Territorio de televisión

Charlotte Edwards

No les estoy pidiendo que lo crean. En cierta forma, ni siquiera deseo que lo hagan. No tienen idea de lo afortunados que son si no pueden creerlo.

Harry y yo tenemos que creerlo. Tenemos que vivir con ello. Intentamos hacerlo. Ahora Harry viaja solo, iniciando el amplio recorrido por su territorio, especialmente el viaje de ida y vuelta a Phoenix y Tucson. De ese modo regresa a casa antes. Y, además, es más seguro.

Y, de cualquier forma, ya no me siento muy bien cuando Harry está fuera. No me he sentido bien durante bastante tiempo. Me pongo nerviosa y tengo sueños extraños.

Desde aquel viaje de regreso desde Tucson.

Abandonamos Tucson a las dos, después de que Harry visitara a su último cliente. Estábamos los dos tranquilos, cargando nuestras cosas en la camioneta de la compañía. Nos detuvimos un momento en la puerta de la fría e impersonal habitación, que nosotros habíamos personalizado, y el brazo de Harry se ciñó con fuerza a mi cintura.

Ese momento ha quedado grabado claramente en mi memoria. Era el último instante de algo, tal vez de un sueño absolutamente pacífico, o de formular preguntas que siempre tenían respuestas lógicas, o de confiar en la capacidad de la mente humana.

Mientras nos alejábamos de aquel lugar podía escuchar a la gente que chapoteaba en la piscina. Parecía extraño que todo siguiera igual una vez que hubiésemos regresado a casa.

El amplio morro del coche giró en dirección al noroeste. El brazo de Harry descansaba sobre el respaldo del asiento y sus dedos rozaban levemente mi hombro.

—Regresaremos por otra ruta —dijo—. Me han dicho que han abierto un nuevo tramo de autopista. Solía ser accidentada y muy solitaria pero la cogeremos porque es un poco más corta.

El camino se proyectaba largo y estrecho, ligeramente irregular debido a la circulación de camiones pesados, y nos encontrábamos de regreso a California.

Si alguna vez han extendido un mapa de los Estados Unidos, saben cómo es. La mitad oriental es verde pálido y amarilla, oscurecida por la presencia de cientos de nombres de pueblos y ciudades. Aproximadamente en Texas por el sur y las dos Dakotas por el norte, el color cambia, vira al naranja marcado ampliamente con el púrpura de las montañas y no hay suficientes pueblos para empañar las zonas claras. De alguna manera eso hace que uno sienta la presencia del territorio seco y caliente.

Nos habíamos alejado menos de quince kilómetros de Tucson cuando sentí que el mapa cobraba vida debajo nuestro, frente a nosotros, a cada lado de la autopista. Vacío y enorme, el desierto se extendía pródigamente hacia las colinas rocosas que no eran verdaderas montañas, que tenían cimas dentadas, y que parecían estar a cinco kilómetros de distancia cuando en realidad lo estaban a cuarenta o cincuenta. El aire claro y puro destilaba el cielo con sus nubes sedosas y deshilachadas.

Los kilómetros transcurrían suavemente bajo los excelentes neumáticos del coche de Harry. El acondicionador de aire nos envolvía con su zumbido. Las ventanillas, herméticamente cerradas, hacían que el compartimento estuviese tan lejos de la tierra como si viajásemos en un tren. Sin embargo, de alguna manera, yo formaba parte de ella.

Harry no hablaba mucho, y yo tampoco. Desde el principio, este viaje había resultado algo maravilloso para ambos. Harry viaja la mayor parte del tiempo. No tenemos ocasión de estar juntos mucho tiempo, ni siquiera una parte de lo que nos gustaría estar.

Harry y yo teníamos una buena relación amorosa, y así había sido desde el comienzo. Nos gustábamos. Cada momento compartido es algo precioso. Pero con tres hijas adolescentes, y con él viajando casi todo el tiempo, esos momentos eran muy fugaces.

De modo que Harry me dijo:

—Myra, por qué no vienes conmigo en este viaje. Las chicas pueden cuidarse perfectamente. —Se acercó a mí y me besó en la frente.

Ustedes pensarán que una mujer se acostumbra con el tiempo a esas pequeñas demostraciones de afecto y no siente un cosquilleo en la nuca y una aceleración de los latidos del corazón.

Le miré a los ojos y vi que me estaban rogando. El quería pasar unos pocos días, solo, tranquilo, y que yo le acompañase para charlar, para nadar juntos, para tomar una copa lentamente antes de cenar, vistiéndonos con nuestras mejores ropas para asistir a lugares elegantes.

Hablar sobre fidelidades repartidas. Una mujer es como un pastel de manzanas. Si alguien no supervisa los cortes, en la cocina sólo quedarán las migajas para el último en llegar. Personalmente, yo oculto los pasteles y corto para Harry el trozo más grande. En todo lo demás, sin embargo, él parece obtener sólo los pedacitos.

Cuando comencé a menear la cabeza, él apartó su mano y regresó a su sillón. No me gustó el aspecto de sus hombros. No me gustó nada.

Y así fue cómo decidí acompañar a Harry en el viaje. Requirió algunos esfuerzos y acudir a la señora Mackintosh para que supervisara la casa en nuestra ausencia, pero nos marchamos, yo con un camisón blanco de seda y un salto de cama haciendo juego que las chicas me habían regalado para el Día de la Madre. Es un conjunto ridículamente joven, pero yo sabía que algún día me sentiría lo bastante alegre para usarlo.

Y lo hice, en Phoenix y en Tucson.

Cuando la segunda luna de miel hubo concluido, ya no podía recordar la primera. Pero la mano de Harry sobre mi brazo hacía innecesarias las palabras.

Nos detuvimos en un pequeño pueblo llamado Casa Grande, donde Harry siempre visitaba un viejo café para comer pastel de crema de cacahuetes. Nunca volveré a probar un pastel semejante, a menos que entremos al mismo restaurante en el mismo pueblo.

Pero, por supuesto, nada podría obligarme a hacer algo así. Nada, o nadie o jamás.

Hacía tanto calor que los dos estábamos húmedos cuando regresamos al coche.

—Éste es el tramo más largo hasta Yuma —dijo Harry. El pastel y el café parecían haberle dado nuevos ánimos—. Sólo hay un pequeño pueblo llamado Gila Bend y luego todo es desierto vacío.

Eché un vistazo en torno a mí. Comenzaba a ser precisamente eso.

—¿Cómo han podido soportarlo? ¿Cómo han hecho para llegar hasta este lugar?

—Es una buena pregunta —dijo Harry.

Volví la mirada, hipnotizada, hacia la ventanilla. El paisaje me pareció familiar, en fragmentos. Entonces comprendí la razón.

—Esto es territorio de televisión —grité.

—Territorio indio —me corrigió Harry—. Arizona aún conserva mayor cantidad de indios que todos los demás estados juntos.

Hice un gesto en dirección a los matorrales que salpicaban el terreno arenoso.

—Mezquite [7] —dijo.

—Dios mío —respondí. Fue la última frase que dije por mucho tiempo.

Había comenzado a sucederme algo muy extraño. Comenzaba a sentir la historia debajo de mis pies. Sentía la historia y la soledad, pánico y terror, coraje y pena, saliendo a ambos lados de la carretera. Alcé la vista hacia el sol que desafiaba a las escasas nubes. Pensé en la rapidez con que mis brazos y piernas se habían vuelto rojos, luego marrones, en apenas cinco días. Pensé en cinco días en el desierto en lugar de nuestras diez horas de aire acondicionado. Observé los pequeños grupos de altos cactus, con sus formas extrañas, como un largo dedo índice rodeado por un puño cerrado. Observé también las estériles montañas que asomaban en la distancia y conté sus infinitas capas de roca y pizarra mientras el camino atravesaba las colinas más próximas. Sentí un escalofrío y me asaltó un leve mareo.

—Puedo apagarlo si sientes mucho frío —dijo Harry señalando el botón del aire acondicionado.

Sacudí la cabeza. De pronto, la estrecha carretera se dividió, ampliándose, y se convirtió en autopista. El coche zumbaba perfectamente y Harry dijo:

—Ah, esto está mucho mejor.

Atravesamos velozmente el pequeño pueblo de Gila Bend Las casas, las tiendas, todo excepto la gasolinera, eran grises y desteñidas, secas como huesos.

Luego estuvimos otra vez solos, Harry y Myra, solos como no lo habíamos estado incluso en el motel. Solos en una suerte de inmortalidad pretérita, como si nos encontrásemos nuevamente en la época de nuestros antepasados, que habían hecho este camino para construir un lugar para nosotros en California. Lamenté no haberle preguntado a mi abuela muchas más cosas acerca de sus padres. O que alguien no lo hubiese escrito en la Biblia de la familia.

—Lo que debes tener en cuenta —dijo Harry alegremente después de un largo silencio— es que esos carteles que dicen “Bordes blandos, Arena” no deben tomarse a broma. Verás, si te sales de la carretera pueden suceder dos cosas. Los neumáticos cogen la arena y el coche comienza a dar tumbos hasta caer entre los mezquites...

—Harry, por favor —protesté.

—Bien —se defendió— pero es así. O si no, pierdes el control del coche y atraviesas la autopista para ir a estrellarte contra un coche que viene en dirección contraria.

No obstante, pude comprobar que no eran muchos los coches que circulaban en dirección contraria. Harry estaba en lo cierto. Éste era un camino solitario para regresar a casa.

—En lo sucesivo no creo que pueda conciliar el sueño cuando estés fuera de casa —dije con voz queda.

Como dicen en los libros antiguos, era muy poco lo que yo sabía.

Harry se echó a reír.

—Advertir es prevenir, querida —me consoló—. Haré una cosa, me mantendré en el carril rápido. Hay una sola clase de hombros blandos[8] a los que no temo.— Me los palmeó con delicadeza.

—Sería terrible quedarse atascado en la arena —dije de malhumor.

Habíamos permanecido en el motel hasta el último minuto del quinto día y ahora comenzaba a oscurecer. Las sombras caían lentamente, teñidas de color púrpura, como si fuese una neblina que comenzaba a aparecer en la cima de las colinas más lejanas y bajaba cuidadosamente, centímetro a centímetro, hacia la tierra.

Mis ojos se posaron en el cielo por un instante y luego volvieron al camino.

—Harry —grité— ¡cuidado!

El brazo de Harry desapareció del respaldo del asiento y sus dos manos comenzaron a luchar con el volante mientras su pie y tobillo derechos apretaban el freno. El chirrido de los neumáticos pareció llenar el mundo.

La camioneta se desplazó del carril realizando un semicírculo y los neumáticos se hundieron en la arena del borde blando de la carretera.

Aguardé en absoluta calma que la camioneta comenzara a dar tumbos en dirección a los mezquites. Pero no fue así. Harry se las había arreglado para frenar la camioneta.

Su ira era aún más estridente que el zumbido del aire acondicionado.

—¿Por qué demonios gritaste de ese modo? —me preguntó, gritando a su vez.

—Por poco le atropellas —dije—. El viejo que había en medio de la carretera. Te dirigías directamente hacia él.

—¿Qué viejo? Yo no he visto a ningún viejo. —Harry abrió la puerta de su lado y salió. Echó un vistazo hacia atrás—. No veo a ningún viejo —insistió.

Dio la vuelta en torno a la camioneta. La rueda trasera derecha estaba profundamente enterrada en la arena. Lo supe antes que él me llamase para decírmelo, puesto que el coche estaba desequilibrado.

Salí de la camioneta, miré rápidamente hacia ambos lados y eché a correr por la desierta autopista en dirección al viejo. Allí estaba, a menos de un metro del lugar donde yo le había visto la primera vez. Parecía confundido y preocupado, y no era para menos después de lo sucedido.

—Gracias a Dios que pudimos esquivarle —le grité, corriendo hacia él, tratando de ver si había resultado herido.

El viejo giró para mirarme. Me detuve de golpe, consciente del terrible calor del atardecer que parecía haberse metido dentro de mi corazón, hirviendo y burbujeando como si fuese una tetera.

Era el territorio de la televisión sin duda, pensé alocadamente, y este anciano había salido de la pequeña pantalla de la sala de estar. Una gruesa capa de polvo le cubría de pies a cabeza. Debajo de ella alcancé a descubrir un viejo sombrero achatado, jirones de ropa que alguna vez había sido de color marrón, un saco a la espalda en el que llevaba un pesado pico y una pala. Le miré más detenidamente, ignorando a mi corazón, dispuesta a llamar a Harry y me concentré en su rostro.

¿He dicho que las casas de Gila Bend eran grises y secas como huesos? No sabía lo que decía. Este vetusto rostro era gris y estaba seco como un hueso, con una barba blanca y rala y demasiado cansada para que el viento la agitara. Enterrados en algún lugar debajo de la sombra del sombrero, debajo de las cejas agudas y sucias, estaban los ojos seniles que yo sólo podía intuir, y el cansancio que se desprendía de ellos en oleadas.

—Debe sentirse usted conmocionado —me encontré diciéndole—. Venga conmigo. Dentro del auto está fresco. Y tenemos un poco de ginger ale. Descanse un rato mientras mi esposo saca el coche de la arena y luego podemos llevarle donde usted quiera.

—¿Van ustedes a México?

Su voz sonó débilmente en el silencio del desierto, lejana y cansada como sus ojos.

—No —le respondí.

Recordé que Harry me había dicho que a nuestra izquierda, hacia el sur, la frontera no estaba demasiado lejos, y que recto hacia adelante había un desvío, más allá de Yuma, en Calexico donde la frontera se podía atravesar prácticamente a pie.

Harry me llamó, su voz sonó con estridencia en el súbito silencio, aguda en contraste con el murmullo del viejo.

—Eh, Myra, ¡dame una mano! ¡Myra!

Estaba inclinado sobre el guardabarros trasero y empujaba contra la pesada y resistente arena. Yo sabía, de alguna manera, que Harry no me había visto abandonar el coche, que él pensaba que aún estaba allí, confortablemente instalada en la cabina con aire acondicionado y esperando.

Extendí una mano en dirección al viejo.

—Vamos —le dije suavemente, del mismo modo que empleaba para manejar a mi hija, la tímida—. Venga y relájese. Puede tomar un trago si lo desea.

El viejo se movió con torpeza, como si todos los jugos se hubiesen evaporado de sus articulaciones, y con enorme lentitud. Adapté mi marcha a la de él, ligeramente más adelantada, con mis ojos fijos en el camino para evitar que la tragedia se abalanzara rugiendo hacia nosotros, como había estado a punto de suceder hacía pocos minutos.

Ya estábamos junto al coche cuando Harry alzó la vista.

—No es suficiente —dijo con furia— que tú enloquezcas de pronto y nos metas en este agujero sin... —Miró por encima de mí. Su boca y mejillas y cejas se relajaron en un solo movimiento—. Por el amor de Dios —murmuró.

—Él estaba allí, Harry —dije con absoluta razón—. El sol debió cegarte o tal vez estabas mirando hacia otra parte... porque él estaba allí, Harry, justo en mitad de la carretera...

Mis propias palabras me produjeron un escalofrío.

—Puede utilizar mi pala —la voz vieja y seca recorrió su enorme distancia—, si quiere. Pero no mi pico. Tengo que usar el pico cuando encuentre mi pozo de agua.

Con un crujido de huesos se volvió hacia el morral que llevaba a la espalda. Colocó sus dos manos venosas alrededor de la manija. La piel de las muñecas estaba profundamente metida entre los huesos, y el sol la había quemado hasta darle un color rojo como la sangre. Cogió la pala, la alzó con gran esfuerzo y estuvo a punto de golpear a Harry.

—¡Eh! —gritó Harry. Su rostro recobró un poco de color.

El viejo no estaba mirando a Harry. Miraba el coche. Sacudió la cabeza, cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Aún está ahí —dijo en un susurro.

Abrí la puerta trasera.

—Suba —le dije—. Descanse un poco.

El viejo se retiró unos pasos. Sacudió la cabeza con violencia. —No, yo no. Si ya ha terminado con mi pala, tengo que encontrar mi pozo de agua. He estado buscando y buscando. Tiene que estar aquí. Tendría que estar aquí. No podré descansar en paz hasta que haya encontrado mi pozo de agua.

—Myra, sube al coche —dijo Harry abruptamente.

Le miré.

—Haz lo que te digo —me ordenó. Cualquier gesto autoritario no era nada comparado con su machismo—. Cierra la puerta y dale al seguro. Haz lo mismo con todas.

Me acerqué a Harry.

—Es sólo un viejo extenuado, Harry —le dije en voz baja—. Debe haber caminado muchos kilómetros. No hemos visto un pueblo desde hace horas. Es un... un explorador de tierras o algo así... —Parecía estar rogándole.

—Sube al coche —dijo Harry.

Comenzó a cavar rápidamente. Le obedecí. Como si fuese una de mis hijas, teniendo que cumplir una orden sin rechistar, obedecí a mi esposo. Pero una vez dentro del coche cogí una botella de ginger ale y el destapador, luego bajé la ventanilla y le alcancé al viejo la espumosa bebida.

—Myra —gritó Harry a modo de aviso. Movía la pala con precisión, hendiéndola profundamente, luchando para acabar de una vez.

El viejo vaciló, luego se volvió hacia mí, con esa peculiar forma de andar. Sostuve la botella lo más lejos de mí que pude, para que no alcanzara a tocarme.

El viejo cogió la botella. Se la llevó a los agrietados labios. La nuez de Adán subió y bajó un par de veces. Luego escupió el líquido hacia la carretera, alzó la botella y la arrojó hacia el flamante pavimento donde se hizo añicos.

Volví a meterme en el coche y cerré la ventanilla.

—Tengo que encontrar mi pozo de agua —dijo el viejo como si fuese una letanía—. No podré descansar en paz hasta que haya encontrado mi pozo de agua. Todos estos años, horneando, horneando, hornos de piedra, no hay agua como la de mi pozo, no podré descansar en paz.

Harry se acercó dando la vuelta en tomo al coche. Estaba empapado en sudor y la pala se balanceaba pesadamente en su mano.

—Aquí tiene, anciano —gritó. Sonaba otra vez como la televisión. Pero en la voz de Harry había algo falso y demasiado cordial, algo extraño y joven y atemorizado—. Gracias. Esos guijarros han tenido la culpa. —Hizo una pausa—. Por aquí no hay pozos de agua —añadió.

El viejo se tomó su tiempo para coger la pala y colocarla nuevamente en el morral.

—Usted sabe mucho —dijo el viejo respirando pesadamente.

Harry sacó un pañuelo, inmaculadamente blanco contra la penumbra, de su bolsillo trasero y se enjugó el rostro.

—¿De dónde es usted? —le preguntó al viejo.

Los dos lo vimos, yo sé que lo vimos. Los ojos del viejo se contrajeron y la mirada se volvió astuta.

—No soy de Yuma —dijo la voz con tono desafiante—. Nunca he estado en Yuma. Nunca. En toda mi vida.

—Nosotros vamos en esa dirección —dijo Harry. Yo sabía que era contra su voluntad y mejor juicio. Sabía que era por su buen corazón y por la culpa que sentía por no haber visto al viejo en la carretera—. Gracias por su pala, ya estamos listos para seguir nuestro camino. ¿Quiere que le llevemos?

Entonces ocurrió. El viejo pareció hacerse más alto y en sus ojos apareció una mirada salvaje. Sus delgadas manos se convirtieron en puños y las quemadas muñecas se volvieron lívidas. Su boca era un agujero gris.

—No, usted no lo hará —chilló, agudamente, como si fuese un animal—. Usted no me llevará de nuevo a ese lugar. Ni usted ni ningún hombre del ejército. Yuma. —La palabra salió como un escupitajo—. Debo encontrar mi pozo de agua. Mi propia agua pura de mi propio pozo de agua. Nadie va a encerrarme otra vez en esa mugre. Son cuevas. Hornos de piedra. Soñaba con mi pozo de agua. No podré descansar en paz hasta que... usted no me llevará otra vez a ese lugar. Nunca.

Se irguió, fuerte y extrañamente joven. El pico apareció en su mano con la velocidad de un arma.

—Ahora marchaos de aquí —gritó—. Marchaos, los dos, quienquiera que seáis y de donde quiera que hayáis venido. Dejad que encuentre mi pozo de agua o les cortaré en delgadas tiras de carne.

Harry estaba dentro del coche antes de que yo abriese la boca para gritar. El motor se puso en marcha inmediatamente, Dios bendiga a los coches modernos. La rueda trasera patinó dos o tres veces y luego se afirmó. Un minuto después nos encontrábamos sobre el pavimento.

No tan rápido, sin embargo, como para no escuchar el duro golpe del pico contra el guardabarros trasero izquierdo y el agudo chillido del viejo.

—No podré descansar en paz —gritaba—. No podré descansar en paz.

Alcancé a escucharle un par de veces, en algún lugar en medio de mis temblores, antes de que el sonido del motor y el bendito zumbido del aire acondicionado lo ahogasen en mis oídos. Las manos de Harry temblaban sobre el volante.

—Maldito viejo chiflado —murmuró—. Viejo loco. Caminando por la autopista en busca de agua.

Me eché a llorar. Estuve llorando durante un largo rato y Harry no dijo una sola palabra para que dejase de hacerlo. Si él hubiese sido una mujer, estoy segura de que habría hecho lo mismo, en lugar de limitarse a dar largas chupadas al cigarrillo y a insultar en medio de ellas.

Harry habló por primera vez cuando nos acercábamos a Y urna.

—A la entrada de la ciudad hay un cartel que he visto antes. —Su voz ahora era tranquila—. Señala el camino hacia la Prisión Territorial. Creo que será mejor que nos detengamos allí para hablarles a las autoridades acerca de ese chiflado.

—¿Crees que se trataba de un preso que se ha fugado? —pregunté.

Loco, sí. Trastornado por el sol, pensé. Pero, ¿un preso?

Harry asintió.

—Todo coincide.

Viajamos en silencio, siguiendo el cartel verde. Atravesamos calles que comenzaban a encender sus luces en la opaca penumbra del crepúsculo. Nos metimos por una calle de una sola salida y cruzamos una serie de huellas de carros. Trepamos a una empinada colina y giramos en una curva del camino.

La Prisión Territorial de Yuma se extendió ante nosotros en la cima de la colina.

Fue nuestra culpa, por supuesto, por no conocer más detalles de la historia de Arizona. De California, sí. Pero no de Arizona.

Prisión Territorial de Yuma... y ¡Museo! 1825.

Adobe, viejas piedras, muros derruidos. Ladrillos quemados por el sol. Desmoronándose. Allí estaban todas las películas del oeste que pasaban por la televisión, todos los sheriff que luchaban para llevar al reo a la Prisión Territorial antes de que una muchedumbre lo linchase.

Trágico. Horrible. La inhumanidad del hombre con el hombre. Las estrechas celdas cavadas en la roca de la colina. Enormes barrotes oxidados en cada una de ellas. Enormes y oxidadas anillas para engrillar a los presos.

—Cuevas —había gritado el viejo—. Mugre. Hornos —había chillado mientras alzaba al cielo aquellas muñecas rojas como la sangre.

Me sentía enferma. Muy enferma.

Toda la historia estaba en mí, súbita y completamente. El lugar en donde me encontraba, el viejo patio, la suciedad convertida en piedra por otros pies, el patio donde hacía cien años los hombres hacían sus limitados y patéticos ejercicios mientras anhelaban el verde territorio que se extendía fuera de esos muros. Porque era verde, incluso bajo la luz del ocaso, la tierra que había debajo era rica y verde, regada por la cinta plateada del río Colorado. La historia subía por mis piernas y las debilitaba y continuaba hacia mi estómago provocándome náuseas y cogía mi corazón dejándolo seco.

A Harry le sucedió lo mismo. Estábamos allí, los dos, Myra y Harry en su segunda luna de miel, y durante un largo rato ambos nos sentimos demasiado débiles para regresar al coche. Nos habíamos adentrado profundamente en el pasado para pensar en aquel viejo.

Sólo cuando nos encontramos nuevamente blando la colina, moviéndonos muy lentamente porque el volante parecía enorme y peligroso en las temblorosas manos de Harry, atravesando una vez más las huellas de los carros, sólo entonces volvimos a pensar en el viejo y nos miramos el uno al otro.

Tienes que haber estado casada durante mucho tiempo para compartir un pensamiento fuerte y profundo, una pregunta, una respuesta, y coincidir sin palabras, de la forma en que lo hicimos. Harry aceleró y nos alejamos de Yuma. El coche comenzó a recorrer en sentido inverso el camino que nos había traído desde aquel lugar en que había aparecido el viejo, súbitamente, en mitad de la carretera.

Oscureció de pronto, como si alguien hubiese apagado las luces de una habitación profusamente iluminada. Supongo que había estrellas, pero no las alcanzamos a ver. Tal vez había luna, pero no nos iluminaba. Todo lo que.veíamos, Harry y yo, esforzando la vista, era el camino, negro y amplio, bajo la naciente niebla de nuestros faros, desenrollándose como si fuese una película, rollo tras rollo, negro, brillante, lleno de kilómetros.

—Tenemos que averiguarlo — dijo Harry, en algún momento, en cualquier momento, hace mucho tiempo—. Tenemos que tratar de encontrarle.

—Sí —dije casi sin aliento—. Sí.

No recuerdo cuánto tiempo transcurrió. Años de noche y camino y motor que parecían todos ellos empujar el aire muerto. Finalmente aminoramos la velocidad, atraídos por la forma familiar de una colina, junto a la que el coche se había salido de la carretera yendo a parar a la arena.

Pero también nos detuvimos por otra razón.

En el lado opuesto de la autopista las balizas intermitentes brillaban en enloquecida sincronización. Cuando nos acercamos, muy lentamente, pudimos ver las barreras de color amarillo, levantadas precipitadamente y al azar. En un letrero iluminado por un proyector orientable podía leerse DESPACIO — DESVÍO.

Harry aparcó el coche a un costado de la carretera, con mucho cuidado para mantenerse fuera de la arena pero dejando el máximo espacio posible para que pudiesen pasar otros coches. Dejó las luces encendidas. Abrió la puerta y me hizo señas de que saliera. Me cogió de la mano. Atravesamos rápidamente el pavimento, cruzamos la estrecha línea central que separaba los dos carriles y nos detuvimos junto al letrero que indicaba el desvío mientras las luces seguían indicando su advertencia.

En el extremo opuesto había un coche-patrulla. El oficial gritó:

—¿Qué es lo que buscan?

Casi pude escuchar a Harry cuando tragó saliva.

—El viejo —gritó con voz pastosa—. ¿Le han atropellado? ¿Qué ha pasado aquí?

El policía entró en el círculo de luz.mientras su rostro se moteaba de rojo y blanco.

—No sé nada acerca de ningún viejo. Sin embargo, es algo increíble. Pueden echar un vistazo.

Las barreras constituían una valla compacta, enmarcando un gran agujero en mitad de la autopista. El agujero, sin embargo, no era un trabajo bien realizado. Los bordes eran dentados, como si lo hubiesen hecho con un odio feroz. Se abría en el nuevo e impecable pavimento como una gran rasgadura en los fondillos de un par de pantalones nuevos.

Y llenándolo, haciéndole rebosar, brillando tenuemente bajo las luces blancas y rojas, se veía un estanque de agua clara.

Nos volvimos sin importamos lo que el oficial pensara. Y echamos a correr, todavía cogidos de las manos, como dos niños totalmente aterrorizados en una noche demasiado grande y oscura para nosotros, y en una tierra demasiado extendida y salvaje. Corrimos hacia la seguridad de nuestro mundo moderno, sensato, aire acondicionado y motorizado.

Justo antes de llegar al coche, Harry se inclinó, cayó sobre una rodilla y volvió a incorporarse llevando un objeto en la mano.

Era un pico, viejo y oxidado y muy eficaz. Estaba húmedo en los bordes a causa del agua finalmente descubierta.

¿Después de cuántos años? ¿Oh, Dios, después de cuánto tiempo?

"No podré descansar hasta que haya encontrado mi pozo de agua. ”

El brazo de Harry se alzó con un gesto rabioso. Arrojó el pico con todas sus fuerzas hacia los invisibles matorrales de mezquites.

",No podré descansar hasta que haya encontrado mi pozo de agua”

Está bien, como he dicho antes, no tienen por qué creerme. Serán muy afortunados si no pueden creerlo.

Tal vez, en su momento, Harry y yo también podamos ser afortunados. Dicen que todas las experiencias se desvanecen, y que casi todas las cosas tienen una explicación lógica.

Pero nosotros tenemos que vivir con ello.

Y además, los mejores mecánicos del pueblo, o de la ciudad, no son capaces de arreglar la muesca estrecha y aguzada que hay en el centro del guardabarros trasero izquierdo de la camioneta de Harry.