EXAMEN FINAL
CHAD OLIVER
Los relatos de Chad Oliver se especializan sobre temas de antropología. En esta historia, de un corte clásico, el célebre autor de «Shadows in the Sun» y «Another kind» nos hace ver cómo la pedantería de tesis preconcebidas y la estupidez, dos factores inherentes al espíritu humano, pueden conducir a un fatídico desenlace.
ilustrado por M.ª LLUISA PAYTUBÍ
La espacionave procedente de Marsópolis descendió sobre sus antigravs en el campo privado de Ed Crowley sin apenas agitar el césped color lavanda. Hubo un momento de silencio en el tenue aire… y luego salieron los estudiantes.
Naturalmente, no todos eran estudiantes. B. Barratt Osborne, el escritor, estaba presente, y también lo estaban un espacionauta cojo y su joven hijo. Pero la mayoría de los pasajeros eran miembros de la famosa Clase 482 de Historia Marciana Superior del Dr. Thomas La Farge, el orgullo de la Academia Americana. Éste era su viaje de estudios.
—Ahí hay uno —dijo excitada Charlotte Stevens—. ¡Miradlo!
Efectivamente, era un verdadero marciano vivo. Salió lentamente del camión portaequipajes y caminó hacia ellos. Era muy alto y delgado y extraño… tal como en las fotos. Su piel era rojiza, y tenía un mechón de cabello blanco nieve. Sus ojos rasgados eran de un profundo y líquido verde. Parecía, más que verlo, mirar a través del grupo parado frente a la nave. No dijo nada.
—Observen, observen —susurró el Dr. Thomas La Farge—; ya les dije que nunca decían nada.
—¡Oh! —dijo Charlotte Stevens.
—Mira, papá —dijo chillando Bobby Fitzgerald, tirando de la manga de su padre—; mira al raro marciano.
—Aquí, buen hombre —instruyó el Profesor La Farge—. Las maletas están en la nave. El Capitán Stuart se las mostrará.
El marciano asintió con la cabeza y entró en la nave sin decir una palabra.
—Éste era Dos —explicó el Profesor—. Como ya saben, no tienen nombres propios.
—Bueno, —sorbió Pat Somerset, estirando la falda sobre sus piernas cubiertas de seda—. Hay que admitir que no parecía muy amistoso.
—Así es como son —dijo el profesor—. Son como niños.
Wilson Thorne, ataviado al estilo universitario con pantalones ajustados de color gris y una chaqueta deportiva, lanzó una mirada tras sus gruesas gafas, sopló su pipa en forma de calabacín y asintió gravemente con la cabeza. Su actitud parecía decir: Usted y yo, Profe, nos comprendemos el uno al otro.
Se apiñaron todos en uno de los aerodinámicos transportes de Ed Crowley, que estaba aparcado a un lado del campo. El Profesor La Farge apretó el botón de destino y se pusieron en movimiento. El camino de plastiroca blanca cortaba a través de bosques de césped lavanda de un metro y medio de alto, y el aire estaba endulzado por el aroma de las flores.
El rancho, una estructura edificada con madera de pino gigante marciano pulimentada, anidaba al pie de una cordillera de pequeñas lomas púrpura. Árboles de color naranja en flor moteaban las laderas. Una suave brisa susurraba entre el césped. A su izquierda podían ver las ruinas abandonadas de lo que en otro tiempo había sido un templete marciano.
—¡Oh! —dijo Charlotte Stevens.
—Un característico paisaje marciano —notó el profesor.
—Mierda —dijo B. Barratt Osborne, un caballero notablemente desdeñoso hacia todos los sentimientos no expresados a la perfección por B. Barratt Osborne. John Fitzgerald trataba de apartar del paso su pierna inválida, al tiempo que observaba el rostro de su hijo. Bobby estaba ensimismado. Debía ser maravilloso para él, en la misma forma que lo había sido para él mismo la primera vez que lo había visto.
El transporte se detuvo precisamente enfrente del rancho.
—Ahí está Ed Crowley —dijo el Profesor en voz baja—. No se trata en absoluto de un hombre refinado, pero deben ustedes recordar que el grupo de marcianos más grande que existe se halla localizado en su propiedad.
Ed Crowley, un obeso individuo que se ocultaba tras un tosigoso cigarro negro, se deslizó hasta el transporte y saludó alegremente.
—Me alegro de verles, vaya —rió entre dientes en el profundo tono carraspeante que indicaba que el hombre se hallaba bien metido en su segunda botella—. Ya casi los había dado por perdidos. ¿Cómo va, Einstein? Me alegro de verle.
El Dr. Thomas La Farge estrechó su mano con una cordialidad simulada y presentó a sus acompañantes. B. Barratt Osborne ya conocía al personaje, naturalmente. Conocía a todo el mundo.
—Sí, señor —gruñó Ed Crowley, frotándose las manos—. Justo a tiempo para mojarse un poco y ver la Danza de la Muerte de los nativos esta noche, a la luz de las dos viejas lunas gemelas. Pueden ponerse como en sus casas, vaya. ¡Chico!
Apareció un marciano tras una esquina. Para los ojos no acostumbrados, parecía igual al primero. Y era raro… no importaba lo cerca que estuviera uno, siempre parecía fríamente lejano.
—Hola, Uno —dijo el Profesor—. ¿Cómo van las cosas?
Uno inclinó su cabeza perceptiblemente y contribuyó con su silencio al resumen no expresado de la situación.
—Un genuino marciano, vaya —dijo orgullosamente Ed Crowley—. Échenle una buena mirada, a él no le importa. Uno, lleva a esta gente a sus habitaciones. ¿Alguien me acompaña a un trago de bourbon?
—La pregunta más tonta del año —comentó B. Barratt Osborne. Enlazó su brazo con el de su huésped y siguió al personaje al interior del rancho. Los otros se apelotonaron tras de Uno, cuya presencia les coartaba algo la conversación. ¡Era tan diferente!
—Me produce escalofríos —susurró Pat Somerset, pasando sus delgados dedos por su rubio cabello.
—¡Shhhh! —silenció Charlotte Stevens—. Te oirá.
—Los marcianos son verdaderamente raros —dijo Bobby Fitzgerald en voz alta.
Wilson Thorne chupó su pipa, miró con gesto displicente y permaneció cerca del profesor. Caminaron a través de un hall tallado en un maravilloso pino gigante, en cuyas paredes se veían extrañas pinturas. Fuera, a medida que el pálido sol se sumergía tras las colinas marcianas, las largas sombras del atardecer se deslizaron a través del alto césped y el viento llegó frío del norte.
Después que se hubieron vestido y puesto chaquetas de abrigo, John Fitzgerald y su hijo dejaron su habitación y salieron a reunirse con los otros. De las vigas del techo colgaban lámparas de plata, que daban un oscuro tono marrón dorado al pino del hall. Las oscuras pinturas se retiraron a las sombras y esperaron con una vieja, muy vieja paciencia.
—¿Qué sucedió con los marcianos, papi? —preguntó Bobby, con ojos azul brillante reluciendo en el rostro recién lavado.
—Nosotros sucedimos a los marcianos.
—Creo que son raros, pero ¿por qué los matamos?
—No los matamos… exactamente. Bueno, algunos de ellos trataron de luchar, pero no tenían con qué hacerlo; no tenían armas, ni naves, nada. Las enfermedades se encargaron de la mayor parte de ellos, y nadie sabe lo que le sucedió al resto. Simplemente desaparecieron.
—¿Por qué?
—Creo que tal vez imaginaron lo que les esperaba en el futuro, hijo.
John Fitzgerald trató de no renquear cuando entraron en la brillantemente iluminada sala de estar en la que se encontraban los otros. Se encontraba algo fuera de lugar aquí, aún más de lo que se había notado en Marsópolis.
Se dio cuenta de que Pat Somerset se había cambiado a un traje de satín negro… evidentemente eso era lo que ella creía adecuado para un viaje de estudios a Marte. Estaba coqueteando con él, como era usual, por lo que trató de no reírse de ella. Charlotte Stevens estaba escuchando embelesada a Ed Crowley, que estaba ejerciendo su prerrogativa de huésped de hablar mucho y en voz muy alta.
—Cuando yo llegué a Marte por primera vez, no había un solo bar de primera clase a este lado de Marsópolis —anunció el personaje—. Esto era bueno únicamente para los chiflados, vaya. Tan sólo había una manada de espacionautas… no se ofenda, Mr. Fitzgerald… y el paisaje. Yo me apropié de esta parte del viejo planeta y la convertí en un paraíso para los turistas. Natación, cabalgatas nocturnas bajo las lunas de Marte, pesca en los fríos arroyos de las montañas, todas esas bobadas. Y educativo también, vaya, con las viejas pilas de ladrillos y marcianos y todo lo demás. He convertido este planeta en un negocio rentable, se lo digo a ustedes, y he llegado a donde estoy hoy en día gracias a mis propios esfuerzos.
—Oigan, oigan —dijo B. Barratt Osborne, hablando con su bourbon.
—Claro, ustedes saben que no soy un hombre al que le guste presumir —les aseguró Ed Crowley— pero he hecho algo en este lugar, vaya. Tiene distinción.
—Cuéntenos acerca de los marcianos —suspiró Charlotte Stevens.
—Había montañas de ellos, en otro tiempo… ¿no es cierto, Mr. Fitzgerald? Los muchachos de las primeras naves los vieron. Pero ahora tan sólo hay unos pocos en las ciudades y en las otras concesiones, por lo menos que sepamos nosotros. Yo tengo diez de ellos aquí y son el mayor número que yo haya visto nunca juntos.
—¡Oh! —dijo Charlotte Stevens.
—Infiernos ardientes —dijo B. Barratt Osborne.
—Yo les diré —continuó el personaje—. Esos marcianos de mi propiedad guían a los turistas, reciben a las naves, celebran danzas y hacen como estar por los alrededores dándole color al lugar. Yo soy un hombre tolerante. Yo trato a los marcianos bien y no sé que tengan ninguna causa de queja, vaya. Estos marcianos están un tanto chiflados, pero son como críos, uno tiene que tratarlos correctamente.
—Esto, en esencia, es bastante correcto —habló el Profesor La Farge—. Como quizás ustedes ya sepan, tomé un grupo de ratas grises marcianas y las sometí a algunos problemas de laberinto bastante complejos. Sus actitudes psicológicas eran definidamente infantiles y, mediante el uso de la Ecuación de Equivalencias de La Farge, fui capaz de extrapolar mi hallazgo a los marcianos como conjunto. Están ustedes, espero, familiarizados con mi monografía al respecto.
—Mierda —dijo B. Barratt Osborne, manteniendo así su reputación interplanetaria de poseer un humor sarcástico. Wilson Thorne chupó su pipa y solemnemente anotó el devastador comentario en una libreta de apuntes.
—Bueno, de todas maneras es hora de que empecemos a ponernos en camino —dijo Ed Crowley—. Esta Danza de la Muerte es realmente la madre del cordero, vaya. La última forma auténtica de arte de una raza agonizante y todas esas burradas. Ahora, si todos ustedes tan sólo dejan cada uno diez pavos en esta vieja cajita de aquí…
Todos se apelotonaron y depositaron diez dólares en la caja, excepto, claro está, B. Barratt Osborne, que naturalmente era acreedor de ciertos privilegios por ser tan divertido. John Fitzgerald se dio cuenta de que Pat Somerset estaba dedicada de lleno a acariciar la cabeza de su hijo.
—¡Qué niñito tan precioso! —arrullaba.
—Da las gracias a la simpática señorita —ordenó John Fitzgerald.
—Gracias —dijo Bobby obedientemente.
—¡Dos! —gritó Ed Crowley—. ¡Hey, Dos! Y ahora, ¿dónde demonios estará ese maldito marciano?
Los estudiantes siguieron al personaje hacia la noche, afuera.

El viento había muerto y todo era frío y silencioso bajo las lunas de Marte. John Fitzgerald se estremeció mientras ayudaba a Bobby a entrar en el transporte. Uno de los marcianos tomó los controles manuales. Su alto cuerpo resultaba torpe en el pequeño sitio y sus ondas de cabello blanco nieve casi tocaban el techo del vehículo.
—Una cosa buena de estos nativos es —dijo Ed Crowley— que aprenden rápido.
—Difusión cultural —explicó el Dr. La Farge—. Funciona en ambos sentidos.
Ed Crowley tomó un megáfono, y no es que lo necesitase.
—Ahora fíjense —se lanzó a su estudiado comentario—, fíjense en las características flores nocturnas abriéndose en un olvidado esplendor bajo las bellas lunas gemelas de Marte: Fobos y Deimos. Lo que significa Miedo y Pánico, ¿saben? El miedo y el pánico son los ancianos compañeros de Marte, que allá en la Tierra era tenido por el dios de la guerra. Es difícil de creer, viendo este pacífico mundo, que haya podido alguna vez ser asociado con una cosa como la guerra. Estamos acercándonos ahora al templete abandonado en el que, en tiempos pasados…
John Fitzgerald no escuchaba: el sentimentalismo charlatán de segunda mano siempre le hacía sentirse incómodo. Personalmente, hubiera preferido que Crowley se callase.
Era tan brillante como en las praderas del oeste bajo la luna llena, allá en la Tierra. El alto césped era un mar de plata bajo las estrellas. El aire era frío y claro. Mirando el paisaje uno podía casi imaginarse que nada había cambiado, que todo estaba como antes de que llegasen los terrestres…
El transporte se detuvo. Todos salieron y se apresuraron a través de un sendero por entre la vegetación inmóvil. Llegaron a un claro en el que hileras de bancos de piedra brillaban con tonalidad blanca a la helada luz de las lunas.
—Aquí estamos —dijo Ed Crowley—; ya no falta mucho tiempo.
Esperaron.
Los bancos de madera se notaban fríos y solitarios. El pequeño grupo de visitantes se apretaron juntos en el silencio. Pat Somerset pescó dentro de su bolso un cigarrillo perfumado y lo chupó hasta lograr encenderlo. El césped estaba quieto, las sombras eran negras. La oscuridad estaba viva.
Al otro lado del claro… movimiento.
—¡Aquí llegan los raros marcianos! —gritó Bobby.
—Ahora miren —dijo B. Barratt Osborne.
—Está a punto de empezar —comentó el Profesor.
Los marcianos salieron de las sombras, y comenzó la danza.
No había ninguna música… ¿o la había? John Fitzgerald no estaba seguro. No había ningún instrumento a la vista y los bailarines no parecían estar cantando. Y, no obstante, había algo… un sentimiento, un ritmo, una melodía plateada que corría en escalofríos por la espina dorsal.
Los marcianos bailaron, y ya no eran algo risible. Su cabello blanco se destacaba vívidamente en la claridad lunar, y sus delgados cuerpos se movían con gracia fluida. En alguna forma estaban integrados, estaban integrados aquí en el claro con el césped a su alrededor y las colinas púrpura silenciosas en la distancia. Y la música…
—Es un poco diferente cada vez —dijo el profesor.
—Todo lo que ahora necesitamos es al monstruo de Frankenstein para alegrar este jolgorio —dijo Pat Somerset.
—¡Shhhh! —susurró Charlotte Stevens—. Creo que son lindos.
Wilson Thorne fumaba su pipa y tomaba apresuradas notas en su libreta marrón.
Era una extraña danza: silenciosa y sin apresuramiento, y casi sin finalidad en sus movimientos. Pero había pautas en la graciosa moción de los bailarines, como pudo darse cuenta Fitzgerald. Era como una pantomima a cámara lenta. La mitad de los marcianos daban pasos, aparentemente sin significado, con los ojos cerrados. La otra mitad los circundaba lentamente y entonces se disponían a matar, una y otra vez.
La Danza de la Muerte.
John Fitzgerald notó como un escalofrío recorría su cuerpo. Todo aquello era extraño. Los marcianos parecían matar con cuchillos y con las manos, con armas y con rayos. Nunca fallaban. Los marcianos no tenían armas, no tenían rayos, se dijo a sí mismo. La danza continuó, ni aumentando ni decreciendo en intensidad. No había una preparación emocional, ni un clímax. Simplemente continuaba.
—Son una raza moribunda —dijo el profesor.
—Creo que están locos —afirmó Pat Somerset, arropándose mejor con el abrigo de pieles que cubría su traje de satín.
—Son tan originales —comentó Charlotte Stevens.
Tan repentinamente como había comenzado, la danza acabó. Los marcianos se reintegraron a las sombras y el sentimiento de música desapareció con ellos. El claro estaba vacío.
—Así que esto es por lo que hemos venido desde Marsópolis hasta aquí —se quejó Pat Somerset—. Pues prefiero en cualquier momento el espectáculo del Salón de Cristal.
—Es suficiente, Miss Somerset —advirtió el Profesor—. Debo decir que estoy muy desilusionado con usted… extremadamente desilusionado.
Pat Somerset le sonrió fríamente. Volvió al transporte y los demás la siguieron. Un marciano se encontraba ya a los controles.
—He estado trabajando en los aspectos funcionales de la Danza de la Muerte —anunció el Profesor La Farge mientras se deslizaban a través de la noche, de vuelta al rancho—. Mis amigos antropólogos me dicen que estas danzas ceremoniales siempre tienen alguna función en una cultura total, tanto si los partícipes se dan cuenta de ello como si no. Esto era cierto para las viejas danzas de los Indios, allá en la Tierra. Quizás hayan ustedes visto algunas de las películas tomadas de las danzas, aún tan recientemente como en 1980. Naturalmente, ya no eran el verdadero artículo, pues su cultura ya difícilmente se podía llamar así, y simplemente lo que ellos estaban haciendo era continuar con una tradición que había sobrevivido a la desaparición de su utilidad. Pero con ello pueden hacerse una idea. Esas ceremonias eran usadas para integrar la sociedad, para entrenar a los niños, para dramatizar sus religiones, para reforzar la autoridad… para toda suerte de cosas. Pero siempre había una verdadera función, como oposición a la que aparecía a la vista. Esta Danza de la Muerte presenta un problema interesante; puede llevarme algunas semanas el desentrañarlo totalmente. Mi teoría es que representa la resignación de los marcianos a su destino. Vean, ellos están desapareciendo y…
—¡Silencio! —murmuró B. Barratt Osborne—. ¡Hay espías por todas partes!
Los estudiantes se echaron a reír y Wilson Thorne añadió otra nota a su libreta.
—Papi —susurró Bobby—, quiero ir a casa.
John Fitzgerald miró a su hijo. Era raro, él había tenido la misma idea, una inexplicable necesidad de irse, de abandonar el planeta. ¡Marte era tan diferente del mundo que él había conocido! Y, sin embargo, él había contribuido a convertirlo en lo que era ahora. Y esa gente…
—De acuerdo, Bobby —dijo en voz baja—; las cosas no han ido como hubiera querido, y lo siento. Tomaremos un helicóptero para Marsópolis en la mañana y por la noche estaremos en la nave para la Tierra. ¿Qué te parece?
—Estupendo —dijo alegremente Bobby.
Prosiguieron a través del limpio y frío aire, y la vegetación marciana estaba cubierta con plata de la luz lunar.
La siguiente noche las luces del rancho estaban encendidas, lanzando su desafío a la oscuridad. Un viento del norte silbaba por entre los campos y se perdía por los cañones rocosos de las montañas. Una de las dos pequeñas lunas estaba justamente elevándose sobre el horizonte, y las estrellas eran brillantes y frías.
Ed Crowley, el Profesor La Farge y B. Barratt Osborne estaban jugando a vaciar una botella frente a un rugiente fuego en el enorme hogar de la gran sala de estar. El fuego lanzaba movedizas sombras que se contorsionaban alegremente entre las vigas del techo.
—¡Uno! —gritó Ed Crowley.
No hubo respuesta.
—¡Uno!
Silencio.
—¿Dónde demonios están esos marcianos? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular—. No he visto ni a uno de ellos en horas. Nunca están cuando se los necesita, vaya.
—Como niños —tartamudeó el profesor La Farge—. Exactamente como niños, como niñitos.
—Ah, sí —dijo B. Barratt Osborne, preparándose otra copa—. Y, hablando de niños, ¿dónde están ahora nuestros jóvenes genios?
—Están teniendo una fiesta cerca del río —le informó Ed Crowley—. Tal vez me acerque por esos andurriales un poco más tarde. Esa Pat Somerset es todo un bocado, vaya.
—Si es que le gustan los bocados —dijo casualmente el gran escritor.
—Un momento —objetó el profesor—. Espere tan sólo un momentito. Yo soy el respor… resompla…
—Responsable —suministró B. Barratt Osborne.
—Sí. Responsable. Se lo digo, soy el responsable de… de… ¿qué es lo que estaba diciendo?
—Olvídelo —sugirió B. Barratt Osborne.
Ed Crowley se hundió en un sillón.
—Lo que yo querría saber es dónde están esos marcianos —se quejó—. Este viejo estercolero se nota… distinto.
El viento soplaba frío en la noche.
—Necesita un trago —dijo B. Barratt Osborne.
No obstante, en alguna forma, se notaba frío en la habitación. El fuego ardía y el bourbon hacía su efecto, pero había una frialdad persistente en el aire. Fuera de lugar en el silencio, un postigo golpeaba monótonamente contra alguna pared.
El reloj sincronizado con la Tierra dio las once.
—Me gustaría saber a dónde fueron esos malditos marcianos —comentó nerviosamente Ed Crowley.
Las sombras jugaban en las paredes y algo se movió en un rincón oscuro.
—¿Qué fue eso? —preguntó sobresaltado B. Barratt Osborne.
—No he…
—¡Allí!, allí en el rincón… hay algo allí.
El gran fuego restallaba en el hogar.
—¡Uno! —dijo Ed Crowley en voz alta—. Uno, ¿eres tú?
No hubo respuesta.
—¡Uno! ¡Si eres tú, te sacaré la piel a tiras!
Sombras. Ed Crowley sopesó enfadado una botella y se puso en pie.
—¡Por última vez! —amenazó con una voz aguda y delgada—, ¡sal de ahí!
La cosa salió. Efectivamente, era Uno… pero no estaba solo. Había otros con él. Marcianos. Repentinamente, la habitación estuvo llena de marcianos. Entraron por las puertas y se introdujeron por las ventanas. Bajaron por las escaleras. Había centenares de ellos… altos y delgados y extraños. Su cabello blanco nieve se destacaba bajo las luces, sus fríos ojos verdes estaban fijos sin parpadear. Iban armados. Armados con armas y rayos y tubos y diversas cosas metálicas que ningún hombre había visto antes.
Ed Crowley dejó caer la botella.
—¡Aquí llegan los raros marcianos! —dijo Uno.
—Ahora miren —dijo Dos.
—Está a punto de empezar —dijo Tres.
La noche oprimió la casa.
—Habláis —susurró Ed Crowley.
—Hablamos —asintió Uno. Continuó acercándose.
Los tres hombres se aplastaron contra la pared contigua al hogar. Sus rostros estaban blancos y mojados de sudor.
—¡Las armas, los rayos! Tantos de vosotros. ¿Dónde…?
—Somos millones de nosotros —dijo fríamente Uno.
—¿Millones? Todos muertos, moribundos…
—Hemos vivido en las grutas bajo las montañas durante cincuenta años —informó tranquilamente Dos. Sus verdes ojos eran como hielo—. Eran unas cavernas bastante elaboradas y nos metimos en ellas cuando fue evidente que de otra forma no nos podríamos enfrentar a los locos de la Tierra. Lo arreglamos todo de forma que no fuésemos encontrados y comenzamos a trabajar. ¿Saben?, tenemos poderes. Podemos leer mentes y oímos cada palabra que ustedes pronunciaban. Enviamos espías a aprender sobre sus naves y sus armas… y les hicimos algunas mejoras de nuestra propia invención. Enviamos espías… y ustedes los usaron como atracción para los turistas.
Los marcianos rieron. Silenciosamente.
—Una cosa buena de estos nativos es —dijo Tres— que aprenden rápido.
—Son como niños —añadió Uno.
Los marcianos se aproximaron. Extendieron sus delgadas manos y tocaron a los aterrorizados hombres. Los sacaron a la fría noche y los metieron en el transporte.
—¿Nos… nos van a matar a todos? —preguntó tembloroso el profesor La Farge.
—No a todos —dijo alegremente Uno—. A la mayoría. A unos pocos, como los sabios jóvenes que están en el río, los conservaremos. Para atracción de los turistas, ¿comprenden?
El Profesor La Farge comenzó a sollozar entrecortadamente.
—Ahora fíjense en las características flores nocturnas —dijo irónicamente Dos mientras el transporte se deslizaba en el silencio. Su voz estaba llena de odio—. Fíjense en ellas abriéndose en un olvidado esplendor bajo las bellas lunas gemelas de Marte. Estamos acercándonos ahora al templete abandonado en el que, en tiempos pasados…
El transporte se detuvo.
—No —susurró B. Barratt Osborne.
Los marcianos los llevaron al templete, que estaba frío y silencioso. Habían esperado un largo tiempo.
—No lo hagáis, no lo hagáis —gritó Ed Crowley cayendo de rodillas—. Hemos aprendido nuestra lección… aprendido nuestra lección. Nos iremos… nunca os molestaremos más, nunca. Es vuestro planeta, como siempre. Lo podéis recobrar de nuevo.
—Me temo que esto ya no nos sirva —dijo Tres sin tonalidad—. Desgraciadamente para ustedes, nosotros también hemos aprendido nuestra lección. Marte es viejo, está exhausto. No queremos de nuevo nuestro planeta.
—¿Entonces qué queréis?
—El vuestro —dijo Tres.
Allá en el rancho el reloj sincronizado dio las doce.
Los marcianos se dispusieron a matar, tal como millones de sus hermanos de raza estaban haciendo por todo Marte. Con armas y rayos y naves engendradas bajo las montañas.
Ed Crowley gritó.
—Son una raza moribunda —dijo Uno.
—Creo que están locos —afirmó Dos.
—Son tan originales —comentó Tres.
Todo se terminó en minutos. Los estudiantes habían aprendido bien su lección. Sin tropiezos, inexorablemente, mientras Miedo y Pánico corrían a través de la noche, recuperaron su hogar de manos de sus maestros.
Aquella misma mañana, con un rugido que estremeció el planeta, los grandes cohetes marcianos partieron hacia la Tierra.
Título original:
FINAL EXAM
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Traducción de M. Sobreviela