Ilusión

BASIL RATHBONE

Siempre me ha gustado el condado de Sussex. Me trae recuerdos muy felices de mi vida, mi lejana infancia. A principios de Junio me escapé para pasar unos pocos días de merecido reposo en el pequeño pueblo de Heathfield, soñando de nuevo con el pasado e intentando cortar, aunque fuera por poco tiempo, con el presente y el futuro.

Una suave primavera nos anunciaba un verano templado. Caminaba mucho mientras leía “La saga de los Forsythe” de Galsworthy, y dormía plácidamente y con regularidad.

La última tarde de mis vacaciones volvía a través de la apacible campiña hacia mis habitaciones en Heathfield, cuando una abeja me picó. Asustado, cogí un puñado de barro blando y me lo apliqué en la picadura, un viejo remedio que aprendí de niño. De repente me dí cuenta de que estaba rodeado por un enjambre de abejas. Permanecí inmóvil y esperé.

En ese momento ví la pequeña casa con tejado de caña y un cuidado jardín con colmenas en un extremo, de la que Mrs. Messenger, mi posadera, ya me había hablado. Mrs. Messenger era gruesa, amable y eternamente joven. Me alquiló una habitación “con parquet”. Le encantaba hablar y hablar con un continuo ritmo que me evocaba el suave romper de las olas en la orilla del mar. No era antipática mientras que uno no intentara cortarla.

Aparentemente “él“ vino a vivir a esta cabaña hacía muchos años. Al principio sus visitas no eran muy frecuentes . Pero, con el paso del tiempo volvía más a menudo y sus estancias eran más prolongadas. Llamaba al lugar su granja apícola. No molestaba a nadie y nadie le molestaba a él, toda una buena y vieja costumbre inglesa. Ahora, en 1946, se había convertido casi en una leyenda. Antiguamente había sido “alguien”, y el padre de Mrs. Messenger estaba seguro de que venía de Londres y que fue doctor, abogado, o ambas cosas.

Le ví entonces, en aquella última tarde de verano, sentado en su jardín, con una manta sobre las rodillas leyendo un libro. A pesar de su avanzadísima edad no usaba gafas de lectura, y pese a que no se movió noté una curiosa sensación de vida en su aparentemente inanimado cuerpo. Tenía la majestuosa belleza de un viejo árbol : sus rasgos, muy pronunciados por una particular y distinguida nariz, eran agudos. Las venas de sus manos se extendían con un claro color azul, como ríos caudalosos y su piel parecía fuerte como una coraza.

Estaba fumando una pipa de espuma con gran placer. De repente levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron. Me ruboricé cuando ví que me había descubierto observándole.

—¿No quiere pasar?—, me dijo con una voz sorprendentemente firme.

—Muchas gracias, — contesté—, pero no querría molestarle.

—Si fuera molestia no le habría invitado. — Respondió.

Cuando abrí el pequeño postigo de la verja sentí sus ojos estudiándome.

—Tome una silla y siéntese.

Me volvió a hacer otro rápido y profundo estudio. Cuando cogí la silla y me senté tuve una extraña sensación, parecía que estuviera soñando.

—Veo que una de mis abejas le ha picado; le ruego que me perdone.

Avergonzado, me quité el parche de barro de la cara y sonreí dándole a entender que no tenía importancia.

—Debería perdonar a la pobre abeja, — continuó—, ahora debe estar pagando con su vida.

—Es injusto que deba ser así — dije, oyendo mi voz como si fuera la de otra persona.

—No, — reflexionó el anciano,— es la ley de la naturaleza. Dios maneja Sus maravillas de forma misteriosa.

Un tordo empezó a cantar en un seto cercano. El incidente, que no había sido más que eso fue olvidado como por arte de magia. Yo estaba muy excitado.

—¿Quiere que le pida un té?

—No, gracias. — Contesté.

Yo acostumbraba a tomar mucho café. Comparándolos, siempre he considerado el té como un insípido sustituto del café.

Una débil sonrisa apareció en su boca.

—¿Vive usted por aquí? — Continuó.

—No señor, estoy disfrutando de unas pequeñas vacaciones.

—¿Y viene por aquí a menudo?

—Tanto como puedo. Me encanta Sussex. Nací cerca de aquí.

—¿En serio? — Esta vez la sonrisa fue mucho mayor—. Éste es un pequeño pero muy confortable rincón de la tierra, especialmente en esta estación.

—¿Vivió aquí durante la guerra? — Le pregunté.

Sí. — La sonrisa desapareció. Lentamente sacó un revólver Webley de debajo de la manta que cubría sus rodillas. — Si “ellos” hubieran venido, seis no habrían vivido para contarlo. . . Aprendí a usar esto hace muchos años. Nunca he fallado el blanco.

Sostenía la pistola en su mano y, momentáneamente, me abandonó y se sumergió en sus pensamientos, ese pequeño mundo con el que nacemos y morimos solos. Volvió a dejar la pistola en sus rodillas y me miró. Hubo un silencio hasta que me atreví a preguntar:

—¿Estuvo usted en la Gran Guerra?

—Indirectamente, ¿Y usted?

—Yo soy inspector en Scotland Yard.

—¡Lo sabía! — Me volvió a mirar fijamente y sonrió.

En ese momento, el libro cayó de su regazo, lo recogí del suelo y se lo devolví.

—Gracias. — Hizo un ruido que me pareció una risita ahogada.

—¿Cómo van las cosas por el Yard últimamente?

—La ciencia moderna y los nuevos equipos y materiales nos ayudan mucho. — Contesté.

—¡Sííí´! — Llevó su mano al bolsillo y extrajo una vieja y magnífica lupa. — Cuando yo era joven su usaban cosas como ésta. Los últimos inventos han demostrado cuanto tiempo nos pueden ahorrar, pero apagan nuestros instintos naturales y nos hacen más perezosos, aprietas un botón aquí o mueves una palanca allí, y todo se pone en marcha. — Parecía enojado y un poco cansado.

—Quizá tenga razón, pero no hay más remedio, hemos de evolucionar si no queremos estancarnos.

Dejó su magnífica lupa y el revólver en dos grandes bolsillos de una chaqueta deportiva con parches de piel en los codos. Hizo un profundo suspiro y me dijo:

—He seguido su carrera muy de cerca, inspector. El Yard es muy afortunado con sus servicios.

—Es muy amable de su parte, señor.

—De ningún modo, verá, yo conocí bastante a su padre, hace ya mucho tiempo.

—¿Conoció a mi padre? — Conseguí preguntarle.

—Sí. Fue un hombre brillante. Me interesaba profundamente. Su mente paseaba precariamente sobre esa delgada línea que hay entre la cordura y la locura. ¿Aún vive?

—No, murió en 1936.

El anciano inclinó pensativamente la cabeza.

Esos individuos con sus nuevas ideas habrían tenido un ejemplar para estudios intensos e interesantes. ¿Cómo se llaman? . . . Psico. . . ¡psicoanalistas!

—El psicoanálisis puede ser de gran ayuda si se usa con inteligencia, ¿no cree?

—No. — Respondió.— ¡Es basura! ¡PSICONANÁLISIS!— dijo despectivamente.— No es nada más que un simple proceso de deducción por eliminación.

Hablamos del crimen y de sus diferentes formas de detección, en el pasado y en el presente, sus motivos, la responsabilidad de la sociedad en el entorno que condiciona al criminal, etc., hasta que una fría brisa atravesó el jardín con su silencioso aviso del fín del día.

Se levantó lentamente y alargó su mano.

—Debo entrar. Ha sido un placer hablar con usted.

—Estoy en deuda con usted. — Quería decir más cosas, pero me sentí violento. Recogió su libro.

—¿Conoce estas historias?

Leí el título: “Las Aventuras de Sherlock Holmes”.

—La mayoría están exageradamente dramatizadas, pero es una lectura entretenida.— De nuevo asomó una sonrisa en la comisura de sus labios y sus ojos brillaron.

Le demostré que conocía bastante las obras a las que se refería, y me pareció muy complacido por mis referencias al “Maestro”. Me acompañó lentamente hasta la pequeña y blanca puerta de la verja, y mientras caminábamos hablamos brevemente de S. C. Roberts, Christopher Morley y Vincent Starret.

—Las aventuras escritas por nuestro querido amigo, el Dr. Watson, significan mucho para mí a mi edad.— reflexionó mientras me estrechaba la mano lentamente como si accionara una bomba de agua.— Como alguien dijo una vez : Los recuerdos son la única cosa inmortal que tenemos.

A mi regreso, Mrs. Messenger me sorprendió con una taza de té y un telegrama urgente de Scotland Yard, instándome a que regresara. No le hablé de mi visita a aquel anciano. Temía que me comparara con los niños de Heathfield, que creían que “él” era el gran “Sherlock Holmes”

Lo que ellos soñaron durante un breve y bello periodo, hasta que alcanzaron una edad en la que se olvida todo, junto a Santa Claus, Tinkerbell y todos esos personajes extraordinarios, es más real que la propia realidad.

Traducción: HAROLD STACKHURST

(Miguel Ojeda)