Un profesional

Robert McKay

Troy Masón era un atracador... un profesional. Tenía treinta años y durante los últimos tres años no había robado nada más que bancos.

Desde los veinticuatro hasta los veintisiete años había estado en prisión. Desde los veinte hasta los veintiocho se había dedicado a atracar fundamentalmente compañías de préstamos y algún supermercado ocasional. Había tenido suerte, ahora lo sabía, porque al principio no sabía absolutamente nada del oficio y podrían haberle cogido inmediatamente. Pero luego, cuando su suerte se mantuvo, había aprendido gradualmente todos los secretos de la profesión, y su detención a los veinticuatro había sido en realidad un pequeño desliz, lo que sucede siempre cuando a un profesional logran atraparlo.

Masón no era un rebelde, y tampoco era un criminal neurótico o compulsivo. En prisión había escuchado con impaciencia mientras los otros presos explicaban por qué habían robado o matado o cometido algunos de sus estúpidos y chapuceros delitos.

Para Masón, el delito era un negocio y una forma de vida. No sentía más necesidad de justificarse de la que sentiría un abogado. Hacía mucho tiempo que había decidido que no estaba contra la sociedad; antes bien, él estaba fuera de la sociedad. Las leyes y los valores de la sociedad no tenían nada que ver con él.

Era inteligente y, como todos los hombres inteligentes que han pasado mucho tiempo entré rejas, sus lecturas habían sido amplias y muy bien escogidas. Sabía que los expertos penalistas y los sociólogos y los psiquiatras miraban con recelo a los hombres con mentes como la suya. Así que en el presidio había mantenido la boca cerrada y había superado los tests y las entrevistas, y nunca había sido marcado con la denominación que le habría mantenido recluido por el tiempo máximo de su condena de 2 a 10 años. La peor clasificación era la de Psicópata Criminal. Sentado ahora inmóvil en la oscuridad de su habitación, atisbando a través de la raída cortina hacia el banco de enfrente, Masón sonrió irónicamente, recordando algunas de las cosas que había podido leer en determinados libros de psicología.

Echó un vistazo al reloj. Las 7.46. Gaine llevaba un minuto de retraso. Pero entonces una figura alta y delgada giró velozmente en la esquina y se dirigió a la puerta de la Fidelity Trust Company, Sección de East Side. La responsabilidad era un requisito básico para los gerentes de banco, y después de dos semanas de estudio periódico Masón estaba convencido de que Harry Gaine era un sujeto absolutamente responsable.

Era mucho lo que Masón sabía acerca del gerente, la mayor parte de lo cual jamás utilizaría. Sabía, por ejemplo, que Harry Gaine tenía una esposa rolliza y una hija escuálida que vivían en su casa de los suburbios, y un sedán del 62 aparcado en el aparcamiento que había a la vuelta de la esquina. Sabía que Harry Gaine tenía que abrir dos cerraduras con sendas llaves antes de entrar al banco, y sabía que abrir esas cerraduras le llevaba al menos 6 segundos.

Sabía también que un coche de la policía pasaba a las 7.55 comprobando si la persiana veneciana de la ventana estaba abierta y si la de la puerta permanecía cerrada. Pero había una cosa que Troy Masón ignoraba acerca de Harry Gaine.

Esta mañana, a las ocho en punto, como siempre, el obeso Ben Griffin, conserje del banco, llamó a la puerta y le fue franqueada la entrada. Y puesto que Masón no podía penetrar con su mirada al interior del banco no pudo enterarse del detalle que más necesitaba conocer sobre Harry Gaine.

—¡Por Dios, señor Gaine! —dijo el conserje—. Me gustaría que se librara de ésa cosa. —Esa cosa era una pistola automática del calibre 45 que descansaba sobre el escritorio del gerente—. Nunca atracarán este banco— se quejó el conserje—. Y si lo hacen, usted sabe que no puede liarse a tiros con una banda de gángsters. Además, tenemos órdenes estrictas de no oponer resistencia si somos asaltados.

Gaine no se molestó en contestar. El sabía mejor que Griffin cuán seriamente estaba violando la política del banco al portar esa arma. Pero él también sabía que había vivido diez años con la vergüenza de haber sido robado por un muchacho de dieciséis años que portaba una escopeta del calibre 22 con el percutor roto, y la pistola era el reaseguro de que disponía Harry Gaine para no volver a sufrir jamás tamaña humillación.

El gerente del banco era un hombre ambicioso y orgulloso. No tenía ninguna intención de liarse a tiros con ningún atracador, pero tampoco estaba decidido a permitir que ningún miserable drogado volviese a pisotearle. De modo que guardaba la automática en el cajón de su escritorio. En ocasiones solía sacarla del cajón, antes de que llegasen las mujeres, y la revisaba pensando en lo que haría si alguien intentaba robar el banco con un arma de juguete o incluso con un 22.

A las 8.10 un auto se detuvo frente al banco y descendieron dos mujeres. Bessie Tryson, una mujer corpulenta y pelirroja se inclinó para besar a su esposo. La otra mujer, una rubia bonita llamada Alice Michaels, atravesó la acera dando pequeños brincos y llamó a la puerta. Bessie era la cajera y Alice era una de las pagadoras.

Entre las 8:15 y las 8:30 otras tres mujeres entraron en el banco. Todas eran jóvenes y parecía poco probable que alguna de ellas causara algún problema. Pero el banco contaba con una alarma antirrobo y Troy sabía que tendría que convencerles a todos, sobre todo a Gaine y a Bessie Tryson, de que pulsar el botón de la alarma sería la cosa más estúpida que podían hacer en su vida.

A las 10:00, cuando hacía ya una hora que el banco había abierto sus puertas, Troy dejó finalmente su puesto de observación en la ventana y procedió a afeitarse. Se cepilló el espeso cabello negro y se vistió con un convencional traje azul. Luego caminó las cinco manzanas que le separaban de su coche de dos años y abandonó el vecindario de la manera más imperceptible posible.

Condujo lentamente a través de las calles sucias y lúgubres. Ya no nevaba, pero la primavera parecía encontrarse muy lejos. Se sintió súbitamente ansioso e impaciente. Esta sensación solía asaltarle en los períodos de aburrida espera. Y despertaba en él una urgente necesidad de tomar un trago, de tener una mujer, un poco de calor de alguna clase. No se trataba de algo que no pudiese controlar, pero era un fastidio, y le molestaba aún contra su voluntad.

Para conservar su anonimato en la ciudad debía limitarse sólo a contactos absolutamente impersonales. Se metía en el cine en lugar de entrar en los night clubs y ya hacía mucho tiempo que había aprendido que no había mejor lugar que la biblioteca pública para que respetaran la intimidad personal de una persona.

Y a la biblioteca pública era adonde se dirigía ahora después de haber desayunado en un pequeño bar. A veces trataba de imaginar qué pensarían las amables bibliotecarias si supieran que estaban ofreciendo una coartada a un ladrón de bancos. Una vez dentro de la biblioteca, se encaminó directamente hacia la sección de libros técnicos y muy pronto se encontró sumido en las prestaciones del SL 300.

Un súbito golpe en la parte superior de la cabeza le hizo saltar de la silla precipitadamente. Detrás de su silla se encontraba una muchacha con una pila de libros en los brazos y una mirada suplicante y avergonzada en los ojos.

—¡Oh, lo siento tanto! —dijo ella con el rostro encendido.

Troy le sonrió.

—Olvídelo —dijo. Recogió el libro que le había golpeado la cabeza y comenzó a colocarlo sobre la pila que la muchacha tenía en los brazos luego, cambió de idea y cogió la mitad de la pila—. ¿Dónde quiere que los coloque?

—Sobre mi escritorio —dijo ella en un susurro y Troy comprendió que él hablaba con su tono normal de voz y estaba concitando sobre su persona toda esa atención que quería evitar. Frunciendo el ceño siguió a la muchacha hacia el escritorio que se encontraba en el otro extremo de la habitación.

—Gracias —dijo ella mientras dejaba su parte sobre la mesa—. A la directora le daría un ataque si supiera que he dejado caer un libro sobre la cabeza de nuestros lectores.

—¿Trabaja usted aquí? —preguntó Troy.

La muchacha no era particularmente atractiva si bien tenía una boca sensual y un andar provocativo que no encajaba con la concepción que Troy tenía de las bibliotecarias.

—Soy la asistente técnica —dijo ella, volviendo a enrojecer bajo la escrutadora mirada de Troy. Tenía el aspecto de una muchacha vivaz e inteligente, pensó Troy, pero actúa como una chiquilla de trece años en la ceremonia de promoción.

La olvidó, tal vez durante una hora, hasta que alzó la vista del libro y abarcó la distancia de la habitación mirándola directamente a los ojos. Ella bajó la vista de forma instantánea. Troy mantuvo la suya y vio cómo el color subía por sus mejillas, advirtiendo el traje de corte severo que llevaba, preguntándose si ella se vestía de ese modo en un intento vano de camuflar su espléndida figura. Parecía tener veinticuatro o veinticinco años. El pelo; del color de las espigas de trigo, estaba recogido como al descuido en la parte superior de la cabeza. Sus ojos, recordó, eran marrones. Uno no esperaba que una muchacha con ese pelo tuviera ojos de ese color. Uno esperaba que fuesen de color avellana.

La muchacha alzó una mano para acomodar un mechón de su luminosa cabellera y Masón sintió que su respiración se convertía en un sólido latido en la garganta. En su interior se abrió un vacío estremecedor.

¡Olvídala! pensó. Esta mujer podría atraparme, pero para bien.

A las tres en punto se puso de pie y colocó los libros en sus respectivos estantes. La muchacha no había vuelto a mirarle y así era mejor. Porque sólo una vez en la vida uno miraba en los ojos de una muchacha y veía algo en su interior... tal vez la imagen de uno mismo. Y uno y la muchacha comprendían inmediatamente que algo profundo y explosivo podría producirse entre ambos. Le había sucedido cuando era joven, muy joven, pensaba ahora, pero no recientemente. Y no podía permitir que volviera a sucederle en este momento.

Al día siguiente, viernes se mudó de la pensión que estaba frente al banco y se registró en el hotel comercial más grande de la ciudad. Su equipaje incluía un maletín y una gastada maleta. La maleta tenía un fondo falso que ocultaba un compartimiento de veinte centímetros de profundidad. Pero estaba construido de tal modo que la maleta era simétrica, tanto abierta como cerrada. Le había costado una fortuna, pero merecía la pena.

A la mañana siguiente, portando su maletín, abandonó el hotel a las 6:30. Desayunó en un cómodo restaurante a un par de manzanas, caminó seis travesías hasta otro restaurante y permaneció leyendo y tomando café por espacio de una hora. Era una rutina que seguiría todos los días durante una semana. Quería que los empleados del hotel se acostumbrasen a verlo partir y regresar todas las mañanas llevando su maletín. La semana también le servía para mantenerlo alejado del vecindario donde se encontraba el hotel, tanto por tiempo como por distancia. Una vez consumado el atraco permanecería en el hotel un par de días hasta que el ambiente se relajara un poco. Era el viejo principio de la Carta Robada, y era la única manera de ocultarse después de atracar un banco.

La parte desagradable del asunto era que a veces pensaba demasiado en cómo se desarrollarían las cosas en el banco. El sabía qué pasaría, la feroz excitación que le invadiría una vez que estuviera dentro y controlando la situación. Pero cuando esperaba y pensaba en ello, era muy fácil comenzar a imaginar lo que podía suceder si alguien comenzaba a gritar o si un policía entraba en ese momento...

El lunes por la mañana regresó a la biblioteca, sabiendo que no debía enredarse con la muchacha, diciéndose a sí mismo que sólo quería leer, reconociendo la mentira; pero yendo de todos modos.

Cuando entró, la muchacha estaba sentada en su escritorio, sus ojos captaron la presencia de Troy, casi dándole la bienvenida. El quiso sonreír pero tenía la cara rígida. Cuando alcanzó a sonreír, ella ya había bajado la vista y Troy permaneció en el mismo lugar sonriéndole estúpidamente a la coronilla rubia de la muchacha. Su peinado no había variado, estaba peor que la semana pasada. La idea que una mujer pudiera ser tan torpe, o tan descuidada, le conmovió y le excitó extrañamente.

¡Hombre!, pensó. Esto es una locura. Es cosa de niños.

Al rato se puso de pie manteniendo su mente cerrada a todo lo que la muchacha estaba haciendo, caminó hasta su escritorio y dijo:

—¿Quiere cenar conmigo esta noche?

—Bueno, yo... —la muchacha enrojeció intensamente. Pero no parecía incómoda—. Bueno, de acuerdo. Sí, cenaré con usted —dijo—. Sí, me gustaría. —Se echó a reír... una risa maravillosa—. No pretendía ser tan categórica —dijo—.Estaré libre a las seis. Puede esperarme en la entrada principal si lo desea.

Cuando Troy salió de la biblioteca se alejó rápidamente en línea recta. ¿Qué diablos estoy haciendo?, se preguntó con rabia. ¿Y qué clase de chica es ésa? Una muchacha respetable que trabaja en una biblioteca y que se muestra dispuesta a salir con el primer tipo que se lo pide.

Caminó furiosamente, permitiéndose sentir parte de la sensación que lo invadiría totalmente la mañana del próximo viernes. Dentro de tres días arriesgarás la vida por un montón de dinero, se dijo. Tienes que estar preparado para hacer cualquier cosa. Ahora bien, ¿qué crees que estás haciendo al rondar a una bibliotecaria joven y apetecible?

Ella salió a las seis en punto y a Troy le pareció que era más pequeña y delgada de lo que recordaba. El grueso abrigo ocultaba las, pronunciadas curvas de su cuerpo y parecía más joven y frágil.

—Me llamo Felicity Warren —dijo mientras bajaban la escalinata. Troy le dio el nombre que había utilizado al registrarse en el hotel. Cenaron en un restaurante del centro de la ciudad, un lugar no demasiado lujoso. Ella comió más que él. Él sentía apetito, pero no de comida. La muchacha se desabotonó la chaqueta y a través de su blusa transparente Troy pudo ver la alta curva de sus pechos. Luego, miró el pelo de Felicity. Era vivo y dorado como el trigo bajo el sol y ahora su desorden le pareció infinitamente seductor.

Hablaron muy poco durante la cena, pero luego Troy no pudo recordar qué habían dicho. Mientras tomaban el café, sin embargo, ella le habló de sí misma y él prestó atención y recordaba todo lo que ella había dicho. Tenía veintiséis años, nunca había estado casada, vivía sola, quería casarse algún día, tener muchos hijos, odiaba el departamento técnico, amaba la música, creía en Dios, a veces se sentía sola, sabía que tenía un cuerpo sexy, pensaba que tenía un rostro agradable, y en ocasiones se sentía desoladamente segura de que estaba predestinada a la soltería.

Pero ella no había podido decir todo eso, pensó Troy mientras yacía en la cama esa misma noche. Y sabía que ella no había dicho en realidad todas esas cosas, pero sabía también que eran verdad.

Cuando la acompañó a su casa, ella colocó la llave en la puerta y se volvió hacia Troy con una sonrisa, pareciendo nuevamente una niña, arropada en su pesado abrigo. Él colocó sus manos sobre los hombros de la muchacha y se inclinó lentamente hacia sus labios. La besó con cierta vacilación, curiosamente. Se obligó a sonreír. Se inclinó y la besó otra vez, rozando apenas sus labios.

—Te veré mañana — dijo y volviéndose súbitamente se alejó dejándola en el umbral de la puerta.

Pero a la mañana siguiente Troy supo que no podía verla otra vez. No sabía qué era lo que había ocurrido entre él y Felicity Warren. Él no pensaba que creyera en el amor. Pero fuese lo que fuese, sabía que no podía existir junto con la escopeta de cañones recortados y la helada violencia de los atracos a los bancos. Después tal vez... Tal vez después él pudiera cruzar al otro lado y vivir durante algún tiempo en el cálido y tembloroso mundo de Felicity Warren.

El resto del martes se fue al igual que todo el miércoles y la mayor parte del jueves. Sólo el miércoles por la noche, a mitad— de camino entre la vigilia y el sueño, Felicity se coló en su mente y la dominó durante una cantidad imprecisa de tiempo antes de que Troy se quedara completamente dormido.

Se despertó a las cinco y permaneció tendido en la oscuridad, sin dormir, tratando de mantener vacía la mente hasta que el pequeño despertador de viaje sonó a las 5:45. Se levantó y se afeitó rápidamente sin pensar todavía en lo que le esperaba. Se puso los pantalones de su traje azul, una camisa blanca y una corbata oscura. Luego abrió la maleta y oprimió los pestillos ocultos para dejar al descubierto el fondo falso.

Allí, encajada perfectamente, estaba la escopeta de cañones recortados. Era un arma del calibre 12, de dos cañones, con una longitud de menos de 45 centímetros desde la gastada culata de nogal hasta los abismales orificios gemelos. Cogió seis cartuchos color rojo y dorado de su banda elástica, abrió la escopeta

y la cargó; luego, guardó los otros cuatro cartuchos en el bolsillo.

Colocó dentro del maletín un impermeable ligero, un sombrero de fieltro y una bolsa gris de lavandería. Metió en su bolsillo los tapones de goma para la nariz y los tampones para las mejillas. Por último, sacó el elaborado arnés de la escopeta. Era una funda de pistola invertida, un diseño de su invención. La culata de la escopeta descansaba en un sostén de cuero que pendía justo por debajo de su cinturón. Los cañones estaban sostenidos con una abrazadera de cuero, a cinco centímetros de los orificios, debajo de su brazo.

Masón podía sacar la mano a través del bolsillo del impermeable, coger la culata de la escopeta, quitarla de su sostén de cuero, hacerla descender unos centímetros para liberarla de la abrazadera y sacar los cañones por entre los botones del impermeable. Podía hacerlo con un solo movimiento, en un tiempo muy inferior al que tardaba un policía cualquiera en sacar su arma de la pistolera que llevaba en la cintura.

Abandonó el hotel a las 6:30 y cogió un autobús hasta el vecindario donde había dejado aparcado su coche. Subió al auto. Mientras dejaba que el motor se calentara, se quitó el abrigo y se puso el impermeable. Cuando se apartó del bordillo eran las 7:20.

Troy condujo lentamente subiendo por una calle y bajando por otra, colocándose el sombrero, los tapones de goma en la nariz y los tampones en las mejillas. En una esquina se echó un vistazo en el espejo retrovisor. Su nariz parecía más ancha y chata. Sus mejillas estaban redondeadas de un modo casi cómico, sus ojos parecían hundidos y la boca parecía más grande y más fina. No era un disfraz garantizado para confundir a un testigo en una rueda de presos. Pero Troy había decidido que siempre actuaría disfrazado de esa guisa. El disfraz le servía admirablemente para impedir que las descripciones verbales apuntaran hacia él.

A las 7:47 Harry Gaine apareció caminando a paso vivo desde la esquina más alejada. Troy dejó que el gerente del banco llegara cerca de la puerta antes de salir del coche. El sol se había abierto paso a través de la espesa cubierta de nubes de marzo y su luz indirecta llenaba la calle. La dulce pureza de la luz inundó la mente de Troy con una súbita y deslumbrante imagen de Felicity. Está bien, pensó. Tal vez ésta sea la última vez.

Deslizó la mano a través del bolsillo cortado del impermeable, liberó la escopeta y se dirigió hacia Harry Gaine justo en el momento en que el gerente hacía girar la llave en la segunda cerradura.

—Voy a entrar con usted, Gaine —dijo con voz perentoria—. No intente nada.

La cabeza del gerente giró lentamente con la boca abierta y los ojos desorbitados. Troy le mostró unas pulgadas de los cañones gemelos.

—Ahora entre antes de que lo deje seco.

Gaine alzó la vista y se encontró con la mirada de Troy. Le miró profundamente. Luego abrió la puerta y los dos hombres entraron en el banco.

—Ahora tómeselo con calma —dijo Troy en tono conciliador—. No haga ninguna locura y conservará la vida para esa mujer e hija que tiene.

El gerente le miró. Estaba pálido y su boca temblaba ligeramente. Tiene miedo, pensó Troy, pero tendré que andarme con cuidado.

El banco constaba de una larga sala dividida por las ventanillas barradas de los pagadores. Una semi puerta batiente conducía al sector de las oficinas. En la pared del fondo se encontraba la maciza puerta de la bóveda.

—Ahora abra la persiana veneciana como todos los días —dijo Troy con una sonrisa.

A las 7:57 pasó el coche de la policía. Atisbando a través de la cortina de la puerta, Troy comprobó que los policías miraban con indiferencia hacia la ventana del banco. A las 8:05 el conserje llamó a la puerta. Troy la abrió, permaneciendo detrás de ella hasta que el conserje hubo entrado. Luego cerró la

puerta y le enseñó al conserje la temible escopeta de cañones recortados.

—Ahora muévase y permanezca detrás de su jefe, Ben, y no le pasará nada.

El rostro de Ben Griffin parecía una masa de pan sucio.

—¡No... no dispare! —gimoteó, colocando sus manos temblorosas entre su vientre y los temibles orificios de la escopeta del 12.

—Cierre la boca y muévase —dijo Troy. Ahora la escopeta estaba completamente a la vista, permitiendo que los dos hombres quedaran hipnotizados con la viciosa e impactante visión del arma.

Bessie Tryson y Alice Michaels fueron las siguientes en llegar. Alice Michaels golpeó la puerta de cristal mientras Bessie Tryson permanecía aún junto al coche conversando con su esposo a través de la ventanilla. Troy dejó que la bonita rubia esperara unos minutos mientras maldecía a Bessie por la tardanza. Alice Michaels volvió a golpear con impaciencia. La ira y una ligera alarma se apoderaron de Troy. Bessie continuaba conversando a través de la ventanilla del coche. Troy abrió la puerta. Alice comenzó a entrar y luego se volvió para llamar a su amiga.

—Bessie, ¡ven!

Troy se quedó inmóvil. Si la mujer lo veía ahora...

Pasó una eternidad mientras Alice permanecía en la puerta abierta esperando a Bessie. Luego Troy escuchó un Rápido taconeo en la acera y las dos mujeres entraron riéndose. Sus risas murieron en sendos gestos de horror. Troy no les apuntó directamente con la escopeta.

—Tranquilas, chicas —dijo con suavidad—. Nadie va a resultar herido, de modo que no quiero que griten ni que hagan ninguna tontería.

Bessie le miraba con aplomo y atención. Alice comenzó a sollozar. Continuó llorando todo el tiempo, pero era un llanto silencioso y decente, y Troy no tuvo que preocuparse por ella. Las otras tres jóvenes llegaron al mismo tiempo. Todas le miraron con los ojos desorbitados y ocuparon obedientemente sus sitios contra la pared.

—Ahora escúchenme, todos ustedes —dijo Troy mientras la voz sonaba ásperamente en sus propios oídos—. Sé que este lugar cuenta con alarmas y también sé dónde se encuentran los botones. Que nadie intente llegar a esos botones. Si viene la policía, la primera persona que caiga será la que haya apretado ese botón.

Su voz se hizo más fría.

—Ahora quiero que se metan todos allí —movió la escopeta señalando la puerta batiente y el espacio reservado a las oficinas—. Quiero que se sienten en sus escritorios. —Echó un vistazo a su reloj—. La cerradura de tiempo se abrirá dentro de tres minutos, ¿verdad Harry? —Gaine no contestó. El color se había ido del rostro del gerente. Su expresión era grave, colérica, y sus ojos centelleaban.

A las 8:31 Troy dijo:

—Abra la bóveda, Harry, —Gaine le devolvió la mirada obstinadamente y permaneció inmóvil—. Ábrala —repitió Troy apuntando deliberadamente la escopeta al estómago del gerente.

—Oh, Harry, haga lo que le dice —gritó Bessie Tryson con una nota de urgencia en la voz—, ¿No comprende que es un asesino?

Troy se sintió conmocionado. Por un instante vio los ojos de Felicity qué le miraban azorados. Apartó esa visión de su mente.

Gaine se encontraba en la bóveda manipulando la combinación. La enorme puerta se abrió en silencio. ¡Éste era el final del arco iris!

—Está bien, Gaine. Ahora quiero que vuelva a su sitio y permanezca sentado.

Arrojó la bolsa de lavandería en dirección a Alice Michaels.

—Usted, Alice, entre en esa bóveda y llene la bolsa con todo lo que encuentre, salvo los billetes de un dólar y las monedas.

Alice Michaels se puso de pie sin dejar de llorar y miró indefensa hacia Harry Gaine. El gerente del banco hizo un gesto sombrío con la cabeza.

—Adelante, Alice. Haga lo que le dice.

Alice desapareció dentro de la bóveda. Troy se cambió de lugar para poder controlar los movimientos de la mujer. Alice sollozaba en silencio mientras colocaba los fajos de billetes dentro de la bolsa gris.

—No se olvide de colocar los billetes grandes, cariño —gritó Troy—. Cuando haya terminado entraré a echar un vistazo, y no me gustaría que haya intentado engañarme.

Alice le miró con temor. Luego cogió una gruesa bolsa de lona y otra de cuero y las metió dentro de la bolsa que le había entregado Troy. Troy sentía una quemante excitación.

Mantuvo la vista fija en Harry Gaine todo el tiempo que pudo. El gerente estaba sentado sin moverse detrás de su escritorio y exhibía una gran tensión. La furia se dibujaba claramente en su rostro. A Troy le pareció que era un hombre que estaba tramando algo.

Troy volvió a mirar dentro de la bóveda. No podía apresurar a la mujer que estaba colocando todos esos maravillosos billetes verdes dentro de su bolsa, pero estaba impaciente por ver terminada su obra.

—¿Tiene ventilación esa bóveda? —preguntó.

Gaine asintió con renuencia.

Alice Michaels salió de la bóveda cargando el enorme saco. En ese momento Troy lo sintió... experimentó esa salvaje sensación de triunfo que había estado esperando. ¡Su último trabajo y el mejor de todos!

Se volvió para coger la bolsa de manos de Alice. Pero ella, involuntariamente, retrocedió y dejó caer la bolsa al suelo. Se inclinó y la recogió. Cuando se incorporaba escuchó un sonido. Antes de que pudiera reaccionar la habitación estalló en un ruido ensordecedor. Sintió una especie de martillazo en la espalda. Aturdido y asombrado, cayó hacia adelante.

Troy se encontraba sobre sus manos y rodillas. Sabía que le habían disparado, pero no podía decir en qué lugar. No sentía

ningún dolor. Se abrazó esperando el siguiente y terrible disparo. Cuando éste no se produjo, se incorporó y tambaleando y girando con la escopeta lista en su mano derecha. Su brazo izquierdo colgaba pesado y entumecido. La bolsa con el dinero había desaparecido. Pero en este momento no quería ese dinero. Quería al hombre que le había disparado.

Harry Gaine estaba de pie detrás de su escritorio, manipulando frenéticamente la corredera de una pistola calibre 45 de color azulado. Troy niveló la escopeta de cañones recortados y su dedo índice se curvó alrededor del gatillo. Gaine alzó la vista. Sus ojos parecían salidos de las órbitas. Su boca estaba abierta. Y la corredera de la 45 volvió a la posición de disparo.

Pero era demasiado tarde.

El dedo de Troy se tensó sobre el gatillo. Y en el instante entre la vida y la muerte, mientras la pistola 45 comenzaba a describir el arco mortal que lo buscaba, Troy, dando un salto fantástico, cubrió casi toda la distancia que lo separaba de Felicity Warren.

¡No debo matarle! Ese pensamiento le fustigó el cerebro. ¡Puedo soltar el arma y largarme de aquí!

Con ese pensamiento, claro y agudo en su mente, apretó el gatillo. La escopeta disparó con un ruido aterrador y estuvo a punto de saltar de sus manos. Harry Gaine fue despedido violentamente hacia atrás. Nueve postas doble o, cada una tan grande como un proyectil calibre 32, le alcanzaron en el pecho y la garganta.

Alice Michaels profirió un solo grito y se desmayó. Bessie permaneció sentada, insensible, mirando la escena. Ben Griffin estaba en el suelo, luchando por introducir su voluminoso cuerpo entre dos escritorios.

Troy se volvió. Su brazo izquierdo colgaba entumecido a un costado del cuerpo. La sangre corría por su brazo y caía desde la punta de sus dedos. La manga de la chaqueta estaba empapada de sangre; la tela se veía negra allí donde la sangre se acumulaba. Un dolor monstruoso le invadía ahora, a la altura del hombro.

Le parecía que había pasado muchísimo tiempo desde que el martilleo le derribara, pero sabía que sólo habían sido probablemente quince segundos. Su mente trabajaba clara y fríamente. Descubrió en el suelo la bolsa gris de la lavandería con todo el dinero dentro. Ignorando a los demás que se encontraban en la habitación, colocó la escopeta en su funda, recogió la bolsa y abandonó el banco.

El sol brillaba en la calle. En el bordillo de enfrente había una mujer que le observaba. No llevaba sombrero y su pelo intensamente rubio bajo el sol le hizo recordar a Felicity.

Todo estaba claro y frío en su mente. Ya no podía regresar al hotel. Felicity había quedado al margen de su vida. Sólo le quedaba el auto y la escopeta y el dinero y el brazo muerto y ensangrentado.

Todo se había concentrado en ese instante fugaz, como siempre supo que sucedería algún día. Y ahora, mientas se dirigía rápidamente hacia el auto, consciente de que se tambaleaba ligeramente y dejaba un reguero de sangre en la acera, comprendió que no tenía ninguna alternativa.

El coche se puso en movimiento al contacto de su pie. Se alejó lentamente del bordillo conduciendo con la mano derecha y sintiendo que su brazo y hombro izquierdos eran una masa de dolor. La mujer de cabellera brillante permanecía inmóvil frente al banco. Pensó nuevamente en Felicity, por última vez. La calle aún estaba desierta. Pero detrás de él, débilmente, escuchó los primeros sonidos de una sirena.