Salvamento

SALVAMENTO

JONATHAN CREEN

Mientras el rugido de sus bólters de asalto ahogaba sus gritos de batalla, los veteranos de la Primera Compañía de Ultramar daban rienda suelta a su furia justiciera contra la abominación que era la raza tiránida. Ante el hermano Rius apareció, entre alaridos, la monstruosa cabeza alargada de un hormagante, de cuyos colmillos caían hilos de saliva. Con una reacción instintiva, Rius volvió su arma hacia la criatura y observó a través del visor, con ceñuda satisfacción, cómo se desintegraba el grotesco rostro. Cuando el bólter de asalto se estremeció en su mano, la parte posterior del cráneo de la criatura estalló hacia afuera, a modo de surtidor de sangre purpúrea y fragmentos óseos.

Mientras otro de una larga lista de enemigos vencidos caía ante él, Rius se quedó mirando la totalidad del vasto campo de batalla. El rocoso llano estaba cubierto por una palpitante masa de carne y guerreros revestidos de armadura, acompañados por una hueste de armas y vehículos de apoyo. A izquierda y derecha, la árida llanura se alzaba para transformarse en abruptos despeñaderos, sobre los cuales la tierra se encontraba cubierta por una profusión de plantas apiñadas en selvas primitivas. El sol amarillo bañaba las prehistóricas estepas desde un cielo límpido, y en cualquier otra circunstancia aquellas condiciones podrían haberse descrito casi como placenteras.

Con una reacción automática, Rius volvió su bólter de asalto hacia un grupo de termagantes de piel roja que avanzaban, y disparó varias andanadas de minimisiles perforantes antes de que la manada lograse coronar el montículo. A pesar del fuego con que los rechazaba la escuadra, varias de aquellas astutas criaturas lograron ganar la posición de los exterminadores.

Con una oleada electroquímica, el perforacarne lanzó su carga de munición viviente hacia el objetivo. El marine espacial veterano defendía su posición contra la masa de termagantes que se acercaban cada vez más a las líneas de Ultramarines. Los escarabajos perforacarnes impactaron contra la armadura del exterminador. Aunque muchos se reventaron contra las placas de ceramita, unos pocos sobrevivieron y dedicaron la energía vital que les restaba a roer la armadura con sus dientes que rechinaban malignamente; sin embargo, ninguno de los voraces insectos logró llegar hasta el guerrero protegido por la coraza de plastiacero. La respuesta del marine fue lanzar su mano derecha, libre y protegida por el puño de combate, hacia el cuerpo del termagante, cuya caja torácica se hizo añicos a causa del impacto mientras el campo disruptor del puño licuaba sus órganos internos.

Con un espasmo, el rifle de dardos que sujetaba otro de los soldados de asalto de la Mente Enjambre lanzó un proyectil como el de un arpón. El dardo dentado hendió el aire con un silbido, antes de clavarse profundamente en la armadura de energía de otro de los hermanos de batalla de Rius. El marine exterminador respondió con una detonación de fuego de su cañón de asalto; la andanada de proyectiles destrozó al termagante, cuyo cadáver desgarrado cayó de espaldas hacia la horda genocida.

A despecho de la valiente resistencia de los exterminadores, Rius comprendió que pronto se verían abrumados por aquella fuerza superior. Por cada uno de los asesinos alienígenas que caía, parecía que había otros dos que estaban más que dispuestos a ocupar el lugar del anterior. Puesto que no les afectaban las muertes de sus compañeros ni sentían remordimiento alguno por las acciones que ejecutaban, los inescrutables miembros de la Mente Enjambre eran un enemigo en verdad aterrador.

Cuando el Guantelete de Macragge había salido del espacio disforme, los poderosos sensores de la nave estelar habían captado las reveladoras señales de una masiva presencia alienígena. Los escáners confirmaron de inmediato la presencia de una flota enjambre que se encontraba en órbita alrededor del cuarto planeta del sistema solar de Dakor. Los primeros escáneres del planeta, realizados a larga distancia, indicaban que el planeta se encontraba en un estado de evolución muy similar al de la Vieja Tierra millones de años antes de la aparición del hombre. Unos tibios mares ecuatotropicales separaban tres grandes continentes, en los que había diversidad de hábitats: enormes desiertos ardientes, selvas costeras y brumosos pantanos, boscosas tierras altas y cadenas montañosas que se extendían por todo el globo.

Una búsqueda en los bancos de memoria de la biblioteca del Guantelete de Macragge les dijo que aquél era el mundo perdido de Jaroth. Según los archivos imperiales, el planeta había sido colonizado milenios antes por aislacionistas, y después había quedado incomunicado del resto de la galaxia por tormentas disformadoras particularmente violentas, que sólo habían amainado en los últimos cien años. Así pues, fue en una patrulla rutinaria por la frontera oriental del Ultima Segmentum, que la nave capitana de la Flota de Ultramarines había redescubierto Jaroth. Los primeros pensamientos del comandante del Capítulo fueron que, si aún existía población humana, habría involucionado hacia un estado de primitivismo supersticioso. Los secretos de la tecnomagia del Imperio no habrían llegado hasta ellos, y Jaroth sería un mundo salvaje poblado por gente salvaje.

La presencia de la flota tiránida decidió la situación, ya que, cualquiera que fuese el estado de la población, Jaroth era precisamente el tipo de mundo que al Gran Devorador le encantaría despojar de toda vida, humana o de cualquier otra clase. La raza tiránida, aquella entidad que se extendía por toda la galaxia, tenía un apetito voraz. Ya había arrasado la totalidad de la vida de docenas de mundos imperiales con el fin de proporcionarle a aquel horror alienígena las materias primas que le permitían perpetuarse. ¿Quién sabía cuántos centenares de mundos habrían sido infestados por los insidiosos cultos de los genestealers, los blasfemos monstruos alienígenas que trabajaban en colaboración con sus corruptos hermanos humanos de progenie? El Capítulo Ultramarines no permitiría que otro planeta cayese en manos del Gran Devorador. Su deber sagrado era defender las leyes del Emperador, defender el Imperio contra la miríada de peligros que amenazaban con tragárselo por todas partes. El frenesí devorador de los hijos de la Mente Enjambre era tan eficaz en la tarea de borrar la vida de la faz de un planeta como lo era el proceso de limpieza del Exterminatus, del que habían sido testigos una veintena de planetas.

La Escuadra Bellator luchaba en lo alto de una escarpa situada en el centro del árido valle, junto a la veterana Escuadra Orpheus. Allí y allá afloraban formaciones de granito del lecho de un río seco, y cada uno de esos afloramientos era el escenario de un conflicto u otro; los más valientes guerreros del Imperio luchaban desesperadamente para rechazar a la horda alienígena invasora.

A Rius, que era un veterano de Ichar IV, no le resultaban desconocidos los horrores de la Mente Enjambre, pero, con independencia de las muchas veces que presenciara aquellas repulsivas abominaciones, nada lograría endurecerlo contra ellas. Sólo podía encarar cada batalla con la resolución y el valor de los Ultramarines, según se establecía en las ordenanzas del Codex Astartes, redactado por el mismísimo primarca de los Ultramarines, Roboute Guilliman, siglos antes.

Una unidad de guerreros tiránidos emergió de entre los salivosos enjambres de devoradores para enfrentarse a los Ultramarines. Mientras Rius observaba, una espada ósea cayó sobre el hombro de un marine espacial y hendió la placa de ceramita de su armadura de energía, cortándole la piel y los tendones situados debajo. En cuanto el borde dentado entró en contacto con la carne, las fibras nerviosas del interior de la espada ósea transmitieron una potente descarga psíquica al cuerpo del guerrero. El aturdimiento sería sólo pasajero, pero bastó para que el tiránido, aullando de triunfo, cercenara la cabeza del hombre con una segunda arma.

Detrás de los guerreros tiránidos que cargaban, apareció avanzando el consorte de la reina del enjambre, que estaba al mando de la progenie. El tirano de enjambre era una figura realmente aterrorizadora de contemplar. El monstruo tenía más de dos metros de altura, y su presencia transmitía una maligna inteligencia que colmaba de terror a los Ultramarines.

El tirano de enjambre fue atacado con rápidos disparos de energía láser, que no surtieron efecto alguno: el endurecido caparazón de la monstruosidad absorbió los letales impactos y, con rugidos ininteligibles —y, sin duda, señales telepáticas—, el señor del enjambre dirigió a la progenie para que buscase a los humanos y los destruyera, a la vez que consumía toda la biomasa disponible en el proceso. ¡El tirano tenía que morir!

* * *

A kilómetros en lo alto, los cohetes propulsores se encendieron y maniobraron desesperadamente la enorme nave espacial para hacer que girara sobre su eje, pero ya era demasiado tarde y el Guantelete de Macragge colisionó violentamente con la espora micética del tamaño de un asteroide lanzada por la nave enjambre. La gigantesca mina de esporas detonó con la fuerza de una explosión termonuclear, y la onda expansiva resultante sacudió la nave espacial.

Trozos de la mina como huesos y gruesos como las murallas de una fortaleza bombardearon la nave. Algunos se desintegraron al chocar contra los campos de energía; sin embargo, éstos habían quedado dañados por la explosión inicial y proporcionaban sólo una protección intermitente. Otros fragmentos impactaron contra el enorme casco como si fuesen meteoros; destrozaron las antenas de comunicaciones y abrieron agujeros por los que entró en el interior de la nave una lluvia de ácidos, algas y partículas portadoras de virus.

Los navegadores imperiales reaccionaron con celeridad y lograron controlar la nave de dieciséis kilómetros de largo. Con los propulsores de fusión encendidos, el Guantelete de Macragge salió en persecución de la bionave.

El mundo prehistórico que se encontraba a ciento sesenta kilómetros debajo de ellos tenía la apariencia de un acogedor paraíso verdiazul con la atmósfera listada por jirones de nubes blancas, en franco contraste con los planetas contaminados de humo que a menudo eran refugio de la humanidad. La luna sin atmósfera de Jaroth —no más que un planetoide atrapado por la fuerza gravitatoria superior del cuerpo astral de mayor tamaño— ascendió sobre el relumbrante nimbo del planeta, y entonces apareció a la vista la bionave herida.

Desde el puente de la nave insignia de los Ultramarines, el comandante Darius observaba a través de la pared visora la maniobra de acercamiento del Guantelete de Macragge a la nave tiránida. El gigantesco cuerpo en forma de tirabuzón de la nave orgánica estaba inclinado en un ángulo extraño y parecía ir a la deriva. No obstante, mientras la gigantesca nave gótica acortaba distancias con la tiránida, Darius pudo ver que, de la ancha boca abierta del hangar de la bionave, salían más minas de esporas y otras criaturas pulidas provistas de aletas.

—¡Cuando dé la orden, disparen contra esa abominación con todo lo que tenemos! —les dijo el comandante a los soldados que se encontraban ante las consolas de control. Tras regresar a su asiento de mando, Darius se sentó sin apartar en ningún momento la ceñuda mirada de la monstruosidad que aparecía ante él en la pantalla. Su entrecejo se frunció—. ¡Fuego!

Un centenar de turboláseres despertaron a la vida y grandes rayos de energía lumínica intensamente concentrada impactaron contra la ya debilitada nave madre tiránida. Tras una llamarada de fuego abrasador, la concha de nautilo del enorme organismo interestelar se hizo trizas y salieron volando esquirlas grandes como montañas al mismo tiempo que sus órganos internos estallaban al despresurizarse el cuerpo. Con las entrañas de ciento cincuenta metros de largo dispersas por el espacio, la criatura se alejó del crucero espacial, atrapada por el campo gravitatorio de Jaroth. La bionave se precipitó hacia la superficie del planeta a través de la atmósfera; al entrar en contacto con ésta, su destrozada concha ardió al rojo vivo. Darius observó cómo el cuerpo comenzaba a quemarse y la carne rosácea se asaba camino de la superficie.

* * *

La escuadra de exterminadores avanzaba con cautela a través de la maleza, y el canoso sargento Bellator iba en cabeza. Los marines espaciales barrían con sus armas el sector de selva que tenían delante y a los lados, al mismo tiempo que consultaban los sensores de movimiento en busca de algún signo de vida potencialmente hostil. Los árboles circundantes estaban animados por sonidos de insectos desconocidos, que zumbaban y chasqueaban, mientras otros bichos parecidos a mosquitos, y tan largos como la mano de un hombre, revoloteaban en torno a los guerreros acorazados.

Con la derrota del tirano de enjambre, las hordas tiránidas habían caído en el desorden, y los guerreros de elite del Imperio aprovecharon al máximo la ventaja que eso les proporcionó para vencer al asqueroso ejército alienígena. Los termagantes y hormagantes, menos decididos, habían huido de inmediato, pero los desenfrenados y bestiales carnifexes continuaron golpeando las filas de marines espaciales.

Incluso cuando sus compañeros yacían muertos en torno a él, uno de los asesinos aullantes cargó, implacable, contra un Razorback. Estrellándose contra el tanque, el horror alienígena hendió el blindaje de plastiacero mientras agitaba sus brazos asesinos afilados como navajas. El carnifex, máquina viviente de destrucción, abrió el vientre del vehículo y mató a sus tripulantes antes de ser derribado por el bombardeo de misiles de un Whirlwind de los Ultramarines.

Se oyó un grito agudo procedente de los árboles que se hallaban a la derecha del camino que seguían los exterminadores, y el sargento Bellator disparó varias andanadas de su bólter de asalto hacia el follaje; después todo volvió a quedar en calma.

—Disparos de precaución —resonó la gruñente voz del sargento Bellator a través de las unidades de comunicación de los exterminadores—. Podría haber sido un tiránido.

«¿Ha sido un tiránido?», se preguntó Rius. Lo mismo podría haberse tratado de una de las formas de vida autóctonas de Jaroth. No había forma de saberlo. Cuando la principal fuerza tiránida fue barrida de la faz del planeta, los exterminadores habían sido enviados al interior de la selva para realizar una operación de limpieza. Al morir el tirano de enjambre, muchos de los soldados tiránidos se habían vuelto locos y habían atacado a los marines espaciales, que los superaban mucho en número, o habían huido al interior de las selvas vírgenes, donde a los Ultramarines les resultaba más difícil seguirlos.

Aunque los tiránidos habían sido vencidos, la escuadra de veteranos continuaba tensa y a la expectativa. Las líneas de Ultramarines se encontraban a kilómetros de distancia, y allí, en las profundidades de la selva, ellos eran tan alienígenas como los tiránidos.

—Hay algo ahí delante —dijo el hermano Julius, rompiendo el silencio. Los otros comprobaron sus sensores de movimiento, en cuyas pequeñas pantallas habían aparecido varios puntos rojos en el límite exterior.

—Preparaos, hermanos —siseó el sargento de la escuadra.

Las frondas cedieron paso a un claro. Al otro lado del calvero vieron el abollado fuselaje de una Thunderhawk, una cañonera de los Ultramarines.

De inmediato, a los veteranos les resultó obvio lo que había sucedido. Había un enorme agujero en un flanco del blindaje de un reactor. Los bordes aparecían corroídos por una sustancia viscosa ácida, y en el fuselaje de plastiacero que lo rodeaba se veían clavadas esquirlas de hueso. El mortal cañón de un biovoro había cumplido con su propósito, y la nave, fatalmente alcanzada por la mina de esporas, se había precipitado hacia la boscosa meseta. La tripulación había sido incapaz de gobernarla.

Un sendero chamuscado que recorría la selva mostraba por dónde se había deslizado la Thunderhawk con los motores en llamas. Había aplastado todo lo que había encontrado a su paso hasta llegar al calvero, donde la tierra blanda que se había levantado a consecuencia del impacto había apagado las llamas de los reactores. Pero ¿qué había sucedido con los tripulantes?

—¡Dispersaos! —ordenó Bellator, y los exterminadores comenzaron de inmediato a ocupar posiciones apropiadas en torno a la nave estrellada.

Las señales continuaban presentes en los sensores de movimiento, y por las lecturas del suyo, Rius se dio cuenta de que casi todos los organismos detectados se hallaban dentro de la Thunderhawk derribada. De momento, sin embargo, los exterminadores no habían establecido contacto visual con ellos. ¿Se trataba acaso de los tripulantes heridos, de tiránidos o de moradores autóctonos del planeta? ¿Serían hostiles o por completo inofensivos?

Como en respuesta a esas preguntas, Rius volvió a oír la voz de su sargento a través de la unidad de comunicación.

—Preparaos para lo peor.

Con cautela, la escuadra atravesó el calvero y se acercó a la Thunderhawk; podía oírse el zumbido de la servoasistencia de los pesados trajes. Cuando el vehículo aéreo fue derribado, probablemente se dio por supuesto que la tripulación había perecido; aunque también cabía la posibilidad de que la caída pasara inadvertida para los mandos Ultramarines, dado que sobre el campo de batalla se arremolinaban montones de esporas micéticas. Fuera cual fuera la razón, el caso era que no se había ordenado llevar a cabo una misión de rescate.

Según el sensor de movimiento de Rius, daba la impresión de que las criaturas del interior de la Thunderhawk habían dejado de moverse. ¿Acaso se habían dado cuenta de que los exterminadores se les aproximaban? «Hay demasiadas señales para que se trate de los miembros supervivientes de la tripulación», se dijo el marine; pero… ¿eran tiránidos?

El hermano Hastus fue el primero en llegar hasta el abollado fuselaje, y avanzó con gran lentitud hacia la escotilla de la cubierta de carga, que estaba abierta; los demás lo cubrían. Pasaron varios segundos mientras Hastus inspeccionaba el interior de la cubierta de carga. Después, les hizo una señal con su puño de combate, y el resto de la escuadra avanzó.

Rius siguió al hermano Sericus hacia el interior en penumbra de la Thunderhawk derribada. Los sensores ópticos del casco se ajustaron de modo instantáneo al pasar de la brillante luz del calvero a la oscuridad que reinaba dentro de la cañonera. Con las cuchillas relámpago en alto, Sericus avanzó con lentitud por dentro del vehículo al mismo tiempo que apartaba de su camino tuberías rotas que se mecían goteando fluido oleoso sobre la cubierta.

Rius bajó los ojos hacia el sensor de movimiento, y de inmediato los alzó en dirección al techo con expresión de alarma. El insectoide de seis patas cayó desde la oscuridad, y el ultramarine, cuyos reflejos funcionaron con mayor celeridad que el pensamiento consciente, alzó de forma automática el puño de combate para protegerse. La criatura, al entrar en contacto con el crepitante campo de distorsión, profirió un chillido cuando el caparazón se hizo pedazos, y cayó retorciéndose sobre la cubierta detrás de Rius. Julius pasó por encima a la vez que le golpeaba la cara con un puño sierra, pero al instante notó sobre su espalda otra de aquellas monstruosidades de piel purpúrea.

¡Genestealers! Sus peores miedos finalmente se habían confirmado. Antes de que pudiera apuntar al tiránido con el arma para hacer que saltara en pedazos el vil caparazón, el monstruo clavó una zarpa provista de garras en la espalda acorazada de Julius. Cuando la retiró, aferraba la sanguinolenta columna vertebral del ultramarine.

Una descarga de minimisiles perforantes del bólter de Rius atravesó el exoesqueleto del genestealer, y el cadáver del alienígena se unió al del hermano Julius sobre la cubierta de carga.

Algo pesado se estrelló contra Rius, y el impacto derribó su cuerpo acorazado sobre el piso metálico con un sonoro entrechocar. Tras aferrarle el brazo izquierdo entre las fauces fuertes como una prensa, otro siseante genestealer intentó atravesar la coraza de ceramita para llegar a la carne. La criatura fue rápidamente eliminada de un disparo en una sien, pero incluso muerto las mandíbulas del genestealer se negaban a soltar la presa. Varios disparos más hicieron pedazos el cráneo de la criatura y permitieron que Rius liberara su brazo.

A su izquierda, el hermano Sericus luchaba con dos de las criaturas tiránidas, una aferrada en cada puño. Un chorro de llama anaranjada iluminó la cubierta de carga cuando el hermano Hastus hizo retroceder a otras de aquellas criaturas para que no se acercasen a sus ya abrumados compañeros.

Rius se puso trabajosamente en pie al mismo tiempo que intentaba limpiarse la sangre del genestealer que tenía sobre el traje. El hermano Bellator se encontraba en la escotilla abierta, asediado por todas partes por el resto de la progenie genestealer; se defendía lo mejor posible en aquel reducido espacio con su espada de energía. El salvajismo y la ferocidad de los genestealers resultaban aterrorizadores. A la vez que disparaba el bólter de asalto, Rius corrió a auxiliar al sargento.

Otra llamarada del lanzallamas del hermano Hastus alcanzó al frenético apiñamiento de cuerpos purpúreos que rodeaba a Bellator, y el olor a carne alienígena quemada llenó la bodega de carga. Un charco aceitoso se encendió con un crepitante destello, y las llamas corrieron a gran velocidad bodega adentro hasta el lugar en que el negro líquido caía en cascada desde un tubo de combustible roto. La mirada horrorizada de Sericus siguió el avance del fuego, mientras el puño sierra estaba aún alojado en la pared metálica a través del cráneo de un genestealer que se estremecía.

Rius llegó hasta la escotilla donde se encontraba el abrumado sargento en el momento en que los tanques de combustible de la Thunderhawk estallaron en una conflagración de metal fundido y humo oleoso. La fuerza de la explosión lanzó al ultramarine fuera de la cubierta de carga y lo arrojó al otro lado del calvero, donde su cuerpo se estrelló contra un grueso tronco de árbol. El exterminador cayó al suelo ya sin sentido, y el peso de la armadura hundió su cuerpo en la blanda superficie mientras las llamas envolvían el vehículo aéreo derribado.

* * *

Rius abrió los ojos con lentitud, y su visión necesitó varios segundos para enfocarse. Encima tenía vigas de madera y la parte interior de un tejado de paja. Con cuidado, volvió la cabeza a un lado.

—Hola —le dijo una vocecilla.

Sentada a poca distancia de él, había una niña humana cuyos penetrantes ojos azules lo contemplaban con fascinación. Llevaba una blusa sencilla y su cabello castaño rojizo y largo hasta la cintura pendía en una trenza sobre uno de sus hombros.

—Ho…, hola —murmuró Rius a modo de respuesta. Tenía la lengua seca y un sabor a saliva rancia en la boca.

—Me llamo Melina —dijo la niña—. ¿Y tú?

Rius, consciente sólo a medias, intentó concentrarse en la pregunta de la niña para responderle, pero no pudo. Una bruma nebulosa le ocultaba esa parte de su propia memoria.

—No lo sé —murmuró, perplejo—. ¿Dónde estoy?

—Estás en casa, en nuestra casa. ¿Por qué no sabes cómo te llamas?

Sin hacer caso de la pregunta de la niña, Rius recorrió la habitación con los ojos. Era pequeña y espartana, y el único mobiliario que en ella había, aparte de la cama, era una silla y una mesa pequeña sobre la cual descansaba una jofaina. Se encontraba tendido de espaldas sobre una cama rústica de madera y debajo podía sentir el colchón de paja.

—Pero tienes un nombre, ¿verdad? —insistió la niña.

—Haz el favor de salir de aquí, Melina. Deja descansar a nuestro huésped.

Rius giró sobre sí mismo en busca de la fuente de esa segunda voz, y vio a un hombre que acababa de entrar en la habitación. También iba ataviado con sencillas ropas de campesino y, aunque sólo tenía poco más de treinta años, según calculó Rius, ya había comenzado a perder el cabello.

—Debe estar usted cansado —añadió el hombre, que entonces le habló a Rius—. Lo dejaremos tranquilo.

—¡No! —A Rius, su tono le resultó exigente, como si a su voz hubiese vuelto algo de la antigua autoridad que en ella había habido—. ¿Qué me ha sucedido?

—¿No lo sabe? —preguntó el hombre, incrédulo—. ¿No es usted un guerrero del Emperador, caído de las estrellas?

Rius miró fijamente al hombre, sin comprender.

—¿Lo soy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Vimos que las estrellas caían a la tierra, y supimos que era un presagio. Los hombres se encaminaron hacia las tierras indómitas como ordenaron nuestros ancianos, y lo encontramos a usted en el bosque; estaba sin conocimiento y herido de gravedad —explicó el hombre, paciente—. Lo trajimos a mi granja e hicimos todo lo posible por usted. Al principio no estábamos seguros de que sobreviviera, pero su armadura sagrada ha contribuido a mantenerlo con vida. Ha estado durmiendo durante casi una semana.

Desesperado, Rius intentó dispersar la niebla que le cubría la mente y reunir sus destrozados recuerdos. No podía recordar con claridad nada anterior al momento en que había despertado. Sólo tenía imágenes residuales de terribles monstruos fantásticos y el lejano sonido de la batalla, como si fuesen los últimos rastros de una pesadilla que se olvida con la llegada del alba.

—¿Quién soy? ¿Qué soy? —La voz de Rius ya no era ni agresiva ni exigente; se parecía más a la de un niño lastimero.

El hombre y su hija lo miraron con tristeza.

—Lo lamento —dijo el hombre con melancolía—. Podemos curar su cuerpo lo mejor posible, pero nos es imposible sanar su mente. No podemos ayudarlo a recordar. Eso es algo que, poco a poco, tendrá que hacer por usted mismo.

Un triste silencio cayó sobre la habitación durante varios minutos, y nadie se movió.

—Ustedes me salvaron —dijo Rius, al fin, con tono humilde. El hombre sonrió—. En ese caso, ya sé qué debo hacer —prosiguió Rius—. Les debo mi vida, así que ahora tengo que pagar esa deuda. Me pongo a su servicio, y haré cualquier cosa que usted desee.

Rius intentó sentarse, y de inmediato su cuerpo fue recorrido por vivas punzadas de dolor. Con el rostro transformado en una máscara de agonía, se desplomó otra vez sobre el lecho.

—Debe descansar —lo regañó el hombre con suavidad—. Mañana será otro día. Nos veremos entonces.

* * *

Cada día, Jeren, el granjero, y su familia atendían las necesidades de Rius; le traían las comidas y curaban sus heridas. La niña, Melina, constituía para él una compañera constante. El tiempo que Rius pasaba con ella escuchando sus aventuras infantiles o ayudándola a escribir cartas lo llenaba de júbilo y le daba nuevas fuerzas para enfrentarse con el largo período de recuperación que tenía ante sí.

No obstante, la convalecencia no estaba destinada a ser tan larga como suponía. Al cabo de pocos días, las heridas habían cicatrizado como si jamás hubiesen existido, y él pudo abandonar el lecho y caminar otra vez. Entonces comenzó a ayudar en la granja en todo lo que podía. Jeren y su familia, junto con otros habitantes del poblado, se sentían pasmados ante el poder de recuperación de Rius. Un hombre mortal habría necesitado meses para recobrarse de las heridas que él había sufrido, en el caso de que hubiera sobrevivido.

—No cabe duda de que es un guerrero de las estrellas —decía la gente, y cubría al Emperador de bendiciones por enviarles un salvador semejante.

Sin embargo, pasaban los días y Rius no lograba acercarse ni un ápice a la resolución de su propia lucha interior, ni estaba más cerca de recordar quién era o de dónde procedía.

Apenas dos semanas después de su llegada a la granja, Rius ya fue capaz de trabajar en los campos. Jeren y su familia eran propietarios de unos pocos acres de tierras bien cuidadas, situadas en la periferia del poblado, que sólo consistía en unas cuantas granjas y molinos y en una taberna. Durante los meses que siguieron, aprendió muchas cosas acerca de los habitantes del pueblo y sus costumbres. Pasaban la mayor parte del día afanándose en los campos para lograr una cosecha de aquellas tierras implacables. Al parecer, los seres humanos libraban una batalla constante con la selva que los rodeaba; las «tierras indómitas» la llamaban los granjeros. Siempre que se desforestaba una zona para disponer de más tierra para el cultivo o las pasturas del ganado, los bosques primitivos reclamaban un acre dejado en barbecho en el límite de la granja. Las malas hierbas crecían con mayor rapidez que el trigo, y los habitantes del pueblo dedicaban una gran parte de su tiempo a arrancarlas de los cultivos. Daba la impresión de que el bosque no quería que los humanos estuviesen allí, e intentaba expulsar a aquellos habitantes indeseados.

Rius se unió a Jeren y su familia en su lucha particular contra la selva. Era el primero en levantarse al amanecer para emprenderla a hachazos con los troncos retorcidos, y el último en regresar a la casa cuando anochecía. Los demás habitantes del pueblo se maravillaban ante el hombre de las estrellas, pues su fuerza era diez veces superior a la de los demás humanos. Al cabo de poco tiempo, ayudaba también a los otros granjeros; él solo reparaba las carretas rotas y construía graneros para el grano cosechado. No había ni una sola persona entre los habitantes que no recibiera de buen grado la ayuda de Rius.

Pero por mucho que aprendía acerca de los residentes, la gente magnánima y perseverante que lo había acogido, continuaba sin saber nada más sobre sus propios orígenes. «Tal vez —comenzó a pensar—, los habitantes del pueblo tengan razón al decir que he sido enviado desde las estrellas para ayudar a mis congéneres en apuros». Esa creciente convicción se vio reforzada por las noticias que le llegaron a Jeren en una gélida mañana.

Un pequeño grupo de granjeros apareció ante su puerta, sin aliento y en estado de agitación. Jeren y los granjeros conferenciaron ansiosamente durante algunos minutos antes de volverse hacia Rius.

—¿Qué sucede? —preguntó éste, preocupado.

—Anoche fue atacada la casa del viejo Hosk por algo que salió del bosque. Hosk murió mientras intentaba defender su hogar, pero la esposa y los hijos escaparon. —Jeren hizo una pausa, como si apenas pudiese creer él mismo lo que estaba a punto de decir—. Dicen que era un monstruo grande como una casa y con la fuerza de un gigante. Y luego hubo lo de los terrible gritos espeluznantes que se oyeron fuera de la granja de Kilm durante la noche. Esta mañana, Kilm se encontró con que habían matado todo su ganado en los campos y que su granero gigante había sido arrasado hasta los cimientos. Todos los del pueblo están demasiado aterrorizados para ir tras la bestia, y quieren que tú la persigas y la mates.

—Tú eres el único que puede matar al aullante, hombre de las estrellas —añadió uno de los que acababan de llegar—. Nos ayudarás, ¿verdad?

El aullante… Aquel nombre inquietó a Rius. Estaba seguro de haberlo oído antes…, y de que significaba peligro. No obstante, a pesar de la inquietud, se encontraba ante la oportunidad de agradecerle a aquella gente su bondad y cumplir con el propósito que tenía.

—Por supuesto que sí.

Tras coger su hacha, Rius salió de la granja con Jeren y los otros hombres, y se encaminó hacia lo que quedaba de la casa de Hosk. Desde la entrada del valle donde se encontraba la granja destrozada, vio que la descripción hecha por los granjeros no era nada exagerada. La mayor parte del edificio estaba demolido, como si algo enorme se hubiese lanzado directamente a través de las paredes de zarzo.

De repente, la inquieta calma de la mañana se vio interrumpida por un espeluznante grito bestial, un grito agudo que atravesó a Rius como si fuese un cuchillo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al mismo tiempo que se volvía a mirar a los granjeros que se apiñaban detrás de él.

—Eso ha sido el aullante —replicó uno de ellos con tono nervioso.

La bestia emergió de la línea de árboles que cerraba el otro extremo del valle. Aunque se encontraba aún a más de un kilómetro y medio de distancia, la aguda visión de Rius logró distinguir al monstruo con toda claridad. Vio la cúpula blanqueada, como de hueso, de su cabeza; los enormes brazos curvos; los demoledores cascos de sus patas; el pelaje grueso y quitinoso.

Al instante, la mente de Rius se inundó de imágenes aterrorizadoras y rememoró sensaciones: fauces babeantes, muerte por ácido corrosivo, tentáculos urticantes, garras empapadas de sangre, aliento fétido cargado de putrefacción; una pesadilla en colores púrpura y carmesí. Fue como si alguien hubiese abierto las compuertas que habían estado conteniendo sus recuerdos. Momentáneamente aturdido por el impetuoso torrente que regresaba a su mente, lo único que pudo hacer Rius fue quedarse petrificado y contemplar la bestia que había acabado con su amnesia.

—¿Qué es eso, hombre de las estrellas? —preguntó Jeren.

—No. Rius; me llamo Rius —masculló el marine espacial al mismo tiempo que sacudía la cabeza como si regresara de una pesadilla—. Ya sé quién soy; sé qué soy. —Sus pensamientos y palabras se hicieron más precisos y decididos—. Sé cuáles son mi destino y mi deber. ¿Dónde están mi armadura y mis armas?

* * *

Tras arrojar a un lado las balas de paja, Jeren descubrió una trampilla que había en el piso del granero.

—Siempre pensé que un día pedirías que te las devolviéramos. Cuando te encontramos, la armadura estaba sucia de sangre seca y en unas condiciones que no eran decorosas para un guerrero del Emperador. La limpié y la lustré, y luego la guardé aquí, junto con tus poderosas armas, para que estuviesen a salvo. —El granjero alzó la trampilla y dejó a la vista la brillante armadura azul que se encontraba debajo.

El marine espacial alzó el casco, y un rayo de sol lleno de partículas de polvo se reflejó en su blancura. Con gestos reverentes, Rius retiró cada pieza de la armadura de exterminador, que tenía siglos de antigüedad, del sitio en que descansaba. Mientras lo hacía, su vista apenas se demoró en las condecoraciones ganadas a lo largo de las décadas de conflictos en un centenar de mundos. Sólo los más destacados de los veteranos del Emperador lucían la Crux Terminatus.

La calavera alada que había tallada en el peto de la armadura daba fe de otra victoria justa contra los enemigos de la humanidad. El Sello de Pureza que le habían concedido los capellanes del Capítulo también estaba aún intacto. Su bendición, sin duda, había sido la salvación de Rius: lo había mantenido con vida mientras el resto de su escuadra era condenada a muerte como resultado de la intervención de los malditos tiránidos dentro de la Thunderhawk. El orgullo se tornó tristeza al lamentar la desaparición de sus hermanos de batalla. Ya no volvería a luchar a su lado nunca más. El desafío al que iba a enfrentarse iría a buscarlo tanto por ellos como por el Emperador y los pobladores de aquel planeta implacable.

—Ahora me gustaría quedarme solo —dijo el marine espacial al mismo tiempo que se volvía a mirar a Jeren—. Debo prepararme para la batalla.

* * *

Cuando Rius salió del granero, no se parecía en nada al hombre que había entrado en él. Su cuerpo mortal estaba encerrado dentro del cuerpo metálico de un exterminador, y tenía un aspecto en verdad poderoso. Se había puesto la armadura de sus ancestros y había entonado las letanías de guerra. En ese momento, estaba preparado para enfrentarse con su enemigo, y les dirigió la palabra a los atemorizados granjeros reunidos en el exterior.

—En este día voy a enfrentarme con mi destino.

—¿Volverás? —preguntó Jeren.

Rius giró hacia el horizonte la cabeza cubierta por el casco. Aquella gente lo había tratado con compasión, hospitalidad y amistad, y entonces podría por fin pagarles la deuda que había contraído con ellos.

—Si el Emperador quiere. Si no, mi muerte servirá para el mayor de los bienes.

—¿Cómo te llamas, guerrero?

—Soy el hermano Rius de la Primera Compañía del Capítulo Ultramarines del Imperio; ¡que nunca deje de existir!

—En ese caso, buena suerte, hermano Rius. ¡Que el espíritu del Emperador te acompañe, como lo hacen nuestras bendiciones!

Rius le hizo un saludo militar al hombre que tanto había hecho por él, y luego se detuvo un instante antes de marcharse.

—Jeren, ¿querrás hacer algo por mí?

—Por supuesto, amigo mío. Lo que quieras.

—Recuérdame.

Dicho eso, el ultramarine le volvió la espalda a la humanidad y se alejó por la pista que lo conduciría desde la granja hasta la selva primitiva donde encontraría su destino.

* * *

El hermano Rius se quedó inmóvil. Allí estaba otra vez el susurro entre la maleza delante de él. Miró el sensor de movimiento. Sin duda, había algo allí, pero ¿sería su presa u otro zorro arborícola? Hacía tres días enteros que perseguía a la bestia sin descansar, siguiendo sus huellas desde la arrasada granja que entonces se encontraba a muchos kilómetros a sus espaldas.

Con gritos aullantes, el carnifex atravesó corriendo la maraña de frondas situada ante Rius, hendiendo salvajemente la vegetación con sus cuatro brazos asesinos, afilados como navajas. Por instinto, Rius lanzó a un lado su cuerpo recubierto por la pesada coraza para apartarlo del camino de la criatura, y se hundió en la maleza. Antes de chocar contra el suelo, su bólter de asalto ya vomitaba una andanada tras otra de devastador fuego en dirección al enloquecido tiránido.

Sin dejar de gritar, el carnifex derrapó hasta detenerse y se volvió, dispuesto a cargar contra Rius una segunda vez. El asesino aullante tenía bien merecido tanto su nombre como la reputación que éste conllevaba. El penetrante grito del carnifex bastaba para descorazonar al más resuelto de los hombres, mientras que sus brazos en forma de hoz y duros como el diamante podían destrozar la armadura de ceramita de Rius con la misma facilidad que su carne. El pelaje quitinoso era virtualmente impenetrable para las armas normales, y la gran masa de su cuerpo redondo lo hacía imparable cuando avanzaba pesadamente por cualquier campo de batalla.

«Éste debe de ser el último de su repugnante especie que queda en el planeta», pensó Rius. Lo habrían abandonado en aquel mundo, como le había sucedido a él, tras la derrota de las fuerzas de la Mente Enjambre.

Cuando el marine espacial luchaba para ponerse de pie, casi maldiciendo al abultado traje en que iba metido, el monstruo cargó otra vez. El carnifex se estrelló contra el exterminador con la fuerza de un proyectil de mortero, le vació los pulmones de aire y lo lanzó por el aire. Al descender, Rius partió las ramas de un árbol y aterrizó en lo alto de una elevación abrupta y densamente poblada de bosque. El ímpetu de la carga y el impulso subsiguiente de su propio cuerpo lo hicieron rodar hasta caer por el borde y continuar a través de la maleza.

Se detuvo, por fin, al pie de la ladera, aturdido y gritando de dolor. ¡Aquello era como luchar cuerpo a cuerpo con un tanque! Mientras hacía todo lo posible por suprimir mentalmente el dolor, Rius se levantó. El impacto había averiado una servoasistencia de la pierna izquierda del traje, así que caminaba con una marcada cojera, que, además, lo enlentecía.

Se encontraba de pie en un claro situado al borde de una gran meseta y, al mirar más allá del límite del despeñadero, vio el prehistórico territorio amortajado en el humo que salía de lejanos volcanes tronantes. Abajo, en el amplio valle, y parcialmente sepultados por una capa de cenizas, se distinguían los contornos imprecisos de esqueletos alienígenas y cascos metálicos retorcidos. Allí era donde se había ganado la batalla de Jaroth…, y donde tendría lugar el conflicto definitivo de esa guerra.

Un alarido agudo acompañó el sonido de un cuerpo enorme que se abría paso entre la vegetación hacia el marine espacial. El carnifex salió de entre los árboles como una exhalación…, y se detuvo. Un repugnante fluido color púrpura goteaba de varios agujeros que tenía en el pecho, donde habían sido perforados el hueso y el cartílago extremadamente duros. ¡Alabado fuese el Emperador: había logrado herir a la bestia! No obstante, su entusiasmo se transformó en decepción casi al instante. La hemorragia de sangre alienígena cesó, y ante sus propios ojos las heridas comenzaron a cerrarse. ¡El carnifex estaba regenerándose!

Los hombros de la enorme criatura subían y bajaban como si el tiránido jadease, y los ensordecedores gritos continuaron mientras el carnifex rascaba el suelo con sus demoledores cascos óseos. Un crepitante campo de energía bioeléctrica onduló alrededor de sus cortantes brazos y, mientras Rius la observaba, hipnotizado, la criatura sufrió una violenta convulsión y una bola de plasma color verde brillante emergió de sus fauces bordeadas de colmillos. Mientras el misil incandescente permanecía atrapado en el campo energético de sus zarpas, el carnifex pudo determinar en qué dirección lo lanzaría.

Rius se agachó cuando la abrasadora bola de plasma salió disparada hacia él. Sin embargo, chocó contra la espalda del exterminador y bañó su armadura con verdes llamas que la lamían. Al instante, la ceramita comenzó a crepitar y a disolverse. Aún a salvo dentro del traje, Rius alzó su bólter, apuntó con cuidado y disparó. Fueron tantos los proyectiles que rebotaron en el reforzado caparazón como aquellos que lo atravesaron, y los que sí hirieron a la criatura no parecieron afectar en nada la vitalidad sobrenatural del tiránido, cuyo decidido deseo de matar lo impulsaba a continuar hacia adelante. Un nuevo dolor recorrió el sistema nervioso del ultramarine cuando el bioplasma le llegó a la piel tras haber corroído la armadura. Rius se dio cuenta de que había una sola cosa que podía hacer, y se preparó para ello. Cuando el enloquecido monstruo corrió hacia él, se dispuso a recibir el impacto sin retroceder ni un ápice. La distancia que los separaba mermaba con rapidez.

En el instante en que el monstruo se estrelló de cabeza contra él, Rius lo aferró por la cintura. Pero no pudo contener el dolor y gritó cuando un dentado brazo curvo le hendió la armadura y se le clavó en un flanco. En ese momento, el ultramarine se encontraba cara a cara con el tiránido. Sorprendida ante la reacción de su enemigo, la criatura perdió el control y tropezó; el impulso que traía los hizo rodar a ambos hacia el precipicio que caía desde el borde de la meseta.

El enorme monstruo se encumbraba sobre Rius, que sufría náuseas a causa del hediondo aliento del carnifex, cuyo rostro se encontraba a pocos centímetros de la placa visora del casco. El marine podía sentir que la vida se le escapaba del cuerpo con la sangre que perdía. Era entonces o nunca.

Con los últimos restos de las fuerzas que perdía, alzó el arma y metió el cañón dentro de las fauces de la bestia; luego apretó el gatillo y vació el resto del cargador dentro de la boca del carnifex. Algunas balas salieron por la parte posterior de la cabeza malformada de la criatura; otras rebotaron dentro del endurecido cráneo y licuaron el diminuto cerebro.

Rius sabía que estaba a punto de morir, pero eso ya no importaba. Había reclamado su honor e identidad, y había saldado la deuda que tenía contraída con aquellas gentes que lo habían salvado de la ignominia. Gracias a esas personas, podía morir como debía hacerlo un ultramarine. Atrapado en la presa del carnifex, no pudo evitar que el enorme cuerpo de la bestia lo arrastrase consigo al caer por el borde del precipicio. Trabado en aquel ineludible abrazo de muerte, el hermano Rius y el tiránido cayeron al vacío. La batalla de Jaroth había concluido al fin.