Doctor Apolo
El doctor Kessler, psiquiatra y director de la Clínica de Higiene Mental leyó el periódico de la mañana y salió rápidamente en dirección a la Central de Homicidios. El homicidio era su especialidad. Y en esta ocasión podía tratarse de un homicidio muy especial.
—El chico ha confesado —dijo el teniente Reed—. ¿Qué más queremos saber?
—Usted, nada —dijo Kessler—. Usted ya ha cogido a su asesino. —Arrugó la nariz. Le desagradaban los fuertes olores que siempre había en las comisarías—. ¿Cómo lo ha tomado?
—Sin problemas. No intentó huir ni esconderse. Se dirigió a un policía llamado Casetta luego de haber cometido el asesinato, un poco después de medianoche, y levantó su pequeña mano ensangrentada que sostenía el punzón para romper hielo. “Soy Richard Gorman, señor”, dijo. “Acabo de matar a un hombre”. Fin de la declaración.
—¿Está aquí ahora?
—No. Se encuentra en Detención Juvenil. Nosotros ya hemos terminado con el muchacho.
—¿Cómo lo ha tomado su madre?
—¿Cómo esperaría usted que lo tomara? —Reed sacudió la cabeza—. Esa mujer es una ramera. El chico la sorprendió en plena faena con ese tipo llamado Laramer. No quiere ver a su madre. Tampoco hablará con el abogado de oficio.
Reed hizo una mueca.
—Lo siento, Doc, no tiene antecedentes como delincuente juvenil y tampoco presenta tendencias antisociales. Un chico normal y de buenos modales que trabajaba largas horas en una fábrica después de salir del colegio para ayudar a su pobre madre viuda y a su colección de pretendientes. Su jefe dice que es un chico estupendo. Los vecinos sostienen que es el chico más encantador que han conocido. Le resultará difícil conseguir un diploma de chiflado para Gorman.
—Es lo mismo —dijo Kessler suavemente—, el chico apuñaló a Laramer con el punzón para el hielo. ¿Cuántas veces fueron... treinta y dos?
—Más o menos. Pero el Fiscal del Distrito le colgará.
—Usted ha hecho su trabajo —dijo Kessler. Sus gafas de gran aumento daban a su rostro delgado y anguloso la austeridad de un pájaro—. Mi trabajo comienza ahora porque estoy interesado en saber por qué lo hizo.
—Eche un vistazo a su historial! ¿Loco? Diablos, Doc, el chico perdió los nervios. Se salió de sus casillas. Puede pasarle a cualquiera.
—Afortunadamente para usted, teniente, esto no sucede cada vez que alguien pierde los nervios.
—Yo puedo decirle por qué lo hizo, Doc. Es muy simple.
—Dígamelo en su fácil y comprensible lenguaje.
—El chico odiaba a Laramer. Y tenía buenas razones para ello. Eso no lo convierte en un chiflado. Ha sido una venganza.
Y le ahorcarán por haberlo hecho.
Mientras caminaba en dirección a Detención Juvenil, Kessler observó la borrosa corriente humana que pasaba a su lado como si fuese un pez en un acuario sombrío. El odio se anidaba en todos ellos, pero eran muy pocos los que cometían un asesinato. Los casos como el de Gorman podían ayudar a iluminar una de las zonas más oscuras de la psquiatría: la psicología de la acción. Todo el mundo odiaba, pero muy pocos llevaban la emoción desde la fantasía al plano de la realidad y a su lógico clímax de asesinato. ¿Por qué Gorman?
Kessler, también, se encontraba particularmente interesado en los crímenes que eran la consecuencia de un odio familiar. Por ejemplo, el odio que siente un hijo por su padre, el clásico complejo de Edipo. Laramer no había sido el verdadero padre de Gorman, pero obviamente había actuado para el chico como un padre sustituto.
El caso Gorman era, en la superficie, sorprendentemente similar a los casos clásicos de parricidio. No obstante, Kessler no podía firmarlo con seguridad hasta no haber hablado con el chico, suministrándole algunos tests y entrevistando a algunos de sus conocidos, especialmente a su madre.
Posiblemente, y por el bien déla ciencia, Gorman mereciera salvarse del verdugo.
Gorman yacía en su litera en un rincón aislado del pabellón de detención. La luz grisácea que se filtraba a través de los barrotes de la ventana formaba rayas oscuras sobre su rostro. Una fornida matrona, que recordaba a una luchadora seudofemenina, se encontraba junto a la puerta de la celda. Kessler detestaba a los míseros contribuyentes que justificaban a esos asistentes debido a sus bajos salarios.
Kessler permaneció allí, fuera de la vista de Gorman, estudiándolo atentamente con un profundo interés clínico. Era un muchacho delgado, bastante atractivo, con el pelo corto y rubio y con rasgos bien definidos. Cuando se acercó a él,
Gorman se incorporó sonriendo con timidez. Era la clase de muchacho que a uno le cae bien la primera vez que lo ve.
Cuando Kessler se presentó, diciendo que estaba allí para ayudarle, que no era policía, ni predicador, ni abogado, y que nadie le había enviado, Gorman se limitó a sonreír débilmente y a asentir con la cabeza.
Al principio siempre era difícil ganarse la confianza de los criminales. Pero Gorman, técnicamente, no era un criminal.
Kessler encendió su pipa.
—Creo saber como te sientes en este momento, Richard. Sientes un gran alivio. Te sientes libre ahora que todo ha pasado.
Gorman se relajó y pareció mostrarse agradecido por esta inesperada y amable comprensión. Unas pocas y seleccionadas preguntas provocaron respuestas que indicaban que Gorman había vivido una vida bastante solitaria, incomprendido por todo el mundo y era, en consecuencia, un extraño para sí mismo.
Kessler le explicó que era médico y que sólo quería ayudarle a comprender algo de lo que había sucedido. Quería ser su amigo. Él no era un juez; él no le acusaba por su acción, si bien se trataba de una acción socialmente inaceptable, porque Kessler comprendía que esa acción había sido absolutamente lógica para Gorman.
—Y ahora te sientes bien por ello —dijo Kessler—. Como si hubieses estado mal del estómago durante mucho tiempo y por fin hubieras podido vomitar.
—Sí —Gorman respiró. Ahora sus ojos estaban brillantes—. Sí —repitió, ansiosamente, entregándose a Kessler como una criatura solitaria que finalmente ha encontrado a alguien que le escuchará, que está interesado, que no se echará a reír ni le pondrá en ridículo ni le golpeará con una porra—. Así es. Como si me hubiese quitado un gran peso de encima.
—Volveré a visitarte todas las veces que pueda —dijo Kessler—. Espero que hables libremente conmigo, que me cuentes todo lo que puedas sobre ti mismo, cómo vivías, cómo te sentías con respecto a todas las cosas. Con respecto a Laramer, a tu madre, a tu padre.
—¿Por qué?
—Queremos saber por qué lo hiciste, Richard. Por tu bien y por el bien de la sociedad. Podría decirse que es como buscar una especie de tumor oculto. Si le encontramos, y le aislamos, podremos extirparlo.
—Eso no resucitará a Laramer.
—Pero tú no estás muerto, Richard. Aún tienes una posibilidad de reintegrarte a la sociedad, de vivir una vida normal y sana. Estoy seguro de que eso es lo que deseas, independientemente de que en este momento puedas admitirlo o no. Pero para ello, debemos aclarar este asunto, Richard, intentar comprenderlo.
Gorman cruzó las manos.
—¿Qué es lo que hay que comprender? Quiero decir, yo sé por qué lo hice. Odiaba a ese tipo.
Kessler pensó que se trataba, de un término muy apropiado. Una sola palabra. Odio. Una palabra que desataba guerras. Una palabra con la que se podía volar el mundo.
—El odio es bastante común —dijo Kessler con amabilidad—. ¿Pero por qué tenías que matar a Laramer?
—Le odiaba lo bastante para hacerlo —Gorman se llevó un cigarrillo a los labios. Kessler le ofreció su mechero—. Gracias, señor —dijo Gorman y levantó la vista hacia la enrejada ventana de la prisión.
Era obvio que el muchacho se encontraba reprimido, que no estaba acostumbrado a hablar. Había comenzado torpemente, buscando las palabras, pero luego la intensidad de la emoción pareció asumir la dirección y el joven dejó salir a borbotones toda su hostilidad y también sus justificaciones, y se sintió sorprendido por su propia verborrea.
Todo había ido bien hasta que su padre había resultado muerto en un accidente industrial hacía cinco años. Su padre, dijo Gorman, había sido muy bueno con él, le compraba cosas, boxeaban juntos y le llevaba al gimnasio. Su padre y su madre se peleaban continuamente, pero eso estaba bien, porque ella era una pesada.
La pequeña grabadora que Kessler llevaba en el bolsillo registraba fielmente el testimonio de Gorman.
—...luego, cuando papá murió, ella comenzó a traer hombres a casa. Yo era como un extraño y ella ya no se preocupaba por mí; lo único que le importaba era que trabajara en esa maldita panadería y llevara a casa la paga semanal... y ya no se molestaba por cocinar para mí o por ayudarme... pero esos tipos, especialmente Laramer, se desvivía por él... le lavaba la ropa interior, le cocinaba... él no se casó con ella, comprende, pero Laramer prácticamente vivía en la casa, se había mudado allí, se había hecho cargo de todo... y era un borracho, un holgazán y me golpeaba todo el tiempo, pero a ella no le importaba, no decía nada... sólo cogía mi dinero y le compraba cosas a Laramer, ropas y vino, cigarrillos y cerveza... él me echaba de mi propia casa y me golpeaba... era más grande que yo y era un tipo duro... y cuando pasaba la noche en casa no me permitía entrar, yo tenía que dormir en el parque... y también la golpeaba a ella... yo regresaba por la mañana y ella tenía los ojos a la funerala, pero le preparaba el desayuno como si nada hubiese pasado, a mí nunca me lo preparaba...
—Pero tú nunca se lo contaste a nadie, ¿verdad? —dijo Kessler—. Podías habérselo dicho a alguien. Eso habría ayudado.
—¿Cómo? ¿Quién hubiese hecho algo? Y, de todos modos, creo que era una cuestión de honor. Yo no quería que la gente supiese la clase de mujer que era mi madre. Como el honor en la familia...
Una cobertura moral para un profundo conflicto inconsciente, pensó Kessler. Amor por la madre y odio por el rival.
—...y entonces, la noche pasada, regresé a mi casa haciendo mucho ruido para que supieran que había llegado... y ellos estaban en el dormitorio y yo escuché que se reían de mí...,así que cogí el punzón para el hielo y entre... después de eso, como usted dice, me sentí maravillosamente. No me importa lo que me suceda. No importa lo que ocurra, es mejor de lo que tenía antes. ¿Quién puede vivir en esa situación? Tenía que hacerlo.
Pueden ahorcarme o hacerme lo que ellos quieran, no me importa. Merecía la pena.
De pronto, Gorman se incorporó y alzó sus puños hacia la ventana.
—No lo lamento. Lo tenía merecido. Debí hacerlo la primera vez que le vi. Debí matarlo entonces. Le odiaba, eso es todo.
Una máscara de interés cubría el rostro de Kessler cuando se sentó a escuchar las palabras de Gorman. Pero, en su interior, los pensamientos trabajaban febrilmente intentando delinear un completo modelo clínico. Ciertamente parecía tratarse de otra situación clásica de complejo de Edipo, con interesantes variaciones que merecían un estudio en profundidad. Se advertían los elementos típicos. El muchacho normal que estalla y comete un bárbaro asesinato. Su juventud El asesinato que tiene lugar en el dormitorio de su madre. Después de cometido el crimen, no existen deseos de evitar el castigo. No hay culpa ni arrepentimiento. La habitual justificación apelando al honor familiar. Todo coincidía. Kessler tomó su decisión sin preocuparse por entrevistar a la señora Gorman.
Era evidente que merecía la pena salvar a Gorman de la horca. Gorman era un excelente espécimen. Por un momento, Kessler le vio como a un conejillo de Indias con piel dorada; luego prescindió de esa imagen por considerarla demasiado cruel. No, Gorman era como un tejido canceroso que debía ser aislado, preservado para su estudio, a fin de impedir que la enfermedad se diseminara.
No, tampoco era eso exactamente. Gorman era como esos canarios utilizados en las minas y que son llevados en jaulas para advertir de la presencia de gases letales.
“Eso es todo, señor. Le odiaba Pasaron las semanas. No fue fácil lograr que Gorman pensara de sí mismo de un modo menos primitivo, y de manera más sofisticada y compleja. No fue fácil lograr que Gorman explorara profundamente en las complejas regiones que había debajo del nivel de su conocimiento consciente.
Pero Kessler lo consiguió. Las percepciones internas de Gorman se ampliaron gradualmente. Kessler le hablaba, le escuchaba, le administraba las rutinarias pruebas psicológicas. El test de Rorschach, el de asociación de palabras, el de frustración de la imagen y el test de inteligencia. Gorman era ignorante, pero estaba muy lejos de ser un estúpido. Su trabajo escolar había sido un fracaso porque él había sido separado de su verdadero yo. Nunca había leído más que algunos tebeos.
Todo eso cambió lentamente al principio, y luego con asombrosa rapidez. Gorman no sólo se convirtió en un lector voraz sino que demostró poseer una notable memoria retentiva.
Le fascinaba la literatura que Kessler le recomienda, y comenzó a considerarlo como una especie de Dios. Y Kessler no seleccionaba indiscriminadamente el material de lectura de Gorman. Él creía que debía suministrar a su paciente la clase de literatura que parecía tener una aplicación directa a su problema.
La situación conflictiva básica de Gorman se derivaba de su complejo de Edipo. Kessler estaba seguro de este punto, de modo que le recomendó que leyera Hamlet, y a Sófocles, Edipo Rey, Edipo en Colonus y la historia de Orestes. Y le pareció sumamente interesante que Gorman se identificara con Hamlet, más que con Edipo, y pareció especialmente intrigado por la escena del salón.
Gorman desarrolló un sentido de su propia importancia, de su propia valía y responsabilidad. Las percepciones vitales se producían con creciente rapidez.
—Seguro —decía Gorman—. Muchos padres mueren, y las madres comienzan a salir con otros hombres, y muchos sujetos odian a los amantes de sus madres, pero ahora comprendo cómo se puede llegar a odiar al amante de tu madre, incluso odiar a tu propio padre por la relación que mantiene con tu madre.
Pero tenía ciertas dificultades para comprender por qué Laramer era igual que su padre, toda vez que Laramer era un tipo brutal y alcohólico y su padre había sido un hombre estupendo.
Kessler se lo explicó...
—Tu padre estaba muerto, de modo que lo idealizaste. Es probable que él no fuese tan perfecto como tú piensas que era. Pudiste cambiar toda tu hostilidad reprimida hacia tu padre y depositarla en Laramer. Era más fácil odiar abiertamente a Laramer, porque él no era tu verdadero padre; pero, al mismo tiempo, él había asumido el papel de tu padre. No sólo podías odiarle abiertamente, sino que podías permitir que en tu interior creciera el deseo de matarle. Y, finalmente, pudiste matarle sin sentir ninguna culpa.
Gorman asintió. Ahora sus ojos brillaban de orgullo y respeto por sí mismo.
—Igual que en Hamlet —dijo—. Igual que Hamlet en el libro.
—Eso es. Igual que Hamlet, Príncipe de Dinamarca.
Gorman se extendió en la litera.
—Ahora todo tiene más sentido para mí. Yo pensaba que lo había hecho porque le odiaba.
—¿Crees que ahora sabes por qué lo hiciste, Richard?
—Oh, seguro. No fue porque le odiara. El odio es sólo un síntoma de un conflicto mucho más profundo. Yo le odiaba porque simbolizaba mi padre. Y yo siempre había odiado inconscientemente a mi padre, porque siempre me había sentido celoso de su relación con mi madre. De modo que este odio fue creciendo dentro de mí a lo largo de los años, pero yo lo mantenía oculto y no lo sabía. Durante mucho tiempo no pude hacer nada al respecto, no mientras papá vivió, porque me sentía demasiado culpable al sentir deseos de matar a mi propio padre cuando todo el tiempo me parecía que era un hombre tan maravilloso. Entonces cuando Laramer hizo su aparición, pude hacerlo. Eso también fue parecido a lo que aparece en Hamlet. Y también estaba ese asunto del honor familiar. Ahora lo comprendo todo claramente.
Kessler se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—Sí —murmuró, apenas capaz de controlar su propia emoción—. El clásico complejo de Edipo. Recuerda la dinámica del complejo. Tú actuaste a partir de una hostilidad inicial reprimí, da contra la imagen paterna como el rival envidiado por el afecto de tu madre.
Kessler se interrumpió. A veces tenía la tendencia de embarcarse en un discurso plagado de términos técnicos. No creía que ese método sirviera para algo, especialmente con personas ignorantes. Toda esa palabrería era para los libros de texto, personajes estirados, intelectuales reunidos en alguna fiesta; era un idioma estereotipado. A veces era necesario para la comunicación.
Era muy necesario si uno tenía que impresionar a la Comisión de Insania.
Mientras tanto, Gorman había sido acusado de asesinato, trasladado del centro de Detención Juvenil a la cárcel, nuevamente a Detención Juvenil, otra vez a la cárcel y, finalmente, al tribunal de homicidios.
Kessler preparó un voluminoso alegato que explicaba la acción cometida por Gorman en términos sumamente complejos y luego se presentó ante la Comisión de Insania.
Gorman había protestado ante la idea de ser tildado de loco. —Pero es que sin una recomendación favorable de la Comisión de Insania —le explicó Kessler—, pueden enviarte a la horca. Estás acusado de asesinato.
—Pero yo no estaba loco —dijo Gorman.
—Igualmente debo convencer a la Comisión de Insania que en el momento de matar a Laramer tú no discriminabas entre el bien y el mal. —Intentó explicarle los tecnicismos de lo que constituía insania legal.
—Pero los dos sabemos que yo no estaba loco —gritó Gorman y estuvo a punto de echarse a llorar—. Ya lo hemos resuelto. Fui víctima de una neurosis compulsiva.
—Debo alegar insania para salvar tu vida, y eso es precisamente lo que pienso hacer —insistió Kessler—. Estás empezando a despertar, a descubrir lo que la vida puede significar. Tienes que salvarte.
De modo que Kessler compareció para testificar ante la Comisión de Insania que consideraba el caso Gorman, y para salvarle. Después de seis horas de abrumadora evidencia clínica, en lo que fue realmente la actuación de un virtuoso, demostró que Gorman era un sujeto legalmente insano en el momento de cometerse el asesinato, según la definición que la ley tenía prevista para estos casos. Demostró la existencia de un impulso irresistible. Demostró que Gorman padecía de un desorden casi específico en la discriminación del bien y el mal, y que había considerado como ético, e incluso heroico, un hecho que para la conciencia de un hombre normal era una acción aberrante.
La Comisión aceptó la opinión de Kessler. Gorman fue enviado a un asilo estatal para criminales perturbados.
Kessler deploraba las condiciones existentes en los asilos estatales. En contra de lo que sostenía la propaganda oficial, él sabía que detrás de sus falsas fachadas se encontraba una realidad muy distinta. Eran modernos manicomios con guardianes sádicos, con una supervisión totalmente inadecuada.
Por lo tanto, intervino para que Gorman fuese trasladado a un sanatorio privado conocido como Green Valley Manor, en el que Kessler trabajaba como residente con dedicación parcial y al que había ayudado a fundar y desarrollarse. En ese lugar las condiciones eran ideales para el tratamiento de aquellos pacientes que podían ser recuperados para la sociedad.
Green Valley Manor parecía un encantador refugio a las orillas de un lago. En sus predios se encontraban numerosas cabañas, cada una reservada para los huéspedes, algunos de los cuales eran lo bastante ricos para pagar 1500 dólares por mes, y unos pocos que pagaban lo que podían, lo que en muchos casos era nada. Estos casos especiales, como el de Gorman, eran admitidos bajo recomendación de un miembro del personal clínico de Green Valley Manor.
Las fuentes jugaban entre las sombras de columnatas griegas, y estatuas griegas y romanas parecían danzar en los claros umbrosos.
El día en que Gorman fue admitido en Green Valley Manor Kessler le enseñó personalmente el lugar. Pasaron junto al pabellón de los pacientes violentos y a un edificio destinado a la terapia de shock. El edificio guardaba cierto parecido con un pabellón del mundo antiguo, con columnas acanaladas y una estatua de Neptuno repleta de tritones. También había un lugar llamado Cabaña de Aislamiento, pero Kessler le aseguró a Gorman que él jamás la conocería.
Kessler abrió la puerta de la cabaña privada de Gorman y los dos hombres entraron. Gorman se sentó, encendió un cigarrillo y echó un vistazo alrededor con tímida gratitud, y parecía incapaz de articular algún comentario apropiado.
—Bien, Richard, éste será tu hogar durante algún tiempo. Estoy seguro de que lo encontrarás más cómodo y razonable que las condiciones que existen en el exterior.
Gorman asintió con la cabeza.
—Aquí puedes estudiar y crecer con cierta libertad. Podrás verme todas las veces que quieras. Aquí encontrarás amistad y comprensión. Son muy pocos los que en este lugar pueden alzar un dedo acusador. Tu nueva vida comienza aquí, Richard. Un día volverás allí fuera como un joven sano y normal. Te casarás y tendrás hijos.
—Gracias a usted, señor.
Kessler sonrió con ligera turbación ante la abierta adoración demostrada por la voz y los ojos brillantes del muchacho. Entonces dijo, precipitadamente:
—Desde ahora dependerás cada vez más de ti mismo. Debes comenzar a sentirte independiente de mí. Debes comprender que ningún médico es tan importante como tú piensas. Yo no soy Dios... ni siquiera soy su primo.
Gorman sonrió con timidez pero no pareció muy convencido. Ésta sería, siempre lo era, la parte más dura. Separarse del psicoanalista para lanzarse a la corriente como una persona verdaderamente independiente.
Las ventanas estaban abiertas. El aroma de las lilas y las glicinas flotaba en el cálido aire de primavera. Un colibrí pendía en la ventana enmarcado como si fuese un cuadro atemporal e iridiscente. Se escuchaban risas simpáticas a través del sombreado atardecer.
Kessler encendió la pipa y se regocijó secretamente por los notables progresos realizados por su paciente.
Alzó la vista y observó que Gorman repasaba el papel especial que él había preparado como resultado de su interés por el caso Gorman. Afirmaciones paralelas. Citas de Hamlet que se asemejaban asombrosamente a las formuladas por Gorman quien, en aquel momento, era casi un analfabeto.
La motivación original para preparar dicho papel especial había sido el propósito de Kessler de escribir un libro basado en el caso Gorman. Kessler estaba convencido de que merecía la pena intentarlo y, si lo manejaba correctamente, hasta podía llegar a convertirse en un bestseller.
Gorman: Llegó un momento en que no podía dormir. Durante toda la noche tenía esos sueños en los que Laramer me perseguía, y siempre terminaban conmigo persiguiéndole a él porque Laramer me tenía miedo.
Hamlet: Señor, en mi corazón había una suerte de lucha que me impedía conciliar el sueño.
Gorman: Yo solía pensar que estaba loco. Todos mis pensamientos parecía encajar en un solo propósito: debía matar a Laramer.
Hamlet: Una prueba de la locura: pensamientos y recuerdos concordaban.
Gorman: No quiero saber nada con las mujeres. Si no permito que me atrapen, mi madre dejará de traer hombres a casa.
Hamlet: ¡Lleváosla a un convento!
Gorman: Soñé que mi padre llegaba y me decía que ya era lo bastante mayor para hacer algo. No permitas que Laramer le haga esas cosas a tu madre.
Hamlet: ¡No permitiré que el lecho real de Dinamarca sea un lecho para la lujuria y el condenado incesto!
Qué transformación asombrosa, murmuró Kessler. Ahora Gorman comprendía, emocional e intelectualmente, el fundamento de su asesinato compulsivo en la persona de Laramer. Y ahora su actitud hacia las mujeres comenzaba a cambiar, exactamente igual que la actitud de Hamlet hacia Ofelia.
Gorman lo comprendía todo en aquellos puntos donde antes no había comprendido nada, donde no había sentido nada más que un odio primitivo.
Ahora que los antiguos limbos habían sido cortados del árbol, otros limbos, nuevos, frescos y normales crecerían libremente.
En alguna parte, alguien pulsaba suavemente las cuerdas de una guitarra.
Gorman alzó la vista. Su rostro se iluminó.
—Me imagino a mí mismo en la escena de Hamlet en la que cavan la tumba. Ya sabe, donde el Príncipe comienza a ver las cosas correctamente y comprende lo que siente, verdaderamente, por Ofelia.
—Sí —dijo Kessler.
Incluso habla de manera totalmente diferente, pensó Kessler. Cuidando las palabras, como si fuese un actor.
Gorman dudó un momento y luego dijo, casi en un murmullo:
—Creo... creo que me gustaría ver a mi madre.
Kessler se puso rígido.
—¿Qué? ¿Por qué?
—He estado pensando mucho en ella últimamente. Incluso sueño con ella. Ayer pensé en ella y me eché a llorar. —Gorman se dirigió a la ventana y alzó la vista al cielo—. “Tu pecado te ha destruido”.
Kessler le miró confundido. Y, por alguna razón, un tanto irritado. Entonces tuvo una fugaz percepción de su propio interior. Él también tenía dificultades con las mujeres. Había estado casado y se había divorciado, y ahora estaba soltero. Se decía a sí mismo que permanecía soltero porque no podía dedicarle el tiempo necesario a la vida doméstica. Un autoanálisis, sin embargo, parecía revelar motivaciones más profundas, ciertos indicios de hostilidad hacia las mujeres. Recordó la entrevista que había mantenido con la señora Gorman, y qué vulgar y animal había sido la conducta de aquella mujer... es decir, como una imagen impresionante. No, naturalmente, como un ser humano.
Pensó que él se las arreglaba con bastante éxito para mantener sus problemas emocionales al margen de su trabajo profesional. Pero ahora, por alguna razón, comprendía que había mantenido cuidadosamente a la señora Gorman fuera de este proceso psicoanalítico tanto como le era posible.
Y ahora, retrospectivamente, recordó la falda de la señora Gorman, ceñida y revelando sus amplias caderas, y la prominencia de sus grandes senos, y la forma en que había curvado los labios cuando le invitó a pasar a la casa. Desde entonces él había sentido una especie de rechazo hacia la mujer debido a la forma en que ella había tratado a Richard y, también debido a su naturaleza promiscua e irresponsable.
—¿Qué es lo que has dicho, Richard? ¿No era ese un fragmento de Orestes?
Gorman se volvió.
—Creo que sí. En cualquier caso he estado leyendo intensamente Orestes y pienso cada vez más en mi madre. Me gustaría verla. Ahora me siento diferente con respecto a ella. Me siento como si pudiera ser... bueno... como si mi verdadero yo pudiera estar con ella ahora. Pero aún siento esta hostilidad hacia las mujeres. No es correcto. Si alguna vez debo regresar allí fuera a vivir una vida normal y sana, casarme y tener hijos, me tienen que gustar las mujeres. Esa es un área que aún no ha sido suficientemente trabajada. Tendríamos que investigar en esa dirección. Señor, me gustaría hablar con mi madre.
—Creo... creo que eso puede arreglarse.
—¿Ha intentado ella verme?
Kessler se revolvió un poco incómodo.
—Bueno... sí.
—¿Cuándo puedo verla?
—¿Cuándo te gustaría verla, Richard?
—Tan pronto como sea posible. Es como si nunca hubiese sabido que tenía una madre. Sé que hasta que no arregle las cosas con ella, nunca me sentiré bien. Nunca me gustarán las mujeres. Ella es la clave. Como en los libros.
Complacido, pero aún ligeramente molesto por algo, Kessler se puso de pie.
—Veré si puedo traer a tu madre mañana por la tarde. Las horas de visita son de cinco a siete. Puedes verte con ella aquí, en tus aposentos privados.
—Gracias. Creo que puede aprender muchas cosas de ella.
La tarde siguiente, a las siete y cinco, Kessler vio a Gorman que llegaba ansiosamente por el sendero de grava que conducía hacia el porche del edificio administrativo donde él se encontraba sentado a una mesa bebiendo una copa de coñac y fumando su pipa. Gorman agitó un brazo, luego apretó el paso salvando los escalones de tres en tres. Esta tarde el chico estaba verdaderamente radiante.
Gorman se sentó frente a Kessler, extendió las piernas y miró a través de los árboles que comenzaban a oscurecerse bajo la luz del atardecer y a los silenciosos murciélagos que volaban contra el cielo.
—Bien — dijo finalmente Kessler—, ¿ha sido tan esclarecedor como esperabas?
—Sí. Creo que ahora esta cuestión con las mujeres se solucionará rápidamente.
—¿Entonces la visita ha sido buena?
—Sabía que lo sería. La he dejado allí. Me gustaría que usted la viese antes de que...
—¿Antes de qué?
—Antes de que suceda algo.
Kessler estudió al muchacho. El rostro arrebolado, su mirada de júbilo.
—Pero antes necesito explicarle algo —dijo Gorman.
Nosotros... nosotros hemos cometido algunos errores. Básica— mente usted tenía razón. Me refiero al complejo de Edipo. Era una cuestión familiar. Pero eso no era todo...¿comprende?
Kessler estaba satisfecho, feliz por esta demostración de la autosuficiencia de Richard al resolver sus propios problemas.
—¿Esperabas que yo fuese omnisapiente? ¿Que lo supiera todo, quiero decir?
—Creo que durante un tiempo yo le idealicé. Pero luego comencé a pensar que habíamos dejado a mi madre fuera del cuadro durante todo ese tiempo. Releí Orestes. Y entonces comprendí que yo no tenía ningún complejo de Edipo. Era un complejo de Orestes...
Kessler frunció el ceño.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—¿Acaso los dos complejos no son parecidos?
—En cierto modo. Ambos son variaciones de...
—Está la excesiva fijación con la madre —dijo Gorman mientras observaba el vuelo de los murciélagos—. El odio hacia las mujeres, la culpabilidad... como con Hamlet...
—Hamlet no mató a su madre —replicó Kessler, nuevamente irritado.
—Sin embargo, lo habría hecho —dijo Gorman—. En la escena del salón, ¿recuerda? Cuando él mata a Polonio. Estaba preparado para cometer un asesinato —el de su madre— o de otro modo no habría hecho lo que hizo. Él no sabía que Polonio estaba allí. Pero le oye, se vuelve y le apuñala a través de la cortina y le mata. Polonio era un sustituto de la madre de Hamlet. Igual que Laramer era un sustituto...
Kessler intentaba decir algo pero no sabía exactamente qué.
Gorman se volvió con los ojos brillantes.
—Ahora todo encaja. Una excesiva fijación por la madre; de modo que uno tiene que matarla para llegar a ser un hombre. Para poder amar a otra mujer. Empieza como una fijación y termina siendo odio.
Gorman se inclinó ante Kessler, quien sentía una extraña incapacidad para moverse.
—Cuando yo era niño, el sexo era un tema tabú para mí y mis amigos. Pero no para ella. Ella no era buena. Soñaba que le mataba disparándole con un rifle. Pienso en Oreste cuando dice “Yo no te he matado... tu pecado te ha destruido...”
Kessler corría ahora a toda velocidad por el sendero de grava, bajo borrosos fragmentos de sombras e inmóviles manchones de hojas verdes. Respiraba con creciente dificultad, como si fuese un pez fuera del agua, mientras bajaba a la carrera la escalera que llevaba hacia las cabañas privadas junto a la débil y cantarína corriente de agua. Tenía la garganta seca. En el pecho sentía una terrible opresión, pero se sentía asombrosamente vivo y su mente estaba aterradoramente despierta.
Unos pasos más atrás, Gorman le seguía también a la carrera. Sus ansiosas pisadas eran increíblemente sonoras y se escuchaban de manera diferente sobre la rugosa superficie de la grava.
Y su voz le llamaba una y otra vez a través de la luz del crepúsculo como si fuese un niño quejumbroso que llama al padre que lo ha abandonado.
Un momento después, Kessler salió tambaleándose del interior de la cabaña de Gorman y atravesó el pequeño bosque— cilio en dirección al arroyo. Seguía viendo a la señora Gorman como algo que no era humano, yaciendo desnuda y sin vida sobre la cama. Los miembros parecían los de una estatua parcialmente destruida y hallada en una antigua ruina, y los delgados hilos de sangre en su rostro agujereado y las heridas que había ocasionado el puñal en la garganta y los pechos como si fuesen grietas que aparecen en las estatuas muy antiguas, que indican su autenticidad y que no pueden pasar como imitaciones.
Es extraño, pensó, pero es la primera vez que he podido mirar a una mujer muerta.
Y entonces Kessler comprendió. Él también la odiaba, pensó. Siempre había odiado a las mujeres.
Cayó sobre sus rodillas, con la mitad de su cuerpo en el agua helada... en una zona de sombras tan espesas que era todo el mundo nocturno después de la caída del sol.
Gorman se arrodilló a su lado, estrujándole el hombro y sollozando de alegría.
—Ahora me siento realmente bien, realmente purificado. Antes no era completo, señor. Ahora me siento mucho mejor que antes, como si tuviera alas.
Kessler cogió un poco de agua y se la pasó por el rostro. Le parecía escuchar un extraño coro que cantaba en las sombras. Sus ojos se cerraron en un momento de profunda meditación. El mito de Orestes era el que menos le había interesado. Era la única tragedia griega que él había negado, y nunca hasta hoy se había molestado en recordarla.
En Micenas, Grecia, después de la Guerra de Troya, ¿verdad?
Y Orestes, aquel joven de linaje y noble apariencia, había asesinado a su madre. Les dijo a los respetables ciudadanos que lo había hecho porque su madre había deshonrado a su familia. Ella era culpable de adulterio. Orestes fue juzgado en la ciudad de Atenas, siendo absuelto por los jueces, y las Furias que le perseguían clamando venganza fueron detenidas por Atenea, la Diosa de la Sabiduría.
—Ahora está todo bien —decía Gorman desde alguna parte remota—. Se trataba del complejo equivocado. Pensábamos que era uno, pero resultó ser el otro. Sin embargo, ahora todo ha sido aclarado, ¿verdad? ¿Verdad, señor?
Kessler hundió las manos en el agua fría y vio cómo se ondulaba entre sus dedos como si fuese almíbar de cristal, y recordó quién había sido el que le había dicho al joven y noble Orestes que debía matar a su madre.
El coro pareció elevar sus voces en un crescendo ahogando su pensamiento mientras Kessler murmuraba:
—Mírame, Richard. Mírame, tú no lo sabes, mi nombre es Apolo.