Déme diez días
Era una locura. Era absurdo. No era la forma en que él hacía las cosas. Pero en el mismo momento en que vio su fotografía en el periódico, Brad se enamoró de ella.
Desplegó el periódico y la miró detenidamente. Joven, de rostro afilado. Dos ojos pequeños y oscuros que le miraban y le gustaban. Una boca que sonreía, como si no se debiera exhibir públicamente tan hermoso perfil. Tres o cuatro ondas de pelo color azafrán. Media oreja.
Brad leyó lo que ella le decía en el anuncio. “Déme diez días.” Ella se lo pedía en letras de molde. “Y haré de usted un bailarín del que cualquier pareja se sentirá orgullosa.” La promesa iba en letras más pequeñas. Incluso firmaba el anuncio para demostrar que hablaba en serio... Mavis Ward, con una escritura firme y femenina.
Eso es lo que sucedía cuando se buscaba una cosa afanosamente. Se encontraba otra. Durante tres meses, en su primer trabajo en solitario como Investigador Federal Especial, había estado buscando a un tal Josa Sforzi, un caballero de indefinidos antepasados balcánicos. Conocido como un sujeto ligero de dedos. Nada concreto sobre él. Sólo una extraña acusación en un país que tenía ya demasiados criminales propios. Se sospechaba que era un extranjero ingresado ilegalmente en el territorio.
El problema era que Brad no le había encontrado. Eso le producía arrugas en la frente. Había quitado peso a su esbelto cuerpo. Sus ojos gris acero mostraban una mirada colérica. Había emprendido la búsqueda tan furiosamente que sus posibilidades de éxito se vieron frustradas, casi destruidas, por la misma intensidad de su empeño. Le había colocado en una posición en la que la extrema necesidad de relajarse le había llevado a enamorarse de la fotografía de una mujer.
—Una locura —murmuró Brad cuando pensó en la idea de enamorarse de una fotografía—. Pero tal vez sea esto lo que necesito.
También pensó que había estado buscando a Mavis durante mucho más tiempo que a Sforzi.
Esa tarde, cuando la vio en la escuela de baile, decidió sin vacilar que le daría diez días. Para empezar. La reconoció al instante; no hubo ninguna duda al respecto cuando la divisó entre la gente y pudo admirar la leve perfección de su figura... que no había reflejado la fotografía, pero que él sabía que formaría parte de ella.
Estaba bailando con un hombre alto y vestido impecablemente. Brad observó a la muchacha un instante y luego miró al hombre. El corazón le dio un vuelco en el pecho, sorprendiéndole, porque él no acostumbraba a permitirse esas emociones. ¿Era posible? Miró al hombre con más detenimiento. Vio una nariz ambiciosa. Sus ojos de águila. Un lunar decorando una sien.
Luego comprendió que buscando otra cosa, había encontrado la primera.
Se puso instantáneamente en guardia. Ahora no cometería ninguna locura. Al menos, ninguna irreparable. Pero aún estaba Mavis. Eso no cambiaba las cosas, a menos que pudiera tener alguna relación con Sforzi. No obstante, ella no podía ser parte de él.
Les observó. Se movían lentamente sobre el piso resplandeciente. Sforzi no parecía necesitar ninguna instrucción para deslizarse sobre la pista. Conocía todos los pasos. Hablaba con Mavis mientras se desplazaban al compás de la música. Sus miradas se encontraban como si cada uno disfrutara plenamente de la compañía del otro. Eso era casi suficiente para que Brad le apretara las clavijas a ese sujeto, en lugar de esperar para ver qué estaba tramando y de ese modo poder cogerle con mayor seguridad.
Una rubia con el pelo enlacado, que se encontraba sentada junto a un escritorio barnizado, le informó que se le asignaría una instructora.
—Quiero a Mavis —le dijo Brad.
—¿Cómo ha dicho?
—Quiero decir, a la señorita Ward.
—En este momento ella está ocupada. Hay otras...
—Esperaré.
—Aún tiene para media hora. Todas nuestras profesoras son...
—Esperaré.
Esperó un rato y luego le "dijo a la rubia que creía conocer al caballero que estaba bailando con la señorita Ward.
—Es el señor Josa Sforzi, ¿verdad? ¿El importador de la calle cincuenta y siete? —mintió Brad.
—Ese es el señor Gleb Farodny. Se aloja en el Mirazon, creo.
—Me he equivocado —dijo Brad.
Cuando Sforzi renunció a su monopolio sobre Mavis, Brad no pudo discernir si entre ellos había algo más que lecciones de baile. Por cierto, se preguntó si era habitual que un alumno, antes de marcharse, se inclinara a besar la mano de su profesora.
Brad cogió la mano que acababa de ser besada y una sensación extraña le invadió el cuerpo. Era como el momento en que culminaba un caso después de semanas de arduo trabajo. Era como encontrar una fortuna. Como el amanecer de un nuevo día. Los dos ojos, pequeños y oscuros, le miraron y aún le gustaban. La boca sonrió humildemente con sus revelaciones. El pelo color azafrán y la mitad de una oreja se encontraban justo debajo de su mentón.
Era exactamente lo que anunciaba el periódico, sólo que mucho mejor.
Se deslizaron sobre la pista. Ella permitió que fuera él quien la llevara, como una pluma entre sus brazos, sus delicados pies suspendidos en el aire. Este primer movimiento era para analizar su forma de bailar, para estudiar sus fallos, para comprobar si él carecía de confianza.
Brad estableció de inmediato una de las respuestas.
—Bradford Murray. Ése es su nombre completo.
—Hace bastante que no baila, señor Murray-dijo ella—. Su estilo es de hace dos años.
—Brad —así le llaman para abreviar el nombre— no ha tenido mucho tiempo para unirse a las multitudes danzantes.
—Carece usted de variación —dijo ella con aire competente—. La variación es lo que hace interesante a un bailarín.
—¿Le he dicho que él tiene veintiocho años, es soltero y siente curiosidad por la gran ciudad?
—Se mantiene usted demasiado rígido. Relájese. Tómelo con calma.
—Él vio su fotografía en el periódico y se enamoró de usted. No, él no se refiere a lo que usted naturalmente piensa. No es un amor de diez días. Y tampoco de diez semanas.
—¿Nunca ha aprendido a girar correctamente hacia la izquierda, verdad, señor Murray?
—O de diez millones de años.
—Vamos, intentaremos dar un giro correcto hacia la izquierda. Eso está mejor. Ahora, otra vez.
—Es la clase de amor de dos personas que han nacido, han crecido y ahora se conocen y comprenden que están hechos el uno para el otro.
Ella se detuvo.
—¿Señor Murray-dijo—, vamos a enseñarle el baile moderno, o va usted a continuar hablando tonterías?
—Escuche —dijo Brad—, hablo en serio. Mucho más en serio de lo que usted piensa. He recortado esa fotografía del periódico y la he metido en el banco. Quiero ahorrarla. Quiero cobrar intereses durante el resto de mi vida.
—Tal vez el banco no esté abierto para esa clase de operaciones.
—Este banco —dijo él—, es tan comprensivo que siempre escucha lo que el cliente apropiado tiene que decir.
—¿Bailamos?
Volvieron a deslizarse sobre la pista.
—Dispondremos de mis diez días de la siguiente forma —dijo Brad—, usted podrá emplear la mitad del tiempo de cada día para convertirme en un bailarín del que cualquier pareja se sentiría orgullosa, y yo emplearé la otra mitad en lograr que se sienta orgullosa de Brad.
El Mirazon estaba en el centro de la ciudad y era uno de los mejores hoteles de lujo. Era nuevo y enorme y se alzaba hacia el cielo sin vacilaciones, como si no le temiera a nada. No era un lugar en el que no pudiera vivir si no disponía de un respetable ingreso, visible o invisible. El tal señor Gleb Farodny no estaba visible, pero tenía una suite en el hotel. Un grupo de lujosas habitaciones en lo alto de la torre. Brad no subió a la suite. No tenía particular interés en hacerlo. Seguía a Sforzi todos los días cuando aparecía en el vestíbulo. En ocasiones por la mañana. Más a menudo por la tarde. Se pegaba a sus talones y le seguía a todas partes.
Sforzi no hacía nada que no hiciera cualquier individuo en la ciudad. Visitaba a su sastre. Almorzaba en Park Avenue. Asistía a representaciones teatrales. Demostraba cierta predilección por las películas extranjeras. Cenaba solo en el Mirazon. En una oportunidad participó en una partida de Bridge con un grupo de amigos. No hacía nada que no fuese absolutamente normal.
Si se traía algo entre manos, lo disimulaba a la perfección. El aspecto más significativo de su vida parecía ser matar el tiempo hasta que llegaba el momento, cada noche a las ocho, de dirigirse a tomar su clase de baile con Mavis. Una clase que no suponía ninguna instrucción, ya que Mavis no le enseñaba nada. Pasaban toda la hora ejecutando pasos que él ya conocía.
Y hablando.
Durante la hora de Brad, Mavis hacía más progresos con él que a la inversa. Trabajaban sobre el giro a la izquierda. A Brad aún le resultaba bastante complicado. Ella insistía. Mientras tanto, él le contaba todo acerca de Brad. Todo excepto quién era en realidad. Debía mantenerlo en secreto incluso frente a ella. Por las dudas. Brad sentía que la estaba engañando.
Ella escuchaba lo que él decía. Un par de veces pensó que sus palabras le habían llegado. Pero no estaba seguro. Ella se limitaba a sonreír, aunque no tanto como en la fotografía, y decía que era un paso corto después de los dos largos.
Él la invitó a salir.
—Las reglas de la escuela —dijo ella con indiferencia—, prohíben que nos citemos con los alumnos fuera de las horas de clase.
Brad quiso saber dónde vivía. Podía ir a buscarla allí. Nadie se enteraría de las reglas de la escuela.
Ella lo lamentaba. Quería conservar su empleo. Quería conservarlo con tanto ahínco que no le diría dónde vivía.
Aunque la dificultad no era demasiado grande. Todo lo que Brad tenía que hacer era esperarla a que saliera de la escuela y luego seguirla hasta su casa. Podía excusarse diciéndole que era su trabajo, que tal vez ella estuviera relacionada con Sforzi. Pero no podía hacer algo así. De todos modos, no serviría de nada si ella no deseaba verle fuera de su trabajo. Se sintió dolorido. Hizo que pensara más en ella, que la quisiera más que nunca.
Al quinto día, lo que esperaba que no sucediera, sucedió. Desde la mañana había permanecido pegado a Sforzi como una sanguijuela. Al promediar la tarde, Sforzi se dirigió hacia un edificio de apartamentos en la calle 61. Entró como si conociera el lugar. Permaneció en el edificio durante tres horas y veinte minutos. Hasta que oscureció. Cuando salió, Brad vio que Mavis le acompañaba. Vio cómo miraba a Sforzi y reía. Ella nunca había reído de ese modo con él.
Subieron a un taxi y Brad alcanzó a escuchar el nombre de un restaurante. Brad les siguió.
Esa noche, Mavis le miró extrañada cuando él no le contó nada acerca de Brad. Ella parecía esperar la habitual apología. Cuando ésta no se produjo, ella no dijo nada. Parecía ligeramente victoriosa, como si hubiese ganado una competición. Él estaba a punto de hablarle de Sforzi, de preguntarle si sabía lo que estaba haciendo. No lo hizo. Aún no podía aceptarlo. Se dijo que era un imbécil. Porque estaba allí. Le estaba mirando. La probabilidad de que ella supiese lo que estaba haciendo le hacía morisquetas en sus propias narices.
El sexto día, al mediodía, Brad se sentó en la penumbra de un bar dándoles la espalda mientras ellos se encontraban sentados a una mesa en el otro extremo de la habitación. Podía divisar los confusos perfiles a través del espejo del bar, el de ella parcialmente oculto por el amplio sombrero.
Sforzi estaba hablando. Le estaba diciendo algo y ella le escuchaba. Atentamente. Mavis asentía con la cabeza, como si repitiera instrucciones. Sforzi sacó papel y lápiz y comenzó a dibujar profusamente; luego le enseñó los dibujos, ilustrándole la conversación. Cuando el camarero apareció con el pedido, él dio vuelta al papel. Cuando el camarero se marchó, volvió a exhibir el papel y le explicó a Mavis algunos otros puntos.
El proceso continuó durante todo el almuerzo. Ella quería saber algo. Él se lo dijo. Ella le hizo otra pregunta. Sforzi asintió. Ella discutió. Se oponía a algo. Con vehemencia. En esta oportunidad, Sforzi se mostró más convincente. Ella sacudió la cabeza, no demasiado convencida. Pero aceptó lo que él había dicho. Como si no tuviese otra alternativa.
Esa tarde Brad escogió a Mavis, su taxi siguió al de ella hasta una importante joyería de la Quinta Avenida. Brad examinó unos relojes que había en la parte del frente de la joyería dejando que su sombrero le ocultara de Mavis mientras un centelleante conjunto de pendientes y collares era desplegado frente a ella sobre una mesa especial situada en el otro extremo de la tienda. Preguntó por otras joyas hasta que hubo una pila sobre la mesa. Mavis parecía indecisa ante la elección. Como cualquier mujer que no es capaz de decidirse antes de enormes vacilaciones y un largo estudio. Como si fuese a decidirse más tarde.
Brad dejó que se fuera cuando salió de la joyería. Ya tenía lo que quería. Y también era lo que no quería.
Al séptimo día sólo le quedaba por establecer una sola cosa. Lo intentó en otro restaurante mientras Sforzi se encontraba enfrascado en una grave conversación con el camarero principal. Cuando la cabeza de Sforzi estuvo completamente vuelta hacia el otro lado, Brad apareció frente a Mavis. Inclinó levemente la cabeza, sonrió y movió los labios en un mudo pero acusador saludo.
Estableció lo que quería cuando ella alzó la vista y le reconoció. Enrojeció vivamente y pareció perturbada. Luego se recompuso. El reconocimiento del saludo de Brad llevaba implícito el derecho a hacer lo que se le antojaba, el hecho de que él no tenía ningún ascendiente sobre ella, que fuera de una hora todas las noches durante diez días ella no tenía absolutamente nada que ver con Brad.
Esa noche, en la escuela, mientras bailaban juntos, Brad murmuró junto al oído de Mavis.
—Las reglas de la escuela prohíben que nos citemos con los alumnos fuera de las horas de clase.
Pude sentir el estremecimiento que recorrió su cuerpo.
—Conocí al señor Farodny antes de que viniese a la escuela —dijo Mavis con frialdad—. Ha sido muy amable conmigo. Le gusta bailar. Me agrada salir con él ocasionalmente. Eso es todo.
Sus directrices de esa noche fueron más impersonales que nunca. Mavis estaba totalmente rígida. Se exasperó cuando él no pudo girar correctamente hacia la izquierda. Su furia alcanzó a Brad, le hirió. El quería salvarla, conservar algo de lo que ella había significado para él en un principio. Al concluir su hora, Brad le dijo:
—Mavis, no lo haga.
—¿Hacer qué?
—No daría resultado —dijo Brad—. Ni siquiera doce horas después de haberlo hecho.
—No sé de qué me está hablando.
Cuando ella le miró, su expresión de perplejidad tenía todos los rasgos de ser auténtica. Mavie no era sólo una buena profesora de baile, decidió Brad, sino también una excelente actriz.
Se volvió más específico.
—Sforzi —dijo.
—¿Sforzi?
¿Permitió ella que un relámpago de temor asomara a sus pequeños ojos oscuros?
—Farodny. O como quiera llamarlo.
—Oh —dijo ella. Estaba preparada, entonces, para admitir que él estaba hablando de su rival, tratando de desprestigiarle. Mavis le miró con furia. Había asumido una actitud inteligente. Disfrazaba el reconocimiento de cualquier otra cosa—. Comenzaba a gustarme Brad, ese amigo suyo —dijo—. Pero ahora no me gusta nada. —Se marchó. Abruptamente.
Durante los siguientes dos días, Brad no hizo absolutamente nada relacionado con el caso. Imaginaba que su advertencia sería suficiente para apartarles del proyecto de la Quinta Avenida. Lo había hecho por ella, de todos modos, aunque probablemente ella no se lo agradeciera. Quería hacer algo más. Le daría los diez días completos. Los necesitaba por sí mismo, como un hombre que se aferra a algo que ya ha perdido. Entonces, cuando los diez días hubiesen terminado, apartaría a Sforzi de su lado. Si podía. Si la acusación por entrada ilegal en el país era suficiente.
Con los labios apretados y mostrándose excesivamente cortés, Brad dejó que ella puliera sus defectos como bailarín. Aprendió los últimos pasos. Sosteniéndola entre sus brazos, ejecutó las últimas enseñanzas. No era divertido. No era lo que había sido en un principio. No cuando ella era lo que había sido. Pero Mavis había hecho un buen trabajo. Sforzi, que disponía de la primera hora, miró a Brad un par de veces mientras éste esperaba a que Mavis terminara. Sforzi parecía estar pasándolo bien.
La décima noche Brad recibió un shock. Llegó al vestíbulo de la escuela de baile justo a tiempo para presenciar cómo Mavis era acompañada a la oficina del director por tres hombres y por un convenientemente indignado Sforzi. Brad reconoció a dos de los hombres. Policías de paisano. Al tercero no lo reconoció inmediatamente. Luego recordó. De la joyería de la Quinta Avenida.
Brad maldijo, a sí mismo por no haber podido evitarlo, a Sforzi y a la chica por haber llevado a cabo el trabajo a pesar de su advertencia. Con esto, Mavis se convertía en “la chica”. El hecho de que se hubiese convertido en un simple individuo en un caso criminal le hizo daño, como si le hubiese alcanzado una sierra.
Se dirigió al despacho del director, mostró su identificación a los dos detectives, dijo que sólo escucharía, tal vez tuviese algo que decir desde el punto de vista federal.
Sforzi le miró. Mavis se sentó y también le miró.
Al parecer una mujer joven, a última hora de la tarde, había robado piedras preciosas por un valor superior a los cien mil dólares. Esa mujer se llamaba Mavis Ward. El hombre de la joyería la identificó a partir de sus anteriores visitas a la joyería, porque conocía su nombre y el lugar donde trabajaba. Ella había acudido a la tienda tres o cuatro veces buscando algo que, según ella, un rico admirador pensaba comprarle. Eso había dicho.
Mavis escuchó la acusación en silencio, exhibiendo una clara combinación de perplejidad e indignación. Brad la observó cuando ella dijo que debía tratarse de algún error, de algún terrible error. Sintió pena por ella, por sí mismo.
—No lo entiendo —dijo Mavis—. Nunca he estado en ese negocio. Y no he podido estar allí esta tarde. Porque he estado caminando por el parque —explicó— hasta aproximadamente las seis.
Eso, dijeron los detectives, era muy interesante. ¿Y había estado caminando con alguien que pudiese probarlo?
—Pues, sí. Con el señor Farodny —Señaló al señor Farodny.
—¿Qué tiene que decimos, señor Farodny? —quiso saber uno de los detectives.
Sforzi, que había permanecido inmóvil y con una expresión de confusión en el rostro, se puso de pie.
—Un momento —dijo—. Me gustaría saber si ustedes están acusando seriamente a la señorita Ward de haber cometido ese robo.
—Nos estamos acercando seriamente a esa idea —le dijeron.
—Y usted, señor —dijo Sforzi dirigiéndose al joyero—, ¿está seguro de que fue la señorita Ward quien... bueno, quien se llevó sus piedras?
—Estoy absolutamente convencido de que fue ella quien las robó.
Sforzi miró a Mavis como si estuviese profundamente decepcionado.
—Entonces lo único que puedo decir —anunció—, es que no puedo complacer a la señorita. Estaba a punto de ratificar su declaración de que había estado paseando por el parque conmigo. Como un favor, digamos. Pero tratándose de algo tan serio, naturalmente no tengo ningún deseo de incriminarme. La señorita Ward se equivoca.
Mavis se incorporó con un grito. Dio un paso hacia él, tenía los ojos dilatados de furia y perplejidad.
—Usted... usted... pero usted sabe que estuvo en el parque conmigo! ¡Usted lo sabe! ¿Cómo puede negarlo?
Sforzi se alzó de hombros y permaneció en silencio.
Mavis tartamudeó.
—¡Por qué... por qué...!
Miró a los rostros acusadores. Miró a Sforzi como si no pudiese creer lo que él había dicho. Luego, se dejó caer fláccidamente sobre la silla. Permaneció sentada, sin apartar la vista de los que la rodeaban, mientras el temor comenzaba a asomar lentamente en su rostro. Intentó decir algo más pero no pudo hacerlo. Por último, expresó que no sabía absolutamente nada acerca de ese robo. Sus palabras sonaron de un modo peculiar, como si no fuesen tan importantes como la desmentida de Sforzi.
Los detectives preguntaron a Farodny qué sabía sobre la chica. Dijo que muy poco. La había conocido en un baile de Bellas Artes. A él le gustaba bailar y asistía a la escuela para no perder la práctica. Había invitado a la señorita Ward a almorzar en numerosas ocasiones. Su relación no había ido más allá de eso. Él no sabía nada más. Enseñó su tarjeta y se preparó para marcharse.
Brad dejó que llegara hasta la puerta. Luego dijo:
—Un momento. Nadie abandona todavía esta habitación. Sforzi se volvió, con su mano ya sobre el pomo, y alzó las cejas en dirección a los detectives. Ellos le indicaron que debía quedarse.
Brad se hizo cargo de la situación. No actuó sobre Sforzi. Lo que Brad esperaba era que Sforzi hiciera el trabajo por él. No tema sentido preguntar al joyero si había visto antes a Farodny. Seguramente la respuesta sería negativa. Tampoco tenía sentido preguntar a Sforzi dónde había pasado la tarde. Brad ya tenía una buena idea al respecto, pero seguramente no coincidiría con la coartada de Sforzi, la cual sería irrefutable. Brad había observado atentamente a Mavis mientras la coartada de la muchacha se hacía pedazos. No estaba actuando. Era sincera. Aquí había simplemente una traición. Aunque no tan simple.
Miró a Mavis, quien parecía estar en trance. Por un momento se apoderó de Brad una fe instintiva en la muchacha, tan absurda como lo había sido la primera vez que la viera en el periódico. Luego esa fe lo abandonó. No importaba cuanto deseara estar seguro de ella, no podía estarlo. No cuando ella estaba tan complicada en el asunto. No cuando él recordaba todas las veces que la había visto con Sforzi. No cuando él no podía olvidar la aceptación de Mavis aquel día en el restaurante. Era muy romántico permanecer fiel a la muchacha que uno amaba, pero Brad había estado en el negocio el tiempo suficiente para saber que todo, todo, debe demostrarse. No podía darse nada por sentado. Ni siquiera Mavis.
Dependía de él demostrar su inocencia, de una forma o de otra. Y no era una tarea sencilla vista la situación. Era la última cosa que deseaba hacer.
Se volvió hacia los detectives, el joyero y Sforzi.
—Vamos —dijo—, nos iremos todos a visitar algunos sitios.
Sforzi no opuso ninguna objeción. Al menos su comentario no tenía visos de ser una protesta.
—Supongo —dijo cortésmente—, que irán a investigar el domicilio de la señorita Ward. ¿Es realmente necesario —preguntó— que yo les acompañe?
—Es probable que nos sirva de ayuda —dijo Brad.
Sforzi dijo que no comprendía. Mencionó algo acerca de un compromiso. Estaba seguro de que no les serviría de ninguna ayuda.
—No podemos seguir adelante sin usted —dijo Brad.
Se dirigieron a la calle 61 Este y detuvieron el coche frente al edificio de apartamentos al que Brad había seguido a Sforzi hacía unos días, y fuera del cual le había visto acompañado por Mavis. Mavis parecía más intrigada que asustada. O simulaba estarlo. Los nervios de Sforzi eran buenos. O tal vez no tenía de qué preocuparse.
Entraron en el edificio. Sobre una pared había ocho buzones de metal. Brad se inclinó y examinó los nombres que había en ellos. Lanzó un gruñido, se irguió y condujo al grupo escaleras arriba.
En el primer piso la procesión se detuvo frente a una puerta, tomaron nota del nombre y llamaron al timbre. La puerta se abrió y se encontraron frente a una mujer alta que les miraba. Brad le devolvió una mirada de desilusión.
—Lo siento —dijo—. Nos hemos equivocado de apartamento.
La mujer les siguió con la mirada mientras se dirigían al segundo piso. Su puerta se cerró cuando el grupo alcanzaba el tercer piso. Brad se detuvo frente a otra puerta. Permaneció allí, mirando a dos de los miembros del grupo. Los nervios de Sforzi aún eran buenos. Se limitó a sonreír y a alzarse de hombros. Como si todo esto fuese una pérdida de tiempo que no tenía nada que ver con él. Mavis estaba tensa y guardaba silenció. Como si la tensión fuese ganándola poco a poco.
Brad llamó al timbre. Dentro del apartamento se escuchaba un aparato de televisión. Casi al mismo tiempo que Brad pulsaba el timbre, el aparato enmudeció. Nadie acudió a la puerta. Dentro del apartamento reinaba un profundo silencio.
Brad esperó. Transcurrió un lapso de tiempo anormalmente largo. Parecía que nadie pensaba abrir la puerta.
Lenta, cautelosamente, la puerta se abrió. Tal vez un par de centímetros. Alguien miró hacia afuera. Se escuchó un jadeo y la puerta comenzó a cerrarse, rápidamente.
Brad alcanzó a colocar su pie justo a tiempo. Luego volvió a abrirla. De par en par. Se escuchó el sonido de unos pasos que corrían por el pasillo del apartamento. Brad se lanzó hacia el pasillo.
Cuando Mavis, los dos detectives, Sforzi y el joyero entraron en la sala del apartamento, Brad había acorralado a una furiosa muchacha entre la pared y el extremo de un diván. Llamó a Mavis y le dijo que fuera a colocarse junto a la muchacha. Mavis profirió una exclamación, no ante la solicitud de Brad, la cual obedeció, sino ante el aspecto de la segunda muchacha.
Al verlas una junto a la otra de ese modo se podía establecer claramente la diferencia entre ambas. Por dos o tres detalles. Una era un poco más alta que la otra. Una tenía una expresión suave en el rostro, la expresión de la otra era dura. Si se miraba detenidamente el color del pelo se podía ver que el color azafrán de una era artificial mientras que el de la otra era natural.
—Permítanme que les presente a la segunda de las dos únicas mujeres solteras que viven en este edificio de apartamentos —dijo Brad—. La señorita Darby. O, al menos, eso es lo que dice en el buzón. Por el momento el nombre no importa —Se volvió hacia el joyero—. Ahora bien —dijo— ¿cuál es la que le robó las piedras?
El joyero, confundido, dijo:
—No... no lo sé. Excepto que conocía a la señorita Ward por su nombre.
—Exactamente —dijo Brad—. Se suponía que debían conocerla por su nombre.
Miró a Sforzi. Los nervios del hombre ya no eran tan buenos. Sus ojos de águila miraban hacia el pasillo, donde se encontraban los dos detectives. Brad aún no le había atrapado. No hasta que las piedras hubieran aparecido. Y aún así, quizá tampoco.
—El robo —continuó Brad—, se desarrolló de manera tal que una mujer debía ser reconocida. Alguien debía cargar con la culpa. Se eligió a la señorita Ward porque se parecía lo bastante a la señorita Darby, y la señorita Darby se dio los retoques necesarios para parecerse aún más a la señorita Ward Sforzi, o Farodny, como se le conoce, estudió todos los detalles. Yo lo vi con las dos mujeres y no pude establecer ninguna diferencia entre ambas. No hasta que recordé que cuando le vi acompañado de la señorita Darby era de noche, en un bar con iluminación deficiente, o cuando ella llevaba el rostro parcialmente oculto por un gran sombrero. La otra vez que le vi, quien le acompañaba era la verdadera señorita Ward Esta tarde, mientras la señorita Darby robaba esas piedras preciosas, Sforzi caminaba por el parque con la señorita Ward para que ella no pudiese probar que se encontraba en ningún otro sitio.
Brad se volvió hacia los detectives.
—Uno reconoce un complot cuando lo huele —les dijo—. Echen un vistazo.
Mientras los detectives procedían a la búsqueda de las piedras, Sforzi permaneció en silencio. Encendió un cigarrillo y se mantuvo firme. La señorita Darby estaba inmóvil, aunque observaba fijamente, a los detectives. No fue hasta que el joyero demostró su satisfacción por la recuperación de las piedras preciosas, que estaban escondidas en un bote de azúcar en la cocina, que la Darby se decidió a hablar.
—¡Te dije que no resultaría! —exclamó dirigiéndose a Sforzi—. Tú y tu maldita idea de buscar a alguien que sufriera las consecuencias! Mira quién debe pagarlas ahora!
Una vez de regreso en la escuela de baile, Brad tomó su décima lección con Mavis. Se deslizaban suavemente, casi profesionalmente, juntos.
—¿Te ha gustado este nuevo paso? —preguntó él—. Acabo de inventarlo.
—Vivo en la calle 11 —dijo ella. Le dio el número de la casa mientras ambos giraban sobre la pista.
—¿He conseguido dar correctamente ese giro a la izquierda? —preguntó él.
—Cualquier pareja se sentiría orgullosa de usted —susurró Mavis.
La muerte es una amante solitaria Robert Colby
Cari Koenig: Me rompí como un juguete cuando leí en el periódico la noticia sobre Lorrie Proctor. Acababan de encontrar su cadáver... seis meses y trece días después de su muerte. Junto a ella, en la tumba, estaba su cartera con las llaves, una licencia de conducir y otros papeles. Llevaba el mismo vestido color rosa pálido de la última noche en que estuvimos juntos, y ahora los putrefactos fragmentos cubrían un esqueleto.
También llevaba mi anillo de compromiso, un objeto que no sacaría cinco pavos en una casa de empeños. Sus asesinos ni siquiera se molestaron en quitárselo. Traten de imaginar a esa banda descolorida bamboleándose alrededor de un pequeño dedo huesudo.
Cuando apareció la noticia en los periódicos y leí el patético
detalle concerniente al anillo, me eché a llorar. Más tarde, cuando me hube tranquilizado y vaciado de todo lo demás salvo del odio que sentía y que había crecido en mi interior como un órgano extra, comprendí que había llegado la hora de matar —no, de ejecutar— a las cuatro personas responsables del asesinato de Lorrie.
Hacía tiempo que estaba preparado para ello porque una débil voz en mi cabeza me decía que Lorrie estaba muerta. Sin embargo, ¿se ha escuchado alguna vez que un juez dicte sentencia siguiendo una corazonada? No, yo debía esperar hasta que su muerte fuese un hecho.
Ustedes se preguntarán por qué no acudí a la policía. Yo fui a la policía... justo al principio, justo después de que ocurriera. Yo apenas era consciente de la paliza que había recibido, pero la policía creyó que estaba bebido. Me hicieron pasar un mal rato. Cuando finalmente logré introducir una pizca de verdad dentro de esos cerebros mecánicos que tienen ciertos policías, era demasiado tarde. No pudieron encontrar ninguna pista. Incluso cuando lograron encontrar el cadáver y las cosas que habían enterrado junto a ella, obtuvieron exactamente lo mismo, nada.
Después de la primera semana rompí el contacto con la policía y me mudé de la dirección que les había dado sin notificárselo. Cuando comprendí que nunca se haría justicia legalmente, me reservé lo que sabía y comencé a preparar mi justicia en secreto.
En la muerte de Lorrie habían intervenido seis asesinos, pero la ley sólo sabía de dos de ellos y condenaría a esos dos como culpables del asesinato. Esa es la ceguera y la estupidez de la justicia legal. Puesto que yo no podía encontrar a los dos que eran buscados por el asesinato, los otros cuatro debían morir primero.
Se trataba de dos hombres y dos mujeres. Decidí que las mujeres serían las primeras en morir. Los hombres tendrían que sufrir la pérdida del mismo modo en que yo había sufrido la pérdida de Lorrie.
Las mujeres eran Nancy Jarrett y Vera Wynn. Escogí una noche y llamé por teléfono a Nancy para ver si estaba en su casa. Estaba. Dije que me había equivocado de número y colgué.
Había viajado por esa ruta en numerosas oportunidades y no tuve ninguna dificultad para encontrar la casa. Se trataba de una cabaña color amarillo brillante del tipo Cape Cod y estaba situada en las afueras de Wilshire, al oeste de Los Ángeles. Una luz ambarina iluminaba las ventanas y, contra el fondo de la oscuridad, la casa parecía confortable y vistosa. Tenía un falso aire de inocencia y encanto.
Aparqué a cierta distancia de la casa y apagué las luces de mi camioneta. Mi perro, un Doberman entrenado para matar, estaba en la parte posterior. Le di unas palmadas cariñosas y, más por hábito que por necesidad, le dije que permaneciera en guardia. Una orden para un animal semejante es como amartillar un arma cargada, y mucho más confiable.
Llevando un paquete debajo del brazo, bajé de la camioneta y caminé hacia la casa. Llevaba pantalones oscuros, una chaqueta azul y una gorra con visera haciendo juego, además de un par de guantes. La mayoría de las personas son crédulas y si uno les ofrece algo por nada cualquier uniforme les parecerá oficial.
Me detuve ante la puerta pero a través de una ventana pude ver que ella se encontraba en una poltrona viendo la televisión y con los pies colocados encima de un sofá.
Estaba sola, pero esa no era ninguna novedad para mí. Su esposo, Bruce Jarrett, era ingeniero de radio. Trabajaba la mitad de la noche en el transmisor, en un pequeño y solitario cobertizo que se hallaba junto a una torre de señales que se erguía en la cima de una colina. Era un sitio hermoso para lo que vendría después.
Llamé al timbre, vi que se ponía de pie, se calzaba los zapatos y se acercaba a la puerta. La abrió hasta donde lo permitía la cadena de seguridad y miró cautelosamente.
—¿Sí?
—¿Señora Jarrett?
—Sí, soy yo.
—Hay un paquete para usted, señora. Entrega especial.
—Oh, ¡Dios mío! Está bien.
Quitó la cadena y abrió la puerta.
Era una mujer menuda, de unos treinta años, y con una figura seductora. Supongo que era bastante bonita, pero no me fijé demasiado. Ella esperaba que yo le entregase el paquete.
—Tendrá que firmar —le dije, señalando una papeleta sujeta por el cordel que rodeaba la caja—. Es certificado.
—Cielos, ¡qué importante! —exclamó.
—¿Tiene un lápiz? —le pregunté como si estuviese aburrido de toda esa rutina—. Pierdo uno en cada entrega que hago.
—Espere un minuto —contestó ella—. Le conseguiré uno. Se alejó hacia la sala de estar. Entré y cerré suavemente la puerta detrás de mí, justo a tiempo. Ella regresaba con el lápiz, venía un tanto desprevenida cuando me vio de pie en el lado equivocado de la puerta de entrada.
Se detuvo, vacilante, a pocos pasos de mí y sus ojos buscaron en mi rostro alguna señal de peligro. En ese preciso momento abrí un extremo de la caja, metí la mano y saqué lo que había en su interior.
Pensé que la mandíbula se desprendería de su rostro cuando bajó la vista y la clavó en el cañón aserrado de la escopeta.
—Haz lo que te digo, Nancy. De lo contrario podría desparramarte por toda la habitación.
Ella retrocedió un paso. El lápiz cayó de su mano. —¿Quién... quién es usted? —preguntó en una especie de susurro.
—Te ha llegado la hora, Nancy, después de mucho tiempo. Te ayudaré a recordar. Ahora ve y corre las cortinas... ¡todas! Ella dudó, se humedeció los labios y tragó.
—Vamos, Nancy. ¡Date prisa!
Alcé la escopeta y apunté en medio de sus ojos. Mientras me observaba, fascinada, comenzó a retroceder de lado. Corrió una cortina, luego otra, hasta que las ventanas quedaron cubiertas. Entonces me dirigí a la sala de estar.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó—. Tengo algo de dinero en mi cartera. Cójalo y márchese.
—¿Dónde guardas la cartera, Nancy?
—En... en el dormitorio.
—Bien, pues vayamos a buscarla.
—No. —Nancy sacudió la cabeza violentamente—. No le creo. No es dinero lo que usted busca.
—Eres una verdadera pensadora, Nancy —dije.
Retrocedió cuando di un paso hacia ella.
De pronto, giró y echó a correr. Me lancé tras ella y la atrapé en la cocina. Intentaba escapar por la puerta trasera. Sus dedos trepaban por la puerta, como gusanos enloquecidos, tratando de hallar el cerrojo en la oscuridad.
Le di un golpe con el cañón en un costado de la cabeza. Se desplomó gimoteando.
—Oh, por favor —sollozó Nancy—. Por favor, ¿qué le he hecho?
Se lo dije. Estaba en el suelo mirándome y yo sostenía el cañón de la escopeta a un palmo de su rostro. Cuando dejé de hablar, apreté el gatillo.
Cuando el sonido murió, me incliné para mirarla. No tenía rostro... absolutamente nada de rostro.
Del Wynn: No había visto a Bruce o a Nancy Jarrett desde hacía un mes aproximadamente. Aunque Vera y yo éramos amigos íntimos de los Jarrett, nos habíamos mudado al otro lado de la ciudad y nos resultaba bastante complicado reunir— nos con la frecuencia que lo hacíamos cuando vivíamos a la vuelta de la esquina.
Aún así, con esa terrible conmoción que sufría, no me imagino a Bruce corriendo hasta nuestra casa para contamos que acababan de asesinar a Nancy. Además, la noticia no apareció en los periódicos hasta la tarde del día siguiente. Sin embargo, yo me enteré del asesinato aproximadamente a media mañana y por una fuente diferente.
Una pareja de detectives vino a verme a mi oficina en Burbank. Yo estaba trabajando en una compañía aérea y disponía de un despacho privado.
Después de tomar asiento en un par de sillas frente a mi escritorio, el sargento Newbold encendió un cigarrillo que le había ofrecido su compañero, el detective Ferguson, y luego me dijo a bocajarro que Nancy Jarrett había sido asesinada. Alguien le había disparado con una escopeta y casi le había arrancado la cabeza del tronco.
Yo sentía mucho cariño por Nancy y me llevó un par de minutos recobrarme de la noticia.
Yo veía que Newbold tenía algunas otras cosas que decirme, pero aguardó pacientemente mientras hacía extraños ruidos con una voz fría y sin matices como si hiciera mucho tiempo que la habían vaciado de cualquier emoción.
—Tratándose de un caso de estas características, señor Wynn, me gustaría que acabase aquí-añadió—. Pero supongo que habrá imaginado que no habríamos venido a verle a usted a menos que hubiese algunos detalles adicionales que le involucran a usted. Y también a su esposa.
—Me temo que no comprendo —dije, desconcertado.
—El asesino dejó algo antes de marcharse —dijo Newbold y me entregó un pequeño trozo de papel blanco que tenía unos nombres mecanografiados y algunas manchas de sangre seca. Examiné el papel: