Un encuentro en Central Park
Basil Rathbone
El número total de películas que se han hecho sobre las Aventuras de Sherlock Holmes desde los primeros años de este siglo hasta hoy asciende a varios centenares. (Por ejemplo, durante la época del cine mudo ya se realizaron más de cien.) Naturalmente, siempre se ha discutido considerablemente acerca de que actor ha interpretado al Gran Detective con mayor realismo y exactitud en la pantalla. Un gran número de gente le concede el honor al actor Británico (nacido en Johannesburg — Sudáfrica) Philip St. John Basil Rathbone, hijo de un ingeniero de minas, quien hizo una famosa serie de catorce películas (las dos primeras para la 20th Century Fox y las 12 siguientes para Universal Pictures)y muchísimas interpretaciones en radio como Holmes. El clásico aspecto de Rathbone y el tono de su voz, combinados con su preciso estilo de actuar, seguramente le convirtieron en un ideal Holmes; además estuvo bien secundado por el excelente actor de carácter Nigel Bruce como el Dr. Watson. Rathbone era también un poco experto en las historias holmesianas, y en Octubre de 1947 publicó en The Baker Street Journal el relato “DAYDREAM” (me he permitido traducirlo como “ILUSION”) y en Abril de 1954 escribió el siguiente relato corto (“AN ENCOUNTER IN CENTRAL PARK”) sobre quizás el encuentro más extraordinario que pudiera esperar tener alguien que crea en el mundo de Sherlock Holmes. He creído que sería interesante la publicación de los dos relatos en un mismo boletín, ya que en cierto modo son bastante parecidos entre sí.
Adiós, amigo mío. Me alegro de haber tenido esta oportunidad de poder hablar con usted.
Se levantó del banco y encendió un cigarrillo. Un delgado rastro de humo fue atrapado por una ráfaga de viento frío y rápidamente desapareció en el olvido. Unas hojas muertas arrastradas, giraban y giraban mecánicamente, y entonces pararon durante un momento, como si fueran a escuchar sus palabras de despedida. . . "Nunca lamente nada que haya intentado hacer con un sincero afecto. Nada es inútil si nace del corazón".
El sonido distante de niños que jugaban se mezclaba inexplicablemente con extractos de la Novena Sinfonía de Schubert. . . quizás no tan inexplicablemente, desde que una grabación de esta gran obra me había acompañado frecuentemente en mis ensayos personales para la representación que acababa de finalizar. . .
Es mi costumbre efectuar grandes paseos por Central Park cuando lo permite el clima. El otoño de 1953 había sido más hermoso que cualquier otro que yo pudiera recordar desde hacía muchos años. Día tras día, y semana tras semana, una suave luz del sol había envuelto la ciudad con muchos y variados colores. El aire era seco y fuerte. Los árboles desprendían sus hojas con una tranquila y paciente resignación; entonces, el aire se paró puro y fuerte para soñar pacíficamente con la promesa de la primavera. Realmente era difícil asociar los peligros de nuestro tiempo con las ganas de aceptar sin reserva, la única expresión de fe de Robert Browning, "Dios está en su cielo, todo está bien en el mundo".
Una de tarde, a mediados de Noviembre me paré en mi paseo para sentarme en un banco del parque y vaciar mi mente de todo menos de la belleza que me rodeaba. Puede que me adormeciera. No puedo estar seguro de éllo. Aún resonaba el murmullo de niños jugando; de éso si que estoy seguro; y junto con la Novena de Schubert se había formado un delicioso dibujo de memorias medio olvidadas entre mis recuerdos. De repente tuve la sensación de que alguien me miraba. Abrí mis ojos lentamente y con cuidado, para darme cuenta de que había un hombre sentado en el banco que había al lado del mío. Él no me miraba directamente a mí, pero lo hacía con una mirada de reojo que yo podía haber ignorado si hubiera querido. Era una mirada excéntrica desde un rostro que yo creía recordar. Es natural en mí ponerme a hablar con alguien que muestra un mínimo interés en mí (una curiosidad normal y una expresión del ego que predomina en tales ocasiones). Me volví ligeramente hacia él. “¡Qué día!" dije. A lo que él contestó con un largo, contraído, y un poco vacilante "¡S —í — í — í!"
No solamente intrigó mi curiosidad y mi ego, sino que también sorprendió en mí un vago sentido de recuerdo. ¿Dónde he visto yo esa cara antes? Pensé para mí. Era un hombre grande, al menos seis pies de altura, inmaculadamente vestido con ropas que obviamente habían sido bien cuidadas; por su estilo parecían indicar que habían sido confeccionadas durante principios de siglo. Llevaba un sombrero de un tipo que yo no había visto desde que era un muchacho, y mullidos y abotonados botines. A primera vista, en el bronceado rostro brillaban dos ojos de color azul claro que parecían esconder su edad, pero para mí no había ninguna duda de que era muy viejo.
Sin mirar mi aspecto dijo repentinamente, "¿Su nombre es Rathbone?"
"Sí," contesté.
Se volvió hacia mí y me estrechó su mano.
“¿Cómo está usted? Mi nombre es Watson. John Watson”.
Tomando su mano, comenté, "¡Qué coincidencia tan curiosa!"
"¿Coincidencia?"
"Sí".
"¿Por qué?" Su rostro entero formó una provocativa sonrisa.
"Bien, es un nombre inusual. . . y . . ."
"No del todo", me interrumpió, "hay 15 John Watson en la guía telefónica de Nueva York".
". . . y en cuanto a mí," continué, "y muchos otros, lo asocio al famoso Dr. John Watson, que narró las aventuras de Sherlock Holmes".
"Yo le conocí bien," dijo mi compañero, suavemente.
"¿A quién? ¿. . . A Sherlock Holmes?"
El asintió firmemente con la cabeza. "B — i — e — n," dije, sin mirarle.
Durante la pausa que siguió, me encontré preguntándome durante cuánto tiempo continuaríamos con el juego hasta que uno de los dos se aburriera y regresáramos a casa.
“Desde luego, conocí al Dr. Watson bastante bien” continuó mientras reía cordialmente.
Entonces, de repente se volvió, y bastante serio agregó: "No espero que usted me crea. ¿Por qué debería hacerlo?"
A lo que yo contesté, instintivamente y con la misma sinceridad: "Uno es más proclive a creer que a no creer en todo lo extraño".
Nuevamente las voces de niños jugando al compás de la Sinfonía. . . el susurro de hojas como un suave soplo de viento me rozó suavemente la cara . . . De nuevo oí su voz.
"Ví su obra hace unas noches. Siento que la retiraran.
"Le gustó?" Le contesté.
En la pausa que siguió, noté que la risa se había ido de sus ojos, y su boca adquirió un rictus de enfado que me sorprendió.
"No debería hacer estas preguntas", dijo por fín.
"¿Por qué no? Creo que es bastante normal".
"No me refiero a lo que ha dicho, sino a la manera en que lo ha dicho".
"Lo siento, señor, pero no le entiendo".
Sin mirarme continuó. "Perdóneme. Soy un hombre muy viejo. Ya, cuando era joven era un pensador bastante torpe. Ahora, en la vejez posiblemente estoy peor". Una pequeña sonrisa se abrió paso lentamente en su rostro. "Espero que usted me perdone si no contesto su pregunta, por dos razones. Bajo estas circunstancias, podríamos acabar ambos ofendiéndonos, por cualquier cosa que yo pudiera decir". De nuevo se paró por un momento. Entonces me pareció que continuó con alguna dificultad.
"El tono de su voz me ha hecho creer que usted necesitaba consuelo. Pero temo que yo encontraría difícil hablarle de algo tan sumamente personal para los dos. . . Yo me eduqué en una escuela en la que en aquellos tiempos se daba mucha importancia a la autodisciplina personal. Uno ha de encontrar el consuelo dentro de sí mismo antes que en los demás. Ser honrado con uno mismo era la única fórmula para tener éxito. Si usted ha sido honrado con usted mismo en esta obra, ha tenido éxito".
Yo no tuve intención de interrumpirle de ninguna manera. Me embargó una profunda sensación de reconocimiento y de gratitud hacia él.
"Por mi parte", continuó, "yo encuentro que el teatro de hoy en día está demasiado vinculado a los problemas que emanan de una importante revolución mundial que mostró sus intenciones y su dirección en 1914, y continuará probablemente durante otros cincuenta años. Por supuesto, a mi edad, es imposible que me adapte a una era de energía atómica y progreso puramente material . . . que deja tan poco tiempo para disfrutar de las hojas en otoño, el perfume de una rosa, y la eterna promesa de la primavera. Su teatro es la tierra—límite, amigo mío. Carece de respeto hacia la desconocida y más simple y hermosa de todas las relaciones humanas: el amor".
No pude resistirlo más: Tuve que mirarle. Me sorprendió mucho el descubrir que aquel mal humor que había mostrado antes iba creciendo en su rostro, y también el oír una severidad impar en su voz. "En mi juventud quise ser escritor, un gran escritor", dijo. Y mientras hablaba su cara perdió aquella indignación y su voz volvió a ser más tranquila.
"Pero yo tuve que comprometerme porque necesitaba dinero . . . y me asocié durante muchos años con un hombre de un talento increíble. Yo me dediqué a él, pero ésto me absorbió completamente. No creo que llegara a encontrarme a mí mismo . . . Y nunca se comprometa, amigo mío, si le es humanamente posible. Nunca lamente nada que haya intentado hacer con un sincero afecto. Nada es inútil si nace del corazón.
Lentamente se levantó. Me volvió la espalda, una espalda enorme, con los hombros ligeramente inclinados. Se encendió un cigarrillo. Yo cerré mis ojos. No quise mirarle de nuevo por temor a que no fuera cierto. Me quedé sentado y quieto durante bastante rato . . .
Sí, allí estaba nuevamente, la risa de los niños, el viento mullido sobre mi cara, el susurro de las hojas, y el siempre recurrente tema de la Novena de Schubert. Cuando abrí mis ojos, seguramente que habían pasado pocos minutos, el cielo de occidente estaba coloreado por el sol poniente, y una pequeña nube colgaba como una pluma rosa de algún flamenco gigantesco.
Traducción:
HAROLD STACKHURST
(Miguel Ojeda)