Séptima disminuida en RE menor

De los archivos secretos del Doctor Watson

Mar Pallas

CAPÍTULO I

Hacía un día como cualquier otro en el 221 B de Baker Street. La gente correteaba de un lado hacia otro, con prisas, sin percatarse que, desde la ventana, una mirada cansada les observaba. Mientras tomaba una buena taza de té, los párpados se me iban cerrando lentamente, adormecidos por el continuo traqueteo de los cascos de los caballos al atravesar la calle adoquinada de Baker Street.

El reloj del salón tocaba ya las cuatro de la tarde y todavía no tenía noticias de mi compañero, el famoso detective con quien compartía el modesto apartamento desde hacía ya unos años. Justo cuando estaba dispuesto a salir a dar un paseo, una suave melodía sedujo mi mente, haciendo que cambiara de planes. Holmes estaba en casa, y algo se traía entre manos, ya que las dulces notas que brotaban de su violín indicaban que así era, y yo no estaba dispuesto a dejarle solo con sus problemas ahora que había entendido en qué consistía su método deductivo; puesto que la única distracción que tenía en Londres, debido a la ausencia de amigos y parientes, era participar en las hazañas del intrépido Holmes, mi compañero.

El tarareo de la señora Hudson interrumpió mis pensamientos. Nunca la había visto tan alegre. Ella, que siempre se quejaba de las costumbres de Holmes, estaba acompañándole en su interpretación musical. ¿Acaso era la primavera la que había producido ese repentino cambio de comportamiento? De momento, todo lo que podía hacer eran especulaciones al respecto, ya que carecía de información suficiente como para poder diagnosticar las causas de su buen humor. Ya se lo consultaría a Holmes cuando saliera de su habitación, puesto que él seguramente me podría dar una respuesta coherente a mis irrelevantes cavilaciones.

Y finalmente salió de su escondrijo:

¡Buenos días Watson!— dijo entusiasmado mientras sujetaba su precioso violín Stradivarius en su mano izquierda y el arco en su mano derecha.— ¿Ha visto los titulares que trae hoy The Times?

No, la verdad es que hoy no...

¿Cómo, son las cuatro de la tarde y todavía se atreve a afirmar que no ha leído la prensa? No es digno de usted, Watson. Yo le creía un hombre de costumbres inalterables, con afán de conocimiento, lleno de curiosidad por saber qué ocurre en nuestro país... Me ha decepcionado profundamente Watson.

Holmes, yo...

Nada de “peros” doctor. Será mejor que me vaya a un lugar donde no me perturbe su ignorancia y su pasividad. Me retiraré otra vez a mi cuarto.

Señor Holmes, pensaba que usted era un hombre respetuoso y comprensivo, un hombre que...— demasiado tarde.

El joven engreído y sumamente inteligente que conocí hacía unos años se había vuelto a apoderar de la fluctuante mente de mi compañero. Todo lo lógico y racional que aparentaba ser en sus deducciones, se evaporaba cuando estaba demasiado exaltado como para comprender que yo era un hombre mayor que él, ya cansado, y que me traía sin cuidado el ser el primer o el último ciudadano de Londres en saber que el barco que zarpaba cada mes hacia el continente se había retrasado unas horas. ¿Para qué demonios necesitaba saber eso yo? Desde luego, no afectaba en absoluto a mi recluida vida en Baker Street. Y de eso, Holmes se olvidaba a menudo, y entonces profería un sermón que difícilmente obtenía respuesta por mi parte, ya que la mayoría de las veces, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra al respecto, Holmes ya se había encerrado en su habitación o había salido a dar un paseo.

Poco después de que Holmes se escabullera hacia su madriguera, entró la alegre señora Hudson, trayendo consigo una bandeja con una tetera y galletitas de té.

Pensé que le apetecería comer algo.— me dijo mientras dejaba las apetitosas golosinas encima de la mesa.

Sin decir nada más, se retiró, tarareando esa odiosa melodía y alejándose vertiginosamente de mis pensamientos, que volvían a dirigirse a las diminutas personas que observaba desde la ventana de la salita.

Decidí leer un poco. El periódico no, por supuesto, ya que supondría tener que aguantar las burlas y el regocijo de Holmes cuando se percatara de que, finalmente, había terminado el día leyendo lo que él había hecho, al menos, unas doce horas antes. Escogí uno de los libros que Holmes tenía en su biblioteca para no tener que desplazarme hasta mi habitación. Pero pronto el sueño empezó a apoderarse de mi cuerpo y dejé la lectura por el momento.

* * *

¿Será perezoso? Venga Watson, coja el abrigo. Nos vamos.— dijo Holmes mientras se colocaba su bufanda alrededor del cuello.— Tenemos mucho que hacer hoy como para que pierda el tiempo de esta manera. Tendría que buscarse una ocupación para no desaprovechar el día de este modo.

Quizá tenga usted razón, Holmes. Estas vacaciones permanentes están acabando conmigo. ¿Adónde vamos?— le dije mientras cogía mi abrigo.

A un concierto, Watson. A un concierto. Venga, Sarasate nos espera.— dijo cediéndome el paso y cerrando la puerta tras de sí.

El señor Holmes se entusiasmaba escuchando el son de las notas que arrancaba Sarasate de su majestuoso violín, pero yo estaba demasiado cansado como para poder apreciarlo. Todas las melodías me parecían la misma pieza tocada más o menos rápidamente con gran destreza. Fue entonces cuando surgió dentro de mí el deseo de tocar algún instrumento. Así mantendría ocupadas las horas y podría acompañar a Holmes cuando éste tocara el violín. Lo que me preocupaba era el hecho de que no existiera ningún instrumento para mí.

Magnífico, Watson. Una interpretación brillante.— dijo Holmes cuando salíamos a un callejón frío de Londres, después de habernos deleitado con un extraordinario concierto.— Esta mañana, cuando he leído en The Times que Sarasate actuaría hoy a las ocho, no he podido contener mis deseos de asistir a esta espectacular demostración de sus dotes artísticas para mejorar mi técnica con el violín.

Después de un largo paseo por las tortuosas calles de Londres, abriéndonos paso entre la densa niebla que circulaba por ellas, llegamos a nuestro apartamento.

Arréglese un poco, Watson. Tenemos visita.

¿Cómo lo sabe usted si estamos en la calle?— le pregunté.

Mire la luz que sale de la ventana de nuestro salón. Si tiene en cuenta que la señora Hudson se pasa el día en la cocina o en su habitación, no tendría usted la menor duda de que tenemos una visita importante esperando nuestra caballerosa ayuda.

Y, efectivamente, Holmes no se equivocaba. Al llegar nos salió al encuentro la señora Hudson, dándonos una noticia que no sorprendió al intrépido Holmes. Una señora le esperaba y, al parecer, según la señora Hudson, su aspecto denotaba que alguna cosa grave le ocurría.

Entramos en el salón y vimos a una mujer de mediana edad, entrada en carnes, muy pálida y de ojos llorosos. Iba vestida toda de negro. Por su aspecto y su vestuario, cualquiera hubiera dicho que se le había muerto algún ser querido.

Buenas noches señora...— la saludó mi compañero.

Hobbs, señora Daisy Hobbs.— dijo medio llorando, mientras Holmes la hacía pasar a su habitación.— Siento molestarles a estas horas de la noche, pero no podía esperar ni un minuto más. Esta tarde he ido a la policía, pero me han tomado por loca y no me han hecho el menor caso. Me dijeron que si no me marchaba rápido llamarían al manicomio.— la señora Hobbs se echó a llorar.

Nunca antes había observado el llanto de una mujer desesperada. Las lágrimas brotaban de sus ojos como si fueran su única esperanza, su única salvación al dolor que le descomponía el rostro en una grotesca figura rojiza e hinchada, en la que se mezclaban el dolor y el terror a la vez.

Verá— siguió hablando entre sollozos— hace dos meses falleció mi querido marido. Una noche, se acostó y ya no despertó jamás. Yo..., yo no me lo podía creer. Hacía tan solo unas horas que habíamos estado charlando animosamente, después de asistir a una fiesta y...— la señora Hobbs se echó a llorar desconsoladamente— el médico dijo que había muerto de un ataque al corazón, y yo ni me di cuenta.

Cálmese señora Hobbs, nosotros la ayudaremos.

Gracias señor Holmes, pero ustedes no podrán calmar el dolor por la pérdida de mi esposo. Esto es una pena que debo superar yo sola.

¿Y entonces, qué es lo que la ha traído aquí, señora Hobbs?

Llámenme Daisy, por favor. Me sentiré más cómoda.— dijo secándose las lágrimas. Luego se aclaró la garganta y prosiguió su discurso— Verá, hará cuestión de un par de semanas, se me empezó a aparecer mi marido por las noches. Pero eso no es todo, últimamente dejo las cosas en su sitio y al cabo de unas horas aparecen en otro lugar, y desaparece comida de la cocina. ¡Y yo no estoy loca! Aunque la policía y mi ama de llaves no se lo crean, yo no padezco alucinaciones.

La creemos, señora Hobbs. Puede confiar plenamente en nosotros. Si le parece bien, mañana iremos a echar un vistazo a su casa. Ahora lo mejor que puede hacer es descansar. Váyase a dormir y mañana verá las cosas de un modo más claro.— le dijo Holmes cortésmente.

¿Cómo quieren que me vaya a dormir si por las noches es cuando veo a mi difunto marido?

¿Su marido le habla, Daisy?

No, que yo recuerde.

¿Y está completamente segura de que es su marido el que se pasea por las noches?— le pregunté, sin pensar en las repercusiones que esta inoportuna cuestión podría ocasionar.

¡Oh! ¿Cómo pueden dudar de mí?, Una pobre viuda que viene aquí buscando apoyo y comprensión y me tratan de esta manera.— la señora Daisy lloraba histéricamente, empezó a balancearse de un lado a otro, entre sollozos, hasta que se desmayó.

¡Watson!— me dijo Holmes enérgicamente— la próxima vez que se le ocurra preguntar algo aténgase a las consecuencias. ¿Qué le diremos a esta pobre mujer cuando se despierte?

No lo sé. Lo que puedo afirmar con toda seguridad es que alguien está metido en este asunto por intereses que todavía no tengo muy claros. Pero supongo que eso no se lo podemos decir, ¿verdad?

Efectivamente, Watson. Veo que nuestras opiniones son similares. La diferencia es mínima, pero aún no puedo contarle nada, puesto que no estoy completamente seguro de mis suposiciones. Lo primero que tenemos que hacer cuando se despierte la señora es tranquilizarla para que nos cuente cómo era su marido y sus aficiones. Ya nos ocuparemos del “fantasma” más tarde.

Mientras la señora Hudson preparaba un poco de té, la señora Hobbs despertó de su agitado sueño.

¿Dónde estoy? ¿Qué..., qué me ha pasado?

Tranquilícese. Ha sido un simple desmayo. Ya verá cómo después de una taza de té estará como nueva— dijo Holmes mientras llegaba la señora Hudson con la tetera.

Se lo agradezco. Me vendrá bien tomar algo caliente.

Después de estar charlando un rato animosamente para alejar las preocupaciones de la mente de la señora Hobbs, Holmes empezó a iniciar las investigaciones sobre el marido de esa desgraciada mujer.

Y bien, ¿cómo se llamaba su marido, Daisy?

Alfred Pecket. Sé que esperaban que dijera Alfred Hobbs, pero ahora que él ha muerto, he vuelto a adoptar mi apellido de soltera. No quiero que haya nada en mí que me recuerde a él para no sufrir tanto.

Es comprensible. ¿Y a qué se dedicaba su marido?

¡Oh!, Se pasaba los días de un lado para otro. Era carpintero y propietario de un anticuario que cerró inmediatamente después de su muerte. Debido a su trabajo, tenía que ir a tomar medidas a las casas. Pero hace un par de años que dejó su empleo porque heredó una importante suma de dinero de una tía suya.

Así que ahora es usted una viuda rica— murmuró Holmes para sus adentros— ¿Y durante estos dos años, el señor Pecket no trabajó de ninguna otra cosa ni tenía ninguna afición?

Pues... no que yo sepa. Después de heredar esta fortuna sólo iba algún día al anticuario para ver cómo funcionaba todo y para sacar un poco el polvo de los objetos; también se reunía un par de días a la semana con sus amigos para jugar a cartas y, de cuando en cuando, iba a visitar a sus parientes. Pero eso es todo.

¿Usted le acompañaba en esas actividades o iba él solo?

No, yo me quedaba en casa o iba a tomar el té en casa de Patty Smith con Winnie y Mary, unas vecinas muy amables, aunque demasiado presuntuosas.

¿Y no sabe con quién se reunía ni a dónde iba?

No. Nunca me presentó a sus amigos. Sólo vi uno en una ocasión. Era un hombre grueso, de mediana estatura, que tenía una enorme peca en el lado izquierdo de su frente. Se presentó un día que mi marido había salido un momento, y al enterarse de que no estaba, se marchó inmediatamente. Ni siquiera se dignó a decirme quién era.

¿Y no le preguntó por él a su marido cuándo éste regresó?

Ya lo creo. Me repugnó tanto su aspecto que fue lo primero que le dije cuando hubo cruzado la puerta. Pero sólo me contestó, seca y bruscamente: “Es un viejo conocido. No hace falta que le conozcas, puesto que no sabe comportarse delante de las señoritas”

Bien... así que tenemos a un hombre rico que se reúne periódicamente con sus familiares y amigos. ¿Me equivoco?

En absoluto, señor Holmes.

¿Le importaría que fuéramos a su casa, señora Hobbs?

Claro que no, me serán de grata compañía durante el viaje. Pero... ¿qué pasará si mi marido aparece mientras están en casa?

Ahora ese asunto carece de importancia. Vayamos a su casa y allí ya nos contará el resto.

Durante las dos largas horas que nos separaban del 221 B de Baker Street hasta la mansión de la señora Hobbs, Holmes permaneció en silencio. La señora Daisy y yo estuvimos charlando un rato de nuestras aficiones y de cuando en cuando callábamos, temerosos de estar importunando demasiado a Holmes y sus reflexiones.

Bien, el cochero se ha detenido. Si no me equivoco debe de ser aquí, ¿verdad señora Daisy?

En efecto, aquí es.

Nos adentramos silenciosamente en el denso bosquecillo que rodeaba la casa. Me alegré profundamente de que la serenidad de Holmes estuviera presente, ya que mi débil corazón se asustaba con demasiada facilidad últimamente, y más aun andando entre los árboles para llegar a una mansión habitada por un fantasma.

Daisy, — dijo Holmes, antes de atravesar la puerta de la casa— ¿sabe alguien que esta noche salió en nuestra búsqueda?

No, nadie. Irene, la ama de llaves, estaba ya durmiendo cuando me fui y tiene un sueño muy profundo.

Está bien. En ese caso pongámonos cómodos en el sofá. ¡Empieza la función!

CAPÍTULO II

Abrimos la puerta sin hacer ruido. La señora Daisy había demostrado tener un gusto excelente decorando las paredes de su casa puesto que, aunque fuera más bien grande, era muy acogedora. Nos dirigimos a la sala de estar y, una vez estuvimos cómodamente sentados, Holmes se levantó, encendió su pipa y empezó a dar vueltas a nuestro alrededor.

Y bien señora Daisy— dijo Holmes— ya puede contarnos sus encuentros con el fantasma. No olvide narrar ningún detalle, ya que son de vital importancia.

Está bien. Hará unas dos semanas tuve mi primer encuentro con la criatura más espeluznante que nunca podrán imaginar. Al principio, no le reconocí, pero cuando vi su ropa, no había duda de que era mi difunto marido. Intenté mirarle a la cara, pero su descuidado aspecto me repugnaba tanto que no pude evitar empezar a chillar. Sin poder esperar a que me dijera nada, salí corriendo de la biblioteca, bajé atemorizada al primer piso y desperté a Irene, mi ama de llaves. Una vez ésta supo lo ocurrido me tomó por loca. Dijo que habría tenido una pesadilla y que me habría despertado creyendo que mi sueño era real. No me creyó. Pero mis ojos no me engañaron, puesto que esa noche yo todavía no me había acostado. Había estado leyendo hasta tarde porque no podía conciliar el sueño debido al dolor que me causaba la pérdida de mi marido.

“Ustedes pueden creer que el hecho de que estuviera pensando en él influyó en mis visiones. Yo también lo pensé en un principio, pero quedó una prueba en la biblioteca que demostraba lo contrario. El sombrero que llevaba puesto cuando le vi estaba tirado en el suelo, y no era posible que nadie lo hubiera dejado ahí, puesto que en la casa sólo estábamos, como de costumbre desde hacía poco más de un mes, Irene y yo.”

“Dos días después, cuando conseguí calmarme un poco y casi había olvidado el incidente, Alfred volvió a presentarse. Esta vez estaba buscando unas partituras de piano. Mi marido apareció de nuevo. Me atemorizaba tanto la idea de bajar hasta el piso inferior a oscuras que lo único que pude hacer fue encerrarme en la habitación contigua y llamar desesperadamente a Irene. Cuando volvimos a la biblioteca, ya no había rastro de él. Todavía no he sido capaz de ir a la biblioteca desde aquella noche.”

“Estos últimos días, temerosa de que algo extraño volviera a suceder, he dormido en casa de unas vecinas, e Irene asegura que no ha visto nada fuera de lo normal. Así que ya ven ustedes la situación en la que me encuentro: soy una viuda que tiene miedo de estar en su propia casa y a la que la policía toma por loca. Por eso acudí en su ayuda. Si no pueden ayudarme, no sabré a quien acudir.

No se preocupe señora Daisy. Si no me equivoco, usted toca el piano, ¿verdad?

Sí, pero... ¿cómo...? ¿Cómo lo sabe usted, señor Holmes? Que yo recuerde no le he mencionado ese detalle.

Sus manos la delatan. Esos dedos largos y finos, extremadamente ágiles no son propios de una mujer como usted, a no ser que tocara algún instrumento que requiriera ejercicios diarios como es el piano. ¿Podría honrarnos tocando para nosotros alguna melodía de su agrado?

Sería un placer señor Holmes, pero me temo mucho que...

... Que no será posible porque el piano está en la biblioteca, ¿verdad?— respondió mi compañero.

Ha vuelto usted a acertar. ¿Cómo lo hace para anticiparse a todo?— preguntó curiosa, mientras Holmes sonreía silenciosamente.

Sólo es cuestión de práctica Daisy, sólo eso. ¿Le molestaría mucho que fuéramos a la biblioteca para que nos deleitara un poco con su música? No tiene por qué tener miedo, puesto que estando con nosotros, su marido no la importunará.

La señora Daisy permaneció en silencio un largo rato, hasta que finalmente respondió: “Está bien. Síganme”.

Después de seguir a la señora Hobbs escaleras abajo, dos grandes puertas de madera surgieron ante nosotros. Sus inmensos relieves, dos enanos, estaban tallados a conciencia. Las caras de esos dos enanitos leyendo parecía que nos mirasen con firmeza. Franqueamos la entrada. Ya estábamos en la biblioteca. Era una sala gigantesca que cobijaba cuatro paredes forradas de libros y decorada con diversos instrumentos curiosos, la mayoría de ellos, de cuerda. En medio de la habitación reposaba una enorme mesa ovalada con sus sillas de caoba haciendo juego y, en el rincón más alejado de la puerta estaban, mirándose, un precioso piano y un harmonium. Nos sentamos en uno de los sofás que había a su alrededor para escuchar la interpretación musical de Daisy más cómodamente. Ésta se sentó tímidamente sobre el taburete, delante del piano, y empezó a deslizar suavemente sus dedos sobre las piezas blancas y negras que tejían el teclado del conocido instrumento de cuerda. A medida que la mañana iba avanzando, más se alegraba la cara de mi compañero, y yo me sentía más identificado con esas cálidas notas. Decididamente, ése era mi instrumento, y según creo, Holmes me leyó el pensamiento cuando dijo:

Excelente interpretación, señora Daisy. Y además, eso la alejará de sus preocupaciones. A partir de este momento será la nueva profesora de piano de mi amigo, el doctor Watson. Él se quedará aquí, con usted, para hacerle compañía mientras yo voy a mi laboratorio para ocuparme de ciertas cosas no menos importantes y reflexionar sobre este asunto. Así pues, regresaré dentro de unos días para informarle sobre el caso. Mientras tanto, el doctor Watson le hará compañía y será un buen alumno. Piense que, cuando regrese, tendrá que demostrarme lo que ha aprendido acompañado por mi fiel violín. Así que, si me disculpan, tengo que marcharme. Espero volver a verla pronto, Daisy. En cuanto a usted, Watson, ¿sería tan amable de acompañarme a buscar un coche para que me lleve a casa?

No faltaría más— le respondí, no creyendo todavía lo que sus labios habían pronunciado. Mi sueño hecho realidad: finalmente aprendería a tocar el piano en una mansión. ¿Qué más podía pedir?

Ya estábamos fuera de las pertenencias de la señora Hobbs cuando Sherlock Holmes me contó sus planes.

Escuche, Watson. Tengo que ausentarme durante unos días para hacer unas investigaciones importantes. Le dejo a usted a cargo de la señora Hobbs. Trátela bien, sea un buen alumno e intente ganarse su confianza. Hay algo en ella que no me gusta, creo que nos oculta algo y usted será el encargado de descubrirlo. Si hay cualquier novedad o cree que ha descubierto algo que yo debería saber no dude en enviarme un mensaje a través del golfillo que dejaré haciendo guardia alrededor de la casa. ¿Está conforme?

Es un plan perfecto Holmes. Procuraré hacer todo en cuanto esté en mis manos para no defraudarle.

Entonces no hay nada más que debamos decirnos. Buena suerte y hasta dentro de unos días.

Adiós Holmes.

CAPÍTULO III

Para cuando me di cuenta, ya estaba en el salón tomando té con la señora Hobbs. Estuvimos charlando un buen rato animadamente, mientras Irene iba de un lado para otro, quitando el polvo de las habitaciones.

Bueno, creo que ya va siendo hora de que empecemos con su primera lección. ¿No le parece, doctor Watson?

Creo que sí. Estoy preparado.

Entonces vayamos a la biblioteca. ¡El piano nos espera!

La alegre señora Daisy que pronunció estas últimas palabras no se parecía en nada a la desesperada mujer que habíamos conocido hacía tan solo unas horas. Supuse que al sentirse acompañada se evaporaban las preocupaciones sobre su marido, cosa que poco después me confirmó ella misma.

Al fin estaba sentado delante de un inmenso mar de teclas blancas y negras. Prácticamente no tenía nociones de piano y tuvo que empezar desde el principio: esta tecla es el do, esta otra el re... y así sucesivamente. Al terminar el día, ya había aprendido las escalas de Do Mayor, la menor, Sol Mayor y mi menor. Me sentía orgulloso de mi esfuerzo. Quería que cuando regresara Holmes, reconociese el trabajo que habría realizado durante esos días y se alegrara de mí.

Y al fin llegó la noche, la parte del día que más temía mi anfitriona. Después de cenar cordero asado con pasas, Irene me condujo hacia mi habitación. Ésta, situada en el ala este de la casa, estaba sencillamente amueblada, pero con muy buen gusto. Tenía una cama de la época y una mesita de madera haciendo juego; un tocador con un retrato de la boda de Daisy Y Alfred, e incluso una chimenea.

Una vez hube examinado detalladamente la habitación, cogí el retrato de Daisy y Alfred para entregárselo a Holmes a través de uno de los pequeños pilluelos de su división de Baker Street de la policía detectivesca. Al tenerlo entre mis manos, una extraña sensación se apoderó de mí. La cara del señor Pecket me era tan conocida que... No podía ser. Seguramente yo no había visto en mi vida a ese hombre, y sin embargo, su cara me era vagamente familiar. ¿Dónde le habría visto? “Ojalá Holmes estuviera aquí— pensé— él seguro que se acordaría del lugar exacto en donde vimos esa cara, si es que realmente la vimos” Me guardé el retrato en el bolsillo y decidí ir a practicar un poco mis pobres conocimientos de piano, puesto que quería avanzar rápidamente en mi aprendizaje. Pensé que no molestaría a nadie con mi serenata, ya que las habitaciones de las dos mujeres estaban justo en el otro lado de la casa. Así pues, ya estaba sentado y me disponía a subir la tapa del piano cuando una voz me sobresaltó.

¿Qué hace aquí?

¡Oh! Lo siento señora Daisy. Sólo me apetecía practicar un poco y creí que no haría falta que la importunase con mis antojos. Por eso no le dije que iba a la biblioteca.

No pasa nada, doctor Watson, pero la próxima vez que decida salir por la noche de su habitación avíseme. Estaré más tranquila si sé el lugar exacto en el que se encuentra. Y por favor, no vaya a la biblioteca sin mí. Podría ser peligroso.— me dijo recelosa.

No se preocupe, señora Daisy. Sé cuidar de mí mismo, pero si así lo desea, antes de ir a cualquier sitio ya las avisaré.

Así está mucho mejor. ¿Qué le parece si ensayamos un poco?

Me parece una idea excelente. Cuanto más aprenda estos días, más orgulloso estará Holmes. Así que empecemos. ¿Quiere que repasemos las escalas o prefiere que hagamos otra cosa?

Mejor que acabemos las escalas y los acordes cuanto antes. Quiero enseñarle un par de canciones que supongo que serán de su agrado.

Perfecto.

Y así pasamos dos largos días practicando día y noche, sin cesar, ya que de este modo Daisy no pensaba en ninguna otra cosa. También a mí me agradaba pasar el día sentado junto al piano, pero seguía sin noticias de Holmes y como me había sido imposible salir en busca del pilluelo para darle el retrato porque me tenían controlado día y noche, tuve que volver a dejarlo en su lugar de origen.

Y al amanecer del tercer día se me ocurrió preguntarle a Daisy de dónde provenía su afición por la música. Su respuesta no me agradó, puesto que no me sonó demasiado convincente y se puso muy nerviosa al oír mis palabras, tardando en contestar:

Mi... ¿Mi afición por la música? Pues... desde pequeña que toco el piano. Mis padres me enseñaron. ¿Quiere otra galletita doctor Watson?— me preguntó, alargándome con el brazo un plato lleno de suculentas pastas de té.

No, gracias.— le respondí.

Ahora que había descubierto “un tema prohibido”, tenía que ver cuanto antes a Holmes. Así que esa misma tarde, después de las clásicas lecciones de piano, le dije a Daisy:

Vendré dentro de un par de horas. Hoy quiero traer un buen postre para después de cenar.

No hace falta. Le diremos a Irene que vaya ella a comprarlo.

No, me apetece escoger uno de mi gusto, señora Daisy.

En ese caso, permítame que le acompañe.

¿Es que no puede uno sorprenderla de vez en cuando trayendo a casa algún detalle?

Está bien, Watson. Pero no se ausente más de una hora. Hoy me gustaría que empezáramos a tocar la pieza número 4 de Beethoven.

Como usted quiera. A las seis en punto estaré de vuelta. Ahora, si me permite...— dije mientras me levantaba y le hacía una reverencia.

Cada vez tenía más claro que la señora Daisy no quería que fuera a ninguna parte sin ella. Al principio creí que no quería quedarse sola en casa, tal y como había intentado hacerme creer, pero pronto se delató. Así que fui a mi habitación y le escribí una nota a Holmes contándole lo ocurrido:

“Querido Holmes,

¿Reconoce usted a Alfred? Su cara me resulta familiar, pero no soy capaz de recordar donde le he visto. En cuanto a Daisy, averigüe cuándo y cómo empezó su afición por la música. Creo que me ha engañado al decirme que sus padres la enseñaron a tocar el piano.

Intente ser usted el que venga en mi busca, puesto que hace más de dos días que intento ponerme en contacto con usted y me ha resultado imposible salir a su encuentro.”

Atentamente,

Una vez hube cerrado el sobre que contenía la nota, cogí el retrato de Alfred y salí a la calle. Aunque ya estábamos en plena primavera, hacía mucho frío. Así que intenté encontrar lo más pronto posible al pilluelo, ir a la panadería y comparar algún postre para la cena. No me resultó un gran trabajo encontrar al pequeñuelo, puesto que fue él quien me encontró a mí. Se llamaba Richard y hacía un día que Holmes le había enviado en mi busca. Pero al parecer, no tenía nada para mí. Le di el retrato y la nota y le rogué que, en cuanto supiera cualquier cosa de Holmes, viniera a contármelo, que yo intentaría salir para ponerme en contacto con él.

Tan pronto se hubo marchado, me dirigí a la panadería más próxima y compré una tarta de manzana que, siento tener que decirlo, no tuvo ninguna aceptación entre las dos damas, que se quejaron del hecho que comprara un postre que ellas mismas, e incluso yo, podíamos haber cocinado.

Y mientras esperaba ansiosamente noticias de Holmes, seguía mejorando delante del hermoso teclado. Ya era capaz de tocar de memoria la pieza número 4 de Beethoven. Y esa misma noche le propuse a Daisy que tocáramos los dos juntos: ella el harmonium y yo el piano. Se negó en rotundo. Dijo que sería menospreciarlos a ambos si los mezclábamos, y así se quedó el asunto. Pero accedió a tocarla ella sola en el harmonium. Mientras ella tocaba, yo iba escuchando plácidamente el sonido de las notas que producía el harmonium. Pero cuando fue mi turno y la toqué en el piano, pude observar que, aunque habíamos tocado la misma pieza, ella había hecho una pequeña variación. No le di la menor importancia, ya que ella solía hacer adaptaciones de las canciones y raramente interpretaba una pieza del mismo modo, a no ser que estuviera enseñándome como tocarla.

Al cabo de un rato me fui a dormir, llevándome conmigo una sonrisa llena de satisfacción: por fin podría interpretar una pieza musical junto a Holmes.

Cuando desperté la mañana siguiente, la señora Hobbs ya estaba desayunando. Se había levantado temprano para ir al sastre, ya que necesitaba un nuevo traje de color crema. Reconozco que me alegró inmensamente esa noticia, puesto que estaría solo toda la mañana, y después de esos días sin poder disponer de un solo minuto de soledad, me apetecía estar conmigo mismo. Así aprovecharía la mañana para leer el periódico, tocar el piano y dar un paseo. La ocasión perfecta para obtener noticias de Holmes a través del golfillo.

Lo primero que hice fue tomarme una buena taza de té mientras leía el periódico que me había traído la atenta ama de llaves de Daisy, Irene. Me ofrecí para ir a comprar unos tomates y demás hortalizas que necesitaba, para ganarme su confianza y obtener información de la dueña de la casa. Ya estaba de camino al mercado cuando salieron a mi encuentro dos jovencitos. Me dijeron que Holmes vendría a verme dentro de unos días para ver cómo estaba y que tenía buenas noticias para mí, pero que aún era pronto para contármelas. Me marché de mal humor. Había esperado ansiosamente durante tanto tiempo noticias de mi compañero para nada. Ya empezaba a molestarme eso de estar medio cautivo en la mansión de una viuda.

Como las hortalizas que compré eran de gran calidad, Irene me ofreció una buena copa de Cherry que, según dijo, era el predilecto de Alfred Pecket. Cada día, antes de la comida, se tomaba una copa de ese jerez mientras escuchaba la pieza número 4 de Beethoven. Me quedé asombrado ante tal afirmación.

¿Así que el señor Pecket también era aficionado a la música?— le pregunté.

¿Aficionado dice? Era un profesional. Él fue quien le enseñó a su mujer todo lo que sabe.

“Vaya, vaya”— dije para mis adentros.— Así que el señor Pecket era músico.

Ya lo creo que lo era, uno de los mejores violinistas del país.

Lleno de satisfacción por mi nuevo descubrimiento, me dirigí hacia la biblioteca para tocar un rato el piano. Las hermosas teclas bicolores me esperaban en el mismo sitio de siempre. Brillantes y resplandecientes como el cristal de la esfera de mi reloj. Una vez hube realizado mis ejercicios diarios y ensayado las dos únicas canciones que sabía, decidí tocar la pieza número 4 de Beethoven en el harmonium con sonido para violín, ya que quería hacerme una idea de cómo sonaría la gloriosa melodía cuando la interpretáramos Holmes y yo a la vez. Pero ante mi sorpresa, una vez hube realizado el último acorde: una séptima disminuida en re menor, oí un ruido. Me levanté a la par que aguzaba mi oído para lograr encontrar el lugar concreto de dónde provenía ese chirrido. Recorrí la biblioteca entera con la vista y no observé ningún cambio, pero cuando me giré, pude ver cómo una de las paredes de la biblioteca se desplazaba noventa grados hacia la derecha. Me acerqué y vi cómo surgían ante mis ojos unas escaleras que bajaban rodeadas de una ligera penumbra. Después de pensarlo durante un buen rato, ya que no disponía de la luz necesaria como para poder descender, me armé de valor y descendí lentamente, a oscuras, ya que quería impresionar a Holmes con mis propias investigaciones.

Llevaba ya recorridos unos cincuenta metros cuando pude apreciar la existencia de una luz y unas sombras que serpenteaban. ¡Había alguien allí abajo! ¿Quién podría ser? La señora Daisy no estaba en casa e Irene preparaba la comida. Intenté hacer el menor ruido para no delatar mi presencia y me escondí detrás de un saliente en la pared, aunque no sirvió de gran cosa, ya que mientras perdía un precioso tiempo con esas cavilaciones, alguien golpeó mi cabeza de repente. Caí al suelo, inconsciente, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra en mi defensa.

CAPÍTULO IV

Así que mi querido doctor Watson ha desaparecido. ¿No es así?— dijo Holmes.

Sí, señor Holmes.— dijo Irene— Esta mañana me trajo unas hortalizas, se fue a tocar el piano y ya no hemos vuelto a saber nada más de él. Lo primero que pensé fue que habría salido a dar un paseo, pero de eso hace ya seis horas. ¿Qué le parece a usted, señor Holmes?

Que ahora tenemos dos casos para resolver, y que la resolución de uno implicará el final del otro.

¿Hay algo que podamos hacer?— preguntó Daisy.

Sí. Mostrarme el camino hacia la habitación de Watson, dejar la biblioteca tal y como estaba esta mañana y dejarme un rato solo.

Bien. Entonces Irene y yo iremos a dar un paseo.— dijo la señora Hobbs mientras subían las escaleras que conducían hacia la habitación de Watson.

La habitación estaba tal y como la había dejado Watson esa mañana: con la cama hecha y las ventanas cerradas; y su diario de notas en un cajón de la mesita. Holmes lo cogió con una mano para ojearlo un poco y sonrió levemente, puesto que los escasos descubrimientos de Watson terminaron de completar sus propias deducciones.

Rápidamente se dirigió hacia la biblioteca. Ésta estaba tal como la había visto hacía unos días, con la excepción de un libro de Beethoven que estaba encima del harmonium, abierto por la página número 42, que contenía la pieza número 4 de Beethoven.

Sin pensárselo dos veces, Holmes deslizó toscamente sus dedos sobre el teclado del harmonium, del que desprendieron febrilmente unas notas descompasadas y sin ritmo, debido al escaso conocimiento de la técnica del piano por parte del detective. Ante su sorpresa, oyó el sonido de un violín. Entonces imaginó que Watson había querido probar cómo sonaría esa pieza en su Stradivarius. Así pues, Holmes se armó de valor y tocó esa misma melodía imitando el sonido de su precioso violín.

Un ligero sonido desvió su vista a la derecha. Unas escaleras se deslizaban vertiginosamente hacia abajo. “Sin duda, Watson debe de haberlo descubierto esta mañana”— pensó Holmes, mientras bajaba lentamente, alertando todos sus sentidos. Y justo cuando había penetrado en el pasadizo, la puerta se cerró tras de sí, haciendo tal estruendo y un ruido tan horrible que incluso inquietó al valiente de Holmes. Para cuando ya había descendido unos 107 escalones entre las penumbras, aproximándose paso a paso a su preciado objetivo, notó que alguien le seguía. No obstante, siguió descendiendo como si no pasara nada, haciendo caso omiso de su perseguidor; y justo en el momento en que notó como una ráfaga de aire frío se iba aproximando temerosamente hacia su nuca, levantó rápidamente su brazo derecho para coger la mano de su tímido agresor. Una vez más, sus conocimientos de baritsu le habían librado de caer violentamente al suelo y quedar inconsciente como le sucedió pocas horas antes a su amigo, el doctor Watson.

El estrecho pasadizo no estaba suficientemente iluminado como para poder distinguir a mi víctima, pero en cuanto noté un brazo que me apresaba vigorosamente, no tuve la menor duda de que se trataba de mi compañero.

¿Holmes?— dije tímidamente, intentando no padecer daño alguno.

Mi querido doctor Watson. Creo que merezco una explicación. ¿Por qué demonios quería pegarme con la porra? Creí que éramos amigos.

¡Oh! No sabe cuánto lo siento, Holmes. Yo creí que usted era el mismo hombre que me pegó cuando...

Y como a usted le pegaron al bajar, ahora me quería pegar a mí para vengarse y para que yo corriera la misma suerte que usted, ¿no es así? Puesto que estamos encerrados en un oscuro pasadizo, será mejor que nos sentemos mientras me explica cómo le han ido estos días por aquí y cómo ha llegado hasta aquí.— me dijo Holmes.

No se lo va a creer, Holmes. He hecho unos descubrimientos bastante interesantes. Verá: en primer lugar, la señora Daisy recibió clases de música de su marido. Él le enseñó todo cuanto sabe. Si fue así, ¿por qué motivo intentó engañarme afirmando que fueron sus padres los que la enseñaron a tocar el piano?

Por un motivo muy sencillo, Watson. Porque si lo hubiéramos sabido no habríamos esperado ni un instante a ir a entrevistar a sus compañeros de la orquesta. Su observación fue muy buena: hace unas dos semanas vimos al supuesto difunto marido de la señora Daisy. ¿No se acuerda?

No... la verdad es que no acierto a recordar el lugar donde...

Si no se durmiera cada vez que oye el son de un violín, ahora sabría perfectamente de quién se trata.— dijo Holmes, impertinentemente.

¡Ahora me acuerdo! Tocaba en la orquesta que acompañó a Sarasate en su concierto, ¿verdad?

Efectivamente, Watson. Se trata de Alfred Pecket. Esperaba poder contactar con él antes de verle a usted, pero no me ha sido posible. Sólo necesitaba un día más. ¡Un sólo día! Esperemos que cuando le veamos sea capaz de contarnos el motivo que le llevó a fingir su repentina muerte. ¿Ha averiguado si se llevaba mal con su esposa o si tenía algún interés especial en estar legalmente muerto?

No señor Holmes. Esas dos mujeres no hablan nunca del señor Pecket. Parece que les dé miedo pronunciar su nombre. Lo poco que sé es gracias a que se les ha escapado algún comentario a una de las dos.

Bien, yo tengo varias hipótesis de lo sucedido, pero puesto que el señor Pecket está vivo, prefiero oír el relato de sus propios labios. Será más interesante esperar unos minutos que arriesgarse a lanzar acusaciones sin prueba alguna. Y dígame doctor Watson, ¿cómo descubrió este pasadizo secreto?

¡Oh! Reconozco que fue por pura casualidad. Estaba tocando la pieza número 4 de Beethoven como de costumbre y se me ocurrió que podría tocarla en el harmonium para hacerme una idea de cómo sonaría en su violín cuando, de repente, justo al sonar el último acorde, una de las paredes giró dejando al descubierto estas escaleras sobre las que estamos sentados. Curioso, decidí adentrarme en las secretas y tenebrosas profundidades de esta desconocida casa cuando, súbitamente, alguien me golpeó la cabeza. Caí al suelo, inconsciente, y para cuando pude recuperarme, me encontré encerrado entre estas paredes, sin luz, sin comida ni agua, y exhausto de pedir auxilio sin éxito alguno, decidí esperar a mi agresor para poder castigarle con la misma suerte y obligarle a mostrarme la salida. Pero, ante mi sorpresa, en vez de un criminal se presentó usted y...

Silencio Watson. Creo que se aproxima alguien. Oigo unos pasos ahí arriba. Será mejor que nos pongamos al acecho por si se trata de nuestro “fantasma”. Cuando le avise, inmovilícele la parte izquierda del cuerpo, yo haré lo mismo con la derecha.

Está bien, Holmes.— murmuré, sin llegar a saber si mi compañero me habría oído o no.

CAPÍTULO V

Bienvenido, señor Pecket.

¿Quiénes son ustedes?— tartamudeó Alfred.

No se preocupe. Somos amigos suyos. ¿Hay algún lugar por aquí abajo en el que podamos sentarnos a la luz de una vela?— inquirió Holmes.

Sí, ... si hacen el favor de seguirme... les conduciré hasta mi despacho.

Mientras seguíamos al señor Pecket entre la penumbra, mi estómago vacío iba rompiendo el silencio con un ronroneo singular. Parecía que ese órgano se hubiera tragado un león, puesto que dentro de mi barriga sonaba el rugido de ese feroz animal. No obstante, Holmes y Pecket ni se dieron cuenta de ese concierto privado. Ellos permanecían callados, esperando que fuera el otro quien rompiera el silencio tenebroso que nos rodeaba desde hacía unos minutos.

Al fin llegamos a una bifurcación tenuemente iluminada por una pequeña antorcha. Tomamos el camino que conducía a la derecha, y a los pocos metros, nos barró el paso una puerta tallada por el mismo artesano que el que gravó los relieves de la de la biblioteca. El señor Pecket sacó una gran llave de hierro, medio oxidada, de su bolsillo y abrió ruidosamente la puerta que ocultaba su despacho.

Bien. Pónganse cómodos.— dijo mientras encendía las luces de acetileno.— Éste es mi humilde refugio. Espero que sea suficientemente reconfortante como para que podamos hablar cómodamente.— dijo el señor Pecket.

Ante nuestros ojos, se alzaban otras cuatro paredes repletas de libros, cuadros y demás objetos curiosos. ¡Estábamos sentados cómodamente en la biblioteca secreta del señor Pecket!

Permítame que nos presente. Éste es el doctor Watson, mi fiel compañero al que usted ha golpeado hace unas horas, dejándole inconsciente.

Lo siento de veras. Yo... no sabía quién era usted y no podía arriesgarme a que Daisy supiera la verdad.

Espero que al menos podrá recompensarme con una suculenta comida.— le respondí.

¡No faltaría más! Tenga, coja algún alimento de mi mochila. Acabo de ir en su busca.— dijo alargándome su bolsa.

Gracias.

Ahora que ya se conocen, me presentaré. Soy Sherlock Holmes, detective consultor. Su mujer vino hace unos días en nuestra busca, aterrada porque veía el fantasma de su difunto marido por las noches. Puesto que usted es el supuesto cadáver y está bien vivo, le ruego que nos dé una explicación clara y razonada.

Está bien. Se lo explicaré. Aunque antes, siento curiosidad por saber cómo han llegado hasta aquí.

Muy sencillo: la música derriba fronteras, y en este caso, nunca mejor dicho.

¿Tocaron una séptima disminuida en re menor en el harmonium con sonido para violín?— nos preguntó.

¿Era eso? Yo creí que se trataba de la pieza entera.— le respondí.

No, con ese acorde en re menor bastaba. ¿Fue pura casualidad o sabían lo que estaban haciendo?

Pura casualidad, el azar nos lo mostró.

Bien, puesto que hemos aclarado sus dudas, le toca a usted aclarar las nuestras. Cuéntenos toda esta historia desde el principio.

Como deseen: Soy un humilde músico que toca en la orquesta de la ciudad desde hace bastantes años. Aún no estaba casado cuando ingresé en ella.

Ya le vimos tocando junto a Sarasate en el concierto.

¡Ah! Por eso me reconocieron, ¿verdad? Fue un error por mi parte participar en ese acontecimiento, pero hacía tantos años que lo deseaba que no quise dejar pasar la oportunidad de ver cumplido mi sueño aunque teóricamente estuviera muerto.

Es evidente, sino no se hubiera arriesgado.

Bien. Además de tocar en la orquesta, me hacía cargo del anticuario de mis queridos padres y restauraba muebles antiguos en mi tiempo libre. Eso es una cosa que siempre me ha reprochado mi mujer, ya que consideraba ese trabajo indigno de mí. “¿Por qué tienes que ser un simple carpintero?”, Me preguntaba una y otra vez, sin llegar a comprender que ese trabajo, junto con la música, me apasionaba.

“Así pues, el salario que ganaba con estos dos empleos nos permitía vivir apaciblemente, dándonos la oportunidad de satisfacer alguno de los caprichos de mi esposa.”

“Hace dos años, la suerte giró a nuestro favor. Murió mi tía, por desgracia, pero heredé toda su fortuna, incluida esta casa. Leyendo unas notas que me dejó en el testamento, averigüé que la casa tenía diversos pasadizos secretos y que uno de ellos me conduciría al lugar en el que ahora estamos hablando.”

“Fue entonces cuando, poco a poco, empecé a encontrarme mal. Lentamente me iban fallando las fuerzas cada vez más y yo no había cambiado ninguna costumbre en los últimos meses. No fumaba ni tenía ningún vicio que pudiera ocasionarme ese malestar. Solamente bebía una copita al día de Cherry antes de comer, pero eso, aparentemente, no podía ser la causa de mis desgracias.”

“Le comenté mis síntomas a un compañero de la orquesta que era médico y dijo que alguien podía estar envenenándome. Al principio dudé de Irene, la sirvienta, pero pronto comprobé que no podía acusarla de nada, puesto que era mi mujer la que, día tras día, ponía unas gotas del letal veneno en mi copa de Cherry. No pude creer que fuera cierto hasta que vi a mi mujer llevando a cabo esa terrible acción. Decidí no contarle nada al respecto, ya que quería conocer sus intenciones. Poco tiempo después lo comprendí todo. Desde hacía unos meses se entendía con John Walker, un compañero de la orquesta que era notario. Él le había prometido casarse con ella si ésta accedía a matarme. Así serían ricos y felices.”

“Gracias al médico, Robert Milson, pude afrontar la situación y seguir adelante. Como éramos amigos, yo le había desvelado la existencia de las notas del testamento y, entre los dos, conseguimos descifrar el enigma que ustedes han descubierto con toda facilidad gracias al azar.”

“Así que trazamos un plan. Yo seguiría tomándome mi copa diaria de Cherry para que mi mujer no sospechara nada. Bueno, más bien se la siguió tomando la planta que había en el comedor, pero mi mujer creía que era yo quien engullía esa mortal combinación. Entonces empecé a pasar horas enteras en la biblioteca para descifrar el enigma de esas dichosas notas, hecho que mi mujer encontraba extraño, aunque nunca me confesó sus pensamientos, ya que creía que pronto llegaría mi día final. De este modo, la biblioteca y Robert ocupaban la mayor parte de mi tiempo libre.

“Cuando al fin descubrimos este despacho, sucedieron dos cosas que no habíamos imaginado: dentro de uno de los cajones de esta mesa, encontramos un mensaje que decía que si emprendíamos el camino izquierdo al llegar a la bifurcación, hallaríamos un magnífico tesoro. Esa era la verdadera herencia que mi tía me había querido dejar. Pero por desgracia, mi mujer esperaba que yo dejara de pisar este mundo de un momento a otro, puesto que el veneno ya tenía que haber causado efecto hacía una semana. Y como no podíamos arriesgarnos más, Robert y yo trazamos la segunda parte del plan: le haríamos creer a mi mujer que yo estaba muerto y alejaríamos a John Walker de la orquesta y de mi mujer.”

“Así pues, este descubrimiento nos desbarató los planes. Decidí vivir aquí abajo e ir a buscar provisiones de cuando en cuando, por la noche, para que nadie supiera lo ocurrido. Como Robert era médico, pudo engañar perfectamente a mi esposa. Sencillamente le dijo que había muerto de un ataque al corazón, y ella, temerosa de su vil actuación, lo aceptó rápidamente para que no se descubriera que era una asesina.”

“Por desgracia, hace unos días, cuando salí de mi escondrijo a las doce de la madrugada, creyendo que no quedaba nadie despierto en la casa, mi mujer me vio, puesto que esa noche todavía no se había acostado. No supe cómo reaccionar y me quedé callado, con la mirada proyectada hacia el suelo, temiendo que se lanzara contra mí arrebatada por un ataque. No obstante, la suerte me ayudó ese día y otro más, ya que mi mujer creyó que lo que había visto era un fantasma. ¿Cómo podría estar vivo si ella misma se había encargado de envenenarme?”

“Entonces empezó a sentirse culpable, ya que creía que había vuelto para hacerle daño. Todavía no sé cómo he podido aguantar la presión de saber que mi mujer me quería ver muerto. El caso es que lo he hecho. Desde ese momento, decidí no salir durante unos días, temeroso de que alguien descubriera nuestro engaño. Pero el concierto de Sarasate pudo más que mi conciencia, y después de que Robert se encargara de hacer que John se encontrara mal esa noche, ocupé su lugar, intentando camuflar mi cara con una peluca y un bigote postizos. Así que, excepto aquella noche, no había salido de estos pasadizos hasta esta mañana. Conociendo las intenciones de mi esposa, me dirigía hacia fuera para ver a Robert cuando oí que alguien había entrado. Creyendo que era Daisy, no dudé en golpearle la cabeza. Lo siento mucho, doctor Watson. Pero, ¿cómo me reconocieron esa noche, a pesar de mi disfraz?”

Sencillamente porque en la foto de su boda, usted llevaba bigote y el pelo más largo. Debería ser más cuidadoso.— le respondió Holmes.

He sido un idiota al fingir mi muerte, pero hacía eso o... No quiero ni imaginar lo que podía haber pasado.

Ahora eso no tiene la menor importancia. Lo que tenemos que hacer es llamar al inspector Lestrade para que arreste a Daisy e ir en busca de ese famoso tesoro. —respondió Holmes— Así que vayamos de nuevo a la bifurcación y tomemos el camino que conduce a la izquierda.

Está bien. Síganme.— dijo el señor Pecket— Pero no hay nada que hacer.

CAPÍTULO VI

Después de andar un buen rato por el pasadizo izquierdo, nos detuvimos delante de una puerta similar a las dos anteriores. Sin embargo, esta no tenía cerrojo y no se podía abrir.

¿Lo ven?— dijo el señor Pecket— Es inútil, no hay nada que hacer. Lo hemos intentado todo, pero no hay manera de abrirla y no la quiero romper. Mi tía sabía que yo nunca haría una cosa así.

Por cierto, — dijo Holmes— ¿cómo podemos entrar otra vez a la biblioteca principal?

¡Oh! Es muy sencillo. Sólo tienen que apoyarse durante unos segundos en la pared giratoria y ésta se abre inmediatamente.

¿Y ha probado de hacer lo mismo con ésta?— le pregunté.

Sí, varias veces, pero no da resultado.

Por supuesto que no da resultado.— dijo Holmes— Estamos delante de la puerta, no detrás de ella. Lo único que tenemos que hacer para que se abra es interpretar de nuevo un acorde de séptima disminuida en re menor.

¿Pero cómo quiere que lo hagamos?— inquirió Pecket— ¡No tenemos el harmonium!

No, pero he observado que en su “despacho”, si es que puede llamarse así, había un violín; y puesto que en el harmonium tenía que interpretarse el acorde con sonido para violín...— dijo Holmes.

Tiene usted razón. Voy a por el violín. Espérenme aquí. No tardaré.— dijo el señor Pecket mientras se alejaba.

Después de esperar unos minutos rodeados por una tenue oscuridad, llegó Alfred con el violín. Tras deleitarnos con una breve interpretación musical, el señor Pecket cedió el violín a Holmes para que éste interpretara el acorde causante de nuestros problemas. Acto seguido, un leve zumbido penetró enérgicamente nuestros oídos, y como era de esperar, la enorme puerta de madera se abrió lentamente. ¿Quién había sido tan ingenioso como para diseñar las aberturas de esos pasadizos?— me pregunté.

Lo que vivimos a continuación fue una experiencia indescriptible. Ante nuestros ojos, apareció el tesoro más preciado: el sueño que todo músico puede desear. Se trataba de una colección de violines Stradivarius. Estos resplandecían ante sus ojos como unos pendientes de rubíes y esmeraldas resplandecen ante los ojos de una mujer. A partir de aquel momento, la mirada de Holmes se transformó en la de un corderito. Nunca antes le había visto así.

CAPÍTULO VII

Así que usted es la señora Daisy Hobbs. ¿No vino hace unos días a denunciar la aparición de un fantasma?— inquirió sarcásticamente el inspector Lestrade.

Sí, pero no estoy loca. ¿Por qué nadie me cree?

Porque lo que dice no tiene fundamento alguno. Observé atentamente esa puerta y dígame los nombres de las personas que vea entrar.— Y dirigiéndose a la puerta dijo:

—¡Ya pueden pasar!

Está bien, éste es el señor Holmes, el doctor Watson y... ¡¿Alfred?!

La señora Hobbs empezó a gritar. El inspector Lestrade la sujetó e intentó que se calmara mientras le contaba que el señor Pecket no estaba muerto, sino que lo había fingido todo.

¿Por qué querías matarme, Daisy?

Yo..., yo no quería.— se echó a llorar— Fue John el que me presionó para que lo hiciera, yo...

¿Cuánto tiempo hace de eso?

Espere un momento, señor Pecket. Será mejor que deje los interrogatorios para la policía.— dijo el inspector Lestrade.

Está bien.

Señora Hobbs, es mejor que nos cuente todo lo que queremos saber. Así no tendremos que importunarla con una multitud de preguntas.

De acuerdo.— dijo entre sollozos— Todo empezó hace un par de años, cuando murió su tía.— dijo señalando a Alfred— Él dejó el anticuario a manos de unos empleados, y de cuando en cuando, pasaba a revisar todas las piezas. Pero su dinámica actitud de antes se transformó progresivamente en una vida monótona y apacible. A parte de ir a tocar a la orquesta y de quedar un par de veces a la semana con sus amigos, no hacía nada. Por ese motivo pronto empecé a aborrecer sus manías. Y así fue pasando el tiempo hasta que conocí a John Walker, un compañero de la orquesta de mi marido. A medida que íbamos sabiendo más el uno del otro, nos hicimos amigos, hasta que un día me rebeló lo que sentía: me dijo que me quería y que me hubiera pedido que me casara con él de no ser por Alfred. Como a mí me gustaba el carácter de John, trazamos un plan para no tener que herir los sentimientos de Alfred: le envenenaríamos. Así viviríamos como dos reyes en esta mansión sin que nadie se interpusiera en nuestro camino.

“Entonces empecé a verter unas gotas de veneno en la copa de Cherry que se tomaba cada día mi marido para que no notara el amargo sabor de lo que le iba quitando la vida poco a poco. Al cabo de un tiempo, empezó a pasar horas y horas encerrado en la biblioteca, leyendo libros y tocando sus horribles canciones, hasta que falleció a los pocos días, o al menos eso me hizo creer.”

“John y yo decidimos estar unos días sin vernos para que nadie sospechara nada. Pero mi conciencia me corroía por dentro, ya que me sentía culpable del crimen que había cometido. ¡Había matado a mi marido! Me pesaba tanto su muerte que ni siquiera podía conciliar el sueño por las noches, y cuando le vi por primera vez en la biblioteca, pensé que había vuelto para vengarse del terrible horror que cometí. Si hubiera podido volver atrás...”

“Decidí calmarme, ya que quizá lo que había visto era producto de mi imaginación, pero cuando mis ojos le contemplaron por segunda vez, no pude evitar ir a la policía. Necesitaba que alguien me escuchara y me tranquilizara, alguien que me demostrara que los fantasmas no existían. Pero ustedes me trataron como si estuviera loca y yo sabía que no era así. Por eso acudí en busca del señor Holmes. Tenía muy buenas referencias de sus investigaciones, pero no creí que fuera tan inteligente como para lograr descubrir mi más preciado secreto: que había intentado asesinar a mi marido.”

“El resto ya lo conocen ustedes. Lo único que quizá deba aclararles es que les mentí al decirles que iba al sastre. Esa mañana fui a ver a John para decirle lo que me había estado pasando estos últimos días y que no quería que siguiéramos llevando a término nuestro plan, ya que me sentía demasiado culpable como para poder fingir que no había pasado nada.”

Así que esta es toda mi historia. Lo siento Alfred, supongo que te diste cuenta de lo que estaba haciendo y decidiste hacerme pagar las consecuencias. Espero que te vaya todo muy bien a partir de ahora.

Puedes estar segura de ello.

Y bien señora Daisy, ¿nos vamos ya?

Sí, inspector. Cuando usted quiera.

Mientras Holmes y Alfred se quedaron observando cómo se iba alejando Daisy en el coche de caballos de la policía, fui a pedirle a Irene que me preparara algún tentempié para poder mantener mi estómago en silencio hasta la hora de cenar. Después de devorar ansiosamente el pequeño aperitivo que Irene me había preparado, salí en busca de mi amigo Holmes y mi simpático agresor. Los encontré en la biblioteca, en silencio, sosteniendo un violín Stradivarius cada uno. Su sonrisa les delataba. Estaban ansiosos por desgarrar las notas de aquellos preciados instrumentos.

Le estábamos esperando, doctor Watson. ¿Sería tan amable de acompañarnos?— me dijo Holmes, señalando el piano.

Por supuesto. Hace días que estaba soñando con este momento.

Y así fue como terminamos el día, tocando la pieza número 4 de Beethoven.

Autora: Mar Pallas