El caso del Doctor
Stephen King
Creo que fue la única ocasión en la que resolví un caso antes que mi ligeramente abrumador amigo, el señor Sherlock Holmes. Digo “creo”porque mi memoria empezó a difuminarse un tanto en cuanto entré en la novena década de mi existencia; ahora, cerca ya del centenario, todo se ha convertido en una auténtica niebla. Tal vez hubo otra ocasión, pero si es así no lo recuerdo.
Dudo que llegue a olvidar jamás aquel caso en particular, por confusos que se tornen mis pensamientos y mis recuerdos, y me dije que debería ponerlo por escrito antes de que Dios me arrebate la pluma para siempre. Sabe Dios que ya no puedo humillar a Holmes, pues lleva cuarenta años sepultado en su tumba. Creo que ya es tiempo de revelar mi historia. Ni siquiera Lestrade, que utilizó a Holmes en diversas ocasiones pero nunca lo tuvo en demasiada estima, rompió su voto de silencio acerca del caso de lord Hull, aunque de todos modos, las circunstancias se lo impedían. Pero aunque las circunstancias hubieran sido otras, no creo que Lestrade hubiera revelado el secreto. Él y Holmes siempre andaban hostigándose, y es posible que Holmes incluso odiara al policía (si bien jamás habría reconocido tan bajo sentimiento), pero lo cierto es que Lestrade profesaba un gran respeto por mi amigo.
Era una tarde lluviosa y siniestra, y el reloj acababa de dar la una y media. Holmes estaba sentado junto a la ventana, con el violín en la mano aunque sin tocarlo, contemplando la lluvia en silencio. Había momentos, sobre todo cuando sus días de cocaína pasaron a la historia, en que Holmes se veía aquejado por un mal humor que rayaba la hosquedad, sobre todo cuando el cielo se obstinaba en mostrarse gris durante una semana o más, y aquél día se sentía doblemente decepcionado, pues había comenzado a llover la noche anterior, y mi amigo había vaticinado con toda confianza que por la mañana brillaría el sol. Sin embargo la niebla que pesaba sobre la ciudad cuando me levanté se había espesado hasta convertirse en una lluvia constante, y lo único que ponía a Holmes de peor humor que los períodos prolongados de lluvia era el hecho de equivocarse.
De repente se irguió, rozando una cuerda del violín con la uña, y esbozó una sonrisa sardónica.
—¡Watson! ¡Venga a ver esto! ¡El sabueso más mojado que haya visto jamás!
Se trataba de Lestrade, por supuesto, que iba sentado en un coche abierto mientras la lluvia le entraba en los ojos impertérritos y a un tiempo terriblemente inquisitivo. El coche apenas se había detenido cuando Lestrade se apeó, arrojó una moneda al conductor y se dirigió al 221 B de Baker Street. Caminaba con tal rapidez que creí que iba a estrellarse contra nuestra pared como un ariete.
Oí a la señora Hudson refunfuñando acerca de lo mojado que estaba y el efecto que ello podría producir en las alfombras tanto de la planta baja como del primer piso, y en aquel momento, Holmes, que podía hacer quedar a Lestrade como una tortuga cuando le apetecía, se dirigió a toda prisa hacia la puerta.
—¡Déjelo subir, señora H.! —exclamó—. Le pondré un periódico debajo de los pies si se queda mucho rato, pero en cierto modo creo que sí, de verdad creo que...
En aquel instante, Lestrade subió la escalera pesadamente, dejando a la señora Hudson que siguiera refunfuñando en la planta baja. El policía tenía el rostro azorado, le ardían los ojos y sus dientes, amarillentos por el tabaco, aparecían separados en una sonrisa de lobo.
—¡Inspector Lestrade! —exclamó Holmes con jovialidad—. ¿Qué le trae por aquí en un día tan...?
Pero no pudo continuar.
—He oído que los gitanos conceden deseos —lo interrumpió Lestrade, todavía jadeante—. Y ahora me lo creo. Venga enseguida si quiere un buen desafío, Holmes. El cadáver todavía está caliente y los sospechosos esperando en fila.
—¡Me asusta usted con su ardor, Lestrade! —exclamó Holmes, aunque enarcando las cejas con ademán sarcástico.
—No se haga el interesante conmigo, hombre... He venido a toda prisa para ofrecerle algo por lo que, en su orgullo, ha suspirado mil veces delante de mí; el perfecto misterio de la puerta cerrada con llave.
Holmes había avanzado unos pasos hacia el rincón, tal vez para coger el bastón de empuñadura dorada que por alguna razón prefería aquella temporada. Pero al oír aquellas palabras, se volvió como una exhalación hacia nuestro empapado visitante.
—¡Lestrade! ¿Habla en serio?
—¿Cree que habría corrido el riesgo de pescar una pulmonía en un coche abierto si no hablara en serio? —replicó Lestrade.
Y a continuación, por primera vez que yo sepa (pese a las innumerables ocasiones en que se le ha atribuido la frase), se volvió hacia mí y exclamó:
—¡Deprisa, Watson! ¡La caza espera!
Por el camino, Lestrade comentó en tono penetrante que Holmes tenía más suerte que el propio diablo. Aunque Lestrade había ordenado al conductor del coche abierto que esperara, apenas habíamos salido de nuestra casa cuando oímos aquél exquisitamente raro golpeteo que se acercaba por la calle: un coche cerrado vacío lo convertía en un auténtico chaparrón.
Subimos al vehículo y nos pusimos en marcha a toda prisa. Como siempre, Holmes iba sentado a la izquierda, observándolo todo con gran atención, catalogándolo todo, aunque aquél día bien poco había que observar y catalogar..., o al menos eso me parecía a mí. Sin duda alguna, todas las esquinas desiertas y los escaparates surcados por la lluvia resultaban de lo más aleccionador para Holmes.
Lestrade dio al conductor una dirección de Savile Row y a continuación preguntó a Holmes si conocía a lord Hull.
—He oído hablar de él —repuso Holmes—, pero no he tenido el placer de conocerlo en persona. Y supongo que nunca lo tendré. Era armador, ¿verdad?
—Sí, señor, armador —asintió Lestrade—. Pero le aseguro que no habría sido ningún placer conocerlo. Lord Hull era, según afirma todo el mundo, incluso sus allegados y... esto... seres queridos, un tipo de lo más desagradable y más loco que una cabra. Sin embargo, ha dejado de ser desagradable y estar loco para siempre. Alrededor de las once de esta mañana, hace —extrajo el maltrecho reloj de bolsillo— tan sólo dos horas y cuarenta minutos, alguien le clavó un cuchillo en la espalda mientras estaba sentado en su estudio con el testamento ante él, sobre el papel secante del escritorio.
—Así pues —intervino Holmes con expresión pensativa al tiempo que se encendía la pipa—, cree usted que el estudio del desagradable lord Hull es la habitación cerrada de mis sueños, ¿verdad Lestrade?
Sus ojos despedían un brillo escéptico por entre las nubecillas de humo azul.
—Creo que sí —repuso Lestrade con tranquilidad.
—Watson y yo hemos excavado antes en tales lugares, pero nunca hemos encontrado agua —comentó Holmes lanzándome una breve mirada antes de volverse de nuevo para estudiar sin descanso las calles por las que pasábamos—. ¿Recuerda “El signo de los cuatro”, Watson?
No hacía falta que contestase. Cierto es que aquel caso había incluido una habitación cerrada con llave, pero también habían entrado en juego un ventilador, una serpiente venenosa y un asesino lo suficientemente demoníaco para introducir la segunda en el primero. Había sido obra de una mente brillante y cruel, pero Holmes había llegado al fondo de la cuestión en un periquete.
—Explíqueme los hechos, inspector —pidió Holmes.
Lestrade empezó a presentárselos con el estilo conciso de un policía experimentado. Lord Albert Hull había sido un tirano en los negocios y un déspota en su casa. Su mujer había acabado por tenerle miedo, y, por lo visto, sus temores eran del todo justificados. El hecho de haberle dado tres hijos varones no parecía haber moderado en absoluto su salvaje enfoque de los asuntos domésticos en general y de ella en particular. Lady Hull se había mostrado algo reacia a hablar de aquellas cuestiones, pero sus hijos no se habían reprimido en lo más mínimo. Su papá, decían, no había desaprovechado ninguna oportunidad de molestarla, criticarla o hacerse el gracioso a su costa... Todo ello cuando estaban en compañía de otras personas. Cuando estaban a solas, la ignoraba. Excepto, añadió Lestrade, cuando le entraban deseos de azotarla, lo cual sucedía frecuentemente.
—William, el mayor, me dijo que su madre siempre contaba la misma historia, cuando se sentaba a desayunar con un ojo hinchado o la mejilla morada: que había olvidado ponerse las gafas y había chocado contra una puerta. “Chocaba contra una puerta una o dos veces por semana —explicó William—. No sabía que tuviéramos tantas puertas en la casa.”
—Hummm —murmuró Holmes—. ¡Que encanto de hombre! ¿Y los hijos nunca hicieron nada para impedírselo?
—Ella no se lo permitía —repuso Lestrade.
—Está loca —intervine.
Un hombre que pegaba a su mujer era un ser abominable; una mujer que se lo permitía, un ser abominable e incomprensible.
—No obstante, su locura no carece de método —puntualizó Lestrade—. De método y de lo que podríamos llamar “paciencia informada”. A fin de cuentas, era veinte años más joven que su dueño y señor. Además, Hull bebía como un cosaco y comía como un cerdo. A la edad de setenta años, hace de ello cinco, contrajo gota y angina.
—Esperar que la tormenta amaine y el sol vuelva a brillar —comentó Holmes.
—Sí —asintió Lestrade—. Pero esta idea ha constituido la perdición de más de un hombre y una mujer, no me cabe duda. Hull se aseguró que su familia supiera el valor que tenía y en qué consistía su testamento. Todos ellos eran paca más que esclavos.
—Y el testamento era su documento de servidumbre —murmuró Holmes.
—Exacto, viejo amigo. En el momento de su muerte, Hull valía unas trescientas mil libras. Nunca les pidió que le creyeran; hacía venir a su jefe de contabilidad cada tres meses para que le detallara las hojas de balance de Astilleros Hull, aunque siempre tenía la sartén por el mango y la bolsa bien cerrada.
—¡Que diabólico! —exclamé.
Aquello me recordaba a los crueles muchachos que a veces se ven en Eastcheap o en Picadilly, muchachos que muestran un dulce a un perro hambriento para verlo bailar... y después se lo comen mientras el perro lo contempla. Aquella comparación me parecía más adecuada de lo que habría imaginado.
—Después de su muerte, lady Rebecca recibiría ciento cincuenta mil libras; William, el mayor, cincuenta mil, Jory, el mediano, cuarenta mil; y Stephen, el menor, treinta mil.
—¿Y las restantes treinta mil? —inquirí.
—Pequeñas donaciones, Watson; a un primo que tenía en Gales; una tía en Bretaña (ni un penique para los parientes de lady Hull, sin embargo), cinco mil en legados para los criados. Ah, y... esto le gustará, Holmes... Diez mil libras para el Hogar para Gatos Abandonados de la señora Hemphill.
—¡Bromea! —grité.
Sin embargo, si Lestrade esperaba una reacción similar por parte de Holmes, debió de quedar muy decepcionado, pues mi amigo se limitó a volver a encenderse la pipa como si hubiera esperado aquello... a algo parecido.
—¿Con los miles de bebés que se mueren de hambre en el East End y los chicos de doce años que trabajan cincuenta horas semanales en las fábricas y el tipo lega diez mil libras a... un pensionado para gatos?
—Exacto —repuso Lestrade sin inmutarse—. Además, habría legado veintisiete veces dicha cantidad a los Gatos Abandonados de la señora Hemphill si no hubiera sucedido lo que sucedió esta mañana.
Lo único que fui capaz de hacer fue abrir la boca de par en par e intentar multiplicar la cantidad en mi mente. Mientras llegaba a la sorprendente conclusión de que lord Hull había tenido la intención de desheredar tanto a su mujer como a sus hijos en aras de un hogar para felinos, Holmes observaba a Lestrade con expresión agria al tiempo que decía algo que se me antojó por completo disparatado.
—Voy a estornudar, ¿verdad?
Lester esbozó una sonrisa. Era una sonrisa repleta de trascendental dulzura.
—¡Sí, mi querido Holmes! Con frecuencia e intensidad me temo.
Holmes se sacó la pipa de la boca ahora que había conseguido que funcionara a su entera satisfacción (lo advertí por el modo en que se había retrepado en su asiento), la contempló por un instante y a continuación la sacó a la lluvia. Más asombrado que nunca, observé cómo se la sacudía para arrojar el tabaco mojado y humeante.
—¿Cuántos? —inquirió Holmes.
—Diez —repuso Lestrade con una sonrisa diabólica.
—Sospechaba que debía haber algo más que esa famosa habitación cerrada para que viniera usted a verme en un coche abierto en un día como éste — comentó Holmes en un tono cortante.
—Sospeche lo que le plazca —replicó Lestrade en tono jovial—. Me temo que yo debo ir al escenario del crimen, ya sabe, el deber me llama, pero si lo desea, puedo dejarle a usted y a su querido doctor aquí mismo.
—Es usted el único hombre que conozco —comentó Holmes— cuya perspicacia parece agudizarse con el mal tiempo. ¿Tendrá eso algo que ver con su carácter, me pregunto? Pero no importa... Tal vez eso sea tema de discusión para otro día. Dígame Lestrade, ¿cuándo tuvo lord Hull la seguridad de que iba a morir?
—¿A morir? —exclamé—. Querido Holmes, ¿qué le sugiere que el hombre creía...?
—Elemental, querido Watson —repuso rápido Holmes—. C.D.C., como ya le he explicado al menos un millón de veces... El carácter determina la conducta. Le divertía tenerlos a todos bajo su férula mediante el testamento... —Se volvió hacia Lestrade—. No había ningún fondo, supongo. Ninguna vinculación, ¿verdad?
—No —repuso Lestrade meneando la cabeza.
—¡Extraordinario! —exclamé.
—En absoluto Watson, el carácter determina la conducta, no lo olvide. Quería que creyeran a pies de puntillas que todo sería suyo en cuanto les hiciera el favor de irse al otro barrio, pero de hecho no tenía intención de permitirlo. De hecho, tal conducta habría contradicho de todo punto su carácter, ¿no está de acuerdo, Lestrade?
—Pues sí, totalmente de acuerdo —asintió Lestrade.
—Pues entonces todo correcto hasta el momento, ¿verdad Watson? ¿Ha quedado todo claro? Lord Hull se da cuenta que va a morir. Espera..., se asegura que esta vez no va a haber ningún error, ninguna falsa alarma... y entonces reúne a su amada familia ¿Cuándo? ¿Esta mañana, Lestrade?
Lestrade gruño en sentido afirmativo. Holmes se pellizcó la barbilla con los dedos.
—Los reúne y les dice que acaba de redactar un nuevo testamento en el que los deshereda a todos..., es decir, a todos salvo los criados, unos cuantos parientes lejanos y, por supuesto, los mininos.
Abrí la boca para decir algo, pero me di cuenta de que estaba demasiado indignado para hablar. Me cruzaba una y otra vez por la mente la imagen de aquellos muchachos crueles que hacían saltar a los hambrientos chuchos de East End por un pedazo de tocino o unas migajas de pastel de carne. Debo añadir que en ningún momento se me ocurrió preguntar si un testamento podría cuestionarse ante el colegio de abogados. En la actualidad, un hombre las pasaría moradas si pretendiera desheredar a sus parientes más cercanos en aras de una residencia gatuna, pero en 1899, la voluntad de un hombre era la voluntad de un hombre, y a menos que pudieran presentarse con pruebas muchos ejemplos de locura, no de excentricidad, sino de auténtica locura, la voluntad de un hombre, al igual que la de Dios, se hacía.
—¿Y se firmó el nuevo testamento con los testigos pertinentes? —inquirió Holmes.
—Por supuesto —repuso Lestrade—. Ayer, el procurador de lord Hull y uno de sus ayudantes aparecieron en la casa y fueron conducidos al estudio de Hull.
Permanecieron allí por espacio de unos quince minutos. Stephen Hull afirma que, en una ocasión, el procurador levantó la voz en señal de protesta, aunque no sabe de qué se trataba, pero Hull lo hizo callar. Jory, el mediano, estaba arriba, pintando, y lady Hull había salido a visitar a una amiga. Pero tanto Stephen como William vieron entrar a los letrados, y también los vieron marcharse al cabo de un rato. William dice que se marcharon cabizbajos, y pese a que William se acercó para preguntar al señor Barnes, el procurador, si se encontraba bien y hacer algunos comentarios banales sobre la persistencia de la lluvia, Barnes no respondió y el ayudante, al parecer, incluso se sobresaltó. Como si estuvieran avergonzados, dijo William.
Bueno, adiós a esa solución, pensé.
—Ya que estamos en ello, hábleme de los muchachos —rogó Holmes.
—Como quiera. Huelga decir que el odio que sentían por el cabeza de familia tan sólo se sentía superado por el ilimitado desprecio que el cabeza de familia sentía hacia ellos..., aunque no comprendo cómo podía despreciar a Stephen... Bueno, no importa. Vayamos por orden. William tiene treinta y seis años. Si su padre le hubiera dado alguna suerte de asignación, supongo que habría sido un playboy. Puesto que siempre ha tenido poco dinero o ninguno, ha pasado los días en diversos gimnasios, enfrascado en lo que creo que se denomina “cultura física” (parece ser un tipo bastante musculoso), y la mayor parte de las noches en diversos bares baratos. Y los días en que por casualidad sí tiene algo en el bolsillo, lo más probable es que lo pierda jugando cartas. No es un hombre agradable, Holmes. Un hombre sin objetivos, sin oficio, sin aficiones ni ambiciones (salvo la de sobrevivir a su padre) nunca es un hombre agradable. Se me ocurrió la idea más extraña cuando lo estaba interrogando, y es que no estaba interrogando a un hombre, sino a un jarrón vacío sobre el que hubieran grabado el rostro de su padre.
—Un jarrón a la espera de ser llenado de libras esterlinas —añadió Holmes.
—Jory ya es harina de otro costal —prosiguió Lestrade—. Lord Hull reservaba la mayor parte de su desprecio para él, y desde niño le había dedicado apodos tan cariñosos como “cara de pez”, “piernas de barrilete” y “barriga de armiño”. Por desgracia, no es difícil adivinar el origen de tales motes; Jory Hull mide apenas metro y medio, es patizambo y extremadamente feo. Se parece un poco a ese poeta. Ese sarasa...
—¿Oscar Wilde? —inquirí.
Holmes se volvió a mí con expresión divertida.
—Creo que Lestrade se debe referir a Algernon Swinburne —corrigió Holmes—. Quien a mi juicio no es más sarasa que usted, Watson.
—Jory Hull nació muerto —prosiguió Lestrade—. Después de estar totalmente inmóvil y azul durante un minuto entero, el médico así lo declaró y cubrió su cuerpo deforme con una toalla. En un arranque de heroísmo, el único de su vida, lady Hull se incorporó, retiró la toalla y sumergió las piernas del bebé en el agua caliente que habían traído para el parto. Y entonces el bebé empezó a moverse y patalear.
Lestrade esbozó una sonrisa y se encendió un purito con gran elegancia.
—Hull afirmaba que la inmersión había provocado que el chico fuera patizambo, y cuando tomaba unas copas de más atormentaba a su mujer por ello. Le decía que debería haberlo dejado morir. Que hubiera sido preferible que Jory muriera a que viviera para convertirse en lo que era, decía en ocasiones, para convertirse en una criatura con patas de cangrejo y cara de abadejo.
La única reacción de Holmes ante tan extraordinaria y, según mi experiencia como médico, bastante sospechosa como historia fue comentar que Lestrade había logrado recabar una información muy amplia en un período de tiempo extremadamente leve.
—Ello se debe a uno de los aspectos del caso que, a mi juicio, le interesará, mi querido Holmes —comentó Lestrade al tiempo que doblábamos por Rotten Row levantando un gran abanico de agua—. No requieren ningún tipo de presión para hablar; la presión haría falta para hacerlos callar, en todo caso. Al parecer, han tenido que guardar silencio durante demasiado tiempo. Y luego está el hecho de que el nuevo testamento ha desaparecido. El alivio suelta la lengua de un modo ilimitado, según he advertido.
—¿Qué ha desaparecido? —exclamé.
Sin embargo, Holmes no pareció darse cuenta; seguía concentrado en Jory, el hijo mediano de cuerpo deforme.
—Entonces, ¿es realmente feo? —preguntó a Lestrade.
—Pues no es demasiado guapo, pero tampoco tan feo como otros —repuso Lestrade con toda tranquilidad—. Creo que su padre no cesaba de incordiarlo porque...
—... porque era el único que no necesitaba del dinero de su padre para abrirse camino en la vida —terminó Holmes.
—¡Diablos! ¿Cómo lo sabe? —exclamó Lestrade sobresaltado.
—Porque lord Hull se tenía que conformar con importunar a Jory por sus defectos físicos. ¡Cómo debía de fastidiar al viejo diablo tener que enfrentarse con un blanco potencial tan bien dotado en otros sentidos! Meterse con un hombre por su aspecto o su presencia física puede ser divertido para los muchachos o los borrachos, pero un villano como lord Hull, debía estar acostumbrado a jugar mucho más fuerte, sin duda alguna. Me atrevería a decir que es bien posible que temiera a su hijo mediano de piernas torcidas. ¿Cuál es la llave que abría la celda de Jory?
—¿No se lo he dicho? Jory pinta —aclaró Lestrade.
—Ah.
Tal como demostraron los lienzos colgados en los salones de la planta baja de la casa de los Hull, Jory era, de hecho, un pintor muy bueno. No maravilloso, no me refiero a eso en absoluto. Pero los retratos que había realizado de su madre y sus hermanos eran tan fieles que años más tarde, cuando vi por primera vez fotografías de color, me volvió a la memoria aquella lluviosa tarde de noviembre de 1899. Y el retrato de su padre tal vez sí era obra de un pintor maravilloso. En verdad asombraba, casi intimidaba por la malevolencia que parecía manar del lienzo como el aliento del aire malsano de un cementerio. Tal vez Jory de pareciera a Algernon Swinburne, pero la figura del padre, al menos vista por la mano y el ojo de su hijo mediano, me recordó a uno de los personajes de Oscar Wilde, aquel roué casi inmortal... Dorian Gray.
Sus lienzos constituían procesos largos y lentos, pero era capaz de realizar bocetos con tal rapidez que algunos sábados por la tarde regresaba a casa de Hyde Park con la bonita suma de veinte libras en el bolsillo.
—Apuesto lo que sea que a su padre le encantaba eso —intervino Holmes.
Alargó la mano hacia la pipa con ademán automático, pero enseguida volvió a retirarla.
—El hijo de un par haciendo bocetos de turistas americanos ricos y sus novias como si fuera un bohemio francés.
—Le daba una rabia tremenda, como puede figurarse —repuso Lestrade con una carcajada—. Pero Jory, bien por él, no renunció a sus ventas en el Hyde Park... hasta que su padre accedió a pagarle una asignación semanal de treinta y cinco libras. Decía que se trataba de un chantaje.
—Me destroza el corazón —tercié.
—A mí también, Watson —convino Holmes. Ahora el tercer hijo, Stephen. Dése prisa, Lestrade, que estamos a punto de llegar a la casa.
Como ya había insinuado Lestrade con anterioridad, Stephen era el que, sin duda, más motivos tenía para odiar a su padre. A medida que su gota empeoraba y su cabeza se tornaba más confusa, lord Hull confiaba más y más asuntos de empresa a su hijo Stephen, que tan sólo contaba con veintiocho años en el momento de la muerte de su padre. Las responsabilidades recaían en Stephen, así como las culpas en caso de que la menor de sus decisiones constituyeran un error. Sin embargo no obtenía beneficio económico alguno si tomaba una decisión acertada y contribuía a que los negocios de su padre prosperaban.
Lord Hull debería haber visto a Stephen con buenos ojos, pues era el único de sus hijos que se interesaba por la empresa que él había fundado y que tenía las aptitudes necesarias para dirigirla. Stephen era un perfecto ejemplo de lo que la Biblia denomina “el buen hijo”. Sin embargo, en lugar de mostrar amor y gratitud hacia su hijo, lord Hull recompensaba los casi siempre fructíferos esfuerzos del joven con desprecio, suspicacia y celos. Durante los dos últimos años de su vida, el viejo expresó en diversas ocasiones la halagadora opinión de que Stephen “sería capaz incluso de robarle la camisa a un muerto”.
—¡Vaya con el hijo de...! —grité sin poder contenerme.
—Dejemos por un momento el nuevo testamento —sugirió Holmes al tiempo que volvía a juntar los dedos—, y volvamos al viejo. Incluso bajo las condiciones más generosas de dicho testamento, Stephen habría tenido motivos para sentirse resentido. A pesar de todos sus esfuerzos, que no sólo habían conservado la fortuna familiar, sino que incluso la habían incrementado, su recompensa no habría consistido más que en las migajas más exangües del pastel que se repartirían los hermanos. Por cierto ¿Qué iba a suceder con los astilleros según las cláusulas de lo que podríamos denominar el Testamento de las Mininos?.
Observé a Holmes con atención, pero, como siempre, resultaba difícil dilucidar si había intentado hacer un pequeño bon mot. Incluso después de todos los años que he pasado con él y todas las aventuras que hemos compartido, el sentido del humor de Sherlock Holmes sigue siendo un misterio insondable, incluso para mí.
—Debía ser puesta en manos de la junta de directores, sin ninguna clase de disposición para Stephen —repuso Lestrade.
Arrojó el purito al exterior en el momento en que el coche doblaba por el sendero curvo de una casa que en aquél momento me pareció extremadamente fea, pues se alzaba entre prados amarronados y aparecía surcada de lluvia.
—Pero puesto que el padre está muerto y no hay rastro del nuevo testamento, Stephen Hull tiene lo que los americanos llaman “ventaja”. La empresa lo nombrará director ejecutivo. Es probable que lo hubieran hecho de todos modos, pero ahora se hará bajo las condiciones que imponga Stephen Hull.
—Sí —dijo Holmes—. La ventaja. Una buena palabra, —Se asomó al exterior— .¡Deténgase, cochero! ¡Todavía no hemos terminado!
—Como usted diga, señor —replicó el cochero—. Pero aquí afuera me estoy quedando empapado.
—Y te irás con dinero suficiente en el bolsillo para empaparte por dentro tanto como por fuera —aseguró Holmes.
Al parecer, sus palabras dejaron satisfecho al cochero, que detuvo el vehículo a unos treinta metros de la puerta principal de la casona. Escuché el sonido de la lluvia golpear los costados del coche mientras Holmes reflexionaba.
—El viejo testamento, el que utilizó para burlarse de ellos... Ése no ha desaparecido, ¿verdad? —pregunté por fin.
—Desde luego que no. Estaba sobre su escritorio, cerca del cadáver.
—¡Cuatro sospechosos excelentes! Podemos descartar a los criados... o al menos eso parece de momento. Dése prisa, Lestrade. Hábleme de las circunstancias, de la habitación cerrada.
Lestrade explicó el resto del caso, recurriendo a sus notas de vez en cuando. Un mes antes, lord Hull había descubierto que tenía una manchita negra en la pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Hizo llamar al médico de la familia. Este diagnosticó gangrena, una consecuencia poco frecuente aunque no rara de la gota y la mala circulación. El médico le advirtió que había que amputarle la pierna muy por encima del lugar de la infección.
Lord Hull rió hasta que se le saltaron las lágrimas. El médico, que había esperado cualquier reacción menos aquella, se quedó petrificado.
—Cuando me metan en el ataúd, matasanos —sentenció Hull—, será con las dos piernas enteras, de eso me encargo yo.
El médico le dijo que comprendía su deseo de conservar la pierna, pero que sin la imputación no le quedaban más de seis meses de vida, de los cuales los últimos dos los pasaría entre terribles dolores. Lord Hull preguntó al médico cuántas probabilidades tenía de sobrevivir si se sometía a la operación. Seguía riendo, explicó Lestrade, como si se tratara del chiste más gracioso que hubiera oído en su vida. Tras unas cuantas vacilaciones, el médico contestó que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades.
—Bobadas —exclamé.
—Eso fue lo que dijo lord Hull —prosiguió Lestrade—, si bien empleó un término que se oye con mayor frecuencia en las tabernas que en los salones.
Hull dijo al médico que no creía tener más de una probabilidad entre cinco de sobrevivir.
—Por lo que se refiere al dolor, no creo que sea para tanto —prosiguió—, siempre y cuando haya láudano y una cuchara a mano.
Al día siguiente, Hull se decidió por fin a darles la desagradable sorpresa... Tenía intención de cambiar el testamento. Pero no les dijo enseguida en qué iban a consistir los cambios.
—Oh —exclamó Holmes observando a Lestrade con aquellos fríos ojos grises que tanto veían—. ¿Y quién, si puede saberse, se sorprendió?
—Ninguno de ellos, diría yo. Pero ya conoce la naturaleza humana, Holmes, ya sabe que la gente siempre espera contra toda esperanza.
—Y que algunos forjan planes para prevenir las catástrofes —añadió Holmes distraído.
Aquella misma mañana, lord Hull había reunido a su familia en el salón, y cuando todos hubieran tomado asiento, interpretó un papel que pocos testadores tienen la oportunidad de representar, un papel que por lo general corresponde a los parlanchines procuradores en cuanto los propios testadores han quedado silenciados para siempre. En pocas palabras, les leyó el nuevo testamento, en que legaba el grueso de la fortuna a los díscolos mininos de la señora Hemphill. En el silencio que siguió a sus palabras, el viejo se levantó, no sin dificultad, y les dedicó una sádica sonrisa. Y apoyándose en su bastón, pronunció las siguientes palabras, que considero tan asombrosamente viles ahora como en el momento en que Lestrade nos explicó la historia en la cabina de coche: “¡En fin! Todo está en orden, ¿verdad? ¡Sí, señor, en perfecto orden! Me habéis servido con lealtad durante unos cuarenta años, mujer y muchachos. Ya ahora tengo la intención, con la mente más clara y serena que pueda imaginarse, de desheredaros. ¡Pero animaos! ¡Podría ser mucho peor! Si tenían tiempo, los faraones hacían matar a sus animales domésticos predilectos, gatos, por lo general, a fin de que éstos pudieran darle la bienvenida en el otro mundo y ser acariciados y golpeados a capricho de sus dueños para siempre... para siempre... para siempre jamás”.
Dicho aquello lanzó una carcajada. Se apoyó en su bastón, y de su rostro pastoso y moribundo siguió brotando la risa mientras sostenía el nuevo testamento, firmado ante testigos como todos ellos habían comprobado, en una de sus garras.
—Señor, es cierto que usted es mi padre y el autor de mis días —dijo William tras levantarse—, pero también es la criatura más vil que ha existido sobre la faz de la tierra desde que la serpiente tentó a Eva en el Edén.
—¡No, en absoluto! —replicó el viejo monstruo sin dejar de reír—. Conozco a cuatro criaturas más viles que yo. Y ahora, si me disculpáis, debo ir a guardar unos importantes documentos en la caja fuerte..., y quemar otros que ya no tiene valor alguno.
—¿Todavía tenía el viejo testamento cuando habló con ellos? —inquirió Holmes con expresión más interesada que sorprendida.
—Sí.
—Podría haberlo quemado en cuanto el nuevo estuvo firmado y avalado — comentó Holmes con aire pensativo—. Había tenido toda la tarde anterior y la mañana para hacerlo. Pero no lo hizo. ¿Por qué no? ¿Qué me dice de eso, Lestrade?
—Todavía no había acabado de burlarse de ellos, supongo. Les estaba ofreciendo una oportunidad, una tentación que creía que ninguno de ellos aprovecharía.
—Tal vez creía que uno de ellos la aprovecharía —aventuró Holmes—. ¿No se le ha ocurrido eso?
Holmes volvió la cabeza y escrutó mi rostro con el momentáneo destello de su brillante (y algo escalofriante) atención.
—¿No se le había ocurrido a ninguno de los dos? ¿Acaso no es posible que un ser vil como lord Hull presentara una tentación como aquella sabiendo que si un miembro de su familia sucumbiese y lo libraba de su calvario (Stephen parece el más probable por lo que nos ha contado), que en tal caso dicho miembro podría ser descubierto... y condenado por parricidio?
Miré a Holmes mudo de horror.
—No importa —prosiguió Holmes—. Siga, inspector. Creo que ha llegado el momento de la habitación cerrada, ¿verdad?
Los cuatro se habían quedado sentados en anonadado silencio mientras el viejo recorría lentamente el pasillo en dirección a su estudio. Los únicos sonidos que se percibían eran el golpeteo de su bastón, el dificultoso siseo de su respiración y el movimiento constante del péndulo del reloj del salón. Entonces oyeron el chirrido de las bisagras cuando Hull abrió la puerta de su estudio y entró.
—Espere —lo interrumpió Holmes con brusquedad, al tiempo que se inclinaba hacia delante—. Nadie lo vio entrar en el estudio, ¿verdad?
—Siento decepcionarlo, viejo amigo —replicó Lestrade—. El señor Oliver Stanley, el ayuda de cámara de lord Hull, había oído a lord Hull caminar por el pasillo. Salió del vestidor de Hulll, se acercó a la barandilla de la galería y desde allí le preguntó si todo iba bien. Hull alzó la vista (Stanley lo vio tan claramente como yo lo veo a usted, viejo amigo) y le aseguró que las cosas no podrían ir mejor. A continuación se frotó la nuca, entró en el estudio y cerró la puerta con llave tras de sí.
Cuando su padre alcanzó la puerta del estudio (el pasillo es bastante largo y se llevaría al menos dos minutos recorrerlo), Stephen ya había salido de su estupor y se había dirigido a la puerta del salón. Fue testigo de las palabras que cruzaron su padre y el criado de su padre. Por supuesto, lord Hull estaba de espaldas, pero Stephen oyó la voz de su padre y describió el mismo gesto característico; Hull frotándose la nuca.
—¿Es posible que Stephen Hull y ese Stanley se pusieran de acuerdo antes de que llegara la policía? —inquirí... con perspicacia, creía yo.
—Por supuesto que es posible —repuso Lestrade con expresión cansada—. Lo más probable es que lo hicieran. Pero no había ninguna contradicción.
—¿Está seguro? —preguntó Holmes, aunque no parecía interesarle demasiado el asunto.
—Sí. Estoy seguro de que Stephen Hull miente de un modo muy convincente, pero Stanley no. Puede aceptar mi opinión profesional o no, Holmes. Haga lo que le plazca.
—La acepto.
Así pues, lord Hull había entrado en el estudio, la famosa habitación cerrada, y todos oyeron el clic de la cerradura cuando hizo girar la llave..., la única llave que hay para acceder al santuario. Aquel sonido fue seguido de otro menos usual..., el del pestillo.
Y a continuación, el silencio.
Los cuatro, lady Hull y sus hijos, que estaban a un paso de convertirse en mendigos de sangre azul, se miraron también en silencio. El gato volvió a maullar desde la cocina y lady Hull comentó distraída si el ama de llaves no le daba un cuenco de leche, suponía que tendría que dárselo ella misma. Dijo que los maullidos del gato la volverían loca si continuaban durante mucho rato. Salió del salón. Al cabo de unos instantes, sin cruzar palabras, los tres hermanos la imitaron. William subió a su habitación, Stephen entró en la salita de música y Jory fue a sentarse en un banco que hay debajo de la escalera, donde, según Lestrade, se había refugiado desde pequeño cuando estaba triste o tenía asuntos delicados sobre los que reflexionar.
Al cabo de menos de cinco minutos oyeron un grito procedente del estudio. Stephen salió corriendo de la salita de música, donde había estado tocando notas sueltas en el piano. Jory se reunió con él ante la puerta del estudio. William se hallaba a media escalera y los vio forzar la puerta en el momento en que Stanley, el ayuda de cámara, salía del vestidor de lord Hull y se acercaba a la barandilla de la galería por segunda vez. Stanley ha declarado que vio a Stephen Hull precipitarse al interior del estudio, que vio a William llegar al pie de la escalera y estar a punto de resbalar en el mármol; que vio a lady Hull salir del comedor con una jarra de leche en la mano. Al cabo de pocos instantes, todos los criados se habían reunido en el lugar.
Lord Hull estaba derrumbado sobre el escritorio, y los tres hermanos se habían congregado en torno a él. El viejo tenía los ojos abiertos, y en ellos se leía una expresión de... sorpresa, creo. Una vez más, son ustedes libres de creer en mi opinión profesional o no, pero les digo que, a mi juicio, su expresión era la de sorpresa. En una mano sostenía todavía el testamento... el viejo. Del nuevo no había ni rastro. Y tenía una daga clavada en la espalda.
Dicho aquello, Lestrade ordenó al cochero que continuara.
Al entrar en la casa pasamos entre dos agentes de expresión tan impávida como los guardias del palacio de Buckingham. Una vez dentro nos hallamos ante un larguísimo pasillo cuyo suelo consistía en baldosas blancas y negras, colocadas como un tablero de ajedrez, que conducían a una puerta abierta y flanqueada por otros dos guardias: la puerta del tristemente célebre estudio. A la izquierda se veía la escalera, a la derecha dos puertas, la del salón y la de la salita de música, supuse.
—La familia está reunida en el salón —anunció Lestrade.
—Bien —repuso Holmes con toda serenidad—. Pero ¿podríamos Watson y yo echar un vistazo al lugar del crimen?
—¿Quieren que los acompañe?
—No creo que sea necesario —repuso Holmes—. ¿Ha sido retirado el cadáver?
—Seguía aquí cuando salí para ir a su casa, pero estoy casi seguro de que ya se lo habrán llevado.
—Excelente.
Holmes empezó a alejarse. Lo seguí.
—¡Holmes! —llamó Lestrade.
Holmes se volvió con las cejas enarcadas.
—Ni paneles secretos, ni puertas secretas. Por tercera vez, puede creerme o no, como le plazca.
—Creo que esperaré hasta que... —empezó Holmes.
De repente empezó a respirar de forma entrecortada. Rebuscó en sus bolsillos, sacó una servilleta que sin duda se habría llevado sin darse cuenta del restaurante en el que habíamos cenado la noche anterior, y estornudó con fuerza.
Bajé la mirada y vi a un enorme gato sembrado de cicatrices, tan fuera de lugar en aquel suntuoso pasillo como lo habría estado uno de aquellos pilluelos en los que había estado pensado un rato antes, restregándose contra las piernas de Holmes. Tenía una de las orejas pegada al cráneo marcado por las cicatrices. La otra había desaparecido, perdida sin duda en alguna batalla de callejón.
Holmes estornudó varias veces y propinó una patada al gato. El minino retrocedió con una mirada de reproche en lugar del siseo enojado que uno habría esperado de un luchador tan veterano como aquél. Holmes miró a Lestrade por encima de la servilleta, con los ojos llenos de reproche y lágrimas. Sin inmutarse en lo más mínimo, Lestrade inclinó la cabeza hacia delante y esbozó una sonrisa de simio.
—Diez, Holmes —dijo—. Diez. La casa está llena de felinos. A Hull le encantaban.
Y dicho aquello se alejó.
—¿Cuánto tiempo hace que sufre este trastorno, querido amigo? —inquirí algo alarmado.
—Desde siempre —repuso antes de volver a estornudar.
La palabra alergia apenas se conocía por aquel entonces, pero, por supuesto, tal era el origen del mal que padecía mi amigo.
—¿Quiere que nos marchemos? —pregunté.
En cierta ocasión había presenciado un caso de asfixia incipiente como consecuencia de una aversión como aquella; se trataba de una alergia a la ovejas, pero por lo demás era exactamente igual al problema de Holmes.
—Ya le gustaría a ése —comentó Holmes.
No hacía falta explicar a quién se refería. Holmes volvió a estornudar (le estaba saliendo una gran mancha roja en la frente por lo general pálida) y acto seguido pasamos entre los dos agentes para entrar en el estudio. Holmes cerró la puerta tras de sí.
Se trataba de una estancia larga y relativamente estrecha. Se hallaba en algo parecido a un ala, y en la parte principal se extendía a ambos lados a partir de un punto situado en el último tramo del pasillo. Había ventanas en dos de las paredes del estudio, por lo que la estancia resultaba bastante luminosa pese a la nubosidad exterior. Las paredes estaban salpicadas de coloridas cartas de navegación encuadradas en hermosos marcos de teca, y entre ellos se veía una vitrina de estructura de latón que contenía un juego de instrumentos meteorológicos también muy hermosos. Había un anemómetro (suponía que Hull tendría las veletas colocadas sobre alguna aguja del tejado), dos termómetros, uno que medía la temperatura exterior y otro, la del estudio, y un barómetro muy parecido al que Holmes había consultado hasta llegar a la falsa conclusión de que el mal tiempo iba a acabarse. Advertí que el barómetro seguía subiendo, por lo que miré la ventana. Llovía más que nunca, por mucho que subiera el barómetro. Creemos saber mucho con todos nuestros instrumentos y demás aparatos, pero ya entonces era suficientemente viejo como para creer que no sabemos ni la mitad de lo que creemos saber, y ahora soy lo suficientemente viejo para creer que nunca será así.
Holmes y yo nos volvimos para observar la puerta. El pestillo estaba arrancado, pero aparecía inclinado hacia dentro, como debía ser. La llave seguía en el lado interior de la cerradura del estudio, y todavía estaba girada.
Aunque todavía le lloraban los ojos, Holmes había empezado una vez más su agudo escrutinio, tomando nota, catalogando, almacenando.
—Se encuentra un poco mejor.
—Sí —repuso mi amigo al tiempo que bajaba la servilleta y se la guardaba con indiferencia en el bolsillo de la chaqueta— Es posible que le encantaran los gatos, pero desde luego no los dejaba entrar aquí. Al menos no siempre ¿Qué le parece esto, Watson?
Aunque mis ojos eran más lentos que los suyos, también yo estaba mirando alrededor. Las ventanas de doble vidrio estaban cerradas y aseguradas con pestillos y cerrojos. No había ni un solo cristal roto. La mayor parte de los mapas enmarcados, así como la vitrina que contenía los instrumentos meteorológicos, se hallaban junto a dichas ventanas. Las otras dos paredes aparecían repletas de libros. Había una pequeña estufa de carbón, pero ninguna chimenea; el asesino no había bajado por el tiro de la chimenea como Santa Claus, a menos que fuera lo suficientemente flaco como para caber en el tubo de una estufa y se hubiera puesto un traje de amianto, pues la estufa todavía estaba bastante caliente.
El escritorio se encontraba en un extremo de aquella estancia alargada y bien iluminada; el extremo opuesto consistía en un agradable rincón de lectura, no propiamente una librería, que contaba asimismo con dos butacas de respaldo alto y una mesita de café situada entre ellas. Sobre esta mesita se veía una pila de libros escogidos al azar. El suelo estaba cubierto por una alfombra turca. Si el asesino había entrado por una trampilla oculta, no tenía ni la menor idea de cómo había logrado deslizarse de nuevo bajo la alfombra sin arrugarla... Y no estaba arrugada en lo más mínimo; las sombras de las patas de la mesita se extendían sobre ella sin ondulación alguna.
—¿Se lo ha creído Watson? —inquirió Holmes.
Sus palabras me arrancaron de una suerte de trance hipnótico. Había algo... Había algo en aquella mesita de café...
—¿Creerme qué, Holmes?
—¿Qué los cuatro salieron del salón en cuatro direcciones distintas cuatro minutos antes del asesinato?
—No lo sé —repuse con voz débil.
—Yo no me lo creo; ni en... —De repente se interrumpió— Watson, ¿se encuentra bien?
—No —repuse con voz casi inaudible.
Me derrumbé en una de las sillas de la librería. El corazón me latía con demasiada rapidez; me costaba respirar. Me palpitaba la cabeza y tenía la sensación de que mis ojos se habían tornado demasiado grandes como para caber en las cuencas. No podía apartar la mirada de las sombras que las patas de la mesita de café proyectaban sobre la alfombra.
—No... me encuentro... nada... bien —farfulle.
En aquel preciso instante, Lestrade apareció en el umbral del estudio.
—Si ya ha visto bastante, Ho... —Se interrumpió—. Pero ¿qué diablos le pasa a Watson?
—Creo —repuso Holmes en tono pausado y mesurado— que Watson ha resuelto el caso. ¿No es así, Watson?
Asentí con la cabeza. Tal vez no el caso entero, pero sí la mayor parte. Sabía quién había cometido el asesinato y cómo lo había hecho.
—¿Es esto lo que le pasa a usted, Holmes? —inquirí—. Quiero decir, ¿cuándo ve...?
—Sí —asintió mi amigo—. Aunque por lo general, yo consigo mantenerme en pie.
—¿Qué Watson ha resuelto el caso? —intervino Lestrade con impaciencia—. ¡Bah! Watson ha propuesto cientos de soluciones a cientos de casos, y nunca ha dado en el clavo, Holmes. Es su cruz. Vaya, si recuerdo precisamente el verano pasado, cuando...
—Conozco a Watson mejor de lo que usted llegará a conocerlo jamás —terció Holmes—, y esta vez sí ha dado en el clavo. Conozco esa mirada.
De repente su puso a estornudar de nuevo; el gato el que le faltaba una oreja había entrado en el estudio por la puerta que Lestrade había dejado abierta. El minino se dirigió directamente hacia Holmes con una expresión que aparentaba ser de afecto pintada en su fea cara.
—Si esto es lo que siente —comenté—, entonces jamás volveré a envidiarlo, Holmes. Tengo el corazón a punto de estallar.
—Uno se habitúa incluso a la perspicacia —aseguró Holmes sin la menor presunción—. En fin, dispare, Watson... ¿O prefiere que hagamos venir a los sospechosos, como en el último capítulo de una novela policíaca?
—¡No! —exclamé horrorizado.
No había visto a ninguno de los sospechosos, pero tampoco tenía ninguna prisa por conocerlos.
—Pero creo que debo mostrarles cómo se cometió el asesinato. Si usted y el inspector Lestrade tuvieran la bondad de salir al pasillo un momento...
El gato llegó hasta Holmes y saltó a su regazo ronroneando como si fuera la criatura más feliz de la faz de la tierra.
Holmes estalló en una perfecta salva de estornudos. Las manchas de su rostro, que ya habían empezado a palidecer, brillaron de nuevo con mayor intensidad. Apartó el gato de sí y se levantó.
—Dése prisa, Watson, a fin de que podamos marcharnos de este maldito lugar lo antes posible —farfulló.
Dicho aquello, abandonó la estancia con los hombros encogidos en un ademán desconocido en él, la cabeza gacha y sin mirar atrás. Créanme si le digo que una parte de mi corazón salió con él.
Lestrade seguía apoyado en el marco de la puerta; su abrigo mojado desprendía un poco de vapor, y el policía tenía los labios semiabiertos en una detestable sonrisa.
—¿Quiere que me lleve al nuevo admirador de Holmes, Watson?
—Déjelo aquí —repuse—. Y cierre la puerta al salir.
—Apostaría cinco libras a que nos está haciendo perder el tiempo, viejo amigo —comentó Lestrade.
Sin embargo, en sus ojos se veía una expresión bien distinta. Si hubiera aceptado la apuesta, no cabe duda que Lestrade habría encontrado la manera de zafarse de ella.
—Cierre la puerta —repetí—. No tardaré mucho.
El inspector cerró la puerta. Me había quedado solo en el estudio de Hull..., a excepción del gato, por supuesto, que ahora estaba sentado en el centro de la alfombra, con la cola pulcramente curvada alrededor de las garras y los ojos verdes fijos en mí.
Rebusqué en mis bolsillos y encontré otro recuerdo de la cena de la noche anterior... Los hombres solos suelen ser bastante desordenados, me temo, pero el hecho de que llevara un mendrugo de pan en el bolsillo se debía a algo más que un simple desaliño. Casi siempre llevaba un pedazo en uno de mis bolsillos, pues me divertía dar de comer a las palomas que se posaban ante la ventana junto a la que Holmes había estado antes de llegar a Lestrade.
—Minino —llamé mientras colocaba el pan bajo la mesita de café a la que lord Hull había dado la espalda al sentarse con sus dos testamentos, el perverso y el increíblemente perverso—. Miniminimini.
El gato se levantó y avanzó lánguido hacia la mesa para inspeccionar el mendrugo de pan.
Me dirigí hacia la puerta y la abrí.
—¡Holmes! ¡Lestrade! ¡Entren, deprisa!
Los dos hombres entraron.
—Acérquense —indiqué mientras me dirigía hacia la mesita de café.
Lestrade miró en derredor y empezó a fruncir el ceño, pues no veía nada; Holmes, por supuesto, se puso a estornudar de nuevo.
—¿No podemos sacar a ese maldito bicho de aquí? —logró articular desde atrás de la servilleta, que ya estaba bastante empapada.
—Por supuesto —asentí—. Pero ¿dónde está el maldito bicho, Holmes?
Una expresión de asombro se dibujó en sus llorosos ojos. Lestrade giró en redondo, avanzó hacia el escritorio de Hull y miró detrás. Holmes sabía que su reacción no sería tan virulenta si el gato se encontrara en el extremo más alejado de la habitación.
Se agachó y miró debajo de la mesita de café, pero no vio más que la alfombra y el estante inferior de la librería al otro lado, por lo que se incorporó. Si no le hubieran llorado los ojos con tanta intensidad, lo habría visto todo en aquel mismo instante; a fin de cuentas, estaba justo encima. Pero hay que reconocer el mérito a quien lo merece, y desde luego, la ilusión era extremadamente convincente. El espacio hueco que se abría bajo la mesita de café de lord Hull había sido la obra maestra de Jory Hull.
—No... —empezó Holmes.
De repente, el gato, a quien mi amigo gustaba mucho más que cualquier mendrugo de pan seca, surgió de las profundidades de la mesa y empezó a restregarse de nuevo contra los tobillos de Holmes. Lestrade había vuelto y abrió los ojos de tal forma que creí que iban a salírsele de sus órbitas. Por mi parte, y aunque ya había comprendido el truco, estaba bastante impresionado. El gato surcado de cicatrices parecía haberse materializado de la nada; primero la cabeza y el cuerpo; por último, la cola.
Se restregó una vez más contra las piernas de Holmes, ronroneando mientras mi amigo estornudaba.
—Ya basta —dije. Has hecho tu trabajo y ahora puedes irte.
Cogí el gato en brazos, lo llevé hasta la puerta, lo cual me valió un buen arañazo, y lo arrojé sin ceremonias por el pasillo antes de cerrar la puerta a toda prisa.
—Dios mío —exclamó Holmes con voz nasal al tiempo que se dejaba caer en una silla.
Lestrade era incapaz de pronunciar palabra. No apartaba los ojos de la mesa y de la desvaída alfombra turca que se extendía debajo de ella; un espacio hueco que había dado vida a un gato.
—Debería haberlo visto —estaba mascullando Holmes—. Sí..., pero usted..., ¿cómo lo ha averiguado tan deprisa?
Detecté cierto matiz dolido en su voz, y se lo perdoné de inmediato.
—Gracias a ellas —repuse señalando la alfombra.
—¡Por supuesto! —casi gruñó Holmes mientras se daba repetidas palmadas en la manchada frente—. ¡Idiota! ¡Soy un perfecto idiota!
—Tonterías —repliqué con aspereza—. Con toda la casa llena de gatos..., uno de los cuales parece haberlo escogido como amigo del alma..., estoy seguro de que veía todo doble.
—¿Qué pasa con la alfombra? —terció Lestrade impaciente—. Es muy bonita, eso lo reconozco, y probablemente muy cara, pero...
—La alfombra no —lo interrumpí—. Las sombras...
—Muéstreselo, Watson —indicó Holmes en tono cansado al tiempo que dejaba la servilleta sobre su regazo.
Así pues, me agaché y cogí una de las sombras.
Lestrade se dejó caer en la otra silla como un hombre al que hubieran asestado un puñetazo inesperado.
—No podía apartar la mirada de ellas, ¿comprenden? —expliqué sin poder evitar un tono de disculpa.
Todo parecía ir al revés. Era tarea de Holmes explicar el quién y el cómo al término de la investigación. No obstante, aunque sabía que ya lo comprendía todo, también sabía que se negaría a hablar del caso. Y supongo que una parte de mí, la parte que sabía que lo más probable era que no volviera a tener una oportunidad como aquélla, quería explicar el caso. Y debo decir que el gato fue un toque bastante bueno.
Un mago no habría tenido más éxito con un conejo ó una chistera.
—Sabía que algo iba mal, pero tardé un momento en asimilar de qué se trataba. Esta habitación es muy luminosa, pero hoy llueve a cántaros. Miren a su alrededor y comprobarán que ni un solo objeto de la habitación proyecto sombra... a excepción de las patas de la mesa.
Lestrade masculló un juramento.
—Lleva casi una semana lloviendo —proseguí—, pero tanto el barómetro de Holmes como el del difunto lord Hull indicaban que podíamos esperar que el tiempo cambiara hoy. De hecho, parecía algo seguro. Así pues, añadió las sombras como toque final.
—¿Quién?
—Jory Hull —intervino Holmes en el mismo tono cansado de antes—. ¿Quién si no?
Me agaché y deslicé la mano bajo el extremo derecho de la mesita de café. La mano desapareció del mismo modo en que había aparecido el gato. Lestrade masculló otro juramento. Di unas palmaditas en el dorso de la lona tensada entre las patas delanteras de la mesita de café. Los libros y la alfombra se abombaron y ondularon, y la ilusión, casi perfecta hacia un momento, quedó rota al instante.
Jory Hull había pintado la nada que había bajo la mesita de café de su padre, se había agazapado detrás de la nada mientras su padre entraba en la habitación, cerraba la puerta y se sentaba ante el escritorio con sus dos testamentos, y por último había salido disparado de detrás de la nada con una daga en la mano.
—Era el único capaz de conseguir crear una obra tan realista —expliqué mientras pasaba la mano por la parte anterior del lienzo.
Todos oímos el suave rasgueo que emitía la tela, parecido al del ronroneo de un gato muy viejo.
—El único que podía crearla y el único que podía ocultarse tras ella; Jory Hull, que no medía más de metro y medio, que era patizambo y de hombros caídos. Como ha dicho Holmes, la sorpresa del nuevo testamento no fue tal sorpresa. Incluso aunque el viejo hubiera mantenido en secreto su intención de excluir a sus parientes del testamento, cosa que no hizo, sólo un estúpido habría sido incapaz de comprender el significado de la visita del procurados, y lo que es más importante aún, la presencia del ayudante. Se requiere la presencia de dos testigos para convertir un testamento en un documento válido en el juzgado. Holmes tenía razón en lo que ha dicho respecto a que algunas personas se preparan para prevenir catástrofes. Desde luego, un lienzo cómo éste no se pinta de la noche a la mañana, ni tan siquiera en un mes, Es posible que averigüemos que lo tenía preparado, para el caso de que lo necesitara emplearlo, desde hace un año...
—O cinco —terció Holmes.
—Supongo que sí. En cualquier caso, cuando Hull anunció esta mañana que quería hablar con su familia en el salón, imagino que Jory comprendió que había llegado el momento. Anoche, después de que su padre se retirara, bajó al estudio y montó el lienzo. Supongo que es posible que colocara las sombras al mismo tiempo, pero si yo hubiera sido Jory, habría entrado sin ser visto en el estudio, antes de la reunión matinal en el salón, para comprobar que el barómetro seguía subiendo. Y si la puerta estaba cerrada con llave, supongo que le quitaría a su padre la llave del bolsillo y se la devolvería más tarde.
—No estaba cerrada con llave —intervino Lestrade en tono lacónico—. Por regla general, cerraba la puerta para que no entraran los gatos, pero casi nunca cerraba con llave.
—Por lo que respecta a las sombras, no son más que tiras de fieltro, como pueden ver. Tiene buen ojo, porque ofrecen el aspecto que tendrían aproximadamente a las once de la mañana... si el barómetro hubiera funcionado correctamente.
—Si creía que esta mañana brillaría el sol, ¿por qué se molestó en colocar las sombras? —gruño Lestrade—. El sol se ocupa de eso solito, por si no se había dado cuenta, Watson.
No supe qué responder a aquella pregunta. Me volví hacia Holmes, quien pareció sentirse agradecido por poder representar algún papel en la obra.
—¿Acaso no lo ve? ¡He aquí la mayor ironía de todas! Si el sol hubiera brillado tal cual lo sugería el barómetro, el lienzo habría bloqueado las sombras. Las patas pintadas no proyectan sombras. Jory ha sido descubierto por culpa de unas sombras en un día en que no había sombras, porque temía que pudieran descubrirlo todo por la ausencia de sombras en que el barómetro de su padre indicaba que, con toda probabilidad, habría sombras en toda la habitación.
—Sigo sin entender cómo Jory logró entrar aquí sin que Hull lo viera —insistió Lestrade.
—Tampoco yo lo entiendo —comentó Holmes.
¡El viejo Holmes! Estaba seguro de que sí lo entendía, pero éstas fueron sus palabras.
—¿Watson?
—El salón en el que lord Hull se reunió con su mujer y sus hijos tiene una puerta que comunica con la salita de música, ¿verdad?
—Sí —asintió Lestrade—. Y la salita de música tiene una puerta que comunica con la salita de lady Hull, que es la siguiente habitación según se avanza hacia la parte posterior de la casa. Pero desde la salita de la señora Hull sólo se puede regresar al pasillo. Si el estudio tuviera dos puertas, no creo que me hubiera dado tanta prisa en ir a buscar a Holmes.
Pronunció estas palabras como en un intento de justificarse.
—Oh, Jory volvió al pasillo, desde luego —intervine—, pero su padre no lo vio.
—¡Bobadas!
—Se lo demostraré,
Me acerqué al escritorio, contra el cual todavía estaba apoyado el bastón del anciano muerto. Lo cogí y me volví de nuevo hacia los demás.
—En cuanto lord Hull salió por la puerta del salón, Jory se levantó y echó a correr.
Lestrade lanzó una mirada asombrada a Holmes, quien le dedicó una fría e irónica. En aquel momento no comprendí el significado de aquellas miradas ni les preste demasiada atención, para ser sincero. De hecho, no comprendí las implicaciones del cuadro que estaba representando hasta al cabo de bastante tiempo. Supongo que por entonces estaba demasiado absorto en mi reconstrucción del crimen.
—Cruzó la primera puerta de conexión, atravesó la salita de música a la carrera y entró en la salita de lady Hull. Corrió a la puerta y se asomó al pasillo. Si la gota de lord Hull había empeorado hasta el punto de provocar gangrena, lo más probable es que no hubiera recorrido por entonces ni una cuarta parte del pasillo. A lo sumo. Y ahora présteme atención, Lestrade, y le mostraré el precio que un hombre paga por haber pasado toda una vida entregado a la buena comida y bebida abundante. Si todavía alberga alguna duda cuando haya terminado, haré desfilar ante usted a una docena de enfermos de gota, y comprobará que todos ellos presentan los mismos síntomas ambulatorios que ahora le mostraré. Le ruego tome nota de cuán concentrado avanzo... y del punto en que concentro mi atención.
Dicho aquello empecé a cojear lentamente por la estancia en dirección a los dos hombres, con las manos aferradas con firmeza a la empuñadura del bastón. A cada paso alzaba un pie a una altura considerable, lo bajaba de nuevo, me detenía un instante y a continuación arrastraba el otro pie. En ningún momento alcé la vista. Siempre la mantenía fija, o bien en el bastón, o bien en el suelo.
—Sí —murmuró Holmes—. El buen doctor tiene toda la razón del mundo, inspector Lestrade. Primera viene la gota; luego la pérdida de equilibrio; a continuación, si el paciente sigue vivo, la inclinación característica que es consecuencia de mirar siempre al suelo.
—Sin lugar a dudas, Jory sabía muy bien que su padre siempre miraba al suelo cuando caminaba —proseguí—. En consecuencia, lo ocurrido esta mañana es diabólicamente simple. Cuando Jory llegó a la salita de su madre, se asomó al pasillo, vio que su padre tenía la mirada fija en el bastón y en el suelo, como siempre, y supo que estaba a salvo. Salió al pasillo, justo delante de su padre, y se dirigió al estudio. La puerta, según nos ha notificado Lestrade, no estaba cerrada con llave, así que, ¿qué riesgo corría? No estuvieron juntos en el pasillo más de tres segundos, tal vez incluso un poco menos. —Hice una pausa—. El suelo de pasillo es de mármol, ¿verdad? Debe haberse quitado los zapatos.
—Llevaba zapatillas —puntualizó Lestrade en tono extrañamente calmado.
Por segunda vez, su mirada se encontró con la de Holmes.
—Ah —exclamé. Ya veo. Jory llegó al estudio mucho antes que su padre y se escondió tras su impresionante decorado. A continuación sacó la daga y esperó. Su padre llegó al final de pasillo. Jory oyó que Stanley lo llamaba desde el piso superior y que su padre respondía que todo iba bien, Entonces lord Hull entró en el estudio por última vez... cerró la puerta... e hizo girar la llave.
Tanto Holmes como Lestrade me miraban con gran atención, y comprendí una parte del poder divino que Holmes debía sentir en momentos como aquél, cuando explicaba a los demás lo que sólo él sabía. Pese a todo, debo repetir que no se trata de una sensación que me gustaría experimentar con demasiada frecuencia. Creo que el deseo de repetir una experiencia como aquella habría corrompido a la mayoría de los hombres..., hombres con el corazón menos templado que el de mi amigo Sherlock Holmes.
—Sin lugar a dudas, el viejo Piernas de Barrilete se encogió todo lo que pudo antes de que su padre cerrara la puerta con llave, tal vez porque sabía o quizás tan sólo intuía que su padre echaría un buen vistazo a su alrededor antes de hacer girar la llave y correr el pestillo. Podía padecer gota y estar empezando a desmoronarse, pero eso no significa que se estuviera quedando ciego.
—Stanley afirma que tenía una vista excelente —intervino Lestrade—. Fue una de las primeras cosas que pregunté.
—Así pues, Hull miró a su alrededor —repetí.
Y de repente vi la escena. Supongo que lo mismo le sucedía a Holmes en aquellos casos, que se enfrascaba en una reconstrucción que, pese a basarse en hechos y deducciones, se convertía casi en una visión.
—No vio nada fuera de lo corriente; no vio nada excepto que el estudio tenía el aspecto de siempre, vacío salvo por su propia presencia. Se trata de una estancia extremadamente abierta. No hay armarios, y el gran número de ventanas impide que existan rincones oscuros incluso un día como éste. Satisfecho al comprobar que estaba sólo, cerró la puerta, hizo girar la llave y corrió el pestillo. Jory lo oiría cojear en dirección al escritorio. También oiría el golpe sordo y pesado y el silbido del asiento acolchado de la silla al dejarse caer su padre en la silla; un hombre aquejado de gota en estado muy avanzado no se sienta, sino que más bien se coloca sobre un lugar blando y a continuación se deja caer sobre él. Por último, Jory se arriesgó a asomarse.
Lancé una mirada a Holmes.
—Continúe, viejo amigo —me alentó con amabilidad—. Está haciendo usted un trabajo espléndido. De primera categoría.
Me di cuenta que lo decía en serio. Miles de personas lo habrían tildado de persona fría, y de hecho, no habrían ido tan desencaminados, pero lo cierto es que también tenía un gran corazón. Simplemente, lo protegía mejor que la mayoría de los hombres.
—Gracias. Jory vio a su padre dejar el bastón a un lado y colocar los documentos, los dos fajos de documentos, sobre el papel secante del escritorio. No obstante, no mató a su padre de inmediato, aunque podría haberlo hecho. Eso es lo más cruel y patético de este asunto; la causa por la que no entraría al salón en el que estaban reunidos ni aunque me pagaran mil libras. No entraría ahí a menos que usted y sus hombres me llevaran a rastras.
—¿Cómo sabe que no lo mató en seguida? —inquirió Lestrade.
—El viejo gritó varios minutos después de hacer girar la llave y correr el pestillo; eso es lo que usted mismo ha explicado, y supongo que tiene testigos suficientes como para no dudarlo. No obstante, no puede haber más de doce pasos largos desde la puerta hasta el escritorio. Ni siquiera un hombre aquejado de gota como lord Hull tardaría más de medio minuto, cuarenta segundos a lo sumo, en llegar a la silla y sentarse. Añadamos quince segundos para dejar el bastón donde usted lo ha encontrado y colocar los testamentos sobre el papel secante. ¿Qué sucedió a continuación? ¿Qué sucedió durante aquellos últimos minutos, dos a lo sumo, pero que al menos a Jory Hull debieron de antojársele una eternidad? Creo que lord Hull se limitó a permanecer sentado, mirando los testamentos. Sin duda, Jory era capaz de distinguirlos sin dificultad; el color del pergamino era la única pista que precisaba. Sabía que su padre tenía intención de arrojar uno de los testamentos a la estufa; creo que Jory esperó para comprobar cuál de los dos sufriría tal destino. A fin de cuentas, cabía la posibilidad de que el viejo demonio hubiera gastado una broma cruel a su familia. Tal vez quemaría el nuevo testamento y volvería a guardar el viejo en la caja fuerte. Y entonces podría salir del estudio y comunicar a su familia que el nuevo testamento estaba guardado bajo llave. ¿Sabe dónde está, Lestrade? Me refiero a la caja fuerte.
—Cinco de los libros de esa estantería se deslizan hacia fuera —explicó Lestrade señalando la librería.
—En tal caso, tanto la familia como el viejo habrían estado satisfechos; la familia había sabido que sus merecidas herencias estaban a salvo, y el viejo se habría ido a la tumba con la seguridad de haber gastado una de las bromas más crueles de todos los tiempos..., pero habría muerto a manos de Dios o de sí mismo, no de Jory Hull.
Una vez más aquella extraña mirada entre Holmes y Lestrade, una mirada entre divertida y asqueada.
—Personalmente, creo que más bien que el viejo estaba saboreando el momento, como un hombre que saborea la perspectiva de tomarse la copa de la noche en plena tarde o de comerse una golosina tras un prolongado período de abstinencia. En cualquier caso, transcurridos unos minutos, lord Hull empezó a levantarse... pero con el pergamino más oscuro y en dirección a la estufa y no a la caja fuerte. Pese a las esperanzas que había albergado hasta entonces, Jory no vaciló al ver que había llegado el momento. Salió de su escondite, recorrió la distancia entre la mesita de café y el escritorio en un periquete, y hundió el cuchillo en la espalda de su padre antes de que éste pudiera incorporarse del todo. Sospecho que la autopsia revelará que el arma atravesó el ventrículo derecho del corazón y se clavó en el pulmón, lo cual explicaría la gran cantidad de sangre que se vertió sobre la mesa. Asimismo, explicaría la razón por la que lord Hull pudo gritar antes de morir, y eso fue lo que perdió al señor Jory Hull.
—¿Por qué? —preguntó Lestrade.
—Una habitación cerrada con llave es mal asunto a menos que se intente hacer pasar el asesinato por suicidio —expliqué al tiempo que miraba a Holmes, quién sonrió y asintió con un gesto al oír una de sus máximas—. Lo último que le interesaba a Jory era que las cosas tuvieran el aspecto que tienen... La habitación cerrada, las ventanas cerradas, el hombre con un cuchillo clavado en un lugar en que no podría habérselo clavado él mismo. Creo que no había previsto que su padre moriría gritando. Su plan consistía en apuñalarlo, quemar el nuevo testamento, desvalijar el escritorio, abrir una de las ventanas y salir por ella. A continuación entraría de nuevo en la casa por otra puerta, volvería a sentarse bajo la escalera y cuando descubrieran el cuerpo, parecería un robo.
—No se lo parecería al procurador de lord Hull —comentó Lestrade.
—No obstante, es posible que guardara silencio —murmuró Holmes con entusiasmo—: Apuesto algo a que nuestro amigo el artista también tenía intención de dejar unas cuantas pistas. He llegado a la conclusión de que a los mejores asesinos casi siempre les gusta dejar unas cuantas pistas misteriosas que alejen a los investigadores de la escena del crimen.
Holmes emitió un sonido carente de humor que más parecía un ladrido que una carcajada, y a continuación se apartó de la ventana más cercana al escritorio para volverse hacia Lestrade y hacia mí.
—Creo que todos convendremos en que habría parecido un asesinato demasiado oportuno como para no despertar sospechas, dadas las circunstancias, pero incluso aunque el procurador hubiera expresado tal opinión, habría sido imposible probar nada.
—Pero lord Hull lo estropeó todo al gritar —proseguí—, al igual que lo había estropeado todo durante toda su vida. Su produjo un gran revuelo en la casa. Sin duda, Jory se quedó paralizado de pánico, como un ciervo ante una luz muy brillante. Fue Stephen Hull quién le salvó el pellejo..., o bien fue su coartada, al menos, ya que dijo que Jory estaba sentado en el banco bajo la escalera en el momento en que su padre fue asesinado. Stephen salió al pasillo desde la salita de música, forzó la puerta del estudio y debió de susurrar a Jory que se reuniera con él junto al escritorio, a fin de que pareciera que ambos habían entrado jun...
Me interrumpí, pues por fin había comprendido el significado de las miradas que habían estado intercambiando Holmes y Lestrade. Comprendí lo que debían haber visto desde el momento en que les mostré el escondrijo del asesino..., que no podía haberlo hecho una persona sola. El asesinato sí, pero el resto...
—Stephen afirma que él y Jory se encontraron delante de la puerta del estudio — dije con lentitud—. Que él, Stephen, forzó la puerta y que ambos entraron juntos y descubrieron el cadáver juntos. Pero estaba mintiendo. Es posible que lo dijera para proteger a su hermano, pero mentir tan bien cuando una no sabe lo que ha sucedido parece... parece....
—Imposible —intervino Holmes—. Ésa es la palabra que andaba buscando, Watson.
—Entonces Jory y Stephen estaban confabulados —dije—. Lo planearon juntos... y a los ojos de la ley, ¡ambos son culpables del asesinato de su padre! ¡Dios mío!
—No ellos dos, querido Watson —corrigió Holmes con extraña amabilidad—, sino todos ellos.
Me lo quedé mirando con la boca abierta.
Holmes asintió repetidamente con la cabeza.
—Ha hecho usted gala de una perspicacia notable esta mañana, Watson; de hecho, ha ardido usted con un poder de deducción que apostaría algo a que no vuelve a generar en su vida. Me descubro ante usted, querido amigo, como ante cualquier hombre que es capaz de trascender su capacidad habitual, aunque sólo sea por un rato. Pero en cierto modo, ha demostrado ser el mismo buen muchacho de siempre; si bien sabe cuán buenas pueden ser las personas, no sabe cuán malvadas pueden llegar a ser.
Lo miré en silencio, casi con humildad.
—No es que este asunto implique mucha maldad, si todo lo que hemos oído decir acerca de lord Hull es cierto —añadió Holmes antes de levantarse y empezar a recorrer la habitación como un oso enjaulado—. ¿Quién testifica que Jory estaba con Stephen cuándo éste forzó la puerta? Jory, por supuesto. Stephen, por supuesto. Pero este retrato de familia contiene dos rostros más. Uno pertenece a William, el tercer hermano. ¿Está usted de acuerdo, Lestrade?
—Sí —asintió Lestrade—. Si lo que dice es cierto, entonces William también tiene que estar implicado. Afirma que estaba bajando la escalera cuando vio a sus hermanos entrar juntos en el estudio con Jory a la cabeza.
—¡Que interesante! —exclamó Holmes con ojos relucientes—. Stephen fuerza la puerta, como cabe esperar de él por ser el más joven y fuerte, de modo que también cabría esperar que fuera él quien entrara primero. Sin embargo, William, que estaba bajando la escalera, vio a Jory entrar primero. ¿Por qué será, Watson?
Me limité a menear la cabeza con ademán humilde.
—Pregúntese cuál es el único testimonio en que podemos confiar. La respuesta es el único testigo que no forma parte de la familia, el criado de lord Hull, Oliver Stanley.
Se acercó a la barandilla de la galería en el momento en que Stephen entraba solo en el estudio, como debe ser, puesto que Stephen estaba sólo cuando forzó la puerta. Fue William, que contaba con un ángulo de visión mejor desde el lugar en que se encontraba, quien dijo que Jory había entrado en el estudio antes que Stephen. William dijo eso porque había visto a Stanley y sabía lo que iba a decir. Todo el asunto se resume en esto, Watson; ya sabemos que Jory estaba dentro del estudio. El hecho de que sus dos hermanos testificaran que estaba fuera del estudio sugiere que existe, al menos, una contradicción. Pero como usted mismo lo ha dicho, la coherencia de sus testimonios sugiere que el asunto era mucho más serio de lo que parece.
—Conspiración —indiqué.
—Sí. ¿Recuerda que le he preguntado si realmente creía que los cuatro se habían limitado a salir del salón sin mediar palabra y habían tomado cuatro direcciones distintas en cuanto oyeron cerrarse la puerta del estudio?
—Sí, ahora recuerdo.
—Los cuatro —insistió volviéndose hacia Lestrade, quien asintió con un gesto, y otra vez hacia mí—. Sabemos que Jory tenía que estar ya en camino en cuanto el viejo salió del salón, a fin de poder llegar al estudio antes que él, pero los cuatro miembros supervivientes de la familia, incluyendo a lady Hull, aseguran que los cuatro seguían en el salón cuando se cerró la puerta del estudio. El asesinato de lord Hull ha sido un asunto familiar, Watson.
Yo estaba demasiado abrumado como para pronunciar palabra. Miré a Lestrade y vi una expresión en su rostro que jamás había visto y jamás volví a ver; una suerte de gravedad cansada y asqueada.
—¿Qué les espera? —preguntó Holmes con aire casi triunfal.
—A Jory lo ahorcarán, probablemente —repuso Lestrade—. A Stephen le caerá cadena perpetua. Es posible que a William Hull lo condenen a veinte años en Wormhood Scrubs, lo que significa una especie de muerte en vida.
Holmes se agachó y acarició el lienzo tensado entre las patas de la mesita de café. Una vez más oí el ronroneo de la tela.
—Lady Hull —prosiguió Lestrade— puede pasar los próximos cinco años de su vida en Beechwood Manor, conocido vulgarmente como Palacio de la Sífilis, aunque, después de haber conocido a la señora, tengo la impresión de que buscará otra salida. Yo votaría por el láudano de su esposo.
—Y todo porque Jory Hull no apuñaló a su padre limpiamente —comentó Holmes con un suspiro—. Si el viejo hubiera tenido la decencia de morir en silencio, todo habría ido sobre ruedas. Tal como lo ha explicado Watson, Jory habría salido por la ventana, llevándose el lienzo, por supuesto... y las inútiles sombras. En cambio, lo que hizo fue armar un buen jaleo. Todos los criados entraron en el estudio lanzando exclamaciones al ver a su amo muerto. La familia estaba consternada. ¡Qué mala suerte han tenido, Lestrade! ¿Estaba muy cerca el policía cuando Stanley lo avisó?
—Más cerca de que se imagina —repuso Lestrade—. De hecho, estaba acercándose a la puerta, porque mientras hacía la ronda oyó un grito procedente de la casa. Han tenido muy mala suerte, desde luego.
—Holmes —intervine, satisfecho de volver a asumir mi papel habitual—. ¿Cómo sabía que el agente estaba tan cerca?
—Por una razón muy simple, Watson. En caso contrario, la familia habría distraído a los criados el tiempo necesario para esconder el lienzo y las sombras.
—Y para abrir al menos una de las ventanas, diría yo —añadió Lestrade en voz baja, algo desusado en él.
—Podrían haberse llevado el lienzo y las sombras —exclamé de improviso.
—Sí —repuso Holmes.
Lestrade enarcó las cejas.
—Tenían dos opciones —proseguí—. Sólo había tiempo para quemar el nuevo testamento o librarse de las pistas..., en ese momento sólo estaban Stephen y Jory en el estudio, por supuesto; eran los instantes después de que Stephen forzara la puerta. Decidieron, o mejor dicho, si ha evaluado los caracteres bien, y supongo que así es, Stephen decidió quemar el nuevo testamento y esperar que todo fuera bien. Supongo que tuvieron el tiempo justo de meterlo en la estufa.
Lestrade se volvió para contemplar la estufa.
—Sólo un hombre tan malvado como Hull habría podido reunir fuerzas suficientes para gritar antes de morir —comentó.
—Sólo un hombre tan malvado como Hull habría forzado a un hijo a matarlo — añadió Holmes.
Mi amigo y Lestrade volvieron a mirarse, y una vez más se transmitieron una suerte de comunicación perfecta y silenciosa de la que yo quedaba excluido.
—¿Lo ha hecho usted alguna vez? —preguntó Holmes como si retomara una antigua conversación.
Lestrade meneó la cabeza.
—Una vez estuve a punto —explicó—. Había una joven de por medio; pero en realidad no fue culpa suya. Estuve a punto. Pero... sólo había una.
—Y aquí hay cuatro —replicó Holmes comprendiendo perfectamente al policía—. Cuatro personas maltratadas por un villano que, de todos modos, habría muerto dentro de seis meses.
Por fin comprendí de qué estaban hablando.
Holmes clavó sus ojos grises en mí.
—¿Qué me dice, Lestrade? Watson ha resuelto el caso, aunque no ha descubierto todas sus ramificaciones. ¿Dejamos que él decida?
—De acuerdo —gruño Lestrade—. Pero dése prisa. Quiero salir de esta maldita habitación.
En lugar de responder me agaché, cogí las sombras de fieltro, hice una bola con ellas y me las guardé en el bolsillo del abrigo. Me acometió una sensación muy extraña, parecida a la que había experimentado cuando las fiebres habían estado a punto de acabar con mi vida en la India.
—¡Increíble, Watson! —exclamó Holmes—. Ha resuelto su primer caso y se ha convertido en cómplice de asesinato antes de la hora del té. Y he aquí un recuerdo que me llevo... Un auténtico Jory Hull. No creo que esté firmado, pero a caballo regalado...
Holmes despegó con el cortaplumas el lienzo pegado a las patas de la mesa. Se dio mucha prisa; al cabo de menos de un minuto estaba deslizando un estrecho tubo de lienzo en uno de sus bolsillos interiores de su voluminoso abrigo.
—Vaya trabajo más sucio —comentó Lestrade, pero se dirigió hacia una de las ventanas y tras un instante de vacilación, descorrió el pestillo y la abrió un par de centímetros.
—Mejor decir que hemos deshecho un trabajo sucio—replicó Holmes con una alegría casi histérica—. ¿Nos vamos, caballeros?
Nos dirigimos hacia la puerta. Lestrade la abrió. Uno de los agentes le preguntó si habían hecho algún progreso.
En otra ocasión, Lestrade habría empleado su lengua viperina contra el hombre.
—Al parecer se trata de un intento de robo que pasó a mayores —explicó sin embargo—. Yo me he dado cuenta enseguida; Holmes, al cabo de un momento.
—¡Qué lástima! —exclamó el otro agente.
—Sí —asintió Lestrade—, pero al menos, el grito del viejo sirvió para que el ladrón se marchara sin poder robar nada. Vamos.
Nos marchamos. LA puerta del salón estaba abierta, pero mantuve la cabeza baja cuando pasamos ante ella. Holmes miró, por supuesto; habría sido incapaz de resistir la tentación. Así era Holmes. Por lo que a mí respecta, nunca vi a ningún miembro de la familia. Nunca tuve deseos de ello.
Holmes empezó a estornuda de nuevo. Su amigo volvía a restregarse contra sus piernas y a maullar encantado.
—Déjenme salir —murmuró saliendo disparado hacia la puerta.
Una hora más tarde estábamos de vuelta en el 221 B de Baker Street, en las mismas posiciones que habíamos ocupado en el momento en que apareció Lestrade; Holmes sentado junto a la ventana y yo, en el sofá.
—Bien, Watson, ¿cómo cree que dormirá esta noche?
—Como un lirón —repuse—. ¿Y usted?
—Igual, estoy seguro. Me alegro mucho haberme librado de esos malditos gatos, eso sí.
—¿Cómo cree que dormirá Lestrade?
Holmes me observó con una sonrisa.
—Esta noche bastante mal. Creo que bastante mal durante una semana. Pero ya se le pasará. Entre sus muchos talentos se encuentra el del olvido creativo.
Aquello me hizo reír.
—¡Mire, Watson! —exclamó Holmes de pronto.
Me acerqué a la ventana, convencido de que vería a Lestrade acercarse a la casa una vez más. Sin embargo, vi el sol abriéndose paso entre las nubes para bañar a Londres en una gloriosa luz vespertina.
—Ha salido el sol a fin de cuentas —comentó Holmes—. ¡Maravilloso, Watson! ¡Hace que una se sienta feliz por estar vivo!
Cogió el violín y empezó a tocar con el rostro bañado por la luz del sol.
Eché un vistazo al barómetro y comprobé que estaba bajando. Aquello me hizo reír de tal forma que me vi obligado a sentarme. Cuando Holmes me preguntó con cierta irritación qué me ocurría, no pude sino menear la cabeza. La verdad es que no estoy seguro de que lo hubiera entendido de todas formas. No era así como funcionaba su mente.
FIN