El misterio de Whitechapel
Enrique García Díaz
AGRADECIMIENTOS
Quisiera expresar mi más profundo agradecimiento a Sir Arthur Conan Doyle por haberme hecho disfrutar de tantas y tantas horas de lectura con sus dos personajes emblemáticos: Sherlock Holmes y el doctor Watson. Dicha novela es un homenaje al autor y a los personajes desde la humildad de alguien que quiere aprender de los mejores.
Y también a mi mujer, Maribel, por animarme a escribir esta historia.
EL MISTERIO DE WHITECHAPEL
Un nuevo caso de Sherlock Holmes
Corría el año 1888. Su majestad la reina Victoria gobernaba un vasto territorio que alcanzaba casi las tres cuartas partes del planeta llegando incluso hasta las más recónditas regiones de Oceanía. Países como Australia o Nueva Zelanda se hallaban bajo gobierno británico. Londres era una de las principales ciudades del mundo con una población que superaba los tres millones. Un gran desarrollo económico e industrial que repercutía en la vida de la mayoría de sus habitantes. En la corte se vivían momentos de esplendor y fastuosidad. Sin embargo, en los barrios más pobres y marginales de Londres la vida era muy distinta. En aquel año una serie de monstruosos crímenes azotaron el barrio marginal de Whitechapel. Un asesino en serie conocido como Jack el Destripador, como él mismo se había llamado, sembraba el terror entre las prostitutas del citado barrio.
Siempre he querido contar a mis lectores los hechos acaecidos en aquel sangriento año, pero Holmes siempre se había mostrado reacio a ello. Como cronista suyo he relatado infinidad de casos en los que ambos nos hemos visto inmersos. Bien es sabido por los seguidores de Holmes que nunca le ha gustado que su nombre apareciera impreso en ningún documento. Su labor, como él mismo dice, es la de consultor, y no la de un detective del cuerpo Scotland Yard. Pero tras mucho insistir conseguí que accediera a mi petición de relatar los acontecimientos que precedieron a la detención de Jack el Destripador gracias al infalible método de la deducción del que tanto presume mi querido amigo.
Fue tras la resolución del famoso caso conocido como "Escándalo en Bohemia", y que tuvo como protagonista al conde Von Kramm y a la enigmática Irene Adler, cuando nos vimos involucrados en el misterio de los crímenes de Whitechapel.
Era la mañana del 31 de agosto de 1888 y Holmes se había levantado temprano. Se encontraba terminando el desayuno, que la señora Hudson le había preparado, cuando hice mi aparición en el pequeño salón recibidor que poseíamos en los alojamientos del 221B de Baker Street. Al verme en el umbral de la puerta dejó a un lado el periódico que estaba leyendo y me saludó:
—Buenos días doctor. ¿Ha dormido bien?
—Veo que ha madrugado Holmes. Ni siquiera son las ocho y...
—¡Ah, mi querido amigo! El tiempo es algo que hay que aprovechar. Uno siempre tiene cosas que hacer.
—Y, ¿en qué caso anda metido ahora? —le pregunté mientras untaba mantequilla a una tostada.
—En estos momentos no hay nada a la vista —me respondió con cierto tono de mal humor.
—Entonces... sus éxitos en los casos anteriores.
—Sí, mi querido Watson. Ya le dije al principio de nuestra relación que unos hacen el trabajo y otros reciben las medallas. Como bien sabe usted, tanto los inspectores Gregson como Lestrade son en Londres la máxima autoridad policial por lo que a detectives se refiere. Mis éxitos no traerán más clientes. Si es lo que quiere decir.
—Sí, pero sin su ayuda ellos no...
—Sí, si ya sé lo que va a decirme. Sin mí ellos no son nadie. Lo sé. Lo sé —dijo restándole importancia al asunto.
—Sigo pensando que debería hacerse pública su intervención en aquellos casos en los que los agentes Lestrade y Gregson vienen a consultarle.
Holmes había vuelto a tomar el periódico sin hacer caso de mis comentarios.
—¿Qué lee? —le pregunté intentando volver a mantener un diálogo.
—La sección de objetos perdidos. Ya sabe que es mi sección preferida del diario.
—¿Y hay algo que llame su atención?
—La verdad es que no hay nada interesante. Ni siquiera el periódico merece la pena — dijo arrojándolo sobre el sofá. Después se levantó y caminó por la sala como si de una fiera enjaulada se tratara. Se detuvo un par de veces, y en una de éstas lo hizo para quedar delante de la puerta. Pegó el oído a ésta y una complaciente sonrisa se dibujó en su rostro. Aquello sólo podía significar una cosa. Un caso llamaba a las puertas de Baker Street.
—Prepárese doctor. Alguien ha llamado a la puerta preguntado por nosotros —me dijo mientras se arreglaba un poco su ropa. Sin embargo su semblante cambió cuando escuchó una voz que le era familiar. El sonido de las pisadas subiendo las escaleras también le resultó conocido. Después se escuchó un golpe seco en la puerta. Holmes estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho esperando a que la puerta se abriese, pero antes de que ello sucediese dijo en voz alta y clara:
—Pase Lestrade. Pase.
La puerta se abrió y en efecto, el inspector Lestrade se encontraba en la entrada. Miré a Holmes y sonreí. Una vez más su método de la deducción había resultado eficaz.
—¿Cómo diablos sabía que era yo? —le preguntó Lestrade con cara de asombro.
—Sus pisadas son inconfundibles mi querido Lestrade, lo mismo que su voz al preguntarle a la señora Hudson si el doctor y yo nos encontrábamos en la casa. Pero pase y siéntese. No se quede ahí.
Lestrade obedeció la orden de mi querido amigo y se sentó en el sofá que había junto a la chimenea.
—Sin duda alguna viene a consultarme algo —dedujo Holmes.
Lestrade asintió.
—Parece que tiene mala cara, amigo Lestrade ¿Quiere tomar algo?
—Una copa de brandy me irá bien.
—¡Caramba!. ¿No es un poco temprano para empezar a beber?
—No después de lo que he visto — respondió con semblante serio. Me di cuenta que sus manos temblaban a la hora de sostener el vaso que le tendí. El extraño suceso por el que venía a solicitar nuestra ayuda le había dejado en un estado agudo de nervios.
—Cuéntenos al doctor y a mí lo sucedido —le dijo Holmes paseando de un lado al otro de la habitación.
Lestrade pareció tranquilizarse y una vez que se hubo tomado el brandy comenzó su relato.
—Un agente que estaba de patrulla nos mandó a buscar esta misma mañana debido a un asesinato que se había cometido en el barrio de Whitechapel. Yo mismo partí hacia el lugar pensando que se comenten en toda la ciudad. Era en la calle Buck's Row. Cuando llegué varios agentes habían tomado posiciones en torno al cadáver evitando así que tanto los curiosos como los borrachos entorpecieran la investigación. El cuerpo estaba cubierto con una manta por la que sobresalía un reguero de sangre. Pero qué lejos estaba de mi presunción inicial, señor Holmes.
—¿Por qué? ¿Qué fue lo que vio? —preguntó intrigado mi amigo y compañero de fatigas.
Lestrade tragó saliva antes de hablar.
—Levanté la manta para ver el cuerpo. La mujer se encontraba en un charco de sangre. Pero lo peor no era eso, sino la forma en la que se había llevado a cabo el crimen.
En este punto Lestrade volvió a detenerse. Nos miró a ambos. Me di cuenta que seguía en estado de shock. Lo que había visto sin duda le había marcado.
—En todos mis años de experiencia como oficial de policía de Scotland Yard jamás contemplé nada igual —dijo llevándose la mano hacia la boca.
—¿Qué fue lo que vio? —le preguntó Holmes frunciendo el ceño y mostrando gran interés en el asunto.
Lestrade sacudió la cabeza hacia un lado y hacia el otro como si rechazara las imágenes que aún permanecían grabadas en su mente.
—La mujer era una prostituta de las muchas que hay en el barrio. Es lo único que he sabido, pues de inmediato he tomado un coche y he venido a verlos. Pues bien, la mujer presentaba un aspecto atroz. Creo que el doctor podrá emitir un mejor juicio ya que es un experto en medicina —dijo dirigiéndose hacia mí.
Lestrade procedió al relato, no obstante, de lo visto en el lugar del crimen. Cuando hubo concluido su macabra narración miré a Holmes. Nunca antes se había visto aquella expresión en su rostro en todos los años que llevábamos juntos, y después de haber escuchado mil y una historias. Su cara palideció y sus ojos se abrieron como platos. Buscó a tientas un asiento donde sentarse pues lo que acababa de escuchar de labios de Lestrade había despertado su más que profundo interés.
—¿Quién puede hacer una cosa semejante? —pregunté mirando primero a Holmes y luego a Lestrade.
—No lo sé. Pero sí me gustaría que me acompañaran y lo vieran con sus propios ojos. Usted puede ver cosas y pistas que a nosotros nos parecen banalidades —dijo mirando a Holmes.
—Sin duda alguna es un caso extraordinario —replicó Sherlock Holmes levantándose como un resorte de su asiento y yendo hacia su habitación. A los pocos segundos regresó con su gabardina ya puesta y dispuesto a acompañar a Lestrade. —Vamos doctor. Como bien dice Lestrade, sus conocimientos nos serán de gran ayuda.
—Tengo un coche aparcado a la puerta —nos dijo Lestrade mientras apuraba su brandy y recordaba el color de sus mejillas.
Me puse mi abrigo y mi sombrero y salí de la habitación detrás de Holmes y Lestrade.
* * *
Nos encaminamos hacia el barrio de Whitechapel situado en la zona este de la ciudad. En este sórdido lugar, el desempleo y los ínfimos salarios habían conducido a la gran mayoría de sus habitantes a la pobreza. Para salir de ella uno tenía dos salidas o pedir en las calles, o dedicarse a la prostitución. El barrio era sin duda la cloaca de Londres. El olor de las basuras se respiraba todo el día. La falta de higiene, el olor a podrido o a moho y orines eran compañeros de los vecinos en sus quehaceres diarios. Por sus callejones sucios, sus patios traseros donde se acumulaban los desperdicios deambulaban sujetos violentos, asesinos, rateros, mendigos y toda clase de gente desesperada. No era de extrañar que se cometieran numerosos crímenes en el barrio. En total eran poco más de cuatrocientos cincuenta metros cuadrados en los que habitaban un gran número de personas.
Cuando nuestro carruaje se abrió paso entre la multitud pude ver las caras de asombro de los vecinos de Whitechapel. No era muy frecuente ver ese tipo de coches por aquel lugar pero dado el acontecimiento ocurrido aquella misma mañana a nadie le extrañaba la presencia de gente importante. Holmes observaba atentamente desde la ventanilla del carruaje a todos los transeúntes que circulaban en esos momentos. Al llegar al escenario del crimen el coche se detuvo y Lestrade fue el primero en apearse seguido de Holmes y de mí. La muchedumbre se agolpaba en torno al carruaje pidiendo limosna, pues pensaban que éramos gente adinerada. Al ver que nos rodeaban los agentes allí dispuestos corrieron a toda prisa a sacarnos del barullo. Lestrade nos condujo hasta el siniestro y oscuro callejón en donde yacía la víctima. Cubierta con una manta de color claro que ocultaba su cuerpo a excepción de los pies como Lestrade nos había descrito. Holmes se adelantó a nosotros dos y comenzó su tarea. Pensé que se detendría en un primer momento sobre el cuerpo pero él prefirió explorar los alrededores en busca de pistas.
—Buenos días señor Holmes —le dijo el inspector Gregson, encargado de custodiar el cuerpo de la mujer.— Doctor Watson, celebro verles.
—¿Cómo está, Gregson? —respondió Holmes sin volverse hacia el agente.— No entiendo muy bien cómo es que estando ustedes dos en el caso hayan solicitado mis servicios.
Vi como mi amigo se agachaba, se arrodillaba, se volvía a levantar, iba de aquí para allá. En algunos momentos le escuchaba exclamar algo. Otras emitía un grito de alegría y otras escuchaba una maldición. Sin duda alguna Holmes estaba inmerso en aquel caso.
—Una manada de búfalos no las habría estropeado tanto —exclamó de repente volviéndose hacia nosotros.
—¿Cómo dice? —le preguntó Lestrade.
—Sin duda por aquí ha pasado mucha gente, con lo que ha ocultado huellas interesantes para solución del caso. ¿Cuánta gente ha pasado por aquí?
—No sabría decirle —respondió Gregson. — Varios agentes, algunos curiosos...
—Exacto, lo que nos lleva a descartar la pista de las huellas, querido Gregson. Veamos qué tenemos —dijo señalando hacia el cadáver.
—No es de buen gusto —advirtió Gregson cogiendo la manta y echándola hacia atrás dejando al descubierto el cadáver de la pobre mujer.
—¡Cielo santo! —exclamé llevando mi mano hacia la boca en un acto reflejo.— En mis años como doctor jamás vi cosa semejante. Y he de decir que he visto muchos muertos cuando fui destinado como cirujano auxiliar al Quinto Regimiento de Fusileros de Northumberland en la campaña de Afganistán —dije.
El cadáver era una mujer de unos treinta y tantos años según mi parecer. Era difícil precisar su edad pues estaba bastante estropeada debido a la vida que podía llevar en aquel lugar. Era rubia de ojos claros. El asesino ni siquiera se los había cerrado. Su piel era clara aunque tiznada de negro debido al hollín y a la suciedad. La mujer presentaba un corte en la garganta el cual le había seccionado la tráquea, el esófago y la médula espinal. Un gran reguero de sangre le caía desde la herida pasando por la camisa de color claro hasta llegar a su falda larga de color oscuro. Además se había formado un charco a su alrededor, lo que indicaba que llevaba bastantes horas desangrándose.
—¿Qué puede decirnos doctor? —me preguntó Holmes.
—No tengo palabras mi querido amigo, para describir lo que veo. Pero hay algo que queda claro.
—¿Qué es?
—Que los cortes han sido hechos con gran precisión y limpieza— le respondí observando de cerca la herida.
—¿Sospecha que alguien entendido en la materia de cortar pudo hacerlo?
—Sin duda. Es obra de alguien que está familiarizado con instrumentos de cortar, y al que no le tiembla el pulso lo más mínimo. Puede haber utilizado un cuchillo, una navaja, e incluso un bisturí...
—Yo también lo he pensado.
—El arma utilizada está bastante afilada. El corte es recto y muy limpio —dije aún arrodillado delante de la mujer.
—¿Alguien sabe cómo se llamaba? —preguntó Holmes mirando a los agentes.
—Según mis notas...déjeme ver... Sí, aquí está. Se llamaba Mary Ann Nicholls, alias Polly. Era una de las muchas prostitutas que frecuentan Whitechapel —respondió Gregson.
—No sabemos si se trata de un caso aislado cometido por algún cliente poco satisfecho con sus servicios, o si se trata de algún criminal en serie —dijo Holmes paseando por la zona del crimen. — Regresemos a nuestros alojamientos a la espera de noticias, Watson. Lestrade, en cuanto tenga novedades hágamelas saber. Este es un caso interesante y a la vez inquietante.
La repentina prisa de Holmes me confundió. Quizás no había visto nada claro el asunto y prefería esperar como había dicho. O bien ocultaba algo y no quería decirlo en público.
Holmes no dijo nada durante el trayecto de vuelta al 221B de Baker Street por más preguntas que le hice. Cuando por fin nos hallamos en nuestro salón esperé a que dijera algo acerca del caso. Cogió su pipa, la encendió y con ella en la boca y los brazos a la espalda comenzó a ir de un lado a otro con un gesto serio en su rostro.
—Esos idiotas de Gregson y Lestrade han contaminado el lugar del crimen dejando que todo el mundo se acercara a ver el cuerpo de la pobre mujer. Apenas he podido hallar pistas que me indiquen quién ha podido cometer tan atroz asesinato. Imagine la cantidad de clientes que puede haber tenido esa pobre infeliz. ¿Y quién puede haber sido el asesino?
—¿De modo que no tiene ninguna pista, Holmes? —le pregunté preocupado por sus idas y venidas por el salón y su enfado. De repente se detuvo delante de mí y sonrió.
—Nunca me subestime Watson.
—Entonces es que ha encontrado algo —exclamé lleno de júbilo.
—Sí —dijo mientras un brillo especial asomaba en sus ojos y extraía de su bolsillo un sobrecito de color claro y me lo mostraba.
—¿Y qué es? —pregunté deseando conocer su hallazgo.
—Ceniza —dijo vertiendo el contenido del sobre en la mesa donde tenía todo su instrumental químico.
—¿Ceniza? —repetí algo confuso.
—Si querido amigo. Junto al cuerpo había ceniza lo que demuestra que el asesino fumaba.
—¿Y cómo sabe que es del asesino?
—Como bien sabe soy un experto en identificar la ceniza de los cigarros. Pues bien, estudiando los restos que allí encontré me hallo en disposición de afirmar sin ningún tipo de duda que la ceniza encontrada es de un cigarro Trichinopoly. Como bien sabe, este tipo de cigarros son bastante caros. Estos cigarros no están al alcance de una persona de clase baja o media. Es por ello que el asesino pertenece a la clase alta de la sociedad. Además, ¿quién mejor que alguien con suficientes medios económicos para solicitar los servicios de una meretriz?
—Luego según su razonamiento, el asesino es un rico.
—De la clase alta, sí. Pero ahora dejemos que Lestrade y Gregson hagan su trabajo y esperemos a que vuelvan a consultarnos. Estaré tocando el violín en mi habitación —dijo mientras cerraba la puerta detrás suyo.
Yo, por mi parte cogí el periódico y me puse a leer esperando que alguien tocara a nuestra puerta con algún caso interesante.
* * *
Transcurrió una semana en la que Holmes y yo nos vimos inmersos en un nuevo caso. Tuvimos que desplazarnos hasta la región de Sussex para resolver el misterioso comportamiento de una mujer en relación a su hijo pequeño. El caso fue conocido como "La aventura del vampiro Sussex", sin embargo no había tal vampiro. De regreso a nuestros alojamientos en Baker Street recibimos un telegrama urgente. Un chico joven se presentó aquella misma mañana.
—Traigo un telegrama para el señor Holmes. De parte del inspector Lestrade.
Mi amigo lo tomó rápido en sus manos y tras entregar una propina al muchacho se puso a leerlo en voz alta.
—Vengan rápido al 29 de la calle Harbury. Hallado nuevo cadáver.— Holmes lo dobló y lo dejó encima de la mesa.— Otro asesinato querido doctor en el que sus conocimientos serán de gran utilidad. Eso es lo que se dice llegar y besar el santo. Acabamos de resolver un caso y Lestrade ya está llamando a nuestra puerta de nuevo.
—Creía que se trataría de un crimen aislado —dije con gesto serio.
—Ni mucho menos querido Watson. Parece ser que nos podemos encontrar con una serie de crímenes que ojalá podamos resolver pronto. Vamos. Cogeremos un coche hasta Whitechapel.
Nos subimos al coche que había aparcado justo delante de nuestros alojamientos y le indicamos la dirección al cochero. De inmediato nos pusimos en marcha en dirección una vez más al sórdido mundo de la delincuencia y la prostitución.
—El crimen ha sido cometido en Harbury justo al lado de Brick Lane. Unas cuantas calles por debajo de donde apareció el anterior cadáver —comentó Holmes— y sólo una semana después de que cometiera el primero.
—¿Piensa que cometerá alguno más? —le pregunté interesado por sus pensamientos.
—Quién lo sabe, Watson. Lo único que sabemos es que ha matado a dos mujeres, que es rico ya que fuma cigarros Trichinopoly y que es un experto con las armas afiladas. Ah, veo que ya hemos llegado. Allí está Lestrade.
En efecto, el carruaje había llegado a la calle donde se había cometido el asesinato. Nada más apearnos del coche un olor a rancio y a basuras nos abofeteó en la cara. En esta ocasión los agentes de Scotland Yard habían acordonado la zona del siniestro con el fin de evitar que los curiosos entorpecieran la investigación. Lestrade vino a nuestro encuentro pálido como una hoja de papel.
—Señor Holmes, doctor Watson —dijo haciendo una reverencia con la cabeza a modo de saludo.— Ha sido espantoso lo que ha hecho a esta mujer —dijo volviéndose hacia el bulto apoyado sobre una pared y que se encontraba cubierto por una amplia manta de color claro con listas. Holmes se dirigió hacia el lugar de los hechos buscando como siempre alguna pista que nos indicara algún rasgo de nuestro asesino.
—Veo que han seguido mis anteriores indicaciones —dijo dirigiéndose a Gregson.
—Sí, señor
—Watson, quiere hacer el favor de examinar el cuerpo.
Asentí y di órdenes a los dos agentes que lo custodiaban para que retiraran la manta. La primera impresión me dejó paralizado. Si el anterior crimen había sido horrible éste lo superaba con creces. Tras una exhaustiva exploración del cadáver llegué a la conclusión de que la mujer había sido salvajemente mutilada; de hecho, le faltaba el útero, la parte superior de la vagina y una porción de vejiga. El espectáculo era dantesco. Muchos de los curiosos que se habían asomado a ver el cuerpo una vez que hubo quedado al descubierto huyeron del lugar espantados por aquella imagen. Lestrade había sacado un pañuelo del bolsillo con el que ahora se tapaba la boca y la nariz. El olor a muerte impregnaba todo el lugar. Un gran charco de sangre había empapado las ropas de la mujer. Lestrade había dado órdenes de no tocar ni limpiar nada hasta que Holmes y yo llegásemos. Mi amigo se volvió a tiempo para ver el cuerpo mutilado de la mujer antes de que ordenara que lo cubrieran con un gesto.
—¿Otra prostituta? —preguntó a Lestrade.
—Sí. Se llamaba Annie Chapman. Prostituta y alcohólica.
—Parece ser que nuestro asesino tiene algo contra estas mujeres —dije.
Holmes permanecía en silencio observando el cuerpo de la joven mujer. Se agachó en busca de alguna pista y sonrió como en él es costumbre al percatarse de ciertos rastros de ceniza.
—Nuestro hombre es algo descuidado —nos dijo tomando en sus manos la ceniza. Se la llevó a la nariz y exclamó triunfante: —Trichinopoly.
Lestrade puso cara de no saber nada y no era para menos, ya que no estaba al tanto del descubrimiento hecho por Holmes.
—¿Podría especificarme qué significa?
—Por supuesto Lestrade. Trichinopoly es una conocida marca de cigarros. Bastante caros por cierto. Lo que nos lleva a pensar en alguien con cierto status económico y social. Por cierto, ¿ha venido en coche?
—Sí.
—¿En uno público, verdad?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—He hallado huellas de un carruaje a pocos metros del cuerpo. Huellas de un coche de caballos privado.
—¡Por todos los santos Holmes! —exclamé— ¿Ha deducido eso por unas simples marcas?
—Si son tan amables les explicaré por qué estoy en disposición de afirmarlo. Les demostraré mi teoría. Síganme.
Holmes nos condujo al lugar donde estaban las marcas impresas de las ruedas de un coche. Había ordenado a dos agentes que no dejaran que nadie se acercara hasta allí. Cuando estuvimos delante de ellas Holmes se agachó y señaló con su dedo.
—Como pueden ver esta noche ha llovido lo que ha propiciado que queden estas huellas. Me gustaría que se fijaran en el ancho de la rueda.
Tanto Lestrade como yo miramos con atención el surco dejado por la rueda sobre el barro.
—Bien, ¿y qué tiene de particular Holmes? —le pregunté a mi amigo sin comprender a donde quería llegar.
—El ancho de las ruedas de un coche privado es mayor que el de un coche público de Londres. Compruébenlo si quieren yendo a ver las marcas que ha dejado el carruaje que nos ha traído hasta aquí.
Lestrade y yo seguimos las indicaciones de Holmes y fuimos a comprobar el ancho de las ruedas. Para nuestra sorpresa la teoría de Holmes era cierta lo cual no me extrañó en absoluto.
—Bien, ¿qué les decía? —comentó acercándose hasta nosotros.
—Según su deducción el asesino posee un coche privado.
—No solo eso querido Lestrade sino que además es tirado por dos caballos uno de los cuales tiene dos herraduras algo gastadas. Para ser exactos el que se engancha a la derecha del conductor. En sus patas traseras.
—¿También lo ha visto en las huellas? —preguntó Lestrade con ironía.
Holmes no respondió sino que se limitó a sonreír.
—En resumidas cuentas señor Holmes, ¿usted piensa que se trata de alguien importante?
—No es que lo crea amigo Lestrade. Es que es así. Busquen un carruaje privado tirado por dos caballos uno de los cuales tiene dos herraduras más gastadas que las otras dos. Nos encontrará en Baker Street. Watson, es hora de dejar que el inspector Lestrade haga su trabajo. Buenos días caballeros —se despidió tocándose el ala de su sombrero.
Como de costumbre Holmes abandonaba la escena del crimen sin ningún aviso. Se apresuró al coche y subió antes que yo. Una vez dentro me comentó.
—Lestrade no encontraría un elefante en un circo, Watson.
Durante días no recibimos noticias de Lestrade en torno al asesino de Whitechapel. Holmes sabía que le llevaría tiempo encontrarlo. Nos hallábamos en medio de un caso sorprendente. Un conocido mío del ejército acudió a pedirnos consejo. Decía haber visto el fantasma de un camarada suyo también del ejército. Lo insólito del caso era que su padre decía que había muerto pero mi amigo juraba y perjuraba que eso no era posible pues lo había visto con sus propios ojos. Al final gracias a la astucia de Holmes el misterio quedó resuelto. Su amigo tenía una enfermedad que había contraído en Afganistán, una especie de lepra. Su padre había decidido encerrarlo en una casa apartada. Al final tras examinarlo el doctor que nos acompañaba aquel día, quedó claro que podía curarse siguiendo un intenso tratamiento. Cuando lo di a conocer al público lo titulé "La aventura del soldado pálido".
Holmes había escuchado atentamente la narración de los hechos postrado en su sofá mientras fumaba.
—Verdaderamente es usted un gran cronista Watson. Sin embargo, creo que exagera usted un poco mis métodos de investigación a parte de ensalzar mis virtudes.
—Pero es la verdad Holmes. No hay nadie en el mundo de la investigación policial que resuelva los casos como usted. Y en tan poco tiempo.
El sonido de varios golpes en la puerta hizo que dejáramos aparcada la conversación hasta más tarde. Holmes se incorporó del sofá y corrió a abrir la puerta. Lo que vio fue la cara de satisfacción del inspector Lestrade. Sin duda alguna parecía ser portador de buenas noticias a juzgar por el talante que traía.
—Felicítenme señores —dijo a bombo y platillo.
—Ha encontrado el coche y a su dueño —señaló Holmes apuntándole con su pipa.
—Mejor que eso. Hemos detenido al asesino. Los periódicos se hacen eco de la noticia.
Holmes miró a Lestrade y después a mí.
—Vaya, eso sí que es una buena noticia. Pase y siéntese. ¿Quiere beber algo?
—Gracias pero apenas tengo tiempo para relatarles lo sucedido. He de proceder al interrogatorio del sospechoso. Además, como les he dicho está todo en la prensa.
—¿Dice que aún no lo ha interrogado? —exclamó Holmes sorprendido por la declaración de Lestrade.
—Lo tenemos retenido en Scotland Yard.
—Y dígame, ¿quién es, y cómo lo ha encontrado tan pronto?
Yo permanecía callado en todo momento escuchando lo que uno y otro tenían que decir. Observaba como Lestrade se jactaba de su proeza mientras Holmes se limitaba a hacerle preguntas sin ningún interés, como si estuviera en la obligación de hacerlas. Percibí por la cara de mi amigo que Lestrade había detenido a la persona equivocada.
—Se llama John Pizer. Varios testigos lo han reconocido por haberlo visto merodear por la escena del crimen. Es un hombre bien vestido, de buena clase. Es un judío.
—¿Y usted piensa que ése es su hombre?
—Varios testigos lo han reconocido —respondió Lestrade haciéndonos ver que la palabra de esos testigos tenía mucho peso.
—No le importa si le acompañamos para verlo de cerca —sugirió Holmes.
—Pues claro. Como les decía ahora mismo voy para allá.
Salimos de nuestros alojamientos en Baker Street en dirección a Scotland Yard. Al llegar fuimos conducidos a la celda donde se encontraba el presunto asesino de Whitechapel. Era un hombre alto y fuerte de unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Tenía barba y bigote. Unos ojos diminutos bajo unas pobladas cejas. Se encontraba sentado junto a una mesa sobre la cual apoyaba sus corpulentas manos. Tenía una tos fuerte que le salía del pecho.
—Este es el hombre —nos dijo Lestrade señalándolo con el dedo índice de su mano derecha como si lo estuviera acusando.
Holmes se acercó al detenido con semblante serio, estudiando cada uno de sus rasgos. Luego, se giró hacia Lestrade y hacia mí y dijo sonriendo:
—Me temo Lestrade que éste no es su hombre.
—Pero, eso es imposible —respondió Lestrade enfadado por la acusación de Holmes.
—Se lo demostraré, mi querido Lestrade. Para empezar este hombre no fuma, pues padece de bronquios a juzgar por su tos, ¿me equivoco? —dijo mirando al hombre.
—No señor. El doctor me ha diagnosticado un problema de bronquios. He dejado de fumar hace dos años.
—¿Le importa si le pregunto cuánto gana?
—Lo suficiente para comer, señor. Unas pocas libras.
—¿Tiene usted un coche con dos caballos?
—¿Un coche de caballos, dice? ¡Qué más quisiera yo! —le respondió como si se hubiera sentido ofendido por la pregunta de Holmes.
—¿Me enseña sus manos?
El hombre se las tendió y Holmes las inspeccionó desde todos los ángulos posibles en busca de alguna marca. Incluso acercó su nariz para olerlas.
—Lo suponía. Lestrade, ha detenido usted a la persona equivocada. Sigo diciendo que debe buscar a una persona de clase media alta. El señor Pizer no es más que un simple zapatero.
—¿Cómo lo sabe? Yo no se lo he dicho a nadie —exclamó el hombre.
—Por sus manos. Tiene restos de cola en sus dedos. La típica para pegar zapatos señor Pizer. Las uñas negras fruto sin duda del betún que utiliza para cuidar su calzado lo he sabido también por el olor. Usa Penguin, ¿verdad? Es el más común entre los zapateros de Londres. Además he observado en su mano izquierda varios machones. Sin duda propiciados por el martillo. Usa puntas para fijar las suelas, ¿no es así?
El hombre asentía a cada comentario de mi amigo sin entender de dónde había salido, o quién le había contado todo aquello.
—Lestrade, tiene al hombre equivocado. Watson volvamos a casa.
El inspector se quedó de piedra por las explicaciones dadas por Holmes.
—Pero varias personas lo han reconocido —protestó.
—No es de extrañar dada su estatura y corpulencia. Además, a usted también podrían reconocerle.
—¿A mí?
—Sí y a mí y al doctor. No olvide que hemos merodeado por la escena del crimen.
La respuesta de Holmes dejó a Lestrade pensativo mientras nosotros dos marchábamos. Al llegar a Baker Street Holmes tomó el periódico y leyó la noticia que hacía referencia a la detención de John Pizer. Luego soltó una sonora carcajada.
—Ya le dije que Lestrade no encontraría un elefante en un circo, Watson.
—Luego estamos donde empezamos —dije.
—Exacto pero con un matiz importante Watson.
—¿Cuál?
—Que el asesino ya ha leído seguramente la noticia igual que nosotros —respondió arrojando el diario sobre la mesa.— Por fortuna no se han revelado ninguna de mis pistas lo que sin duda haría que el asesino cambiara su conducta y fuera más difícil atraparle.
* * *
La acusación contra John Pizer no prosperó en parte gracias al trabajo de Holmes, y en parte también a que en el momento de cometerse el crimen el señor Pizer se encontraba en otra parte de Londres entregando un encargo a un cliente. De modo que Lestrade se encontraba como al principio, es decir, sin ningún indicio firme sobre quién sería el asesino de Whitechapel. A raíz de la muerte de Annie Chapman los esfuerzos policiales se doblaron en un intento por detener al misterioso personaje.
Me encontraba fuera de Londres en aquellos días y me enteré de cómo iban las investigaciones por la prensa. Los periódicos se habían hecho eco del desafortunado incidente ocurrido en Whitechapel. Volvía a Londres después de una semana en el campo junto a mi prometida. No había tenido noticias de Holmes en todo ese tiempo lo que hacía presumir que nada interesante había ocurrido en la City. Al llegar a Baker Street hallé a la señora Hudson algo preocupada.
—Lleva una semana sin salir de su cuarto. Estoy algo preocupada doctor. ¿No le habrá sucedido algo?
Tranquilicé a la ya mayor señora Hudson, diciéndole que era propio de Holmes encerrarse durante días en su habitación sin dar señales de vida. Y que no había nada que temer. De modo que subí las escaleras hasta el primer piso y pasé sin llamar. Me encontré cierto desorden y a Holmes postrado en sofá. Su rostro estaba pálido y demacrado. La ropa sucia y arrugada. Presentí por su aspecto que había sido objeto de uno de sus frecuentes bajones. Sin duda propiciados por la falta de actividad. Mis sospechas se confirmaron al desviar mi atención hacia el instrumental que había sobre la mesa. Mi preocupación aumentó cuando vi encima de ella una jeringuilla vacía. Sin duda Holmes había vuelto a inyectarse morfina en un intento por despejar su mente.
—¡Ah, doctor! Veo que ha regresado —dijo incorporándose en el sofá.
—Holmes, ¿por qué tiene ese aspecto?
—La falta de actividad querido doctor. Llevo una semana viviendo en la ociosidad.
—¿No ha tenido ningún caso en esta semana?
—Ni uno solo. Los malhechores deben haber abandonado Londres.
—¿Y Lestrade? ¿No ha venido a consultarle?
—Ni siquiera el bueno de Lestrade se ha pasado por aquí. Su asesino en serie deber haber abandonado Londres, como ya le he dicho.
De repente nuestra conversación se vio truncada por un sordo golpe en la puerta.
—¡Pero, vaya! Sin duda alguna es usted portador de nuevas noticias —exclamó poniéndose de pie.— ¡Adelante!.
La puerta se abrió y la figura de Lestrade entró en la habitación.
—Caramba Lestrade, precisamente el doctor me estaba preguntando por usted. ¿Qué nuevas trae?
—Esta mañana se ha recibido una carta del asesino.
—¿Qué? —exclamamos los dos al mismo tiempo mientras Lestrade tomaba asiento y sacaba de su bolsillo un pedazo de papel.
—Como oyen. Ha sido en la Agencia Central de Noticias situada en la calle Fleet. Aquí está —dijo sosteniéndola en alto para que pudiéramos verla.
—Le importaría leerla —le pidió Holmes mientras recogía a toda prisa la habitación en busca de su pipa y tras hallarla la encendió. Luego, se sentó en el sofá y con gesto serio se dispuso a escuchar el contenido de la carta.
—He de decir que tengo mal cuerpo después de leer lo que voy a contarles. Dice así:
"No cejaré en mi tarea de destripar putas. Y la seguiré hasta que me echen el guante. El último trabajo salió bordado. No le dio tiempo a la señora ni de gritar. ¿Cómo van a atraparme ahora? Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar. Pronto tendrán noticias de mis jueguecitos. En el último trabajo recogí un poco de sustancia roja en una botella de cerveza de jengibre para escribir con ella, pero se puso espesa como la cola y no puedo usarla. La tinta roja es bastante adecuada espero, ja, ja. En el próximo trabajo que haga le cortaré las orejas a la señora y se las mandaré a los oficiales de la policía, sólo por diversión, ¿qué le parece? Guárdese esta carta hasta que haga otro trabajito y entonces publíquela tal cual. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que si se presenta una oportunidad, quiero ponerme a trabajar ahora mismo. Buena suerte".
Suyo sinceramente
JACK EL DESTRIPADOR
Una vez que Lestrade hubo concluido la lectura de la misiva, todos permanecimos unos minutos en silencio. Posteriormente, Holmes se levantó con la pipa en su mano y caminó por su habitación, sin duda pensando en lo que acababa de escuchar.
—¿Me permite el papel? —le dijo a Lestrade.
El oficial de Scotland Yard se lo tendió y Holmes comenzó a manosearlo y a volverlo una y otra vez. Lo olió, lo puso a la luz y por último lo observó detenidamente con su lupa.
—Sin duda se trata de un papel caro, de los que venden a veinte peniques el paquete. Es un papel de una textura fina y delicada. Si se mira al trasluz, uno puede observar una pequeña inscripción en una de sus esquinas. El logotipo del fabricante. Está escrito con tinta roja. Parece poco probable que sea sangre, no tiene la textura de ésta cuando se seca. Según nuestro misterioso comunicante es casi seguro que seguirá matando prostitutas.
—Eso demuestra que tiene algo contra ellas.
—Quizás su madre o su hermana lo fueran; o bien alguna le ha hecho algo —apostilló Lestrade.
—¿Una enfermedad? —preguntó Holmes dirigiendo su mirada hacia mí que en ese campo era el experto.
—Es probable que le haya contagiado la sífilis. Hay que saber que las prostitutas de esa zona carecen de cualquier tipo de higiene y que frecuentan numerosos clientes. Quizás...
—Es posible, doctor. O también que nuestro hombre tenga algún otro tipo de problema. Ya sabe a qué me refiero —dejando el comentario en el aire para que tanto Lestrade como yo lo completásemos.— Sea lo que fuere promete seguir matando el tal Jack el Destripador.
—¿Cree que es su nombre auténtico? —preguntó Lestrade.
—Poco importa que lo sea. Normalmente los asesinos en serie suelen adoptar otro nombre. Un apodo o seudónimo para ocultar su verdadero nombre. En cualquier caso es un detalle insignificante.
—Por lo que dice en la carta usa un cuchillo...
—Bien podría usar cualquier otro instrumento. Es posible que lo utilice para despistar.
—No le entiendo Holmes —le dije.
—Es muy sencillo. Si se tratase de un doctor —dijo dirigiéndose otra vez a mí— usaría un bisturí. Pero a su vez no sería tan tonto como para decirlo ya que entonces habría que investigar sólo a los médicos—cirujanos de Londres. Imagínese el tiempo que se perdería en seguir a cada uno. Dígame, ¿cuántos cirujanos hay en Londres? Mil, dos mil...
—Es decir que según usted se trata de un doctor... interrumpió Lestrade.
—Exacto. Si resumimos todos los puntos que tenemos esto es, que se trata de alguien de clase alta, así lo demuestran sus gustos por los cigarros Trichinopoly y por el papel de esta carta. Que posee un carruaje propio. Que tiene profundos conocimientos de anatomía, de eso no hay duda, porque conoce a la perfección la localización de todos y cada uno de los órganos del cuerpo humano, y que se siente muy seguro de sí mismo. Nos desafía a atraparle. Sólo alguien de las altas esferas de Londres puede jactarse de ser intocable.
—Apunta usted muy alto, querido amigo —dijo Lestrade.
—Yo no apunto a ningún sitio en particular Lestrade. Ahí están las pruebas.
—¿Sabe ya quién es?
—Si lo supiera ya lo habría puesto en conocimiento de Scotland Yard para su captura.
—De manera que no tiene ningún sospechoso. Bueno entonces, me marcho. Ordenaré que impriman miles de copias de la carta con la esperanza de que alguien pueda reconocer la letra —le dijo dándole unos suave golpecitos a mi amigo con la carta de Jack el Destripador.
—Eso provocará aún más pánico entre los habitantes del barrio de Whitechapel. Es más, creo que una ola de miedo recorrería Londres.
—Es lo único que se me ocurre, señor Holmes. No puedo quedarme cruzado de brazos —dijo Lestrade resignado.
Cuando hubo salido por la puerta Holmes me miró fijamente con semblante serio.
—Esto pinta mal Watson. Presiento que cuando descubramos al asesino nos vamos a quedar de piedra.
Dicho esto Holmes se volvió a recostar en su sillón mientras apuraba el tabaco de pipa. Yo, mientras, le daba vueltas en la cabeza a todo lo ocurrido intentando componer el rompecabezas en el que nos hallábamos.
Pasaron unos días sin tener noticias de ningún otro asesinato. Durante todo este tiempo el miedo continuó apoderándose de las calles del barrio de Whitechapel. Las investigaciones policiales no daban el fruto deseado y la gente comenzaba a sospechar que la propia policía estuviese protegiendo al verdadero asesino. Durante algunas semanas varios grupos de personas armados con palos, o con cualquier otra cosa que sirviera para defenderse, incluidas las armas de fuego o las armas blancas, patrullaban el barrio en busca del asesino. Fueron los denominados Comités de Vigilancia de Whitechapel. Sin embargo, sus rondas nocturnas no dieron el resultado esperado y poco a poco la gente fue abandonando esta tarea en vista de que no conseguían dar con el Destripador. Al mismo tiempo, al no tener noticias de un nuevo crimen, la situación en el barrio volvió a la normalidad. Parecía como si el asesino se hubiese tomado un descanso. Quizás para armarse y volver a atacar o bien que hubiese decidido retirarse. Fuera lo que fuere no hubo noticias suyas hasta aquel fatídico día.
Fue la mañana del domingo día 30 de septiembre que me encontraba desayunando cuando la señora Hudson subió un telegrama urgente de parte de Lestrade. Lo recibí yo, pues Holmes no se había levantado aún. Llevaba un rato leyendo el periódico del cuál disfrutábamos durante todo el domingo junto a la chimenea, cuando mi compañero de alojamiento salió de su habitación. Se sentó a la mesa y se dispuso a desayunar. Sólo café. Después se levantó y tomando su violín Stradivarius se puso a tocarlo junto a la ventana. Por las notas que emitía dicho instrumento deduje que no estaba en su mejor momento.
—Holmes, dígame qué le preocupa. ¿Es el caso de Jack el Destripador, tal vez?:
Se volvió para quedar de frente a mí con gesto de sorpresa en su rostro por mis palabras.
—¿Qué le hace pensar que estoy preocupado?
—La forma que tiene de tocar el violín. Además, no ha comentado nada durante el desayuno, cosa por otra parte, extraña en usted. No ha echado un vistazo al periódico. Y no se ha percatado del telegrama que la señora Hudson ha traído y que está encima de la chimenea. Según mis deducciones algo ronda por su cabeza.
—Watson, sin duda está haciendo progresos. Veo que el arte de la deducción está haciendo mella en usted. Pero volvamos a lo del telegrama, ¿dónde dijo que estaba?
—Sobre la repisa de la chimenea —respondí caminando hacia él.
Holmes lo tomó y tras una rápida lectura me miró con semblante serio y dijo:
—Es de Lestrade.
Las palabras de Holmes me helaron la sangre. Durante unos segundos me quedé paralizado. Sabía lo que aquello significaba mucho antes de que Holmes me diera explicaciones acerca del contenido del telegrama. Nos vestimos y bajamos deprisa con intención de tomar un coche que nos llevara a la dirección que aparecía en el telegrama.
—Berner Street. Rápido. Es un asunto delicado —escuché decir a Holmes al cochero.
Dicha calle se encontraba en el barrio de Whitechapel pero algo apartada de las otras calles en las que habían aparecido los cadáveres de las otras meretrices.
Al llegar nos encontramos con la misma imagen de los anteriores crímenes. Una dotación de agentes de Scotland Yard había acordonado la zona. Al mando de ellos se encontraba nuestro querido amigo Lestrade esperando nuestra llegada.
—Esto es demasiado señor Holmes —exclamó Lestrade al ver a mi amigo.— Debemos hacer algo para detener esta carnicería.
—Con ese fin he puesto mis facultades a su servicio —respondió serio Holmes.— Veamos qué tenemos.
—Elizabeth Stride. De nacionalidad sueca. Conocida en el mundillo de la prostitución como Long Lizz. Le falta una oreja.
—¿Una oreja? —pregunté extrañado.— ¿Sólo le ha cortado una oreja?
—Exacto Watson. Tal y como dijo en su carta —recordó Holmes.
—Hay más —interrumpió Lestrade.
—Adelante —dijo Holmes.
—Parece ser que no tuvo tiempo de ensañarse con la víctima porque alguien lo vio.
—¡Cómo dice! —exclamó Holmes.— ¿Un testigo? ¿Dónde está?
—Está allí —respondió señalando hacia un hombrecillo de metro cincuenta cargado de espaldas. Era calvo aunque llevaba unas pobladas patillas. Su rostro estaba picado por la viruela y tenía prominentes arrugas. Nos acercamos a él y Holmes lo miró de arriba abajo sacando sus propias conclusiones. Lestrade se encargó de hacer las presentaciones.
—Estos son el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson.
El hombre nos miró a través de sus diminutos ojos que brillaban cual zafiros.
—El señor Holmes desearía escuchar el relato de los acontecimientos.
El hombre puso mala cara pues sin duda se lo habrían hecho repetir más de una vez en poco rato. Nos miró y después escupió al suelo con gesto de desprecio.
—Hay medio soberano esperando por usted si me cuenta lo que vio —dijo Holmes en un intento de animar a aquel hombre.
—Vi a un tipo alto y fuerte. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza. Llevaba algo en la mano que brillaba y luego guardó en un maletín de piel negro que había en el suelo.
—¿Qué hacía? —le preguntó Holmes.
—Estaba ahí, junto a la pared. Había una mujer en el suelo. Creo que estaba inconsciente, pues no se movía. El tipo estaba agachado sobre ella. A mí me pareció que la robaba y por eso le grité.
—¿Y qué hizo él?
—Se volvió hacia mí y tras guardar algo en el maletín salió huyendo por el callejón.
—Por casualidad no le seguiría...
—Sí señor. Lo seguí al ver que la mujer sangraba por la cabeza. Lo vi subirse a un carruaje de color negro.
En este punto Holmes miró a Lestrade y sonrió abiertamente.
—¿Con dos caballos negros? —preguntó Holmes.
—Sí, señor. ¿Es que acaso lo vio usted también?
—Por desgracia no, si no ya lo hubiese atrapado. ¿Recuerda algo que considere importante?
El hombre permaneció pensativo durante unos segundos intentando recordar algún dato. Luego pareció como si algo se le viniera a la mente y dijo:
—Sí. Ya recuerdo. En una de las puertas del carruaje había algo que brillaba. Bueno más bien estaba oculto pues una especie de tela lo cubría.
—¿Quiere decir que una tela, o lo que fuera ocultaba algún distintivo que tenía la puerta? ¿Tal vez un escudo? —sugirió Holmes mirando fijamente al hombre.
—No sabría decirle. Yo no soy un experto —respondió el hombre. Eso es todo lo que sé. ¿Me dará mi medio soberano ahora? —pregunto extendiendo la mano abierta.
Holmes sonrió y entregó la moneda. Luego se apartó del hombre para que no escuchara conclusiones. Lestrade y yo lo seguimos.
—Como puede ver mi querido amigo Lestrade mis conclusiones cada vez toman más cuerpo. Le hablé de un carruaje privado de dos caballos y ahora vuelve a aparecer. Lo que no podía imaginar era lo del distintivo en una de las puertas.
—¿Qué opinión le merece, Holmes? —le pregunté deseando conocer las impresiones de mi querido amigo pues sin duda sabía que tenía algunas ya formadas.
—Como ya le dije en Baker Street el asunto es algo turbio. La aparición de ese presunto escudo o blasón no hace sino confirmar lo que ya sospechaba.
—¿Y qué es? —pregunto Lestrade.
—Qué nuestro hombre pertenece a alguien de la alta sociedad londinense. Quizás algún cirujano de renombre que utiliza un coche de caballos con un distintivo que oculta, ¿por qué? —se preguntó Holmes con cara de preocupación mientras paseaba por la escena del crimen.
—¿Por qué? —preguntó Lestrade impaciente por conocer la respuesta.
—Porque si alguien viese ese escudo enseguida lo reconocería. Luego se trata como ya he dicho de alguien importante. Lestrade, ¿Cuántos coches privados tienen escudos nobiliarios o heráldicos en sus puertas?
—No lo sé. Debemos encontrar ese coche y tendremos a nuestro asesino.
Íbamos a marcharnos cuando un agente llegó corriendo y sonando el silbato. Nos volvimos a ver qué ocurría. El agente se detuvo junto a Lestrade para informarle. Vi cómo el rostro del inspector palidecía mientras se apoyaba en el hombre del agente. Nos miró y comprendimos que alguna otra desgracia había acontecido. Caminamos hacia él y nos lo explicó todo.
—Han encontrado a otra prostituta en Camomila Street. Parece ser que nuestro asesino sí ha tenido tiempo en esta ocasión.
A juzgar por el tono de Lestrade el crimen debía ser horrible.
—Parece ser que le molestó que le interrumpieran y ha decidido completar su trabajo en otro lugar —dijo Holmes.
Subimos al carruaje y partimos en dirección a Camomila Street tres calles más debajo de donde nos encontrábamos. Holmes se reclinó en el asiento mientras observaba por la ventana a la gente pasar.
—Nuestro asesino nos sigue retando. Esta vez ha ido demasiado lejos. Dos crímenes en un breve espacio de tiempo y a pocos metros de donde estábamos —murmuró.— Watson, debemos intensificar nuestros esfuerzos.
Al llegar nos encontramos con el cuerpo cubierto por una lona de color blanco. Lestrade ya se encontraba allí junto a varios agentes. La muchedumbre se agolpaba alrededor nuestro profiriendo gritos contra la policía.
—¿Vais a esperar a que acaben con todas nosotras?
—Esto es una argucia para acabar con las prostitutas —decían algunos.
Varias lechugas y coles nos golpearon a Holmes y a mí al ser confundidos con agentes de Scotland Yard. Holmes consiguió, sin embargo, esquivar varias de ellas. Nos acercamos hasta el lugar donde descansaba el cadáver. Varios agentes de Scotland Yard fueron requeridos para que contuvieran y dispersaran a los vecinos de la zona. Gregson, encargado de custodiar el cuerpo, nos dio los detalles del mismo.
—Se llamaba Catherine Eddowes. Otra prostituta borracha de la zona. La ha degollado y le ha extirpado varios órganos. Yo no sabría decir cuáles. Quizás el doctor Watson...— comentó dirigiéndose a mí.
—Claro. Para eso estoy aquí —respondí mientras me ponía en cuclillas sobre la mujer muerta. —Dios mío —exclamé al ver aquella dantesca postal dejada por el destripador. La mujer, como bien dijo Gregson, había sido degollada y mutilada. Le había cortado la oreja derecha además de extirparle los ovarios y un riñón. Sentí náuseas al ver el amasijo de carne y vísceras allí delante de mí e indiqué que lo cubriera.
—Sin duda se ha despachado a su gusto —comentó Lestrade.
—Inspector, inspector. Hemos encontrado algo —nos comunicó un agente que posteriormente nos condujo junto a una pared cercana a donde había sido hallado el cadáver de la Eddowes. Allí escrito sobre la pared se podía leer el siguiente fragmento:
"No hay por qué culpar a los judíos"
—Conoce de primera mano el rumbo de las investigaciones —murmuró Lestrade cuyo rostro había palidecido de repente.
—No tiene mucho misterio dado que usted publicó en la prensa que habían detenido a John Pizer. Cualquiera que haya leído el periódico puede conocer la noticia de primera mano —dijo Holmes.
Lestrade se quedó callado y se dio cuenta del error que había cometido al hacer público la detención del zapatero judío.
—¿Cree que pudiera ser alguien cercano a la investigación? —preguntó bastante preocupado temiendo que fuese algún agente.
—No, no Lestrade. No se trata de eso. Y ahora si me permite me gustaría echar un vistazo a la pared.
—Claro. Ya sé que usted puede ver cosas que no nos están permitidas a los hombres corrientes.
—Nada de eso. Mis métodos pueden ser aplicados por cualquiera incluido usted. De hecho el doctor Watson aquí presente ha mejorado notablemente en el arte de la deducción.
Holmes se aproximó lo más cerca que pudo a la pared y examinó con todo detalle la caligrafía, la composición, la sustancia con la que había sido escrita. Me llamó poderosamente la atención que extrajera una cinta métrica de su bolsillo y midiera la pared. Luego sonrió y se guardó la cinta de nuevo en el bolsillo. Se agachó a ras de suelo buscando algo que pareció encontrar por el gritito de triunfo que emitió. Lestrade me miró sin comprender nada en absoluto y esperando que yo pudiera ilustrarle pero lo único que hice fue encogerme de hombros. Cuando Holmes se levantó nos mostró un polvillo grisáceo en la palma de su mano.
—Trichinopoly.
—¿Se le ha caído la ceniza quizás mientras escribía? —pregunté.
—No sólo eso doctor, sino que ha dejado un rastro hasta el lugar donde seguramente tendría el coche aguardándolo. Es decir detrás del callejón. Un lugar perfecto para esconderse. El misterio comienza a desentrañarse pero aún es pronto para emitir mi veredicto. Antes debo consultar con ciertas personas.
—¿Quiénes? —preguntó Lestrade.
—La brigada de Baker Street.
—¿La brigada de Baker Street? —repitió Lestrade algo confundido.— Nunca antes he escuchado ese nombre.
Pero Holmes ya había emprendido el camino de regreso a nuestro carruaje abandonando la escena del crimen como de costumbre, así que Lestrade se quedó sin saber quiénes formaban dicha brigada.
De vuelta una vez más a nuestras habitaciones en el 221B de Baker Street Holmes me confesó que estaba cerca de resolver el misterio. Pero que el resultado iba a ser bastante sorprendente a la vez que desagradable por la verdadera identidad de Jack el Destripador.
—Watson, estoy muy cerca de desenmascarar a Jack el Destripador, pero antes debo confirmar todas mis sospechas.
Un ruido de pasos subiendo las escaleras a toda prisa se escuchó a la vez a la vez que la voz de la señora Hudson maldiciendo a Sherlock Holmes.
—¿Qué ocurre? —pregunté levantándome del sillón en el que me encontraba leyendo el periódico.
—La brigada de Baker Street, Watson. Adelante.
Al abrir la puerta media docena de harapientos y sucios chiquillos entraron en el salón. Sí, ya lo recordaba. Holmes lo había empleado por primera vez en el caso conocido como "Estudio en Escarlata".
—¡Atención! —dijo Holmes en voz alta y con cierto tono militar que me hizo recordar a mi época en el ejército.— Desde ahora sólo subirá el señor Wiggins, ¿entendido?
—Sí, señor —respondieron a coro los chiquillos.
—Bien, hay un chelín para cada uno de vosotros si mantenéis los ojos abiertos y me informáis cuando veáis un carruaje de color negro con dos caballos del mismo color y que lleve un escudo en cada una de sus puertas circulando por Whitechapel. Venid cuando tengáis noticias. Eso es todo por ahora.
—Bien señor —respondieron y salieron de la habitación escaleras abajo corriendo y chillando como chiquillos que eran. Volvimos a escuchar las maldiciones de la señora Hudson una vez que los reclutas de mi querido amigo Holmes se habían marchado.
—Como bien sabe en ocasiones he de recurrir a sus servicios para averiguar cosas que los agentes de policía no podrían hacer. La gente se queda muda ante un agente de la ley, en cambio con ellos no hay problema. Pueden encontrar una aguja en un pajar. Pero dejemos que hagan su trabajo y nos traigan la información solicitada mientras usted y yo almorzamos.
Lo que parecía ser una tarde plácida sin ningún sobresalto resultó ser todo lo contrario. No habíamos terminado el almuerzo preparado por la señora Hudson cuando Lestrade pasó para informarnos de las novedades acontecidas. Parecía que el Destripador no descansaba y se había propuesto tenernos en constante jaque.
—Hemos recibido una segunda carta señor Holmes —dijo extrayéndola de uno de sus bolsillos.— Mucho más repugnante si cabe que su predecesora. Escuchen atentamente.
Holmes y yo permanecimos atentos a la lectura de aquella segunda misiva supuestamente redactada y enviada por el propio asesino. A continuación relato su contenido:
"Mi querido jefe: (...) Gracias por haber retenido mi carta anterior hasta este momento en el que de nuevo me echo a la calle para trabajar.
Suyo sinceramente
JACK EL DESTRIPADOR
Holmes tomó la carta en sus manos y procedió a examinarla cuidadosamente como hiciera con la anterior. Una vez que hubo concluido su examen se la devolvió a Lestrade para que la guardara al tiempo que comentaba:
—Sin duda pertenece a la misma persona que envió la anterior. El mismo tipo de papel, la misma caligrafía. ¿Han tomado las huellas?
—Imposible señor Holmes. No deja ninguna marca o señal —respondió desalentado Lestrade.
—Es de suponer. Sin duda utiliza guantes para no dejar ningún rastro que nos sirva para identificarle. No hay duda de que lo tiene todo planeado. Nunca antes me había enfrentado a un criminal tan meticuloso y tan bien preparado, sin contar con el profesor Moriarty.
—¿Cree usted que volverá a matar?
—Por supuesto Lestrade. El problema es saber dónde y cuándo. Queda claro que hay alguien que va a morir muy pronto si nosotros no lo impedimos.
—Hay otra cosa —balbuceó Lestrade.
—¿Hay más? —preguntó con cara de asombro Holmes.— ¿Y a qué espera para contarlo?
—Se trata del presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, ya sabe ese tal George Lusk.
Holmes quedó pensativo mientras las ruedas de la maquinaria de su mente se ponían en movimiento para recordar el aspecto de aquel tipo. Sólo lo había visto en una ocasión en el lugar del crimen de Catherine Eddowes. Lusk había proferido gritos en contra de la policía diciendo que él "se encargaría personalmente de ajustarle las cuentas al Destripador. Que cuando le echara el guante no le iban a quedar ganas de destripar más".
—¿Qué le ha ocurrido?
—Ha recibido una carta, también. Y un paquete con el que ha venido a vernos.
—¿Qué contenía dicho paquete?
—La mitad de un riñón
—¡Dios mío Holmes, esto es más de lo que puedo soportar! —exclamé.— ¿A qué clase de hombre nos enfrentamos?
—Sin duda a alguien que tiene graves problemas en su cabeza. Y dígame Lestrade, han verificado a quién pertenece el riñón?
—Sí señor. Pertenecía a la última víctima, Catherine Eddowes.
—Lo suponía —comentó Holmes mientras paseaba por la habitación.— Ha hablado de una nota, ¿la tiene aquí?
—Sí, señor Holmes.
—¿Sería tan amable de leerla?
Lestrade sacó otra carta de otro bolsillo y comenzó a leer:
“Desde el infierno, señor Lusk, le envío la mitad de riñón que tomé prestado a la mujerzuela y que conservé para usted después de freír la otra. Estaba muy bueno, de verdad"
Holmes y yo nos miramos. No había duda de que el hombre que se ocultaba bajo el nombre de Jack, el Destripador estaba algo demente. No era de extrañar que hubiera hecho lo que decía en la carta a juzgar por los atroces asesinatos que había cometido y de los cuáles habíamos sido testigos.
* * *
Eran las once de la noche cuando Holmes se vistió y se dispuso a salir.
—No me espere levantado Watson —me dijo mientras salía por la puerta. No me dio tiempo a abrir la boca para responder pues antes de que hubiera dicho algo Holmes salía por la puerta. Era práctica habitual en él salir en mitad de la noche a dar un paseo. Algunas veces se disfrazaba y se mezclaba con la gente de la clase más baja. En varias ocasiones había conseguido sorprenderme al verlo disfrazado de anciana, de mendigo, de predicador. Su imaginación no alcanzaba límites. Gracias a tales ingeniosos disfraces había logrado resolver los más enrevesados asuntos. Sin duda alguna el caso del Destripador lo había atrapado por completo. Me dispuse a pasar una velada tranquila leyendo. Intentaría permanecer despierto hasta que Holmes hubiera regresado. No obstante al cabo de un par de horas me dejé vencer por el sueño y eché una cabezada en el sofá. El sonido de la llave en la cerradura me hizo despertar sobresaltado. Me incorporé para poder escuchar mejor. Primero un ruido de pasos subiendo las escaleras. Después el ruido del manillar al girar y por último la puerta que se abrió y una sombra en el umbral. Encendí la luz y descubrí la delgada silueta de mi amigo allí de pie. Venía calado hasta los huesos y lleno de barro. Sin duda había realizado una de sus frecuentes excursiones nocturnas al lugar de los hechos.
—¿Dónde ha estado Holmes?
—Realizando trabajo de campo. Pero mi querido amigo, ¿qué hace a estas horas levantado?
—Me quedé dormido en el sofá mientras leía. Me he despertado al oír la cerradura de la puerta. Pero Holmes, está empapado, debería cambiarse.
—Sin duda pero antes déjeme decirle que nuestro misterio está próximo a resolverse.
—¿Ha descubierto ya la identidad del Destripador?
—No. Pero, pronto lo haremos. Sólo necesito confirmar mis sospechas. De todas maneras, espero noticias de la brigada de Baker Street. Y ahora vayamos a dormir. Presiento que mañana será un día muy agitado.
Al día siguiente no ocurrió nada, ni al otro. Ni siquiera pasada una semana. Holmes comenzó a desesperarse, en parte porque ni Lestrade ni la brigada de Baker Street se habían personado a darle noticias sobre los progresos realizados en la investigación, ni porque ningún cliente había venido a consultarle. Nos encontrábamos a día nueve de noviembre cuando por fin llegaron las tan ansiadas noticias. Fue Wiggins, el chico de la brigada nombrado por Holmes para ser él el portador de las noticias, quien se presentó en Baker Street a eso de las ocho de la tarde para informar de sus indagaciones. Era una fría tarde en la que la niebla comenzaba a bajarse en esos momentos.
—Y bien, señor Wiggins, ¿qué ha averiguado?
—Bien poco, señor Holmes. El carruaje que usted dice no ha aparecido por ningún lado. Hemos registrado todos los rincones, calles, callejones del East End sin resultado alguno.
—Bastante extraño. Bien es cierto que no ha habido ningún asesinato en esta semana lo cual indica que no ha hecho ninguna salida. Eso nos indica también que de haber estado muy ocupado en su trabajo. No olvidemos que Jack el Destripador es una persona que lleva una vida normal por el día y que por la noche da rienda suelta a sus más bajas pasiones. Bien señor Wiggins aquí tiene lo prometido —dijo mientras dejaba caer en la mano de Wiggins los chelines acordados por el trabajo.
—¿Cree entonces que ha dejado de matar debido a su trabajo? —pregunté.
—Eso creo, doctor. Si nos atenemos a las fechas de los asesinatos, salvo en el caso del día treinta de septiembre en el que cometió dos, el resto han sido llevados a cabo a intervalos de tiempo que van, desde una semana entre los dos primeros, hasta veintitrés días del segundo al tercero.
—Lo cual indica según usted, que durante esos espacios de tiempo en los que no ha habido más asesinatos, nuestro destripador ha estado muy ocupado en su trabajo, ¿no es así? —resumí.
—Veo doctor que ya se ha formado la misma idea que yo. Y por otra parte, si nos atenemos a que pudiera ser un doctor, esto significaría que ha tenido bastantes pacientes que visitar...
En esos momentos Holmes se quedó mudo de repente. Lo que acababa de contar hizo que se activara la maquinaria de su mente.
—Claro. Eso es. Qué mejor forma de no levantar sospechas que un doctor que se desplaza en un carruaje para visitar a sus pacientes. Y qué mejor manera para asesinar y huir. Nadie sospecharía de un doctor. Con otra particularidad.
—¿Cuál? —pregunté completamente intrigado por las conclusiones de Holmes.
—El emblema de la puerta. Debe ser alguien realmente importante. Dicho emblema no levantaría sospechas ante la policía.
En este punto Holmes volvió a quedarse callado. Una vez más el tren de la deducción volvía a pasar por su mente. Como si algo iluminara su cabeza. Me miró y palideció. Luego corrió a su habitación y agarró lo primero que encontró para echarse por encima.
—Rápido Watson.
Seguí sus instrucciones y me precipité junto a él escaleras abajo hacia la calle en busca de un carruaje. No sabía lo que Holmes pretendía ni a dónde íbamos. De todas maneras hubiera sido inútil preguntárselo en tal situación. Una vez dentro del carruaje escuché darle la dirección al cochero situado en el pescante.
—Al Palacio de Buckingham.
Aquellas palabras me sorprendieron. ¿Qué buscaba Holmes en el palacio de su majestad la reina Victoria? Durante el trayecto, Holmes permaneció alterado pues sin duda conocía la identidad de Jack, el Destripador. Lo miré fijamente y le pedí que me revelara el motivo de aquella alocada carrera hasta el Palacio de Buckingham.
—Allí encontraremos a Jack el Destripador —me dijo fuera de sí.— Si nos damos prisa evitaremos que asesine a otra prostituta. Que necio he sido. ¿Cómo se me ha podido pasar por alto lo del escudo?
—¿Pero de qué diablos habla Holmes?
—De William Gull. Él es el Destripador.
Aquel nombre me heló la sangre. Un sudor frío recorrió mi espalda. Sentí que me faltaba el aire. No podía creer lo que Holmes me acababa de contar. Aunque a decir verdad nunca antes vi a mi querido amigo equivocarse en la identidad un asesino o un malhechor en sus muchos años de experiencia.
—El médico de la reina es Jack el Destripador —dijo solemnemente al tiempo que el carruaje se detenía justo delante de la entrada del Palacio de Buckingham.
Descendimos del carruaje y caminamos hasta el palacio. Holmes se volvió hacia el cochero para pedirle que nos esperase. Los soldados de la guardia salieron de sus garitas y nos impidieron el paso. Vestidos con el uniforme de la guardia real se dirigieron hacia nosotros en cuanto vieron que hacíamos intención de atravesar la verja de entrada.
—No se puede pasar —dijo uno de ellos.
—Necesitamos ver al doctor William Gull. Es cuestión de vida o muerte —explicó Holmes.
—Lo siento caballero pero no se puede pasar —repitió el soldado cuadrándose delante nuestro.
—¿Con quién he de hablar para que me hagan caso? —preguntó Holmes.
—Venga mañana. El doctor le atenderá.
—La vida de una persona puede estar en peligro.
Pero los dos soldados de la guardia no se inmutaron lo más mínimo ante las explicaciones de mi amigo. Sin embargo, me había percatado de que Holmes había comenzado a levantar la voz con intención de atraer la atención de alguien de palacio. En un momento de la discusión Holmes llegó a golpear al guardia.
—Si sigue comportándose de esa manera tendré que detenerle.
—No me importa si con ello consigo ver al doctor.
El altercado no había pasado inadvertido para alguien de palacio que vino corriendo a ver qué ocurría. Era un hombre alto y corpulento vestido de librea. Abrió la puerta de la verja y preguntó a los soldados.
—¿Qué ocurre aquí?
—Buenas noches lord Wilson. Este caballero que se empeña en ver al doctor...
—Soy Sherlock Holmes y este caballero es el doctor Watson. Hemos venido a ver al doctor William Gull. Es urgente, pues la vida de una persona puede correr grave peligro.
—Verá caballero —comenzó diciendo lord Wilson— no sé qué relación puede tener usted con el señor Gull pero estoy seguro de que su asunto podrá esperar a mañana cuando el doctor venga visitar a su majestad.
—¿Cómo dice? ¿Qué el doctor no se encuentra en estos momentos en el palacio? —le preguntó Holmes en un ataque de nervios.
—Exacto. El doctor no viene por la noche.
—¿Le importaría decirme si todos los carruajes tienen el escudo real en sus puertas?
—Pues claro. ¿Qué tiene esto que ver, caballero?
—¿Posee el doctor uno para su uso privado?
—Sí.
—¿Está en las caballerizas en este momento? —Holmes aguardaba impaciente la respuesta.
—No. El doctor nunca vuelve por la noche a dejar el coche, él...
Pero no llegamos a escuchar el resto de la explicación pues Holmes había emprendido la carrera hacia el carruaje y yo con él.
—A Whitechapel. A toda prisa —ordenó al cochero.— Sin duda el doctor debe estar cometiendo el asesinato.
Cuando llegamos al barrio del East End Holmes se asomó por la ventanilla del carruaje a fin de divisar el coche del doctor. Sin embargo su búsqueda resultó inútil. Dimos una vuelta por Whitechapel con el fin de encontrar alguna pista de un nuevo crimen. Y ésta no tardó en llegar. Al doblar por Miller's Court vimos un grupo de agentes de Scotland Yard apostados junto a un casa en la que la puerta estaba abierta de par en par y un hombre vestido de paisano salía por ella. Holmes reconoció a Lestrade. Dio orden al cochero de detener el carruaje allí mismo.
—Señor Holmes, ahora mismo pensaba en pasar a buscarle. Qué suerte la mía que se encuentre usted aquí.
—¿Qué ocurre Lestrade? ¿Un nuevo crimen?
—El más atroz que he visto jamás. La víctima está cortada en pedacitos. ¿Quién es el monstruo al que estamos persiguiendo señor Holmes?
Holmes lo miró con preocupación y exclamó.
—Hemos llegado tarde, Watson.
—Por cierto, ¿de dónde vienen?
—Del Palacio de Buckingham.
—¿Y que han ido a hacer allí?
—Fuimos a detener al Destripador. Pero ya se había marchado.
—¿En el Palacio de Buckingham? ¿El Destripador? Imposible.
—Es el doctor William Gull.
—¿El médico de su majestad? ¿Se ha vuelto loco Holmes?
—Nada de eso. Si me permite entrar a ver el cuerpo...
—Por supuesto pero le advierto que no es nada agradable.
Los tres nos dirigimos hacia la humilde habitación en la que la mujer recibía a sus clientes. La atmósfera estaba tan cargada que casi no se podía respirar. Dentro había varios agentes, y un médico forense que no daba crédito a sus ojos. El cuerpo o mejor dicho lo que quedaba de él estaba echado sobre una mugrienta cama. La había degollado y mutilado y cortado en mil pedazos con la precisión de un cirujano. Tenía la nariz, las orejas y los senos arrancados. Tenía además el vientre abierto y sus órganos se encontraban esparcidos por toda la habitación. En una mesa que había junto a la cama Jack el Destripador había dejado expuestos los riñones. Al cuerpo le faltaban la parte inferior del tronco y útero. También le había arrancado el corazón. Toda la habitación estaba salpicada de sangre. Holmes apenas prestó atención al cadáver sino que deambuló por la habitación en busca de pistas. En varias ocasiones le vi agacharse y recoger algo del suelo. Le pedí que saliéramos de aquel lugar y tomáramos aire, pues no había quien aguantara en aquel sitio. Lestrade nos aguardaba junto al agente Gregson.
—¿Qué opinan? ¿Sigue creyendo que lo hizo el médico de la reina?
Holmes emitió una sonrisa de triunfo antes de responder a Lestrade.
—No solo eso querido Lestrade sino que estoy en posición de declararlo ante un tribunal después de recoger estos gemelos con el emblema real.
Holmes había sacado de su bolsillo un par de gemelos que efectivamente tenían grabado el escudo real.
—Sin duda se le cayeron al doctor cuando se encontraba realizando su trabajo —dijo Holmes entregándoselos a Lestrade.
Tanto Lestrade como el agente Gregson no daban crédito a las palabras de Holmes. Per debían admitir que las pruebas incriminaban directamente al médico de su majestad la reina Victoria. Holmes se había encaminado hacia los alrededores para recoger algo del suelo. Un pedazo de tela tal vez.
—Señores, les presento otra prueba que demostrará mi teoría —dijo Holmes exhibiendo un pedazo de paño oscuro.
—¿Qué tiene que ver esto con el doctor? —preguntó Lestrade tomándola en sus manos.
—Es un pedazo de la tela que servía para cubrir el escudo de la puerta del coche. ¿Recuerda las palabras del testigo en el crimen de Elizabeth Stride?
Lestrade hizo memoria y entonces se dio cuenta del significado de las palabras de Holmes.
—Si recuerda, dijo que el carruaje tenía un escudo en una de las puertas pero que permanecía oculto por algo. Voilá, lo que cubría el escudo. Si la analizan en profundidad descubrirán restos de pintura.
—¿Y eso que demuestra? —preguntó Gregson.
—Demuestra que la tela ha estado en contacto directo con el escudo y que al despegarla se ha levantado la pintura de aquel.
—¿Y para qué diablos la quería cubrir?
—Para que nadie reconociera a quién pertenecía el coche. Una vez cometido el crimen quitaba la tela y dejaba que todos lo vieran, en especial la policía. Nadie en se atrevería en plena noche y en un barrio como este a detener un carruaje con el escudo de la reina. Así podía entrar y salir de la escena del crimen sin ser detenido.
—No cabe duda que puede ser así —comentó Gregson.— De todas formas es algo inaudito que el médico de su majestad esté involucrado en esta serie de atroces asesinatos.
—Ustedes verán. Son la máxima autoridad policial en Londres. Yo simplemente soy alguien a quien ustedes consultan. Es tarea suya detener al autor de estos crímenes.
—Pero, ¿está usted completamente seguro? —preguntó de nuevo Lestrade.
—Así lo indican las pruebas halladas en los lugares donde se cometieron los asesinatos. Las marcas del carruaje, el caballo con una herradura gastada, los cigarros Trichinopoly, su estatura, que es un experto cirujano. Sólo tienen que comprobar todas estas pistas y verán como encajan en nuestro hombre. Y ahora si me disculpan ha sido una noche bastante ajetreada y tengo sueño caballeros.
Holmes se despidió de los dos agentes de Scotland Yard y regresamos al 221B de Baker Street bajo una intensa niebla y una fina lluvia. Cuando llegamos, Holmes se sentó en su sillón y procedió a encender su pipa mientras esperaba algún comentario por mi parte.
—¿Cree usted que Lestrade se atreverá a detener a William Gull? —le pregunté deseoso de conocer su opinión sobre lo que iba a acontecer en los próximos días.
—Sin duda alguna deberá consultar con sus superiores. Y lo que es casi con toda probabilidad seguro es que lo hagan de forma más discreta posible. Tratarán por todos los medios de que este escándalo no salpique a la familia real.
Holmes apagó la pipa y se dirigió a su habitación a descansar. Yo por mi parte hice lo mismo y le seguí.
Varios días después los periódicos se hacían eco de la noticia de que Sir William Gull había dejado su cargo como médico privado de su majestad la reina Victoria. Según el rotativo había solicitado la baja por encontrarse en no muy buen estado de salud y había decidido marcharse al campo en busca de paz y sosiego. El rostro de Holmes dibujó una amplia sonrisa al leer la noticia. Me tendió el periódico para que yo mismo comprobara como lo que había pronosticado que sucedería, era ya un hecho real.
—Ya le dije que tratarían por todos los medios de disfrazar el asunto para que no pareciese un escándalo. Con la supuesta jubilación del doctor queda zanjado el asunto.
No había terminado de hablar cuando se escucharon unos golpes secos en la puerta. Holmes abrió y al momento se encontró en el inspector Lestrade frente a él.
—Mi buen amigo el inspector Lestrade. Pase no se quede ahí.
—Veo que ya conocen la noticia— dijo señalando al periódico que había encima de la mesa del desayuno.
—Sí, muy ingenioso por parte de la prensa el calificar su retiro como una especie de jubilación voluntaria.
—Era la manera más apropiada para que no se convirtiera en un escándalo. Ya sabe, al familia real... el médico privado de su majestad... bueno en fin... conseguimos que el doctor aceptara un retiro voluntario.
—¿Confesó sus crímenes?
—Sí. En el momento en el que le enseñamos los gemelos su rostro palideció. En un acto reflejo se llevó las manos a los puños de la camisa como si le faltase algo en ellos. Luego procedimos a registrar su coche de caballos y descubrimos que al escudo se le había saltado la pintura, como usted dijo por haber estado oculto. En el interior encontramos restos de sangre sobre la tapicería y ceniza que después de analizarla concuerda con las muestras que usted me dio. Eran cigarros Trichinopoly. Y por supuesto el caballo. Tenía usted razón, tenía un par de herraduras desgastadas. De manera que al verse atrapado se declaró culpable de los cinco asesinatos de Whitechapel. Dijo que se había vuelto loco; que no estaba en sus cabales cuando los cometió.
—Trastorno de personalidad —dije interrumpiendo la conversación entre Holmes y Lestrade.
—Sí, así lo denominó el psiquiatra. Pero dígame señor Holmes, ¿cómo supo que era él?
—Cuando el encargado del palacio de Buckingham confirmó mis sospechas. He de decir que la idea de que fuera un doctor era la que más peso tenía. Más que un carnicero o una matrona. Era casi imposible pues los asesinatos tuvieron lugar a altas horas de la noche y en ambos casos no trabajan hasta tarde. Además estaba lo del coche. Nuestro asesino llegaba a la escena del crimen y salía de ella en un corto espacio de tiempo y cuando nuestro testigo declaró haber visto un escudo, mis sospechas recayeron en lo más alto. La familia real. Luego sólo tuve que ir al palacio al preguntarle al doctor, pero he de decir que las respuestas que me dio lord Wilson fueron mucho más interesantes que si me las hubiese proporcionado el propio doctor. El hallazgo de los gemelos no hizo más que reforzar mi teoría.
—Sin duda es usted un demonio, señor Holmes.
—Se equivoca. Tan sólo soy un hombre, inspector. Por cierto, siento curiosidad por saber si el cochero conocía los menesteres del doctor.
—Ha negado en todo momento que supiera que el doctor fuese el asesino. Es más, en alguna ocasión le comentó al propio doctor que tenía cierto temor a salir a altas horas de la noche sabiendo lo que estaba ocurriendo en Whitechapel. Pero el doctor, según dijo, lo tranquilizaba diciéndole que nada le pasaría yendo con él.
—Muy listo el doctor. Le decía al cochero que tenía que visitar a un paciente de noche y a esas horas el pobre hombre obedecía sin más. Es normal dado el rango del pasajero.
—Bien, es hora de que me marche. Espero volver a verles pronto. Señor Holmes. Doctor Watson.
—Yo también pues eso significaría un nuevo caso.
Lestrade se marchó y Holmes se quedó pensativo unos segundos antes de hablar.
—En el fondo el inspector Lestrade es una persona agradable. Lástima que no sea también un gran detective. Bien Watson, he recibido un telegrama...
Así terminó el caso de los crímenes de Whitechapel y empezó el caso de "Estrella de Plata", el famoso caballo de carreras. Pero ese es otro caso que relataré en su debido momento.
FIN