Un ring con cuerdas de terciopelo
Durante la mejor parte de sus veintisiete años, Jim Figg se había estado preparando para aquella noche. Se había abierto camino a través de un desalentador laberinto de combates como amateur antes de convertirse en profesional y luego logró seis victorias consecutivas por fuera de combate para concitar la atención de los promotores más remisos. En circunstancias normales habría disputado un combate con Anger con el título en juego cuando contaba veinticinco años, pero los retrasos y las discusiones por el contrato y el lugar donde debía realizarse la pelea habían demorado las cosas durante casi dos años.
Mientras tanto, Big Dan Anger había dispuesto con toda facilidad de tres mediocres pesos pesados y Jim supo, desde la misma mañana del pesaje, que el campeón le consideraba otro pelele. Los jugadores y corredores de apuestas de Las Vegas apenas habían tenido en cuenta las fulminantes victorias de Jim Figg y sólo le habían otorgado un dos a uno en las apuestas.
Antes de la pelea, el camerino estaba abarrotado de amigos circunstanciales y personas que habían llegado para darle ánimos y Jim se vio obligado a escuchar interminables conversaciones antes de que su preparador les hiciera abandonar a todos la habitación. Es decir, a todos excepto a Connie Claus, el cronista deportivo del periódico más importante de la mañana.
Connie era un hombre pequeño de pelo blanco y sonrisa permanente, que lo sabía absolutamente todo acerca del deporte y nunca perdía la oportunidad de demostrarlo. Su columna se publicaba simultáneamente en veintidós periódicos, de modo que todo el mundo escuchaba educadamente cuando Connie hablaba.
Ahora, sentado a horcajadas en una silla mientras limpiaba el hornillo de su pipa, Connie Claus preguntó:
—¿Qué piensas, Jim? ¿Crees que puedes vencer al campeón? —Puedo vencerle —dijo Jim.
—Eres un buen boxeador, hijo. Sin embargo, debes ser digno del nombre que llevas. Jim Figg el primer Jim Figg, fue el primer campeón de los pesos pesados en la época en que no se usaban guantes. Conservó su título en Inglaterra desde 1719 a 1734.
—Lo sé —contestó Jim. En realidad, lo había leído hacía más de un año en una de las columnas de Connie.
—¡Imagínate! Eso fue incluso antes de que las reglas de Broughton entrasen en vigor.
—Sí-dijo Jim. Fue hasta la ducha y abrió el grifo, ahogando momentáneamente las palabras del columnista. Está bien, decidió. Dentro de dos horas todo habrá terminado. Si él ganaba la pelea, como sabía que sucedería, se convertiría en el campeón mundial de los pesos pesados. Por eso podía seguir escuchando la perorata de Connie Claus un rato más.
—¿Cómo está tu chica? —le preguntó Connie cuando salió de la ducha— ¿Vas a casarte con ella?
—¿Sue? Tal vez se lo pida si gano esta noche.
—¿Puedo ponerlo en mi columna?
Jim le sonrió.
—Espera a que acabe la pelea.
El pequeño periodista permaneció en silencio mientras el preparador de Jim le vendaba las manos. Finalmente, y con aire pensativo, dio una chupada a su pipa y preguntó:
—Jim, ¿has escuchado hablar alguna vez de otro campeón? ¿Alguien además de Big Jim?
—¿A qué te refieres?
—No lo sé. Es absurdo, supongo, pero en mi trabajo uno escucha muchas cosas.
Jim lanzó un gruñido y flexionó los músculos de su brazo derecho. Se sentía bien.
—Si hay algún otro que quiera pelear por ese título-
—No comprendes lo que intento decirte, Jim. Algunas personas sostienen que Big Dan Anger no es el campeón... que nunca lo ha sido.
Jim resopló y estiró las manos para que le calzaran los guantes.
—¿Entonces quién demonios es el campeón?
Sólo seguía la conversación. Su mente ya estaba en el ring con Anger.
—¿Has escuchado el nombre de Blanco? ¿Roderick Blanco?
—¿No hubo un peso ligero llamado Blanco en Chicago hace un par de años?
Connie Claus meneó la cabeza.
—Éste es otro.
—¿Bien, de quién se trata?
El columnista se alzó de hombros.
—Nadie lo sabe. Si hubiese sabido algo más, habría escrito una columna. Ese nombre fue mencionado una noche por un árbitro retirado que estaba borracho. Una vez sobrio no quiso hablar más del tema. Pero comenzaron a circular algunas historias.
—¡Vamos! —dijo Max, el preparador—. Basta de charla.
Connie se puso de pie y saludó con una mano.
—Estaré presenciando el combate. Buena suerte... campeón.
—Gracias —dijo Jim con una sonrisa; y salió al sombrío corredor que llevaba hasta el cuadrilátero. Esta era su noche, su gran momento. Hasta Connie lo sabía.
Le llegó el rugido de la multitud y Max le puso una mano sobre el hombro. Los segundos y otras personas se arremolinaron junto a ellos cuando se detuvieron a la entrada del recinto. Se estaba presentando a ex campeones, Clay y Listón y Patterson y alguno más, y cada nombre renovaba el rugido del público que llenaba los graderíos.
Luego llegó el tumo de Jim Figg. Caminó lentamente a lo largo del pasillo mientras la aprobación del público se transformaba en una estruendosa ovación. Big Dan nunca había sido un campeón popular y la gente había acudido a verle perder. Jim pasó entre las cuerdas del ring y el olor de los boxeadores que habían combatido previamente le golpeó el rostro.
Big Dan Anger siempre llegaba tarde al ring. Los cantos y el pataleo habían comenzado cuando apareció a la vista del público, la enorme mole del hombre que durante dos años y medio había ostentado el título de campeón del mundo de los pesos máximos. Parecía más un luchador que un boxeador, con el pelo negro cortado al ras y ojos hundidos que, fuera del ring, parecían siempre soñolientos.
El árbitro habló brevemente a los dos hombres, reseñando las reglas que ambos conocían de memoria. Luego, con una precipitación que a Jim nunca dejaba de sorprenderle, sonó la campana y la multitud permaneció momentáneamente en silencio... sólo para irrumpir un minuto después en un griterío infernal cuando Big Dan hizo aterrizar su primer golpe sobre el hombro de Jim.
Durante dos asaltos la pelea no tuvo complicaciones, con Jim danzando y trazando círculos alrededor de Big Dan y asestando algunos buenos golpes que le significaron otros tantos puntos. Calculaba que el primer asalto había resultado empatado y el segundo probablemente se había decantado de su lado. Al comenzar el tercero, el campeón transpiraba copiosamente y Jim se las arregló para abrirle un pequeño corte en una ceja. Entonces Big Dan estrelló una derecha contra su mentón y lo envió sobre las cuerdas mientras se preparaba para destrozarle.
Durante un instante las luces se volvieron borrosas mientras Jim se deslizaba por las cuerdas esperando el golpe que acabara con él. Luego, de alguna manera, se aclaró su visión. Logró bloquear el guante derecho de Big Dan que caía sobre él y respondió con una derecha y una izquierda. El campeón, cogido por sorpresa, retrocedió y comenzó a tambalearse. Jim conectó otro violento golpe que envió a Big Dan a la lona y luego se retiró a un rincón neutral.
Big Dan Anger intentó incorporarse a la cuenta de siete, pero sus piernas no le respondieron. El árbitro terminó la cuenta con Big Dan de rodillas y la multitud estalló enloquecida.
Jim Figg era el nuevo campeón mundial de los pesos pesados.
De regreso en el camerino, con los gritos de sus admiradores retumbándole en los oídos, Jim se estiró sobre la mesa de masajes mientras Max y los otros comenzaban a trabajar. Se sentía fatigado, pero con el poder de la obra conseguida creciendo en algún lugar de su interior. Lo había conseguido, por Sue y Max y Connie Claus y todos los que habían creído en él.
—Un mensaje para ti, campeón —dijo Max pasándole un sobre.
—Otra persona que desea felicitarme —dijo Jim. Abrió el sobre y leyó la nota. Está usted invitado a conocer al señor Roderick Blanco, decía. Un coche pasará a recogerle mañana por la tarde.
—¿Qué demonios significa esto? —dijo Jim, arrojando el papel.
La puerta que daba al pasillo se abrió ante la presión de la muchedumbre y Big Dan Anger se precipitó al interior del camerino vestido ya con su traje de calle. Parecía más pequeño, reducido, vulnerable.
—Ha sido una buena pelea, muchacho —masculló—. Merecías la victoria.
—Gracias, Dan.
—¿Puedo escabullirme por la puerta trasera? Claus me está buscando para una entrevista.
—Seguro. Adelante —entonces Jim reparó en el papel que había arrojado al suelo y recordó las palabras de Connie Claus—. Dan, dime una cosa... ¿quién es Roderick Blanco?
El rostro de Anger pareció helarse al escuchar ese nombre. Miró a Jim durante un momento y luego dijo:
—Ya lo averiguarás, muchacho. Lo averiguarás muy pronto.
Jim Figg durmió casi todo el día siguiente y, cuando finalmente despertó poco después del mediodía, fue para leer la sección deportiva del periódico que Había a los pies de la cama. ¡FIGG DERRIBA A ANGER Y CONQUISTA EL CAMPEONATO DEL MUNDO!, gritaba el titular; y había una fotografía de media página en la que se veía el último golpe que se estrellaba contra la mandíbula de Big Dan. Jim sonrió y rodó sobre la cama sintiéndose maravillosamente. Esta noche tal vez le pidiera a Sue que se casara con él.
Hizo algunas llamadas telefónicas, habló con no pocos periodistas y esa misma tarde comenzó a descubrir el precio de una fama repentina. Un programa de televisión semanal quería que apareciera en pantalla el próximo domingo por la tarde, una revista le solicitaba una fotografía para la portada; de repente, todos querían algo de él.
Decidió comer solo y pasar a recoger a Sue más tarde. Cuando se dirigía a la casa de Sue, un sedán negro y brillante le obligó a arrimar su coche junto al bordillo. Jim salió del auto con los puños preparados y se enfrentó con dos hombres a los que no había visto en su vida. Eran jóvenes y fuertes, pero él sabía que podía hacerse cargo de ambos sin problemas.
—Muchachos, creo que necesitan algunas lecciones de conducción— dijo.
—Ese es el coche del señor Blanco. Ha olvidado la cita que tenía con él.
Algo —¿sería miedo?— le recorrió la espina dorsal.
—No conozco a ningún Blanco. Tengo una cita.
—Es verdad, tiene una cita. Con Roderick Blanco.
Jim dio un paso hacia adelante y el tipo que estaba más próximo sacó un pequeño revólver del bolsillo. No bromeaban. Fuese lo que fuese, la cosa iba en serio.
Viajaron durante un buen rato, atravesaron la frontera del estado y por último llegaron a una casa amurallada en algún lugar junto al océano. Jim fue acompañado al interior de un salón de techo elevado donde les aguardaba una mujer joven y atractiva. Tenía una larga cabellera negra y estaba vestida con un traje de noche que resplandecía bajo las luces.
—Buenas noches, señor Figg —dijo ella con claridad, aunque con un ligero acento—. Me alegra que se haya reunido con nosotros.
—No tenía otra alternativa. ¿Qué significa todo esto?
Ella ignoró la pregunta.
—Soy Sandra Blanco. Mi esposo se reunirá con nosotros en seguida. ¿Puedo ofrecerle una copa mientras le esperamos?
—Un whisky no me vendría mal —dijo Jim.
La observó mientras ella se dirigía al aparador y no pudo menos que admirar sus caderas debajo del ceñido vestido rojo—. Espero que usted y su esposo conozcan la pena por secuestro —dijo.
—¡Oh, vamos! Esa es una palabra muy dura. Podría salir ahora mismo de esta casa si quisiera hacerlo.
—Y regresar caminando a la ciudad, supongo. De todos modos, la gente se percatará muy pronto de que he desaparecido. Sabe, estos días soy una especie de noticia de primera plana.
—Vi la pelea por televisión —dijo ella regresando con una copa—. Tiene usted un cuerpo maravillosamente desarrollado.
—Podría decir lo mismo de usted. ¿No bebe?
Ella sonrió.
—Esperaré a que mi esposo se reúna con nosotros —encendió un cigarrillo—. Sabe, usted es diferente a los otros.
—¿Los otros?
—Los otros boxeadores. Los otros campeones. Usted parece muy... educado.
—Tengo algo de mundo. En realidad comencé a boxear en la universidad. Sin embargo no llegué a graduarme —la bebida era excelente y Sandra Blanco era encantadora, pero él comenzaba a cansarse de la situación—. ¿Dónde está su esposo? —preguntó finalmente.
Una voz grave y poderosa resonó detrás de él.
—Aquí mismo, señor Figg. Lamento el retraso.
Jim se puso de pie y miró al hombre que acababa de llegar. Roderick Blanco era un tipo joven, de pelo negro, de alrededor de treinta años. Tenía los hombros anchos y el pecho de un pegador y, por primera vez, Jim comenzó a preguntarse si no habría algo de verdad en lo que Connie Claus había dicho.
—Tal vez usted pueda explicarme todo este asunto —dijo Jim, rehusando estrechar la mano de Blanco.
—¿No recibió mi mensaje después de la pelea? —Blanco inclinaba ligeramente la cabeza al hablar, como si estuviese escuchando un sonido remoto.
—Lo recibí.
Blanco se volvió hacia su esposa.
—Por favor, Sandra, déjanos solos —Sandra abandonó la habitación sin abrir la boca, aparentemente acostumbrada a recibir esas órdenes de su esposo. Blanco la observó mientras se alejaba y luego se volvió hacia Jim—. Mi invitación tenía el sentido de un desafío —dijo.
—¿Un desafío?
Roderick Blanco sonrió ligeramente.
—Yo soy el campeón del mundo de los pesos pesados. El verdadero campeón.
—Eso es una locura. Contando la televisión, es probable que veinte millones de personas hayan visto anoche cómo noqueaba a Anger.
La sonrisa siguió en su sitio..
—Para su información, señor Figg, yo puse fuera de combate a Big Dan Anger a los treinta y cinco segundos del quinto asalto. Eso sucedió hace más de dos años... para ser exacto, a la cuarta noche de haber obtenido el título.
—¿Y usted espera que yo me crea eso? ¿Dónde se realizó el combate? ¿Quiénes lo presenciaron?
—Tuvo lugar en esta misma casa, en el sótano. El árbitro fue un profesional, ya retirado, a quien se le pagó muy bien por sus servicios. Puedo mostrarle su declaración firmada, si así lo desea, y también un documento firmado por Anger después de la pelea —los anchos hombros se tensaron debajo de la chaqueta. He derrotado a todos los campeones de peso pesado de los últimos diez años— en su voz no había trazas de orgullo mientras hablaba y, de alguna manera, Jim comprendió que estaba diciendo la verdad.
—¿Pero por qué? ¿Por qué todo este secreto? ¿Por qué secuestrarme a punta de pistola?
Roderick Blanco recorrió toda la extensión del salón y luego regresó. En sus ojos había un brillo extraño, como el de un niño que se dirige a su partido de fútbol.
—Mi padre era el hombre más rico de este estado, señor Figg. Los hijos de los hombres ricos no se dedican al boxeo profesional. Cuando intenté realizar algunos combates en la universidad estuvo a punto de echarme de casa —inclinó la cabeza hacia un costado—. Incluso en la actualidad su fortuna se halla en un fondo fiduciario hasta que yo cumpla los treinta y cinco. Si yo me dedicara al boxeo profesional antes de esa edad, lo perdería todo.
—¡Es fantástico!
—Mi padre era un hombre fantástico —ahora Blanco parecía estar escuchando realmente, tal vez a una voz que sólo él podía oír—. Murió en un asilo. Se cortó el cuello con un hueso de pollo y murió antes de que los guardianes pudiesen impedirlo. Pero basta de historias... Debe sentirse ansioso por conocer el ring.
—No pienso pelear con usted —dijo Jim, sin moverse de su silla.
—¡Por supuesto que sí! ¡Mañana por la noche! Será mi invitado hasta entonces. Incluso puede practicar un poco con los criados si así lo desea, aunque supongo que se encontrará en perfectas condiciones después de la pelea de anoche.
—¿Y si me niego a pelear?
—Ninguno de ellos se ha negado.
—Yo me niego.
El hombre de pelo negro extendió los brazos en un gesto de resignación.
—Bien, entonces tendré que retenerle aquí hasta que cambie de idea.
—¿Quiere decir, como si fuese su prisionero? ¿A punta de pistola?
—¡Pero no tiene por qué ser de ese modo! ¡Los otros se mostraron ansiosos por combatir conmigo! Y, luego, regresaron como si nada hubiese ocurrido— sonrió a Jim con la misma leve sonrisa—. Nadie sabrá que le he derrotado.
—¿Y qué pasa si gano?
—Eso nunca ha sucedido.
Jim permaneció sentado en silencio durante un momento, sopesando las posibilidades. Se trataba de un desafío en toda la línea y él jamás había rehuido una pelea. Además, combatir contra ese hombre parecía la forma más sencilla de conseguir su libertad.
—Está bien —dijo—. Pelearé contra usted.
—¡Ah!-Fue casi un suspiro.
—Pero me esperan esta noche en la ciudad. Tendré que hacer una llamada.
—Está bien. Pero, por favor, nada de trucos.
—Nada de trucos.
Jim esperaba que Connie Claus se encontrase todavía en el periódico, escribiendo su columna de la mañana. Marcó el código regional y luego el número del periódico mientras Blanco permanecía a su lado.
—Claus, por favor —trató de mascullar al aparato cuando la recepcionista respondió a la llamada.
Después de un ligero zumbido, Connie se puso al aparato.
—Claus al habla —dijo impersonalmente el periodista y su voz sonó aburrida o atareada.
—Connie, soy Jim Figg.
—¿Cómo te encuentras, campeón?
—Escucha, no podré acudir a la cita de esta noche.
—¿Eh?
—¿Se lo dirás a Max y a Sue?
—¿De qué estás hablando?
Jim echó un vistazo a los profundos ojos marrones de Blanco.
—Pasaré unos días en la playa. Con Blancanieves.
—¿Eh? Escucha, campeón, ¿de qué estás hablando?
La mano de Roderick Blanco cayó sobre el aparato cortando la comunicación.
—Eso ha sido una tontería —dijo—. Blancanieves por Blanco. Dudo que lo haya entendido.
—Yo también lo dudo —reconoció Jim con tristeza.
—No vuelva a intentar nada parecido —dijo Blanco.
—Sólo pensé que tal vez usted quisiera a alguien de la prensa para que sea testigo del combate.
Blanco meneó la cabeza.
—No quiero a nadie de la prensa.
—¿Y qué me dice del árbitro?
—Eso ya ha sido arreglado. Se trata de un tipo retirado a quien le pagaré una buena suma por dirigir el combate.
—¿Y los espectadores? —preguntó Jim.
—Sólo mi esposa y los sirvientes. Como ya le he dicho, se trata de un asunto privado. Ahora vamos, le enseñaré el ring.
Blanco le condujo por unas largas escaleras hasta el sótano, una habitación de techo sorprendentemente alto que se encontraba iluminada por tubos fluorescentes que pendían del techo. Justo en el centro de la habitación había un ring profesional flanqueado por una sola fila de butacas del tipo que se utilizan en el teatro.
—Las cuerdas del ring son negras —señaló Jim.
—Mi única concesión al buen gusto. Las cuerdas son reglamentarias, pero están cubiertas de terciopelo.
—Ya veo.
—¿Lo encuentra apropiado?
—Seguro. Al menos no tendré que preocuparme por la multitud atropellándome en el ring después de la pelea.
—Hay muy pocos asientos, pero todos en el ringside.
—Si.
Roderick Blanco extendió su mano.
—Entonces, ¿hasta mañana a la noche? ¿A las ocho?
Jim estrechó la mano y observó mientras el hombre se alejaba rápidamente en dirección a la escalera. Se preguntó dónde pasaría la noche, pero casi inmediatamente uno de los sirvientes le cogió de un brazo.
—Por favor, señor, sígame a su cuarto.
—Seguro.
Se preguntó si el hombre estaría armado, si le dispararía al menor intento de fuga. Pero decidió no averiguarlo. Se quedaría en la casa y combatiría contra Roderick Blanco, porque estaba convencido de que podía derrotarle.
El sueño tardó en llegar en esa cama extraña y Jim hundió la cabeza en la suavidad de la almohada y trató de despejar su mente de todo pensamiento. Estaba comenzando a dormirse cuando sus músculos se tensaron al escuchar el apagado sonido de la puerta al abrirse y cerrarse. Alguien había entrado en la habitación. Su primer pensamiento fue que se trataba de Blanco o de alguno de sus hombres, pero mientras rociaba sobre la cama para atrapar al intruso, una voz suave musitó:
—No se alarme. Soy Sandra Blanco.
Jim se sentó en la cama, percibiendo apenas a la mujer en la oscuridad casi total de la habitación.
—¿Siempre visita las habitaciones de los hombres a medianoche, señora Blanco?
—Tenía que hablar con usted antes de mañana. Usted... parece diferente a los demás, de alguna manera. Pienso que usted puede derrotarle.
—Yo sé que puedo derrotarle.
Sintió el peso de la mujer al sentarse en el borde de la cama.
—Por eso he venido a hablarle. ¡Usted debe dejar que él gane!
—¿Por qué debería hacerlo? ¿Sólo para que él pueda conservar su estúpido título secreto?
—¡Usted no lo comprende! Temía que no lo hiciera. Mi esposo está... loco. Si mañana por la noche usted gana la pelea, nunca podrá abandonar esta casa con vida.
—¡Oh, vamos!
Jim trató de sonreír con indiferencia, pero un escalofrío le recorrió la espalda al escuchar las palabras de la mujer.
—¡No, estoy hablando en serio! Los otros perdieron el combate y salieron con vida porque Roderick sabía que nunca contarían la historia a nadie, porque eso significaría admitir la derrota. Pero si usted le derrotara en la pelea de mañana, él no dispondría de nada para asegurarse su silencio. Y si usted se lo contara a los periódicos, Roderick no sólo sufriría por la derrota sino que perdería también la herencia de su padre.
—¡Pero un asesinato!
—No sería la primera vez. Hubo un viejo árbitro que dirigió la última pelea, cuando se enfrentó a Anger. Una noche se emborrachó y se fue de la lengua, lo suficiente para que comenzaran a circular los rumores por la ciudad. Roderick hizo... que le atropellara un auto.
—¡No habla usted en serio!
—Le estoy diciendo la verdad. Si mañana usted gana el combate, él le matará.
Entonces, tan rápidamente como había entrado, Sandra Blanco se puso de pie y se dirigió a la puerta. La abrió y la cerró tras de sí al abandonar la habitación, dejando a Jim solo y con el eco de sus últimas palabras.
A la mañana siguiente, cuando Jim bajó a desayunar, no vio a Roderick Blanco por ninguna parte, Sandra Blanco le hizo compañía, pero en su rostro no advirtió ninguna señal de la conversación que habían mantenido a medianoche.
—¿Dónde está su esposo? —preguntó Jim, masticando un trozo de tostada—. ¿Se reunirá con nosotros?
—No le verá hasta esta noche. Está preparándose para la pelea.
—¿En un solo día?
—Es todo lo que él necesita.
Jim bebió su jugo de naranjas mientras observaba las pesadas nubes otoñales que se amontonaban sobre la playa.
—¿Cómo conoció a Blanco? —preguntó Jim.
Sandra echó un vistazo al sirviente que revoloteaba cerca del comedor y contestó:
—Es una larga historia y no quiero aburrirle con ella. Siempre quise tener seguridad; usted puede comprobar que aquí la tengo.
—Sí.
—Es muy bueno conmigo, de verdad —miró a las migajas que había en su plato— ¿Y quién sabe? Tal vez durante muchos años no vuelva a haber otro campeón con el que tenga que enfrentarse. Después de esta noche.
—Después de esta noche —repitió Jim.
—¿Quiere entrenarse con un sparring o algo por el estilo? —Tendría que cogerle el truco al ring —dijo Jim.
—Haré que uno de los sirvientes se encargue de usted, le enseñe el camerino y todas esas cosas.
Abandonó la mesa y se perdió en las profundidades del inmenso caserón.
Ahora que se había quedado solo, Jim miró a través de la ventana en dirección al mar y comprendió de pronto lo absurdo de la situación. Aquí, en el sótano de una mansión de la costa, iba a pelear contra el hijo trastornado de un millonario por un título mundial secreto. ¡Y si ganaba, le matarían!
Jim se levantó de la mesa y caminó rápidamente hacia la puerta principal. Toda esta charada parecía aún más ridícula a la luz de la mañana. Abrió la puerta y enfiló por el largo y sinuoso camino que llevaba hacia la lejana carretera. Estaba llegando a los portones entreabiertos cuando escuchó una voz que le llamaba:
—¡Un momento, señor Figg!
Era uno de los hombres que le habían traído a la casa y exhibía otra vez el arma en su mano derecha.
—No estará pensando en abandonamos, ¿verdad señor Figg?
Jim pasó el resto del día en el sótano, golpeando el saco de arena y saltando resignadamente a la cuerda. Hizo un par de asaltos con uno de los sirvientes de Blanco en el ring con cuerdas de terciopelo, derribándolo con facilidad cuatro veces antes de terminar el entrenamiento. En todo el asunto había algo de irreal, como si en cualquier momento un director invisible pusiera fin a la obra dando por terminada la representación. Incluso los sirvientes de Roderick Blanco contribuían a esa sensación de irrealidad, moviéndose por los interminables corredores de la enorme mansión con sus rostros imperturbables y sus zapatos silenciosos.
—¿Piensa cenar? —le preguntó Sandra Blanco al anochecer.
—Nunca como antes de una pelea —dijo Jim—. Después, quizá.
Sandra se detuvo junto al ring, mirándole, y Jim pensó que ella iba a decirle algo más. Pero el momento pasó y Sandra abandonó el sótano.
A las siete y media algunos de los sirvientes llegaron para ayudarle a ultimar los preparativos y exactamente a las ocho le escoltaron hasta el enorme sótano donde se encontraba el ring con las cuerdas de terciopelo. Sandra Blanco ocupaba uno de los asientos y los sirvientes ocupaban los demás. En total, había alrededor de veinte incluyendo a los dos hombres que le habían obligado a venir a aquella casa.
Subió al ring y pasó a través de las cuerdas, sintiendo los crecientes latidos del corazón. Era la vieja sensación de fría expectación que había experimentado ya innumerables veces. Sólo que en esta oportunidad era diferente. De alguna manera, esta vez, el juego era por la supervivencia.
Durante un momento la habitación permaneció silenciosa, esperando... y luego, de pronto, Roderick Blanco atravesó la estancia en dirección al cuadrilátero, alcanzándole el batín a uno de sus ayudantes sin detener el paso. Su poderoso pecho estaba cubierto por una pelambre negra y ensortijada y llevaba calzones color azul oscuro. En ese momento parecía un verdadero campeón.
Saludó a Jim y dijo:
—Nuestro árbitro —señalando a un hombre pequeño que les había seguido hasta el ring—. Se llama Walters y dirigió dos peleas por el título mundial en los años cuarenta. Antes de que usted naciera.
El árbitro repitió las reglas del combate, evitando mirar a los dos contendientes, como si de alguna manera dudara de su participación en este asunto. Luego los dos boxeadores se separaron, retirándose hacia sus respectivos rincones y esperando hasta que uno de los sirvientes, que actuaba como cronometrador, hizo sonar la campana llamando al primer asalto.
Blanco salió rápidamente de su rincón, manteniéndose agazapado y buscando un claro para descargar sus golpes. Jim bailoteó retrocediendo unos pasos, tratando de descubrir el estilo de Blanco y comprendiendo, por primera vez, qué difícil era enfrentarse a un hombre al que no había visto jamás sobre un ring. Entraron rápidamente en clinch y el árbitro les separó. Jim descargó un golpe que fue a dar en un hombro de Blanco, pero el primer asalto terminó sin que ninguno de los dos boxeadores produjese ningún daño a su rival.
Durante el segundo asalto, Jim comenzó a sentirse preocupado por el silencio. Estaba acostumbrado al rugir de la multitud, al sudor y la excitación de las reacciones del público ante cada golpe. Aquí, frente a veinte personas —todas evidentemente de parte de Blanco— los rugidos se habían transformado en algún murmullo ocasional, la excitación había descendido al nivel de unas cuantas personas que miran una aburrida película documental. Era casi como si conocieran el final, y tal vez para ellos fuese así.
Durante los segundos finales del asalto logró conectar un buen golpe a la mandíbula de Blanco y al comenzar el tercero recomenzó donde había dejado interrumpida su tarea. Pero Roderick Blanco parecía estar en condiciones de recibir un ingente castigo sin fatigarse apenas. Intercambiaron golpes durante otros dos asaltos y Jim comprendió, penosamente, que en este punto el combate era absolutamente parejo.
Cuando promediaba el sexto asalto, Blanco se decidió a descargar sus armas, asestando una serie de golpes que hicieron tambalear por primera vez a Jim y que acabaron enviándole a la lona. Con los ojos inyectados en sangre miró a través de las cuerdas a Sandra Blanco. Vio que sus labios se movían pidiéndole que no se levantara. Este era el momento en que él podía hacerlo. Quedarse sobre la lona hasta que la cuenta llegase a diez y nunca nadie lo sabría. El aún era el campeón del mundo... ¿Por qué no dejar que este chiflado tuviese su momento de gloria?
Pero cuando la cuenta llegó a ocho se puso de pie, preparado para continuar la lucha. Blanco no le dio ninguna opción y lanzó otra andanada de golpes. Esta vez, Jim cayó pesadamente sobre la lona. Estaba preguntándose cuál sería la cuenta cuando escuchó que sonaba la campana dando por terminado el asalto.
Al comenzar el séptimo, Jim comprendió que tendría que apelar a todos sus recursos para mantenerse en pie. Blanco no era ningún farsante. Tenía madera de auténtico campeón. Forcejearon durante los tres minutos sin que ninguno cobrara ventaja y luego Jim regresó jadeando a su rincón.
—¿Cuánto tiempo resistió Dan Anger contra él? —preguntó a su segundo.
El hombre dudó un momento y luego respondió:
—Seis asaltos.
—Bien, Yo he resistido casi ocho.
En el octavo, el fin llegó rápidamente. Blanco atacó decidido a acabar con Jim, quizá engañado por el rostro sanguinolento de su contrincante. Jim aún reservaba uno de sus golpes, el mismo que había dado con Big Dan en la lona hacía un par de noches. Blanco recibió el impacto, fue a rebotar contra las aterciopeladas cuerdas y volvió a por más. Jim se percató de que tenía la guardia baja y los ojos atontados por la fuerza del golpe. Uno, dos, tres golpes más y Roderick Blanco se derrumbó en el centro del ring con el rostro contra la lona. El árbitro había terminado de contar antes de que comenzara a incorporarse.
Jim Figg aún era el campeón mundial de los pesos pesados.
Más tarde, habiéndose ya quitado los guantes, duchado y vestido, Jim se encontró con Blanco en la sala de estar del piso superior. Sobre el ojo izquierdo del hombre alguien había colocado un pequeño apósito, y el ojo derecho estaba azul e inflamado. Miró con dureza a Jim y dijo lentamente:
—Es usted un buen boxeador.
—Gracias —dijo Jim—. Y usted ha sido un gran rival. Mucho más fuerte que Anger.
Podía darse el lujo de ser generoso con sus palabras.
Blanco llevaba su bata y tenía las manos hundidas en los bolsillos. Sandra estaba a su lado y su rostro era una máscara pálida por el temor.
—Es la primera vez que pierdo un combate —dijo, casi con tristeza, el hombre de pelo negro.
—Roderick...
—Cierra la boca, Sandra —dijo Blanco—. Sí, la primera vez.
Y me inclino ante un boxeador superior... un verdadero campeón.
Jim inclinó la cabeza demostrando cierta vacilación.
—Bien, entonces ahora me marcho.
—Bueno —dijo Blanco lentamente—, me temo que no. Me temo que no puedo permitirle que abandone esta casa y difunda en todos los periódicos la noticia de su victoria. No, no.
Sandra intentó interponerse entre los dos hombres, pero Blanco la apartó violentamente. Su mano derecha salió del bolsillo empuñando una pistola.
—¡Corra! —gritó Sandra.
Pero los sirvientes ya estaban bloqueando la puerta. Jim comprendió que no podía huir. Miró la pistola que Blanco sostenía en su mano y se preguntó si éste sería realmente el fin. —¿Va a matarme?
—Debo hacerlo, para protegerme.
—No se lo diré a nadie.
—¿Tampoco a su amigo Claus?
Sandra trató de intervenir nuevamente pero uno de los sirvientes lo impidió y la retuvo con firmeza. El arma de Blanco se movió hacia arriba. Jim echó un vistazo hacia la ventana calculando si sería lo bastante rápido para arrojarse por ella y sabiendo que no lo conseguiría.
—Está bien —dijo—. Dispare.
—Lo siento —dijo Blanco y su dedo se tensó sobre el gatillo.
—Una cosa más —dijo súbitamente Jim, hablando de prisa.
—¿De qué se trata?
—Suponga que le doy la revancha.
Blanco vaciló y el dedo se relajó ligeramente sobre el gatillo.
—¿Cuándo?
—Antes de pelear con cualquier otro.
Silencio. Luego, Roderick Blanco inclinó levemente la cabeza.
—Muy bien. ¿Tengo su palabra de caballero?
—Tiene mi palabra de caballero.
—¿Y mientras tanto no dirá una sola palabra a los periódicos?
—Absolutamente nada.
Otro gesto con la cabeza.
—Está bien. Pero si usted no cumple alguna de las dos promesas, mis hombres le matarán. Y muy dolorosamente.
Jim hizo una pequeña reverencia mientras Blanco colocaba la pistola nuevamente en el bolsillo.
—Entonces puedo decirle, ¿hasta que volvamos a vemos? ¿En el ring con las cuerdas de terciopelo?
Dos días más tarde, Connie Claus se reunió con Jim en una pequeña mesa en el salón trasero de un céntrico bar. Sonreía como un periodista que olfatea una primicia.
—Tienes buen aspecto, Campeón. ¿Cómo te sientes?
—Muy bien, Connie. Muy bien.
—Dijiste que tenías una exclusiva para mí —el hombre pequeño se inclinó hacia adelante y apoyó las manos sobre la mesa—. ¿Vas a decirme dónde has estado los últimos dos días? ¿Vas a hablarme sobre Roderick Blanco?
Jim se limitó a sonreír desde el otro lado de la mesa.
—No, voy a decirte que finalmente Sue y yo vamos a casarnos.
—¿Me has hecho venir sólo para decirme eso?
—Eso y que me retiro del boxeo.
—¡Que! —Connie Claus le miró con incredulidad.
—Pensaba hacerlo cuando me casara. Pienso abrir una pequeña tienda de deportes.
—¿Piensas retirarte imbatido?
—Ya lo he hecho. Se lo he notificado a la comisión de boxeo hace una hora. Ya no soy el campeón del mundo de los pesos pesados. El título ha quedado vacante.
Connie corrió hacia el teléfono, y Jim sonrió mientras le hacía una seña al camarero para que le trajera otra copa.
A la mañana siguiente, temprano, le despertó el teléfono. Salió de la cama y fue a contestar la llamada pensando que tal vez fuese Sue o incluso Max.
—¿Jim? Soy Sandra Blanco.
—¿Oh? Qué hay.
—Se suicidó hace un par de horas. Escuchó la noticia de su retirada del boxeo en el noticiero y se suicidó pocas horas después.
—Lo siento.
—¿Sabía usted que él haría una cosa así? —preguntó Sandra.
—No —contestó Jim honestamente.
—Él sabía que ahora ya no podría recuperar su título de usted. Aún cuando le hubiese obligado a combatir con él, usted ya no es más el campeón. Ha sido más listo que Roderick.
—Mantuve mi palabra —dijo Jim.
—Sí, pero... —la voz de Sandra era casi un sollozo.
—Lamento que haya muerto. Es todo lo que puedo decir —luego, por ninguna razón en especial, preguntó—. ¿Cómo lo hizo?
—Abajo, en el sótano. Se ahorcó con una de las cuerdas de terciopelo.