Modelo de culpa
Keith Briscoe nunca había sido un hombre capaz de odiar. Carácter disciplinado, mente alerta, trabajo duro: esas eran las características que forjaban el éxito de un reportero de asuntos policiales. A los catorce años transcurridos desde su regreso ál extranjero, demasiado grande para sus viejos trajes y su viejo trabajo como mandadero de un periódico, Keith Briscoe se había convertido en uno de los mejores. El entusiasmo era una ayuda —en ocasiones algo parecido a la pasión, porque ése era el material que constituía el éxito— pero no el odio. El odio era un cáncer en la mente, un oscurecimiento en la mirada. El odio era un ácido que carcomía el alma. Keith Briscoe era consciente de todas estas cosas, pero también había comenzado a tomar conciencia de algo más. No importaba con cuanto empeño intentara relegar el pensamiento a las profundidades de su mente, él sabía que odiaba a su esposa. Y ese pensamiento era absolutamente claro y persistente.
Se trataba de un caso del Sargento Gonzales: robo y asesinato. Violet Hammerman, 38 años, vivía sola en un apartamento de North Curson. Trabajaba como secretaria en una pequeña empresa industrial de lunes a viernes, jugaba al bridge con sus amigas los sábados por la noche, servía en el Comité de su iglesia los domingos por la mañana y murió en su cama la noche del domingo (en la madrugada del lunes para ser exactos, ya que pasaban de las dos de la madrugada cuando se perpetró el crimen), víctima de un disparo que le atreveos el corazón, efectuado desde corta distancia. El sargento Gonzales era un hombre minucioso y cuando Keith Briscoe llegó al lugar de los hechos, habiendo respondido con reflejos de bombero al código de homicidio en su receptor de onda corta, todas estas cuestiones y algunas otras ya habían sido establecidas y Gonzales aguardaba a que el fotógrafo de la policía completara su trabajo para que el cuerpo pudiera ser trasladado al depósito.
No era una mujer bonita. Un cadáver pocas veces es atractivo.
—Puede verlo por usted mismo —dijo Gonzales—. Es un caso muy simple. No hubo lucha, ni intento de agresión... las ropas de cama ni siquiera están desarregladas. Los vecinos la escucharon gritar una sola vez e inmediatamente después se oyó el disparo. Ella debió estar dormida.
Ahora estaba dormida. Ya nada sería capaz de despertarla. Briscoe miró el cajón de la cómoda que aún permanecía entreabierto. Una media de nilón colgaba solitariamente de un costado. Briscoe la acarició distraídamente y luego, sin tocar la madera de la cómoda, la metió dentro del cajón.
—¿Huellas dactilares? —preguntó.
—Ninguna —dijo Gonzales—. El asesino debió usar guantes. Pero dejó un par de pisadas fuera de la ventana.
En el pequeño dormitorio sólo había una ventana. El apartamento estaba en el primer piso y formaba parte de una vieja casa residencial que había sido dividida en pequeñas unidades habitacionales, pero aún conservaba el sótano y su correspondiente piso elevado. Seguramente Violet Hammerman debió sentirse segura durmiendo con la ventana abierta y la persiana cerrada, pero había sido un error. La persiana había sido cortada hábilmente desde la parte inferior hasta el bastidor central en ambos lados. Ahora colgaba como si fuese una cortina almidonada y se inclinó hacia el exterior cuando Briscoe la tocó con la mano.
—Puerta de entrada y de salida.
—Exacto —dijo Gonzales—. Pero la salida fue muy veloz. Debió saltar por la ventana cayendo sobre el camino de cemento. Dejó las pisadas en el momento de entrar al apartamento. Collins, ilumina nuevamente la zona que hay debajo de la ventana.
Collins era el policía uniformado que permanecía de guardia custodiando el importante hallazgo realizado debajo de la Ventana. Obedeció la orden de Gonzales proyectando un haz de luz sobre la estrecha franja de tierra que separaba la casa del camino particular. Se trataba de una porción de terreno de no más de ochenta centímetros de ancho pero alguien lo había preparado para hacer trabajos de jardinería, y a causa de ello, las pisadas eran perfectamente visibles sobre la tierra blanda.
—Estamos de suerte —explicó Gonzales—. El propietario de la casa estuvo trabajando la tierra ayer por la mañana. Plantó algunas petunias... petunias alechugadas. Lástima. Un par de ellas nunca florecerán.
Se veía que un par de ellas habían sido pisoteadas, pero entre el verde dañado las dos huellas se veían perfectamente, como una firma anónima. Briscoe apartó la persiana y miró más allá de la ventana.
—Debe haber casi dos metros hasta el suelo —señaló.
—Un metro ochenta —dijo Gonzales.
—Las pisadas no parecen muy profundas.
—No lo son... no hay marcas de tacones. Si usted se encontrara donde está, Collins podría ver lo que yo vi unos minutos antes de que usted llegara. Esas huellas pertenecen a zapatos con suelas de goma; cuando yo era niño los llamábamos “sneakers” [1]. Desde cerca se puede recoger la impresión de parte de la huella, pero no demasiado. Esas suelas estaban muy gastadas. Pero usted, Briscoe, como de costumbre, está cavilando. Esa tierra es blanda. Tendremos que medir el contenido de humedad para calcular el peso que sostenían esas huellas para la profundidad que tienen, pero a primera vista yo diría que se trataba de un tipo alto y delgado.
—¿Un adolescente? —preguntó Briscoe.
—¿Por qué no? Se lo dije a mi esposa la semana pasada cuando regresó de hacer la compra, no me extraña que muchos chicos elijan el mal camino. Regresan del colegio y encuentran a sus madres vestidas con una bolsa y con un cinturón en el culo. Eso ya es suficiente para arrojar a cualquiera a las calles,
Keith Briscoe entró su cabeza y pasó la mano sobre el borde recortado de la persiana. Había sido un trabajo limpio. La afilada hoja de una navaja podría haberlo hecho. Tal vez Gonzales tenía razón al pensar en un jovenzuelo.
—Hablas como un detective —dijo.
—Gracias —Gonzales sonrió—. Tal vez cuando sea mayor me convierta en un reportero competente. Quién sabe.
No había sarcasmo en el diálogo. Gonzales y Briscoe habían sido amigos bastante tiempo para saber que podían insultarse con respeto y afecto. Gonzales tenía una mente despierta y buen ojo para los detalles. También tenía imaginación, lo que para construir un caso policial era similar a la mezcla para un albañil.
—Encontramos un bolso de fieltro negro en el camino particular, cerca del bordillo —añadió—. Los vecinos lo han identificado como perteneciente a la víctima. No hay dinero en él salvo un poco de calderilla en el monedero, pero también encontramos esto sobre el escritorio...
Gonzales tenía un trozo de papel azul en la mano. Se lo entregó a Briscoe. Era el resguardo de un talón de la compañía.
Después de las deducciones, Violet Hammerman había recibido un talón por 61,56 dólares.
—El día de pago era el viernes —continuó Gonzales—. El propietario me lo dijo. Lo sabe porque debió esperar un par de veces que ella le pagara el alquiler. Violet Hammerman no tuvo tiempo de ir al banco el viernes, trabajaba hasta tarde, pero hizo efectivo el talón el sábado en el supermercado —ahora Gonzales tenía otro papel en la mano. Un trozo de papel largo y delgado salido de una caja registradora—. Cuando compró lo que necesitaba por un total de 14,82 dólares —añadió.
Seguía pareciéndose demasiado a un detective. Briscoe le devolvió el papel azul con una expresión de duda. Apenas eran las dos y media. Gonzales era rápido en su trabajo, pero los supermercados no abrían hasta las nueve. Gonzales captó su expresión antes de que pudiera expresarla en palabras.
—Naturalmente, estoy conjeturando —dijo rápidamente—, pero lo hago por una razón. 14,82 dólares de 61,56 nos deja 46,74 dólares. Suponiendo que ella gastó un par de dólares en alguna otra parte y dejó un billete en el plato de la colecta, tenemos que el asesino de Violet Hammerman escapó con la enorme suma de 40 ó a lo sumo 45 dólares.
—Una muerte barata —dijo Briscoe.
—Una muerte muy barata y un asesino muy barato y amateur —Gonzales hizo una pausa para echar un vistazo al trozo de papel azul, pero ya no era totalmente azul. Tenía una mancha roja en un costado— ¿Qué te ha pasado? ¿Te has cortado con la persiana? —preguntó.
Briscoe no sabía a qué se refería, pero se miró la mano y comprobó que estaba sangrando.
—Será mejor que busques un poco de mercromina en el baño —dijo Gonzales—. Podrías coger una infección con esa persiana oxidada.
—No es nada —dijo Briscoe—. Me lavaré cuando llegue a casa.
—Te lavarás bajo el grifo ahora mismo —ordenó Gonzales—. El baño está al otro lado del escritorio.
Gonzales podía ser tan exigente como una solterona. Con él era más fácil bromear que discutir. El fotógrafo estaba terminando su trabajo con el cadáver y Briscoe cubrió el rostro de la mujer con la sábana cuando se dirigía hacia el baño. Una muerte barata y una forma barata de esperar a la ambulancia. Violet Hammerman había vivido una vida humilde y discreta, pero podría gozar de un obituario conspicuo si Briscoe conseguía que Gonzales siguiera hablando. Violet Hammerman, naturalmente, no hubiese aprobado ese obituario, pero ella ahora pertenecía al público.
—Un asesino barato y amateur —dijo Briscoe mientras mantenía la mano debajo del chorro de agua—, pero llevaba guantes, zapatos con suelas de goma y un arma.
Apoyado contra el marco de la puerta del cuarto de baño, Gonzales tragó el anzuelo.
—Que él disparó prematuramente —dijo—. Esa es mi opinión, Briscoe. En todo asesinato hay un modelo... algo que nos da un indicio de la debilidad del criminal, y ahora sabemos que tenía un punto débil o no hubiese sido un asesino. Se requiere una mente, una especie de inteligencia, para planear un robo; pero se necesitan agallas para llevarlo a cabo con éxito. Este criminal tiene muy pocas agallas. La mujer grita desde la cama y él le vuela la cabeza desde corta distancia. Un profesional no se arriesgaría a ir a la cámara de gas por cuarenta dólares asquerosos. No uses esa pequeña toalla roja. La tintura roja no es buena para una herida abierta.
Ése era Gonzales, con su obsesión por los detalles incluso cuando su mente divagaba por otra parte. Briscoe volvió a colocar la toalla de los huéspedes en el toallero. Una toalla ridícula... roja y con un perro de lanas francés bordado en negro. Parecía fuera de lugar en el modesto cuarto de baño de Violet Hammerman. Era más del tipo de cosas que Elaine compraría. Elaine. Pensó en ella y cerró el grifo con tanta fuerza que temblaron las cañerías.
—Un asesino con pocas agallas pero lo bastante desesperado para meterse en una casa —recapituló Briscoe con la mente trabajando arduamente para regresar a Elaine al lugar que le pertenecía—. Un asesinato de cuarenta dólares —por fin consiguió relegar a Elaine al fondo de su mente y pudo enfrentarse a Gonzales sin que el miedo o la ira se reflejaran en su rostro—. Parece el caso de un toxicómano —sugirió.
Gonzales meneó la cabeza con tristeza.
—Eso es lo que he estado pensando —dijo—. Eso es lo que me preocupa. ¿Cuánta droga puede comprar con tan poco dinero? Sólo espero que Violet Hammerman no haya sido la primera de una serie de víctimas.
Entre otras características, el sargento Gonzales era un pesimista y Keith Briscoe no podía darle ánimos. Él tenía sus propios problemas.
El tribunal del Juez Kermit Lacy no había cambiado en cuatro años. La bandera estaba en el mismo lugar; la madera todavía necesitaba unas manos de barniz; las sillas seguían siendo tan duras como siempre. Si alguien había lavado las ventanas, ya no quedaba ninguna señal de tal operación. Las salas de tribunal pueden ser excitantes escenarios donde los fogosos abogados discuten sobre la vida y la muerte, pero no hay nada de excitante en un tribunal donde van a morir viejos amores, o a ser exhumados para un retrasado posmortem.
Los muertos debieran permanecer muertos. Ese pensamiento asaltó la mente de Keith Briscoe al ver a Faye sentada en su mesa de abogada. En cuatro años Faye había cambiado. Parecía más joven, si bien más madura, más serena. Estaba vestida con un traje gris y llevaba un sombrero que era divertido sin llegar a ser ridículo. En Faye nada era ridículo, ése era su único problema; siempre llevaba con ella la débil aura del viejo Boston. La mujer, levantó la vista y le vio.
Y cuando sus miradas se encontraron, el tiempo se detuvo por un instante, una sombra casi imperceptible cruzó por los ojos de Faye y luego sonrió. Keith se acercó a la mesa. No sabía qué debía hacer. ¿Era costumbre estrechar la mano de una ex esposa... eso que hacen los jugadores de tenis des— pues de saltar la red? Él mantuvo las manos al costado del cuerpo.
—Tienes buen aspecto, Faye —dijo Briscoe—. Excelente, en realidad.
Palabras torpes, como si estuviese aprendiendo a hablar.
—Gracias —contestó Faye—. Tú también tienes buen aspecto, Keith. Has perdido peso.
Keith empezó a decir “ya no como comida casera”, pero lo pensó mejor. Y no tenía buen aspecto. Y no se debía sólo a que se había pasado casi toda la noche investigando sobre la violenta partida de este valle de lágrimas de una tal Violet Hammerman; era porque tenía el aspecto agotado de un hombre que avanza gradualmente hacia una prolongada resaca.
—Me mantengo ocupado —dijo.
—¿Y cómo está Elaine?
Esa pregunta tenía que llegar. Keith trató de encontrar en vano un indicio de emoción en la voz de Faye. No había ninguno. Elaine era un cuchillo que se había introducido entre ambos hacía mucho tiempo y las viejas heridas cicatrizan.
—Elaine está bien —dijo y entonces no pudo continuar con su conducta evasiva—. Faye... —el alguacil había entrado en la sala. Dentro de un momento entraría el juez y ya no habría tiempo de conversar— Quisiera que reconsideraras tu postura. Hasta ahora hemos mantenido un arreglo satisfactorio. Si te llevas a los niños al este nunca podré verles.
—Pero eso no es verdad —objetó Faye—. Pueden visitarte durante las vacaciones.
—¡Las vacaciones! Unas pocas semanas en un año... ¡Eso no es lo mismo que todos los fines de semana!
—¿Todos los fines de semana, Keith? —la voz de Faye era suave, pero sus ojos eran penetrantes—. Has tenido cuatro años de fines de semana para visitar a los niños. ¿Cuántas veces los has aprovechado?
—¡Todos los fines de semana que me ha sido posible hacerlo! ¡Tú conoces mi trabajo!
Faye lo conocía. La media sonrisa que añoró a sus labios rezumaba cierta tristeza. Ahora que realmente la veía, Keith podía ver la tristeza de sus ojos. Ella estaba sola. Debía permanecer sola y criando a dos niños con la única compañía de un cheque como pensión de divorcio. Ahora solicitaba autorización para llevarse a sus hijos al este... aparentemente para inscribirlos en la escuela preparatoria, pero súbitamente Keith comprendió cuál era el verdadero motivo.
En el este había amigos que le ayudarían a barrer los viejos recuerdos... tal vez hubiese incluso una vieja llama.
Keith sintió una punzada de dolor que le desconcertó.
—Voy a luchar contra ti, Faye —dijo—. Lo lamento, pero voy a disputarte cada palmo de terreno.
Ya eran casi las ocho de la noche cuando Keith regresó a su apartamento. Nadie se acercó a la puerta para saludarle excepto Gus, el sabueso de Elaine. Gus le gruñó, lo cual constituía una conducta habitual en el perro, y le lanzó un par de mordiscos a los tobillos cuando Keith atravesó la oscura sala de estar y se dirigió hacia la zona iluminada que se veía al final del pasillo. Cuando llegó a la puerta de la habitación de Elaine se detuvo y escuchó la música que llegaba desde el tocadiscos que había junto a la cama. Era algo latino con un ritmo cadencioso. Permaneció escuchando la música hasta que ella salió del baño llevando algo francés con un ritmo igualmente cadencioso. Keith no era ningún modisto, pero podía ver a primera vista que el vestido de Elaine no era de percal y que tampoco había sido diseñado para pasar una tranquila velada hogareña. También pudo comprobar que era un modelo caro. Sabría lo que había costado a primeros de mes.
Ella levantó la vista y le vio de pie en el vano de la puerta.
—Oh —dijo—. No te escuché llegar.
Keith no respondió inmediatamente. Sólo permaneció en el mismo lugar mirándola... integralmente, por dentro y por fuera. El exterior aún era atractivo. Podía sentir claramente el reclamo de su cuerpo a través de la habitación.
—¿Lo haces alguna vez? —preguntó él.
Elaine se volvió y cogió un pendiente de encima de su tocador. Levantó los brazos para colocárselo en la oreja.
—¿Piensas salir? —preguntó Keith.
—Es el cumpleaños de Thelma —dijo ella.
—Pensé que el cumpleaños de Thelma había sido la semana pasada.
Ese comentario hizo que Elaine se volviera.
—Está bien —dijo—, ¿qué es lo que te molesta? ¿Has estado jugando con los martinis otra vez?
—Ya soy mayor —dijo Keith. Atravesó la habitación. Ella no sólo tenía buen aspecto, también olía bien—. Sólo pensaba que por una noche podías quedarte en casa.
—¿Por qué? ¿Para quedarme sentada sola en la oscuridad viendo a Wyatt Earp en la tele? Este asqueroso apartamento...
—Este asqueroso apartamento me cuesta 175 dólares al mes. Considerando los otros gastos que debo afrontar, no me extraña que deba dedicar un tiempo extra a aquello que se conoce como un empleo lucrativo. Si no lo hiciera, no podrías lucir tan provocativa para asistir al cumpleaños de Thelma.
Elaine cogió el otro pendiente y lo sujetó en su sitio. Era como si él no hubiese hablado, como si no la hubiese regañado. Entonces su rostro en el espejo reflejó una especie de astucia animal. Se volvió hacia él con una mirada perspicaz.
—¿Cómo te ha ido hoy en el tribunal? —preguntó.
—Conseguimos un aplazamiento —dijo Keith.
—¿Un aplazamiento? ¿Por qué? ¿Para que puedas sufrir un poco más?
—Quiero a mis hijos...
—¡Quieres a Faye! ¿Por qué no eres lo bastante honesto para admitirlo? Siempre has querido a Faye. Sólo te casaste conmigo para tener todo el pastel. Esa es tu gran debilidad, Keith. ¡Quieres tener tu pastel y comértelo también!
—Quiero el divorcio —dijo Keith.
No había querido decir eso... todavía no, no de este modo. Pero ya estaba hecho y sólo podía dejar que las palabras se interpusieran entre ellos como un muro, o como un muro con una puerta abierta. Y entonces Elaine la cerró violentamente.
—Tú —dijo con calma—, puedes irte al infierno.
Esa noche fue cuando Keith Briscoe se mudó del apartamento. De todos modos había estado pasando la mayor parte de sus noches en una habitación amueblada, una habitación, un baño, un hornillo para el café y un escritorio para su máquina de escribir. Y una mesa para la radio de onda corta junto a la cama. La máquina de escribir molestaba a Elaine por las noches, y ese era el momento en que Keith hacía su trabajo. Podía conseguir el dinero extra transformando los casos criminales en material para las revistas de misterio. El dinero extra era importante teniendo dos hijos que pronto irían a la universidad.
Pero la noche en que Keith se mudó a esa habitación, no trabajó. Permaneció sentado mirando el calendario que había encima del escritorio y trató de ordenar los pensamientos en su cabeza. Tenía un aplazamiento de una semana. Una semana antes de regresar a la sala del tribunal del juez Lacy y ver a Faye sentada allí, serena, orgullosa y solitaria. Elaine era una mujer estúpida, pero incluso los mayores estúpidos hablan con sentido cuando llega el momento. Era a Faye a quien él quería... Faye, los chicos, todo lo que había echado por la borda. Elaine era un mal sueño. Elaine era una tormenta emocional que le había arrastrado, y ahora la tormenta había pasado y él intentaba encontrar el camino de regreso a su hogar a través de los escombros. Pero una semana no era mucho tiempo. Tal vez su abogado lograra encontrar un pretexto para conseguir otro aplazamiento. Sólo faltaban seis días hasta el lunes...
El domingo por la noche, media hora después de medianoche, la radio de onda corta le hizo salir precipitadamente.
Dorothy McGannon tenía un rostro alegre incluso muerta. Seguramente había reído mucho mientras estuvo viva. Una vez que el momento de terror hubo pasado, los músculos faciales se habían relajado asumiendo su posición normal. Se diría que estaba disfrutando de un dichoso sueño, si no hubiese sido por la mancha oscura que se escurría a través de la frazada.
Estaba sola en la habitación, excepto por la presencia del sargento Gonzales y compañía. Había vivido sola, una mujer soltera de aproximadamente treinta años. El apartamento era pequeño, sala de estar, cocina y dormitorio. Estaba en la segunda planta, en la parte trasera, y era uno de los ocho apartamentos que integraban la unidad del edificio. La zona de uso diario se interrumpía a medio metro de la ventana cuya persiana había sido cortada en tres sentidos y ahora se proyectaba torpemente hacia el exterior. Exigía una gran agilidad mantenerse en equilibrio sobre la balaustrada y cortar la persiana; y mucho más balancearse hasta la balaustrada y escapar después de haber efectuado el disparo mortal.
—Nuestro muchacho se está volviendo temerario —reflexionó Gonzales—. Aún se muestra nervioso con el gatillo, pero es un temerario.
—¿Crees que se trata de la misma persona que asesinó a Violet Hammerman la semana pasada? —preguntó Keith.
Hasta ese momento nadie había mencionado a Violet Hammerman. Sólo había sido un titular en la prensa de la última semana, olvidada por todo el mundo salvo por sus parientes. Pero la persiana cortada y la muerte súbita eran comunes. Gonzales, el hombre que establecía los modelos, había puesto manos a la obra.
—La bala que mató a la Hammerman era del calibre 45 —dijo—. Cuando sepamos qué tipo de bala fue la que acabó con esta mujer, te daré una respuesta definitiva. Lamentablemente, no hay tierra blanda en la zona del porche... ninguna pisada; pero el método empleado para entrar es el mismo. Esa es una manera muy peculiar de cortar una persiana. Lleva más tiempo hacerlo de ese modo.
—Pero asegura una huida más rápida —dijo Keith.
—Eso es verdad... y este visitante siempre tiene prisa —Gonzales se volvió hacia la cama frunciendo el ceño—. Me pregunto si las mata sólo por diversión —murmuró—. Nadie escuchó ningún grito esta noche. El disparo sí, pero ningún grito. Sin embargo, con cinco de los ocho televisores funcionando, es un milagro que hayan escuchado algo.
—¿Encontró lo que buscaba? —preguntó Keith.
Aún con el ceño fruncido, Gonzales se volvió. Luego movió la cabeza indicándole que le siguiera.
—Ven conmigo —dijo.
Atravesaron el pequeño dormitorio y pasaron a la sala de estar. Torcieron a la derecha y entraron en la cocina, que tenía una pared medianera con el dormitorio y daba a la puerta de la sala de estar. La pared más alejada de la cocina estaba destinada al aparador y una de las puertas permanecía abierta. En el fregadero, apoyado sobre un costado como si hubiese sido abierto precipitadamente, había un bote de azúcar que no contenía azúcar... o cualquier otra cosa.
—¿Qué piensas de esto? —preguntó Gonzales.
—Parece que Dorothy McGannon guardaba su dinero en un bote de azúcar —dijo Keith.
—Exacto. Trabajaba como secretaria legal. Le pagaban los viernes y le dio 10 dólares al administrador de esta casa el viernes por la noche, devolviéndole los 10 dólares que había pedido prestados a comienzos de semana. En esa oportunidad él vio que llevaba un rollo de billetes en su bolso, 50 o 60 dólares, según él. Encontramos el bolso en uno de los cajones de la cómoda, había cinco dólares y algo de cambio.
—El asesino no lo encontró.
—El asesino ni siquiera se molestó en buscarlo. Ese cajón está atascado, hizo suficiente ruido como para despertar a un muerto, bueno, casi. Es evidente que él no se preocupó por la cómoda, y ese es un detalle interesante, ya que la semana pasada sí se ocupó de buscar en ese lugar. En cambio, esta vez se dirigió directamente a la cocina, abrió el aparador y ahora el bote está vacío.
Lo que el sargento Gonzales estaba diciendo explicaba su ceño fruncido. Significaba que otro elemento del modelo de culpabilidad había sido adjudicado a un asesino desconocido.
—Podría tratarse de un amigo de la mujer —dijo Keith-) alguien que ya había estado en el apartamento y sabía dónde guardaba ella el dinero. Un novio, posiblemente. Ella era soltera.
—También lo era Violet Hammerman —reflexionó Gonzales—. Pero no había ningún novio. Se lo preguntamos al propietario; ella no tenía novio. Pero tienes razón, era soltera. Ambas eran solteras y a las dos las mataron un domingo por la noche. Las cosas empiezan a encajar, ¿verdad? Dos asesinatos, cada víctima era una mujer que vivía sola, a las dos las mataron un fin dé semana después de haber cobrado su paga el viernes. ¿Quieres apostar que en este cuerpo encontramos un proyectil del 45?
—No apuesto —dijo Keith—. ¿Qué me dices de los comestibles?
—¿Comestibles? ¿Qué comestibles?
—Los de la McGannon. ¿Tiene algún comestible? ¿La Hammerman los tenía, según creo recordar, 14 dólares en comestibles.
Gonzales pareció interesado. Echó un vistazo por encima de Keith en dirección a la puerta de la sala de estar, claramente visible desde la cocina.
—Estás pensando otra vez, Briscoe —dijo—. El muchacho del reparto... pero, aguarda un minuto, la Hammerman había pagado los comestibles en el supermercado. No obstante, pudo tratarse de un muchacho encargado del reparto. Alto, delgado. El laboratorio dice que no debe pesar más de sesenta kilos. Merece la pena investigar en esa dirección. No me gusta la idea de tener un asesinato cada fin de semana.
Dorothy McGannon le hizo a Keith un gran favor al ser asesinada en aquel momento. Era una historia lo bastante interesante como para mantenerle apartado de la sala del tribunal hasta que se decidiera otro aplazamiento, y eso significaba otra semana para tratar de acercarse a Faye. La divisó cuando bajaba la escaleta del tribunal. Estaba molesta por el hecho de que Keith no se hubiese presentado y, obviamente, Faye pensaba que lo había hecho deliberadamente y Keith no estaba seguro, pero sabía que ella tenía razón.
—Si podemos ir a algún sitio a tomar una copa te lo explicaré —sugirió él.
—Lo siento, Keith. Ya he perdido demasiado tiempo.
—Pero es que no pude evitarlo. Estuve trabajando en una gran historia... mira.
Desplegó la última edición y se la enseñó. Ella vaciló.
—Una copa para demostrar que no hay rencor —dijo Keith.
Finalmente, Faye accedió. No fue una aceptación cálida, pero Keith lo consideró como una gran victoria. La llevó a un pequeño bar próximo al periódico, donde ella solía esperarle en otra época, cuando su matrimonio, y el mundo era joven. Faye siempre había sido una mujer ligeramente sentimental. Keith la condujo hasta su viejo reservado en un extremo del salón y pidió un whisky con hielo y un Pink Lady [2]. Eso daba la pauta de que no se había olvidado.
—Para mí que sea un martini con vodka —dijo ella.
—Has cambiado de bebida —observó Keith.
—He cambiado muchas cosas, Keith.
Eso era verdad. Ahora que estaban solos, él podía verlo claramente. Esto no iba a ser fácil. Faye sacó un cigarrillo de su bolso. Keith buscó el mechero en el bolsillo y luego estudió la situación en los ojos de Faye, brillantes a la luz de la llama.
—Yo también he cambiado —dijo él—. Ahora trabajo por las noches, Faye. Soy un auténtico trabajador. También he estado escribiendo cosas por mi cuenta... incluso es probable que escriba aquella novela de la que solía hablarte.
—Eso está bien-dijo Faye—. Me alegra escucharlo —luego hizo una pausa—. Y Elaine, ¿qué piensa?
Keith cerró violentamente el encendedor y comenzó a juguetear con él.
—Elaine y yo ya no vivimos juntos —dijo—. Me fui del apartamento la semana pasada.
Trató de descubrir alguna reacción, pero Faye era muy buena para ocultar sus emociones. Era como el proverbial témpano de hielo... su mayor parte estaba sumergida. Si él lo hubiese descubierto cuatro años antes, ahora no estaría sentado aquí como un colegial esperando el resultado de un examen.
—Lo siento, Keith —dijo ella.
—Yo no. Era algo que venía desde hacía mucho tiempo. Fue un error desde el principio... todo fue un error. No comprendo cómo pude ser tan ciego.
Habían tomado una copa juntos. Él no dijo mucho más; no se atrevía a presionarla. Pero al menos había dicho lo que creía importante y ella tendría que pensar en ello durante otra semana.
Hasta que no regresó a su habitación a Keith no se le ocurrió pensar que estaba haciendo el tonto. Estaba tratando de recuperar a Faye, cuando ni siquiera sabía cómo librarse de Elaine. Se puso a trabajar. Relegó el problema al fondo de su mente y se concentró en el problema del sargento Gonzales. El caso comenzaba a fascinarle; ¿Qué clase de asesino era el que actuaba de ese modo? Un toxicómano medio chiflado, sí; pero con suficiente astucia animal para establecer un plan de acción. Ahora comenzaba a comprender a qué se refería Gonzales cuando hablaba de sus modelos. Si fuese posible pensar como pensaba el asesino... Era evidente que había estado en el apartamento de Dorothy McGannon antes de la noche del asesinato. Hay muy pocas personas que aún guardan su dinero en los botes del azúcar. Elaine dejaba el dinero por cualquier parte... repartido por la habitación en media docena de bolsos. El “felino mortal”, como Keith lo había llamado en su última historia, tendría una verdadera fiesta si cortaba la persiana de Elaine.
¿Pero, cómo podría llegar a saberlo? Volvió a pensar en Elaine... Ella se resistía a permanecer en el fondo de su mente. Pensó en ella, sola en el apartamento. ¿Qué hacía durante todo el día? Nunca iba al supermercado; llamaba por teléfono para hacer el pedido. Pero nunca los pagaba, sólo le daba una propina al muchacho que hacía el reparto. La cuenta, junto con muchas, muchas otras, llegaban a primeros de mes. Había otras entregas a domicilio: la lavandería, la tienda de licores... ¿Y qué más? Y entonces recordó que en los primeros días de su matrimonio, antes de que Elaine comenzara a salir para divertirse, ella había sido presa fácil para todos los artefactos inservibles que se venden puerta por puerta. Era sólo un pensamiento, pero compulsivo.
Algún artefacto. Debía ser algo fácil de vender; el recibir la puerta en las narices no ayudaría en absoluto al criminal. Debía disponer al menos de un par de minutos para sopesar las posibilidades; comprobar si la mujer vivía sola, ver de dónde cogía el dinero para pagarle. Tal vez el tipo tenía un truco, algo así como “sólo necesito 100 puntos más”. Había otras formas de entrar en contacto con la futura víctima, formas legítimas copiadas de otros sistemas de venta domiciliaria: objetos hechos por los invidentes, artículos fabricados por los disminuidos físicos o mentales. Algo que una mujer pudiera comprar, aunque no lo necesitara en absoluto.
Al día siguiente, Keith fue a ver a Gonzales para hablarle de su idea. Luego, los dos hombres fueron al apartamento de Dorothy McGannon. Examinaron los cajones del aparador; todos los objetos eran convencionales, desde un destapador de botellas hasta un batidor de huevos, pero nada que tuviera aspecto de nuevo. Gonzales miró en el armario donde estaban los artículos de limpieza.
—A veces los vendedores ambulantes llevan cosméticos —dijo Keith—. Echaré un vistazo en el cuarto de baño.
Pasó por el pequeño dormitorio y entró en el aún más pequeño cuarto de baño. No había bañera, sólo una ducha y un lavabo. Abrió uno de los cajones que había debajo del lavabo y llamó a Gonzáles. Cuando el policía entró en el cuarto de baño encontró a Keith con una pequeña toalla en la mano. En esta ocasión era verde, un verde pálido con un perro francés bordado en negro en la parte inferior.
—¿Te resulta familiar? —preguntó.
Y Gonzales recordó, porque una toalla roja no es buena para una herida abierta.
Procedieron a interrogar a todos los vecinos que se encontraban en ese momento en sus apartamentos. Posteriormente fueron al apartamento de la calle Curson y preguntaron a todos los vecinos que encontraron. Después de todos estos interrogatorios, surgió una posibilidad. En ambos casos, durante el sábado anterior al crimen al menos uno de los vecinos de ambos edificios recordaba haber visto a un vendedor ambulante con un bolso en el brazo entrando al edificio. Uno de los vecinos de la casa de Violet Hammerman, una mujer mayor que vivía con su esposo jubilado, se había detenido a conversar con el vendedor.
—Vendía toallas pequeñas y cosas por el estilo —informó la señora—. Muy bonitas, y baratas también. Yo compré dos por un cuarto de dólar cada una. Hubiese comprado más, pero en estos días con una pensión no se puede hacer mucho —pero, ¿recordaba ella el aspecto del vendedor? Por supuesto que sí. Un hombre joven, alto y desgarbado... casi un muchacho—. No parecía un vendedor —añadió ella—. Ni siquiera parecía preocuparle vender sus cosas. Tuve que detenerle o habría pasado delante de mi puerta.
Evidentemente, él había pasado por delante de todas las puertas, excepto de dos, la de Violet Hammerman y la de Dorothy McGannon. Una pequeña comparación en los buzones del edificio lo explicaba claramente. Todos los otros apartamentos en cada edificio estaban ocupados por dos o más inquilinos. El felino mortal concentraba sus esfuerzos en las mujeres que vivían solas.
—Magnífico —concluyó Gonzales—. En esta zona tenemos la concentración más alta de personas no casadas de toda la ciudad. Ahora todo lo que debemos hacer es localizar a todas las mujeres que viven solas y advertirles que no deben comprarle una toalla a un vendedor domiciliario.
—¿Los vendedores ambulantes no están autorizados? —preguntó Keith.
—Los que cuentan con licencia, sí —dijo Gonzales—. Pero lo que es más importante, esta clase de mercancías es manufacturada. Tienen un número de código en la etiqueta interior. No digas nada de esto durante un par de días, Briscoe, y tal vez consigas una exclusiva. Mientras tanto, toda esta zona será rastreada en busca de un vendedor ambulante, alto, delgado y que lleva un bolso.
—O que no lleva un bolso —sugirió Keith—. No creo que tu hombre haya entrado a ciegas en esos edificios. Pienso que había seleccionado a sus víctimas varios días antes del sábado. Creo que las siguió y estudió la localización de los apartamentos... lo planeó todo por anticipado. Es probable que en este preciso momento esté ultimando los detalles de su próxima operación. Está buscando la fama, Gonzales. Todo el mundo tiene un ego.
Gonzales no discutió.
—Has estado haciendo realmente un intenso trabajo con este caso —dijo.
—Sí —dijo Keith—. Así es.
Pero quedaba más trabajo por hacer.
Keith se marchó a hacer algunas compras. Dejó a Gonzales y se dirigió a unos grandes almacenes. Localizó el departamento de lencería y vagó entre los pasillos evitando a las vendedoras hasta que encontró lo que estaba buscando: toallas en todos los colores, toallas con vistosos perros de lanas franceses bordados en la parte inferior.
—¿Puedo ayudarle, señor?
Una voz a sus espaldas hizo que su mente volviera a la realidad.
—No, no, gracias —dijo—. Sólo estaba mirando.
Se marchó rápidamente. Estaba haciendo trabajar demasiado a su cabeza; necesitaba un poco de aire fresco.
Esa noche fue a ver a Elaine. Aún conservaba su llave y pudo entrar sin problemas. Nadie salió a su encuentro, ni siquiera Gus.
—Está en el consultorio del veterinario —explicó Elaine-t Cogió un resfriado. Lo tendrán bajo observación durante una semana.
Elaine estaba en el dormitorio pintándose las uñas. Estaba sentada sobre la cama, apoyada contra las almohadas. Apenas miró a Keith cuando éste habló.
—Creí que no regresarías —dijo.
—No he regresado —dijo él—. Sólo he venido para hablar.
—¿Hablar? ¿De qué debemos hablar?
—Del divorcio.
La mano que manejaba el pequeño pincel se detuvo un instante.
—Ya hemos hablado de ese asunto... la semana pasada — dijo Elaine.
Keith aguardó unos segundos y comprobó que su presencia no despertaba ningún signo de interés. Podría haber sido un mueble que ella se aprestaba a entregar al camión recolector. Pasó junto a la cama y se detuvo en la ventana. La alfombra era gruesa y no podría haber escuchado sus pisadas sin usar un estetoscopio. Descorrió las cortinas. Era una ventana batiente y ambos paneles estaban abiertos para permitir la entrada del aire nocturno. El apartamento estaba en la segunda planta. Inmediatamente debajo, la luz de la luna bañaba el techo de la gran cochera y la suave curva de la escalera de servicio que sobresalía de un costado del edificio. La ventana se encontraba a menos de dos metros del techo.
—Tendrías que mantener esta ventana cerrada —dijo—. Tenerla así es peligroso.
El cambio de conversación hizo que Elaine levantara la vista de sus uñas.
—¿Qué quieres decir?
—¿No has leído los periódicos?
—¡Oh, eso!
—No es nada que debas tomar a broma. Dos mujeres están muertas.
Entonces ella le miró fijamente, porque no se trataba de una simple conversación y Elaine comenzaba a comprenderlo.
—Olvídate de tus deseos —dijo Elaine—. Por poco se te cae la baba.
—No seas estúpida, Elaine.
—No soy estúpida... y no pienso permitir que me atemorices para que te saque de un apuro. ¿Qué crees que soy, Keith? ¿Una esposa sustituía a la que puedes usar una temporada hasta que decidas regresar a las mieles del hogar y la rutina de las pantuflas? Bien, ¡pues no lo soy! Ya te lo he dicho, no puedes comerte todo el pastel. Tú te marchaste... yo no te dije que te fueras. Trata de conseguir el divorcio en ese plan y ya verás lo que te cuesta.
Dos días más tarde, el sargento Gonzales llamó a Keith a la oficina. Se había producido un nuevo giro en el caso, uno de esos giros inesperados que podían significar todo o nada depende de qué manera se desarrollaran los acontecimientos. Se había recibido una llamada de una persona que vivía en West Hollywood. Una mujer les había informado haber visto a un tipo fisgoneando en la ventana de su dormitorio. A estas alturas, las ventanas de los dormitorios constituían para Gonzales una zona crítica, y cuando supieron que la señora en cuestión vivía sola, trabajaba cinco días por semana y pasaba los fines de semana en su casa, lo que podría haber sido una queja rutinaria se convirtió en algo lo bastante importante como para entrevistarla personalmente. Fiel a su palabra, Gonzales hacía participar a Keith de la historia, en el caso de que hubiese alguna, y la había.
Nettie Swanson era una mujer robusta, de mediana edad y de ideas definidas acerca de las conductas humanas aceptables e inaceptables.
—No me agradan los husmeadores —dijo—. Si alguien siente curiosidad por la forma en que vivo, que venga y llame a la puerta. No soporto a los que husmean. Por eso llamé a la policía cuando vi que ese tipo merodeaba por mi ventana.
—¿Puede describir al hombre, señorita Swanson? —preguntó Gonzales.
—Por supuesto que sí. Era alto, un tipo larguirucho. Habría parecido más alto si no hubiese sido tan desgarbado. Y era joven, también. No es que haya visto su rostro, pero pensé que debía ser joven por su aspecto desgarbado. ¿Hay alguna razón para que los jóvenes de hoy caminen como si les hubiesen golpeado en el estómago? ¡Y sus rostros! ¡Todos con esa mirada de tontos, como si fuesen un puñado de extraviados intentando hallar el camino de regreso al corral!
—Señorita Swanson —la interrumpió Gonzales—, ¿cómo están sus nervios?
Algunas personas hablaban mucho y se acobardaban fácilmente. Nettie Swanson era tan impresionable como un acordeón de acero. El sargento Gonzales le explicó la situación y una llama comenzó a brillar en sus ojos. El ladrón podía regresar, dijo él. Era probable que apareciera llamando a su puerta en algún momento del próximo sábado llevando un bolso con artículos para vender. ¿Permitiría ella que un policía esperara en su apartamento para coger al intruso?
—Eso no es necesario —dijo ella—. En el armario tengo un rifle con el que solía matar serpientes de cascabel cuando era pequeña y vivía en Arizona. Puedo manejar a ese ladrón.
—Pero no se trata simplemente de un ladrón —protestó Gonzales—. Si él es el hombre que estamos buscando, ya ha asesinado a dos mujeres.
Ella recibió la información sin inmutarse. No era ciega, y sabía leer. Entonces sus ojos volvieron a iluminarse cuando comprendió la situación.
—¡El felino mortal! ¡Vaya, eso sí que está bueno! Bien, en ese caso creo que será mejor que deje que usted se haga cargo, sargento. Pero tengo mi rifle por si necesita otra arma.
Gonzales no podía haber encontrado a una persona más deseosa de cooperar.
Llegó el sábado. Keith permanecía con Gonzales dentro de un pequeño sedán sin matrícula frente a la casa de apartamentos donde vivía Nettie Swanson. Se trataba de una antigua construcción de dos plantas flanqueada en uno de sus lados por un nuevo edificio de apartamentos y, en el otro, por un áspero seto que separaba el límite del solar de un estrecho callejón. El seto tenía una altura de metro ochenta y desde el coche sólo se alcanzaba a ver la entrada del callejón. Pero la entrada del edificio se veía perfectamente y había sido visible desde hacía una hora. Dentro del edificio, uno de los hombres de Gonzales se encontraba de guardia desde las nueve. Casi eran las once.
Keith transpiraba. Abrió la portezuela para que entrase un poco de aire. Gonzales le miró con curiosidad.
—Estás más nervioso que yo —señaló—, y siempre me comporto como una vieja en estas situaciones. Briscoe, creo que estás trabajando demasiado en este asunto.
—Siempre trabajo duro —dijo Keith—. Me gusta hacer las cosas de ese modo.
—¿Y por la noche también?
—También.
—No es buen negocio. Ya no somos tan jóvenes como antes. Llega un momento en que debemos relajamos un poco —Gonzales empujó su sombrero hacia atrás y estiró las piernas—. Al menos, eso es lo que me dicen —añadió—, pero con cinco niños no me dicen cómo debo hacerlo. ¿Tú tienes hijos, verdad?
Keith no respondió. Buscó un cigarrillo en el bolsillo, pero el paquete estaba vacío. En la esquina, un poco más allá del callejón, se veía un estanco. En los estancos había cigarrillos y ninguna necesidad de hablar de aquellas cosas que a uno no le interesa discutir.
—Voy a por cigarrillos —dijo—. Dile a nuestro amigo que no comience a vender sus toallas hasta que haya regresado.
El estanco se encontraba sobre la misma acera del edificio que estaban vigilando. Sin demostrar ninguna curiosidad, cruzó la calle y pasó frente a la puerta principal. Estaba abierta para permitir que entrara la brisa nocturna, pero el vestíbulo estaba desierto. Pasó frente al callejón y entró en el estanco. Compró los cigarrillos y comenzó a caminar de regreso a su puesto de observación; caminaba lentamente porque no tenía ninguna prisa en volver a ese caluroso sedán. Gonzales tenía razón: estaba nervioso. Comprobó que le temblaban las manos al abrir el paquete de cigarrillos. En la boca del callejón se detuvo a encender uno, pero inmediatamente se olvidó del cigarrillo y lo dejó caer al suelo.
Unos minutos antes, el callejón estaba desierto. Pero ahora se veía un viejo cupe gris aparcado contra el seto a unos diez metros de la calle. Miró hacia arriba. La acera estaba desierta, pero enfrente vio que Gonzales salía del sedán. Luego cruzó rápidamente en dirección a la entrada del edificio, un hombre concentrado en su trabajo. No vio a Keith. Todo comenzaba a encajar. Keith se dirigió directamente al coche gris. Era un viejo Chevy, matrícula KUJ770. Fue hasta la portezuela y buscó el sujetapapeles en la barra de dirección. Desde fuera no se veía nada, pero la puerta estaba sin llave. Cuando la abrió alcanzó a ver algo que había caído en el suelo del coche y estaba semioculto debajo dél asiento. Estaba sucia pero era azul y tenía bordado un perro de lanas francés. Dejó caer la toalla al piso y se concentró en el sujetapapeles. La tarjeta de registro decía: George Kawalik, 1376 1/4N. 3rd. Street.
Keith tenía la historia completa en su mano. Gonzales no había visto el coche gris; era imposible que lo hubiese visto desde el extremo más alejado del seto. Volvió sobre sus pasos con la intención de seguir a Gonzales y fue entonces cuando escuchó el disparo. Esperó un momento. Tal vez había sido un grito proveniente del interior del edificio. Nunca pudo estar seguro porque lo que sucedió, cuando sucedió realmente, sucedió rápidamente. Estaba llegando al extremo del seto cuando, de pronto, del seto surgió una cabeza —rubia, de pelo corto, y un rostro, alborotado, deformado por el temor— y luego un cuerpo, largo pero encorvado casi por la mitad mientras corría en dirección al coche gris. La puerta se abrió violentamente y una cabeza apareció detrás del volante antes de que Keith pudiese reaccionar. Él se encontraba ya cerca del bordillo y a varios metros del cupé. Se volvió justo cuando el auto se ponía en marcha y tuvo que apartarse rápidamente para evitar ser arrollado. Su retirada se vio súbitamente interrumpida al colisionar con noventa kilos de fuerza en movimiento y que resultaron ser el sargento Gonzales.
—¿El del cupé era él? ¿Lo has visto?
El cupé era una exhalación gris volando hacia la esquina.
—¿Has visto el coche? ¿Apuntaste el número de la matrícula?
Gonzales tenía motivos para gritar. Un asesino se le había escabullido de entre los dedos. Un doble asesino se estaba escapando.
—¡Esa estúpida mujer y su rifle para serpientes!
Keith recuperó el aliento.
—¿Fue ella quien disparó?
—No... pero llevaba el arma en la mano cuando abrió la puerta. Clancy, que se encontraba dentro del apartamento, no alcanzó a detenerla. El ladrón vio el rifle y huyó hacia la puerta trasera. Fue Clancy quien disparó. ¿Apuntaste el número de la matrícula?
El rostro de Gonzales era una gran máscara sudorosa frente a los ojos de Keith. Un gran rostro, transpirado y ordinario. Un policía, un amigo, un hombre con problemas. Y Keith tenía toda la historia en su mano, apuntada en una pequeña hoja de papel.
No dudó.
—No —dijo—. No he apuntado el número. No me ha dado tiempo.
Quién puede asegurar cuándo se toman las decisiones? Se presentó una oportunidad, se dio una respuesta... pero aquel no fue el momento. El tiempo era una red; este instante sólo era un hilo. Pero ya estaba hecho. En el momento en que Keith habló supo que algo que su mente había estado planeando durante todo este tiempo ahora estaba hecho. La red había sido tejida. Sólo tenía que seguir los hilos.
Había un asesino llamado George Kawalik que mataba siguiendo un modelo. Encontraba un apartamento en el que vivía una mujer sola. Vigilaba el lugar, localizaba la ventana del dormitorio, esperaba hasta el sábado cuando era más probable encontrarla en casa y comenzaba su expedición bajo el pretexto de vender bonitas toallas. El momento decisivo era el domingo por la noche. Entraba, robaba y mataba.
Había otro hombre llamado Keith Briscoe que había cometido un error. No le agradaba pensar cómo o por qué lo había cometido, pero tenía que pensar en alguna manera de solucionarlo. Ya no era un jovenzuelo. Sus sienes habían comenzado a agrisarse y empezaba a sentir sus propias limitaciones. No le parecía justo tener que pagar durante el resto de su vida por un romance que había llegado demasiado lejos. Le parecía menos justo que sus hijos no tuviesen padre y que Faye se estuviese convirtiendo en una mujer solitaria que bebía tragos fuertes y que se escapaba para encontrar el amor que él quería entregarle.
Después de dejar a Gonzales, Keith dispuso de tiempo suficiente para pensar en todas estas cuestiones. Se quedó sentado en su habitación amueblada y dejó fluir sus pensamientos lógicamente, matemáticamente en su cabeza. Los limitó a una fórmula simple: Keith más Faye igual a hogar y felicidad; Keith menos Elaine igual a Faye. La segunda parte de la ecuación no era segura, pero al menos era un juego y Keith sin testar a Elaine no tenía ninguna posibilidad.
Él conocía las posibilidades que había en un asesinato. George Kawalik sería atrapado. Ya no era una huella sobre la tierra húmeda o una sombra sin rostro lo bastante alta como para cortar la persiana de una ventana, lo bastante delgado y ágil para escabullirse dentro de una habitación. Ahora tenía un rostro y un cuerpo; tenía un método de acción; y más importante aún, tenía un coche. Gonzales había visto el coche que se perdía en la esquina, pero lo había visto con sus ojos entrenados para captar detalles. Y Gonzales disponía de una organización que le ayudaba en su trabajo. Mientras permanecía sentado y pensando en todo el asunto, Keith sabía qué fuerzas intervendrían en la operación. Encontrarían el cupé gris. Les llevaría días o semanas, pero acabarían encontrándolo. Mientras tanto, George Kawalik volvería a matar. Eso era inevitable. La compulsión que le obligaba a matar, ya fuese una alteración mental o la desesperada necesidad de dinero que tiene un adicto, volvería a actuar.
Y el domingo era la noche de los asesinatos.
El sábado, tan pronto como comenzó a oscurecer, Keith salió de expedición. La dirección que figuraba en la tarjeta de Kawalik no fue fácil de localizar en la oscuridad; tampoco hubiese resultado sencillo a plena luz del día. Se trataba de un barrio ruinoso y desordenado, listo para ser invadido por una multitud de promotores inmobiliarios. Antiguas construcciones de madera con los patios traseros atestados de tantas viviendas como el código de la construcción podía permitir. Encontró el número de Kawalik en el extremo posterior del terreno. El lugar estaba oscuro y las persianas bajadas. Pensó en abrir la puerta, pero era demasiado arriesgado. No era momento para estimular el nervioso dedo de Kawalik. Caminó silenciosamente hasta la parte posterior del apartamento. Todas las persianas estaban bajadas, pero una ventana estaba abierta. Se detuvo junto a ella y le pareció escuchar la respiración de una persona en el interior de la casa. Siguió su camino. La puerta trasera tenía una vieja cerradura que cualquier llave habría podido abrir. Acarició el llavero que tenía en el bolsillo y decidió aguardar. Abandonó el lugar y regresó a las cocheras, una fila de cubículos abiertos en la parte frontal y que daban a un estrecho callejón. El cupé gris estaba allí.
Kawalik estaba en su madriguera, la reacción natural a su alocada fuga. Era una buena señal; Keith aún no se encontraba preparado para él; sólo quería saber dónde encontrarle cuando llegase el momento. Regresó a la calle a través del laberinto de viviendas siempre con la desagradable sensación de que un loco asesino podía estar observándole desde alguna de las ventanas sombrías. Ya casi había alcanzado la acera cuando una voz que salía de las sombras le obligó a detenerse.
—¿Está buscando a alguien, amigo?
Era la voz de un hombre. Keith se volvió lentamente y luego respiró con alivio. Un viejo se encontraba de pie en la ilumina-
da entrada del apartamento de enfrente. Tenía la mirada sospechosa y la postura posesiva de un propietario protegiendo sus bienes.
—Creo que me he equivocado de dirección —dijo Keith. —¿Qué dirección está buscando?
—Un lugar para alquilar. Un amigo me dijo que aquí había un apartamento vacío.
—Aquí no se alquila ningún apartamento —dijo el viejo.
—Uno que tiene las persianas cerradas —dijo Keith.
—Ese apartamento está alquilado. El hombre que lo alquila trabaja de noche.
Keith regresó a su habitación. El viejo conservaba su aspecto suspicaz y Keith se sintió satisfecho.
Sólo quedaba una cosa por hacer antes de regresar a la morada de Kawalik. Por la mañana, Keith llamó a Elaine. Era casi el mediodía, pero su voz sonaba adormilada. Las noches de Elaine eran increíblemente largas. Preparó su historia cuidadosamente. Esa noche había estado trabajando hasta muy tarde, le dijo a Elaine, pero tenía que verla. Era muy importante. ¿Podía ser a medianoche? Elaine protestó. Thelma ofrecía una fiesta.
—¿No será otra fiesta de cumpleaños? —dijo él, desafiante. Ella volvió a protestar. ¿Qué era lo que él deseaba y que no podía esperar? Libertad, dijo Keith.
—Ya sabes cuál es mi respuesta —dijo Elaine.
—Que me costará caro. Bien, tal vez tenga una manera de elevar la tarifa. A ti no te disgusta el dinero en metálico, ¿verdad?
Ella mordió el anzuelo. Estaría en el apartamento a medianoche.
Keith observó el edificio desde la calle. A medianoche todas las luces estaban encendidas. A la una las luces de enfrente se apagaron y Keith se dirigió a la parte posterior. A la una y treinta, se apagaron las luces del dormitorio. Elaine debió pensar que él la había dejado plantada y se había ido a la cama. No podía haber cometido un error mayor.
Veinte minutos más tarde, Keith entró en el apartamento de Kawalik por la puerta trasera. El lugar estaba a oscuras. Por unos segundos, Keith temió que Kawalik tuviese más agallas de las que él había supuesto y ahora se encontrara a la zaga de otra víctima escogida previamente, pero el temor le abandonó cuando entró en el dormitorio. Un débil rayo de luna entraba por la ventana perfilando la silueta de un largo cuerpo debajo de las sábanas de la cama. Keith llevaba un arma en la mano. Encendió la linterna. Era Kawalik, pero no se movió. Se acercó a la cama. Los ojos de Kawalik estaban cerrados y su respiración era profunda. Un brazo salía fuera de la sábana. La primera corazonada de Keith había sido correcta. El brazo presentaba múltiples marcas de aguja y la última dosis debió ser muy fuerte. Kawalik no se despertaría durante varias horas.
Era una situación mejor de la que había imaginado. Paseó el haz de luz por la habitación y no quiso arriesgarse a encender las luces debido a la mirada de águila del propietario de enfrente. Objeto por objeto, fue encontrando todo lo que necesitaba: la pistola 45 de Kawalik en un cajón del escritorio, un par de zapatos de lona con suelas de goma en el ropero, un par de guantes, un bolso lleno de toallas de colores. Keith revolvió el contenido hasta encontrar una color rosa. Rosa intenso. Parecía adecuada para Elaine.
En el cuarto de baño encontró el cortaplumas entre otros interesantes objetos: una aguja hipodérmica, una cuchara con el recipiente ennegrecido, los restos de una camisa hecha jirones. Uno de los jirones estaba manchado de sangre. Kawalik debió ir demasiado lejos tratando de encontrar la vena. Otro trozo de camisa manchado de sangre colgaba de un costado del lavabo. Dirigió la luz de la linterna hacia abajo y luego la apagó inmediatamente. No respiró hasta que estuvo convencido de que había sido un gato lo que había escuchado fuera de la casa. Luego abandonó el lugar, sin encender la linterna, cerrando la puerta trasera con llave tras de sí.
Media hora más tarde, Keith trepó por la ventana del dormitorio de Elaine. Estaba asustado y le faltaba el aliento. Una docena de veces había esperado que ella escuchara el ruido en la persiana y arruinara todo su plan; pero los otros inquilinos del edificio siempre se habían mostrado proclives a visionar las películas que pasaban por televisión a altas horas de la noche y con el receptor a todo volumen, o a organizar ruidosas veladas nocturnas. Esta noche no era una excepción y por lo tanto Elaine estaría durmiendo, como de costumbre, con tapones en los oídos y una máscara cubriéndole los ojos. En realidad no necesitaba utilizar los zapatos de lona de Kawalik sobre la gruesa alfombra del apartamento, pero sí necesitaba la firma de Kawalik... la toalla color rosa que depositaría en el armario del cuarto de baño. En el cuarto de vestir encontró dos bolsos a plena vista. Cogió el dinero que había en ellos y se quedó con el más pequeño de los dos, un bolso de noche, para dejarlo posteriormente en el camino de acceso al edificio. Una vez hecho esto, se dirigió a la cama, se inclinó sobre Elaine y le quitó la máscara. Elaine se despertó sorprendida, pero no gritó. Elaine tenía valor... el valor suficiente para mirar detenidamente a la figura sombría que había junto a su cama hasta reconocerla.
—Oh, eres tú.«
Y entonces vio el arma. Luego Keith disparó.
Era sencillo. El asesinato era sencillo. Cuando se encontró a salvo dentro de su coche, Keith estuvo a punto de estallar de alegría. Sus nervios habían estado más tensos de lo que creía; ahora se encontraban relajados con la fuerza de una poderosa energía que llenaba sus tejidos. Sabía lo que sentía Kawalik cuando la droga hacía efecto en su torrente sanguíneo; libre y poderoso y a una altura de cinco mil metros. Elaine estaba muerta y nadie podía llegar a inculparle nunca a él. Los ruidosos vecinos no habían oído el disparo, el bolso de noche había sido dejado al pie de la escalera de servicio en la cochera, la toalla color rosa estaba en el armario del cuarto de baño y los de balística compararían el proyectil del cuerpo de Elaine con las dos balas que habían extraído de las otras dos mujeres. Y lo maravilloso de todo este asunto era que Kawalik, cuando lo cogieran, no sería capaz de recordar si realmente la había matado. Sólo tenía que regresar a casa de Kawalik y dejar allí el dinero, el arma, los guantes y los zapatos. Después de esto, él ya pertenecía al terreno de lo inevitable.
Lo inevitable fue el sargento Gonzales. Keith no vio el coche de la policía frente a la vivienda de Kawalik hasta que fue demasiado tarde para dar la vuelta. Había aminorado la marcha para aparcar y Gonzales le reconoció de inmediato.
—Veo que recibiste mi mensaje —dijo Gonzales.
Keith detuvo el motor. No tenía idea cómo había hecho Gonzales para localizar tan rápidamente a Kawalik, pero él podía hacerse el tonto. Hacerse el tonto significaba permanecer en silencio.
—Les dije a los muchachos del departamento que se pusieran en contacto contigo cuando me marché de allí. No me parecía justo que te perdieras el final de esta historia.
—¿El felino mortal? —preguntó Keith, mientras las ideas volaban por su mente.
—Le hemos cogido. Ya te he dicho, Briscoe, que tengo un ángel sobre el hombro en este caso. Otro golpe de suerte. Uno de los inquilinos sospechó algo. Dijo que anoche un sujeto anduvo merodeando por este lugar y que esta noche volvió a escuchar ruidos extraños, de modo que llamó a la policía. Los muchachos no encontraron a un merodeador, pero en la cochera encontraron algo mucho más interesante...
La mente de Keith se adelantaba a las palabras de Gonzales. Ya no se encontraba a cinco mil metros de altura, pero aún era libre. Ellos tendrían que buscar el arma. El podía ayudarles a buscarla; en la oscuridad él podía serles de gran ayuda.
—... un viejo cupé —agregó Gonzales—, como el que habían estado buscando todo el día. Echaron un vistazo. El asiento delantero estaba lleno de sangre.
En la oscuridad él podía ayudarles a encontrar el arma y los guantes y los zapatos con suelas de goma... Entonces la mente de Keith dejó de correr y escuchó las palabras de Gonzales.
—¿Sangre? —preguntó.
Sangre, como en un trozo de camisa en el cuarto de baño. Sangre, como la que comenzaba a escurrirse en las ropas de cama de Elaine y comenzaba a teñir las manos de Keith!
Gonzales asintió con un movimiento de cabeza.
—Creo que Clancy es mejor tirador de lo que pensábamos. El felino mortal no trepará a ninguna ventana esta noche, Briscoe, o cualquier otra noche. Ahora está allí dentro tan drogado que ni siquiera sabe que le hemos encontrado. Es una buena forma de matar el dolor cuando alguien le hace un agujero en la pierna.
Lo que Keith tenía en las manos no era sangre; era un arma. Cuando ya no pudo sostener su peso por más tiempo, se la entregó a Gonzales. Gonzales imaginaría todo lo demás. Un hilo, una red, un modelo. Elaine había estado en lo cierto, él tenía una debilidad, y un hombre débil no debería jugar con armas.