La aventura del ajedrecista retirado

Francisco Domínguez Pérez

Publicado por Sherlock-Holmes.es Junio de 2006.

Algunos de los sucesos más extraordinarios que llegué a vivir en compañía de mi querido amigo Sherlock Holmes no fueron publicados, más por la desidia de un servidor, que por falta de interés de los mismos. Estoy obligado a pedir perdón a los pacientes lectores que han tenido que esperar todos estos años para conocer los pormenores de aquellos hechos, anotados cuidadosamente en su momento, pero que, absorto en mis ocupaciones como doctor en medicina, fui olvidando en el fondo de algún baúl, en el trastero del 221 b de Baker St.

No fue hasta el verano de 1902, fecha en la que abandoné definitivamente las queridas habitaciones, donde por tantos años habíamos compartido felicidad y aventuras Holmes y yo, cuando, trasladando viejas cajas llenas de manuscritos y recuerdos de escaso valor, volví a releer los apuntes que había ido guardando en una carpeta bajo el críptico y nada novelesco título de: "Pasar a limpio y enviar a The Times".

Allí pude descubrir mis notas sobre acontecimientos que abarcaban desde 1886 hasta el año 1901. Holmes se había negado con firmeza en el pasado a la publicación de casi todas ellas. Pero en este momento, y habiendo recibido ya expresamente el permiso de mi amigo, con el que mantengo asidua correspondencia desde su retiro en Sussex7, he decidido sacar a la luz algunos de estos polvorientos pergaminos, y acercar así un poco más al lector a sus magníficas capacidades para la deducción analítica, dentro del campo de la investigación criminal.

De entre todos estos casos y misterios, iré dando a conocer en sucesivas entregas los más interesantes, comenzando por el que sigue y que titularé "La aventura del ajedrecista". Este hecho, apenas mereció en los diarios de la época más que un breve apunte, y esto en los locales, ya que los principales periódicos de Londres, ignoraron por completo todo el asunto concerniente al asesinato de Sir William Bedford, aleccionados a ese respecto por el Foreing Office y alguno de los influyentes miembros del Club Diógenes.

Los motivos de Estado que obligaron a mantener en secreto los hechos, ya no tienen ninguna vigencia, por lo que, sin más dilación, comienzo el relato de lo sucedido en aquella primavera de 1897.

Sherlock Holmes y yo, habíamos pasado un tiempo de vacaciones en una casita próxima a la bahía de Poldhu, en la península de Cornish, gracias a la recomendación de un reputado colega, el doctor Moore Agar.

Mi amigo había estado sufriendo de un tremendo agotamiento causado por su celo profesional, y quizá, por los excesos que él mismo cometía de vez en cuando. Todo esto desembocó en los extraordinarios hechos, que puse en conocimiento de los lectores, bajo el título de: "La aventura del Pie del Diablo".

Unos días más tarde, Holmes, ya recuperado de su enfermedad, terminó de escribir el que hoy es su famoso ensayo "Estudio sobre las Raíces Caldeas del Antiguo Idioma de Cornualles", y nos disponíamos a hacer las maletas para regresar a Londres, cuando recibimos una visita inesperada.

Desde la ventana del pequeño salón donde estábamos desayunando, se distinguía la calle, por la que bajaba apresuradamente un joven, con un sobre color salmón en la mano.

—¡Vaya, Watson!, parece que vamos a recibir noticias. Un telegrama, sin duda.

Holmes sacó su pipa del bolsillo, y comenzó a cargarla con parsimonia, mientras esperábamos que el mensajero llegase a la casa.

Por fin, un arrebolado jovenzuelo, de cabello color zanahoria y tez pálida llena de pecas, penetró en la habitación acompañado del casero, y se acercó jadeando por el esfuerzo de subir la escalera.

—¿Míster Sherlock Holmes?, preguntó tendiendo la mano con el telegrama.

—Yo soy.

Holmes, recogió el sobre y le entregó medio penique al chaval, que sin hacer otro comentario, salió de la habitación con la misma celeridad con la que había llegado.

—Sin duda, son noticias de Londres. Aventuré yo.

—Su capacidad de deducción mejora día a día, Watson. Repuso un tanto irónico mi amigo, rasgando el sobre y extrayendo un papel alargado de color arena, con el emblema de la Compañía de Telégrafos impreso en una de las esquinas.

La cara de Holmes se fue tornando seria a medida que leía el contenido del mensaje, pero sus ojos estaban adquiriendo ese brillo de sabueso al acecho, que yo tan bien conocía y que, presagiaba una de tantas aventuras en las que mi amigo y yo solíamos vernos envueltos.

—¿Malas noticias?, pregunté.

—Se acabó el descanso, querido amigo. Debemos partir de inmediato.

Consultó rápidamente la guía de ferrocarriles.

—En el tren de las doce y media, mejor que en el de la tarde. Sentenció.

Y dicho esto, comenzó a hacer su equipaje, como si en ello le fuese la vida.

Yo ya estaba acostumbrado a los silencios de mi introvertido amigo que, a veces, se prolongaban durante horas, mientras su cerebro daba vueltas a algún problema en apariencia insoluble, quemando pipas enteras, y llenando el ambiente del pesado olor a tabaco holandés. Pero en esta ocasión, casi batió su propio récord, y no consintió en hablar, hasta que el tren se detuvo en el andén de la estación de Paddington.

—¿Ha oído hablar de Sir William Bedford, Watson?

—¿El campeón de ajedrez?. Pregunté yo a mi vez sin mucho convencimiento. Vagamente recordaba a un tal William Bedford, que había sido durante la década de 1870 maestro de ajedrez y había derrotado a los mejores jugadores europeos del momento, siendo centro de atención de todas las crónicas de sociedad de la época.

—Exacto, Watson. Ha sido asesinado en su domicilio de Kennington Road. Su asistente encontró el cadáver esta mañana.

—¿Y quién podría tener interés en acabar con la vida de un campeón de ajedrez retirado?. Pregunté yo, intentando animar a mi amigo para que continuase la conversación.

—Sir William Bedford trabajaba para el Foreing Office ejerciendo al mismo tiempo su, en apariencia, inocente profesión de maestro de ajedrez. En pocas palabras, Watson, Sir William, era un espía al servicio de Su Majestad.

—¿Cómo puede usted saber...?

—El telegrama me lo ha enviado mi hermano Mycroft. Hacía referencia a un asunto, del que estábamos al tanto desde algunos meses atrás.

El misterioso hermano de Holmes, miembro destacado del Club Diógenes, trabajaba para el Gobierno. Pero yo no podía imaginar qué oscuro papel desempeñaba en el entramado político de Inglaterra. Tan solo sospechaba que Mycroft se movía en las más altas esferas.

—Sir William, participaba en una operación de alto riesgo. Durante los últimos dos años, Mycroft y los suyos, intentaron sin éxito desarticular una red de espionaje, comandada por algún cerebro oscuro8, que se mantuvo siempre en la sombra. Por fin, hace unos días, se tuvo la certeza de que se había conseguido localizar al enlace, que podría conducir a la identificación del astuto criminal. Pero para ello, hubo que seguir una complicada estrategia. Sir William, que ya llevaba varios meses fingiendo que deseaba trabajar como doble agente para el gobierno de Guillermo II de Alemania, "robó" algunos documentos de alto secreto del Ministerio de Defensa. El robo debía ser real, porque se sabe que la red enemiga tiene hombres muy bien situados, incluso en el propio Ministerio. Sir William, esperaba poder entrevistarse con el cerebro de la red, utilizando los documentos como cebo. Los hombres de Mycroft vigilaban y habrían intervenido en el momento oportuno. Pero algo salió mal.

—¡Válgame el cielo!. ¿Entonces?...

—Mi querido Watson, me temo que estamos ante un asunto muy engorroso y de la mayor importancia. Mycroft, me ruega que me haga cargo de la investigación con la máxima urgencia, para lo cual, ha dispuesto nuestro inmediato traslado desde la estación hasta el lugar de los hechos. No dormiremos mucho esta noche.

Como si de una premonición se tratara, no habíamos puesto aún el pie en el andén, cuando dos hombres de aspecto siniestro se acercaron a nosotros y se dirigieron respetuosamente a Holmes.

—Míster Holmes, tenemos un coche esperando. ¿Nos acompañará su amigo el Doctor Watson?.

—Desde luego. Haga el favor de encargarse de que nuestro equipaje llegue intacto a Baker Street.

Y dicho esto, uno de los hombres quedó en la estación y el otro nos guió hasta un coche Hansom9 que aguardaba en la fría y espesa niebla londinense.

Cruzamos Park Lane y el Vauxhall antes de llegar al barrio de Lambeht, donde se encontraba el domicilio de Sir William y, presumiblemente, su cadáver.

Kennington Road arranca de South Bank, una zona de muelles y factorías situada entre Westminster Bridge y Waterloo, y va a terminar entre las nuevas manzanas de edificios de baja renta para obreros, que el Gobierno está levantando en la ribera sur del Támesis. La casa era una mansión con arquitectura del pasado siglo XVIII, antigua y destartalada como casi todas las de su alrededor, situada casi en frente del Hospital Psiquiátrico de Bethlehem, donde yo había realizado algunas prácticas en mis tiempos de estudiante de medicina.

En la puerta, algo enfurruñado, fumando su eterno cigarro y paseando embutido en un caduco y deshilachado abrigo, encontramos al inspector Lestrade. Lestrade era un viejo conocido de Holmes y mío, aunque nunca nos tuvimos mucha simpatía debido, fundamentalmente, a la diferencia de métodos empleados por cada cual en el transcurso de las muchas investigaciones en las que llegaron a coincidir, y en las que mi amigo, siempre le superaba con su capacidad deductiva.

—¿Qué es esto, Holmes?. Preguntó asaltándole nada más le vio descender del coche de alquiler. Creo que merezco una explicación.

—Esto es un asunto de la máxima importancia, Lestrade. Lamento que le hayan obligado a esperar, pero era imperativo que el cadáver no fuese movido hasta mi llegada. Ha sido así,)no es cierto?.

—Por supuesto. Pero mis hombres podrían haber hecho la misma labor. No creo necesario...

Holmes no estaba dispuesto a discutir con Lestrade y le dejó con la palabra en la boca. El inspector estaba molesto porque había recibido órdenes de sus superiores de esperar a Holmes, al que consideraba un intruso en la digna profesión de investigador criminal.

Apremiado por mi amigo, fuimos guiados por Lestrade hasta el interior del edificio, en cuya biblioteca yacía el cuerpo de Sir William Bedford, con un cuchillo clavado en la espalda.

La habitación era bastante espaciosa. Se accedía a ella por una gran puerta doble y tenía al fondo un espacio semicircular, como un cenador, con un gran ventanal por el que en días soleados debía entrar una gran cantidad de luz. El ventanal, que daba a la calle principal, no podía ser abierto, pero para la ventilación de la estancia, había otra ventana más pequeña en uno de los muros que daba al jardín trasero de la casa.

La decoración era de estilo victoriano, paredes empapeladas, cortinas de raso color burdeos y un sofá y dos sillones con estampados crema, frente a la chimenea. Había también varias estanterías con libros y un par más de butacones junto a una mesita baja de té. Sobre esta última, descansaba un tablero de ajedrez de caoba y marfil. Todo alrededor de la salita apilaba una suerte de distintos muebles bajos alternados con estanterías repletas de libros.

La sangre del infortunado estaba coagulada y había manado en abundancia, como se desprendía de la cantidad de manchas que cubrían gran parte del suelo de la habitación. Parecía como si Sir William hubiese estado recorriéndola de parte a parte mientras se desangraba.

Había varios objetos caídos junto a la chimenea y bajo una estantería.

El cadáver se encontraba boca abajo y tenía en la mano izquierda algo agarrado con fuerza. Holmes rastreó todo sin perder un detalle, como él solía hacer, agachándose, pegando la nariz al suelo, husmeando cada una de las motas de polvo que encontraba en su camino y emitiendo simultáneamente entrecortados "hum" y "ahá" de satisfacción.

Husmeó desde la chimenea a la ventana donde colgaba un llamador de cordón de seda rojo. De allí siguió al armario, jugueteó con algunos libros de gran tamaño que estaban caídos en el suelo y continuó hasta la mesa de ajedrez donde se entretuvo un buen rato examinando detenidamente el tablero y las fichas, hasta el punto de que Lestrade, indignado, me preguntó si Holmes no preferiría jugar una partida. Por último, se detuvo a inspeccionar el cadáver y el cuchillo, que extrajo del cuerpo de la víctima.

—Mire esto Watson, me dijo señalando la parte superior del cráneo de Sir William.

Pude comprobar que presentaba un fuerte golpe allí donde mi amigo señalaba. Entre sus cabellos se podía distinguir con claridad una línea púrpura de unos tres milímetros, que atravesaba perpendicularmente la cresta sagital y que apenas había sangrado.

—No hay fractura, dije. Pero el golpe ha sido muy duro.

Al rato salió al jardín y empezó a recorrer el edificio en su perímetro prestando especial atención al césped debajo de la única ventana que se podía abrir y en torno a la valla que comunicaba con las propiedades circundantes. Todo este proceso duró una buena media hora, durante la cual Lestrade y yo le observábamos maravillados.

Por fin, dejando escapar un último bufido, se levantó y encendió su pipa.

Holmes tuvo una pequeña conversación en privado con los hombres de Mycroft antes de dirigirse de nuevo a Lestrade.

—Supongo que habrá retenido o localizado ya al servicio y a familiares y personas allegadas, y estarán dispuestos para el interrogatorio. Dijo, dirigiéndose al malhumorado inspector de Scotland Yard.

—Sé cumplir con mi trabajo. Lestrade le dio una lista con las identidades de una docena de personas. Holmes leyó el papel mientras daba profundas bocanadas de humo de su pipa.

—Buen trabajo. Pero creo que podemos prescindir de las declaraciones de los criados y de los vecinos en general. Solo me interesa hablar con el asistente que encontró el cadáver, Dodgson, el reverendo Simms y con este tal Bernard Douglas.

—¿El vecino de la casa de al lado?.

—Eso es. Encárguese de habilitar el salón para que yo les interrogue. Y, por cierto, ya pueden retirar el cadáver. Mientras, Watson y yo haremos una visita a la cocina. Estoy realmente hambriento.

Mrs. Perry, la cocinera, tuvo la amabilidad de preparar algo de cena para Holmes y para mí, que no habíamos probado bocado desde que salimos a mediodía de Cornwall. Mi amigo aprovechó para ponerme al corriente de sus descubrimientos.

—Habrá observado, Watson, que toda la habitación estaba llena de sangre.

—Desde luego.

—Creo que Sir William no murió de inmediato. Fue apuñalado, por supuesto. Pero Sir William tuvo tiempo de hacer varias cosas antes de morir.

—¿Qué cree usted que hizo?.

—Piense, Watson. A falta de las declaraciones de las personas que he citado, le enumeraré los detalles que creo merecen la pena de ser tenidos en cuenta. A saber. En primer lugar examiné la habitación. En ella encontré varias cosas interesantes. ¿Dónde fue apuñalado Sir William exactamente?. En el suelo, junto a la chimenea, estaban los hierros de limpieza y el fuelle, tirados de cualquier manera, como si alguien los hubiese derribado. Sobre ellos, a unas pocas pulgadas por encima del suelo y tras un adorno disimulado en un lateral de esa misma chimenea, está la caja fuerte, que permanecía cerrada y con su contenido intacto. La chimenea estaba apagada y la ceniza que hay no permite asegurar cuánto tiempo lleva sin encenderse ya que no había ningún rescoldo caliente. Allí no había manchas de sangre, pero encontré varios cabellos de Sir William adheridos al borde superior de la abertura. Partiendo de ese punto y siguiendo el rastro de una creciente hemorragia, llegamos a la ventana, junto a la cual está el llamador del servicio, y de allí, al otro lado de la habitación, a la estantería del fondo, bajo la cual encontré varios volúmenes de la Enciclopedia Británica caídos en el suelo, estos sí, manchados de sangre. Uno de ellos tenía una hoja arrancada. Probablemente en ese momento, Sir William intentó quitarse el cuchillo con la mano derecha. Desde allí, el rastro nos lleva hasta la mesa de ajedrez en donde cada una de las piezas tiene a su vez restos de sangre, incluso las que están en la caja, pero, sin embargo, el propio tablero no tiene manchas, salvo en el punto de contacto con la base de algunas piezas. Por último, el cadáver aparece un poco más allá, en dirección a la puerta, caído con el cuchillo clavado en la espalda. El propio cadáver presenta datos de interés. Sir William permaneció de pie casi todo el tiempo, por increíble que parezca. Se fue apoyando en distintos muebles a lo largo del recorrido y en todos ellos dejó rastros de la hemorragia. La espalda, donde había herido el cuchillo estaba empapada de sangre, en cambio el cuero cabelludo donde tenía la otra herida no había sangrado apenas. Sólo presenta huellas de polvo en las rodilleras, y esto, creo, debidas al último momento en que se dejó caer, cuando sus fuerzas flaquearon y sintió que se moría. Pero una de las mangas de su batín está manchada de ceniza, desde el codo hasta el puño. Concretamente la izquierda. El cuchillo no llegó a tocar el corazón, aunque sin duda le afectó los pulmones ya que estaba clavado muy hondo. Le hirió entre la quinta y sexta vértebras. Cuando se lo quité, resultó ser un cuchillo muy peculiar, largo, estrecho y ligeramente curvo,)se fijó en el cuchillo, Watson?.

—Parecía un cuchillo para desollar animales.

—¡Exacto, Watson!. En cierta ocasión comprobé cómo le quitaban la piel a una oveja con uno muy parecido.

—¿Entonces el asesino puede ser un carnicero o un matarife?.

—No lo creo. Pero sigamos con nuestro recorrido por la biblioteca. ¿Se fijó en que había restos de expectoraciones mezcladas con la sangre por toda la habitación?, continuó Holmes. Además, tenía la mano derecha llena de cortes poco profundos. El periplo de Sir William por la biblioteca debió de ser todo un tormento. En una mano aferraba un trozo de papel. Me costó muchísimo quitárselo. En una de las esquinas se puede leer "...ynedd".

—¿Una dirección, tal vez?.

—Creo que no. Deduzco que el trozo de papel corresponde a un plano medieval de Harlech, en Gales10. Afortunadamente quién se llevó el resto dejó esta pista de importancia capital. Ya le he pedido a Lestrade que consiga una copia. ¿Qué le sugieren estos datos, Watson?.

Holmes a veces se olvidaba de que yo no era capaz de seguir sus procesos mentales sin explicaciones adicionales. Pero cualquiera que, como él, acabase de echarle un vistazo a la Enciclopedia Británica habría llegado a la misma conclusión lógica.

—Es un poco pronto para aventurarme...

—Hace usted bien en ser prudente, Watson. No se deben extraer conclusiones precipitadas. Aún no le he contado lo que hallé en el exterior. Los ayudantes de Lestrade respetaron el interior de la casa, no así el jardín. Pues bien. Bajo la ventana de la biblioteca encontré varias huellas, casi todas corresponden a las botas reglamentarias de nuestros amigos. Pero, justo debajo de esa ventana, e intactas de milagro, se distinguen las de un par de zapatos hundidos profundamente en la tierra.

—Un hombre grueso. Sugerí.

—No es necesario que sea así. Además, los talones están menos marcados que el resto del pie y están orientados hacia la pared del edificio. Además, se aprecian en el alféizar las huellas de unas manos de alguien que intentaba tomar impulso, orientadas hacia el interior de la casa. No hay otras huellas, o fueron borradas por las botas de los hombres del inspector.

En ese momento nos interrumpió Lestrade.

—Los testigos están ya preparados, Holmes.

—Está bien. No les hagamos esperar.

Holmes ocupó un cómodo sillón estilo Rey Jorge IV y encendió otra pipa antes de indicar al inspector que hiciese pasar al primer testigo.

Bernard Douglas era un hombre pequeño, de ojos claros, nariz recta y pronunciada, y con una cierta tendencia a tartamudear y a gesticular simultáneamente. Tenía un ligero acento que yo, debido a mis años pasados en Australia, identifiqué como de aquel país.

—Míster Douglas, le dijo Holmes una vez que Lestrade hiciese las presentaciones. Tengo entendido que acaba de regresar a Inglaterra después de pasar usted algunos años deportado, cumpliendo condena en la penitenciaría de Sídney.

Douglas abrió los ojos como quién mira la escena de su propia muerte. Tardó algunos segundos en responder.

—Cierto, dijo Douglas, asustado de que Holmes conociese tantos datos de su pasado aún antes de hacerle ninguna pregunta. Regresé hace dos meses. Pero seguramente no estará usted interesado en un pequeño delito como el que yo he cometido.

—Se equivoca. Yo estoy interesado en todos los delitos. Usted ha transgredido la ley regresando a Inglaterra, ya que a los que sufren condena en ultramar no les está permitido el regreso ni aún después de cumplir la pena.

—¿Cómo lo ha sabido?. Preguntó Douglas apesadumbrado.

—En primer lugar su acento. Tiene usted el tono y las expresiones propias de aquel territorio, pero, bajo él, subyace el acento galés de su tierra de origen. ¿Me equivoco?.

—No. Douglas estaba asombrado, pero no menos que Lestrade y yo mismo, que nunca me terminaba de acostumbrar a los golpes de efecto de mi amigo.

—Además, camina usted con las piernas demasiado juntas y a pequeños pasos, y tiene usted las manos extraordinariamente callosas, como los picapedreros, lo cual es propio de hombres que pasaron años encadenados, cumpliendo trabajos forzados. El color de su piel me confirma que pasó usted mucho tiempo en un país más cálido y soleado. Ese color de piel no se cambia. Aunque después se viva durante años en un país más frío, como Inglaterra.

Lestrade estaba con la boca abierta y jugueteaba con los grilletes, sin saber si detener de inmediato a Douglas o esperar más acontecimientos.

—Por último, dijo Holmes dejándonos a todos perplejos, está lo del número.

Douglas palideció y se derrumbó sollozando.

—¿Qué número?, preguntó Lestrade como si hubiera comprendido todo lo anterior.

—El que lleva tatuado en su antebrazo. Ese tipo de marcas sólo las llevan los condenados para facilitar su identificación. Coincide con el que hace unos días publicó The Times y que corresponde a un peligroso preso fugado hace seis meses de la penitenciaría de Sídney. ¿No es cierto, Míster Burke?. Porque ese es su verdadero nombre, ¿no es así?.

—Maldita sea, Holmes, estalló Lestrade. Usted sabía que era un preso desde el primer momento y ha estado jugando con todos nosotros. Es usted un maldito comediante. Por poco llega a convencerme de su supuesta capacidad deductiva. Y dicho esto le puso los grilletes a Burke y tiró de él hacia la puerta.

—Un momento, dijo Holmes. Aún quiero hacerle unas preguntas.

Lestrade se detuvo de mala gana en el umbral.

—¿Qué pensaba hacer en Inglaterra?.

—Pensaba ocultarme durante un tiempo. En esta zona con tanto trasiego de barcos, un hombre como yo podría pasar desapercibido indefinidamente. No andaba sobrado de dinero, pero pensaba trabajar en los muelles, o incluso enrolarme en algún mercante.

—O seguir delinquiendo, le reprochó Holmes. Arriesgó demasiado volviendo a Inglaterra.

—Para un verdadero Inglés no hay otro lugar, sire. Dijo Burke escupiendo en la alfombra.

—¿Es aquella la ventana de su casa?, dijo Holmes señalando la que se veía desde el ventanal del salón.

—Sí. Aquella es mi casa. La que está justo al otro lado de la calle.

—Desde allí puede ver usted perfectamente esta casa. ¿No vio usted nada raro a eso de las diez de ayer?.

—Yo me acuesto pronto, a las diez estaba en la cama.

Lestrade estaba en el colmo del paroxismo.

—¿Puedo llevármelo?. Claro está, si es que usted ha terminado de hacerle preguntas "inteligentes".

—Lléveselo inspector.

Holmes no hizo comentarios, aunque yo sabía que mi amigo no había visto en ningún momento el número del antebrazo de Burke, que por otra parte siempre estuvo bien tapado por la camisa de pana. Esperó sentado lanzando grandes volutas de humo a que el segundo testigo entrase en la habitación.

Este era el reverendo Simms, Vicario de la parroquia de Lambeth, al parecer, amigo personal de la víctima y la única persona con la que éste mantenía lazos afectivos, ya que Sir William no tenía parientes vivos en Inglaterra.

Parecía muy dolido por la muerte de su amigo.

—Debo decirle que lamento muchísimo la triste desaparición de Sir William y deseo expresarle mi condolencia.

—Muchas gracias. Sir William y yo éramos íntimos. Le agradezco su preocupación.

—Juega usted al ajedrez,) Verdad, reverendo?, preguntó Holmes.

—Desde luego. Solía hacerlo a menudo con William.

—¿Jugaron ustedes ayer?.

—Sí. Pero sólo una partida. No me sentía muy bien y me retiré pronto. William tenía la costumbre de tener las ventanas siempre abiertas, fuese cual fuese la habitación en la que se encontrase.

Decía que el aire frío endurecía al hombre demasiado acostumbrado a las comodidades. No era mi caso, con esta tos. Por cierto, la partida la ganó William, como casi siempre.

—Gracias reverendo por su colaboración.

El Vicario de Lambeth salió de la habitación dejando que su mirada se deslizase por cada uno de los muebles y rincones con nostalgia y melancolía.

Lestrade hizo pasar al último testigo. El asistente personal de Sir William. Dodgson. Era un hombre joven, alto, muy rubio, de aspecto distinguido y bigotes arregladísimos que apenas disimulaban los finos y trémulos labios. No paraba de tirar de ellos o de frotarse nervioso las manos.

—No se preocupe, seremos breves, le dije para tranquilizarle.

Holmes indicó a Dodgson dónde se podía sentar e inició el interrogatorio.

—¿Cuándo descubrió el cadáver, Míster Dodgson?, preguntó Holmes.

—Al regresar de Greenwick, sire. Esta mañana al amanecer. Me sorprendió ver luz en la biblioteca y al entrar...

—¿Qué hacía usted en Greenwick?

—Fui a visitar a un pariente, sire.

—¿El resto del servicio no vio ni oyó nada?...

—El jueves es el día de permiso para el servicio, sire. Solo Mrs. Perry, la cocinera, permanece en la casa ese día, sire. Pero después de servir la cena regresa a su propio domicilio. Debía haberse marchado cuando ocurrió.

—Por tanto, a eso de las diez, Sir William se quedó sólo y no hubo nadie más en la casa hasta el amanecer. ¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba para él?.

—Cuatro meses, sire.

—¿Dónde le contrató a usted, Míster Dodgson? Preguntó Holmes.

—En París. Durante el último viaje de Sir William.

—Su anterior asistente murió en un accidente en ese mismo viaje, aclaró Lestrade.

—¿Juega usted al ajedrez?

—No. Desconozco ese juego. Yo prefiero los naipes. Aunque a Sir William le hubiera gustado que hubiera sido jugador de ajedrez. Varias veces se lamentó de ello.

—¿Cuándo se hace limpieza general de las habitaciones?

—Por la mañana temprano. Hoy no se ha podido hacer, como es comprensible.

—Por supuesto. Dígame ¿ha estado alguna vez en Australia?.

—Nunca, sire.

—Gracias, Míster Dodgson. No tengo más preguntas.

Lestrade salió con el último testigo y Holmes y yo quedamos a solas en la habitación.

—Bien, Watson. Ya tenemos todos los datos. Dijo mi amigo, dejando la pipa sobre la mesa y juntando los dedos de las manos bajo su barbilla. ¿Ha llegado a alguna conclusión?

—El plano es la clave del asunto.

—Muy bien, Watson. El plano indica el lugar donde Sir William Bedford guardaba los importantes secretos de estado que, previamente, había sustraído del Ministerio de Defensa en su calidad de agente británico. Sir William había escondido todo en algún lugar sólo por él conocido.

—Pero me encuentro desorientado. ¿No vieron nada los hombres que vigilaban a Sir William? Tuvieron que ver entrar y salir al asesino.

—Hubo un accidente. Uno de ellos se golpeó la cabeza al intentar saltar una valla de la parte posterior de la casa, justo la que da al jardín de Míster Burke, y comenzó a perder mucha sangre. El otro agente que estaba de guardia tuvo que evacuarle precipitadamente. Fue el momento que aprovechó el asesino para cometer el crimen. Sólo abandonaron la vigilancia media hora, pero fue suficiente. Cuando se incorporó el relevo vieron la luz de la biblioteca encendida, pero como tenían órdenes de no acercarse demasiado a la casa a menos que fuesen requeridos, se quedaron en su puesto hasta que Dodgson dio la alarma al amanecer. Pensaron que Sir William estaría desvelado esperando la visita del cerebro de la red de espionaje, pero por más que se mantuvieron alerta no vieron nada extraño en el exterior. No podían saber que su infortunado superior yacía ya cadáver en esa misma habitación.

—¿Pero el asesino volvió al lugar del crimen a buscar el plano?. ¿O se lo llevó desde el primer momento?.

—Mi querido Watson, a la persona que arrancó el plano de las manos de Sir William le falta la pieza más importante del puzzle. En caso contrario ya se nos habría adelantado. Por fortuna no es así.

—¿Quiere decir que usted tiene la pista que le falta al asesino?.

—No, Watson. Aunque esté casi al alcance de mi mano, por así decirlo.

—Holmes, me habla usted en clave. Pero)Sabe usted donde están los documentos?.

—Aunque considero que el ajedrez es un juego para mentes retorcidas11, mi querido amigo, aún recuerdo cómo mover las piezas.

—Pero, ¿Quién asesinó a Sir William Bedford?.

—Satisfacer su curiosidad en cuanto regrese Lestrade con el plano12.

En algo tenía razón el inspector de Scotland Yard. A Holmes le encantaba hacer teatro.

SOLUCIÓN DEL CASO

Lestrade entró en la habitación donde yo esperaba las revelaciones de mi amigo y le tendió el plano que había pedido con anterioridad. Holmes salió un momento del salón y regresó con el ajedrez y las piezas, tal como Sir William las había dejado. Le dio un par de vueltas al plano y al fin exclamó un (¡ahá! lleno de satisfacción, al tiempo que nos indicaba que tomáramos asiento.

—Siéntese inspector. Creo que lo que voy a contar le interesará enormemente.

—¿Ya tiene usted alguna pista que nos permita solucionar este caso?.

—Algo más que eso. Después de todo, este asesinato apenas me ha ofrecido la oportunidad de ejercitar el intelecto. Pero deje que ordene las cosas desde el principio.

—Estoy impaciente por conocer sus deducciones. Dijo Lestrade, dando nerviosas caladas a su cigarro.

—Pues bien. Todo empezó hace unos días, cuando Sir William Bedford sustrajo unos importantes documentos del Ministerio de Defensa Británico. Lo hizo por encargo del propio Gobierno, el cual pretendía utilizar tales documentos como cebo para atrapar al jefe de una red de espionaje, que operaba desde hacía meses en nuestro país.

Lestrade le observaba con el mayor interés.

—Algunos agentes del Gobierno vigilaban la casa de Sir William, pero la noche del crimen, ocurrió un fatídico accidente que les obligó a ausentarse durante unos minutos, lo que aprovechó el asesino para cometer su delito.

—¿Fue el mismo que arrancó el plano de la mano del cadáver?, pregunté yo.

—No, mí querido amigo. El que arrancó el plano de la mano del cadáver buscaba algo muy distinto que quién asesinó a Sir William. El plano se lo llevó Míster Dodgson al descubrir el cadáver de madrugada, cuando regresaba de realizar su función de enlace entre Sir William y el siniestro personaje que, para nuestra desgracia y después de este incidente, permanecerá en la sombra, pues no creo que Dodgson llegue a confesar nunca nada más que su propia pertenencia a la red. Dodgson no lo mató. Se limitó a tomar "prestado" de un cadáver ya rígido, lo que él creía que era el plano del lugar donde se encontraban los documentos.

—Y así era, en efecto. Pero le faltaba algo más. Dije yo, que recordaba el comentario que Holmes me había hecho con anterioridad.

Holmes asintió con la cabeza.

—Sir William sabía que Dodgson era el enlace, de hecho le estaba utilizando para llegar hasta el cerebro de la red, pero cuando se sintió herido de muerte, tuvo que arriesgarse y dejar una pista que llevase a los agentes británicos, y no a su ayudante de cámara, a descubrir el lugar donde había ocultado los documentos. De lo contrario se habrían perdido para siempre.

—¡El ajedrez!, exclamé yo.

—Desde luego, Watson. Sir William tuvo que hacer un esfuerzo enorme para dejar un mensaje inteligible. Intentó pedir ayuda, pero los agentes del Gobierno le habían dejado sólo y Mrs. Perry hacía un rato largo que se había marchado. Al sentirse desfallecer ideó algo con aquello que tenía a mano. Desde el llamador fue hasta el armario. Arrancó la página de la Enciclopedia Británica, en donde aparecía el plano de la zona donde había ocultado los documentos, que, (como ya había deducido), representaba una zona de las afueras de Harlech. No había tiempo para hacer nada más concreto, así que, sabiendo que su ayudante no conocía la mecánica del juego de ajedrez, dibujó un plano con las piezas, de manera que como jugada fuese absurda, pero representase el lugar con la máxima exactitud posible. Si coloca el plano en determinada posición, verá que todo coincide. Sir William pensó que le encontraríamos con el plano en la mano, o al menos nos daríamos cuenta de que faltaba esa hoja de la Enciclopedia, como así ha sido. Pero el plano por sí solo no es suficiente. Hacía falta un indicador adicional. Sir William marcó el lugar donde había escondido los documentos con una ficha de ajedrez.

—¿Y dónde se encuentran esos documentos?, preguntó Lestrade que permanecía absorto en las explicaciones de mi amigo.

—Están señalados por el rey blanco. La única ficha de distinto color, como observará.

—En la mina, dije yo, que había estado jugando con el plano y el tablero.

—Eso es.

—Pero entonces ¿Quién mató a Sir William?.

—Fue Míster Burke. Las mismas medidas de seguridad que rodeaban a Sir William fueron su perdición. Burke observaba día a día las evoluciones de los agentes y llegó a la conclusión de que Sir William guardaba en casa algo de mucho valor.

—¡Vaya con Míster Burke!, exclamó Lestrade.

—Cuando presenció el accidente de nuestro agente, (cosa que ocurrió precisamente al lado de su vivienda), decidió actuar. Sabía que no habría más vigilancia, así que entró por la ventana del salón, la más cercana a su propia casa y asaltó a Sir William en la biblioteca. Es probable que fuera enmascarado para que no le reconociese. Burke necesitaba dinero, para una nueva identidad, para una nueva vida. Le pidió a Sir William que le diese lo que guardaba.

—Y Sir William le confundió con otro espía. Aventuró Lestrade.

—Nada de eso. Sir William era un hombre inteligente. Lo que hizo fue acceder a sus deseos. No podía comprometer toda la operación por culpa de un vulgar caco. Se dirigió a la chimenea donde tenía la caja fuerte y se agachó para abrirla. Pero Burke interpretó mal su gesto. Pensó que iba a coger el atizador de metal para enfrentarse con él y le apuñaló por la espalda.

—En ese momento se golpeó la cabeza. Dije yo.

—Al sentir la puñalada levantó la cabeza dando contra el canto de piedra de la chimenea, así es.

—Menos mal que no perdió el conocimiento.

—Cierto, Watson. O nunca hubiéramos encontrado los documentos. Pero sigamos con Míster Burke. Después del desafortunado apuñalamiento, asustado y pensando que pronto regresarían los guardias, huyó por la ventana de la biblioteca, dejando a Sir William malherido y sin posibilidad de ayuda.

—Estoy impresionado, Holmes, Dijo Lestrade. Tanto a Burke, como a Dodgson les espera la adecuada recompensa de una soga al cuello.

Holmes se volvió hacia mí.

—Y ahora, Watson, retomaremos el descanso merecido.