojado al suelo, me levanté y me puse a caminar maquinalmente por la habitación. Me detuve delante del retrato. Sí, maquinalmente, sin duda. Cada vez que me sentía descorazonado, algo me atraía hacia el retrato. Quizá porque, antes de la partida, ella repetía a menudo un divertido estribillo. No sé dónde lo había descubierto. Una antigua, muy antigua poesía:
Si la adversidad un día te sorprende,
si la suerte hostil golpea a tu puerta,
llámame, llámame.
Para que tu desdicha en gozo se convierta,
para que tus temores se fundan como nieve,
llámame, llámame.
Si no te atreves a confiarte a una carta,
pronuncia simplemente mi nombre,
entonces mi soplo te envolverá.
Llámame, llámame,
llámame…
Una llama plateada atravesó la pantalla y ésta se apagó. La luz volvió lentamente a la sala de televisión. Tessem dijo que la conversación con Chevtsov podría reemprenderse dentro de dos horas, después de terminadas las emisiones de navegación astral.
El ascensor subía a toda velocidad. Tessem estaba explicando algo acerca de la torre de Comunicaciones Estelares, pero Lanskoi apenas lo escuchaba. Pensaba en Chevtsov. Le veía aún ante sí, con su rostro duro de navegante estelar, tan pronto suelto y casi agresivo como tímido y molesto. Oía su voz calmada, meditativa y, por momentos, vibrante con una tensión apenas retenida.
—Escuche, Oleg Fedorovitch, es preciso bajar.
Tessem sacudía suavemente a Lanskoi por los hombros.
Entraron en una pequeña habitación. Tessem encendió la luz y abrió los postigos de la ventana circular. Lanskoi notó que el espesor de las paredes era muy delgado, y se lo dijo a Tessem. El ingeniero se inclinó ceremoniosamente.
—Prodigioso espíritu de observación; sobre todo teniendo en cuenta que le he estado hablando durante seis minutos de la construcción de esta torre… Vendré a buscarle dentro de una hora y media. Mientras tanto, podrá efectuar aún algunos otros descubrimientos originales.
Se detuvo a la puerta.
—A propósito, nos hallamos a una altura de novecientos cincuenta metros. Piense en ello, por favor, si decide asomarse a la ventana.
Lanskoi quedó solo.
Se sentó cerca de la ventana. Se puso a reflexionar, mirando las estrellas que las nubes, parecidas a humaredas, ocultaban de tanto en tanto… Hay en la existencia bruscos giros; es como si, en un recodo de una calle bulliciosa, se encontrara uno de golpe ante otra calle silenciosa, donde todo fuera desconocido, extraño, turbador. Aquella misma mañana él estaba en su taller, supervisando la instalación de un bloque de mármol que le habían entregado el día anterior. Le parecía en aquel momento que su vida estaba calculada y determinada para varios meses. Pero llegó el radiograma del Viejo, y todo había cambiado. Todos sus hábitos —un poco desordenados y casi siempre muy agitados— habían quedado atrás. Ahora estaba solo en una silenciosa habitación de la Estación de Comunicaciones Estelares. Al otro lado de la ventana, el cielo y las estrellas. Dentro de poco iría de nuevo a escuchar la voz de un hombre del que aquella misma mañana aún no conocía absolutamente nada, y del que todavía ahora no conocía tampoco demasiado. Apenas había tenido tiempo de observar —por un hábito profesional— su aspecto exterior, su manera característica de hacer y de hablar. Pero el exterior de un hombre es como la fachada de un edificio. Se pueden contar todos sus ladrillos uno por uno y no tener noción alguna de su alma y de sus pasiones, de las alegrías y de las tristezas que se esconden tras el muro impenetrable.
Las hombres son numerosos y, más que los hombres, los escultores representan las cualidades y las pasiones humanas: belleza, amor, inteligencia, fuerza, abnegación… Lo que cuenta no es cómo tiene Chevtsov los ojos o la nariz. O Lanskoi vería en aquel hombre algo que valdría por toda la humanidad, o no vería absolutamente nada.
Lanskoi ardía en deseos de hallarse nuevamente delante de la pantalla. Se sentía impaciente por observar otra vez el rostro lleno de inteligencia de Chevtsov y por escuchar su voz calmada y un poco melancólica…
Según su promesa, Tessem apareció una hora y media más tarde.
—Es preciso esperar —dijo—. Chevtsov está acelerando su aparato; la aceleración alcanza seis gravedades, y en estas condiciones es imposible hablar. Entraremos de nuevo en contacto con el «Okean» dentro de tres horas aproximadamente. Mientras espera, duerma un poco. —Y Tessem salió.
Lanskoi no durmió en absoluto.
Durante la noche se dedicó a llenar varias páginas de su diario. Era un diario extraño; el escultor no escribía en él más que de tarde en tarde; pensamientos, fragmentos copiados de otros libros, notas y observaciones de trabajos, versos, croquis.
Esto es lo que escribió Lanskoi aquella noche, en la Estación de Comunicaciones Estelares:
«La pieza es agradable. La biblioteca está empotrada en el muro, como un armario. La alfombra es una auténtica alfombra turca. No es tan hermosa como una de lana sintética, pero este exotismo primitivo tiene su encanto… Una mesa y un jarro de mayólica azul; unos gladiolos. Ha sido cosa de Tessem. Me pregunto cómo habrá sabido que me gustan los gladiolos. Ha tenido tiempo de reunir varios libros: algunos son muy interesantes. En verdad, nunca había hablado de la alfombra. Aparentemente Tessem ha imaginado que esta antigüedad le gustaría a un escultor como yo. Pienso que, si hubiera podido, igual me hubiera traído aquí una pequeña pirámide de Egipto.
Hay algo más que simples atenciones. Tessem, se aprecia claramente, es un hombre al que no le gusta perder un minuto. Sin embargo, permanece conmigo ante la pantalla para escuchar una historia que conoce ya al menos a grandes rasgos. Chevtsov se toma también mucha paciencia para contar esa historia, pese a tener sin duda otros trabajos más importantes. ¿Más importantes? ¿Es que Tessem y Chevtsov comprenden ciertamente que existe otra cosa que no importe menos que una emisión de navegación astral? ¿Los hombres del siglo veinte lo habrían comprendido, o este respeto al arte es una cualidad particular de nuestra época?
… En el hueco negro de la ventana, las estrellas muestran su fría luz. Las nubes están por debajo de nosotros; aquí no hay más que el cielo y las estrellas. En la cabina del «Poisk», Chevtsov podía ver también el mismo espectáculo. Sobre su cabeza estaba el abismo negro punteado por las cabezas de alfiler de las estrellas… Pero ¡podía ver él las estrellas? Si no estoy equivocado, esto depende de la velocidad con que se desplace la astronave. Debo preguntárselo.
Muchas cosas se me presentan aún oscuras. En primer lugar, el propio Chevtsov. Tessem dice: «Es un soñador». Puede que sea exacto. Yo diría más bien: un pensador. Sin embargo, el Chevtsov que vemos ahora en la pantalla no es el que partió para su primer vuelo. Allá arriba, en el cosmos, ha visto algo que ningún hombre ha visto. Ha pasado por el fuego de torbellinos desconocidos, que lo han marcado con su trazo imborrable.
… A Chevtsov le gusta la poesía. Hay un viejo libro que dice con razón que la poesía es la hermana de la astronomía. Es así como pensaban los griegos, ya que Urania, la musa de la astronomía, era, según la mitología, la hermana de Euterpe, la musa del arte lírico. ¡Y no había musa para los escultores!
Siento a menudo envidia de los ingenieros. Ellos pueden afirmar con seguridad que una nueva máquina es mejor que otra vieja y calcular en metros, en kilogramos, en segundos o en calorías en qué proporción es mejor… Para nosotros es completamente distinto. Uno hace algo, y no sabe nunca si está bien o no. Sólo el tiempo emite un juicio definitivo sobre una obra de arte. Pero quien ha creado la obra de arte ya no está allá para oír este juicio.
Yo tengo treinta y cuatro años. ¿He hecho ya alguna cosa de valor? ¿O acaso está aún todo por delante? No lo sé. Creo que dependerá mucho de lo que encuentre aquí.
Siempre me he sentido atraído por los personajes históricos: Espartaco, Pavlov, Einstein. No me he ocupado más que una vez de los astronautas, cuando hice el bajorrelieve en honor de la Primera Expedición Lunar. Como siempre, comencé por estudiar la época. Entre los materiales que consulté se encontraban viejos libros de anticipación sobre los viajes siderales. Guardo un buen recuerdo de libros como La Galaxia de Artemis, el País de las nubes verdes o La Vía lunar. Naturalmente, los vuelos estelares que describían no se parecían en absoluto a la realidad de hoy en día. Pero precisamente esto les da un encanto particular. He observado algo curioso: me parece como si esos libros sobre el porvenir se escribiesen mirando hacia el pasado. Se trasladaba a la astronáutica todo lo que hasta entonces llenaba los relatos consagrados a los grandes navegantes. Todo el romanticismo del mar había emigrado al cosmos, con sus tempestades que precipitan a los navíos contra las rocas, sus monstruos marinos, sus pulpos y sus calamares gigantes. Tan sólo que los navíos estelares no estaban amenazados ya por los bancos de arena y los arrecifes, sino por la atracción de planetas poblados en abundancia por serpientes de mar, pulpos y demás monstruos semejantes también a los de antaño. Pese a todo, estos libros se leen con agrado. Recuerdan a la alfombra turca, quizá por su exotismo primitivo…
El destino de los astronautas de mi tiempo es otro, más duro, pero incomparablemente más grandioso. Los peligros que combaten no tienen la más ligera semejanza con los pulpos o las serpientes de mar. La lucha tiene otro carácter muy distinto. Los astronautas —salvo excepciones rarísimas— no avanzan a golpes de desintegrador. Los astronautas no combaten a los pulpos ni a las serpientes marinas, ni a las tempestades de arena o las erupciones volcánicas; combaten a las gigantescas nubes de polvo negro que cubren millares de kilómetros, a las explosiones de estrellas que sitúan a sus astronaves ante muros de gases calentados a millones de grados, a las radiaciones de colosal potencia provenientes de no se sabe dónde y que penetran hasta lo más profundo de las naves.
La primera arma del hombre en estas batallas titánicas es el pensamiento. Si yo pudiera erigiría una estatua al pensamiento. Siempre a punto pero sin precipitaciones, riguroso y penetrante, ferozmente mordaz o infinitamente delicado, alegre como la primavera y triste como el otoño… el pensamiento humano es tan variable como el hombre mismo. No se puede reflejar en una sola estatua. Es un bien, y es un mal. Después de todo es mejor así, ya que el arte desaparecería si un día se pudiera decir todo de un golpe…
Las estrellas brillan a través de la ventana con una luz fría. ¿Podía verlas Chevtsov cuando el «Poisk» viajaba a velocidad sublumínica? De todos modos, tampoco debía tener tiempo de mirar por las lucernas. Tenía otras cosas que hacer.
Escuchando a Chevtsov, me he preguntado de pronto qué es más importante en un descubrimiento: si el momento mismo en que se produce (éste es el que representamos habitualmente) o el trabajo intenso que lo precede. ¿Es esto quizá lo que quería decir el Viejo?
Chevtsov buscaba la solución, la nave seguía su marcha y el polvo negro corroía las paredes. La máquina electrónica calculaba el momento en que llegaría el fin y daba al hombre su resultado con su voz impávida. Chevtsov ha contado todo esto riendo. Y yo me he puesto en su lugar: me he sentido invadido por la misma sensación que uno siente cuando se prepara a saltar desde muy alto: se siente a la vez una atracción y una repulsión. En este caso, los conocimientos y la experiencia no son suficientes. Lo esencial es tener una fe inquebrantable en la victoria. La razón debe salir victoriosa ante no importa cuál fuerza de la naturaleza. Chevtsov ejecutó su hazaña cuando, sentado en su sillón, repasó calmadamente las diversas variantes de la solución. Será difícil expresar…».
—Vámonos —dijo Tessem, entrando—. Parece que no se ha acostado, ¿verdad?
A la madrugada, cuando la comunicación con el «Okean» fue restablecida y Chevtsov reapareció en la pantalla, Lanskoi le preguntó si podía ver las estrellas. Chevtsov no respondió y continuó su relato. Lanskoi comenzaba a acostumbrarse a que las respuestas no llegaran inmediatamente, aunque la extraña sensación que se había apoderado de él al principio de la entrevista no había desaparecido por completo. La pantalla estaba a tres metros de su sillón, pero Lanskoi sentía constantemente que Chevtsov estaba lejos, lejos como las estrellas al otro lado de la ventana redonda.
—Así —continuó Chevtsov—, recogí de nuevo la hoja de papel que contenía los datos sobre el polvo negro. La aplané y la alisé con la palma de la mano. Sabía que no podía basarme más que en una de las propiedades del polvo: la carga eléctrica de sus partículas. Pero no sabía cómo basarme en ella. Era preciso reflexionar. Calmada y sistemáticamente. La primera decisión que tomé fue introducir el telescopio. Se encontraba en el exterior de la nave y, mientras reflexionaba, el polvo negro habría tenido tiempo de tomarlo por su cuenta. Subí al puesto de observación, puse en marcha el mecanismo que lo encajaba en su alvéolo, y entonces… Usted sabe, el telescopio del «Poisk» no era un telescopio óptico ordinario, sino un «telescopio sublumínico», un astrógrafo sublumínico. Tessem sabe lo que es, ya se lo explicaré yo más tarde. A intervalos de tiempo fijados de antemano, el astrógrafo tomaba automáticamente imágenes del cielo, o para ser más precisos de la parte del cielo hacia la cual se dirigía el «Poisk». Las fotos eran procesadas y agrupadas en álbumes. Y he aquí que, mientras recorría con la mirada sin gran interés el último álbum (mis pensamientos estaban absorbidos por el polvo negro), me di cuenta de pronto de algo que… El «Poisk», como usted sabe, marchaba en dirección a Sirio. Y vi en la foto que Sirio tiene un planeta. El «Poisk» hubiera podido arder en aquel momento, pero yo me hubiera seguido ocupando de aquel planeta. Volví a situar el astrógrafo en su primera posición y…
Es necesario que le explique en detalle cómo pude obtener algunos clichés muy ampliados y calcular con aproximación la masa del planeta, cómo el análisis espectral mostró la presencia de oxígeno libre en la atmósfera de aquel astro… Había olvidado por completo el polvo negro. Usted se preguntará por qué. Después de todo, ¿qué significa un planeta de más? En la época en que el «Poisk» había emprendido su vuelo hacia Sirio los hombres habían llegado ya a catorce sistemas estelares y descubierto ochenta y nueve planetas. Sobre doce de ellos se había descubierto vida. Sobre cuatro, la vida estaba representada por tipos de plantas altamente organizadas. Sobre dos, cubiertos por numerosos mares, vivían anfibios… Aunque los astronautas no hubieran hallado aún en ellos seres dotados de inteligencia, el descubrimiento de un nuevo planeta se había convertido en un fenómeno ordinario. Eso es, sin duda, lo que debe estar pensando usted. Bien, voy a explicarle algo. Hace cien años, cuando las discusiones sobre la existencia de vida sobre otros sistemas estelares tenían aún un carácter puramente teórico, el académico Fessenkov emitió la hipótesis de que los planetas de los sistemas de estrellas dobles son planetas muertos. Para que la vida aparezca y se desarrolle, decía, es preciso que las condiciones, la temperatura y la radiación por ejemplo, sean constantes durante un largo período de tiempo. Esto no es posible más que cuando la órbita de un planeta es casi un círculo, y los planetas de las estrellas dobles tienen órbitas tan complejas que, en determinados momentos, los acercan demasiado a las estrellas mientras que, en otras ocasiones, los alejan también demasiado.
Los primeros vuelos parecieron confirmar la hipótesis de Fessenkov: los planetas de Alfa de Centauro están desprovistos de vida. Lo mismo ocurre con otros planetas de estrellas dobles: Sesenta y uno del Cisne, Kruger Sesenta, Groombridge Treinta y cuatro… Ocho de cada diez estrellas son dobles, lo que reduce a un quinto las probabilidades de existencia de vida sobre los planetas de otros sistemas… siempre que Fessenkov tenga razón.
Sirio, hacia la cual se dirigía el «Poisk», es una estrella doble. Pero su planeta tenía una atmósfera de una densidad parecida a la de la Tierra, y de composición más o menos semejante. En todo caso había descubierto en ella oxígeno, ozono, vapor de agua y rastros de gas carbónico.
Usted comprenderá ahora por qué el polvo negro se había apartado de mis ideas.
Chevtsov se detuvo un instante, prestando atención a algo. Continuó:
—Usted me pregunta qué es lo que ve un astronauta que se desplaza a velocidades sublumínicas. Es cierto, el cielo que tiene ante sus ojos no se parece en nada al que estamos habituados a ver desde la Tierra o por las mirillas de los lentos cohetes interplanetarios. Las estrellas parecen arracimarse hacia el punto del cielo hacia el cual se dirige la astronave. Tessem le mostrará algunas fotos. Pero lo que cuenta es la impresión directa. Hace falta verlo. Sí, es un cielo terrible… No encuentro otra palabra para expresarlo. Verdaderamente terrible. Yo no había abierto los paneles de observación, por nada del mundo habría salido de la nave sin necesidad. Pero entonces había necesidad. El polvo negro me obligó a revestir la escafandra y a salir. Aunque ya había visto más de una vez el cielo, aquel día me pareció particularmente de mal augurio.
Pero aún no le he explicado por qué tuve que salir de la nave.
Había ocurrido dos días después que Chevtsov hubiera descubierto el nuevo planeta sobre los clichés del astrógrafo. El astronauta había encontrado una solución al problema de la defensa contra el polvo negro. La solución era totalmente satisfactoria: irreprochable matemáticamente, elegante en su realización y suficientemente segura. No tenía más que un inconveniente, y de ningún modo teórico: Chevtsov no tenía los medios necesarios para llevarla a la práctica. En la Tierra, hubiera montado en pocas horas los aparatos necesarios. Pero aquí la solución hallada no tenía más que un valor teórico. El polvo negro estaba vencido en principio. Chevtsov había estudiado sus propiedades, había encontrado un medio de defensa eficaz; en el futuro, ningún navío estelar sufriría ya jamás la corrosión del polvo. Ningún otro navío. En cuanto al suyo…
Las condiciones del problema eran rigurosas como una condena sin apelación. Era preciso descubrir alguna otra solución realizable allí, en la astronave. O bien… Chevtsov no quería pensar en aquel «o bien».
En virtud de curiosas leyes psicológicas, su pensamiento, que se habría creído ocupado enteramente por el polvo negro, funcionaba al mismo tiempo en otras direcciones con una lucidez y una agudeza excepcionales. Fue en aquel período que resolvió algunos de los problemas más arduos de su nuevo proyecto de navío estelar. Continuaba también observando el planeta que había descubierto; para ello, utilizaba de tiempo en tiempo el astrógrafo por unos instantes. Pudo localizar otros dos planetas en el sistema de Sirio y constatar que su atmósfera estaba compuesta de metano y amoníaco.
En el momento en que Chevtsov estaba ocupado graduando el sistema de enfriamiento en la cámara de motores, el intermitente timbre de la radio lo sobresaltó. Aquello significaba que el aparato había captado y registrado un mensaje. Pero ¿de qué mensaje se podía tratar? ¿De quién? ¿De dónde? El enlace con la Tierra estaba cortado desde hacía mucho tiempo: la astronave estaba separada del sistema solar por fuertes campos electromagnéticos. Delante se hallaba Sirio, y ninguna nave estelar había llegado nunca hasta allá.
Pero la radio le llamaba con insistencia. El sonido intermitente era característico y no podía ser confundido con ningún otro.
—No sé por qué, pero dos ideas acudieron a mí casi al mismo tiempo —continuó Chevtsov—. Al principio pensé que era una señal de allá abajo, del planeta de Sirio. La idea era estúpida, pero fue la primera. Después… usted recuerda que había repetido varias veces el estribillo: «Llámame, llámame…». Perdone, me estoy apartando del tema. Usted tiene poco tiempo. Seré breve. Bien, subí la escalera, di vuelta a la clavija de puesta en marcha de la cinta magnética tan bruscamente que el aparato gimió, y oí una voz. Una voz humana, por primera vez desde hacía meses. Era un radiograma del «Avrora», la nave que había partido en cabeza de la expedición que se dirigía a Procyon, tres semanas después de que yo mismo abandonara la Tierra.
Tessem sabe lo que es enviar un radiograma de una astronave a otra. Incluso para un breve mensaje, es preciso acumular durante varias semanas la energía de las baterías. Lo más difícil es calcular la dirección. Las ondas de radio forman un haz estrecho y es fácil errar el tiro. Es cierto que el «Avrora» tenía máquinas de calcular ultramodernas, pero me imagino el trabajo que les costó: me deseaban un buen aniversario, me transmitían sus votos para un completo éxito, y me comunicaban los datos necesarios para el envío de la respuesta. Su mensaje llegaba con tres días de retraso, pese a que había sido enviado hacía ya dos meses. Pero en tales condiciones, Tessem se lo confirmará, tres días constituyen un error sin importancia. El «Avrora» poseía unos técnicos en radio de gran categoría…
Hice pasar una y otra vez la cinta magnética. Como un obseso, repetí las palabras que contenía; las grité; aprendí de memoria la larga lista de cifras que daba fin al radiograma. Aquellas secas cifras eran para mí la más dulce de las músicas, puesto que estaban pronunciadas por una voz humana, una verdadera voz de hombre.
Las baterías del «Poisk» habían acumulado suficiente energía para enviar al «Avrora» la solución que había hallado. El «Avrora» la retransmitiría a la Tierra y a las otras naves. Debo admitir que en los primeros momentos sentí deseos de enviar el radiograma al «Avrora» sin esperar ni un minuto. Pero bajé a la sala de descanso, lejos de la tentación… La energía era uno de los pocos medios de que disponía contra la corrosión por el polvo. Desperdiciarla era consumar mi derrota. Y yo no había perdido aún todas las esperanzas.
Así pues descendí a la sala y me dije: «Es preciso reflexionar sobre el polvo negro». Francamente, mis ideas no habían estado jamás tan enmarañadas. Se habría podido decir que eran una cinta telegráfica: punto, raya, punto, raya. El polvo negro alternaba su lugar en mi cabeza con el radiograma, el planeta de Sirio y toda clase de consideraciones que no tenían nada que ver con la cuestión. Bien, fue precisamente en aquel momento en el que encontré la segunda solución.
Para empezar, dejé de pensar en las propiedades eléctricas y magnéticas del polvo negro: cada vez me conducían a un callejón sin salida, a causa de la ausencia de los instrumentos necesarios para su utilización. Empecé de nuevo el análisis de las otras propiedades del polvo. Es preciso aclarar que el polvo negro está formado de moléculas de agua, de amoníaco y de metano. En el fondo no es más que trozos de hielo, líquidos y gases congelados. En otros términos, es más bien granizo que polvo.
Usted me dirá sin duda que, en este caso, es muy fácil hacer fundirse al polvo negro. Ésta era la idea que tuve en un principio. Había pensado en calentar las paredes de la nave mediante corrientes de alta frecuencia. Pero todo el peligro se debe a que las partículas de polvo rayan el metal en el momento del choque; después, ya no importan. Se puede calentarlas; incluso pueden fundirse por sí mismas al elevarse su temperatura debido al choque. Pero ya es demasiado tarde, el golpe ha sido dado. Es esto lo que me había llevado a preocuparme de las propiedades eléctricas del polvo negro.
Bien, no pondré mucho tiempo a prueba su paciencia. La cuarta solución —la buena— no fue eléctrica, sino térmica. Descubrí un medio de hacer fundirse al polvo muy por delante del navío. A veces resulta útil no tener a mano los medios técnicos necesarios. Es en tales circunstancias que las cosas extremadamente simples te saltan bruscamente a los ojos. La solución a la que llegué era, en efecto, de una extrema simplicidad. Se la podría explicar en pocas palabras, pero quizá sea mejor entrar en detalles puesto que en ellos está la llave de todo, incluso la razón por la cual le he dicho que el cielo que ve el astronauta es terrible.
Que Tessem me perdone si le aburro medio minuto. Pero es preciso que le recuerde el efecto Doppler. Si usted se desplaza hacia una fuente de vibraciones (o si una fuente de vibraciones se desplaza hacia usted, lo cual viene a ser lo mismo), la frecuencia de las vibraciones que usted percibe aumenta. Si usted se aleja, la frecuencia disminuye. La luz, usted lo sabe bien, está compuesta de vibraciones electromagnéticas. La luz roja tiene una frecuencia relativamente débil, la verde una frecuencia más grande, la violeta una más grande aún. Si usted se desplaza hacia una luz roja, y si alcanza velocidades considerables, la luz empieza a parecerle verde, después violeta, después deja usted de verla ya que se convierte en ultravioleta. Naturalmente, para que esto se produzca son necesarias velocidades enormes, más exactamente velocidades sublumínicas, justamente las que alcanzan en sus desplazamientos las naves estelares.
Usted comprenderá ahora que un telescopio óptico ordinario, hecho para la luz visible, no sirve para nada en estas condiciones. La luz que viene de las estrellas situadas delante de la nave se percibe como ultravioleta. Nuestros telescopios astronáuticos son pues concebidos para fotografiar en la gama del ultravioleta.
Creo que usted habrá supuesto que las estrellas que se encuentran a popa de una nave volando a velocidades sublumínicas son igualmente invisibles. Al principio, usted está rodeado por un cielo normal. Pero cuando la velocidad aumenta, las estrellas hacia las que se dirige se vuelven azules, luego violetas, y se apagan. Ante usted aparece una mancha negra y, a medida que la velocidad aumenta, esta mancha se agranda, alcanza a otras estrellas y las apaga. Lo mismo ocurre en la parte de atrás. Al principio amarillas, las estrellas se vuelven anaranjadas, después rojas, después se ensombrecen y se eclipsan. Y una siniestra mancha negra se instala en aquel lugar.
El «Poisk» poseía dos poderosos radares. Si el navío hubiera estado inmóvil, su radiación no habría hecho el menor daño al polvo negro. Pero el «Poisk» viajaba a una velocidad sublumínica, y esto transformaba las ondas de los radares en ondas más cortas, es decir, en radiaciones caloríficas…

Chevtsov, Tessem, Lanskoi, se encontraban fatigados, ninguno de ellos había dormido durante la noche.
—Los radares eran potentes, muy potentes —continuó Chevtsov—. Era preciso dirigir las antenas hacia adelante y buscar una frecuencia de emisión tal que la velocidad de la astronave la transformara en la frecuencia correspondiente a los rayos caloríficos. Ejecuté mentalmente una parte de los cálculos y confié el resto a la máquina electrónica. En un pestañeo me entregó su informe sobre la frecuencia de los impulsos, el ángulo de difracción y muchas otras cosas más. Después de lo cual no me quedaba más que revestir la escafandra, salir y desmontar los faros, ahora inútiles y sin objeto.
Puse en marcha los dos radares, penetré en la cabina estanca, me puse la escafandra y salí de la nave…
Los inyectores zumbaban dulcemente en la escafandra, dirigiendo el aire hacia un cartucho que absorbía el gas carbónico. A través de la pared transparente del casco, Chevtsov observaba el cielo.
Delante del «Poisk», una inmensa mancha negra parecía un túnel sin fin. A los lados, las estrellas violetas brillaban sin parpadear, como focos lejanos. Más lejos, las estrellas tenían un color habitual, amarillo o azulado. Era un pedazo de cielo ordinario, encajado entre dos manchas negras. Detrás del «Poisk» se extendía la segunda mancha, rodeada de astros rojo sangre, y aquél era un espectáculo aún más siniestro y desagradable. Parecía como una pesadilla: dos masas inmensas de tinieblas impenetrables parecían avanzar sobre la astronave, daban la terrible impresión de que se cernían sobre ella y se disponían a caer de un momento a otro.
A veces se encendían extrañas cortinas de luz sobre las manchas, como si fueran las franjas de una lejana aurora boreal. Eran masas de vibraciones electromagnéticas que no pueden ser vistas cuando se viaja a velocidades más reducidas. El movimiento de la astronave, modificando la frecuencia de aquellas vibraciones, las convertía en visibles. Aparecían de repente, cruzando las manchas, y desaparecían casi en seguida, haciendo las tinieblas más profundas aún.
Chevtsov se sintió asaltado por la idea de que todo el mundo visible depende de la velocidad. Cuando la velocidad cambia, el aspecto del mundo cambia también.
El trabajo estaba terminado. Era preciso volver a entrar en la nave y quitarse la escafandra. Pero Chevtsov permaneció aún al lado de la cabina del «Poisk» y, por primera vez, el siniestro cielo no le causó ningún sentimiento de miedo.
El ascensor subía casi sin ruido.
—A menudo —dijo Tessem— me acuerdo de algunos versos de una balada de Kipling. Los poetas no llegan jamás a sospechar hasta qué punto tienen a veces razón. Escuche:
Y Tomlinson, irguiendo una mirada imponente,
vio, en la noche llena de centelleos,
el vientre ensangrentado de una estrella en tormento,
bajo la claridad del Pozo del Infierno.
Después bajó los ojos y, en el vacío horrible.
vio a sus pies, sufriente y pálida,
la frente de un astro blanco, torturado, palpitante,
bajo el calor infernal.
Lanskoi no respondió. No sentía deseos de hablar.
Aquella noche escribió en su diario: «Hubo un tiempo en el que los hombres recorrían los océanos sobre cáscaras de nuez; iban por delante de las olas, del viento y de las tempestades, y los atravesaban. Luego llegó nuestro turno, y lanzamos nuestros navíos a través del Mundo Estelar. Aunque estos navíos sean apenas unos granos de arena en el cosmos sin límites, vamos también por delante de los peligros, mucho más terribles que la más terrible de las tempestades, y lo atravesamos. Y los que vendrán después de nosotros irán por delante de peligros aún más grandes, que nosotros aún no podemos concebir.
Pues si bien cada hombre tiene un destino distinto del de los demás, el destino de la Humanidad es uno solo: ir hacia adelante y vencer».
SEGUNDA PARTE
LOS QUE VEN EL FONDO DE LAS COSAS
Si es realmente necesaria una divinidad al mundo, los prodigios nos vienen únicamente del trabajo. El trabajo ha hecho al hombre que era animal, ha formado su pensamiento de ensueños confusos. Conduce la historia de cima en cima hacia las puertas grandiosas del conocimiento.
I. SELVINSKI
Para crear una obra de arte no es suficiente poseer talento, posibilidades y tiempo. El hidrógeno y el oxígeno son una simple mezcla gaseosa mientras tanto que una chispa eléctrica no los haga explotar; del mismo modo un acontecimiento debe acudir a besar el alma del artista. Entonces solamente la mezcla de los factores más diversos da nacimiento a algo que fuerza imperiosamente al creador a tomar el pincel, el buril o la pluma.
Ni su conversación con el Viejo, ni tampoco el relato de Chevtsov, habían hecho aún surgir en Lanskoi el chispazo. El acontecimiento que iba a desencadenarlo todo se produjo al día siguiente, cuando subió a la cúspide de la torre de Comunicaciones Estelares.
El extremo de la torre estaba ocupado por una sala circular encristalada. A través de las paredes transparentes Lanskoi veía las nubes inundadas de sol, inmóviles, blancas, como un helado desierto sin fin. La Tierra estaba en alguna parte por debajo de las nubes. Por la parte exterior, la sala estaba rodeada de un cinturón de antenas que, dirigidas al cielo, parecían los tentáculos de algún monstruo fantástico; eran las antenas cuádruples de comunicación interestelar, las antenas lunares, cuadriculadas y moviéndose sin cesar, y las antenas inquietas y perpetuamente agitadas de la vigilancia antimeteórica. Cada antena tenía su propio movimiento, pero todas parecían buscar lo mismo en el cielo.
Una masiva flecha metálica atravesaba la sala y se perdía en las alturas, llevando hacia el cielo la bandera de la Humanidad Unida. La enorme tela se veía muy pequeña, allá en lo alto, la partícula de una llama agitada por el viento.
La altitud ennoblece. Solo consigo mismo, lejos por encima de las nubes, uno cesa involuntariamente de percibir los detalles que atan el espíritu humano al suelo como un invisible lastre. Aquí todo está impregnado de luz, todo es puro y claro.
Una voz se oyó de pronto a espaldas de Lanskoi, cerca de la puerta del ascensor.
—Atención…
Lanskoi se volvió.
Era un altoparlante. El disco circular zumbaba dulcemente. La misma voz repitió la palabra «atención» en otras cinco lenguas.
Lanskoi se acercó.
—Aquí todas las emisoras de la Tierra —dijo el locutor sin elevar la voz—. Van a oír ustedes un comunicado especial.
Lanskoi no había creído jamás en los presentimientos, pero aquella vez comprendió de golpe, de la manera más simple, que aquel comunicado iba a jugar un papel muy importante en su destino.
El locutor repitió varias veces, en seis lenguas distintas:
—¡Atención! Aquí todas las emisoras de la Tierra. Van a oír ustedes un comunicado especial.
Y Lanskoi escuchó el comunicado. En la sala vacía, en la cúspide de la torre de Comunicaciones Estelares, la voz solemne y pausada del locutor espaciaba las sílabas:
—Ayer, el Servicio de Comunicaciones Estelares captó un radiograma anunciando la pérdida de la astronave «Vulkan», en la cual había partido la primera expedición científica que se dirigía hacia Wolf Cuatrocientos veinticuatro. Una radiación hallada inopinadamente por la astronave ha desencadenado en sus generadores nucleares una reacción en cadena incontrolable. El capitán del «Vulkan» ha enviado a la Tierra los datos concernientes a esta reacción, así como el adiós de la tripulación.
»En la nave estelar “Vulkan” han perecido los astronautas Knut Herdner, Sheiroku Noma, Anatoli Iougov y Richard Rowes.
»Pedimos a toda la Tierra la observancia de un minuto de silencio.
»Cuando este comunicado llegue a las estaciones de Mercurio, Venus y Marte, y a los navíos estelares allí donde se encuentren, les rogamos asimismo la observancia de un minuto de silencio…».
El locutor repitió aquellas palabras en cinco lenguas más, después sonó un golpe de gong. Lanskoi vio descender lentamente la bandera púrpura de la Humanidad Unida. Las antenas dirigidas al cielo se inmovilizaron. La bandera a media asta parecía grande y pesada.
Se produjo, en todo el mundo, un minuto de silencio.
Hay instantes en la vida de un hombre en los que uno se hace a sí mismo una promesa. Aunque nadie conozca esas promesas, son las más inviolables. Fue durante aquel minuto de silencio, bajo la bandera del planeta a media asta, que Lanskoi tomó realmente los instrumentos de manos de su maestro, el Viejo. No pronunció una palabra, todos sus pensamientos estaban ocupados por las víctimas, pero cuando el minuto de silencio hubo terminado y el altoparlante empezó a difundir los acordes del Requiem de Mozart, comprendió de golpe lo que representaban los instrumentos que le había transmitido el Viejo.
En aquel minuto, se juró a sí mismo que a partir de aquel momento todos sus pensamientos y todas sus fuerzas estarían consagrados a lo que había motivado que el Viejo lo enviara allá.
No pronunció una sola palabra. Pero sentía que sería así.
En el ascensor, Lanskoi miró su reloj; el comunicado habría llegado ya al «Okean», y estarían observando allá su minuto de silencio.
Al mediodía, Tessem y Lanskoi estaban en la sala de televisión. Una fría llama verde atravesó la pantalla y vieron reaparecer la cabina de radio del «Okean». Chevtsov saludó a Lanskoi y pronunció su habitual «Buenos días, Tessem».
Chevtsov estaba de mal humor. Su relato era hoy vago, reticente y deshilvanado. El minuto de silencio había pasado, pero él no podía dejar de pensar en el «Vulkan».
—No recuerdo —empezó— si le he dicho ya que había descubierto otros dos planetas en el sistema de Sirio. Su masa era grande y su atmósfera estaba formada por amoníaco y metano. En una palabra, se parecían a nuestro Júpiter. El astrógrafo los había descubierto más tarde que el primero por la única razón de que se hallaban ocultos tras la luminosa masa de Sirio. No, no es por aquí por donde debería haber comenzado. Si continúo como ahora se le van a escapar muchas cosas. Voy a explicárselo todo de nuevo. El polvo negro estaba vencido, pero yo me sentía peor de día en día. Sí, estaba enfermo. La soledad y la tensión nerviosa se dejaban sentir. El insomnio me torturaba, y tenía frecuentes dolores de cabeza…
Un día, por primera vez desde la partida, conecté el diagnosticador automático. Me auscultó y me examinó largamente, después transmitió los datos que había recogido a la máquina electrónica y ésta gruñó con su voz desagradable: «Depresión nerviosa. Reposo prolongado. Cambie de aire». Aquella maldita máquina se burlaba de mí. ¡Cambiar de aire!
El viaje continuaba. El «Poisk» atravesó el polvo negro. Los radares limpiaban el camino ante la nave. Los instrumentos automáticos funcionaban sin tregua, estudiando la composición y la densidad del polvo negro. Muy pronto pensé en empezar a frenar. Era preciso detener progresivamente al «Poisk», dar media vuelta y volver a coger velocidad para regresar a la Tierra.
Pero las cosas ocurrieron de otro modo.
Un día, el timbre de la radio sonó. Subí a la cabina de pilotaje, puse en marcha el aparato registrador y escuché un S.O.S. Tres puntos, tres rayas, tres puntos, después las coordenadas del navío y la cifra del código que indicaba que en él se había producido una explosión en el acelerador iónico.
Una astronave desconocida viajaba en dirección a Sirio. Era más que increíble. El polvo negro cortaba la ruta que iba de la Tierra a Sirio. El «Poisk» era el primero que había franqueado la barrera negra. No había, no podía haber ningún otro vehículo que hubiera penetrado en aquella región del Universo antes que el «Poisk».
Esperé a que la radio captara alguna otra señal, tan sólo el nombre de la astronave; aquello lo hubiera explicado inmediatamente todo. Pero el aparato registrador repetía obstinadamente el mismo S.O.S.
Así pasaron algunas horas. Esbocé docenas de hipótesis, pero ninguna me daba la solución satisfactoria.
Al final, cuando ya había desesperado de llegar a comprender lo que ocurría, encontré la llave del misterio. Apareció ante mí cuando consulté la lista de las antiguas naves.
Entre las astronaves que hacía tiempo habían abandonado la Tierra figuraba el «Argonauta» que, habiendo emprendido su viaje hacía sesenta y cuatro años, había desaparecido sin dejar rastro. Al cabo de algunos años se había producido un accidente, que se había supuesto podía ser la explosión del acelerador. En sesenta años, la nave (o lo que la explosión había dejado) había podido, describiendo un arco inmenso, dar la vuelta al polvo negro, acercarse a Sirio y, continuando su periplo, regresar ahora hacia la Tierra.
Era una nave muerta la que venía al encuentro del «Poisk», era su alarma automática la que enviaba los S.O.S. al cosmos. Los autómatas pueden funcionar cien años, y ellos mismos determinan sus coordenadas.
Usted me dirá ahora que era preciso pues recurrir a los radares y establecer un enlace por radio, ¿no? He visto describir en alguna parte el encuentro de dos astronaves que se enlazaban por sus radares. ¡Estupideces! El «Poisk» se movía a una velocidad sublumínica, es decir, que marchaba muy poco por detrás de las radiaciones enviadas por su propio transmisor. En el momento en que captara la respuesta —caso de que hubiera alguien que pudiera responderme— no tendría tiempo de frenar. Es algo del dominio de la aritmética más simple, pero de la más implacable. La velocidad del «Poisk» se aproximaba a la de la luz. Para simplificar, admitamos que era de trescientos mil kilómetros por segundo. En régimen de alerta, con una sobrecarga de diez g de aceleración, podía reducir esta velocidad cien metros por cada segundo. Es decir que, para detener al «Poisk», hacían falta tres millones de segundos, lo que equivale a cerca de treinta y cinco días.
Usted dirá que treinta y cinco días no es un tiempo excesivo. Sin embargo, no se trata de treinta y cinco días solamente. Es preciso frenar, luego dar media vuelta y alcanzar al «Argonauta». Además, no se puede soportar una sobrecarga como ésta más que recurriendo al sueño eléctrico y a la respiración artificial. Si durante este período se produce el más ligero contratiempo, las consecuencias pueden ser absolutamente catastróficas.
Y todo esto para ver una vieja astronave mutilada por una explosión, un navío muerto; muerto, a pesar de que un autómata preservado por milagro continúe enviando señales de alarma.
Sin embargo, la idea de pasar de largo no se me ocurrió ni un solo instante. Era preciso frenar, sobre este punto no había discusión. Un S.O.S. es un acontecimiento que se sitúa más allá de toda lógica. Es inútil, tres veces inútil; es de una inutilidad total, pero un astronauta acudirá siempre a una señal de socorro.
Pasé dos horas en la cámara de los motores. Volví a subir, y entonces se produjo algo extraño: todo me era familiar y conocido hasta la náusea en la nave; había visto miles de veces, un millón de veces lo mismo, y he aquí que ahora no sentía el menor deseo de abandonar todo aquello. Trabajo, libros, música, reflexiones, todo sería suprimido por un sueño de algunas semanas.
Me paseé largo tiempo por la estancia. Miré el retrato. Pensé: el «Poisk» regresará a la Tierra después de diecisiete años «terrestres». ¿Cuándo y cómo romperemos esa dualidad de tiempo? No hay más que un camino: la velocidad. Desde que el «Poisk» se dirige a Sirio han pasado ocho años en la Tierra, y solamente dos en la astronave. Mi tiempo se ha contraído en tres cuartas partes. ¿Y si el «Poisk» hiciera el viaje a Sirio en una hora… en diez minutos… en un segundo? Aunque el tiempo de la nave sea reducido entonces no a un cuarto, sino a algunas millonésimas, a algunas milmillonésimas. De todos modos, la diferencia será despreciable: una hora, diez minutos, un segundo.
Estoy seguro de que los hombres alcanzarán estas velocidades. Sólo que no será con nuestras astronaves. Será necesario algo totalmente nuevo.
Entonces pensé: Voy a hundirme en el sueño eléctrico y el «Poisk» continuará su marcha bajo la única dirección de los aparatos. Si algo ocurre, su señal de alarma automática se pondrá también a enviar sus S.O.S. Puede ser que alguien los reciba, al igual que yo he recibido los del «Argonauta». Alguien vendrá; encontrarán mi proyecto. Probablemente algo en él está ya anticuado. Entonces, en aquel tiempo…
Y escribí en la última hoja de mi proyecto:
«¡Hombres! Hemos viajado con cohetes atómico-iónicos. Fue una época difícil para la astronavegación ya que el tiempo se desdoblaba, y el hombre no debe vivir nunca fuera de su época. En nombre de todos los que han volado antes que yo, en nombre de la difunta tripulación del “Argonauta”, y en mi propio nombre os digo: es preciso viajar a una velocidad superior a la de la luz. Nosotros no hemos conseguido franquear esta fatal barrera. ¡Es a vosotros a quienes corresponde hacerlo!».
Esto es lo que escribí. Pero pensaba otra cosa: «Volveré a la Tierra y no emprenderé ningún otro viaje. ¡Ya es demasiado!».
Subí con el proyecto al puesto de pilotaje y lo introduje con el diario de a bordo en un estuche metálico. Entonces empezó el infierno. La sobrecarga de la fuerza diabólica que comportaba la aceleración se infiltraba en mi sueño. Tenía pesadillas, me ahogaba sin poder jamás recuperar el aliento. El miedo y el dolor se refugiaban en los rincones del cerebro refractarios al sueño. Una mortal debilidad inmovilizaba lentamente mi cuerpo, como una gangrena. Cada cinco días, los aparatos automáticos detenían los motores y el sistema de sueño eléctrico me despertaba. Después, todo volvía a empezar. Era como cuando uno está preso en un remolino: es golpeado, agitado, llevado; después todo cesa por un segundo, uno puede aspirar una bocanada de aire, y casi inmediatamente todo vuelve, el precipicio y la oscuridad.
Como ya le he dicho, el «Argonauta» emitía, con su señal de socorro, las coordenadas de su posición. La radio las captaba y las transmitía al complejo electrónico, que seguía así la marcha de la nave. Además, la persecución es el trabajo favorito de los complejos astronavegadores. No, no es un error. Me atrevería a decir que tienen la pasión del rastreo en la sangre, debido a que sus antepasados dirigían las cabezas rastreadoras de los proyectiles de antaño. Cuando, cada cinco días, interrogaba a la máquina electrónica, ésta declaraba distintamente, con un cierto júbilo:
—La persecución continúa… Distancia del objetivo…
En realidad, la máquina hablaba ciertamente con su acostumbrada impasibilidad. Después de cinco días de sobrecarga, ¿qué no imaginaría uno?
Incluso si pudiéramos conducir nuestras astronaves a velocidades que superaran la de la luz, las sobrecargas nos impedirían el evitar el desdoblamiento del tiempo. Aún a una sobrecarga de tres veces la gravedad, son precisos casi cuatro meses para alcanzar la velocidad de la luz. Y durante este tiempo varios años han transcurrido sobre la Tierra.
Pero vuelvo a apartarme del tema. Llegó un día en el que la máquina declaró:
—Objetivo a tres kilómetros.
El «Poisk» avanzaba a una reducida aceleración y casi no se notaba ningún sobrepeso adicional. Después de semanas de monstruosa sobrecarga, la brusca desaparición del peso causa una sensación entre las más extrañas. Es como en un sueño: uno quiere hacer una cosa y el resultado de sus movimientos es otra muy distinta. Para alcanzar el panel de mandos me fue preciso calcular largamente cada paso. De todos modos, no me sentí irritado por ello; al contrario, estallé en la más franca de las risas.
El seguro metálico de la lucerna saltó con un chasquido. Los rayos de los proyectores de a bordo hendieron las tinieblas, y de ellas surgió el «Argonauta».
Chevtsov hablaba con una voz igual e impasible. Pero Lanskoi veía bien que no estaba totalmente impasible. Su relato tocaba ahora las estrellas, las rutas estelares sin fin, el destino de los navíos que habían perecido sobre estas rutas y ese tiempo estelar que va sobre cada cosmonave a otro ritmo. Es por eso por lo que la voz del astronauta era ahora firme y clara, como corresponde a un hombre capaz de recorrer las rutas estelares, de modificar la suerte de las astronaves y de vencer al tiempo.
—Naturalmente, no me había equivocado —continuó Chevtsov—. El «Argonauta» estaba muerto. La explosión del acelerador iónico lo había matado. A través de los enormes destrozos podía verse la cámara de motores. La explosión había doblado el revestimiento de las aletas, que estaba cuarteado y vuelto sobre sí mismo. Los mandos estaban desmenuzados como lamentables trozos de papel. Las antenas de radar estaban rotas.
Diríase un antiguo velero salido de las páginas de un viejo libro. El agua chapotea en su cala, los mástiles están rotos, el timón arrancado. El viento hace chirriar la barra que jamás volverá a tocar ninguna mano humana, y los pájaros huyen ante este chirrido. La corriente arrastra a este navío silencioso a través de la noche. ¿Quizá el chirrido de la barra es la voz de la nave? Los buques mueren como los hombres, dice. A veces muy jóvenes, a veces después de una sosegada vejez en un puerto tranquilo, al abrigo del mal tiempo. Pero si los barcos tuvieran suerte acabarían todos como yo, en el combate contra la tempestad…
El «Poisk» se aproximaba lentamente al «Argonauta». Sus proyectores de a bordo iluminaban intensamente el cadáver de la astronave. Su luz fría inundaba el cuerpo gris del navío, ponía destellos en los bordes ásperos de los boquetes y golpeaba los orificios negros de las hendiduras.
No había bandera en el «Poisk», no podía rendir honores a la nave difunta más que graduando la luz «a media asta». Me dirigí al panel de mandos y oprimí un botón. Los proyectores se apagaron. Y en el círculo sombrío de la lucerna apareció una luz intermitente: tres puntos, tres rayas, tres puntos…
No recuerdo cómo, me hallé delante de la lucerna.
El cuerpo enorme del «Argonauta» estaba suspendido en el espacio, ocultando las estrellas. Una luz pálida se encendía y se apagaba: tres puntos, tres rayas, tres puntos… Los rayos cegadores de los proyectores me habían ocultado esta pálida luz, pero ahora la veía distintamente: tres puntos, tres rayas, tres puntos…
Conocía muy bien la construcción de la nave: no podía haber allí ningún cerebro electrónico que emitiera señales luminosas.
Había hombres en la astronave.
A partir de este momento, el tiempo empezó a correr a la velocidad de un torrente que ha roto un dique. Como un hombre preso en el torbellino ocasionado por un tal accidente, recuerdo perfectamente hasta el más mínimo detalle algunos extremos a veces absolutamente sin importancia, mientras que he olvidado completamente otros. En los primeros momentos actué maquinalmente. Ocurre en ocasiones que los pensamientos de un hombre son absorbidos enteramente por algo, y actúa entonces de forma inconsciente en la dirección preconcebida por su instinto. Fijé los anclajes magnéticos que sujetaron mi astronave al «Argonauta», descendí a la escotilla estanca y me coloqué la escafandra, pero en mi mente no había más que un pensamiento: «¿Cómo ha podido alguien sobrevivir en una nave accidentada hace ya más de sesenta años?».
Chevtsov se puso a reír y, por primera vez, sus ojos brillaron.
—Una idea preconcebida —dijo, abriendo los brazos como para excusarse—. No hay nada más peligroso para el investigador que las ideas preconcebidas. Es una verdad elemental que olvidamos a menudo cuando se trata de los otros… Estaba equivocado. Había decidido que aquella nave era el «Argonauta», y me había convencido a mí mismo de ello. Incluso viéndola, cuando observé algo desconocido en sus contornos, no hice más que atribuirlo a los efectos de la explosión.
—¿Una nave extraterrestre? —preguntó Lanskoi a Tessem a media voz.
El ingeniero sacudió negativamente la cabeza.
—El panel de acceso no se encontraba en absoluto donde yo imaginaba —continuó Chevtsov—. Pero aquélla no era más que la primera sorpresa. Cuando hallé finalmente la entrada, la escotilla se abrió por sí misma. Penetré en la cabina estanca, la puerta se volvió a cerrar, la luz se encendió. Una voz dulce y suave se oyó inmediatamente: «Buenos días. Pase, por favor, al puesto de pilotaje». Yo no comprendía nada, absolutamente nada. Aquella parte de la nave había sufrido relativamente poco los efectos de la explosión, y veía que los instrumentos estaban demasiado perfeccionados. Tan perfeccionados que no podían datar de cincuenta o sesenta años, ni siquiera del día en que yo había abandonado la Tierra. Después, avanzando por un estrecho pasillo, descubrí varios aparatos que yo mismo había proyectado y diseñado. Diversas razones habían impedido iniciar su producción y, el día de mi partida, ¡no existía aún sobre la Tierra ninguno de aquellos aparatos!
La escalera que conducía a la cabina de pilotaje estaba destruida, pero alcancé la puerta en dos saltos, casi no existía allí peso. Me precipité literalmente en la cabina. Estaba vacía. No había nadie en la astronave.
Por extraño que parezca, no me sorprendí casi nada. Era otra cosa la que me dejaba estupefacto. Allí, los instrumentos eran aún más perfectos. «Buenos días», pronunció tras de mí una voz suave. Me volví bruscamente. Al lado de la puerta se hallaba una máquina electrónica. Era pequeña, sin luz-testigo, y no se parecía en nada al enorme armario gris del «Poisk».
Era la máquina que pilotaba la nave. Al término de diez minutos yo sabía todo lo sucedido. La máquina respondía rápido y con precisión.
El «Otkryvatel»[4] había abandonado la Tierra después del «Poisk». Era por esto por lo que disponía de aparatos más modernos. Usted se preguntará cómo había podido adelantar al «Poisk», puesto que los dos navíos marchaban a velocidades sensiblemente iguales. Era simplemente porque el «Poisk» se había visto obligado a usar mucho más tiempo para alcanzar su velocidad de crucero. El hombre no soporta la acción prolongada de grandes sobrecargas. El «Otkryvatel», en cambio, había partido con una aceleración enorme. La velocidad máxima de los dos navíos cósmicos era casi la misma, pero la velocidad media del «Otkryvatel» era mucho más grande que la del «Poisk». El «Otkryvatel» había rodeado el polvo negro, había tomado contacto con uno de los planetas del sistema de Sirio y regresaba hacia la Tierra. La explosión del acelerador había interrumpido su viaje. La máquina electrónica que dirigía la nave había tomado la única decisión posible: esperar al «Poisk», que se dirigía hacia aquella zona.
Así, todo quedaba sencillamente explicado. Pero esa simplicidad me dejó confuso. Yo estaba a bordo de una astronave que venía del futuro. Para nosotros, los astronautas, todo ocurre como si el tiempo se detuviera cuando hemos perdido contacto con la Tierra. Guardamos el recuerdo de nuestro planeta tal y como era en el día de nuestra partida. Ahora bien, el tiempo terrestre transcurre a una velocidad enorme. Los hombres reflexionan, investigan, inventan…
El duelo con el universo es duro. La astronave está perdida años enteros en el abismo negro. Es espantoso para el hombre. Día tras día, mes tras mes, año tras año… Y he aquí que de golpe, a bordo del «Otkryvatel», sentía que el tiempo no se había detenido, que detrás de aquel cielo de tinieblas sin fondo está la Tierra, nuestra Tierra, una Tierra, y que los hombres lanzan al cielo su desafío siempre más osado.
El «Otkryvatel», ya se lo he dicho, había alcanzado uno de los planetas del sistema de Sirio y había entrado en contacto con él. Era el planeta que había descubierto en primer lugar. La máquina electrónica había hecho la síntesis de los datos recogidos por los diversos aparatos; me indicó que la atmósfera del planeta era adecuada para la respiración, y me suministró los informes detallados acerca de su temperatura, radiación, presión atmosférica, velocidad del viento y composición del suelo. Yo debería transmitir todos estos datos a la Tierra, ya que el «Otkryvatel» no podía seguir su camino.
Entonces… Pero es algo sobre lo que debo hablar con más detalle. Cuando la astronave se posó sobre el planeta, filmó el suelo. Decidí observar la película así impresionada. Se veía, sobre la estereopantalla, al «Otkryvatel» posarse en un vasto desierto de arena. Durante mucho tiempo casi nada apareció. Vi solamente elevarse el brillante disco de Sirio, y la sombra de la nave disminuir rápidamente. De tiempo en tiempo, sobre la pantalla pasaban pequeños resplandores rojos. Yo observaba hasta sentir dolor en los ojos. Pero, incluso poniendo el estereoproyector al máximo de ampliación, no llegaba a percibir nada. Los resplandores rojos se desplazaban: eran la vida. Y, de pronto, apareció una silueta humana. Duró tan sólo una fracción de segundo. Allí donde se agitaban las llamas rojas, una silueta humana gris, pálida, apenas visible, había surgido de la nada. Parecía salida del vacío, y casi inmediatamente desapareció.
Mi vista no había podido engañarme. Pasé tres veces la película… y tres veces la extraña silueta apareció en la pantalla.
Chevtsov guardó largo tiempo un silencio concentrado, como buscando un recuerdo perdido.
—Como usted comprenderá muy bien —continuó finalmente—, no podía volver a la Tierra sin haber estado sobre aquel planeta. Una silueta humana… Era imposible dejarlo así, sin haber dilucidado de qué se trataba. Sin embargo, la decisión de ir hasta aquel planeta extraño no era fácil de tomar. Sabía que yo iría. Sabía que era imposible hacer otra cosa. Pero una voz interior repetía obstinadamente: «La Tierra te espera, y su tiempo avanza más y más sobre tu tiempo de astronauta».
Tomé todos los registros de los aparatos del «Otkryvatel», desconecté el aparato automático de alarma y regresé al «Poisk». Me sentía triste. Me parecía que dejaba tras de mí, en el silencio negro, una parcela de mi Tierra natal. Permanecí largo tiempo en la lucerna, mirando al «Otkryvatel» hundirse poco a poco en la oscuridad.
—Cuando pienso en aquella expedición —prosiguió Chevtsov—, me digo que, en el fondo, todo aquello era normal. Yo había partido para estudiar el polvo negro y combatirlo. No tenía ninguna otra misión. Cuando logré vencer la corrosión por el polvo debía regresar a la Tierra. Pero me encontraba de pronto ante un misterio del que los hombres no tenían aún la menor idea. No podía regresar. No podía ni quería hacerlo. Pese a todo, la idea de que me alejaba nuevamente de la Tierra me causaba… no sé cómo explicarlo… una corrosión moral. El cosmos es penoso para el hombre. Más aún para el hombre solo… Hemos descubierto bastantes planetas, sabemos incluso transformarlos, creamos en ellos atmósferas, mejoramos sus climas. Pero la Tierra sigue siendo el mejor de los mundos para el hombre, es su patria. Y, por muy lejos que nuestras naves penetren, sentiremos siempre la llamada de la patria.
Bien, yo había enviado al «Avrora» un radiograma sobre la corrosión por el polvo. Y el «Poisk» siguió aún durante cuatro meses hacia el sistema de Sirio. Los días se sucedían a los días y las tinieblas tejían sin tregua su velo impenetrable. Sentía a veces deseos de hundirme durante cuatro meses en el sueño eléctrico. Pero estaba solo a bordo y tenía que seguir el funcionamiento de los generadores nucleares, de los aceleradores electromagnéticos y de todos los aparatos.
Chevtsov guardó un tiempo de silencio, después se echó a reír sin alegría.
—No. Para decir la verdad, tenía sencillamente miedo de servirme del aparato del sueño eléctrico, incluso por poco tiempo. Me sentía perseguido por la idea de que no funcionaría y de que no me despertaría en el momento fijado. Estaba solo a bordo y si el aparato no funcionaba… Éste es el motivo por el que no recurrí a él. Me sentía torturado por el insomnio, pero no lo utilicé.
Ahora, represéntese usted el sistema de Sirio: hay en principio dos estrellas blancas, Sirio A y Sirio B, que giran alrededor de su común centro de gravedad. La masa de Sirio A es igual a dos veces y media la del sol. Pero es una estrella como todas las estrellas. Sirio B es una enana blanca, apenas más grande que la Tierra. Vea usted, es una extraña unión estelar, formada por un gigante y un enano. Añádale tres planetas. Dos de ellos sobrepasan a Sirio B por sus dimensiones, y están rodeados por un verdadero cortejo de satélites. El tercer planeta —el objetivo del «Poisk»— tiene un satélite un poco más pequeño que la Luna. Los planetas tienen órbitas extremadamente complicadas. Su movimiento está determinado por la atracción de las estrellas, pero también por su mutua atracción.
Dirigí la astronave hacia el planeta cuya atmósfera contenía oxígeno. Recordaba a la Tierra en muchos de sus detalles.
Sí, recordaba a la Tierra. Se veían nubes flotando en su atmósfera y, allí donde no se divisaban, podían percibirse mares y continentes. Me parecía regresar a la Tierra.
Es demasiado arriesgado posarse sobre un planeta inexplorado. Pero no tenía ninguna otra alternativa. El reconocimiento a gran altitud necesitaría varios meses, para darme a fin de cuentas un escaso puñado de datos. En cuanto a sobrevolarlo dentro de su atmósfera, no tenía suficiente combustible para ello.
En fin, estaba fatigado, muy fatigado. Todos aquellos que han efectuado largos vuelos en solitario saben de la atracción que ejerce una tierra, incluso extranjera.
Chevtsov hablaba de mala gana; omitía detalles sin duda del mayor interés. Su relato parecía un libro al que le faltaran páginas.
—Estaba sentado sobre un peldaño de la escalerilla de acceso que había sacado por la escotilla, y miraba las nubes. De todos modos, esto no tiene demasiada importancia; es otra cuestión.
Más tarde, después de haber leído los documentos de la expedición, Lanskoi debería comprender lo que ocultaban aquellas palabras.
El «Poisk» se encontraba en medio de un amplio calvero. Las masivas columnas de sus amortiguadores lo mantenían vertical, y parecía un viejo minarete un poco inclinado. Sentado en el último peldaño de la escalerilla que había instalado, Chevtsov observaba el cielo.
El viento empujaba por encima de la astronave raros jirones de nubes. Nubes blancas en un cielo azul: era un espectáculo terrestre. Los soles brillaban en el firmamento; uno era grande, brillante, de un blanco azulado; el otro, blanco también, era pequeño y se movía con una rapidez sorprendente. Sobre el suelo gris, carcomido por los chorros del aterrizaje, se formaban dos sombras.
El viento arrastraba una mezcla de olores violentos y ofuscantes. Se olía fuertemente a algo aromático y dulzón, que recordaba el perfume de todas las flores sin parecerse al de ninguna de ellas. Se distinguía un olor acre a hierba podrida, y otro aún, sin duda el de la niebla o de la humedad del bosque.
La cabeza le daba vueltas. Quizá a causa del exceso de oxígeno, quizá a causa de los perfumes. Después de todo, tal vez fuera más que nada la acción de la micelina que acababa de tomar Chevtsov. La micelina era un antibiótico que poseía la propiedad de paralizar a todas las bacterias extraterrestres.
Las nubes eran bajas. Desgajadas, tenían una luminosidad primaveral. Todo respiraba a primavera: la gran transparencia del cielo, las nubes claras, el perfume de las flores; pero no se oían pájaros. El silencio era absoluto, lo que causaba una impresión extremadamente desagradable, después del ronroneo familiar del acelerador iónico.
Ni un ruido llegaba del bosque que rodeaba el calvero. Chevtsov observaba los árboles con hostilidad. El cielo y las nubes eran como los de la Tierra, pero los árboles eran otros. Sus troncos se enrollaban en espirales decrecientes hacia lo alto. El follaje, demasiado espeso, tenía un tinte indeterminado, tirando a la vez al verde, al azul y al negro. Pero Chevtsov no sentía deseos de aproximarse. Con el bosque comenzaba lo desconocido. Por otro lado, estaba fatigado; era mejor permanecer sentado a la sombra de la astronave y observar las nubes blancas, respirando el aire oloroso y cálido, sin pensar en nada.
Había perdido la noción del tiempo. Pasó una hora, o quizá eran sólo cinco minutos. Comenzaba a hacer calor. El disco blancoazulado del gran Sirio ascendía; sus ardientes rayos taladraban las nubes y las disipaban; la sombra de la nave decrecía a ojos vista. «Es preciso moverse… hace demasiado calor», pensaba perezosamente Chevtsov. Echó una ojeada a los árboles. Lo que vio era fantástico y estremecedor: una fuerza desconocida aplastaba los troncos espirales, los comprimía contra el suelo; no tenían ahora más que la mitad de su altura. Su follaje azul-verde se había convertido en rojo-anaranjado. Diríase que alguien había encendido en torno a la nave un círculo de fuego…
Chevtsov saltó de la escalerilla y se dirigió lentamente hacia los árboles. El calor le causaba un dolor sordo en las sienes. Se puso a silbar, y se detuvo en seguida: en aquel mundo mudo, su silbido sonaba intolerablemente falso.
Chevtsov se detuvo ante el primer árbol. Su tronco macizo, de corteza rojiza y lisa, picada de excrecencias negras, se elevaba en espiral. Las espiras eran más y más pequeñas con la altura, y el árbol parecía un enorme resorte cónico. Las hojas de un rojo llameante, estrechas, alargadas y temblando como llamas en el aire sobrecalentado, ocultaban la parte superior del tronco.
El astronauta subió fácilmente a lo largo del tronco y rompió una rama en espiral. La rama se enroscó rápidamente y sus hojas tomaron un tinte púrpura oscuro. Pero cuando Chevtsov abrigó la rama de los rayos del Gran Sirio la espiral se distendió instantáneamente y sus hojas tomaron un color verde. «No está mal, murmuró Chevtsov, que ya no sentía ningún dolor en las sienes. Verdaderamente, no está mal. La radiación sufre bruscas variaciones; los árboles se han adaptado. Tan pronto absorben los rayos como los reflejan». Le fue agradable el haber resuelto tan fácilmente el primer enigma del nuevo mundo, aunque este enigma no fuera en absoluto de una gran dificultad.
Los troncos de los árboles continuaban enrollándose, cerrándose sobre sí mismos como aplastados por un peso superior a sus fuerzas. La corteza se volvía púrpura como las hojas. «No está mal, repitió Chevtsov. Cuando la radiación es débil las plantas son verdes, cuando es fuerte son anaranjadas o rojas y reenvían los rayos caloríficos. Se han adaptado, simplemente».
Se aproximó a otro árbol. Se sentía preso de la febril exaltación del explorador. Su pensamiento había tomado una lucidez extraordinaria. Su sombra cayó sobre el tronco del árbol y observó en seguida que la corteza púrpura se volvía gris. Se apartó bruscamente y la mancha gris de su sombra persistió por un tiempo en la corteza. «Bien, he aquí cómo son los árboles, pensó. Y ahora, ¿cómo son los… seres vivos?». Una idea lo divirtió. «Hombres cuya piel cambia constantemente de color… Un mundo de colores fugaces…». Y Chevtsov pensó de pronto en que aquél sería un mundo insólito, donde la belleza sería algo muy distinto a la de la Tierra.
Intentó representarse hombres cuya piel cambiara de color y, de pronto, percibió a cincuenta metros una silueta humana. Sintió un sobresalto. Una silueta incolora había pasado entre los árboles, exactamente como sobre la pantalla estereoscópica del «Otkryvatel». Había pasado y desaparecido. Chevtsov sintió su corazón batiendo sordamente. El bosque se había vuelto bruscamente hostil, y los árboles-espirales le parecían ahora los cuerpos de gigantescos reptiles.
—Estoy viendo visiones —se dijo Chevtsov. El hablar en voz alta lo tranquilizó—. Tengo los ojos fatigados. Sí, seguro, es la fatiga. Debería haber tomado las gafas de protección.
Regresó a la astronave, con los oídos instintivamente atentos al menor sonido. Estaba preparado a todo. Pero no se produjo nada. Las ráfagas de aire cálido pasaban por encima de un suelo gris y agrietado. El enorme «Poisk» casi no reflejaba la menor sombra.
Después de la luz insoportable de los dos Sirio, el interior de la nave parecía oscuro. Chevtsov se sentó cerca de un ventilador y ofreció largamente su rostro a la refrescante corriente de aire. Sus ojos se habituaron progresivamente a la suave luminosidad. Su mirada se dirigió maquinalmente hacia el tabique, al lugar donde había estado el retrato. «No debo pensar en ello —se dijo—, no debo pensar…».
Diecisiete años; era suficiente para que la joven del retrato se hubiera convertido en una extraña. Este pensamiento corroía su voluntad, como el ácido corroe al metal. Y, un buen día, Chevtsov había quitado el retrato.
Esta vez aún, se repitió: «No debo pensar en ello, debo pensar en otra cosa».
Subió a la cabina de pilotaje. Graduó la telepantalla y examinó atentamente los alrededores. Los árboles, enrollados en espirales cerradas, yacían sobre un suelo vuelto negro por el calor. Las hojas púrpura estaban cerradas como rollos de papiro. Chevtsov emitió un silbido de aprobación; a trescientos metros de la nave, entre los árboles que parecían serpientes adormecidas, dos luces rojas se desplazaban lentamente. Su movimiento sorprendió a Chevtsov: contorneaban los árboles, en lugar de pasar por encima de ellos. Puso el máximo de aumentos, pero las luces parecieron disolverse en el aire sobrecalentado. «Bien, decidió Chevtsov, es preciso que vaya a ver de qué se trata».
Descendió por la escalerilla y se dirigió hacia los árboles, mirando en torno suyo. Los rayos del Gran Sirio atravesaban fácilmente sus ropas, y sentía que no llegaría hasta los árboles. Volvió sobre sus pasos, hacia la astronave. Le faltaba recorrer una docena de metros cuando oyó unos pasos lentos. Era algo tan increíble que Chevtsov se sintió helado de golpe. Se inmovilizó un instante, después se volvió con rapidez.
Tres fantasmas se acercaban a la nave.
—¿Fantasmas? —Chevtsov se echó a reír—. Por supuesto, no eran fantasmas. Pero le juro que si los fantasmas existieran, no se distinguirían en nada a lo que vi.
Todo se produjo en pocos segundos, pero no he olvidado ni el más mínimo detalle. Comprenda, aquellos tres seres que venían hacia mí se parecían a los hombres. Por lo que me fue posible juzgar en el primer momento, tenían casi el aspecto de hombres: casi la misma talla, casi las mismas facciones. Repito, esto fue lo que pude juzgar entonces. Y para juzgar… Entienda, aquellos seres, aquellos hombres o casi hombres, eran medio transparentes. Medio, tres cuartas partes, nueve décimas partes transparentes…
Perdóneme si mi relato es deshilvanado; pero, aún ahora, no puedo recordar ese encuentro sin emoción. Aquellos seres venían lentamente hacia mí, con una cierta solemnidad evidente, y yo veía a su través los árboles rojos, el cielo y las nubes como a través de un cristal. Imagínese unas formas de cristal sobre un fondo de luz violenta. Los contornos son poco definidos, la masa vítrea se ve por sí misma, pero es transparente y la mirada la atraviesa…
¡Ah! No le he hablado de los ojos. Sus ojos eran rosados, casi rojos, y no eran transparentes. Ojos rojos, como las luces de control de la máquina electrónica. Pero no parpadeaban.
Repito que vi todo esto en un segundo, quizá en una fracción de segundo. Después eché a correr; me precipité hacia la escalera, volé hacia arriba y pulsé el mando del sistema neumático. La puerta se abrió.
Para serle franco, en aquel momento creí que me estaba volviendo loco. Creí que estaba delirando. Subí al puesto de pilotaje, conecté la telepantalla… y vi los tres fantasmas. Se volvían sin vacilar hacia el bosque. No, no era una alucinación.
Ajusté febrilmente el videoscopio a infrarrojos. Pero aquellos diablos dejaban pasar tan bien los rayos infrarrojos como los rayos luminosos ordinarios. En el ocular del videoscopio no aparecieron más que vagos contornos. Conecté entonces los faros ultravioletas, sin mayor éxito. Mis fantasmas debían estar hechos en cuarzo de primera calidad: los rayos ultravioletas los atravesaban perfectamente.
Y los fantasmas se fueron.
Mirando hacia el bosque y reflexionando en relación con los árboles espirales, lo comprendí bruscamente todo. Comprendí por qué aquellos fantasmas eran transparentes como el cristal. Comprendí por qué su transparencia era indeterminada, tan pronto más definida como más borrosa. ¡Ellos también se habían adaptado! En el curso de una larga evolución, el organismo de aquellos seres se había adaptado a las condiciones de vida bajo los rayos ardientes de dos soles cuyas radiaciones varían constantemente, pasando del infrarrojo al espectro visible y al ultravioleta. Yo sentía calor porque la radiación calentaba mi cuerpo. Pero sus cuerpos no se calentaban. Y su grado de transparencia variaba aparentemente en función a la intensidad de la radiación y la temperatura del aire.
Condiciones diferentes de existencia habían conducido a una diferente estructura del organismo. Era de esperar. Ahora sabía a ciencia cierta que aquel mundo me reservaba extraordinarias sorpresas…
Los fantasmas (los llamaré así por el momento) debían volver. No tenía la menor duda sobre ello. No sentían miedo de mí: se habían acercado tranquilamente a la astronave, y se habían vuelto al bosque con la misma calma. Me decía: «Volverán. Ellos u otros». Y me instalé frente a la pantalla del televisor.
Me adormecía de tiempo en tiempo, me despertaba, miraba la pantalla y volvía a dormirme. Así pasaron varios días. En realidad, aquel planeta no conocía días y noches como los nuestros. Por momentos, los dos Sirio brillaban en el cielo; por momentos, sólo quedaba el Pequeño Sirio y se podían ver las estrellas y una luna pálida (no sentía deseos de inventar otro nombre para el satélite del planeta). No había verdadera noche, sino tan solo un crepúsculo.
Una vez, al despertarme, percibí dos fantasmas en la pantalla. Cuando uno despierta de un sueño las sensaciones son blandas, no inquietan. Los fantasmas venían de los árboles; se aproximaron a la astronave sin vacilar, después se fueron de nuevo. Entonces desperté completamente.
Pero a partir de aquel momento vinieron a menudo. A veces solos, a veces en grupos. Por la noche, encendí los faros de a bordo. Los fantasmas no sentían miedo de la luz. No le prestaban ninguna atención.
Al tercer o cuarto día —no recuerdo exactamente— se puso a llover. Los fantasmas se cubrieron con unas capas parecidas a nuestros impermeables. Me resulta difícil decir cuál era su color, ya que cambiaban de tonalidad, y a veces se volvían transparentes.
Una vez instalé un micrófono. Los fantasmas hablaban, no muy alto, con una gran lentitud, diría incluso con una lentitud un poco aterradora, haciendo largas pausas entre las palabras.
Yo había reflexionado mucho durante aquellos días. La cuestión más importante que me planteaba era la siguiente: aquellos seres, ¿eran inferiores o superiores a los hombres?
Encontraba sorprendente su actitud demasiado indiferente en relación a la astronave. Venían, observaban, cambiaban algunas palabras entre ellos y se marchaban de nuevo. ¿Así se acogería en la Tierra a una nave venida del espacio? Aquella indiferencia totalmente incomprensible me hacía presumir que el desarrollo mental de los fantasmas era poco elevado.
Por otro lado, su conducta no recordaba en nada la de los salvajes. Mi nave había venido del cielo, pero ellos no sentían ningún miedo. Simplemente la miraban, sin manifestar ningún interés particular, y se iban. Es así como observarían los hombres una piedra caída de la montaña en una avalancha. Esto no dejaba de intrigarme y de inquietarme un poco.
Como le he explicado, los fantasmas no permanecían mucho tiempo cerca de la astronave. Aparecían y se marchaban enseguida. Pero, una vez, vino un fantasma extraño. Caminó largamente alrededor de la nave, subió la escalera hasta la escotilla, que estaba cerrada, marchó hacia el bosque para volver muy pronto. Era él, lo reconocí por su capa azul claro. Depositó cerca de la escalera unos frutos redondos que se parecían a nuestras naranjas, después se alejó un poco y se sentó en la sombra.
Llegó el crepúsculo, empezó a caer una fina llovizna, los otros fantasmas habían desaparecido, pero él seguía allá, y sus ojos rojizos lucían como dos tizones. Sentí piedad por él. Pensé: «¿Pero qué puede hacerme? Después de todo es transparente. No tiene ningún arma, se ve a simple vista; no es más fuerte que yo. Entonces, ¿de qué tengo miedo?».
Ningún arma… Transparente… ¡Tonterías! Estamos acostumbrados a medirlo todo bajo nuestro patrón terrestre. El fantasma era incomparablemente más fuerte que yo, sólo que yo no lo sabía. Abrí la escotilla y descendí al suelo.
Aquellos ojos que no parpadeaban (nuevamente me recordaron la máquina electrónica) me seguían atentamente. En la semioscuridad el fantasma era menos transparente y cuando, después de haber descendido la escalerilla, me acerqué a él hasta no más de cinco pasos, pude ver claramente su rostro. Evidentemente, no lo vi en el sentido ordinario que se da a esta palabra, ya que la luz atravesaba pese a todo al fantasma. Pero pude observarlo mejor, mucho mejor que antes; ya no me sentía alterado por la presencia de aquellas extrañas criaturas.
El rostro del fantasma se parecía al de un hombre; sólo que era más delgado, sin ninguna arruga; los pabellones de las orejas eran lisos; los dientes iguales y muy juntos formaban dos arcos de láminas bien encajadas; los cabellos eran largos y medio transparentes. Pero lo esencial era algo que me dejó estupefacto: ¡estaba sonriendo! Y aquella sonrisa era verdaderamente sorprendente, fantástica incluso. Como la Gioconda, sonreía misteriosamente en relación a algo incomprensible para mí.
Como todo astronauta, yo había arriesgado mi vida más de una vez. Pero le diré conscientemente que si alguna vez en mi existencia he dado pruebas de un coraje del que pueda enorgullecerme ha sido cuando permanecí junto a aquel fantasma. Permanecí allá, pese a que aquella sonrisa extraña (o aterradora, como usted quiera) me transmitiera un terrible deseo de refugiarme en la astronave.
Fue precisamente en aquel momento, mientras nos mirábamos fijamente a los ojos, que comprendí que aquellos seres no son ni inferiores ni superiores al hombre. Son simplemente distintos. ¡Totalmente distintos! No se pueden comparar al hombre ni siquiera como, veamos… el delfín al águila.
Pero estamos acostumbrados —una mala costumbre, desde siempre— a compararlo todo con nosotros mismos. Nos representamos siempre a los habitantes de otros planetas bien sea como nuestro pasado, o como nuestro futuro. Esto no tiene sentido. Allí donde las condiciones de vida son otras, todo es diferente.
El fantasma me miraba con sus pequeños ojos como brasas y sonreía. Me puse a hablar. No recuerdo exactamente lo que dije. Me parecía que el sonido de mi voz era pausado y que descartaba el peligro de un choque. Hablaba. Nunca he hablado tanto en mi vida. El fantasma (continúo llamándolo así) debía pensar que los hombres eran las criaturas más charlatanas del universo. Pero guardaba silencio, y la sonrisa enigmática de la Gioconda no se borraba de su rostro.
Hablé largamente, muy largamente. Al fin perdí el aliento y sentí que no podía continuar más. El silencio que sobrevino me pareció pesado y amenazador.
Entonces fui a buscar el cristalfono e hice pasar un cristal donde había registrado la voz de aquellos seres. Mi fantasma no mostró la menor sorpresa y no mostró tampoco ningún deseo de examinar el cristalfono.
Es preciso decir que el lenguaje de los fantasmas era muy particular. Veamos cómo explicarlo… Se parecía a fragmentos de frases musicales. Nuestras palabras están formadas de sonidos distintos, que se disciernen fácilmente. El lenguaje de los fantasmas era extremadamente melódico. Era imposible distinguir donde terminaba un sonido y empezaba el siguiente. La modulación pasaba insensiblemente de uno al otro y el resultado era agradable y noble.
El fantasma, ya se lo he dicho, no se sorprendió en absoluto al escuchar las voces registradas por el cristalfono. Me vino entonces la idea de poner música, sin duda a causa de la musicalidad del lenguaje de los fantasmas. Tomé un cristal al azar; era el tercer cuarteto de Tchaikovsky. El fantasma no se movió. Escuchó la música sin abandonar su enigmática sonrisa. Al cabo de unos minutos paré el cristalfono. Entonces… Por un momento creí haber puesto nuevamente el aparato en marcha sin darme cuenta. Pero no era el aparato. ¡Mi fantasma estaba repitiendo todo lo que había oído! Con una exactitud absoluta lo estaba reproduciendo todo, hasta el más pequeño detalle, sin un solo error, sin la menor deformación.
El tercer cuarteto, usted lo sabe, es una pieza triste, pero el fantasma sonreía… Sentía la música diferentemente, o quizá la reproducía tan sólo mecánicamente, como el cristalfono.
En aquel momento, como la lluvia había cesado, aparecieron otros fantasmas. Me obligué a mí mismo a permanecer allí; y, sin embargo, sentía endiablados deseos de echar a correr hacia la astronave. De todos modos, los fantasmas no modificaron en nada su conducta ordinaria. Observaban la nave, me dirigían una mirada, cambiaban algunas palabras y se iban sin vacilar.
Me fui habituando progresivamente a su presencia. Reflexionaba: si mi fantasma («mi fantasma», graciosa expresión, ¿no es verdad?) había reproducido tan fácilmente un fragmento de música que había escuchado una sola vez, eso significaba que tenía una memoria extraordinariamente desarrollada. Decidí empezar a nombrarle los objetos que nos rodeaban. Con una memoria tal, no podía menos de tener un pensamiento formado; no podía dejar de comprender que deseaba hablar con él.
Intente representarse aquel cuadro absurdo: yo indicaba al fantasma el significado de las palabras, andaba, corría, me inclinaba, nombraba los objetos (sin demasiado lógica, por otra parte); él, mientras tanto, permanecía totalmente inmóvil, y sonreía…
Esto duró sin duda largo tiempo. El viento impulsaba las nubes. El aire me abrasaba, y mi cabeza empezó a dar vueltas. Tuve de pronto la impresión de que estaba viviendo un sueño. Abriré los ojos, sacudiré la cabeza, y todo desaparecerá…
El fantasma se levantó inopinadamente. Bajo los ardientes rayos del Gran Sirio era ahora casi invisible, estaba reducido a un vapor nebuloso de confusos contornos. Era el vacío. Y de este vacío surgió una voz tranquila:
—Volveré…
Y se fue.
Se fue. Permanecí de pie, contemplando largamente cómo se alejaba. Después me volví hacia la escalera. Estaba fatigado. La cabeza me dolía horriblemente. No sentía deseos de pensar. Todo me era indiferente. Puse en marcha el aparato del sueño eléctrico y dormí durante seis horas el más profundo de los sueños, por primera vez desde hacía largo tiempo.
Naturalmente, el aparato funcionaba a maravilla y me despertó exactamente en el momento indicado. Me levanté hambriento y con la cabeza fresca. Es necesario que le diga que al volver a entrar en la astronave había recogido los frutos traídos por el fantasma. Por su forma y dimensiones se parecían a naranjas, pero eran medio transparentes, como hechos de cristal amarillento. Su olor, agradable aunque fuerte, recordaba el del clavel. Separé un fragmento y lo analicé: eran comestibles. Después de un sólido desayuno terrestre (quizás era más bien una comida que un desayuno) me los comí. Decir que eran buenos es poco. Poseían la suculencia de las peras, la acidez de los duraznos aún no completamente maduros, el fino paladar de una crema sabiamente trabajada, el frescor de un helado, y además algo imperceptible pero extremadamente agradable…
Me di cuenta de golpe que se trataba de frutos cultivados artificialmente, y mis pensamientos volvieron al fantasma. Me había respondido en mi lengua; así, me había comprendido, y para ello no le habían sido necesarias más que algunas horas. Bajo mi punto de vista eso era un milagro. ¿Y bajo el suyo? Supongamos que un hombre contemporáneo encuentre a un salvaje que no disponga más que de un lenguaje de treinta palabras. ¿Necesitaría mucho tiempo para comprender estas palabras y fijarlas en su memoria, sobre todo si el salvaje se esforzara por sí mismo en explicarle su significado? Con respecto al fantasma yo era probablemente este salvaje. No le costaba pues mucho aprender mi lenguaje y poder responderme utilizándolo.
Llegado a este punto, mi hipótesis se derrumbó como un castillo de naipes. Es muy probable que seres racionales, viviendo sobre determinados planetas, hayan adelantado al hombre en su desarrollo. Pero este alto grado de desarrollo debe hacerse sentir en el mundo donde vivan, en particular en lo que se refiere al progreso técnico. Sin embargo, los habitantes de aquel planeta no tenían una técnica evolucionada. No tenían ni aviación ni aparatos de radio. Los micrófonos ultrasensibles del «Poisk» no habían captado ningún sonido industrial. Al menos en un radio de quince kilómetros no funcionaba ningún motor, no corría ningún automóvil, no pasaba ningún tren. Por consecuencia, muchas otras cosas faltaban también, puesto que las ramas de la técnica están estrechamente ligadas las unas a las otras y se condicionan mutuamente. La no existencia de aviación significa la no existencia de motores de combustión interna, y por lo tanto la no existencia de una química desarrollada. La no existencia de aparatos de radio es la no existencia de una industria eléctrica, la no existencia de la electricidad y de la automatización, por supuesto la no existencia de la energía atómica…
Lo mismo que el paleontólogo reconstruye a partir de un solo hueso el aspecto de animales desaparecidos, el ingeniero puede, a partir de un solo hecho, determinar con una gran precisión el nivel de evolución técnica de un pueblo. Procedí a esta determinación y diagnostiqué: nivel no más elevado que el de nuestro siglo dieciocho, y probablemente menos.
Pero esta hipótesis, que rebajaba el nivel de desarrollo de los habitantes de aquel planeta por debajo del nuestro, no se mantuvo más tiempo que la primera. Ningún hombre, ni siquiera armado de las más perfeccionadas máquinas electrónicas, hubiera podido comprender tan aprisa una lengua extraña. Hacía falta para ello, indiscutiblemente, un aparato mental extremadamente desarrollado.
En realidad, estaba intentando simplemente resolver un problema insoluble. No se puede comparar lo incomparable. ¿Qué es mayor, un metro cuadrado o un segundo? Era una cuestión desprovista de sentido. Los habitantes de aquel planeta eran distintos. Esta idea ya me había hecho pensar. Pero una cosa es admitir teóricamente una proposición, y otra aceptar todas las conclusiones que se derivan de ella. Yo había admitido teóricamente que me encontraba en un mundo distinto, con sus propias leyes, enteramente distintas a las leyes terrestres. Pero me sentía inquieto por esta cuestión torturante y muy humana: ¿son esos seres más o menos evolucionados que nosotros?
Recordé que mi fantasma había prometido volver. Subí a la cabina de pilotaje y conecté la telepantalla.
Estaba allí, en primer término.
Era el crepúsculo. El Gran Sirio desaparecía tras el horizonte. Los árboles-espirales se distendían, su follaje se volvía azul-verde. El fantasma estaba sentado, envuelto en su capa azul. Sus ojos brillaban como ascuas. Observaba la escotilla.
Descendí rápidamente. Al pie de la escalerilla había otras frutas, grises y redondeadas.
Es así como se inició nuestro segundo encuentro. Esta vez fue el fantasma quien habló primero.
Aquí es preciso que le explique algo. Usted recordará que el fantasma había reproducido con la mayor exactitud el tercer cuarteto de Tchaikovsky. La voz humana es totalmente incapaz de reproducir a la vez el sonido de cuatro instrumentos. Pero no se trata de esto. Quería solamente hacerle notar que el fantasma lo había repetido en su totalidad, conservando las tonalidades más finas, incluso el ligero chasquido del cristal antes del inicio de la pieza. Bien, esta particularidad se encontraba también en su conversación. El fantasma hablaba con mis propias palabras, es decir, empleaba los mismos sonidos que yo había usado, y exactamente con el significado que yo les había dado. Lo más extraordinario era que hablaba con mi propia voz. Es una sensación bastante desagradable conversar con alguien que tiene la misma voz de uno.
Bien, me dirigí hacia él y le pregunté:
—¿De dónde…?
Y me lancé a una serie de explicaciones (lo que no era demasiado fácil), pero el fantasma me interrumpió con rapidez:
—Hablas mucho. Muestras poco.
Y sonrió.
Sonreía a menudo. De las dos hipótesis de que le he hablado, el fantasma había escogido aparentemente la primera. Debía considerarme como un salvaje.
No comprendí exactamente lo que él entendía por «mostrar». Las astronaves, usted lo sabe bien, están provistas de estéreo-proyectores. El «Poisk» poseía uno. Yo no lo había usado desde hacía mucho tiempo, no había sentido el menor deseo. Pero el fantasma había pedido que le mostrara cosas.
Decididamente, no sentía el menor miedo hacia mí. Cuando lo invité a penetrar en la astronave me siguió tranquilamente los pasos, sin vacilar. Lo conduje hasta la sala de descanso y le mostré un sillón. Se sentó. Había algo de increíble en aquel espectáculo, no sé cómo explicarlo… Como un soldado romano ante un microscopio electrónico, o un hechicero indio ante un radar.
Me sorprendí nuevamente ante la indiferencia de aquel ser por todo lo que le rodeaba. No miraba a su alrededor, no preguntaba nada, no se sorprendía de nada. Un salvaje introducido en un laboratorio se asombraría. Un hombre moderno caído en la choza de un salvaje se sorprendería también y se mostraría interesado. Pero el fantasma no se sorprendía por nada.
Bueno, mi intención no es la de intrigarle. No se trata aquí de misterios o de aventuras. Es por eso por lo que voy a anticiparme y voy a darle algunas explicaciones.
Había admitido teóricamente que aquellos seres eran completamente distintos a los hombres; sin embargo, aún admitiéndolo, seguía aplicando inconscientemente en relación a ellos las mismas nociones, medidas y escalas terrestres. Por ejemplo, el lenguaje. Según las concepciones terrestres, hablaban muy poco. De hecho, me di cuenta muy pronto de que no hablaban en absoluto menos que los hombres. Lo que yo había tomado por palabras aisladas eran en realidad frases enteras, monólogos enteros, si usted quiere. Para pronunciar una palabra cualquiera, por ejemplo, «automóvil», nosotros necesitamos un tiempo bastante largo, del orden de un segundo. Es decir que para cada sonido —hay nueve en la palabra escogida— empleamos un noveno de segundo, por lo que necesitamos casi alrededor de las quinientas vibraciones para cada sonido. Los fantasmas, por su parte, utilizan impulsos sonoros mucho menos prolongados. Los sonidos de su lenguaje son más cortos, y lo son también las palabras y las frases. Pero esto no es todo. Su lenguaje está construido de otra forma. Está lleno de nociones, tras cada una de ellas se encuentran frases enteras. Nuestro lenguaje conoce también, aunque en un grado muy bajo, algo semejante. Tome la expresión: «Una medida que nos es desconocida y que debemos determinar partiendo de los datos que se nos dan en el problema»; bien, nosotros la reemplazamos a menudo por sólo dos palabras: «una incógnita», o más brevemente por: «x». Y el lenguaje no pierde nada; al contrario, esto lo hace más dinámico, más… ¿cómo diría yo?… más simple.
El lenguaje de los fantasmas era de este tipo. Yo creía que hablaban intercambiándose negligentemente unas pocas palabras, les reprochaba una incomprensible indiferencia y me perdía en conjeturas a este respecto. Sin embargo, la explicación era bien simple: ellos se contentaban con decir «x», y yo quería que pronunciaran a toda costa la interminable expresión «Una medida que…».
Cuando el fantasma entró en la sala de descanso, me sentía vejado por su total falta de interés por lo que lo rodeaba. Para un terrestre, interesarse en algo es en principio examinarlo. Y examinar, en pocas palabras, es volver la cabeza. El fantasma no había vuelto la cabeza, y por consiguiente no se había interesado en nada. Esto es al menos lo que había colegido de su comportamiento. Sin embargo, mis conclusiones eran totalmente falsas. Nosotros, los hombres, tenemos un ángulo de visión relativamente limitado. Por otro lado, incluso dentro del sector de este ángulo de visión, no vemos bien más que una parte de los objetos, aquellos cuya imagen se forma en la «mancha amarilla» de la retina. No podemos ver realmente bien un objeto más que si está delante mismo de nosotros, de modo que cuando nos encontramos en una nueva situación debemos volver la cabeza para ver todo lo que nos rodea. El fantasma, por su parte, lo veía todo de otra manera. Su ángulo de visión era casi de 360 grados. Sin mover la cabeza podía ver toda la estancia.
Por supuesto, yo no sabía aún todas aquellas cosas. Bastante decepcionado por la indiferencia del fantasma, instalé rápidamente la pantalla y busqué las cintas. Comencé por simples films geográficos: el mar, el bosque, las montañas, los ríos… El fantasma guardaba silencio. Después del tercer film, dijo:
—Antes… ¿qué?
Comprendí su pregunta como una petición de conocer la historia de la Tierra. Me sentí contento. Contento porque tenía conmigo un film muy interesante, rodado poco antes de mi partida. Historiadores, escritores y poetas eminentes se habían reunido y habían trabajado con artistas, realizadores, operadores y decoradores de renombre para hacer un film lleno de talento, que recorría todo el camino de la humanidad. Bien, usted ya conoce este film.
Encontré el carrete, regulé el aparato de proyección y me senté a un lado, de modo que viera al mismo tiempo al fantasma y a la pantalla.
No recuerdo bien si era la quinta o la sexta vez que veía aquel film. De todos modos, me sentí nuevamente interesado por él. El principio es cautivador: la construcción de las pirámides, los combates de los gladiadores. Si hubiera mirado menos a la pantalla y más al fantasma, tal vez me hubiera podido dar cuenta… No, es poco probable. Simplemente, no debería haber proyectado aquel film. Cuando apareció en la pantalla la hoguera de Giordano Bruno, el fantasma se levantó. Encendí maquinalmente la luz. El fantasma se volvió hacia mí y dijo:
—Hombres… ruines.
Se dirigió hacia la escalerilla sin volver a mirar la pantalla, por donde desfilaban ya otras escenas.
Yo permanecí allá, como si me hubieran dado una bofetada.
¡Dios, las injurias que hubiera podido decirme a mí mismo! Nosotros vemos sin vergüenza el pasado de la humanidad porque la luz ha vencido a las tinieblas, porque el bien ha triunfado sobre el mal, y ha triunfado para siempre. Nosotros podemos decir: sí, en el siglo dieciséis los fanáticos llevaron a la hoguera a Giordano Bruno, pero los hombres no han seguido la ruta que les señalaban los fanáticos, sino que han tomado la ruta de Bruno. Sabemos que la humanidad, en un tiempo sorprendentemente rápido si se la mide a ritmo de la historia, ha pasado del salvajismo a la sociedad organizada, es decir, a la justicia. Pero él, el fantasma, no sabía nada de esto. Él vio nuestro pasado y dijo: «Los hombres son ruines», y se fue. No debía haberle mostrado aquel film.
Dejé la escotilla abierta, ascendí a la cabina de pilotaje e intenté concentrarme en otras ideas. No lo conseguí. No podía impedir el seguir pensando en lo ocurrido.
Desde hacía mucho tiempo, dos opiniones distintas se habían formado sobre los seres racionales que los astronautas deberían hallar más pronto o más tarde sobre otros sistemas estelares. La primera, muy prudente, era científica. La ciencia nos había prevenido que las condiciones de vida eran extremadamente diversas sobre los diferentes planetas y que, en consecuencia, los caminos de la evolución del mundo orgánico podían ser igualmente muy distintos a los nuestros. La literatura nos proponía otra opinión, me atrevería a decir incluso otra tradición. Casi siempre, los escritores veían en los otros mundos un algo muy semejante a nuestro propio universo, pero ocupando simplemente otro lugar en la escala del tiempo. Los héroes de las novelas de ciencia ficción caían en el pasado de la Tierra y se encontraban en planetas poblados de reptiles gigantes, de pterodáctilos y de diplodocus, o bien se veían transportados al futuro de la Tierra, en ciudades fabulosas y palacios de cristal.
Los seres inteligentes que habitaban mi planeta se parecían exteriormente a los hombres (aparte su transparencia). Así había sacado la conclusión, sin reflexionar demasiado, de que la estructura de su pensamiento, sus concepciones, su mundo intelectual eran igualmente parecidos a los de los hombres. Era un error.
Recuerdo haber leído una novela donde todo se resolvía mediante un gran circuito de enlace por radio entre los mundos. Pero he aquí que estábamos el uno cerca del otro, yo y la criatura extraña, nos hablábamos y no nos comprendíamos. El contacto entre los mundos no se limita sólo a dificultades técnicas, como pensaba el novelista. Las dificultades son incomparablemente mayores y son debidas a que en cada planeta la evolución ha seguido durante millones de años su propio camino; es muy difícil, en estas condiciones, encontrar puntos de contacto.
Yo reflexionaba sobre todo esto, en la cabina de pilotaje. Intentaba rechazar mis ideas preconcebidas y trataba de representarme, en principio a título de tímidas suposiciones, como hablaban, veían y pensaban aquellos seres. Cuanto más reflexionaba, más nítidamente se me presentaban las palabras de Vladimir Ilitich Ulianov sobre el hecho de que los seres racionales de otros planetas pueden ser totalmente otros y en absoluto parecidos a los hombres. Ulianov había expresado aquella idea en el año 1916. Su lúcido espíritu había comprendido lo que muchos no son capaces aún de ver en nuestra época.

Más tarde, en las notas que le había remitido el Viejo, Lanskoi encontró copiadas esas frases de Vladimir Ulianov:
«Se puede admitir perfectamente la existencia, sobre otros planetas del sistema solar y en otros lugares del Universo, de la vida y de seres racionales. Es posible que, en función de la fuerza de gravedad de un determinado planeta, de su atmósfera y de otras condiciones específicas, esos seres inteligentes perciban el mundo exterior por sentidos que difieran considerablemente de los nuestros.
»Recordemos que, hasta estos últimos tiempos, se creía que la vida era imposible en las profundidades marinas, donde la presión del agua es enorme. Ahora ha quedado demostrado que diversas especies de peces y multitud de otros seres vivos se han adaptado a la vida en el fondo de los océanos. Allí, los órganos táctiles reemplazan a los ojos, otros iluminan su camino por medio de ojos orgánicos luminosos».
—Tenía la impresión —continuó Chevtsov— de haberme vuelto más maduro, más experimentado, más sabio. Pero lo esencial era el sentimiento de mi responsabilidad. Hacía aproximadamente veinte meses (en tiempo de la astronave) que el «Poisk» había abandonado la Tierra. Durante veinte meses me había esforzado en no pensar en la Tierra. Primero fue la batalla contra el polvo negro, después… Me parecía que sería más fuerte si me esforzaba en no pensar en mi planeta. Había dejado de escuchar música y de leer microfilms. Había incluso hallado una justificación teórica para ello: me había persuadido que era preciso concentrarme sobre el trabajo inmediatamente.
Había sido un error. Mis primeras acciones en aquel planeta habían sido igualmente un error. Como hombre podía actuar así, ¡pero como representante de la humanidad no, tres veces no!
Hace medio siglo, se incluyeron a este respecto en los libros de órdenes de las astronaves una serie de instrucciones especiales reunidas bajo el título: «Instrucciones en caso de encuentro con otros seres racionales». Allí podía leerse: «es preciso observar la más grande de las prudencias, ya que incluso el mejor astronauta puede ser un mal psicólogo». Las instrucciones ordenaban al capitán de una nave que hallara seres inteligentes el abandonar el planeta a la menor complicación que se presentara. Era una medida severa, pero necesaria…
El «Poisk» se había posado sobre un planeta; este planeta estaba habitado por seres inteligentes; era un mundo extraño, y las relaciones entre estos dos mundos dependían de un solo hombre… En una situación tan compleja como ésta los errores son casi inevitables, sobre todo si el hombre está fatigado o enfermo.
Habitualmente nosotros, los astronautas, nos encogemos de hombros al recordar esas antiguas instrucciones. Quizás a causa de la sed de descubrimientos, quizá también por ligereza; vistos desde lejos, los problemas no parecen demasiado difíciles. Quizá también interviniera en esto la antigua tradición literaria: los astronautas de las novelas llegaban a los otros mundos con una facilidad pasmosa. Pero cuando, primero entre los hombres, encontré otros seres racionales en otro mundo, comprendí —aunque, debo confesarlo, no inmediatamente— toda la sabiduría de aquellas instrucciones de hacía cincuenta años.
Sólo un cúmulo de afortunadas circunstancias había impedido una catástrofe. Yo no sabía lo que estaba ocurriendo en aquellos bosques de árboles espirales. No suponía lo que aquel ser sorprendente, aquel fantasma, juzgaría sobre lo que había visto de la historia de la humanidad… A cada paso me veía asaltado por lo más insospechado. Por ejemplo, supe después que el fantasma podía leer mis pensamientos… al menos aquella parte de mis pensamientos que podían expresarse mediante imágenes visuales.
Comprender los errores no es ponerles remedio. Yo había comprendido bastante, pero aún no había reparado nada.
El «Poisk» permaneció en el planeta.
Las circunstancias eran tales que era ya demasiado tarde para echarse atrás. De todos modos no podía batirme en retirada precipitadamente, sin haber hecho al menos una tentativa para llegar antes a una comprensión.
Esperé en la cabina, delante de la telepantalla; pensé en la Tierra, y experimenté una sorprendente serenidad.
Al cabo de seis horas el fantasma volvió. Oí sus pasos y descendí a la sala de descanso. Se acercó al sillón y dijo:
—No ruines… desafortunados.
Pero aún no había comprendido totalmente. Aunque, por la parte de la historia humana que él había visto, su conclusión no podía haber sido más justa. Ahora no me quedaba otra salida que volver a pasar el mismo film. Y esto es lo que hice, desde el principio. Sí, la humanidad había sido desgraciada, débil, ignorante y huraña. Que viera ahora en qué se había convertido.
Lo vio.
Vio los primeros tractores sobre los campos colectivos, la partida de los primeros navíos espaciales, la obstinación con que los hombres asaltaban las selvas desconocidas y las estepas inhospitalarias y los desiertos áridos. El planeta era una cantera inmensa: las explosiones nucleares subterráneas ponían al descubierto filones de metales precisos; las erupciones volcánicas dirigidas hacían surgir nuevas islas del fondo de los océanos, levantaban nuevas cadenas de montañas y segaban las antiguas; los navíos cósmicos emprendían sus vuelos hacia las estrellas despreciando los peligros y las distancias.
El fantasma callaba. Le pregunté algo, pero no respondió. Sus ojos miraban la pantalla, oscura ahora. Una vez solamente levantó la cabeza, como para hacer una pregunta, pero no dijo nada y cayó de nuevo en una especie de sopor. ¿En qué pensaba? ¿Había comprendido la historia de la humanidad? ¿Había modificado su prematura opinión con respecto a los hombres?
Pasó una hora antes de que volviéramos a hablar. Yo quería saber el nombre de aquel planeta y el de los seres que lo habitaban. Esto me era necesario para plantear otras preguntas. Pero el interrogatorio al que me entregué, pese a su extensión, no dio casi ningún resultado. En la lengua de aquellos fantasmas algunas palabras eran tan breves que era absolutamente imposible reproducirlas. Parecían un suspiro, un ligero soplo de brisa. Cuando me persuadí de ello intenté comprender al menos el sentido de las denominaciones. Después de maduras reflexiones, el fantasma dijo que su pueblo se llamaba «Los que ven el fondo de las cosas». ¿Comprende usted? A mi pregunta: «¿cómo se llaman aquí los seres racionales?» respondió: «Los que ven el fondo de las cosas», es decir, repitió simplemente el mismo concepto con otras palabras. Comprendí entonces que no podía decir otra cosa. Por ejemplo, ¿cómo explicar la palabra «hombre»? De todos modos, desde aquel momento llamé a aquellos seres los «Videntes».
Lo mismo, más o menos, ocurrió con los nombres propios. Lo que aprendí fue inesperado. Cambiaban a menudo de nombre. No sé por qué, pero era general. El nombre (actual) de mi Vidente significaba en nuestra lengua —si entendí bien— «Rayo». Aprendí algunos otros nombres: «Hoja roja», «Agua dulce», «Claro de Luna».
Fue peor aún con los nombres de los cuerpos celestes. Cuando conduje al Vidente a la escotilla y le mostré interrogativamente el cielo, respondió inmediatamente: «Sirio A y Sirio B». Esta erudición me dejó anonadado hasta que comprendí que el Vidente repetía pura y simplemente mis propias palabras. Me di cuenta de que la situación no tenía ninguna salida y le pedí que dijera al menos «Gran Sirio» y «Pequeño Sirio», aunque no fuera más que por eufonía. No rehusó. En lo que respecta al planeta, no fuimos más lejos que de la palabra «planeta». Y así quedó «Planeta».
De este modo no resultaba realmente fácil el hablar. No solamente porque Rayo comprendiera mal nuestra lengua, sino porque pensábamos, si se puede expresar así, sobre planos diferentes. Me daba cuenta de ello, aunque no sabía encontrar el porqué. Al fin pregunté: «¿Qué es lo que hubo, antes, en tu Planeta?».
El hombre sigue siendo hombre incluso en las circunstancias más inusitadas. Como todo ser humano, yo era orgulloso o presuntuoso, llámelo usted como quiera. Planteé la cuestión, y no pude por menos que añadir: «Muéstralo». Comprenda. Yo me sentía orgulloso de haber podido mostrar nuestro pasado, y estaba convencido de que él no podría hacer otro tanto con el suyo. Estaba seguro de que ellos no conocían nuestras técnicas.
Rayo me miró con sus rojizos ojos y respondió:
—Te mostraré.
—¿Dónde? ¿Cómo? —pregunté.
Sonrió.
—Es igual… aquí…
¿Ha visto usted nunca un proyector sobre el mar? Un punto brillante aparece en algún lugar, a lo lejos, un estrecho pincel se desliza sobre las olas, se acerca, se prolonga y, de pronto, te golpea en pleno rostro. Uno deja en aquel momento de percibir todo lo que le rodea, porque el punto brillante ha llenado todo el espacio. Rayo sonrió, dijo: «Es igual… aquí…», y en sus rojizos ojos parecidos a carbones ardientes apareció de pronto una aureola rosada que comenzó a prolongarse rápidamente, apagándolo todo como la luz de un proyector. No, no era exactamente todo. Aquella aureola rosácea no apagaba nada. Los rojizos ojos de Rayo se iluminaron realmente y empezaron a arrojar una luz movediza y centelleante. El velo luminoso era translúcido, y empecé a ver imágenes que se agitaban en él.
No sé quien inventó la expresión «transmisión del pensamiento». No soy especialista en biopsíquica. Pero me parece que es una expresión bastante desafortunada. No son los pensamientos los que deben transmitirse: el resultado sería muy confuso. Es preciso más bien transmitir imágenes visuales o palabras. En todo caso, los Videntes transmitían imágenes.
A través del vapor rosado sobre el que se sucedían estas imágenes podía ver todo lo que me rodeaba. Pero esto no distraía la atención. Pese a todo, muchas cosas me fueron incomprensibles, sobre todo teniendo en cuenta que la antigua historia de «Los que ven el fondo de las cosas» parecía ser confusa incluso para el propio Rayo. Tuve que adivinar. Ciertas cosas que parecía comprender se me escaparon a causa de la extrema rapidez del relato. En fin, incluso lo que era más comprensible resultaba completamente inhabitual a nuestro punto de vista.
Rayo no había visto más que un film estereoscópico. Esto había sido suficiente para que adoptara todo el complicado arsenal de los procedimientos cinematográficos: los primeros planos, los escorzos, las panorámicas, los fundidos… Rayo usaba todos estos procedimientos con bastante acierto, pero todo aquello me producía una sensación extraña.
Así, no he podido hacer más que conjeturas sobre la antigua historia de los Videntes. Las condiciones de vida de Planeta fueron probablemente muy duras, quizá más duras incluso que sobre la Tierra. Tal vez no más duras, sino más bien complejas. Más tarde me he inclinado por esta segunda idea. Por ejemplo, sobre la Tierra, las estaciones se repiten según un ciclo invariable. Sobre Planeta, el año era increíblemente largo (más de un siglo terrestre), y la sucesión de las estaciones era muy complicada, a veces incluso inesperada, Glaciaciones, sequías devastadoras, grandes migraciones animales habían sacudido a Planeta. Todo esto había influido en la evolución de los Videntes. Y no solamente esto. En la atmósfera terrestre, una capa de ozono detiene los funestos rayos ultravioletas. Allí, en Planeta, la radiación ultravioleta tenía una densidad mucho mayor, y el organismo de los Videntes había elaborado otro medio de defensa: la transparencia. Aquella transparencia era un arma en la lucha por la existencia: ayudaba a soportar los más tórridos calores, servía también para cazar y para escapar a los ataques de las fieras.
Poco a poco, la radiación había matado a todo lo que no era transparente. Sólo habían subsistido los Videntes y algunos animales, transparentes también. Aquello coincidió con un período de sensible modificación en la órbita de Planeta. Los fríos cesaron. Un clima casi uniforme se extendió de uno a otro polo. Los huracanes y las tempestades desaparecieron por siglos. Los árboles se curvaron bajo el peso de sus frutos. Desde entonces, los Videntes casi no tuvieron que preocuparse de su supervivencia. Ya no conocían el frío, habían olvidado lo que era el hambre.
Es imposible hablar de todo esto en unas pocas palabras. Es preciso volver atrás. Imagínese usted la sala de descanso del «Poisk». No he tenido aún tiempo de volver a su sitio la estereopantalla. Allá arriba, en la cabina, el cronómetro esparce su regular tic-tac. Estamos sentados uno frente al otro…
Estaban sentados uno frente al otro. El hombre llevaba un ligero traje blanco, el Vidente una capa azulada que había perdido casi enteramente su transparencia a la difusa luz de la astronave. El rostro de Rayo había adquirido unos contornos más precisos. Afilado, sin una arruga, la frente alta, parecía no tener edad: quizá fuera muy viejo, tal vez muy joven. No se movía; su enigmática sonrisa permanecía fija en su rostro.
El hombre no prestaba atención a aquella sonrisa. Miraba los ojos rojizos, divididos en una multitud de células cuadradas apenas discernibles. Unos rayos rosados escapaban de aquellos ojos y engendraban cuadros. A través del tejido aéreo de aquellos cuadros se apreciaba la estancia, con la pantalla estereoscópica, la máquina electrónica, la mesa, la biblioteca y el armario de microfilms. Arriba, el cronómetro dejaba oír su tic-tac regular. El altoparlante de la estereopantalla zumbaba sostenidamente. El hombre no le prestaba atención. La historia de Planeta y de los Videntes le hacía olvidar todo.
Era una historia extraña. Podía decirse que la naturaleza había emprendido una sorprendente empresa. Como resultado de un concurso de circunstancias extremadamente raro, a partir de un determinado momento y durante largos milenios, la vida de los Videntes no había conocido casi la necesidad de trabajar. La evolución, entonces, se detuvo. El estimulante material que es la lucha por la existencia dejó de entrar en juego, y el estimulante espiritual que es el deseo de conocer, de transformar y de crear, aún no había aparecido.
Desde que un cambio de órbita había transformado el planeta en un jardín eternamente en flor, los Videntes no se habían tenido que preocupar más por su alimentación; la encontraban en abundancia en los campos, las estepas y los bosques donde un clima fecundo, sin frío y sin tormentas, se había instalado para siempre, a la luz de los dos soles. Quizá fuera efecto de las radiaciones, quizás intervinieran también otras causas, pero desde entonces el número de Videntes había aumentado muy lentamente y ellos nunca habían sentido la falta de nada más.
El tiempo transcurría así.
El trabajo, el duro, absorbente y magnífico trabajo que ha creado al hombre, creó también a los antepasados de los Videntes, pero había sido olvidado. Los frutos procuraban una abundante alimentación, las hojas gigantes procuraban los vestidos. Con los troncos de los árboles se construían ligeros abrigos, que hacían las veces de casas. Sólo algunas ramas del conocimiento continuaban desarrollándose entre los Videntes, y se perfeccionaban. Los Videntes debían defenderse contra las enfermedades, y la medicina había conocido el mayor auge. Los Videntes combatían a las fieras que habían sobrevivido, pero no lo hacían con las armas; usaban su fuerza de sugestión y su aptitud de someter a los animales a su voluntad, que la evolución había reforzado.
El análisis lógico conoció un desarrollo extraordinario. La lucha por la existencia ya no estimulaba el pensamiento de los Videntes, pero éste continuaba su desarrollo gracias a la inercia adquirida. Los Videntes se ejercitaban con juegos lógicos, incomparablemente mucho más complicados que nuestro ajedrez, más abstractos, más alejados aún de la realidad. El arte se había perfeccionado, principalmente la música y el canto, ya que la pintura y la escultura no eran adecuados a aquel mundo de colores cambiantes.
Las generaciones se sucedían a las generaciones. El trabajo no reunía a los Videntes, y éstos estaban dispersos, encerrados en sí mismos. Como una borrasca aún lejana pero ineluctable, la expiación se acercaba. Por momentos, los Videntes buscaban aún algo que cambiar. Una fuerza acumulada desde tiempo hervía en ellos, buscando en vano una salida…
Chevtsov continuó:
—En aquel momento me cubrí los ojos con la mano y supliqué a Rayo que se detuviera. Comprenda, los Videntes, por lo que podía juzgarlos, no daban la impresión de ser un pueblo fuerte y dotado de voluntad. Eran indolentes, apáticos. Se lo hice ver a Rayo. Comprendió, sonrió y dijo:
—Ahora… sí… puesto que… moriremos… Pensé que hacía alusión a una degeneración progresiva consecutiva a la desaparición del trabajo. Le pregunté si lo había comprendido bien. Dijo:
—No… no hay nada que hacer… Sabemos… Fue de aquella manera que me convencí de golpe de que, efectivamente, sabían.
La pantalla se oscureció por dos veces, la imagen se volvió inestable y desapareció. Casi inmediatamente una fuerte voz resonó en la sala:
—Ingeniero Tessem, ingeniero Tessem, un golpe de viento ha destruido el sexto bloque de antenas antimeteoritos.
Tessem conectó la luz y dijo a Lanskoi:
—He aquí por qué el enlace con el «Okean» se ha cortado.
Lanskoi no respondió. Sus pensamientos eran tardos en volver a lo que pasaba en la Tierra, igual a cuando uno es despertado sobresaltadamente: los ojos se abren antes de que el sueño haya desaparecido por completo.
Tessem miró en silencio su reloj. Al cabo de cinco minutos la misma voz, que a Lanskoi le pareció jovial, dijo:
—Ingeniero Tessem, el bloque seis ha golpeado otras antenas. Tres de ellas se han ido al diablo… El enlace se ha cortado con las astronaves «Izoumroud»[5], «Okean» y «Lena». Acudimos a ver lo ocurrido.
Tessem respondió brevemente:
—Bien.
Lanskoi preguntó:
—¿Es muy joven?
—En absoluto —Tessem sacudió la cabeza—. Cincuenta y seis años. Es Gaylord, mi adjunto. Un buen tipo.
Reflexionó unos instantes, y añadió:
—Subamos. No intervengo nunca cuando es Gaylord quien dirige, pero creo que le gustará verlo.
La sala encristalada estaba hundida en la oscuridad, vibrando bajo el asalto de la tormenta. Con prolongados gemidos, el viento cazaba los enormes nubarrones desgarrados, cruzados por las líneas violetas de los relámpagos, que arremetían como una muralla de turbulenta espuma.
El haz de los proyectores atravesaba a duras penas el caos de nubes, agua y viento. Sin embargo, en el caos había hombres. Sus frágiles siluetas se destacaban sobre el pincel de los proyectores, para desaparecer después en las tinieblas.
—¿Peligroso? —preguntó Lanskoi.
El grito desgarrado de la tormenta atravesaba los gruesos muros de cristal y cubría su voz. Lanskoi repitió:
—¿Es peligroso?
—¡Sí! —gritó Tessem—. Pero es preciso restablecer el enlace. Debemos transmitir a las astronaves los datos necesarios para sus cálculos de navegación.
Lanskoi no preguntó más. Miraba las pequeñas formas trepar a lo largo de invisibles escaleras. Las oscuras nubes engullían a los hombres, pero reaparecían luego entre los intersticios y subían más alto, siempre más alto.
Lanskoi escuchaba el rugido continuo de la tormenta; pensaba que el Viejo había tenido razón en enviarle a escuchar a Chevtsov. Ahora comprendía por qué había venido. No para esculpir un relato de aventuras, no para hacer la descripción exótica de otro mundo. Lo esencial estaba más allá. Como el viajero que sube una montaña, sin ver durante largo tiempo nada más que las piedras del camino, y que descubre de pronto al llegar a la cima una extensión inmensa que abarca hasta el lejano horizonte, igual descubrió Lanskoi, tras los detalles del relato que había escuchado, lo que había de grande y esencial.
Dos mundos se habían encontrado. Uno de ellos había olvidado desde la infancia lo que era el trabajo. Su vida se había vuelto súbitamente fácil e insustancial ya que la naturaleza, gracias al concurso de circunstancias excepcionales, había subvenido a sus necesidades. El otro mundo había pasado por la ruda escuela de la lucha contra la naturaleza.
Uno de ellos ignoraba desde hacía tiempo la tristeza y el infortunio. Era bueno, tierno y sublime, y tenía el alma pura de un niño. El otro había conocido durante siglos el combate sin tregua del bien y del mal, había sufrido multitud de enfermedades, pero había sobrevivido y era ahora fuerte y bien templado.
El primer mundo vivía de la generosidad de la naturaleza, y aquella generosidad se había derramado durante milenios. Durante milenios, el segundo no había recibido más que migajas miserables, hasta llegar un día en que, dominada la naturaleza, hubiera podido decir: «Ya basta. Ahora tengo todo lo que me hace falta». Sin embargo, en este día había dicho: «De ahora en adelante ya no tengo que preocuparme por mi existencia. Tanto mejor, ahora podré avanzar mucho más aprisa que nunca».
El primero vivía una fiesta sin fin y, por consiguiente, agotadora. El otro había llegado también al final a la fiesta perpetua, pero era una fiesta particular donde las victorias del trabajo y del pensamiento eran los más anhelados triunfos, donde la mayor felicidad humana era el trabajo que convertía el universo en un impulso vertiginoso.
Si uno de los dos mundos esperaba su fin ineluctable en el momento en que la naturaleza cesara de proveerle generosamente, el otro mundo no esperaba ya nada de la caridad de la naturaleza; estaba presto para lanzar su desafío al sol, a las estrellas, al universo entero.
Fue en aquella sala encristalada, en la cima de la Torre de Comunicaciones Estelares, que Lanskoi tuvo por primera vez la idea de que detrás de cada hombre, detrás de cada una de aquellas frágiles siluetas, había millones de años de historia humana. La lucha ha sido dura, a veces cruel, pero ha templado al hombre y le ha enseñado a ir siempre hacia delante.
TERCERA PARTE
LOS HOMBRES Y LAS ESTRELLAS
Nosotros,
nosotros levantamos tormentas en el sol,
danza colosal de protuberancias.
Pertenece a la humana naturaleza
obrar sobre todo lo que nos rodea.
Ya que uno sobre el otro
de una o de otra manera
todos los cuerpos celestes actúan entre ellos.
Y siento que la Tierra influye
sobre el destino del sol y el curso de los cielos.
L. MARTYNOV
Las antenas fueron reparadas por la mañana. Durante el día, se produjo un episodio que Lanskoi recordaría más tarde con una mezcla de disgusto y de alegría. El viento había amainado y el reaplano regular había traído a la Estación de Comunicaciones Estelares a un escultor de Barcelona. Muchos escultores jóvenes venían a menudo a ver a Lanskoi, y esto no le sorprendía. Pero el español no era joven, lucía un marcial bigote de pirata y se distinguía por una delicadeza absolutamente inverosímil.
El encuentro tuvo lugar en la sala de reposo, donde Lanskoi estaba conversando con Tessem y Gaylord. Después de interminables excusas, el escultor expuso el objeto de su visita. Lanskoi creyó al principio haber entendido mal. En frases escogidas y bordadas con cumplidos, el escultor anunció que había hecho un descubrimiento que iba a revolucionar las artes. «Las estatuas de piedra son pesadas —dijo—; son supervivencias de la barbarie». Él había encontrado un nuevo material, hermosísimo, gracias al cual el escultor menos dotado podría realizar verdaderas obras de arte.
El nuevo material era una materia plástica dorada que se trabajaba al buril. Tenía con la misma fortuna las cualidades del mármol y del bronce. El escultor mostró algunas estatuas: el material era realmente interesante. Naturalmente, las Bellas Artes no sufrirían una revolución por aquel descubrimiento, pero aquella materia plástica podía rendir grandes servicios en muchos trabajos de escultura y de decoración.
Lanskoi había escuchado a su visitante con atención. Tessem había hecho algunas preguntas sobre la tecnología de la fabricación de la nueva materia. Otros ingenieros se habían aproximado a la mesa en torno de la cual se producía la conversación. El escultor interpretó este interés a su manera, la delicadeza se volvió gradualmente afectación, y los cumplidos a sus interlocutores dejaron sitio a la jactancia.
Lanskoi miraba a su colega, y pensaba que los hombres estaban aún lejos de haberse desembarazado de enfermedades del pasado como la suficiencia, la presunción o la vanidad, sin hablar simplemente de la estupidez.
—¿Sabe usted —dijo—, que yo también he inventado un nuevo material?
—¿Un nuevo material? —se inquietó el hombre—. ¿Cuál es su composición?
Lanskoi reflexionó un momento y dijo:
—¿Su composición? Muy simple: dos T.
El escultor, desconcertado, tironeó sus bigotes de pirata.
—Dos T —repitió Lanskoi—. Voy a mostrárselo.
Pidió que se le trajera una piedra —no importaba de qué material— y los utensilios del Viejo, que estaban en su habitación. El recién llegado permanecía silencioso, sin imaginar lo que iba a suceder. Llegaron los utensilios y la piedra, una caliza gris claro, húmeda aún de nieve fundida.
Habitualmente, Lanskoi meditaba largamente el tema de cada una de sus obras, seleccionando cuidadosamente los modelos, esforzándose en representarse por anticipado hasta los más pequeños detalles de la obra terminada. Esta vez sin embargo hizo todo lo contrario. Se sintió asaltado por un impulso irresistible y lo olvidó todo: que había allí un escultor con bigotes de corsario, que no estaba en su taller y que la piedra era inadecuada, muy inadecuada.
La vida de un escultor se cuenta en decenios y su trabajo en años, si no se tienen en consideración más que los momentos que le son consagrados directamente. Pero estos accesos de inspiración son muy raros, tomados todos juntos no ocupan más que algunas semanas, algunos días, quizá algunas horas tan sólo, en toda una vida.
Lanskoi trabajaba con una rapidez febril. Fue una verdadera cascada de hallazgos, de trazos de luz y de descubrimientos admirables. Su pensamiento iba por delante de su mano, y el ritmo desenfrenado de su creación no le impedía ver claramente hacia donde iba. Era la hora estelar del arte, y la aprovechaba, realizando sin vacilar lo que en otros tiempos hubiera pensado largamente.
Una cabeza de hombre levantada hacia el cielo empezaba a surgir de la piedra. Su rostro no se parecía en nada al de Chevtsov, excepto por su mirada inteligente y tranquila y por una cierta dureza de las facciones. Quizá se podría hallar en aquella figura algo de la descuidada temeridad de Gaylord y de la viril belleza de Tessem. Pero lo esencial era que aquel rostro estaba tendido hacia adelante, se apreciaba que siempre miraría al frente, fuera lo que fuese lo que llegara. «Tú puedes cambiar el destino de los planetas —murmuraba Lanskoi—, tú lo puedes… Yo te veo así…». Bajo el aspecto de un hombre, era toda la fuerza sin límites de la humanidad la que aparecía.
Lanskoi no se ocupaba de los detalles. Lo que estaba haciendo parecía un esbozo rápido, un estudio para algo grande e importante. Y cuando, infinitamente relajado, abandonó la piedra, comprendió que lo que había hallado era, por encima de todas las demás cosas, el camino que debía tomar. Después pensó que la piedra era realmente poco adecuada, demasiado blanda y porosa…
El escultor con bigotes de pirata había desaparecido. No quedaba en la sala más que Gaylord, que se había instalado cerca de la estufa eléctrica. Se levantó.
—¿Qué significan las dos T?
Lanskoi sonrió ligeramente.
—¿Las dos T? Trabajo y Tesón.
Gaylord bajó la cabeza.
—Bien, se ha dejado una. Son tres T las que faltan: añádale Talento.
Más tarde, Lanskoi escribió en su diario:
«No me sorprende que Chevtsov, ingeniero y astronauta, ame la poesía, o más exactamente viva como un poeta. Su percepción del mundo y de las cosas es poética. Me he dicho: “La poesía es la hermana de la astronomía”, y me he sentido satisfecho con ello. Pero esto no es más que una frase general, un esbozo de pensamiento. Hoy he comprendido que, simplemente, la verdadera poesía y la ciencia más elevada son una sola y misma cosa. En el conocimiento hay poesía, y en la poesía hay conocimiento. El sabio y el poeta necesitan, ambos, el concurso de la imaginación. Piensan en lo mismo: en las leyes de la vida.
Los titanes del Renacimiento sabían reunir el arte y la ciencia. El sabio Vinci no era menos grande que el pintor Leonardo. Miguel Ángel, autor de estatuas y de frescos inmortales, era asimismo un ingeniero militar. En aquella época el arte necesitaba de la ciencia para aprender a conocer la naturaleza. En nuestros días, la ciencia tiene necesidad del arte para sentir más profundamente la naturaleza que debe transformar. La ciencia sin arte es como un edificio sin ventanas. No se puede vivir en un edificio así; te protege de la intemperie, pero son necesarias las ventanas para poder ver la belleza del mundo alrededor. Son necesarias ventanas para que penetren los rayos de luz y de calor. Recuerdo un poema…
Al romper mis cadenas, yo me puse en camino.
—¿Dónde vas? —A la conquista de un mundo nuevo.
—¿No hay bastante belleza a tu alrededor?
¿El ruido de los mares y el brillo de las estrellas?
Mi camino, amigo, no abandona el universo;
ni los sonidos del aire y el silencio del mar
quedan fuera del camino que yo tomo;
miles de lazos me atan a la tierra.
El mundo que yo busco ha de salir de mi alma;
debe abrazarla en fin y unirse al fin con ella
para que su océano bulla impetuoso en mi seno
y para que su ser se anime a mi soplo.
He leído bastantes libros de anticipación. En ellos se predice una multitud de novedades técnicas… hasta duchas eléctricas. Pero los hombres no se difieren prácticamente en ellos de nuestros contemporáneos. ¿Quizá es porque los escritores no se preocupan más que por la técnica? Yo soy escultor. Yo no puedo modelar un grupo de máquinas y decir: «¡Mirad, he aquí el futuro!». Necesito hombres. Un nuevo rostro humano me importa mil veces más que todos los electromóviles y la duchas eléctricas del mundo.
He leído un libro donde los hombres del futuro se distinguen principalmente por la abundancia de términos científicos y técnicos que utilizan. Pienso que todo ocurrirá de otro modo, y que el lenguaje humano estará cada vez más y más impregnado de poesía, tomando la palabra poesía en su acepción más amplia. De acuerdo, los hombres del futuro comprenderán mejor que nosotros la esencia de los fenómenos, la ciencia doblará y triplicará la fuerza de la visión científica de la humanidad. Pero el arte decuplicará la fuerza de percepción poética de los fenómenos.
El hombre del futuro será poeta y sabio. Más precisamente aún, será las dos cosas a la vez, puesto que más allá de un cierto límite las dos nociones no serán más que una sola.
Estoy hablando de los hombres, pero pienso en los Videntes. Chevtsov no ha terminado aún su relato, pero me parece ya que «Los que ven el fondo de las cosas» han perdido el derecho de llevar este nombre lleno de orgullo. Son los hombres quienes ven el fondo de las cosas. Ociosidad y sabiduría no pueden ir a la par.
Los primeros hombres, según la Biblia, fueron arrojados del paraíso y obligados a trabajar. El trabajo era un castigo. Y he aquí que la naturaleza se ha lanzado en el planeta de los Videntes a una gran experiencia. Estos seres han seguido en el paraíso; han olvidado casi completamente el trabajo y esto los ha conducido a fin de cuentas al borde del abismo. No podía ser de otra manera. El trabajo no solamente ha humanizado a nuestros antiguos predecesores, sino que continúa aún formando al hombre.
Estoy en la Estación de Comunicaciones Estelares. Las condiciones del trabajo hacen que aquí reine el silencio y casi el desierto. Pero la radio concentra aquí las voces de la Tierra, de los planetas y de las naves estelares, el anuncio de los descubrimientos, los informes de las grandes empresas de nuestra época, los deseos y los sueños de nuestros contemporáneos. Los pocos hombres que viven aquí detectan en cierto modo el pulso de la humanidad. El espíritu del tiempo sopla en las torres de la Estación. Es el espíritu del trabajo vuelto necesario como el aire y deseado como el amor…».
Aquel día, Tessem se reunió con Lanskoi en la sala de televisión y le dijo:
—Es preciso esperar. Estamos emitiendo en este momento para dos astronaves que regresan a la Tierra. Si lo desea, podemos quedarnos aquí.
Se sentaron al lado de la pantalla y el ingeniero preguntó al artista lo que pensaba hacer con el busto del astronauta.
—No lo sé —respondió Lanskoi—. No siento deseos de llevármelo. Si no le parece demasiado malo, puede quedarse aquí.
Tessem estrechó sin decir nada la mano del escultor. Lanskoi sonrió:
—Dejándoselo, lo salvo de las críticas.
—Al contrario —Tessem se echó a reír—, se le verá ahora desde todas las astronaves. Y es allí donde hay los críticos más severos.
—Estaba pensando en los Videntes —dijo Lanskoi cambiando el tema de la conversación—. A su juicio, ¿cuál es su régimen social?
—No tienen ninguno —respondió el ingeniero sin vacilar.
Lanskoi lo miró, asombrado.
—De hecho, no tienen verdaderamente ninguno —repitió Tessem—. Hubo un tiempo en el que la sociedad de los Videntes evolucionaba casi como la de los hombres. El trabajo había creado hombres razonables. La comunidad primitiva se formó. Pero fue en esta etapa que el trabajo desapareció de la vida y de la sociedad. El desarrollo se detuvo. Los Videntes no han conocido ni la esclavitud ni el feudalismo… Incluso el régimen socialista primitivo empezó a descomponerse. Lo que es la cima de la sociedad, el trabajo en común, había desaparecido.
—Pese a todo, no puede decirse que haya cesado todo desarrollo —observó Lanskoi—. Los Videntes han tenido que construir sus refugios, combatir a las fieras…
—Esto es muy poca cosa —respondió Tessem encogiéndose de hombros—. No es más que una apariencia de trabajo. ¿Es que los animales no construyen también sus refugios y combaten a las fieras? La sociedad humana no se desarrolla más que con el trabajo humano, la producción. Los Videntes son como niños, niños superdotados («extremadamente superdotados», interrumpió Lanskoi) que jamás aprenderán a trabajar y que nunca llegarán a ser adultos. Pero es la hora…
Tessem conectó el altoparlante y el crepitar de las descargas invadió la estancia. Lanskoi creyó entender en ellas la voz del universo: el ruido de las lejanas estrellas, el oleaje de las ondas electromagnéticas que recorrían el vacío desde hacía millones de años. Después el crepitar amenguó, vencido por la voz del hombre.
—Es preciso encontrar una solución —dijo Chevtsov—. El «Okean» ha entrado en la zona de campos electromagnéticos, los parásitos se multiplican. Vamos a hacer lo siguiente: le contaré solamente lo esencial. Si usted desea ampliar algunas cuestiones técnicas, pregúntele a Tessem: él le sabrá contestar.
En realidad, sería preciso que le contara en seguida el final de la historia y volver después sobre los detalles, caso de tener tiempo. Pero voy a intentar proceder cronológicamente. Además, ya ni siquiera recuerdo exactamente el orden en que fui descubriendo los detalles de aquel nuevo mundo.
Rayo aprendía nuestro lenguaje con una rapidez sorprendente. A cada momento podía plantearle cuestiones más y más generales; era como una reacción en cadena.
Pero es preciso que primero le hable con detalle de los ojos de Rayo. Ya le he dicho que su color cambiaba: tan pronto eran rosados como rojos, y de tiempo en tiempo sobre aquel fondo pasaban como chispas, tan pronto oscuras como iluminadas; cuanto más intensamente pensaba Rayo, mayor cantidad de destellos había, Cuando me esperaba, cerca de la nave, apenas se advertía alguno, pero cuando hablábamos su número aumentaba fuertemente y se advertían más definidas.
La conciencia que tenía de ver así como se efectuaba el trabajo del pensamiento me emocionaba.
Aún un detalle: en el curso de la más intensa reflexión, los destellos de los ojos de Rayo acudían de alguna manera por oleadas, y su brillo variaba según algún ritmo interior, o más exactamente según varios ritmos, como pude convencerme muy rápidamente.
He dicho ya que los Videntes poseían profundos conocimientos en medicina. Naturalmente, eran conocimientos de un género muy particular. Su medicina recordaba hasta un cierto punto nuestras medicinas populares orientales, las de la China e India por ejemplo.
Cuando me transmitía sus pensamientos, Rayo me miraba a los ojos. Es sin duda por mis ojos que se dio cuenta de que mi salud dejaba que desear.
Me dijo:
—Es preciso reparar…
No conocía aún la palabra «curar». Pero le comprendí y pregunté:
—¿Cómo?
Rayo se acercó a mí y vi los destellos burbujear en sus ojos. Debo reconocer que no sentía ningún deseo de ser «reparado» por un ser que no tenía más que muy vagas nociones sobre anatomía, psicología y enfermedades del hombre. Intenté apartarme, pero no pude. El ritmo de los destellos, ordinariamente desigual y fluctuante, se había vuelto repentinamente nítido y rápido. Parecía como si torbellinos de fuego hubieran entrado en rotación en los ojos de Rayo. Aquello hipnotizaba, paralizaba los movimientos, aletargaba la mente…
No sé cuánto tiempo duró aquel sorprendente torpor. Los destellos se espaciaron, su ritmo se modificó. Rayo estaba sentado en el sillón y, como siempre, sonreía enigmáticamente. Sentí de pronto que el malestar había pasado. Mi percepción era más clara, la fatiga había desaparecido, me sentí invadido por un intenso deseo de vivir.
Quise saber cómo se había producido todo aquello, y empecé a enumerar diversos procedimientos de cura, explicando brevemente en qué consistían. Rayo respondía con una sola palabra:
—No… no…
No fue hasta que hube casi agotado todos mis conocimientos médicos que dijo:
—Sí… esto es… acupuntura.
Naturalmente, los Videntes no comprendían que la acupuntura amplifica las biocorrientes. No sabían ni siquiera lo que son las biocorrientes, esas corrientes eléctricas que acompañan toda actividad vital. Como los curanderos chinos, que observaron hace cuatro mil años que las enfermedades se curaban a veces por punzadas accidentales, los Videntes habían procedido siguiendo un camino puramente empírico. Pero habían llegado muy lejos en esta dirección…
Me resulta difícil hacerle comprender hasta qué punto me sentía bien. Desde hacía meses, había como una especie de vidrio deslustrado entre yo y el mundo exterior, y he aquí que este vidrio se había roto al fin. Podía reflexionar ahora con todos mis sentidos.
El «Poisk» debía permanecer aún cerca de trescientas horas sobre el planeta. La puerta permaneció abierta durante todo el tiempo. Algunos Videntes subieron a la nave. En algunos momentos me sentía asustado. Desde la cabina de pilotaje contemplaba aquellas formas fantasmagóricas errar por la sala de descanso. Algunos destellos blancos brillaban en sus rojizos ojos. Debo decir que, en estado normal, hay pocos destellos en los ojos de los Videntes. Hace sin duda mucho tiempo que su pensamiento ha cesado de estar en constante actividad. Su mirada era un poco vacía, indiferente. Pero aquí, en la nave, los Videntes pensaban activamente. En qué, lo ignoraba. No intentaban hablarme: venían, y se marchaban. Rayo era el único que se comportaba de otro modo. Se distinguía de una manera general de los otros Videntes. Se dirigían a él, no con deferencia, sino más bien con una cierta circunspección. Cuando le hablé de ello me respondió: «Vivo mucho».
Se lo pregunté más adelante, y así supe que los Videntes viven alrededor de unos cuatrocientos años terrestres. Sus grupos de refugios (no existen allí ciudades) corresponden a una generación. Cada generación, cuando llega a la edad adulta, abandona su grupo para ir a fundar uno nuevo. El grupo al lado del cual se había posado el «Poisk» era muy joven: los Videntes que lo habitaban tenían alrededor de los ochenta años. Rayo procedía de un grupo de ancianos. Si comprendí bien debía tener alrededor de los trescientos treinta años. Las diferencias de edad explicaban también las diferencias de actitud con respecto a la catástrofe que se aproximaba. Para Rayo no tendría ninguna consecuencia, pero amenazaba a los jóvenes de muerte.
Interrogué a Rayo sobre esta catástrofe. En vano. Se hundía en una sombría meditación y no respondía…
Quizá hubiera debido abandonar la nave por algún tiempo. Pero ¿qué me hubiera reportado esto? No tenía nada nuevo que aprender. Conocía las condiciones de vida del planeta. Había encontrado a los Videntes y aprendido las grandes líneas de su historia. Tenía los datos registrados por los aparatos del «Otkryvatel» y mi principal tarea era ahora comunicar esos informes a la Tierra. Una expedición bien equipada iría hasta allí, comprendiendo no a un hombre solo sino a centenares de personas especialmente entrenadas.
Otra consideración me retenía en la nave. ¡Hasta dónde podía ir? ¿Treinta, cincuenta, cien kilómetros? Rayo me había mostrado su planeta, y esto me había hecho efectuar el más rápido de los viajes. En la aureola rosada de sus ojos había aparecido el batir del mar al pie de los verdes riscos, los interminables bosques de árboles en espiral, las montañas cubiertas de plantas translúcidas que recordaban de lejos a los cactus, y las ruinas de antiguos edificios de extraordinarias columnas en espiral.
Sí, ruinas, nada más que ruinas… Un soplo de descomposición había pasado por aquel mundo, y la vida se había detenido en un estadio muy primitivo.
El mundo de los Videntes se parecía a un hombre adulto que no hubiera tenido ninguna ocupación desde la infancia. Los juegos ya no le satisfacían, pero no había cedido al trabajo. Ésta era su tragedia.
Desgraciadamente, era imposible fijar sobre película lo que me mostraba Rayo. Tampoco podía fotografiar a los Videntes. El vuelo del «Poisk» había sido concebido como un crucero experimental, el aterrizaje sobre Planeta había sido un hecho imprevisto y no disponía de aparatos fotográficos. En cuanto al astrógrafo, no podía servir para otra cosa que para fotografiar las estrellas.
Los primeros días pensé en llevarme a la Tierra algunos objetos característicos de la civilización de los Videntes. No esperaba naturalmente encontrar scooters atómicos o planeadores individuales. ¡Pero libros! ¿Cómo transmitir sin ellos los conocimientos acumulados? Y sin embargo, no existían libros.
Los Videntes no conocían los libros. Es más, no los conocían desde hacía muchísimo tiempo. En realidad no los necesitaban. Su memoria reemplazaba a miles y quizás decenas o centenas de miles de volúmenes. Todo lo que los Videntes escuchaban o veían, aunque sólo fuera una vez, permanecía fijado en su memoria por toda su vida. No olvidaban nada, no confundían nada.
Reflexionando sobre todo esto, llegué a la conclusión de que las condiciones de vida habían tenido que ser antiguamente mucho más duras y complejas sobre Planeta que sobre la Tierra. Era esto lo que había determinado el alto desarrollo de los antepasados de los Videntes. El hombre ha empezado a reinar sobre la Tierra cuando aún su cerebro y sus manos no se distinguían mucho de los de los antropomorfos. Había tenido que ser muy distinto en Planeta. Los bruscos cambios de clima habían complicado la lucha por la existencia. Una débil diferencia en el desarrollo del cerebro y las manos podía aventajar a los animales, después de uno de estos cambios. Los antepasados de los Videntes se habían convertido en los amos de Planeta después de una larga lucha que había aguzado su espíritu. Por lo que creí comprender de las explicaciones de Rayo, los animales estaban mucho más evolucionados aquí que en la Tierra, y los primeros seres racionales lo fueron pues igualmente.
Cuando le hablé de todo esto a Rayo, sonrió y dijo:
—Hace mucho tiempo de eso. Ahora nos hacemos a nosotros mismos…
Me explicó largamente cómo «hacían». Por lo que comprendí —aunque estoy muy lejos de haberlo comprendido todo— existía un sistema de desarrollo y de fijación de la memoria que hacía uso de la sugestión y de la acupuntura para estimular el funcionamiento de los centros cerebrales. Pero lo esencial era que todo esto se efectuaba por inercia, lo que constituía un aspecto más de la tragedia.
Sea lo que fuera, la memoria de los Videntes le dejaba a uno estupefacto. Una vez, Rayo reprodujo con la mayor exactitud un fragmento del estereofilm que le había mostrado el día de nuestro primer encuentro. Imágenes familiares aparecieron en la aureola rosácea proyectada por los ojos de Rayo. Éste me preguntó inmediatamente:
—¿Los hombres… diferentes… de color?
Le expliqué detenidamente la existencia de varias razas humanas. No supe si él comprendió las razones de la formación de las diversas razas y de su fusión progresiva actual en una sola raza humana, pero no volvió a preguntar más al respecto.
Debo decir que hay algunas cosas, incluso muy simples, que no he conseguido explicarle a Rayo. No quisiera emplear la palabra «estupidez», sería totalmente injusta. Pero los Videntes tenían ciertas limitaciones. Por ejemplo, necesité un gran esfuerzo para explicarle a Rayo lo que es y para lo que sirve un reloj, el más sencillo de los relojes. Lo tomaba por un ser vivo. Le regalé mi reloj, y mostró una alegría pueril. Observé que lo acariciaba: para él, seguía siendo un ser vivo…
Esta limitación se alió de la forma más sorprendente al increíble desarrollo de su pensamiento lógico. Los Videntes eran unos sabios, si se puede expresar así, en el dominio estricto de ciertas cuestiones. No conocían las máquinas, y no fui capaz de explicarle a Rayo la estructura de aparatos incluso de la más extrema simplicidad. Pero cuando le mostré el ajedrez, lo comprendió enteramente, instantáneamente, y me venció con facilidad, a pesar de que yo me hice ayudar por la máquina electrónica.
Intenté iniciar a Rayo en las matemáticas, y quedé maravillado por la rapidez con que las asimilaba. Al término de algunas horas se servía con facilidad de las integrales. Establecía nuevas fórmulas, buscaba nuevos procedimientos matemáticos. Pero me pareció que para él no era más que un juego lógico, más complejo solamente que el ajedrez.
Pensábamos en dos planos distintos. Quizá Rayo encontrara también que yo era a veces sorprendentemente limitado…

—Un día —siguió Chevtsov— ocurrió algo que en gran parte sigue siendo aún un enigma para mí. Una esfera de un blanco resplandeciente surgió de detrás de los árboles-espirales. Quizá tuviera un metro y medio de diámetro, y volaba a una altura de cinco a siete metros. Se movía lentamente, balanceándose ligeramente. En el primer momento me pareció que se trataba de un balón de caucho o de materia plástica como los que nosotros utilizamos para estudiar la atmósfera. ¡Pero la esfera iba contra el viento! No sabía en absoluto de qué se trataba, no sabía siquiera si la esfera era peligrosa y en qué grado. Pero algo en su comportamiento me puso en guardia.
Cuando descendí la escalerilla, después de haberme enfundado en mi escafandra de protección, la esfera giraba en torno a la nave. Era un espectáculo extraordinario. Aquella esfera se desplazaba como un ser vivo, examinando algo a los mismos pies del «Poisk», deteniéndose a intervalos como para observar y poniéndose después de nuevo en movimiento.
No, no era un ser vivo. Su superficie era idealmente lisa, sin la menor protuberancia ni la más pequeña abertura. No pude distinguir el menor detalle en aquella superficie casi parecida a la de un espejo. ¿Una planta? Pero sus movimientos evidenciaban, si puede expresarse así, un cierto orden. La esfera examinaba al «Poisk», y lo hacía muy racionalmente. Se detenía largamente en los lugares a los que yo mismo hubiera dedicado una especial atención, si hubiera visto por primera vez una nave de este tipo.
Ahora puedo hablar de ello tranquilamente, pero entonces no podía calmar la febril excitación que se iba apoderando de mí. Estaba claro que después de haber estudiado la nave la esfera se ocuparía de mí. Es por eso por lo que intentaba descubrir lo más pronto posible lo que representaba aquella misteriosa bola. Ni planta, ni animal… No quedaba más que una hipótesis admisible: se trataba de un aparato cibernético. Pero ¿de dónde venía y cuál era su objetivo? No había nada que me permitiera responder a estas cuestiones. Naturalmente, no había sido fabricado por los Videntes. Se me ocurrió la idea de que tal vez hubiera en Planeta otros seres vivos dotados de inteligencia. Quizá sobre otro continente…
Como esperaba, la bola terminó acercándose a mí. Puse en marcha los indicadores, pero no se encendió ninguna lámpara de control. Eso significaba que no había en torno a la esfera ni radiación, ni electricidad, ni campo magnético. Me esforcé en no demostrar mis vacilaciones e intenté en vano comprender cómo la esfera se sostenía en el aire. Se apreciaba que era demasiado pesada, puesto que los golpes de viento no la sacudían más que muy ligeramente. Sobre la superficie perfectamente lisa no se veía ningún dispositivo motor. La esfera seguía sin embargo manteniéndose en el aire y, por lo que podía juzgar, de forma bastante estable.
La esfera se agitó en torno mío durante diez minutos. Permanecía a la altura de un hombre y a veces se aproximaba hasta tal punto que hubiera podido tocarla fácilmente si hubiera querido. Pero no sentía ningún deseo de hacerlo. Al contrario, me esforzaba en no moverme. Contaba con que al fin se produciría algo que me lo explicaría todo. Pero cuando la esfera tuvo suficiente de girar en torno mío tomó simplemente un poco de altura y se inmovilizó, balanceándose apenas.
Tomé un puñado de tierra seca y lo arrojé contra la esfera. Esperaba cualquier cosa, incluso una descarga eléctrica. Pero lo que ocurrió fue más extraño aún. La tierra no alcanzó la superficie de la esfera. Hubiérase dicho que había penetrado en un medio denso y viscoso. Su velocidad disminuyó, se detuvo un instante y volvió a caer…
Entonces busqué una piedra. Todo comenzó de nuevo del mismo modo. La piedra no alcanzó la esfera. Una fuerza invisible la rechazó y la hizo caer de nuevo.
Busqué otra piedra más pesada…, pero no llegué a lanzarla. Sentí de pronto que caía al suelo. La esfera me había proyectado a cinco metros de distancia. Gracias a la escafandra la caída no me produjo ningún daño. Como si no hubiera ocurrido nada, la esfera seguía aún en el mismo lugar.
Me dirigí hacia la escalerilla. Pasé por debajo de la esfera, pero no se produjo nada ni ella se movió. Parecía tener un carácter eminentemente pacífico: si se la atacaba se defendía, eso era todo. Pero cuando subí la escalerilla y abrí la escotilla de entrada se puso inmediatamente en movimiento. Aparentemente, sentía deseos de entrar. Pero conseguí cerrar la compuerta a tiempo.
Tenía interés en saber lo que haría ahora aquella cosa. En circunstancias parecidas, nuestros aparatos electrónicos permanecerían en general cerca de la entrada, esperando a que la puerta se abriera de nuevo.
Sin quitarme la escafandra subí a la cabina de pilotaje y conecté la pantalla de exploración exterior; vi que la esfera se había pegado a la pared de la astronave y disminuía rápidamente de tamaño. Conecté la televisión del compartimiento contiguo al lugar donde se hallaba la esfera y vi algo casi increíble: la esfera estaba pasando a través de la pared de la nave. Mientras disminuía de tamaño en el exterior, otra esfera se formaba en el interior de la maciza pared de titanio.
Por curioso que pueda parecer, fue en este momento, mirando la esfera penetrar en el interior de la nave a través del casco, que me tranquilicé súbitamente, ya que comprendí que la cosa no me haría ningún daño. Me es difícil ahora reconstruir la cadena de razonamientos que me condujeron a esta conclusión: mis pensamientos se agitaban a la velocidad del rayo, pero venían a ser más o menos así:
Lo que me había parecido increíble en el primer momento no hacía en realidad más que atestiguar el alto grado de desarrollo alcanzado por los seres que habían fabricado la esfera. Si se hubiera dicho al más grande sabio del siglo diecisiete o dieciocho que se puede ver a través de un objeto opaco lo hubiera tomado como una burla. Sin embargo, desde el descubrimiento de los rayos X sabemos todos que el metal es permeable a determinado tipo de radiaciones. Los seres que habían construido la esfera sabían hacer el metal permeable a la materia de la cual estaba hecho el aparato. Pero esto derrumbaba mi hipótesis según la cual una civilización distinta a la de los Videntes existía sobre otro continente de Planeta. Para crear un instrumento como aquél eran necesarias una ciencia y unas técnicas altamente desarrolladas. La vecindad de una tal civilización se hubiera hecho sentir inevitablemente sobre los Videntes. Era pues más aceptable que aquella esfera no fuera más que una especie de estación automática de rastreo venida desde otro planeta. En todo caso, su comportamiento recordaba bastante el de las estaciones cibernéticas que nosotros enviamos hacia los planetas alejados a bordo de astronaves automáticas. La esfera observaba; se defendía, pero no atacaba. Es así como actúan nuestros robots de exploración.
Todos estos pensamientos, repito, se sucedieron en algunos segundos. Intenté incluso percibir el modo cómo aquella esfera atravesaba el metal. Por supuesto, no podía tratarse más que de suposiciones de lo más generales. Yo desconocía que entonces se estaban efectuando ya en la Tierra experimentos sobre la transformación de objetos materiales en radiaciones dirigidas, con vuelta ulterior a la primera forma.
Vi en la pantalla dividirse a la bola en dos partes más o menos iguales. Una de ellas, que tomó la forma de un hemisferio, permaneció en la parte exterior de la nave, como pegada a la pared. La otra, la que había entrado a través del casco, había tomado una forma esférica y recorría lentamente los compartimientos de la nave.
Me dirigí al panel de mandos y abrí todas las compuertas. No tenía ningún sentido el oponerse a los movimientos de la esfera. Estaba ahora convencido de que no representaba la menor amenaza para mí.
Todo esto duró más de dos horas. El ingenio fue por todos los compartimientos, dio vueltas en torno a la máquina electrónica y entró en la cabina. Se detuvo delante de cada aparato y se mantuvo suspendido cinco minutos encima del teclado del panel de mandos. Inmediatamente después volvió por el camino más corto (no por el que había seguido al venir) al compartimiento por el cual había iniciado su visita. Allí, todo volvió a repetirse en sentido inverso. La esfera se pegó al casco de la nave y sus dimensiones disminuyeron gradualmente, mientras que la parte que estaba en el exterior aumentaba en la misma medida. Cronometré la operación. En tres minutos, las dos mitades estaban reunidas y la esfera reconstituida, brillando bajo los rayos del Gran Sirio, se elevaba lentamente por encima del «Poisk».
En aquel momento puse en marcha los anclajes magnéticos. Vi en la pantalla a la esfera vacilar y detenerse. Aumenté la intensidad del campo magnético y el ingenio empezó, como contra su voluntad, a acercarse a la nave. Desconecté entonces los anclajes, puesto que no quería hacer ningún daño a aquella esfera. Ya no dudaba de que se trataba de una estación automática de rastreo.
La esfera se elevó a treinta metros por encima de la astronave y permaneció allí largo tiempo inmóvil. Anoté escrupulosamente en el diario de a bordo todo lo que había visto y expuse brevemente mis hipótesis. Después, sin escafandra esta vez, salí.
El ingenio se puso inmediatamente en movimiento. Se acercó a mí y empezó a describir círculos. Hice como si no le prestara la menor atención. Subí y bajé la escalerilla, trasteé en torno a la nave. La esfera no me abandonaba, pero no se acercó hasta mi alcance ni una sola vez. Después fue a ocupar de nuevo su puesto encima del calvero.
Esperé a Rayo con impaciencia. Los Videntes podían saber mucho sobre la esfera.
Rayo llegó; llevaba en su capa como una treintena de frutos distintos. Yo se los había pedido, pues me interesaba conocer la alimentación de los Videntes. Pero en esta ocasión apenas les dirigí una ojeada. Pensaba en la esfera.
Debo decir que ésta no había reaccionado en absoluto a la aparición de Rayo. Por otro lado, el Vidente no pareció darse cuenta de su presencia. Le interrogué inmediatamente. Sin ni siquiera levantar los ojos hacia la esfera sonrió y dijo solamente:
—Hace mucho tiempo…
Señalé entonces al cielo y pregunté:
—¿De allí?
—Sí —respondió Rayo tranquilamente.
—Muestra —le dije.
Sonrió. En sus ojos apareció la aureola rosada que tan bien conocía ahora. La niebla rosácea avanzó en mi dirección y vi árboles derrumbados y un profundo cráter lleno de humo. Una tras otra, tres esferas blancas se elevaron por encima del cráter y empezaron a sobrevolar los árboles carbonizados, balanceándose ligeramente.
El resplandor rosáceo se apagó. Siempre sonriendo, Rayo repitió:
—Mucho tiempo…
Así, mi idea se vio confirmada. Pero la estructura de la esfera seguía siendo un misterio para mí. Desde entonces el ingenio no descendió ninguna otra vez, y permaneció suspendido, inmóvil, encima del calvero.
Me habitué a ella poco a poco. Pero cuando la miraba no podía dejar de pensar en que existía aún, en alguna parte, otra civilización. El infinito universo estaba lleno de misterios. Los descubrimientos más asombrosos y los más fantásticos esperaban aún a los hombres.
—¿No pudo usted traer la esfera hasta la Tierra? —preguntó Lanskoi.
—La emisión habrá terminado antes de que su pregunta llegue a Chevtsov —dijo Tessem—. El «Okean» está ya lejos. Pero puedo darle yo la respuesta: era peligroso intentar la captura de la esfera. Podía resistirse. Pero, sobre todo, no se podía saber cómo soportaría el viaje. Todo podía terminar con una catástrofe fatal para la nave. Pero la expedición actual se va a ocupar seriamente de estas esferas.
—Un día, en el crepúsculo —siguió relatando Chevtsov—, oí una música. Era pura y transparente como un manantial al brotar de entre las peñas, como la canción de Solweig de Grieg. Eran los Videntes los que cantaban. Salí de la nave y me senté al pie de la escalerilla. La esfera, que parecía gris en la penumbra, se balanceaba al soplo del viento. El Pequeño Sirio brillaba por encima de los árboles-espirales. Los troncos estaban desenroscados y se parecían a nuestros sauces. Aquel crepúsculo, aquellos árboles, aquel canto lejano, me hicieron lamentar por un instante el tener que abandonar Planeta. Es verdad, había imaginado que el encuentro con otros seres inteligentes sería más solemne y más grave. Es verdad, no había hallado aquí fabulosos palacios de cristal, y los habitantes de Planeta no tenían aparatos voladores individuales. Quizás otras astronaves habían ya descubierto otros planetas con palacios de cristal. Pero pese a todo me gustaba aquel mundo… No solamente porque era yo quien lo había descubierto, sino porque había aprendido mucho en él. En otro tiempo, el hombre creó a los dioses a semejanza suya. Más tarde empezó a poblar los otros planetas de seres inteligentes, siempre a su semejanza. Yo estaba ya curado de esa estúpida suficiencia. Encontrando a los Videntes había comprendido que la diversidad de la vida es infinita.
Y ellos, los Videntes, ¿podían ellos comprender a los hombres? Nuestro mundo, que marcha hacia adelante y que no quiere detenerse, debería parecerles extraño.
Reconozco que había ocultado muchas cosas a los Videntes. Más exactamente, había creído ocultárselas, puesto que Rayo había leído sin duda mis pensamientos.
Me había esforzado en hablar poco de los hombres y aprender mucho sobre los Videntes. La comprensión mutua entre dos mundos es una cosa compleja. Intentemos representarnos nuestra vida desde su punto de vista. Si una vieja encina pudiera pensar y comparar su vida con la del hombre, llegaría probablemente a las mismas conclusiones que los Videntes. La vida de un árbol es tranquila, pura, noble incluso. Es mucho más larga que la de un hombre: hay muchos que viven miles de años. Los árboles no conocen la tristeza. ¿Pero qué hombre cambiaría su corta existencia por los miles de años de vida de una encina?
Después de todo, no es justo comparar a los Videntes con los árboles. Sería tal vez más acertado compararlos a una máquina maravillosa, pero desconectada desde hace mucho tiempo. Desde mucho tiempo, pero no para siempre.
¡El diablo se me lleve si no es ya suficientemente difícil conocer a los hombres! Así, no tiene nada de extraño que muchas cosas me hayan resultado incomprensibles en unos seres tan distintos a nosotros como son los Videntes. Por ejemplo, la estructura social de los Videntes no me resulta clara. Son principalmente los Ancianos los que dirigen. Aunque en verdad «dirigir» no es la palabra. Se recurría a ellos cuando era preciso tomar alguna decisión, eso es todo. No pude sacar nada más en claro de las explicaciones de Rayo. Jamás pude saber cuántos Videntes poblaban Planeta. No he visto de cerca los animales que lo habitaban. Una vez tan sólo, muy alto en el cielo, vi pasar una bandada de pájaros casi invisibles, parecidos, creí, a nuestras cigüeñas. Planeta espera aún a sus exploradores…
Desde lejos, más o menos audibles según los momentos, se oían los cristalinos cantos de los Videntes. Me vino a la cabeza la idea de que en los distintos mundos, incluso si todo es diferente, siempre puede hallarse la música. Recuerdo haber leído en un viejo libro que seres inteligentes capaces de construir naves estelares perfeccionadas no pueden ser malvados. Yo diría más bien, por mi parte, que seres inteligentes capaces de componer buena música no pueden ser esencialmente malvados.
Estaba sentado en un peldaño de la escalerilla y reflexionaba: los hombres y los Videntes terminarán por comprenderse. No porque los hombres tienen astronaves y los Videntes saben transmitir su pensamiento y curar instantáneamente las enfermedades, sino más bien porque tanto los unos como los otros aman la vida y las cosas bellas por las cuales ésta se manifiesta.
Estos eran los pensamientos que me inspiraba el canto. La noche había llegado sin que me diera cuenta de ello. Era la más auténtica de las noches estrelladas, la primera desde que estaba allá. ¿Era quizá porque oía aquel canto?
La luna, en su último cuarto, estaba por encima del bosque. Las estrellas brillaban en el cielo. Era extraño aquel cielo. Las constelaciones eran totalmente distintas a las de nuestro cielo. Algunas se reconocían aún más o menos, las Pléyades por ejemplo. Pero las otras habían sufrido cambios que las convertían en irreconocibles. Imposible encontrar la Osa Mayor, Orión, Perseo. Como todos los astronautas, yo había visto a menudo cielos de aquel género, pero ésta era la primera vez que sentía hasta qué punto no era terrestre.
Los hombres han mirado durante largo tiempo el cielo desde abajo. Les parecía inmensamente lejano. Ahora surcamos este cielo. ¿Cómo sorprenderme de no ver la constelación del Can Mayor, si mi astronave me ha llevado hasta el sistema de Sirio, también llamado alfa del Can Mayor?
No supe cuál fuerza me constriñó de golpe a levantarme y a dirigirme hacia la dirección de donde venía el canto. Atravesé rápidamente el calvero y me detuve al pie de un gran árbol cuyo tronco, a aquella hora, estaba distendido. Todo estaba en calma: sólo el viento jugaba con las largas hojas y agitaba las ramas desenroscadas y casi rectas. El claro y puro canto de los Videntes se hacía más fuerte, y comprendí que iba en la buena dirección.
Las nubes cubrieron la luna y la oscuridad se hizo profunda. Me apoyé instintivamente en el árbol y advertí en seguida que la corteza que cubría su tronco era luminiscente. Emitía una suave luz rojiza. Otros árboles eran igualmente luminosos. Había también allí, aparentemente, un medio de defensa contra las fuertes modificaciones de la radiación. La corteza de los árboles absorbía el exceso de radiación y la emitía nuevamente cuando llegaba la oscuridad.
Penetré en aquel bosque fosforescente. La luz de los troncos era demasiado débil para que pudiera orientarme por ella. Pero el suelo era también luminoso, de un color amarillo verdoso, y mis pasos dejaban en él una huella visible. Era seguramente el musgo. No me había dado cuenta de ello durante el día, o tal vez era invisible. Pero ahora me daba seguridad y me garantizaba que encontraría el camino de vuelta.
Los Videntes cantaban. Me esforcé por no hacer ningún ruido, a fin de no ser apercibido por los cantantes. A fin de cuentas no era allá más que un intruso al que nadie había invitado. Me deslicé de árbol en árbol y me aproximé a los Videntes. En un determinado momento tuve que atravesar unos matorrales demasiado espesos, donde las bandas brillantes de color lila rayaban las largas hojas. A treinta pasos había otros arbustos de hojas azuladas y oliendo fuertemente a menta. En seguida llegué a un amplio claro, en medio del cual se encontraba el que cantaba. Sí, he dicho bien: el. No había en el claro más que un solo Vidente. Estaba sentado sobre una piedra a cincuenta metros de mí, envuelto en una capa de fosforescencia púrpura. Al principio no creí que estuviese solo, y me puse a buscar con la mirada a los demás Videntes.
¡Siempre el mismo error! En aquel mundo era preciso abandonar de una vez por todas las nociones y la escala terrestres. En la Tierra habría hecho falta un coro y una orquesta, para ser más precisos un excelente coro y una orquesta de primer orden; aquí, cada uno podía hacerlo todo.
¿Qué decía el canto de los Videntes? No lo sé. Pero sonaba cada vez más triste. No, «triste» no es la palabra. No era tristeza, sino una especie de desesperación sin límites. Una desesperación que se convertiría en una segunda naturaleza…
Escuché largo tiempo; evitaba hacer ningún ruido. Las hojas luminosas se mecían dulcemente en el viento. El canto insólito que subía hacia el cielo me causaba una impresión extraña.
El Vidente permanecía inmóvil. Mirándolo con atención me di cuenta de pronto que se balanceaba siguiendo el ritmo. Pero lo más sorprendente era que él también era luminoso. Un golpe de viento agitó su capa y pude ver que su cuerpo emitía una luminosidad anaranjada.
A lo lejos se oyó un grito parecido a un gemido ahogado. Pero el Vidente continuó sin detenerse su melancólico canto. Sentí una extraña sensación de malestar y regresé a la nave.
El canto me acompañó durante el camino de regreso y mis pensamientos se detuvieron en la catástrofe inminente. Por extraño que pueda parecer, fue en aquel bosque fosforescente que me sentí asaltado por una idea que debía convertirse rápidamente en una firme convicción. Cuando ascendí la escalerilla de la astronave sabía ya cuál era el peligro que amenazaba a los Videntes, sabía por qué presentían la proximidad de una catástrofe. A decir verdad, no era exactamente un presentimiento: la sentían, al igual que en la Tierra los animales sienten la proximidad de un temblor de tierras o de una inundación. Los animales de nuestro globo han adquirido un instinto que les previene de la catástrofe. Pero aquí las catástrofes eran de otro tipo, incomparablemente más graves, ya que provenían de las modificaciones de la órbita de Planeta. Los seres vivientes sobre Planeta habían adquirido un instinto que los prevenía de la proximidad de estos cataclismos.
En el sistema de una estrella doble, la órbita de un planeta es una curva cerrada extremadamente compleja. Alrededor de Sirio, la situación era aún más complicada por la presencia de dos planetas dotados de una gran masa. El tercer planeta estaba pues sometido a la atracción simultánea de cuatro cuerpos celestes de gran masa, las dos estrellas y los dos grandes planetas que lo acompañaban.
Y ahora, represéntese usted el vuelo de un moscardón alrededor de una lámpara. El insecto da vueltas, gira, remolinea, pero sin alejarse de la luz y, en término medio, su trayectoria puede trazarse como una circunferencia o una elipse. Ocurría lo mismo con Planeta. Éste seguía una órbita muy caprichosa, pero que no se alejaba jamás de los dos soles. Decenas, quizá centenares de millones de años podían transcurrir antes de que la atracción de los cuatro cuerpos celestes se combinaran de tal forma que Planeta cambiara bruscamente de órbita. Entonces, como el moscardón revoloteando en torno a la lámpara, Planeta se iría bruscamente hacia las tinieblas y el frío. Cierto, no puede tomarse esa comparación demasiado al pie de la letra. Planeta no «se iría». Simplemente, su órbita se haría más amplia. Nuestra Tierra recorre su órbita en un año, Planeta en ciento treinta años terrestres. En esas condiciones, la ampliación de la órbita conduciría al reinado de un clima muy rudo durante cuarenta de esos ciento treinta años. Este clima debería parecerse al de nuestro Antártico. Todo esto lo determiné en seguida, cuatro horas más tarde exactamente, cuando la máquina electrónica hubo trabajado con los cálculos de observación de que disponía…
… El Gran Sirio brillaba en pleno cielo. El bosque luminoso, el canto de los Videntes, todo lo que había pasado la noche anterior me parecía un fantástico sueño. Trabajaba con la máquina electrónica y pensaba en el destino de Planeta y de los Videntes. Todo dependía del momento en que se iniciara el enfriamiento. Sabía cómo combatirlo. Pero me daba perfecta cuenta de que esto sobrepasaba mis únicas fuerzas. No había nada que inventar, sólo era necesario llevar a cabo. ¿Pero qué podía hacer un hombre solo?
Esperaba la respuesta de la máquina electrónica. No era más que un número, pero todo dependía de él. Si decía: «veinte años», los hombres tenían tiempo de llegar. Si decía: «dos años», entonces… ¿Entonces? ¿Podía un hombre solo detener una catástrofe cósmica?
Temblaba febrilmente de impaciencia y, para ser franco, de miedo. No por mí. Yo no corría ningún peligro. Pero la idea de que el mundo de los Videntes iba a perecer me hacía perder la cabeza.
Pronto volví en mí. Me di cuenta de que me hipnotizaba con una cuestión mal planteada. Sí, un hombre solo no puede hacer nada en tales condiciones. No existen medios para detener la catástrofe. Pero tenía conmigo el conocimiento de todos los hombres. De acuerdo, mi memoria no contenía más que una ínfima parte de este conocimiento, pero el resto estaba registrado en los libros, en las cintas magnéticas, en la película de los microfilms. Sabía dónde encontrar lo que me hacía falta.
La máquina trabajaba siempre sobre los datos de las observaciones; en cuanto a mí, intentaba representarme cuales eran los problemas concretos que tendría que resolver colocándome en el peor de los casos.
En fin, es preciso primero que le explique cómo se puede combatir el enfriamiento.
Usted habrá oído ciertamente hablar de la «reacción del silicio». Si ésta se inicia en un punto, la reacción nuclear en cadena se extiende por todas partes donde hay silicio. Basta prender una pequeña porción del suelo —del grosor de un guisante— para que el fuego se extienda lenta pero inexorablemente hasta las profundidades de la tierra al igual que en su superficie. El incendio «silicio» devorará la corteza terrestre, ganará los desiertos, las montañas, el fondo de los océanos; nada lo detendrá. Dará la vuelta al mundo y volverá al punto que lo ha iniciado. Hace tiempo, este descubrimiento fue una razón de peso en favor del desarme general. Pero lo que usted no sabe es que la reacción del silicio ha sido empleada sin embargo en la práctica. Y más de una vez. Esto ha ocurrido en el cosmos; es por esto por lo que los no iniciados no han oído hablar a menudo de ello. El profesor Iouryguine fue el primero en realizar esta reacción sobre el pequeño asteroide Juno. De un diámetro de alrededor de ciento ochenta kilómetros, el asteroide ardió en once meses. Algunos años más tarde, Serró y Frantini repitieron la experiencia sobre Hyperion, uno de los satélites de Saturno. El éxito no fue total, a causa sin duda de un error de cálculo. Más tarde, Syzrantsev y Valetski propusieron utilizar la reacción del silicio para modificar el clima del único planeta de la estrella épsilon de Eridano. El clima era muy duro, parecido al de nuestra Islandia. Pero el planeta tiene un satélite, y Syzrantsev y Valetski calcularon que había en él suficiente silicio como para que pudiera arder durante mil quinientos años.
El mismo método podía servir aquí. Naturalmente, la cosa no es simple más que en su principio: se formarían zonas climáticas, aparecerían estaciones, en particular un verano muy caluroso cuando los dos Sirio y el satélite ardiente unieran sus radiaciones.
Cuando se quiere desencadenar la reacción del silicio, lo más complicado es conseguir los medios geológicos necesarios. Sobre los satélites el silicio está siempre repartido irregularmente, sobre todo a grandes profundidades. Es preciso un estudio extremadamente minucioso para determinar la cantidad y el emplazamiento de las hogueras que se deben crear. Todo error puede conducir a la extinción del incendio o, por el contrario, a su extensión demasiado rápida y violenta. Eran esas investigaciones geológicas las que representaban para mí un obstáculo insuperable. ¿Qué podía hacer un hombre solo, sin los instrumentos adecuados?
Pero, como ya le he dicho antes, ésta era una mala manera de enfocar el problema. En tales casos es preciso pensar en lo que se tiene y en lo que no se tiene. Y yo tenía algo a mi disposición. Reflexioné sobre ello mientras me acercaba a la escotilla. Un viento fresco empujaba unas nubes algodonosas por encima del bosque. La esfera blanca estaba siempre encima del calvero y se balanceaba en el viento. El Gran Sirio aparecía a veces por unos breves instantes entre las nubes. Entonces los árboles se volvían rojos, se cerraban sobre sí mismos, como enroscándose al sol. Después volvían las nubes, los troncos distendían sus espirales y las largas hojas volvían a tomar su tinte verdeazul.
Aquel mundo vivía su propia vida; no se ocupaba ni de mí ni de mis reflexiones. Me pareció de pronto que aquel sorprendente planeta encantador, de colores cambiantes, era eterno e indestructible. El inminente cataclismo no era más que una invención de la máquina electrónica que, en aquel mismo momento, calculaba villanamente el tiempo que le quedaba de vida. Aquellos árboles que jugaban tan maravillosamente con sus colores estaban allá por y para siempre. Lamenté no haber tenido la idea, cuando regresaba aquella noche a través del bosque luminoso, con el espíritu preocupado por la catástrofe, de romper al menos una rama.
Diez minutos más tarde subí a la sala de descanso. La máquina había terminado sus cálculos y repetía melancólicamente con su voz áspera:
—Veinticinco años… Veinticinco años…
¡El brusco enfriamiento no sobrevendría hasta dentro de un cuarto de siglo! Decir que el peso de una montaña se me quitó de encima es poco: ¡fue el peso de todo un planeta del que me liberé!
Aquel día, por primera vez desde hacía meses, escuché música mientras desayunaba. Pensaba en los hombres y en las estrellas. Hacía mucho tiempo que habíamos dado una atmósfera a Marte, nos preparábamos a dotar a Neptuno de un sol artificial. Pero esto no era más que el primer paso. Había llegado el tiempo de transformar, y no solamente de descubrir. Los hombres ya no debían recorrer más el cosmos como exploradores o viajeros, sino también como constructores.
Ochenta y nueve planetas habían sido ya descubiertos. Yo estaba sobre el que hacía noventa. Y cada planeta debía ser transformado. Un día sabremos dirigir las reacciones del seno de las estrellas y modificar las órbitas de los planetas. Pero desde ahora se puede hacer ya bastante. Una pequeña estrella se va a encender aquí, por encima del nonagésimo planeta. Cierto, su vida será corta. Cierto, el incendio «silícico» se apagará dentro de pocos siglos. Pero de aquí hasta entonces los hombres habrán inventado alguna otra cosa.
… El cristalfono continuaba emitiendo una rapsodia de Liszt, pero yo había olvidado la música. El nonagésimo planeta no pertenecía a los hombres. Aquél era un problema mucho más complejo que el estudio geológico del satélite. El planeta estaba habitado por los Videntes. Salvarles del enfriamiento del planeta era cosa relativamente poco difícil. Pero era necesario salvarlos inmediatamente a ellos mismos, restituirles lo que les había dado antiguamente el derecho a llamarse orgullosamente «Los que ven el fondo de las cosas». Pero ¿qué van a pensar ellos de nuestra intervención? Ninguna máquina electrónica puede responder a esta pregunta.
Los Videntes no nos conocen. Mi idea estúpida del estereofilm había estado de antemano condenada al fracaso. El film mostraba esencialmente la historia de los cinco últimos siglos. Para los hombres es un tiempo considerable. Pero ¿qué eran cinco siglos para los Videntes? La duración media de su existencia sobrepasaba los cuatrocientos años; muchos de ellos vivían cinco o seis siglos. Rayo no podía tener una visión histórica de mi estereofilm. Para él, los inquisidores que habían torturado a Giordano Bruno y los hombres de mi generación eran contemporáneos.
Proyectando este film, había creído mostrar la historia de los hombres. El resultado había sido muy otro. Yo sabía ahora que en estas materias nada puede ir aprisa. Ningún estereofilm puede proporcionar la claridad en un solo instante. Mis explicaciones tampoco valían más. Era muy difícil, casi imposible, adivinar las conclusiones que sacaría Rayo de cada una de mis frases.
Rechacé una tras otra varias soluciones, y al fin llegué a una idea que me pareció en el primer momento extremadamente arriesgada. Pero en seguida pensé que después de todo era normal, casi inevitable. Tenía un lado técnico que me excitó. Y tenía nobleza. Hasta entonces no se lo había dicho todo a Rayo. No es que tuviera vergüenza de las taras de la historia humana. Cuando más rápidamente hemos avanzado, más majestuoso ha sido nuestro camino. Pero yo temía, y con razón, que el Vidente me comprendiera mal.
Usted sabe que los Videntes poseen una memoria total. Yo no tenía ninguna duda a este respecto: todo lo que Rayo aprendería sería retransmitido a los demás sin la menor deformación. Pero el cerebro de los Videntes tiene otra particularidad: su velocidad de percepción es mucho más grande que la de los hombres. Es con aquello con lo que contaba. Rayo no podía hacerse una idea exacta de los hombres más que aprendiendo mucho sobre ellos. Decidí pues hacerle conocer nuestra literatura.
Los libros son el alma, el espejo y la conciencia de la humanidad. La lectora de la máquina electrónica podía leerle a Rayo a gran velocidad centenares de libros registrados en microfilms. En pocos días, el Vidente aprendería sobre los hombres casi todo.
Teóricamente, la idea era irreprochable. Rayo conocía suficientemente nuestra lengua como para comprender el fondo de los libros, sino su belleza. El gran número de obras, si estaban bien elegidas, excluía casi totalmente la probabilidad de contrasentidos. Pensé incluso que Rayo podría modificar por sí mismo la velocidad de lectura; no me sería difícil explicarle el control del aparato.
Estos detalles técnicos me hipnotizaron un cierto tiempo. La elegancia de la solución me hizo olvidar lo principal. Pero cuando hojeé la cartoteca de los microfilms surgió la dificultad. «Titus», de Shakespeare… catorce muertes, treinta y tres cadáveres, tres manos cercenadas, una lengua cortada… Una sola obra conteniendo más asesinatos, horrores y sufrimientos que toda la historia de los Videntes… Los libros hablaban de todo lo que acompaña desde siempre a la humanidad: guerras, opresión, crueldad, ignorancia. ¿Era preciso hacer comparecer todo este pasado ante el tribunal de los Videntes? ¿Comprenderían que estos tiempos eran ya lejanos? Cuatrocientos o quinientos años, para ellos, no son nada. ¿Lo eran realmente, o no la eran?
Una idea atravesó entonces mi cabeza: si los Videntes no comprenden la belleza y la grandeza de los hombres, ¡tanto peor para ellos! Es estúpido embellecer la historia y querer pintarla de color de rosa. Que Rayo la aprenda tal y como fue. Los libros no describen solamente el mal: también lo condenan. De acuerdo, tan solo un siglo y medio nos separan de la época donde el mal reinaba aún sobre la Tierra. De acuerdo, todo el mal no ha sido aún suprimido. Pero el camino recorrido hasta el presente es tal que es imposible no apreciar su justo valor.
Me puse a escoger los microfilms. No escogía los libros que mostraban la humanidad mejor de lo que es. Ved Fausto. Ha sufrido mucho, se ha equivocado mucho, ha hecho mucho daño. Pero a fin de cuentas ha podido decir: «Me he consagrado todo entero a este pensamiento; es el fin supremo de la sabiduría. Sólo esto merece la libertad, como la vida, que debe ser conquistada cada día».
El viejo Fausto desecaba pantanos y construía empalizadas. No hubiera bajado los brazos ante una catástrofe inminente, por terrible que hubiera sido. En cada uno de nosotros hay una parcela de Fausto…
Un Vidente hubiera podido decirme: «¿Vosotros queréis hacernos un bien, vosotros los hombres? ¿Pero por qué debemos teneros confianza? ¿Quiénes sois vosotros? Hace un siglo —¡solamente un siglo!— habéis destruido dos ciudades con un arma que vosotros mismos habéis inventado. Hace apenas unas decenas de años consagrabais vuestros mejores esfuerzos a perfeccionar los armamentos. Cada uno de vosotros es responsable de lo que pasa en vuestro planeta». Y yo hubiera respondido a esto: «Hemos atravesado por duras pruebas. Pero es justamente por esto por lo que no volveremos nunca atrás. La reacción del silicio ha sido también una gran arma y hoy produce luz, calor y vida. No es de ayer que el hombre ha recogido lo bueno que hay en él. El bien nació con el hombre, pero lo aplastaron y lo entorpecieron. Ahora se ha liberado para siempre, sin retorno. ¿No es acaso normal que seamos nosotros, que hemos conocido tantos dolores, quienes hayamos recibido hoy el pesado privilegio de tender la mano a los demás para ayudarles?».
Sí, cada uno de nosotros es responsable de lo que se produce sobre nuestro planeta. Antes nuestro mundo se limitaba a la Tierra. Nuestras lenguas eran múltiples y pensábamos y vivíamos diversamente. Sólo es ahora que nos sentimos miembros de una misma familia. Hemos comprendido que, para los otros seres dotados de inteligencia, nosotros somos un todo: la humanidad, los hombres. Cuando encontramos uno de tales seres, cada uno de nosotros es responsable del pasado, del presente y del futuro de toda la humanidad.
Pienso que es preciso ver un profundo sentido al hecho de que los hombres no hayan penetrado en el Universo hasta que han comprendido al fin esta idea. No ha sido sólo un resultado del desarrollo de las técnicas. No se podía entrar en contacto con otros seres racionales sin haber vencido antes de una vez por todas el mal que reinaba sobre la Tierra. De otro modo el encuentro hubiera desembocado en una catástrofe. La realización de esta idea no ha procurado solamente a los hombres unidos la posibilidad técnica de efectuar lejanos cruceros: les ha dado también el derecho moral de entrar en contacto con otros seres pensantes.
… Aquel día, Rayo vino tarde. Por la mañana, dos Videntes subieron silenciosamente a bordo de la nave. Eran Videntes extremadamente curiosos: entraron directamente a la cabina y se detuvieron largo tiempo ante la pantalla de televisión. Intenté iniciar una conversación. No respondieron y desaparecieron de golpe, como si se hubieran disuelto repentinamente en el aire.
El viento había refrescado. Las nubes corrían por encima de las copas de los árboles. El trueno resonaba, y pesadas gotas de lluvia caían sobre el reseco suelo. Rayo llegó con su capa reluciente de lluvia. A propósito, me había familiarizado ya con aquellas capas. Estaban hechas de largas hojas, y las junturas estaban soldadas con una cola vegetal.
Contrariamente a lo que había creído, Rayo comprendió en seguida lo que yo le proponía. Le mostré el funcionamiento del aparato y le pedí cuánto tiempo podía escuchar la lectura sin interrupción. Respondió:
—Uno de nuestros días… Más incluso…
Sobre Planeta, un día correspondía a más o menos tres de los nuestros. Yo tenía un alto concepto sobre la capacidad de los Videntes, pero confieso que no esperaba tanto.
Rayo se sentó en un sillón, frente a la máquina electrónica, a la cual yo había conectado el aparato de lectura. Oprimí un botón y… nada ocurrió, al menos para mí. A la gran velocidad a la que iba, la frecuencia de las vibraciones sonoras del aparato alcanzaba la de los ultrasonidos. Yo no oía nada. Pero el Vidente aceleró aún más el ritmo de la lectura.
Subí a la cabina. No me quedaba más que esperar.
Una puerta se abrió en la pantalla, a espaldas de Chevtsov. Una mujer entró en la cabina de radio. Tendió a Chevtsov una hoja de papel, sonrió, y Lanskoi encontró su mirada.
—¿La reconoce? —preguntó Tessem.
—Es…
—Sí. Como le he dicho, Chevtsov lleva esta vez toda una tripulación. El Consejo de Investigaciones ha discutido largamente el problema de los Videntes. Ha decidido ayudarlos. Incluso si, al menos en el comienzo, esta ayuda no es solicitada. La decisión del Consejo será publicada mañana.
—Pero esa mujer es…
—Sí. Ella había esperado. Había participado también en un vuelo cósmico, y cuando Chevtsov regresó a la Tierra… ¿Le sorprende que ella sea siempre tan joven?
La mujer de la pantalla hizo un gesto amistoso con la mano y salió de la cabina de radio.
—La emisión ya ha terminado por parte de la Estación —dijo Tessem—. Actualmente no hacemos más que recibir.
—Me la imaginaba de otra forma —dijo pensativamente Lanskoi—. En efecto, casi no ha cambiado. Es la misma y no es la misma a la vez. El rostro de una madonna de Rafael, y sus ojos… los ojos de un demonio.
El ingeniero se echó a reír.
—¿Creyó a Chevtsov cuando habló de unos ojos «como el espejo de un lago en lo hondo de un calvero»? Nadie conoce tan mal a una mujer como el que está enamorado de ella.
—El contraste es asombroso —dijo Lanskoi, siguiendo su idea—. Aquí la escultura es impotente. No podemos reflejar los ojos.
—Usted puede reflejar el alma —replicó Tessem—. Usted ha visto su expresión, y usted encontrará los medios de representarla.
—Dígame —preguntó Lanskoi—, ¿por qué ha dicho que la Estación no hace más que recibir?
Tessem estalló en una carcajada.
—Aún me queda algo de Riesling. Lástima que Chevtsov no pueda oírnos más. Vamos a beber a la salud de la mujer. Recuerde: «Llámame, llámame…». Sin esto, hubiera sido muy difícil abandonar la Tierra.
—Las previsiones son desfavorables —continuó Chevtsov—. Los parásitos aumentan rápidamente; es preciso malgastar mucha energía para mantener la comunicación. ¿Qué es lo que me falta por contarle?
… Sí, yo estaba esperando en la cabina de pilotaje, mientras el Vidente se encontraba allá abajo, al lado de la máquina electrónica. El tiempo transcurría con una lentitud insoportable. Esos tres días no veían su fin. Descendí muchas veces a la sala de descanso. Rayo miraba impasiblemente a la máquina, pero racimos de destellos se agitaban en sus rojizos ojos. Nunca los había visto en tanta cantidad. Parecían un mar agitado donde el azul de las olas desaparecía bajo la blancura de la espuma. Los racimos de destellos golpeaban y vibraban en los ojos del Vidente, y comprendí qué tensión disimulaba su semisonrisa indiferente.
La tormenta había pasado hacía tiempo. El Gran Sirio había ascendido hasta el cénit y parecía haberse detenido allí para siempre. Trabajé en la cámara de motores, me adormecí, intenté leer… Más de noventa horas habían pasado cuando observé que el rostro del Vidente había dejado de permanecer impasible. Quizá me equivocaba, no lo sé. Pero me pareció que el rostro de Rayo manifestaba a veces una profunda tristeza y otras una profunda alegría. Pero era algo apenas sensible, una sombra ligera, un atisbo.
Subí a la cabina y puse en marcha el aparato del sueño eléctrico. Aquellos tres días me habían agotado; apenas me tenía sobre los pies.
Al cabo de cuatro horas el aparato me despertó. No había nadie en la sala de descanso. El Vidente se había ido. La máquina electrónica estaba desconectada.
Vinieron entonces nuevas horas de espera, interminables, agotadoras, llenas de terribles dudas. Qué horrores no habrán descrito los novelistas relatando la exploración de planetas desconocidos: tempestades de arena, explosiones atómicas, medusas eléctricas. Aquí, el Gran Sirio brillaba afectuosamente, el viento mecía tiernamente los maravillosos árboles, todo estaba tranquilo y silencioso. Pero en aquel silencio yo había sometido toda la historia de la humanidad al tribunal de «Los que ven el fondo de las cosas», y estaba incomparablemente más emocionado de lo que pudiera estarlo en medio de no importa cuál huracán o de no importa cuál invasión de animales fabulosos. ¡Cómo hubiera querido ver en mi lugar a uno cualquiera de los que habían descrito con tanta ligereza el descubrimiento de nuevos mundos! Un encuentro, una instantánea comprensión, una charla amistosa y adiós. ¡Qué tontería!
El tiempo pasaba. Yo comprendía ahora la profunda sabiduría de las antiguas instrucciones previniendo contra las arriesgadas experiencias con los habitantes de otros planetas. El Vidente no aparecía, y empezaba a creer que allí estaba la respuesta.
Cayó la tarde. El Pequeño Sirio reemplazó al Grande en el firmamento, después desapareció también tras el horizonte. Uno se hubiera creído estar en medio de las noches blancas; así se anunciaba el próximo amanecer del Gran Sirio.
Esperaba. Decidí esperar aún sesenta horas.
Pero habían pasado setenta horas cuando me dije: aún seis más. Mecánicamente, como en sueños, puse el «Poisk» en disposición de partir. En cuanto a mis pensamientos… Aquel día me afeité pensando en los Videntes, y me esforcé largamente en quitar la espuma de jabón que quedaba en mis sienes. La espuma no desapareció: mis cabellos habían encanecido.
Faltaban algunas horas antes del último plazo que me había fijado. Estaba sentado en los peldaños de la escalerilla. El disco incandescente del Gran Sirio ascendía por encima del bosque. Emitía una luz blancoazulada tan intensa que esperaba verlo desaparecer de un momento a otro, consumido por su propia luz. Pero no se consumía. Ascendía lentamente, y la sombra de la nave se replegaba sobre sí misma. A los rayos cegadores del Gran Sirio, la esfera blanca brillaba como un pequeño sol. Observé una cosa curiosa: la esfera no producía sombra. No he encontrado aún ninguna explicación a este fenómeno…
El aire se volvía cálido. Me levanté y miré por última vez los árboles anaranjados de Planeta. Después me dirigí hacia la escotilla. En este momento oí a mis espaldas una voz suave.
—No te vayas…
Rayo estaba al pie de la escalerilla.
No sé por qué no lo vi antes. Quizá porque venía con el Gran Sirio a sus espaldas y la luz hacía casi invisible su cuerpo transparente. Con mucho esfuerzo se distinguían apenas las «costuras» de su capa.
Descendí rápidamente. Nos detuvimos allá donde terminaba la corta sombra de la nave. Estábamos de pie uno frente al otro. El instante de la separación había llegado. El «Poisk» debía regresar a la Tierra. De otro modo, una nueva nave vendría hasta aquí y todo volvería a empezar de nuevo desde el principio. Debía prevenir, informar; debía explicar la catástrofe que amenazaba a los Videntes.
El Gran Sirio se acercaba al cénit. El calor estaba allá, asfixiante, tórrido. El Vidente me miraba con sus rojizos ojos posados en el blanco de mis ojos de hombre. En seguida…
Estaban en el extremo de la minúscula sombra de la nave. Ráfagas de aire ardiente ascendían del suelo negro, abrasado por los dos soles. En estas ráfagas ondulantes, los árboles anaranjados temblaban como una llama al viento. Las sienes de Chevtsov le dolían por la intensidad de la luz.
—Tú… marchas… —dijo Rayo.
Chevtsov se estremeció. Respondió maquinalmente:
—Sí.
Después preguntó:
—¿Cómo lo sabes?
El Vidente sacudió la cabeza.
—Lo sé todo… Te vas… Otros vendrán…
A través de la parpadeante aureola rosácea de sus ojos, los destellos claros cruzaban como relámpagos. Chevtsov pensó: «Hacia atrás, rápido hacia atrás», pero no pudo ni dar un paso. Su pensamiento estaba muerto, desvanecido. Los destellos saltaban, cruzaban como un torbellino…
Las visiones que aparecieron en la bruma rosácea eran sorprendentemente familiares. Chevtsov vio el sistema de Sirio: dos estrellas y tres planetas; vio un satélite cerca de uno de los planetas. Después, el satélite se convirtió en fuego y Chevtsov comprendió que estaba viendo el reflejo de sus propios pensamientos. Sí, aquellos eran sus pensamientos: sus hipótesis, sus dudas, sus cálculos, sus fórmulas, sus esquemas…
La aureola rosada comenzó a contraerse como la sombra de la nave ante la luz ascendente del Gran Sirio. El Vidente sonreía enigmáticamente. O quizá Chevtsov creía tan sólo que sonreía.
—Yo sé… —dijo Rayo.
Chevtsov había comprendido. Sí, él sabía. Los Videntes leían el pensamiento. Tal vez Rayo tenía razón en llamar a su pueblo «Los que ven el fondo de las cosas».
Guardaron un largo silencio. El viento tórrido arrastraba perfumes aromáticos.
—Los hombres… viven poco… —dijo pensativamente Rayo—. Siempre en camino…
—Poco —repitió Chevtsov—. Pero aprenderemos a vivir más tiempo. Estamos al principio de nuestra ruta.
—Ve… —dijo Rayo—. Yo voy a mirar.
Chevtsov asintió con la cabeza.
—Adiós. Retrocede hasta los árboles.
Aunque no quisiera admitirlo, se sentía un poco vejado de que Rayo se despidiera tan fácilmente de él. Después pensó: Aún me sigo sirviendo de mis conceptos… Para los Videntes algunas decenas de años no es nada o, en todo caso, es muy poco.
—Adiós —repitió Chevtsov.
El Vidente se alejó y desapareció entre los rayos del Gran Sirio. Chevtsov subió los peldaños de la escalerilla y miró en torno suyo. La nave estaba rodeada de un suelo negro, calcinado. La esfera blanca se alejaba lentamente hacia el bosque, como si supiera que la nave iba a partir de un momento a otro…
—Y esto es todo —continuó Chevtsov—. Subí a la cabina de pilotaje y puse en marcha el acelerador iónico. Los aparatos se despertaron, la nave fue presa del temblor que precede a la partida, y yo sentí que el regreso hacia nuestro mundo comenzaba en aquel preciso instante. Allá abajo, fuera de la nave, estaba el mundo de los Videntes. Aquí estaba el mundo de los míos; un mundo inteligente, audaz y poderoso.
Hice elevarse al «Poisk» por encima del calvero. Puse los amplificadores de la telepantalla en marcha. Cerca de un árbol-espiral cuyo enrollado tronco parecía el cuerpo de una serpiente gigante vi a Rayo. Como siempre, el Vidente sonreía de una forma enigmática. No podía oírme, pero le dije:
—Nuestra vida es corta y estamos siempre en camino. Un día aprenderemos a hacer la vida más larga. Pero, incluso entonces, será demasiado corta para nosotros, ya que marcharemos eternamente a lo largo de una ruta que no tiene fin. Es por esto que el hombre se ha transformado en el Hombre…

Lanskoi se dirigió hacia la ventana. La voz de Chevtsov se sobreponía aún a los crecientes ruidos del Mundo Estelar. Lanskoi la oía sin oírla. Pensaba en la nave de Chevtsov que avanzaba por algún lugar, a millones de kilómetros de la Tierra. Ante él, un camino largo y lleno de peligros, y lo que Tessem había llamado «el problema de los Videntes». ¿Qué solución iba a encontrar este problema? ¿Se convertirían los hombres en los hermanos mayores de los Videntes? Mayores, porque la experiencia y la voluntad de los hombres, su pasado y su presente, les conferían este derecho, de tan difícil ejercicio.
Innumerables, las estrellas brillaban al otro lado de la abertura circular de la ventana. Se hubiera dicho que sus rayos golpeaban el cristal: «Observa, hombre, cómo somos numerosas. Tu vida no bastaría para contarnos…». Eran, en efecto, una multitud. Entre ellas, el cielo espejeaba como si sus infinitas profundidades escondieran miríadas de otros astros inaccesibles a la mirada humana.
De tanto en tanto, un meteoro cruzaba las tinieblas con un trazo de fuego. A veces, las nubes cubrían las estrellas. Pero la estela fantasmagórica del meteoro se fundía muy pronto en la noche, y el viento empujaba las nubes sobre la Tierra. El cielo volvía a ser parecido a sí mismo: inmenso, inmutable y grandioso.
El arte ha vivido siempre a la escala humana, pensaba Lanskoi. El amor… Dos seres humanos se aman: sobre este tema, cuántos libros, estatuas, obras musicales… En todos los tiempos y a través de todas las situaciones. Lo mismo puede decirse de los celos, de la avaricia, del valor. El análisis de las pasiones ha sido estudiado hasta la precisión del microscopio. Y he aquí que el arte deberá cambiar el microscopio por el telescopio. La escala de las pasiones humanas ha sido modificada.
El cosmos es un escenario demasiado grande para que se puedan representar las viejas obras. A las dimensiones cósmicas de la escena deben corresponderle la envergadura cósmica de los acontecimientos, de las empresas y de las acciones. ¿O acaso estoy equivocado? Incluso en la era estelar seguirán existiendo el amor y los celos, el valor y la cobardía, la generosidad y la avaricia… Bien, en una corriente de agua cada partícula tiene su propio movimiento, pero todas juntas se deslizan hacia el mismo punto. Ocurre lo mismo con los hombres: pueden ocuparse de sus asuntos o dejarse absorber por sus pasiones, pero no por ello dejarán de ir hacia las estrellas. En consecuencia, el arte debe precederles sobre el camino de las estrellas.
Pero es difícil representar a un hombre en desafío ante el cielo infinito. ¿Qué estatua sabrá fundir en sí misma el valor, la fuerza, la flaqueza, la audacia y la bondad del hombre que marcha hacia las estrellas? ¿Cómo fijar a la vez en la piedra el poder tranquilo del conocimiento, el impulso impetuoso del romanticismo y la melancólica luminosidad del lirismo?
¡Arte, cuán impotente eres a veces!
Era en el tiempo en que las cosmonaves alcanzaron por primera vez los planetas poblados de seres racionales. Los mundos lejanos no eran parecidos ni al pasado ni al futuro de la Tierra. Fue por eso por lo que los primeros pasos de los hombres en otros mundos fueron tímidos.
No fue sin vacilar que los hombres sometieron su historia al juicio imparcial de otros seres, para recibir esta respuesta: «Habéis seguido una ruta dura y difícil. Habéis pagado caros vuestros conocimientos y vuestra felicidad. Pero habéis templado vuestra voluntad más allá de todos los límites, y habéis adquirido el derecho a desafiar todas las adversidades».
Era en el tiempo de las grandes realizaciones. El camino era aún largo, incluso para ir a las estrellas más próximas. Muchas naves perecieron aún sobre las inexploradas rutas estelares. Pero los hombres comenzaban ya a reorganizar el Universo. Envolvían de densas atmósferas los planetas sin vida, donde la lluvia bienhechora humedecía por primera vez las arenas resecas. Encendieron nuevos soles, pequeños ciertamente, pero cuyos ardientes rayos atravesaban las tinieblas invioladas.
Incluso en el curso de sus primeros vuelos, los hombres no se habían contentado con ser observadores pasivos. El mundo estaba demasiado mal ordenado para limitarse a admirarlo. El Universo esperaba al hombre con sus manos ávidas, su vasto espíritu y su aspiración insaciable de marchar hacia adelante. El hombre había respondido a la llamada del Mundo Estelar. Sabía ya que es absolutamente imposible imaginar un problema para el que no se pueda encontrar jamás una solución.
Era en el tiempo en que los hombres comprendieron una verdad muy simple: no es la Tierra ni el Sistema solar, sino el Mundo Estelar sin límites lo que les pertenece.
Título original:
Баллада о звездах
© 1967, Mezhkniga.
Traducción de F. Castro