LA BOLA PÚRPURA, por James P. Killus
Los cuerpos celestes que se apartan de las pautas conocidas y parecen contradecir los principios astronómicos establecidos son cada vez más frecuentes: excepciones que no confirman las reglas, sino que obligan a pensar en reglas nuevas...
—¡Ja!
O’Dwyer lanzó una risotada y se fue hacia el área del comedor haciendo remolinos. Él hubiese ido corriendo —O’Dwyer siempre estaba correteando y riendo a carcajadas—, pero estábamos en caída libre y pasarían otras seis horas hasta que dejásemos de estarlo. E incluso después de la transición, ¿cuánto bien puede hacer la centésima parte de un descubrimiento?
—¡Lo tengo, amigos! —anunció O’Dwyer sin dirigirse a nadie en particular, pero resultaba obvio que lo estaba participando a toda la tripulación. Se colocó detrás del atril (también usamos la cafetería como seminario). Con una actitud que se parecía a la de una persona a punto de dictar una conferencia, excepto por los treinta grados de inclinación hacia un lado, se colocó las gafas en el medio de la nariz, miró con los ojos entornados por encima del borde y se aclaró la garganta. DeRusso frunció el entrecejo; la imitación era demasiado evidente.
—Ejem —dijo O’Dwyer—. Caballeros, un poema:
Nunca he visto un sol color púrpura
y ahora lo veré.
De todas formas les diré
que más me gustaría ver
una tía vestida de ese color...
O’Dwyer esbozó una de sus sonrisas infantiles y se lanzó fuera de la habitación sin esperar las reacciones que ya se estaban produciendo. DeRusso mantuvo el ceño fruncido. Fredrickson resopló y el resto de nosotros se mantuvo en silencio. Por supuesto que con excepción del piloto y la tripulación, que rieron irónicamente, y algunos hasta lanzaron una discreta carcajada. O’Dwyer tenía ese sentido del humor típico de los niños en edad escolar, que, por alguna razón, atrae a todos los típicos machos. No son más que un puñado de niños grandes.
Todo comenzó con O’Dwyer. Un día entró corriendo.
—Acabamos de descubrir un gigante de color púrpura, ¿queréis verlo? —dijo.
—Vete y llévate toda tu pornografía de aquí —le contesté irritado. Tenía muy poca paciencia con él. Catalogar diagramas estelares me había llevado hasta el punto de ver estrellas que ni siquiera existían; algunas hasta formaban trigales dorados. Además, O’Dwyer era conocido por su retorcido sentido del humor.
—No bromeo, Jim. Mira esto —dijo mientras arrojaba una fotografía ante mis narices—. Directamente desde la Intergalaxia 24.
La miré rápidamente y tuve una reacción tardía. Luego, le miré fijamente. ¿Qué diablos estaba diciendo? En el medio de la foto había un punto brillante de color púrpura y no estoy diciendo azul oscuro, sino púrpura, como una uva.
—Has trucado la foto —le acusé sabiendo perfectamente que no lo había hecho. Ni siquiera O’Dwyer está tan loco como para manipular las pruebas espaciales.
—Jamás —dijo sonriendo.
—Quizá la película estaba mal.
—Tampoco es eso —dijo mientras su sonrisa se convertía en un gesto irónico—. Acabo de corroborarlo. Además, aparece en dos fotografías, lo que para mí es prueba suficiente como para trazar un paralaje y la magnitud absoluta.
—¿Cómo es de grande? —pregunté.
—Es un gas gigantesco —dijo riéndose de sus propias palabras, como si fueran la culminación ingeniosa de una broma oscura.
Miré nuevamente la fotografía, mientras él seguía hablando.
—Lo que tenemos aquí es una estrella con el tamaño y el rendimiento de un gigante de fuego. El noventa por ciento de su luz es de rayos ultravioleta —prosiguió; luego, volvió a reír—. Ésta hará que los astrofísicos se tiren por las ventanas.
No era la primera vez que me quedaba sin habla ante la presencia de O’Dwyer.
Supongo que nos sirve perfectamente para tratar de hacer un mapa de la galaxia. Existen algunas cosas que el hombre nunca debería saber, doctor Frankenstein.
Sin embargo, en aquel momento parecía una buena idea.
La propulsión hiperlumínica es buena y barata, pero dejar un planeta es terriblemente caro. Cuesta aproximadamente medio millón lanzar a un hombre y mantenerlo fuera de la Tierra; pero una vez allí, se puede visitar el otro lado de la galaxia por bastante menos. Si sólo existiese alguien que pudiese inventar una razón para una visita tal. Todas las actividades rentables están cerca de nuestro hogar: tecnología de manufacturación al vacío o de gravedad nula, industria minera en asteroides, energía solar; todas estas son empresas que proporcionan grandes beneficios a la inversión inicial. Pero no es éste el caso del turismo galáctico, y el comercio interestelar necesita que haya clientes en uno y otro extremo.
Además, resulta muy caro vivir fuera.
Si pudiésemos encontrar vida, o aunque sólo fuera algún planeta habitable, todo sería diferente. Pero la vida parece ser algo raro y los planetas habitables son tan raros como la vida. Bueno, en realidad, una cosa es consecuencia de la otra; ya que las atmósferas de oxígeno y nitrógeno son un producto de la vida. En los pocos grupos planetarios que hemos observado de cerca, hemos encontrado algunos planetas similares a Venus pero ningún gemelo de la Tierra. Hay quienes tienen la teoría de que la Luna tiene algo que ver; y ni pensar en los microorganismos endolíticos que hemos encontrado en Marte, eso está demasiado cerca y yo no soy biólogo. Tampoco sé teorizar, yo sólo sé clasificar gráficos estelares —los estudiantes y los que no han podido doctorarse resultan aún un poco más baratos que nuestras colegas las máquinas.
La única razón que se me ocurre por la cual pude haberme unido a la Búsqueda Púrpura (el nombre que O’Dwyer le puso) es que nuestro departamento fue el que descubrió esa maldita cosa. Por lo tanto, nos corresponde el honor de buscarla, ponerle nombre o lo que se nos ocurra. Y el privilegio de estudiarla le corresponde a los «poderosos» del plantel (Fredrickson y DeRusso).
Cuando volvamos, la Intergalaxia 31 nos habrá legado un montón de fotografías para que analicemos y cataloguemos. Una mujer trabaja entre hijo e hijo, pero el trabajo de un ayudante de investigador no acaba nunca.
En realidad, sólo hay cuatro naves exploradoras, pero en cada misión de investigación la cantidad aumenta. Luego, el equipo de catalogadores inspecciona los datos, los codifica y realiza la clasificación. Dentro de un siglo comenzaremos con todo otra vez y veremos si ha cambiado mucho.
La ciencia occidental es tan maravillosa...
De cualquier forma, sigo maldiciendo a O’Dwyer.
La nave salió de la propulsión hiperlumínica más o menos como estaba programado. Esto era aparentemente así, ya que la corriente de iones se encendió y los instrumentos comenzaron a deslizarse por el suelo apenas alguien los dejaba caer.
Estábamos aproximadamente en el punto 25 U.A., y aunque cuatro mil millones de kilómetros parecen muchísimo, al considerar que el gas gigantesco tiene doscientos millones de kilómetros de radio, la distancia se encoge notablemente. Nos acercaríamos a unos veinte millones de kilómetros de su superficie.
La termodinámica de la situación era bastante extraña. Si la estrella fuese una aproximación de un cuerpo negro, como la mayoría (bueno, en realidad todas menos ésta), podríamos alojar campos reflexivos entre nosotros y la estrella, y concentrar la irradiación de cualquier exceso de calor que hubiésemos recogido en el espacio. Mantuvimos los escudos, pero durante la preparación de la misión, alguien había hecho la gracia de cubrirlos con un polímero especial. La cobertura era transparente para la luz y los rayos ultravioleta, pero irradiaba los infrarrojos como un condenado. Como la superficie de un gas gigantesco es casi un vacío, nos era teóricamente imposible dirigirnos hacia nuestro amigo púrpura quitándonos de encima todos los rayos ultravioleta y la luz que hubiéramos recogido irradiándolos como infrarrojos. Por supuesto que no lo íbamos a intentar. Por lo menos uno de los miembros del equipo aún no quería admitir la existencia de la estrella. Así que teniendo o no las posibilidades teóricas a nuestro favor, pensábamos actuar con mucha prudencia.
DeRusso se movió hacia el intercomunicador (uno no «anda» o se «dirige» hacia algún sitio cuando sólo pesa menos de un kilo) y lo cogió de un manotazo.
—Capitán.
—Sí, doctor —se oía una especie de suave interferencia en la línea.
—¿Cuánto nos falta para cesar la aceleración? La mayoría de nuestros instrumentos reciben ruidos e interferencias de los campos de transmisión.
—Unas doce horas, doctor. Tenemos un vector de velocidad inicial favorable.
—Muy bien, supongo que podremos mantenernos ocupados hasta entonces. —Golpeando con fuerza nuevamente el intercomunicador, dijo—: Bien, vamos a echar un vistazo a esa maldita cosa.
Cuando llegamos a la cabina de observación, Curtis ya estaba allí, preparando su querido espectroscopio. Sólo había sitio para cinco personas dentro de la pequeña cabina esférica, y O’Dwyer fue uno de los que quedó fuera. Confieso que menciono este hecho con un regocijo perverso.
Una nave espacial con corriente de iones tiene un aspecto similar al de una rosquilla tirada con hilos por la nada. El cuerpo principal de la nave es un toroide, siendo ésta una de las formas posibles para la propulsión hiperlumínica. No sé por qué, pero nunca comprendí una palabra de la relatividad general. Después de la transición, la fuerza remolcadora de los iones se descuelga y arrastra el cuerpo principal de la nave con tres filamentos de boro. La corriente de iones se dirige a través del agujero central de la rosquilla con un campo magnético ínfimo para incrementar el efecto de contracción y evitar que la corriente se extienda. La cabina de observación estaba debajo de la rosquilla y, por lo tanto, no podíamos ver la fuerza remolcadora, sólo la débil corriente azul de su descarga, si «descarga» es la palabra adecuada.
Más tarde, cuando la pantalla solar ya estuviese encima, se bajaría la cabina de observación; se movería con un elevador hasta quedar fuera de su sombra y poder realizar así las observaciones. Sin embargo, la pantalla aún no estaba arriba y teníamos una clara visión de la estrella, con un tamaño aparente cientos de veces más grande que el de la Luna. Tenía el brillo suficiente como para que todos tuviésemos que entornar los ojos al mirarla, a pesar del cristal oscuro que cubría la cabina de observación. Pero al compararlo con nuestro sol, la verdad es que no era tan brillante. Y el cristal acentuaba el misterio de su color.
—¡Jesús! —exclamó Kinnerson—. Parece un enorme tubo de vapor de mercurio.
—Eso es lo que es —dijo Curtís. Todos nos volvimos hacia él mirándolo con sorpresa.
—¿Te importaría explicar lo que acabas de decir? —preguntó DeRusso.
Curtís sonrió irónicamente.
—Me limitaré a leerlo, no lo explicaré. Un análisis espectral completo llevará un tiempo, claro; pero las líneas de mercurio de este gráfico cantan muchísimo. También hay muchísimo potasio y, naturalmente, también tiene hidrógeno. Diría que también tiene bastante helio, más de lo que suponíamos. Pero, Jeez, me atrevería a afirmar que dos tercios de esta cosa son de mercurio y potasio.
Después de esto, la conversación se tornó muy profana dentro de la cabina.
El siguiente mes fue muy agitado, cada día aparecía algún nuevo misterio; o quizá sólo parecía que fuese así. Las extrañas descargas que por primera vez sentimos en el intercomunicador después de la transición, incrementaron su volumen hasta tal punto que se convirtieron en una verdadera molestia. Parecía como que cada circuito de audio de la nave estuviese interferido. Tampoco era una interferencia regular, sino más bien un sonido chillón: una mezcla del canto de un grillo y el de una manada de gallos.
Fredrickson resumió todo lo demás en nuestro último seminario, después de que hubiésemos acabado nuestro comentario y antes de la transición que nos llevaría a casa a través de cielos más sensibles.
—He visto las evidencias de varios fenómenos extraños desde que el Programa Intergaláctico comenzó —dijo Fredrickson—. Pero AJK 3107 − 65826 difiere incluso de las cosas más extravagantes.
Hizo una pausa, quizá para añadir un tono más dramático a sus palabras.
—En primer lugar, la estrella no tiene ni remotamente una composición estándar o al menos comprensible, con una fotosfera del 25% de mercurio, 20% de potasio, 30% de hidrógeno y 15% de helio. Lo demás es casi todo neón y restos de otros elementos. En segundo lugar, tenemos la masa estelar, que es bastante pequeña, mucho más que la de nuestro sol. En resumen, si esta estrella tuviese una composición normal, aún existiría la duda de si es o no una estrella, ya que su masa está en la línea límite de fusión.
»Sin embargo, AJK (por favor, transcriba usted mismo el resto, ¿vale?) tiene una energía radiante y es bastante importante. Parece increíble, pero su energía proviene nada más que de cuatro trozos de antimateria, de masas iguales, distribuidos en un tetraedro y separados por una delgada presión luminosa. De acuerdo con los cálculos realizados por el señor O’Dwyer, algunas fusiones se llevan a cabo en el núcleo estelar, inducidas por el calor generado por la antimateria; e incluso podría haber alguna fisión, depende del comportamiento del núcleo de mercurio bajo condiciones que aún desconocemos. De cualquier forma, la fisión y la fusión no contribuyen en más que un 30% a la energía de la estrella, y quizá menos; dependiendo principalmente del facto representado por la pérdida de neutrino. La energía radiante de AJK se debe, por lo tanto, a las radiaciones gamma de la aniquilación materia-anti-materia, que luego se atenúa gracias a los estratos estelares externos. Debido a que los estratos atenuantes son muchos más (comparados con el gigante rojo, claro), la energía primaria está en los ultravioleta, con una fuerte cobertura de azul y violeta, producida por él mercurio y el potasio ionizados de la fotosfera.
»Otros factores incluyen un fuerte campo magnético de origen desconocido, y un viento solar extinguido. Este último está probablemente provocado por la gran masa de mercurio y potasio del núcleo.
»En lo que se refiere a una posible evolución estelar, no sabemos absolutamente nada. No hay forma de que la materia y la antimateria pudieran unirse en la misma zona; aunque suponiendo que la antimateria se hubiese formado por separado y luego, de alguna forma, hubiese cogido la materia de la atmósfera, ¿cómo pudieron formarse esos cuatro cuerpos por separado?
»En lo que se refiere a la composición de la estrella, aún no estoy seguro de comprenderla, ¿por qué mercurio?, ¿por qué potasio?, ¿por qué no otros elementos pesados?
»Quién sabe; yo desde luego no lo sé. Estoy pensando seriamente en hacerme plomero.
Todos nos reímos por el chiste. Observé a O’Dwyer, parecía perdido en sus propios pensamientos.
Un poco más tarde (19.00 horas, hora solar del Pacífico, en la Tierra), estaba en mi habitación, pensando. Tendría muchísimo trabajo esperándome cuando regresara. Habría miles de nuevos gráficos para catalogar; y había un par de exámenes que antes había dejado para más tarde. Mi consejero me estaba persiguiendo para seleccionar un tópico de disertación, y ahora que yo había estado en este viaje, seguramente sería implacable. Habíamos reunido una montaña de datos, la mayoría de ellos eran originales y, por lo tanto, inéditos. Se me ocurrían cientos de tópicos de disertación en un momento; todos ellos parecían corrompidos, poco interesantes y teñidos de un gran fastidio.
Quizá «empollar» era la mejor palabra para denominar lo que yo estaba haciendo; pero se supone que el universo no es tan perverso, maldición.
Alguien llamó a la puerta; era O’Dwyer.
—¿Tienes unos minutos, Jim? Necesito alardear un poco ante alguien sobre algunas ideas que se me han ocurrido.
—Todo mi tiempo y mi espacio están a tu disposición —dije señalando la habitación con los brazos abiertos.
O’Dwyer sonrió.
—Me alegro de que no estés con un humor de perros. Nada como un viaje de unos cuantos cientos de años de luz para ablandarlo a uno, ¿no?
—En realidad, a mí me ocurre todo lo contrario. He estado pensando en mandar todo al cuerno.
Entornó un poco los ojos al oír lo que yo decía, pero no dijo ni una palabra. Quizá había logrado sorprenderlo, al menos por una vez.
—Bueno, ¿qué es lo que ronda por tu cabeza? —pregunté, en parte para romper el incómodo silencio.
—Oh, claro. Pues bien, tengo una teoría acerca de la bola púrpura y necesito que alguien me diga si tiene algún sentido.
—Vale —dije—. Estoy preparado. ¿Cuál es esa teoría?
—La bola púrpura es artificial —dijo—. Alguien la construyó.
—Pues vaya idea —dije con una carcajada—. ¿Es ésa toda la broma o hay más?
—Estoy hablando en serio, Jim. No hay ninguna otra explicación que tenga sentido. He estado pensando en esos cuatro cuerpos de antimateria y la pregunta que todo el tiempo me golpeaba la mente es: ¿cómo se formaron? Pero luego pensé que quizá no sea cómo la pregunta indicada, sino por qué. Así que volví a revisar los cálculos y en ellos basé mi teoría. Aproximadamente un 30% de la fuerza de la estrella proviene de la fusión, mientras que el resto procede de la conversión materia-antimateria. La mayor parte de la fusión tiene lugar en el volumen existente entre los cuatro cuerpos, donde la temperatura y la presión luminosa son mayores. Como la antimateria se agota —claro que en muchísimo tiempo, millones de años—, en realidad, ¡el núcleo se calienta!; pero también disminuye su tamaño, ya que los cuerpos del núcleo se van acercando unos a otros cada vez más. El resultado final es una energía virtualmente constante emanada por el núcleo solar. Por lo tanto, los estratos externos —la fotosfera de la bola púrpura —se mantienen en homeostasia. La bola púrpura seguirá siendo un gigante de color púrpura durante muchos más eones que si su núcleo fuese de antimateria sólida. Es perfecto, no podría hacerse mejor y por eso creo firmemente que alguien lo hizo.
—¿Pero quién haría una cosa así? —pregunté—. ¿Y por qué?
—Diablos, ¿cómo voy a saber quién? Ha estado así durante millones de años y probablemente los que la hicieron ya se hayan extinguido, o al menos mudado hacia otro sitio mejor. Y en lo que se refiere al porqué... Bueno, lo he pensado mucho. Primero creía que podía tratarse de una señal de tráfico aéreo; pero no tiene sentido, ya que está demasiado alejada y tapada por nubes de gas. ¿Por qué iban a hacerla tan evidentemente imposible? Creo que el sonido chillón que oímos en los intercomunicadores tiene que estar relacionado con la estrella. Si la bola púrpura fuese un artefacto religioso, los chillidos podrían ser himnos o rezos. Si realmente fuesen eso, pues eso sería la bola. Se puede explicar cualquier cosa con la religión, y a su vez eso no explica nada. Los que la construyeron seguirán siendo completamente desconocidos para nosotros, y la bola púrpura será la versión estelar de una esfinge. Pero existe otra posibilidad que me convence más que la religiosa.
—¿De verdad? —pregunté estimulándolo a seguir. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Creo que lo hicieron como una broma —dijo; y señalando el intercomunicador, añadió—: Son carcajadas. —Mientras pronunciaba estas últimas palabras, atravesó la puerta dirigiéndose hacia el vestíbulo.
Cuando regresamos a la Tierra, lo primero que hice fue abandonar la escuela. Después, intenté emborracharme, pero nunca fui muy bueno para eso. Además, me di cuenta de que ni siquiera estando borracho dejaba de oír los ruidos cada vez que salía de noche. Sonidos chillones, una mezcla de coro de grillos y gallos. Así que ahora estoy mucho en casa, mirando la televisión con el volumen muy alto.
O’Dwyer publicó su trabajo, aunque no incluyó muchas de sus especulaciones sobre el motivo de la construcción de la bola púrpura. Pero cuando la segunda expedición encontró el artefacto, O’Dwyer se hizo famoso. Lo que encontraron era sólo una pequeña bola de cerámica que absorbía luz (luz color púrpura) y modulaba un campo magnético. Pero hay millones y, colectivamente, chillan.
El descubrimiento fue un estallido sensacionalista, un alboroto de nueve días. O’Dwyer recorrió todos los seminarios y exposiciones, hablando sobre sus especulaciones acerca de los motivos y de la antigua civilización de extraterrestres. Luego, cesó la excitación; los suplementos de los domingos necesitaban algo más se-xi que unos extraterrestres desconocidos y extinguidos que construyeron una estrella con vaya a saber qué finalidad. El primer contacto del hombre con una raza extraterrestre se convirtió en otro grano de arena llevado por la corriente. ¿A quién le importa? Mucha gente aún piensa que la Tierra es el centro del universo; y otros aún creen que el primer aterrizaje en la Luna fue un truco.
Tengo siempre el mismo sueño, lleno de luz; tan luminoso que me hiere la vista. Seres luminosos consumiendo refrescos luminosos en un bar luminoso. Ha sido más o menos un eón luminoso de charlas de astronomía luminosa y pruebas luminosas. Una de las masas de luz se queja. El sonido de su voz suena un poco como Mickey Rooney haciendo el papel de Andy Hardy.
—Gigantes rojos, gigantes azules, enanas blancas, espectros continuos rodeados de unas pocas líneas insignificantes de emisión, todas iguales. Qué aburrido. La naturaleza no tiene imaginación en lo que se refiere a estrellas. ¿Por qué no existe ninguna verde, de color púrpura o con topos azules y anaranjados?
Todos los ángeles están de acuerdo en que es una vergüenza.
—¡Eh! —dice una de las niñas (sé que es una niña porque su voz suena igual a la de Judy Garland cuando era joven)—. ¿Por qué no hacemos una nosotros mismos? Mi tío tiene un montón de antimateria. Si se lo pido, podría darnos un poco.
—Mi padre tiene un poco de mercurio que no usa —añade uno de los otros.
—¡Yo aprendí a hacer potasio en la clase de química! —dice otro excitadísimo ante la idea.
—Conozco el sitio apropiado —dice el primero—. Se trata de una zona oscura del espacio que nunca ha servido para nada.
—Pues bien, ¡no os quedéis ahí chillando! —agregó la joven Judy (que ahora me doy cuenta de que es una bola de fuego)—. ¡Vamos a hacerla ahora mismo!
Y salen volando, esparciéndose en todas direcciones.
Cuando me despierto, siempre me lleva unos minutos acostumbrarme a la oscuridad.
Hace unos días, vi a O’Dwyer, sólo durante unos minutos. Iba dentro de un coche que salía del aparcamiento de un restaurante en el mismo instante en que yo entraba. Cuando me vio, me saludó agitando enérgicamente un brazo.
—¡Han encontrado una verde! —gritó, y luego se marchó.
Su voz se parecía mucho a la de Andy Hardy.
Título original: Shaggy purple
Traducción de Magdalena Martínez