Después del lamentable accidente

Barry N. Malzberg

Después del lamentable accidente me encuentro sentado en una amplia habitación, con filas y filas de sillas de respaldo recto y una pantalla de cine en el frente, extendida contra la pared. La habitación parece estar llena hasta la mitad de gente a la que no reconozco, algunos de ellos hundidos en las sillas en actitud catatónica o de profundo aburrimiento, otros fumando cigarrillos y mirando las imágenes que se proyectan sobre la pantalla con diferentes grados de interés. Todavía consternado por lo que me ha sucedido —hasta aquel momento yo jamás había perdido el control de un coche en mi vida—, me concentro en las películas, tratando de poner un poco de orden.

Las películas, aparentemente, se refieren a mi familia cuando yo era niño; escenas que recuerdo nebulosamente desfilan ante mí y en desagradables primeros planos veo el rostro de mi madre, de mi hermana y de mí mismo, superpuestos contra un fondo de mar o de intenso tráfico, sonrisas embarazosas contra las fachadas de los diversos edificios de apartamentos que ocupamos a lo largo de los primeros veinte años de mi vida. De vez en cuando mi padre aparece en las escenas, pero sólo en contadas ocasiones; él no confiaba en que ninguna otra persona sostuviera la cámara y se sentía incómodo cuando se ponía delante de ella.

La función me recuerda cuán aburrido encuentro no sólo mis primeros años sino el mismo principio de la película familiar que, en su capacidad para atrapar a la gente en los más pequeños e insignificantes detalles de sus vidas, siempre se las había arreglado para vulgarizar las emociones y destruir cualquier sentido de conexión. Advierto por primera vez que la habitación es desagradablemente estrecha; el olor de los cigarrillos es penetrante y me desconcierta el gimoteo del proyector que se encuentra en una cabina detrás de mí. Decido que no quiero permanecer más en este lugar; que debo intentar abandonar esta habitación, pero cuando trato de incorporarme advierto que me encuentro fijado a la silla y esto me provoca un alarido de terror que atrae sobre mí la atención de todo el mundo y descubro que, mientras la película continúa, soy observado por muchas de las personas que se encuentran en la sala.

—Perdón —digo, mostrando las palmas de mis manos—, no quise gritar. Sólo fueron las circunstancias...

—Lo echará todo a perder —me dice un hombre gordo que se halla frente a mí, mientras se vuelve y me clava la mirada—. El hecho de que sea nuevo aquí no es razón para que se ponga a dar gritos. Ahora preste atención y observe las películas; encontrará que algunas de ellas son muy interesantes y, en cualquier caso, es su propia vida la que están proyectando, de modo que podría usted mostrar un poco de respeto.

—No sea tan rudo con el muchacho —dice una mujer que se encuentra detrás. Es bastante atractiva aunque no en términos sexuales; tal vez maternal sea la palabra que estoy buscando—. Él es nuevo aquí y siempre es un poco difícil al principio. Recuerdo muy bien cómo estaba usted cuando llegó —añadió bruscamente la mujer, el hombre gordo se sonroja y se vuelve hacia la pantalla con los hombros encorvados—. No se preocupe —dice la mujer—. Tiene un carácter muy desagradable, como muchos otros en este lugar. Murió a consecuencia de una caída, y los suicidas son siempre los más ofensivos. ¿Cómo murió usted? —pregunta ella, pero demostrando tanto interés y preocupación que la pregunta no me parece en absoluto ofensiva—. Es muy joven.

—Viajaba en un viejo Dodge bajo la lluvia, no alcancé a ver una curva —digo—, y me salí de la carretera. Lo último que recuerdo es que estaba a punto de estrellarme contra un árbol, de modo que supongo que debo haber muerto en forma instantánea. Antes nunca había perdido el control de un coche.

—Bien —dice ella asintiendo—, siempre es terrible. Sin embargo, como puede ver, aquí está perfectamente cómodo y las películas son bastante interesantes, de modo que no ha sido tan malo para usted después de todo. Pronto descubrirá que no siente hambre ni sed ni sueño, así que puede mirar las películas todo el tiempo, de modo que en conjunto todo es muy agradable. Yo temía la muerte como cualquier otra persona, pero si hubiese sabido que iba a ser algo tan placentero no hubiese luchado del modo en que lo hice; me habrían operado y tal vez me habría salvado. Sin embargo —dice, sacudiendo la cabeza—, ¿quién sabe? Lo importante es que después de haber estado aquí algunos días usted sentirá que es para siempre. Será uno de nosotros.

Me vuelvo hacia la pantalla donde en este momento se está proyectando una escena de playa: mi hermana y yo estamos arrojando una gran pelota de playa al aire y, a través de las capas de la memoria, recuerdo que fue en esta misma playa, posiblemente en esta misma tarde, que yo le rompí la nariz lanzándole con crueldad una pesada pelota de béisbol. Mi hermana y yo saludamos a la cámara, corremos hacia ella maliciosamente y luego salimos de escena. Se ve una toma panorámica, una de las especialidades de mi padre, y luego la escena cambia y se ve a mi madre en bañador y saludando desde una balsa.

—Esto es espantoso —me encuentro diciéndole a la mujer—, no puedo pasarme toda la eternidad mirando esta basura; siempre la he detestado.

Ella no dice nada, concentrada en la película. Desesperado, me vuelvo en mi silla y miro hacia la cabina del operador y, justo en ese momento, el operador está mirando hacia la sala, con la cabeza y los hombros salidos hacia afuera, observando al público mientras el film gira en el carrete. El operador... ¿cómo pude haberlo dudado?... es mi padre. No le había visto desde hacía cinco años.

—¡Papá! —grito impulsivamente, llamando su atención con un movimiento de la mano y encontrando su mirada con la mía—. Papá, ¡tienes que sacarme de aquí! —A pesar de todos los años de separación conservo mi habilidad para ir al grano en todas las discusiones con mi padre—. No puedo pasarme toda la eternidad mirando películas de la familia; yo las odiaba. Tienes que sacarme de aquí; ha habido algún error. ¡Esto es el infierno!

Mi padre me mira a través de la oscuridad cargada de humo y me brinda una amplia e intensa sonrisa.

—No, hijo mío —dice, saludándome antes de desaparecer para siempre dentro de la cabina—, no lo comprendes. —Sus ojos parpadean de felicidad; recuerdo cuánto le gustaba proyectar sus películas—. Esto es el cielo.