En el vientre de la bestia
EN EL VIENTRE DE LA BESTIA
WILLIAM KING
La atmósfera de la capilla de mando del Spiritus Sancti era tensa cuando los exploradores atravesaron el arco cubierto por la cortina de brocado y entraron en la fresca plaza fuerte del centro de mando. Los tecnoadeptos recitaban la cuenta atrás. El galimatías de lenguaje mecánico de los controladores de cabeza afeitada zumbaba como telón de fondo, un balbuceo constante e incomprensible. Por encima de ellos, sobre los pasos colgantes, figuras ataviadas con oscuros ropones se desplazaban de un icono de control a otro para comprobar los sellos de pureza de los sistemas principales al mismo tiempo que mecían incensarios que despedían humo. La capilla bullía con un pánico controlado que Sven Pederson jamás había presenciado antes. Los jóvenes marines espaciales no necesitaban los rojos globos de alarma que flotaban a ambos lados del foso holográfico para saber que la nave estelar estaba en situación de «a sus puestos de combate».
—¡Ah, caballeros!, al fin han llegado. Me complace mucho que puedan reunirse con nosotros. —El tono mesurado de Karl Hauptman, comandante de la nave, atravesó con facilidad el ruido circundante.
—Nos ha convocado, Karl. Somos siervos y obedecemos.
El sargento Hakon habló con tono suave, pero Sven se dio cuenta de que la burla del comerciante ilegal le había tocado un punto delicado. Hakon era un viejo guerrero orgulloso, que había superado la edad límite para servir como exterminador, y le afligía tener que servir a las órdenes de aquel afectado aristócrata supervisando a un grupo de exploradores en su primera misión de entrenamiento. A pesar de todo, era un lobo espacial hasta los huesos, y tenía que obedecer.
Hauptman estaba cómodamente repantigado tras el atril de director, desde donde proyectaba autoridad sin ningún esfuerzo. Las runas de control parpadeaban en color esmeralda sobre el atril y, al iluminar su rostro desde abajo, le conferían un aspecto casi demoníaco, con los ojos y las mejillas hundidos.
—Concédanos el don de su sabiduría, hermano sargento Hakon. ¿Qué conclusión saca de todo eso?
Uno de los controladores cerró sus ojos-cámara y entonó un mantra. Sven tenía una visión clara de los enlaces cibernéticos que conectaban al hombre con su consola de trabajo. Cada diminuta fibra palpitaba con luz, y el ritmo de los latidos se enlenteció hasta coincidir con el del cántico. Luego el controlador volvió a abrir los ojos y sus espejados lentes reflejaron la luz y ardieron en la penumbra como diminutos soles rojos.
Un objeto apareció en el foso: era grisáceo y redondo, y parecía un asteroide pequeño. Hauptman hizo otro gesto, y el canto llano de los tecnosacerdotes aumentó de tono y resonó bajo el aristado techo de la capilla. El olor a incienso alucinógeno se hizo más dulce y espeso. Sven experimentó una ligera náusea mientras su cuerpo se adaptaba a la droga, para luego neutralizarla. El aire rieló, las luces parpadearon, el objeto se expandió y después adquirió mejor resolución.
Sin que hubiese una razón que él pudiese identificar, la visión llenó a Sven de miedo, y miró al hermano cadete Njal Bergstrom, su amigo más íntimo entre los lobos espaciales. La luz roja de los globos de alarma manchaba su pálido semblante y hacía que el ambiente de horror pareciese más intenso. Njal había dado positivo en las pruebas de capacidades psíquicas y, si sobrevivía a la época de cadete, tal vez recibiese entrenamiento como bibliotecario, al igual que Sven sería entrenado como sacerdote lobo. En cualquier caso, Sven había aprendido a respetar la intuición de su camarada.
—Extremadamente insólito. ¿Lo que hay en el flanco de esa cosa son puertas? ¿Es algún tipo de base? —resultaba evidente que Hakon estaba perplejo. Hauptman se acarició la barba y ladeó la cabeza.
—El astrópata Chandara asegura que está vivo. La adivinación de los sensores parece confirmarlo.
El hombre al que había mencionado se hallaba de pie junto al trono del comandante, aferrado al posabrazos como si fuese lo único que pudiera mantenerlo erguido. El sudor le perlaba el oscuro rostro rechoncho y formaba grandes círculos en las axilas de su ropón blanco. Chandara parecía conmocionado, como un hombre en las últimas fases de una fiebre fatal. Sus ojos tenían la expresión delirante, obsesiva, que Sven había visto en chamanes cazadores de ballenas cuando les sobrevenía la locura de la muerte.
—Se lo imploro, señor de la nave, destruya esa abominación. Sólo mal puede venirnos de preservarla un minuto más. —La voz ronca de Chandara tenía una extraña resonancia: la certidumbre de la profecía.
Hauptman le habló con voz tranquilizadora.
—No se preocupe, amigo mío. Si resulta necesario, la destruiré al instante. Sin embargo, cabe la posibilidad de que este artefacto inhumano contenga algo que sea de utilidad para el Imperio. Debemos investigar, aunque sólo sea para enriquecer el conocimiento de los eruditos del Adeptus Terra.
Sven se dio cuenta de que Chandara no estaba de acuerdo, pero no podía poner en tela de juicio la autoridad del señor. El astrópata se encogió de hombros con aire resignado. Como muchos de los miembros de la tripulación, se había habituado completamente a obedecer órdenes. El sargento Hakon comprendía adonde llevaría todo aquello.
—Quiere que mis hombres investiguen ese nido inhumano.
Hauptman sonrió como si Hakon fuera un niño rápido que cogiese las cosas al vuelo.
—Sí, sargento. Estoy seguro de que son ustedes lo bastante competentes como para manejar este asunto.
Sven vio que esa declaración había dejado a Hakon atrapado, ya que rehusar habría sido poner en cuestión su capacidad. El otro sólo logró manipularlo por un momento, pero fue un momento suficientemente largo.
—Por supuesto —fue la respuesta instantánea y orgullosa de Hakon.
A Sven le habría gustado que formulase más preguntas, y vio que una vez que esas palabras hubieron salido de su boca, el propio Hakon también deseó haberlo hecho. Entonces ya era demasiado tarde. Estaban comprometidos.
—Preparen el torpedo de abordaje —dijo Hauptman—. Su escuadra puede comenzar de inmediato las investigaciones.
* * *
Con los cascos preparados y los sistemas de soporte vital en óptimas condiciones, los marines espaciales se sentaron dentro del frío, oscuro fuselaje del torpedo. Sven estudió a cada uno de sus compañeros por turno; les echó un último vistazo antes de que se pusieran las máscaras de respiración, parecidas a cabezas de insecto, e intentó fijar sus rostros en la mente. Cada áspero semblante estaba desfigurado por la pintura de guerra. De repente, con gran dolor, se dio cuenta de que aquélla podría ser la última ocasión en que viera con vida a sus camaradas.
El sargento Hakon permanecía sentado e inmóvil, con el cuerpo tenso y la pistola bólter sujeta con firmeza contra el pecho. Sus rasgos de piel tensa y labios finos tenían una expresión decidida, y sus fríos ojos azules miraban desde debajo del cabello gris plata pegado al cráneo. A diferencia de los cadetes, Hakon no se afeitaba la cabeza, excepto una sola tira de pelo. Era un marine espacial hecho y derecho.
Njal se encontraba sentado enfrente de Sven, debajo de una ventanilla de cristal coloreado, que mostraba estrellas a través de un retrato de la apoteosis del Emperador en su Trono de Vida Eterna. Njal tenía las manos unidas como si rezara, y sus finos rasgos ascéticos estaban compuestos y en calma. Sven supuso que estaba subvocalizando la Letanía contra el Miedo.
—¿Por qué Hauptman no ha enviado a los soldados de su familia? —preguntó Egil, en cuyo rostro de bulldog aparecía su característica y permanente sonrisa burlona.
De todos los cadetes de los lobos espaciales, Egil era el más imperfecto. Sus ojos tenían la fría locura petrificada tan característica de los bersekers con sangre troll. En Fenris le había roto dos costillas a Sven durante un combate de práctica sin armas, y había sonreído con frialdad cuando el joven explorador era llevado al Apotecarion. Sven había oído por casualidad al sargento Hakon cuando le decía el hermano capitán Thorsen que mantendría especialmente vigilado a Egil. Sven no llegó a decidir si eso era bueno o malo.
—Es probable que los guardias estuviesen demasiado asustados para viajar en este cubo oxidado que llaman torpedo de abordaje. Por el espíritu de Leman Russ, no puedo reprochárselo.
Eso lo dijo Gunnar, el hombre de apoyo de la escuadra, que sonrió cordialmente al hablar. La sonrisa dejó a la vista los incisivos especialmente largos, que eran la marca del gen-semilla de los lobos espaciales. «Hay algo tranquilizador en la nariz rota de Gunnar, en su rostro picado de viruela», pensó Sven.
Hakon profirió un corto ladrido de risa carente de alegría.
—Cuando hayan visto tantos combates al servicio del Emperador como esos guardias, entonces serán verdaderos marines espaciales. Hasta entonces, no se burlen de ellos. Simplemente den gracias al Emperador por proporcionarles esta oportunidad de demostrar su valentía.
—Espero que esa cosa esté llena de inhumanos —dijo Egil, deleitado—. Muy pronto demostraré mi valentía.
—No se preocupe, Njal —dijo Gunnar al mismo tiempo que encajaba un cargador dentro de su arma—. Nos encargaremos de que esté a salvo.
Sven sabía que Gunnar estaba bromeando, pero la expresión preocupada del rostro de Njal le dejó claro que éste no lo sabía.
—Puedo cuidar de mí mismo —respondió con tono seco, y Gunnar le dio un golpecito en el hombro de la armadura a la vez que se echaba a reír.
—Ya sé que puede hacerlo, hermanito; ya sé que puede hacerlo.
—Últimas comprobaciones —dijo el sargento Hakon.
Los marines guardaron silencio y se concentraron en las plegarias necesarias para activar la armadura.
Sven sabía que su traje estaba bien cuidado, ya que él mismo había realizado todos los rituales de mantenimiento, como el lavado de la armadura con aceites perfumados mientras entonaba la Letanía contra la Corrosión, el engrasado de las articulaciones con ungüentos bendecidos y la comprobación de los tubos de respirador con humo coloreado de un incensario automático. Creía con firmeza en el viejo dicho de los marines espaciales: «Si cuidas de tu equipo, te cuidas a ti mismo».
No obstante, era algo más profundo que eso. Sabia que la armadura que le habían dado era sólo un préstamo, y experimentaba una sensación de reverencia hacia el ancestral artefacto. La habían llevado puesta cien generaciones de lobos espaciales antes de que él naciera, y se la pondría otro centenar después de que él muriese. Él formaba parte de una familia de lobos que se extendía hacia el insondable futuro. Cuando tocaba la armadura, tocaba la historia viviente de su Capítulo.
Entonces, al pulsar cada runa de control por turno, intentó imaginarse a los que la habían llevado antes. Cada uno, al igual que él, había sido escogido entre los clanes de marineros de rubio cabello de la cadena de islas de Nordheim. Cada uno, al igual que él, había sido sometido a varios años de entrenamiento básico para marines espaciales. Cada uno, al igual que él, había sido sometido a la implantación de varios biosistemas que lo habían transformado en un superhombre mucho más fuerte, rápido y resistente que los mortales corrientes. Algunos habían continuado hacia la gloria; otros habían muerto dentro de esa misma armadura. A menudo, Sven se había preguntado a qué grupo pertenecería él cuando llegara el momento. Entonces volvió a experimentar la misma sensación de mal presagio que había sentido al ver el artefacto alienígena.
Se dio cuenta de cuánto confiaba en la armadura para que le proporcionase protección; en su caparazón de ceramita, para que lo protegiese del calor, el frío y el fuego enemigo; en su sistema de sensores automáticos para permitirle ver en la oscuridad; en sus mecanismos de reciclaje, para que le permitieran respirar en el vacío absoluto y sobrevivir durante semanas de sus propios excrementos reconstituidos. Cuando estos pensamientos se deslizaron al interior de su mente, las plegarias pasaron de ser el recitado vacío de una letanía muy gastada, a convertirse en algo genuino y sincero. No quería morir, y tal vez el traje podría salvarlo.
Encajó el auricular de comunicación en su sitio y comprobó la posición del la gargantilla del micrófono sobre la laringe. Bajó la cabeza y rogó para que los tecnoadeptos de la nave hubiesen sido tan cuidadosos con el equipo como lo habrían sido los hermanos freiles de su propia orden. Una vez dentro del artefacto alienígena, podría constituir su único medio de comunicación con sus compañeros exploradores.
Unió las manos a modo de plegaria y sintió que la amplificación muscular del exoesqueleto de su traje le confería la fuerza de una docena de hombres. Cerró los ojos y dejó que el rastro de feromonas de sus compañeros fuese captado por los receptores de su traje. Sabía que si el artefacto alienígena estaba presurizado, podría identificar a sus compañeros mediante su solo aroma, aunque fuese en la oscuridad más absoluta. Mediante un acto de voluntad, cambió su sentido auditivo de la percepción normal al receptor del sistema de comunicaciones. Las letanías de activación subvocalizadas por sus compañeros sonaron en sus oídos, entremezcladas con la charla de los tripulantes de la nave a través de los comunicadores.
—Pónganse los cascos —dijo el sargento.
Por turnos, cada marine espacial se puso el casco que le protegería la cabeza, y uno a uno hicieron un gesto con el pulgar hacia arriba para indicar que todo iba bien. Cuando llegó su turno, Sven hizo lo mismo. Sintió el chasquido del cierre del casco al deslizarse en su sitio, y en su visor aparecieron símbolos de puntería debajo de la inscripción gótica de la pantalla superior. Todas las lecturas eran correctas, así que repitió el mismo gesto que los demás. El sargento fue el último en ponerse el casco.
—Todo a punto. El Emperador está servido —dijo Hakon en nombre de todos ellos.
—Que la bendición del Sagrado los acompañe —respondió el controlador de la nave.
Se oyó un siseo, y una fina niebla llenó la cabina cuando se despresurizó. La temperatura exterior descendió de manera brusca, y un símbolo azul escarcha destelló con la advertencia apropiada, además de emitir chasquidos durante tres segundos para indicar la falta de presión de aire. Sven oyó otro chasquido en el collar de su armadura, y supo que el casco se había sellado; ya no podría quitárselo hasta que el traje no hubiese comprobado la atmósfera y hubiese verificado que era respirable.
Percibieron una suave sacudida de aceleración, y por un momento Sven se sintió ingrávido cuando el torpedo de abordaje abandonó el campo de gravedad artificial del Spiritus Sancti, y luego recobró una fracción de su peso normal al acelerar el torpedo. En los monitores de visión exterior, la nave estelar apareció primero como una enorme muralla metálica, pero, al alejarse, las torretas que tachonaban su exterior se hicieron visibles; luego pudo verse toda la nave, desde la alada popa hasta la proa de pico de dragón. Su descomunal tamaño se hacía obvio por los centenares de enormes ventanas arqueadas; Sven sabía que cada una tenía el largo de un ballenero y era más alta que su mástil. La nave antigua del comerciante ilegal fue empequeñeciéndose hasta quedar casi perdida entre las estrellas, apenas un punto de luz más entre muchos. En las oscilantes pantallas verdes frontales, el objeto alienígena aumentaba ominosamente de tamaño.
—Ahora ya no hay vuelta atrás —oyó que murmuraba Njal.
—Bien —dijo Egil.
Con una sacudida violenta y estremecedora, el torpedo de abordaje se ancló a la pared del artefacto alienígena. Sven abrió los ojos y dejó de rezar. Pulsó el amuleto de liberación rápida de las correas de seguridad, y flotó por un momento antes de que volviera a activarse la gravedad artificial del torpedo.
Los miembros de la escuadra se habían desplazado a posiciones de alerta y cubrían las puertas del mamparo de proa con las armas. Las vibraciones golpetearon las suelas de las botas de Sven cuando el morro cónico del torpedo de abordaje taladró la pared de la otra nave. Pasado un momento, la vibración cesó.
—Escuadra, prepárense para dispersarse. —La voz de Hakon llegó clara a través del sistema de comunicación.
—Opus Dei —respondió la escuadra.
Las puertas del mamparo se abrieron y los exploradores cubrieron el área con sus armas, como habían practicado un millar de veces durante el entrenamiento. Sven se preparó en el momento en que el aire entró con fuerza en el torpedo y formó una niebla al encontrarse con el helor de dentro del vehículo.
—¡Por el espíritu de Russ! —jadeó alguien—. No puedo creerlo.
Las luces de los cascos revelaron un espectáculo pasmoso. Se encontraban mirando hacia el fondo de un vasto corredor, tan alto como el techo de la capilla del Spiritus Sancti y del color de la carne fresca. Las paredes no eran lisas y regulares; parecían ásperas y estaban cubiertas por innumerables pliegues, como la superficie descubierta del cerebro que los médicos le habían enseñado durante su noviciado. Las paredes brillaban de mucosidad rosácea.
De cada pliegue de la pared sobresalían cilios multicolores de varios metros de largo y tan finos como hilos de titanio, que se mecían como helechos en la brisa. Aquí y allá latían varios sacos parecidos a músculos. En las paredes, al ritmo de los latidos, se abrían y cerraban orificios, que hacían un ruido como de respiración trabajosa. Sven supuso que hacían circular aire. Por unos tubos transparentes que corrían contra las paredes como grandes venas, se desplazaban gorgoteantes líquidos.
—Parece ser que este sitio está habitado —comentó Gunnar, y su voz sonó demasiado fuerte a través del sistema de comunicaciones.
En el aire danzaban y destellaban esporas que reflejaban la luz y brillaban como las estrellas en el vacío del espacio. Al reaccionar a las luces de los cascos, parecían encenderse con fosforescencia como las luciérnagas, y su brillo se volvía deslumbrante. Sven parpadeó y su segundo párpado translúcido se cerró para filtrar la luz de modo que pudiera mirarla. Las luces de posición de su armadura se amortecieron de manera automática al aumentar la luz ambiental.
Mientras Gunnar los cubría, Egil y Njal avanzaron siguiendo una pauta estándar y bien ensayada. Al salir del torpedo los pies se les hundieron en el piso esponjoso de la nave alienígena, sobre el que caminaron como por encima de una alfombra gruesa al mismo tiempo que rozaban a los cilios. Sven se preguntó si aquellas frondas serían un dispositivo de alarma temprana o si incluso podrían ser venenosos.
El símbolo de atmósfera de su pantalla destelló en color verde tres veces, y luego quedó estable. Se oyó un chasquido y se soltó el cierre del collar de la armadura. Sven avanzó hacia el interior de la nave alienígena a la vez que flexionaba las rodillas para compensar el cambio de fuerza de gravedad. Parecía que la nave generaba su propia gravedad interna con la fuerza centrípeta de su rotación, pero, a pesar de ello, Sven se sentía como si pesase la mitad de lo normal.
El sargento Hakon ya se había quitado el casco, y se detuvo para realizar varias inspiraciones profundas. Hizo una mueca cuando su sistema de bioingeniería se adaptó a las condiciones locales, y Sven supo que pronto se habría aclimatado a tales condiciones y sería inmune a cualquier toxina presente en la atmósfera. Pasado un largo y tenso momento, Hakon les hizo un gesto a todos para indicarles que se quitaran los cascos.
Lo primero que sorprendió a Sven fue la alta temperatura. El aire parecía casi tan caliente como la sangre. Empezó a sudar, y su cuerpo compensó la temperatura y la humedad. Tosió cuando la membrana que tenía dentro del esófago filtró las esporas del aire. Los chispeantes colores que lo rodeaban llenaron su campo visual, ya que el interior de la nave era un alboroto de matices que brillaban con fuego fosforescente en el cálido interior en sombras de la nave.
Aquello le recordó los arrecifes de coral que rodeaban el ecuador de Nordheim, donde los lobos espaciales tenían sus instalaciones de verano, lejos de las heladas montañas y glaciares de Fenris. A menudo había salido a nadar por los arrecifes después de los ejercicios de batalla llevados a cabo en las más cálidas islas tropicales. Las paredes le recordaban ciertas formaciones de coral duro, y se preguntó si aquella nave no habría sido creada por criaturas similares, colonias de organismos microscópicos unidos para formar una vasta estructura. Todo parecía tranquilo, seguro y relajante.
De pronto, algo pasó a gran velocidad ante él y le picó la cara. Él dio un respingo y, por reflejo, alzó su pistola y disparó; el arma se le sacudió en la mano al lanzar su minimisil, y en el breve segundo transcurrido entre que apretó el gatillo y observó cómo aquella cosa explotaba, atisbo lo que parecía una medusa de un metro de diámetro que flotaba como si fuese un paracaídas en las corrientes de aire. El rostro se le tornó insensible cuando sus biosistemas se movilizaron para hacer frente a la toxina.
—Cuidado —dijo el sargento Hakon—. No sabemos qué vamos a encontrar aquí.
Avanzó hasta Sven y le pasó un amuleto médico por encima de la herida; pero el pequeño talismán en forma de cabeza de gárgola no parpadeó ni emitió ningún pitido de advertencia.
—Al parecer, se defiende bien —comentó Hakon con calma.
Al oír el sonido del disparo, todos los lobos espaciales habían tomado posiciones de cara hacia afuera para cubrir todas las líneas de fuego. Nada obvio los amenazó, ni aparecieron a la vista más medusas flotantes.
El techo había comenzado a resplandecer; largas venas de paredes bioluminiscentes habían despertado a la vida como en respuesta a la presencia de los exploradores, e iluminaban el corredor, que se curvaba hacia abajo hasta desaparecer de la vista. A Sven le recordó el interior de una concha de caracol.
Sven experimentó una ligera náusea mientras los anticuerpos hechos a medida de su torrente sanguíneo se enfrentaban a los invasores que le había inyectado la criatura alienígena, y entonces lo sorprendió una comparación: tal vez aquella cosa parecida a una medusa era un anticuerpo que reaccionaba ante la aparición de los exploradores.
Intentó descartar el pensamiento como mera fantasía, pero no podía dejar de pensar que quizá la nave alienígena tenía otros medios para enfrentarse con los intrusos.
Avanzaron con cautela a través de la palpitante Oscuridad; sus ojos gatunos se habían adaptado a la falta de luz, y mantenían las armas a punto para repartir muerte. En cada giro y conjunción dejaban repetidores de comunicación, que los mantenían en contacto con el Spiritus Sancti y además les servían como faros de navegación.
—¡Por el espíritu de Russ! —imprecó Sven al resbalar y caer sobre el piso recubierto de mucosa.
La superficie esponjosa absorbió el impacto, y él rodó hasta quedar acuclillado. Njal se acercó a ver si se encontraba bien, y Sven pudo ver que en su rostro había una expresión preocupada. Le hizo un gesto a su amigo para que se apartara, casi incómodo por haberse caído.
—Estamos en el vientre de Leviatán —dijo Njal mientras estudiaba paredes del color de la carne amoratada. Sven hizo una mueca, ya que el olor a carne podrida del entorno le producía náuseas. Miró los alrededores.
En la penumbra, los otros marines espaciales eran figuras espectrales, fantasmagóricas. Gunnar iba a la cabeza, y el resto de los exploradores avanzaba, trabajosamente tras él en una larga fila que cerraba el sargento. Los sacos respiratorios se aplanaron, y una corriente de niebla y esporas salió disparada al aire, donde refractó la luz de las armaduras de los exploradores y la convirtió en arco iris.
—Esa historia nunca me ha gustado mucho, hermano —dijo Sven con voz queda al mismo tiempo que se limpiaba la sustancia viscosa de la armadura.
A su padre le encantaba contarle aquella antigua fábula: la del pescador Tor que fue tragado por el gigantesco monstruo marino llamado Leviatán, y que vivió en su enorme vientre durante cincuenta días antes de ser rescatado por el primer exterminador de los lobos espaciales, que le pidió que se uniese a la orden. El padre solía usar esa historia para asustar a Sven y su hermano, con el fin de que no se marchasen furtivamente hacia el mar con las balsas que construían. Al menos lo hacía, hasta el día en que se hizo a la mar en un dragonero y no regresó nunca más. De niño, Sven siempre había sospechado que se lo había tragado aquel Leviatán.
Cuando por fin ingresó como cadete, se había reído de semejantes historias infantiles. Había consultado el Archivum de la orden y había descubierto que la fábula de Tor y el Leviatán era un relato realmente antiguo, que se remontaba a una época anterior al Imperio, a los lejanas épocas de la Tierra primordial, perdidas en el tiempo. Existía, en una u otra forma, en muchos mundos del Imperio como rastro distante en la historia de una época anterior a la colonización de la galaxia por parte de la humanidad. Entonces no pensó que jamás volvería a sentirse inquieto por esa fábula.
En ese momento, dentro de las entrañas de aquella nave alienígena, descubrió que el horror de esa historia antigua regresaba. Podía oír la ronca voz de su padre hablando en la oscuridad de la casa comunal mientras los vendavales de invierno aullaban en el exterior. Recordaba el escalofrío que se apoderaba de él cuando el anciano se detenía en detalladas descripciones de las cosas nauseabundas encontradas en el vientre del monstruo marino.
Recordaba también que miraba hacia el mar en las noches tempestuosas cuando las olas impulsadas por el vendaval se estrellaban contra las negras rocas, e imaginaba enormes monstruos, más grandes que su isla natal, acechando bajo la superficie del mar. Era el recuerdo de su más tremendo miedo de niño, y en ese momento había regresado para perseguirlo. Se sentía exactamente igual; a su alrededor, percibía la presencia de un enorme monstruo que aguardaba.
En la oscuridad que lo rodeaba sentía presencias por todas partes. En lo alto creyó oír un batir de alas, y cuando alzó la vista se sobresaltó al ver formas oscuras, como un cardumen de mantas raya que aleteaban cerca del techo. Mientras observaba, desaparecieron a través de los orificios de la pared de carne.
Por las venas-tubería que lo rodeaban gorgoteaban fluidos. Entonces sabía con total seguridad que se encontraba dentro de algo vivo, y estaba convencido de que ese algo vivo era consciente de su presencia de algún modo difuso e instintivo, que lo sentía y no acogía bien su intrusión. Había una sensación de inteligencia maligna en torno a aquella nave. Era una presencia contraria a la humanidad y cualquier otra forma de vida.
Sven sentía un terror casi claustrofóbico. Los latidos de su corazón le resonaban como en trueno en los oídos, y su respiración parecía más ruidosa que la de las válvulas respiratorias de la nave. Inquieto, tocó con los dedos la empuñadura del cuchillo monomolecular y recitó para sí las consoladoras palabras de la letanía imperial. En aquel lugar y momento, las palabras sonaron huecas, vacuas. Miró a Njal a los ojos, y también en ellos vio el miedo no expresado en palabras. Ninguno de ellos había esperado que su primera misión fuese así.
—Muévanse, hermanos. —La voz de Hakon pareció llegar desde lejos, y Sven se obligó a internarse aún más en la oscuridad.
Desde el mismo momento en que puso los pies en aquella nave alienígena, Njal supo que estaba condenado a morir. Más que ninguno de sus compañeros, era consciente de lo extraña que resultaba la nave y del hecho de que estaba viva. Sabía que en ese momento estaba aletargada, pero se requeriría la más mínima acción para despertarla. Sólo era cuestión de tiempo, lo sentía en los huesos.
Desde que era niño, esa sensación de pavor invencible había resultado siempre correcta. Njal jamás se había equivocado. Había observado cómo el barco del padre de Sven, el Waverider, se hacía a la mar aquella fatal mañana, y supo que no regresaría jamás. Había deseado advertirles, pero sabía que era inútil. Todos los hombres de a bordo estaban marcados por la muerte y era algo inevitable, y eso fue lo que sucedió.
Había observado la partida de cazadores encabezada por Ketil Strongar antes que desaparecieran en las montañas que dominaban Orm’s Fjord. El hedor de la muerte los acompañaba. Había deseado advertirles para que no se marcharan, pero sabía, sin ser capaz de explicar por qué, que nunca regresarían. Dos días después llegó la noticia de que Ketil y sus hermanos habían muerto a causa de una avalancha.
La noche en que había muerto su madre, Njal había percibido la presencia de la muerte que calaba como un halcón negro como la medianoche y se llevaba a la anciana. El chamán cazador de ballenas le había asegurado al padre que la fiebre había sido vencida. Njal sabía que no y en la fría mañana cargada de niebla se demostró que tenía razón. No lloró cuando llamaron a los portaféretros. Ya se había despedido mucho antes, en la oscuridad.
Le preocupaba su incapacidad para hablar, le preocupaba lo que le había sellado los labios. Había sido incapaz de expresar sus presagios incluso a sus tutores de la ciudadela de los lobos espaciales. En los años posteriores le preocupó que fuese a causa de su orgullo. Su don lo había diferenciado de los demás y, si les hubiese advertido, habría demostrado que no era verdad. Tal vez el futuro estaba fijado y no había nada que un hombre pudiese hacer al respecto; o quizás él deseaba tener razón, necesitaba el secreto conocimiento, casi orgulloso, de su propia calidad única. Sonrió con frialdad para sí. Muchas y sutiles eran las trampas de los demonios.
Era un sensitivo; los bibliotecarios de los lobos espaciales lo habían confirmado en la Fortaleza entre los Glaciares. Dijeron que en su momento aquel talento maduraría, y que entonces le enseñarían a canalizarlo. Todo cuanto tenía que hacer era guardarse de pensamientos impuros. Pero su tiempo se había acabado, y él lo sabía. No quería morir tan pronto, y todo el entrenamiento recibido no podía alterar ese hecho. Estaba más asustado que nunca en su vida.
Escandalizado por su propia blasfemia, maldijo a los viejos bibliotecarios. ¿Qué podían saber aquellos viejos estúpidos que gobernaban Fenris como dioses desde su ciudadela rodeada de nubes acerca de cómo se sentía él? Un solo joven sensitivo aislado entre personas que podrían quemarlo por creerlo un monstruo engendro de demonios. Desde los tiempos de las guerras antiguas, el Pueblo del Mar había desconfiado de cualquier cosa que oliese a preternatural. Njal se sintió invadido por el enojo y el resentimiento.
Se sentía más solo que nunca rodeado por sus compañeros cadetes; todos se reían de él, excepto Sven. Le recordaban a los muchachos de más edad de su antigua aldea de Ormscrag, que se burlaron de él hasta el día en que creció lo bastante como para darles una buena zurra. Allí, caminando por las tinieblas alienígenas, Njal sintió que regresaba su resentimiento de toda la vida contra los otros, los mortales inferiores, los que carecían de dones.
La intensidad de aquel sentimiento lo sorprendió. ¿Por qué estaba tan lleno de amargura hacia los camaradas con los que había pasado por el entrenamiento básico? ¿Por qué odiaba a los paternalistas tutores de la orden que no le habían hecho nada más que bien? ¿Sería acaso porque habían circunscrito sus alternativas y lo habían forzado a seguir la oscura senda que lo había conducido a ese terrible lugar de muerte?
Njal intentó calmarse. «Todas las sendas acaban por conducir antes o después a la muerte —se dijo—. Lo que importa es la manera como recorres la senda». De alguna forma, en ese momento, el noble sentimiento del viejo refrán del Capítulo parecía barato y ordinario.
Por un breve instante, consideró que el pensamiento podría no ser suyo, que podría estar siendo proyectado en su mente por alguna fuente externa. Luego, con rapidez anormal, rechazó la idea y decidió que sencillamente eran sus sentimientos de toda la vida que emergían ante la muerte. Se sentía inquieto por lo extraño del entorno y por sus propios presagios.
A su alrededor, todas las cosas que dormían comenzaron a moverse hacia la vigilia.
Sven miró al fondo del largo corredor. Parecía que la composición de las paredes había cambiado al internarse más los exploradores en las entrañas de la nave. Eran más lisas, suaves, y producían una mayor impresión de vida. Parecían más oscuras y vivas. Aquí y allá, las venas-tuberías se desvanecieron bajo la carne de las paredes y sólo dejaron bultos suaves.
—Da la impresión de que se vuelve más activa cuanto más nos internamos —dijo por el comunicador—. La paredes parecen congestionadas de sangre.
—Creo que la bestia despierta —comentó Njal.
Sven le clavó una mirada fría. Lo último que quería que le recordaran era que se encontraban dentro de una enorme criatura viviente.
—Espero que Hauptman esté tomando buenas imágenes de esto —dijo Gunnar con tono alegre—. Si van a tragarme vivo, quiero que sea por una buena causa.
—Ya basta —ordenó Hakon.
Su voz era tensa. Resultaba obvio que había detectado una subcorriente de miedo en la nerviosa charla de los exploradores, y había decidido ponerle punto final. Los cadetes guardaron silencio durante un rato. El corredor acababa en una enorme válvula esfínter carnosa.
—Parece la escotilla de un compartimento estanco —dijo Sven mientras la observaba. La entrada ondulaba, húmeda, y el explorador observaba con desconfianza los pliegues de carne que rodeaban la válvula.
—Yo la abriré —decidió Egil.
Hizo un disparo con la pistola bólter. Los minimisiles se hundieron en la blanda masa de carne. La puerta-válvula sufrió un espasmo como de dolor, y el suelo se sacudió bajo sus pies cuando los músculos se unieron a los espasmos. Los exploradores cayeron cuan largos eran, incapaces de tenerse en pie sobre el piso en movimiento. La cabeza de Sven golpeó contra algo duro, y su visión se llenó de estrellitas durante un momento.
—¿Están todos bien? —preguntó Hakon cuando el piso volvió a quedarse quieto. Todos asintieron con la cabeza o murmuraron, y Hakon le lanzó una mirada feroz a Egil—. No vuelva a hacer eso nunca más. ¡No vuelva siquiera a pensar en hacer algo así nunca más, a menos que yo se lo ordene de manera específica! —Una amenaza fría colmaba la voz del sargento. Egil apartó la mirada y se encogió de hombros.
Sven inspeccionó la puerta. Le habían sido arrancados grandes trozos de carne, pero continuaba cerrándoles el paso. Otro disparo acabaría por romper el músculo desgarrado, aunque no sabía si debían arriesgarse a provocar otro pequeño terremoto.
Se detuvo a pensar. Cuanto más avanzaban, más se parecía la nave alienígena a dos cosas: a un gigantesco cuerpo vivo y a la obra de alguna tecnología alienígena. Resultaba obvio que había alguna planificación en el trazado. Podía ser que esa planificación resultase incomprensible para la mente humana, pero estaba allí. Las válvulas-esfínter eran obviamente cierres herméticos de alguna clase, y se encontraban demasiado internadas en la nave estelar como para abrirse hacia el vacío.
Tal vez eran una medida de seguridad, como los mamparos del Spiritus Sancti, diseñados para aislar un área en caso de descompresión. O quizá se trataba de sistemas de seguridad que impedían el acceso a determinadas áreas.
En cualquiera de los dos casos, debía existir algún medio para abrirlas. De repente, Sven se dio cuenta de que estaba pensando desde una perspectiva puramente humana. No tenía que ser necesariamente cierto. Tal vez las puertas percibían la presencia del personal autorizado y se abrían de modo automático, o quizá reaccionaban ante registros olorosos que los exploradores no podían duplicar. Si cualquiera de esas dos teorías era cierta, cabía la posibilidad de que la acción de Egil hubiese sido la única que les habría permitido continuar adelante.
Sven reparó en un pequeño nódulo carnoso cercano a la válvula y, movido por un impulso, tendió una mano y lo acarició. La puerta desgarrada en parte se abrió con un suave suspiro casi animal. Sven se miró los dedos del guantelete y vio que estaban cubiertos por una sustancia rosada viscosa, que tenía aroma a almizcle. Se limpió los dedos contra el peto, al mismo tiempo que ponía buen cuidado de no tocar el águila imperial de dos cabezas que lucía sobre el mismo.
El sargento Hakon le dedicó un asentimiento aprobatorio, y luego les hizo un gesto a todos los demás para que continuaran adelante mientras Sven entraba en la carnosa oscuridad.
Egil clavaba ansiosos ojos en las sombras, con el corazón ardiendo de sed asesina. Experimentaba la misma cálida emoción que había sentido la noche anterior a su primera gran batalla. Lo colmaba la expectación. Allí podía percibir el peligro, la amenaza de lo desconocido. Lo saboreaba, confiado en su capacidad para vencer a cualquier cosa que le saliera al paso.
Miró con desprecio a Sven y Njal, y sonrió para sí. «Que tengan miedo esos cobardes sin agallas», pensó. Eran indignos de ser verdaderos marines espaciales, y en esta prueba los descalificarían por insuficientes. Un lobo espacial nato no conocía el miedo. Sólo vivía para matar a los enemigos del Emperador y morir como un guerrero con el fin de sentarse a la derecha de su Dios en el Salón de los Héroes Eternos.
Al ver la expresión preocupada del rostro de Sven, tuvo ganas de reír. El cachorro estaba asustado; ¡la perspectiva de la muerte lo inquietaba! Egil sabía en su corazón que la muerte era la verdad de un guerrero, y su compañera constante; así lo había hecho desde que le desgarró la garganta con los dientes a un guerrero de Ormscrag, durante su primera incursión nocturna. La muerte no era algo para inspirar miedo, sino más bien la auténtica medida de un hombre: cuánta muerte podía infligir y cómo se enfrentaba con la suya propia.
No esperaba nada mejor de Njal o Sven. Siempre lo había asombrado que los lobos espaciales reclutaran entre los isleños. Era gente insignificante, apenas dignos de ser llamados guerreros. Permanecían acobardados en sus islas y sólo navegaban junto a la línea costera de sus diminutos dominios. Su propio pueblo era mucho más afín a los Dioses del Glaciar.
Los jinetes de tormenta llevaban sus barcos hasta los cuatro rincones del mundo, navegaban hasta donde querían y seguían a los rebaños de leviatanes que surcaban los océanos. «Sí, son mucho más dignos». Hacía falta ser un hombre para mirar fijamente a los ojos de un Leviatán y a pesar de ello lanzar el arpón con puntería certera. Había que ser un hombre para navegar por el mar abierto donde la única compañía era el tiburón mamut, el Leviatán y el más poderoso de todos, el kraken. Casi sentía lástima por los isleños. ¿Cómo podían comprender las grandes verdades de su pueblo?
Miró el enorme corredor con sus arcos de costillas blancas óseas visibles a través del muy tenso techo de carne color putrefacto. Miró las excrecencias cancerosas que maculaban el suelo y las paredes, las extrañas vainas de membrana translúcida que se expandían y contraían como el globo de un niño. Miró los charcos de fluido maloliente, parecido a bilis, que cubrían el piso. Se enjugó las gotas de sudor de la cara y volvió a llenarse los pulmones de ácido aire de olor acre.
Egil sabía que para un verdadero guerrero carecía de importancia si moría allí, entre excrecencias alienígenas, o en el mar, donde los vientos tempestuosos le revolvían el cabello y el rocío de agua salada le azotaba el rostro. Al igual que los otros, percibía la presencia de un enemigo oculto, pero, a diferencia de ellos, estaba ansioso por enfrentarse con él, por sentir la fría sobrecarga del frenesí de la batalla y la dulce satisfacción de su sed de matar.
Sabía que era un asesino, lo sabía desde que mató a su primer cachorro de Leviatán. Egil había disfrutado del sonido que había hecho el arpón al clavarse en la carne. El aroma de la sangre tibia había sido como perfume para su olfato. Sí, era un asesino y se sentía orgulloso de serlo. Para él carecía de importancia si su presa era un animal sin mente, otro hombre o una monstruosidad alienígena. Recibía de muy buen grado la oportunidad de librar combate. Sabía que se enfrentaría como un auténtico guerrero con cualquier cosa que surgiese y, si era necesario, moriría como un verdadero hombre.
Sopesó su cuchillo al mismo tiempo que admiraba su buen equilibrio, y tocó la runa que activaba el elemento monofilamentoso. Egil sabía que podría cortar las uniones entre los mismísimos átomos, si él quisiera que lo hiciese. En lo más recóndito del corazón, deseaba tener una oportunidad para usarlo. Pensaba que la verdadera valía de un hombre se medía en el combate cuerpo a cuerpo, cuando la acción era cercana y mortal. Cualquier estúpido podía matar desde lejos con una pistola bólter. A Egil le gustaba mirar a los ojos del enemigo cuando lo mataba; le gustaba observar cómo los abandonaba la luz.
Egil miraba con ferocidad hacia la cálida oscuridad, para desafiar a los enemigos a que se hiciesen visibles. A lo lejos, sintió que algo respondía al reto.
Sven vio la extraña sonrisa burlona que aparecía en el joven rostro de Egil, y se estremeció, preguntándose qué sucedía. Todos sus compañeros parecían comportarse de una manera un poco rara. Se preguntaba si sólo sería debido a lo extraño de aquel lugar, en combinación con la sensación de peligro, que sacaba al exterior facetas ocultas de la personalidad de cada uno, o si había alguna fuerza extraña operando en ellos.
Podía comprenderlo en el caso de que se debiese a la inquietante naturaleza del lugar. Cuanto más se internaban, más siniestro se volvía. El aire parecía cargado de hedores acres. Largas columnas de carne brillante se alzaban del suelo al techo. Sustancias viscosas goteaban del techo y formaban charcos fosforescentes en las depresiones del piso. El sonido de las lentas gotas llevaba el ritmo de los latidos del corazón y se mezclaba con los gorgoteos de las venas-tubería y el trabajoso jadeo de las válvulas de aire.
De vez en cuando, por el rabillo del ojo, Sven percibía cosas pequeñas que correteaban con la velocidad de una araña entre zonas de sombra. Cuanto más avanzaban los marines espaciales, más evidente se hacía que habían perturbado algo. Daba la impresión de que todo aquel lugar estaba despertando de un largo período de hibernación.
Hakon les hizo un gesto para que se detuvieran, y todos se quedaron petrificados en el sitio. El sargento avanzó con cautela hacia una zona oscura. Sven sacó la pistola bólter para cubrirlo, y tomó puntería con la mira. Cuando el sargento atravesaba la cruz de la mira, a Sven se le ocurrió lo fácil que sería matarlo. ¡Una vida era tan fácil de eliminar! Lo único que tendría que hacer sería apretar el gatillo…
Sven sacudió la cabeza y se preguntó de dónde habría salido aquel pensamiento. ¿Era algo externo que había intentado influir en él, o se trataba de un defecto de su propia personalidad, largamente oculto, que había salido a la luz? Apartó el pensamiento a un lado y se concentró en su deber de cubrir a Hakon.
El sargento se encontraba de pie ante algo que yacía en el piso, y lo miraba. Le dio una patada con la bota, y una calavera salió rodando a la luz. Sven reconoció la frente inclinada y los colmillos sobresalientes por las clases de anatomía comparada.
—Un orko —dijo.
Egil profirió una carcajada seca, que pareció áspera y frívola en aquel lugar alienígena.
—Este sitio no pertenece a los orkos —contestó el lobo espacial con tono de burla.
—No…, pero tal vez ellos estuvieron aquí antes que nosotros —respondió Hakon con expresión grave al considerar las posibilidades de una nueva amenaza procedente de aquel hecho inesperado.
—Hace mucho tiempo que murió —señaló Njal—. Tal vez no haya más por los alrededores.
Sven se inclinó para examinar el cráneo, y reparó en la columna de vértebras quebradas que colgaban del cuello.
—En ese caso, la pregunta es: ¿qué lo mató? —Los exploradores intercambiaron miradas de preocupación.
—Tal vez deberíamos regresar a la nave —sugirió Njal—. Es seguro que ya hemos visto suficiente.
—No —respondió Hakon con firmeza—. Debemos realizar una exploración completa.
—Hemos llegado demasiado lejos para retroceder —añadió Egil con ferocidad.
—Sin duda, usted no está asustado, hermanito —comentó Gunnar, con un rastro de miedo en su propia voz.
—Ya basta —intervino Hakon, y continuó guiándolos corredor abajo. Su paso era decidido, y Sven sabía que el sargento iba a ver aquella cosa hasta su amargo final, cualquiera que éste fuese.
El chiste se congeló en los labios de Gunnar al mirar corredor abajo. Cuando era niño, había visto el cuerpo de un Leviatán arrojado a la playa por el mar. Los siervos de su padre habían rodeado al enorme mamífero y abierto en canal a la criatura para sacar grandes tiras de grasa de su costillar. El hedor de los grandes calderos donde la derretían, se mezclaba con el hedor a corrupción de las entrañas del animal, y se alzaba desde la playa para asaltar su olfato incluso sobre el acantilado donde se encontraba.
Había mirado el interior del vientre de aquella bestia y había visto, desnudos y al descubierto, los pulposos recovecos de sus entrañas. Un siervo se había metido dentro y se abría paso con un cuchillo entre las enormes cuerdas de intestinos. Sus manos, rostro y barba estaban embadurnados de sangre y porquería.
Al mirar hacia abajo desde el saliente carnoso parecido a una fauce, aquel momento regresó a su memoria con fuerza inusitada. Se sintió a la vez como cuando era niño y como el viejo pescador que se abría paso entre las repugnantes entrañas. El pleno horror de la situación en que se encontraban entró en su mente con una embestida. Estaban en el vientre de la bestia. Habían sido tragados como el antiguo navegante, Tor, y en su caso no habría ningún exterminador que los rescatase.
Frotó la viscosidad que entonces recubría su armadura, y reprimió las ganas de vomitar. No por primera vez, deseó estar de vuelta en el hogar, en la casa comunal de su padre, a salvo bajo su protección y señorío sobre los aldeanos.
Sabía que eso era imposible, que no había vuelta atrás. Su padre lo había exiliado por matar al joven Strybjorn Grimson en aquella pelea. No importaba que la muerte hubiese sido un accidente. Realmente no había querido arrojar al muchacho desde el acantilado; sólo había deseado asustarlo. Tampoco importaba que su padre únicamente lo hubiese enviado al oeste allende el mar para evitar la venganza a manos de los parientes de Strybjorn, que rechazaron la indemnización por su muerte. Gunnar aún sentía amargura por aquello, aunque ocultaba ese sentimiento del mismo modo que ocultaba la intranquilidad, detrás de una sonrisa y un chiste sarcástico.
Dejó que la respiración saliera silbando entre los dientes; al menos, la evocación lo había distraído de la difícil situación en que se encontraban, atrapados dentro de aquel monstruo alienígena. Vio que Njal lo miraba y reprimió una pulla. ¡Le resultaba tan fácil a él, hijo de un jarl de las tierras altas, mostrarse paternalista con Sven y Njal, que habían nacido pescadores! Se sentía culpable por ello, dado que eran hermanos de batalla, todos iguales a los ojos del Emperador. Si los lobos espaciales no lo hubiesen elegido a él después del gran torneo de armas de Skaggafjord, no habría sido más que un hombre sin tierras, aún menos que un siervo. Se prometió que en el futuro haría todo lo posible por contener su sentimiento de superioridad, si el Emperador quería protegerlo en aquella ocasión.
Y entonces estaba intentando negociar con su Señor y Emperador, un acto degradante tanto para la deidad como para un noble de Fenris. Intentó aclararse la mente y rezar la más devota plegaria de expiación, pero al hacerlo lo único que surgió en su mente fue la imagen de la bestia muerta tendida en la playa, con el anciano manchado de sangre que se internaba entre sus repulsivas entrañas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sven con un apresurado susurro de pánico, al mismo tiempo que alzaba la pistola bólter a la altura de los ojos y la preparaba para disparar.
—¿Qué ha sido qué? —inquirió Hakon. El aspecto del sargento era cansado y macilento, como si todo el peso del mando se hubiese descargado repentinamente sobre él. Tenía la expresión abstraída de un hombre que se enfrentaba a un problema insoluble.
—Creí haber oído algo. —El sargento se detuvo durante un momento y luego sacudió la cabeza.
—Sven tiene razón. Ha oído algo —intervino Njal—. Yo oí… ¡Ahí está otra vez!
Todos se esforzaron para escuchar. Era como si a lo lejos se hubiese puesto en marcha una gran bomba. El sonido se transmitía a larga distancia y parecía resonar en los arcos como costillas del corredor, procedente de muy lejos. Era como el lento, medido batir de un tambor gigante, y Sven se estremeció y, de pronto, sintió mucho frío dentro de su ancestral armadura.
Los exploradores permanecían inmóviles. Las válvulas respiratorias se movían al ritmo del tamborileo, y el gorgoteo de líquido dentro de las tuberías aumentó hasta ser un torrente. Una cascada de fluido viscoso caía con lentitud desde unos salientes situados más adelante por el corredor, y de los hediondos charcos que formaba se alzaba vapor. Dentro de la carne de las paredes, parecían contorsionarse formas que a Sven le recordaron el movimiento de los gusanos en el interior de la carne podrida.
—Está despertando —dijo Njal con voz queda y temblorosa—. Deberíamos volver.
—¿Eres un marine o una niña de piel suave? —se burló Egil—. ¿Por qué debería asustarnos un poco de ruido?
Sven giró sobre sí para enfrentarse con el berseker.
—¿Acaso no ves los cambios que están produciéndose? ¿Quién sabe lo que va a suceder a continuación?
—¿Por qué está sucediendo esto? —preguntó Hakon—. ¿Es porque nosotros estamos aquí?
Sven pensó la respuesta.
—Sí, creo que sí. Es probable que esté reaccionando ante nuestra presencia. La nave parece estar viva. Ha estado despertando desde que subimos a bordo. Piense en los cambios que hemos observado a medida que nos adentrábamos en sus profundidades. Las paredes exteriores eran duras como la roca, y éstas parecen ser de carne viva. Tal vez deberíamos volver atrás y esperar refuerzos.
—No —dijo Hakon—. Exploremos un poco más. Tenemos que encontrar algo de verdadero interés.
Tomó la delantera y avanzó saltando con ligereza por encima de los charcos de bilis. Procedente de la distancia, Sven creyó oír un sonido más parecido a correteos, o al cerrarse de unas pinzas gigantescas, un sonido que le trajo a la mente la incómoda imagen de escorpiones. Al mirar a su alrededor, supo que los demás también lo habían oído. El sonido desapareció, ahogado por el lento golpeteo de aquel monstruoso latido cardíaco.
Sven trazó el signo del águila sobre su pecho e intentó con todas sus fuerzas no pensar en el pescador Tor y en su permanencia dentro de las entrañas de Leviatán.
Njal podía percibir la mente de la Bestia. Era una lenta presión constante en su cabeza, tan perceptible como el latido cardíaco de la nave o la respiración de fuelle de los sistemas de soporte vital. Sentía que su opresivo peso lo aplastaba y aumentaba la sensación de claustrofobia que le provocaban los largos corredores intestinales con su horrible piso amarillo y diminutos nodulos digestivos, cuyo ácido dejaba marcas en sus botas acorazadas. Percibía el ancestral poder del ser y su absoluta e incomprensible calidad alienígena.
Se hallaba atrapado en las corrientes cruzadas de sus pensamientos y dentro de las circunvoluciones de su cuerpo. A veces, apetencias y anhelos extraños pasaban por la mente de Njal, y se sentía impelido por deseos y sedes que le eran ajenos: destellos de grotescos recuerdos inhumanos, escenas vistas a través de una miríada de receptores infrarrojos, sonidos captados por antenas de radio orgánicas, la incomunicable visión-olfato del análisis de las feromonas.
La náusea se había apoderado de él. Había momentos en los que se sentía humano, largos minutos en los que dudaba de su propia cordura. Luego, las exposiciones de microsegundos a las impresiones alienígenas lo conmocionaban hasta la médula.
Lo más extraño era que los pensamientos parecían proceder de todo el entorno. No daba la impresión de que hubiese ninguna fuente fija de conciencia, ningún faro psíquico que radiara a través de la noche eterna, de la forma en que se decía que era visible la voluntad del Emperador como un destello del Astronomicon.
No; lo que captaba procedía de todas direcciones, de miríadas de puntos de conciencia. Era como el parloteo de muchas personas a través del sistema de comunicación. Y, sin embargo, existía una pauta, una estructura organizadora. Podía percibirla, pero no comprenderla del todo. Los pensamientos parecían pertenecer simultáneamente a una mente y a muchas, como si lo rodearan millares de nodulos telepáticos de conciencia que conformasen una sola mente gigantesca.
Captó una visión de lo que súbitamente supo que era él mismo visto a través de un diminuto globo ocular situado en lo alto del techo del corredor. Se escabullía a lo largo del saliente y se miraba desde lo alto. Al mismo tiempo, era consciente de que miraba hacia arriba para ver las cosas que se escabullían en las sombras. Abrió la boca para gritar una advertencia, y se vio a sí mismo con los ojos alzados hacia la oscuridad alienígena, petrificado de terror…
Varias cosas sucedieron de manera casi simultánea. La entidad que había estado inundando su mente se dio cuenta de pronto de que la estaban espiando, y cesó todo contacto. Volvió a ser él mismo. La advertencia abandonó sus labios y salió como un largo chillido incoherente de palabras alienígenas.
Y las cosas que se movían furtivamente por las paredes saltaron al ataque.
Cuando Njal gritó, Sven reaccionó de inmediato arrojándose al suelo; rodó por el piso esponjoso al mismo tiempo que sondeaba los alrededores con rápidos movimientos de la cabeza. Captó un atisbo de los negros objetos segmentados que descendían del techo, y cuya caída parecía extrañamente lenta en la baja gravedad.
Quedó tendido de espaldas, aferró la pistola bólter con ambas manos y disparó contra la cosa que se lanzaba sobre él. Le recordó a un cruce entre un escorpión y una termita gigante. Tenía un cuerpo acorazado y segmentado, y grandes pinzas, con ocho ojos malignos que relumbraban en la oscuridad. De las mandíbulas que chasqueaban, goteaba veneno.
La pistola rugió y se sacudió en su mano, y el monstruo explotó ante él cuando el minimisil chocó con su cuerpo. Una luz de color amarillo fosforescente iluminó su cadáver cuando los trozos de carne fueron lanzados en todas direcciones por el estallido. Sintió humedad en la parte trasera del cuello. Al principio pensó que era la sangre de su objetivo, pero luego se dio cuenta de que era fluido que bombeaban unos diminutos capilares del piso carnoso que se habían roto. Se puso de pie y buscó un nuevo objetivo.
El sargento permanecía quieto como una estatua, y todo su cuerpo parpadeaba con la luz de la pistola al dispararla. Con cada disparo, un monstruo alienígena era destruido.
—Disparen a discreción —gritó Hakon—. Escojan con cuidado los objetivos. No dejen que se acerquen demasiado.
Sven vio una cosa que se movía por el piso, como una gran manta raya, y cuyo cuerpo ondulaba con cada protuberancia o depresión de la alfombra de carne. Tenía la mente paralizada de miedo, pero su organismo pareció reaccionar como un autómata mecánico. Las largas horas de entrenamiento en las que repetía cada acción de combate hasta que quedaban grabadas como un hábito en él rindieron sus beneficios.
Sin pensarlo, apretó el gatillo, y cuando su objetivo estalló en pedazos apuntó otra vez y volvió a disparar, y apuntó y disparó. El aullido de las pistolas bólter llenó el aire; sus compañeros hacían lo mismo.
Cerca de él, Egil se encontraba acuclillado sobre la viscosidad del suelo; una mueca feroz en el rostro dejaba a la vista sus alargados incisivos. Las estelas de luz de los minimisiles de su bólter destellaban hacia los objetivos, los bichos volaban partidos por la mitad con el caparazón roto, y la carne quemada salía del interior. Egil tenía el cuchillo preparado en la mano izquierda por si alguno lograba acercársele demasiado; estaría a punto para hacerlo pedazos.
Gunnar rotaba el torso desde la cintura, y su pesado bólter giraba con él mientras la mano apretaba furiosamente el mecanismo de disparo. Cortas ráfagas controladas hendían la marea de bichos y los partían en dos.
Sólo Njal permanecía inmóvil con una expresión de horror en la cara. Mientras Sven miraba, uno de los alienígenas alcanzó su rostro con una pinza extendida, preparado para cortarle el cuello. Con rapidez y el corazón latiéndole a toda velocidad, Sven cargó un minimisil y disparó. La pinza del bicho fue cercenada y la sangre negra salpicó el rostro de Njal. El cadete sacudió el pálido semblante y se movió como un hombre en trance. Sven sintió que un centenar de patitas le hacían cosquillas en el cuello y un peso descendía sobre su espalda. Se volvió en redondo y se encontró mirando a los diminutos ojos de uno de los monstruos.
Lleno de pánico y horror, lo empujó lejos de sí a la distancia de un brazo y le propinó un golpe en la cabeza con el cañón de la pistola. Se oyó un espantoso crujido al romperse el caparazón, y un líquido repulsivo lo roció y le escoció la piel.
El recuerdo de aquellas patitas sobre su piel, tan parecidas a las de un ciempiés, lo hizo estremecer. Sacó el cuchillo, lo activó y, cuando la criatura se lanzaba hacia él y se echaba atrás para usar las pinzas, le abrió un tajo de través en el pecho. Luego, con un corte de revés, la abrió en canal. Las tibias entrañas salieron incontrolablemente al exterior y lo empaparon.
Sven miró a su alrededor. Parecía que la ola de atacantes se había roto contra la defensa de los marines espaciales. Todos los exploradores se mantenían en pie, aparentemente ilesos.
—¿Algún herido? —preguntó el sargento Hakon, y todos sacudieron la cabeza. Con inquietud, Sven reparó en la fija sonrisa voraz del rostro de Egil… y en el horror que hacía palidecer a Njal.
—Muy bien. Ya hemos visto bastante. Es hora de regresar. —Agradecidos, los exploradores manifestaron su acuerdo. Detrás de ellos se movieron cosas en la oscuridad.
Egil avanzaba con grandes zancadas confiadas. ¡Esto era más como debía! Se había acabado eso de moverse furtivamente por las tinieblas. Basta de esperar a que cayera el martillo. Entonces tenía un enemigo al que hacer frente y, ¿qué más podía pedir un verdadero lobo espacial? El único fallo era que se encaminaban en la dirección incorrecta. Hakon debería estar conduciéndolos más hacia el interior de la nave alienígena, en dirección al mal que la contaminaba.
Se detuvo en el cruce al advertir que unos objetos insólitos, casi redondos, se desplazaban por las venas-tuberías del interior de la pared. Se parecían en todo a huevos que hubiesen sido tragados por una serpiente. Cualquiera que fuese la nueva amenaza que representaban, Egil la agradecía. Había llegado la oportunidad de demostrar su valentía, de dejar claro que era digno de los lobos espaciales.
La furia del berseker ardía en su interior, como un carbón al rojo listo para alzarse en brillante llama. Aferró con tal fuerza el cuchillo que palpaba las runas incrustadas en él incluso a través del grueso material del guantelete. Anhelaba clavarlo en el pecho de un enemigo, ya que matar a los bichos no había hecho más que agudizar su deseo de derramar sangre. Entonces quería un enemigo más digno para que su cuchillo lo probara.
A la derecha, más abajo del corredor de pálidas paredes carnosas, Egil percibió un sonido. Parecía el debatirse de algo que estaba atrapado. Avanzó para investigar, con el deseo de tener prácticamente encima a un nuevo enemigo. Al pasar, cortó las diminutas arterias que recorrían la pared y se echó a reír cuando el fluido negro descendió por el canal central del cuchillo. Lo colmaba la emoción. En ese momento, estaba vivo de verdad, de pie sobre el filo de la navaja que separaba la vida de la muerte. Aquél era el sitio adecuado para un auténtico guerrero.
—¿Egil, adonde vas? ¡No estás siguiendo el sendero de los faros! —El tono de Hakon era de preocupación, y se notaba a pesar de la distorsión del comunicador.
—Aquí abajo hay algo que se mueve. Voy a asegurar el flanco.
—Mantén la posición. Enviaremos a alguien para que te cubra.
Egil sonrió…, y le dio un golpe a la gargantilla del comunicador con la palma del guantelete.
—Repita. No puedo oírlo. Parece que hay algún tipo de distorsión de comunicaciones.
Hizo caso omiso de las órdenes del sargento, al igual que prescindió de la enorme puerta-esfínter que se cerraba tras él. Se encontraba dentro de una gran cámara, cuyo techo era tan alto como el de la gran catedral de la fortaleza entre los glaciares. Le daban soporte inmensos arcos como costillas que se unían en lo alto, donde el hueso de cada costilla emergía de la carne rosada. Grandes venas-tubería corrían alrededor, entrecruzadas en enormes trenzas. En el otro extremo de la cámara había una enorme masa de carne que parecía un riñón gigantesco suspendido por docenas de tuberías como venas que palpitaban, cada una más gruesa que una pierna de Egil.
Grandes vejigas —dos veces más grandes que un hombre— cubrían las paredes, y la piel que las rodeaba era casi translúcida, como la piel de muda de una serpiente. Dentro de cada una, una enorme figura parecía luchar y debatirse. Se oyó un sonido de desgarro, y lo que estaba dentro comenzó a romper las ataduras.
Mientras Egil observaba con ojos como platos, una de las enormes vejigas se partió y algo salió de dentro como si fuese un pollito que saliera del huevo. Se desenroscó y se alzó con equilibrio inseguro en toda su altura; al proferir un grito triunfante, lanzó por el aire el moco que tenía en la garganta.
Casi se parecía a un dinosaurio, uno de los primitivos dragones marinos que habitaban en los mares más cálidos en torno al ecuador de Fenris. Tenía una cabeza grande y abultada por la parte posterior, y un cornudo caparazón protegía una caja craneana pesada. Parecía tener las costillas por fuera, como el exoesqueleto de los insectos, y los órganos internos resultaban claramente visibles. Egil podía ver cómo los pulmones se hinchaban cuando respiraba, y el corazón latía debajo de éstos.
Tenía cuatro brazos musculosos. Dos estaban rematados por largas garras; el otro par aferraba un arma larga que parecía un rifle extraño. Las largas patas acababan en cascos y lo alzaban hasta el doble de la estatura de Egil. Un largo aguijón permanecía enroscado entre las patas. La forma del cuerpo de la criatura le recordó a la nave; era toda curvas y entrañas visibles. Se acordó de las fotografías que había visto de genestealers; pero por el recuerdo que guardaba de aquellas imágenes del Archivum, la reconoció como algo aún peor.
—Un tiránido —jadeó, apenas atreviéndose a pronunciar la palabra—. Estamos en una nave tiránida.
Mientras decía las palabras por el comunicador, el ser lo apuntó con el rifle alienígena. Por todas partes se oyó el sonido de otras vejigas que se rasgaban.
Las palabras de Egil le provocaron a Sven un escalofrío paralizador. Recordaba haber estudiado a aquellos alienígenas en los archivos de la orden. Los lobos espaciales habían entrado tarde en la campaña contra la Flota Enjambre Behemoth, y los informes de acción habían sido escasos.
Una compañía de tropas de asalto había participado en la acción de tierra en Calth IV, y se habían enfrentado con los gigantescos monstruos y sus legiones de bioasesinos. Después de eso, los tiránidos se habían descompuesto con rapidez al ser devorados sus cuerpos por microorganismos mortuorios, lo que había impedido el análisis forense.
La mayor parte de lo que contenían los archivos era poco más que especulaciones. La teoría consistía en que los tiránidos eran una raza extragaláctica inconmensurablemente antigua; viajaban de uno a otro sistema a través de una red de portales de disformidad. Buscaban nuevas razas que conquistar y consumir, separando sus genorrunas para crear sus horrores de bioingeniería.
Los tiránidos usaban la biotecnología para todos los propósitos concebibles. Tenían carros vivientes movidos por músculos que los llevaban al combate. Sus fusiles parecían consistir en agrupaciones de organismos simbióticos, que disparaban balas orgánicas de caparazón duro o ácidos. Sus naves estelares eran enormes criaturas vivientes, auténticos leviatanes que surcaban el espacio nadando en desconocidas corrientes de disformidad.
Tenían una poderosa sociedad organizada, que funcionaba según principios incomprensibles o indescifrables para los eruditos Imperiales. La Flota Enjambre Behemoth había sido totalmente enemiga de la humanidad, y devastó todo un sector a su paso por la galaxia. Había destrozado mundos. Las legiones de sus criaturas habían caído sobre planetas debilitados por las plagas para llevar a la totalidad de su población a las fauces de las naves madres; desde ese momento, nadie había vuelto a verlas. Habían lanzado asteroides en algunos mundos, y puesto a muchos otros de rodillas con mortales contaminaciones biológicas.
Algunos de los pueblos más supersticiosos le habían vuelto la espalda al Culto del Emperador y se habían humillado ante la imagen de Behemoth. En la época de anarquía que la Flota Enjambre Behemoth trajo consigo, habían adquirido poder los cultos del Caos que prometían la salvación ante una amenaza contra la cual el Imperio parecía impotente. El comercio había quedado desbaratado; se habían descubierto nidos de genestealers. Parecía a punto de dar comienzo una nueva Era Siniestra.
Se había necesitado una movilización militar total del Imperio para detener a la Flota Enjambre Behemoth. Más que los orkos, más que los eldar, los tiránidos constituían la amenaza más peligrosa con que se había enfrentado la humanidad fuera del Ojo del Terror. E incluso así, especulaba Sven, otra Behemoth podría equipararse incluso a la amenaza del Caos. Se preguntó si aquella nave no sería tal vez un resto de la Behemoth; una rezagada, que separada de la Flota Enjambre principal, había ido a la deriva por el espacio, sin energía, durante siglos, hasta que la tripulación del Spiritus Sancti la perturbó. Rogó al Emperador para que fuese así. La alternativa —que fuese la avanzada de una nueva Flota Enjambre, una sucesora de la Behemoth— era demasiado terrible para considerarla.
Al mismo tiempo que se lanzaba a un lado, Egil disparó contra el tiránido recién salido del huevo. El bólter funcionó, pero el minimisil erró el blanco. El rifle que el tiránido tenía entre las garras hizo un monstruoso sonido rasposo. Los sacos de su base latieron, y por la boca salió un torrente de metralla y ácido humeante, a la vez que un hedor acre colmaba el aire. Algo le quemó una mejilla a Egil cuando éste se apartó a un lado. Apretó los dientes al sentir el lacerante dolor, y rodó hasta situarse tras uno de los nodulos de cartílago que sobresalían del piso.
La runa de advertencia de munición que había en la pistola destellaba en rojo. Buscó en la bolsa del cinturón para coger otra carga, y mientras lo hacía, el monstruo avanzó pesadamente hacia él. Podía oír el golpeteo de sus cascos y la respiración lenta y trabajosa que se le acercaban cada vez más. Concentrado en sus esfuerzos, hizo caso omiso de la charla de sus compañeros lobos espaciales a través del comunicador.
Tenía los dedos cubiertos de moco de los capilares rotos del piso, y el cargador se le resbaló y cayó. Lo cogió al vuelo antes de que llegara al piso e intentó encajarlo en su sitio. La sombra del tiránido se proyectó sobre él, y percibió su cálida respiración en el cuello. Frenético, giró para apuntarlo con el bólter, y alzó la mirada hacia los ojos en blanco, carentes de pupilas. La cabeza de dinosaurio de aquella cosa parecía sonreír mientras lo apuntaba con el arma. Egil miró el rostro de la muerte y le devolvió la sonrisa.
Los exploradores corrieron por el pasillo hacia la última posición conocida de Egil. A Sven le golpeaba el pulso en los oídos; más por el miedo que por el esfuerzo. Saltó por encima de un charco de sustancia viscosa y vio la puerta esfínter ante sí. Le inspiraba pavor pensar lo que había tras ella. Todas sus pesadillas de infancia relacionadas con monstruos parecían estar transformándose en realidad. Tenía la sensación de que si recibía una sola conmoción más probablemente se volvería completamente loco.
—¡Hermano Egil, informe! ¡Informe, maldito sea! —bramaba el sargento Hakon—. ¿Cuál es su situación? ¡Adelante!
Sven se esforzaba para oír cualquier respuesta, pero no llegaba ninguna. Los marines espaciales se encontraban entonces junto a la puerta, y estaban preparados para entrar.
—¡Njal, vigile el camino por el que hemos venido, por si algo llega detrás de nosotros! ¡Gunnar, cúbranos! ¡Sven, nosotros vamos a entrar! Prepárese. ¡Cuando dé la orden, abra la puerta! —Las órdenes de Hakon eran crispadas y claras, y Sven asintió para demostrar que había entendido. Tragó una y otra vez; tenía la boca tan seca que pensó que podría atragantarse en cualquier momento.
—¡Adelante! —gritó Hakon, y Sven acarició la protuberancia bulbosa que abrirían la puerta.
La escena con que se encontraron era una visión del infierno. Docenas de monstruos gigantescos estaban saliendo de unas vejigas que había en las paredes de la vasta cámara carnosa; cada uno llevaba un arma de aspecto obsceno entre las garras delanteras. Algunos acarreaban dos espadas de hueso, y otros sujetaban largos rifles alienígenas. Los tiránidos en sí no tenían aspecto de necesitar armas, ya que eran enormes y sus zarpas parecían mortales.
Egil yacía tras un montículo de carne del piso. Su cara había sido horriblemente quemada por el ácido, y habían quedado a la vista zonas abrasadas de hueso y músculo. Cerca de él había un tiránido muerto cuya caja torácica estaba desgarrada y abierta por el disparo explosivo de un minimisil. Egil los miró y les hizo un gesto con el dedo pulgar hacia arriba.
—¡Por el espíritu de Russ! —jadeó Gunnar.
—Disparen a discreción —gritó Hakon.
Sven apuntó a una monstruosidad que acababa de salir del huevo y se encontraba de pie, sacudiéndose el moco que recubría su brillante caparazón. Apuntó con cuidado y le metió un minimisil en la cabeza; el ser se derrumbó como un árbol talado. Sven oyó que Gunnar hacía funcionar el mecanismo de disparo de su arma pesada, y detrás de él toda la vasta cámara quedó iluminada por el estallido de una granada antiabominación que hizo danzar sombras en torno a los rebordes óseos. Dos tiránidos se incendiaron y parecieron ejecutar una horrible danza de muerte en su agonía final.
Gunnar hizo funcionar con rapidez el mecanismo lanzagranadas, y tendió una alfombra de fuego entre los tiránidos y Egil.
—¡Vamos a cogerlo! —ordenó Hakon, y echó a correr para atravesar la cámara al mismo tiempo que disparaba con la pistola bólter a su alrededor. Sven corrió tras él y, cuando lo alcanzó, el sargento ya había puesto a Egil de pie y le prestaba apoyo. Egil se lo quitó de encima.
—¡Déjeme solo! Cuando no pueda sostenerme sobre mis pies, será hora de ponerme en la pira funeraria. —En los ojos del berseker había una mirada de enajenado. Parecía medio enloquecido por el dolor y la sed de sangre. Se balanceó, pero se mantuvo erguido—. Estoy bien. Hará falta algo más que un poco de ácido para acabar conmigo.
A través de las agonizantes llamas de la cortina de fuego antiabominación, se vislumbraba la poderosa silueta de un guerrero tiránido, con una bioespada sujeta en cada garra. Las hojas de éstas estaban rodeadas por una luz verdosa enfermiza, que a Sven le recordó una herida enconada. Alzó las espadas como si fuesen guadañas para cortar a la presa escogida.
—¡Cuidado! —gritó Sven al mismo tiempo que saltaba hacia adelante y blandía el cuchillo con la mano izquierda. La hoja abrió un profundo tajo en el cuerpo del tiránido, atravesando hueso y piel. Sven sintió que la mano y el cuchillo se hundían en la carne alienígena del tiránido, y percibió la suave presión mojada de las entrañas sobre la mano. Al arrancar el cuchillo, se produjo un horrible sonido de succión.
—¡Retírense! —Sven tiró de Egil, y por un momento el hombre con el rostro quemado por el ácido se quedó de pie mirando la escena de la batalla. Sven pensó que no iba a acompañarlo, pero luego Egil dio media vuelta y saltó hacia la puerta.
Se oyó un siseo cuando el esfínter se cerró tras ellos, y Egil profirió una carcajada horrible, cuyo sonido parecía salir entre burbujeos a través de la mejilla destrozada.
—Les hemos enseñado quién manda aquí —graznó.
Sven guardó silencio mientras se preguntaba cuántas pesadillas más como aquélla se criarían dentro de la nave.
Mientras se libraba la batalla, Njal luchaba contra una creciente sensación de pánico. La sensación de la presencia alienígena había vuelto a su mente; era una presión tan constante y minadora de la moral como el incesante pulso regular, como un metrónomo del lejano corazón. Esa vez percibió que el alienígena era más sutil. Intentaba minar su resolución, ya que lo veía como un eslabón débil de la escuadra. Y él temía que tuviese razón.
Percibió la corriente de la poderosa mente alienígena a su alrededor. Cada pensamiento emanaba de una sola criatura, un pequeño cerebro que albergaba un componente de la mente colectiva.
Era inútil, lo sabía. ¿Para qué luchar contra ella? Sus premoniciones se harían realidad, como sucedía siempre. ¿No sería más fácil entregarse, sencillamente? Al menos eso acabaría con la espera y el miedo. ¿Por qué no se limitaba a dejar las armas y acoger lo inevitable? Era inútil; él y sus hermanos jamás podrían escapar del interior de la bestia. Era un mundo viviente y todo lo que había en él estaba aliado contra ellos. Nada podía escapar de allí.
Incluso cuando Njal intentaba descartar esos pensamientos como procedentes de una fuente externa y antagónica, otra idea se filtró en su confundido cerebro. Tal vez la mente colectiva podría perdonarles la vida, acogerlos como raza esclava, dejarlos vivir y adaptarlos para que pudiesen morar dentro del pecho de la Flota Enjambre. Entonces, estaría a salvo, cómodo, y sería bien recibido.
¿Acaso no se había sentido solo durante toda la vida? ¿Separado de la gente que lo rodeaba, incomprendido, aislado? Si se unía a la mente colectiva, ya no tendría que volver a estar solo nunca más. Formaría parte de una gran totalidad; sería un componente nuevo y esencial para enviarlo a negociar con los humanos. La Flota Enjambre lo nutriría y protegería, lo acogería como un miembro propio. La época de la humanidad había acabado, y un nuevo orden nacía en el Universo. Él podía formar parte del mismo, si lo deseaba.
Al principio, Njal intentó descartar esos pensamientos como fantasías creadas por su mente enloquecida por el miedo, pero cuando continuaron se dio cuenta de que no eran un engaño. Estaba en contacto con la Mente Enjambre y la oferta era perfectamente sincera.
Se sintió tentado. Era verdad que se sentía aislado y solo, y que se había sentido así durante toda su vida. No quería morir, aunque sabía que eso era una blasfemia contraria a la fe. Un verdadero marine escogería la muerte antes que el deshonor o la traición, y sin pensárselo. La Mente Enjambre no sólo le estaba ofreciendo una oportunidad de vivir y formar parte de su comunidad, sino tal vez una forma de inmortalidad en sí misma.
Por un momento, se permitió el lujo de sucumbir a la tentación…, y luego retrocedió cuando estaba justo al borde.
Se dio cuenta de que quería permanecer separado, ser él mismo. La soledad que conllevaba su don era como un don: hacía de él lo que era. Lo hacía único, y él quería eso más que nada. Su sentido de unicidad lo hacía humano, hacía que se sintiese vivo. Si se sumergía dentro de otra cosa, él, aquel ser único, dejaría de existir con tanta seguridad como si hubiese muerto.
Más aún, ser un marine espacial también formaba parte de esa identidad. Ellos habían hecho de él lo que era. Se sorprendió al descubrir que aceptaba su manera de hacer las cosas. Había pasado demasiado tiempo con sus compañeros para traicionarlos. Las penurias y peligros compartidos habían forjado entre ellos unos lazos que, a veces, cuando él lo quería, le permitían ser él mismo al mismo tiempo que formar parte de algo mucho más grandioso.
Por un segundo, sin embargo, vio un paralelo entre la Flota Enjambre y su Capítulo. El Capítulo era, a su manera, un ser vivo. Su carne eran los hombres que servían en él. Sus tradiciones y obligaciones las formaban los recuerdos de su mente colectiva, y también exigía lealtad y sumisión del yo…, aunque era una sumisión de orden diferente a la que quería el tiránido. Con la otra, podía vivir.
Como si percibiera el rechazo de Njal, éste sintió que la presencia de la Mente Enjambre se retiraba. Se quedó a solas en un corredor ominosamente vacío, mientras a sus espaldas resonaban los ruidos de la batalla.
Sven acabó de rociar la cara de Egil con una loción, e inspiró profundamente, deleitado con el fresco olor a desinfectante de aquella sustancia, un alivio momentáneo del nauseabundo hedor de aquel lugar. Esperaba que la carne sintética antiséptica bastase para mantener vivo al berseker hasta que pudieran llevarlo al Apotecarion.
Desde luego, Egil parecía pensar que sí, ya que se puso en pie de un salto y se golpeó el amplio pecho con un puño.
—¡Listo! —dijo.
—Será suficiente —asintió Hakon tras examinar el trabajo con ojo crítico.
Sven miró a Njal. Estaba preocupado por su amigo, ya que, desde el comienzo de la expedición, parecía cada vez más distraído. Sven esperaba que no se hubiese derrumbado bajo la tensión del combate.
Gunnar acabó de repasar su arma e hizo que funcionara el mecanismo cargador, que emitió un sonoro chasquido. Él sonrió de oreja a oreja, con júbilo poco natural.
—Todavía estamos vivos. Les hemos demostrado lo que podemos hacer los lobos espaciales, y creo que bastante bien.
—Aún no estamos libres de este lugar, muchacho —dijo Hakon con serenidad—. Todavía tenemos que seguir los faros de regreso a casa.
—Si nos encontramos con algún otro, probarán mi cuchillo —se burló Egil, y Gunnar asintió con fuerza y volvió a sonreír. «El alivio de haber sobrevivido a su primer combate real, obviamente se le está subiendo a la cabeza», pensó Sven.
—No sean tan engreídos —les advirtió Hakon—. Hemos acabado con media docena de monstruos medio dormidos que habían permanecido en estado de animación suspendida durante sabe Russ cuánto tiempo. La siguiente carnada estará preparada para recibirnos. Será mejor que nos movamos con rapidez.
Su tono calmo e imponente tranquilizó los ánimos de todos los exploradores, excepto el de Egil, que continuaba sonriendo como un maníaco.
—Que me los traigan —murmuraba con tono alegre—. Que me los traigan.
Gunnar se sentía feliz, más feliz de lo que recordaba haber sido jamás, y su respiración cantaba con él. Cada latido de su corazón era un golpe del tambor del triunfo. Aún estaba vivo.
El arma le producía una buena sensación en las manos, y tenía ganas de besarla. Había sentido un miedo enorme al ver a los monstruos, pero se había sobrepuesto al miedo. No había dejado de disparar, y los había matado antes de que ellos pudiesen matarlo a él o a sus compañeros.
Por primera vez conocía la emoción del triunfo en el combate real. No había habido nada accidental en las muertes que había infligido, ya que su intención había sido matar a las monstruosidades alienígenas. Era la vida de ellas o la suya propia. No experimentaba culpabilidad alguna por ello, sino una sensación de liberación y alivio. La espera había terminado. Ésa había sido la parte peor: moverse furtivamente por repugnantes corredores hediondos sin saber qué había tras el siguiente recodo. No se había dado cuenta de hasta qué punto la tensión le había afectado a los nervios, tanto a él como a todos los demás.
Entonces sabía con qué se enfrentaban, y era algo horrible, pero podía darle una imagen a ese horror. No era tan aterrorizadora como los espectros con que su imaginación había poblado el lugar, ni volvería a serlo jamás. Eran mortales; podían morir al igual que cualquier ser vivo.
Se sentía justificado, pues sabía que sus actos habían salvado las vidas de sus camaradas. Su fuego de cobertura había permitido que el sargento y Sven salvasen a Egil. Era lo más importante que había hecho en toda su vida: salvar las vidas de sus amigos. Todos los sentimientos ambivalentes que tenía hacia ellos se habían desvanecido. Sabía que eran verdaderos hermanos, que confiaban sus propias vidas a los demás en aquel lugar infernal. Ante la espantosa amenaza de los tiránidos, todos los hombres eran hermanos. Las irrelevantes diferencias de raza, clase o color no significaban nada.
Sonrió con felicidad. Tras haberse encarado con la muerte, se sentía auténticamente vivo. Le hacía feliz el simple hecho de inspirar una vez más, ver otro tramo de corredor, sentir que la distancia que los separaba de su nave menguaba bajo las largas zancadas de sus botas. Nunca había apreciado de verdad lo maravilloso que era el simple existir.
Ni siquiera el ominoso cambio en el latir del lejano corazón o los sonidos de carreras furtivas que procedían desde lejos pudo alterar su estado de alegría.
Sven se preparó para otro ataque. Algo se les aproximaba. Podía oír pasos regulares de patas acolchadas sobre el piso carnoso detrás de sí. Se volvió a mirar, y vio que algo se agachaba con lentitud y se ponía a cubierto detrás de él.
Efectuó un disparo instantáneo, pero el minimisil se hundió en la pared y estalló, lanzando trozos de carne en todas direcciones, al mismo tiempo que el icor manaba de los pequeños vasos sanguíneos rotos. La cosa volvió a salir a la vista. Sven vio que era pequeña y de piel oscura, con seis patas: un termagante. Alzó con lentitud sus armas biológicas hacia él, y Sven apuntó con cuidado y disparó un minimisil al pecho del ser, que retrocedió, tambaleante, chillando.
Sven se preguntó si también pertenecería a un grupo de criaturas acabadas de despertar, llamadas para que se enfrentasen con los invasores. Apartó el pensamiento de sí con un encogimiento de hombros y volvió a disparar. El minimisil atravesó la cabeza de su objetivo y salió por la parte posterior; trozos de cerebro gelatinoso volaron en todas direcciones.
Más termagantes salieron con lentitud de las sombras, y se hicieron visibles. De detrás de Sven, estalló el fuego de sus hermanos de batalla contra el grupo que avanzaba. Sven volvió a disparar, pero destelló la runa roja de advertencia de «vacío», y se dio cuenta de que se había quedado sin munición. Atrapado en el fuego cruzado entre su propio bando y los termagantes que se acercaban, se lanzó al piso para recargar.
Los proyectiles silbaban a su alrededor e iluminaban la oscuridad con sus rastros de fuegos artificiales. El rugido de las armas pequeñas resonaba por el corredor y reverberaba en aquel reducido espacio hasta resultar ensordecedor. Mientras deslizaba con suavidad un nuevo cargador en su sitio, Sven se preguntó cómo habrían llegado los termagantes hasta allí. ¿Serían cautivos tomados como esclavos de algún mundo alienígena, o se trataría de algún producto recientemente evolucionado de aquella maligna nave? Pensó que lo segundo era lo más probable, pero ¿cómo explicaba eso la calavera de orko que habían encontrado antes?
Abrió fuego una vez más, y con una especie de terrible satisfacción sintió el retroceso de la pesada pistola bólter en la mano. El fuego arrasador de los marines espaciales pronto hizo retroceder a los termagantes hasta ponerse a cubierto; pero Sven sabía que iban a volver y se preguntó cuántas sorpresas espantosas más les reservaría la nave alienígena.
Njal ocupó la vanguardia. Le hacía feliz dirigir el camino de regreso. Tras haber resistido a la tentación de sucumbir a la mente enjambre, se sentía mucho más fuerte. La premonición de fatalidad había mermado. Tal vez, por esa única vez, se había equivocado.
Avanzaba con cuidado y lentitud por los suelos cubiertos de viscosidad, evitando las extrañas válvulas circulares que tenía a los pies, y señaló al piso para indicarles a sus compañeros exploradores que debían hacer lo mismo. Los oyó desplazarse a un lado en respuesta a su indicación, y se sintió contento. Ya estaban a medio camino del torpedo de abordaje. Pronto podrían descansar una vez más en el Spiritus Sancti y dejar que Hauptman hiciera volar aquel nido alienígena y lo borrara de la galaxia para siempre.
El alivio lo volvió descuidado, resbaló sobre el viscoso suelo y cayó hacia adelante sobre uno de los círculos. Apoyó una mano para estabilizarse, y todo el piso pareció ceder. Se precipitó hacia la oscuridad mientras sentía que las paredes se cerraban apretándose a su alrededor. Estiró un brazo hacia el exterior de la válvula para agarrarse al borde, y al sentir que lo aferraba la mano fuerte del sargento Hakon, lo invadió el alivio. El sargento podría sacarlo de vuelta a la luz.
La paredes que lo rodeaban comenzaron a contraerse y luego expandirse, y sintió cómo sus superficies viscosas lo presionaban. Le recordó a la garganta de un hombre al tragar…, y él era el sabroso bocado. Al apoderarse de él un pánico enloquecido, realizó un frenético intento de izarse, al mismo tiempo que el sargento Hakon trataba de ayudarlo. Njal lo sentía luchar contra la fuerza que lo arrastraba hacia abajo por el túnel garganta. Por un momento sintió que ascendía…, y luego que la presa del sargento resbalaba sobre su guantelete cubierto de viscosidad.
—No —gritó al ser absorbido hacia la oscuridad de abajo.
Cuando el movimiento cesó, se encontraba sumergido en líquido corrosivo. Podía sentir cómo iba carcomiendo la ceramita de su armadura. Una a una, se encendieron las señales rojas de emergencia de la manga. Bañado por la espectral luz de sus inútiles advertencias, sintió que los tibios ácidos digestivos comenzaban a corroerle la carne y los huesos. Cuando su vida se extinguía, le pareció oír los deleitados pensamientos de la Mente Enjambre. «De una u otra manera, formarás parte de mí», decía.
—No, ha desaparecido. ¡No podemos hacer nada! —Sven sintió una mano del sargento Hakon sobre su hombro que lo apartaba de la válvula. Dejó de golpearla fútilmente con el puño y se dispuso a dispararle.
—El hermano sargento Hakon tiene razón —oyó que decía Gunnar—. No podemos hacer nada; nada. Njal ha desaparecido y nos reuniremos con él si no nos ponemos en marcha.
Con lentitud, la cordura comenzó a infiltrar la mente de Sven. Su amigo había desaparecido y no regresaría jamás. Estaba muerto. El pensamiento resultaba tan terriblemente terminante… Sven cerró los ojos y profirió el terrible aullido de muerte de su orden. El salvaje grito del lobo resonó por el corredor y fue tragado. El lejano latido del corazón de la nave continuó sin alterarse.
—Ya habrá tiempo para el duelo más tarde —le dijo Hakon con suavidad—. Ahora debemos regresar a la nave.
—No te preocupes —intervino Egil, con ojos brillantes de sed asesina—. Será vengado. Te lo juro.
Sven asintió con la cabeza y se puso de pie. Aferró la pistola con firmeza en una mano y el cuchillo en la otra. Los cruzó sobre el pecho en la posición ritual y elevó una breve plegaria al Emperador por el alma de su hermano de batalla. Luego siguió a los otros a lo largo del sendero que los llevaría de vuelta al torpedo de abordaje.
El sargento Hakon fue el siguiente en morir. La cosa que se desenroscó desde un respiradero acabó con su vida. Un horror de cuatro brazos, provisto de colmillos y garras, y con ojos hipnóticos, le arrancó la cabeza antes de que lograse siquiera blandir la espada sierra.
Egil no esperó a que le llegara el turno, sino que se lanzó hacia el monstruo con el cuchillo dirigido directamente a la espalda del mismo. El ser se volvió con una velocidad vertiginosa y lo apartó de un golpe, sin esfuerzo, con una poderosa mano. Egil sintió que se le partían algunas costillas bajo la fuerza del golpe del que ni siquiera lo había protegido el peto de ceramita. Si lo hubiese cortado con las pinzas, Egil sabía que habría muerto. Una niebla roja se posó sobre él. Hizo caso omiso del dolor y recogió las piernas bajo el cuerpo y se preparó para saltar otra vez.
—Un genestealer —oyó que murmuraba Sven—. ¡Por Russ!, ¿es que no tendrán fin los horrores de este lugar?
Una niebla roja nubló la visión de Egil, que aulló el grito de guerra y saltó. Supo que había cometido un error cuando la pinza del monstruo se lanzó hacia él como una guadaña. Estaba a punto de recibir un tajo que lo destriparía, y lo aguardó con los ojos abiertos, pero el tajo no llegó a su cuerpo.
Sven le disparó dos veces al genestealer en la cabeza, y éste retrocedió, con paso tambaleante, bajo los impactos. Chillando de sed de sangre frustrada, Egil lo hizo pedazos con el cuchillo.
—Han caído dos. Quedamos tres en pie —oyó que murmuraba Sven a sus espaldas.
—No puedo creer que el sargento haya muerto —dijo Gunnar. Lanzaba y cogía una granada antiabominación, casi con negligencia—. Quiero decir, él y Njal, los dos muertos. Es…, yo…
—Créelo —le respondió Sven con firmeza.
Sentía una creciente frialdad en el corazón. Estaba insensibilizado. Parecía haber traspasado la barrera del dolor, la barrera de cualquier clase de sentimiento. Lo único que sentía era un creciente odio hacia los enemigos y una fría determinación de sobrevivir para presentar su informe ante el Imperio. Era lo único que se le ocurría para darles algún sentido a las muertes de sus compañeros.
Estudió a los otros dos e intentó determinar lo útiles que resultarían. Egil tenía aspecto macilento y malvado; había una luz extraña en sus ojos y su medio galope hacía pensar en una bestia enloquecida por la sangre. En el berseker había una ferocidad enroscada que aguardaba para dispararse. Sven sabía que podía contar con él para luchar, pero… ¿podía confiar en él para que tomase decisiones prudentes?
El estado anímico de Gunnar parecía haber pasado de la casi demente alegría a la lobreguez depresiva. Daba la impresión de estar aturdido por las repentinas muertes de sus camaradas, incapaz de aceptar el hecho de que hubiesen muerto de modo tan súbito.
Sven evaluó con frialdad las posibilidades que tenían, y supo que dependían de que él se hiciese cargo del mando. Era el único que parecía capaz de tomar decisiones racionales.
—Bien. Será mejor que nos pongamos en marcha.
—Pero ¿qué hacemos con el cuerpo de Hakon? No podemos dejarlo aquí tirado.
—Está muerto, Gunnar. No tiene sentido que carguemos con el cadáver. Le extirparé el gen-semilla, para su sucesor. No se marchará sin que se lo recuerde. Te lo juro.
Actuando según sus propias palabras, se puso a la tarea de recuperar el gen-semilla del sargento, el mecanismo de control que lo transformaba en un marine espacial. Era un trabajo sucio y, al cabo de poco rato, la sangre de Hakon se mezcló con la del enemigo en el cuchillo de Sven.
Casi lo lograron. El tiránido los emboscó desde detrás de las ramas de un árbol de carcinoma. Sven saltó atrás, y el ácido roció el piso donde él había tenido los pies. La metralla de la vil arma viviente del monstruo le rozó una mejilla de la que manó sangre. Él hizo caso omiso del trozo de oreja que le había arrancado, y apuntó al monstruo, que se lanzó con rapidez para ponerse a cubierto mientras los proyectiles de Sven se hundían en su escondite.
—¡Gunnar, quema esa cosa! —chilló. Pero Gunnar estaba quieto como una estatua sin cargar el arma ni hacer nada.
—Vienen más por detrás de nosotros —rugió Egil.
Sven imprecó. Pensó en arengar a Gunnar, pero no estaba seguro de que fuese a servir de mucho. En cambio, le quitó el seguro a una granada y se la lanzó al tiránido, que salió dando traspiés del escondite a causa de la explosión. Gunnar despertó de su inmovilidad y disparó una andanada de disparos hacia el pecho del monstruo. La mitad superior se separó de repente de las piernas, y el tiránido se desplomó entre chillidos.
Sven se arriesgó a echar una mirada atrás. Una fila de tiránidos avanzaba a saltos hacia ellos por el corredor. Su paso parecía lento y torpe, pero acortaban distancias a una velocidad tremenda. Sven sabía que ellos tres solos no podrían vencer a los monstruos, pero de todas formas avanzó hacia ellos. Tal vez podrían resistir por última vez tras el árbol de carcinoma.
—Seguidme —gritó y saltó para ponerse a cubierto.
Gunnar y Egil lo siguieron de inmediato. El lejano latir del corazón de la nave era entonces tan sonoro como el trueno, y el aire estaba cargado del olor acre de la sangre de tiránido muerto. Sven apuntó al monstruo que avanzaba en cabeza, y disparó. Le dolía haber estado tan a punto de escapar, y fracasar en el último momento. El disparo rebotó sobre el pelaje acorazado, y entonces apuntó a la cabeza.
—¡Gunnar, usa municiones antiabominación! —gritó.
—¡No puedo…! ¡El mecanismo se ha atascado! —le chilló Gunnar.
Sven imprecó. Una lluvia de disparos del arma del tiránido lo obligó a ponerse otra vez a cubierto, mientras el recuerdo de las monstruosidades armadas de garras que saltaban hacia ellos le quemaba la mente. Eran demasiados. Los exploradores estaban condenados.
—¡Ustedes dos… salgan de aquí! —chilló Egil—. Yo los mantendré a distancia.
—Es una muerte segura, hombre.
—¡No discutan! ¡Háganlo!
La mente acelerada de Sven sopesó la situación con rapidez. Podía quedarse allí y morir…, o podía salvar el gen-semilla del sargento, su propia vida y la de otro marine espacial. El equilibrio ya se había decantado contra ellos, y no había otra alternativa.
—Adiós —dijo al mismo tiempo que corría hacia el último faro, el que pertenecía al torpedo de abordaje.
—Adiós, hombre de tierra adentro —oyó que decía Egil—. Yo te demostraré lo que hace a un verdadero lobo espacial.
Egil profirió una risa aullante y volvió a disparar. Se puso en pie de un salto y apretó repetidas veces el gatillo de la pistola, lanzando minimisiles como un loco contra los tiránidos, cuyo avance se detuvo ante aquella andanada devastadora. El explorador de los lobos espaciales le quitó el seguro a una granada y la arrojó hacia los enemigos, que se agacharon tras una puerta-esfínter contra la que estalló la granada. La puerta se curvó, pero no cedió.
De pronto, todo quedó en silencio. Egil se arriesgó a echar una mirada hacia atrás, por donde habían desaparecido Sven y Gunnar. Por un instante pensó en seguirlos, pero no podía garantizar que los tiránidos no fuesen a perseguirlo y darle alcance. Era mejor mantenerlos inmovilizados donde estaban.
Por el rabillo del ojo, captó un movimiento. Los tiránidos habían dado un rodeo y habían entrado en la cámara por el otro lado. «Bien —pensó Egil, mientras sentía que la furia asesina crecía dentro de él—. Más enemigos que llevarme al infierno conmigo».
Los tiránidos se lanzaron hacia él, que giró en redondo con la pistola, pero una andanada de rifle orgánico le hirió el brazo, le arrancó el arma de la mano y le destrozó la carne hasta el hueso. Luchó para no perder el conocimiento a causa del insoportable dolor que lo atenazaba, aferró el cuchillo con fuerza y aulló, colérico. Se puso en pie de un salto y corrió hacia los tiránidos.
—¡Os mataré! ¡Os mataré! —gritaba, mientras una espuma punteada de sangre le manchaba los labios. Lo último que vio fue a un monstruo que lo apuntaba directa y cuidadosamente. Echó atrás el cuchillo para lanzarlo.
El sonido de lucha cesó. Sven empujó a Gunnar hacia el interior del torpedo, cerró la escotilla de golpe y pulsó el icono de control.
Mientras la nave alienígena menguaba de tamaño en la parpadeante pantalla verde, Sven le encomendó el alma de Egil al Emperador. Advirtió que Gunnar estaba llorando, aunque no sabía si era de tristeza o de alivio.
Hauptman observó cómo las bombas de plasma destrozaban la nave tiránida de un extremo a otro. Al cabo de pocos instantes, la nave orgánica quedó destruida por completo. Mientras Hauptman contemplaba con fascinación, las alas solares tan recientemente desplegadas se desprendieron y se alejaron flotando a la deriva por el espacio; los hombres de las torretas del Spiritus Sancti las usaban para practicar su puntería. Vio la expresión satisfecha del rostro de Sven cuando la nave alienígena desapareció del espacio.
—Bueno —dijo—, creo que esto pone punto final.
—No lo creo —dijo Chandara, el astrópata, que se encontraba junto a ellos dos, con el semblante pálido y demacrado—. Antes de morir envió una señal de enorme poder psíquico, muy concentrada en la dirección de la Nube de Magallanes; pero era tan potente que capté su energía dispersa.
»Era una señal, señor. Estaba llamando a algo; algo grande.
Un silencio de espanto cayó sobre la capilla de mando del Spiritus Sancti.
Sven bajó los ojos hacia el gen-semilla que tenía en la mano. Juró ser digno de la muerte de sus camaradas. Si se avecinaba una guerra contra los tiránidos, estaba dispuesto a luchar.