Lanzas antiguas

LANZAS ANTIGUAS

ALEX HAMMOND

Un calor seco bañó el estéril desierto al salir el sol. Mientras la luz empujaba los bordes de las tinieblas, las sombras retrocedieron para dejar a la vista a los muchos centenares de muertos. La ciudad de Dakat no era más que escombros y cadáveres. Los trozos de acero y cemento yacían dispersos sobre la arena caliente. Sólo los insectos de la carroña se movían por aquella devastación para mordisquear la carne y precipitarse sobre los ojos muertos.

Al’Kahan contempló aquel mar de carnicería, y sus ojos ni siquiera parpadearon. La ciudad debía haber sido bombardeada por artillería pesada durante horas. Los refugios antibombardeo tenían brechas abiertas, y la red de colmenas situada debajo de la ciudad estaría inundada de sangre, que se empozaría en los lugares más bajos y su olor perduraría por siempre más.

La yegua se removió debajo. Tenía un corazón de hierro, pero el asesinato de inocentes le gustaba tan poco como a él. Al’Kahan se volvió para encararse con sus hombres. Veteranos, y pertenecientes todos a las tribus, eran los mejores hijos que su mundo podía ofrecer. Cada uno debía conocer a su corcel tan bien como a su acero. Era la filosofía de su pueblo. El caballo era su pariente, su compañero. Sin él, jamás podrían prevalecer.

El batallón le devolvió la mirada a Al’Kahan, con los ojos oscuros y los duros corazones conmovidos por la escena que tenían ante sí. Llevaban los distintivos de sus tribus sobre las capas, tallados en hueso y cosidos en las pieles de grandes bisontes. De sus barbas, pendían cuentas de honor que mantenían en su sitio las complejas trenzas. Al’Kahan habló, y su voz rompió el silencio del abandonado campo de batalla.

—Éste es nuestro primer y último día: último, porque ya no estaremos comprometidos con la espada del Imperio; primero, porque moriremos o venceremos. Morir es pasar a las llanuras de nuestros ancestros para unirnos a ellos en la gran cacería. Vencer es obtener un mundo para hacerlo nuestro.

Al’Kahan se puso de pie sobre el lomo de su caballo para ver a todos los hombres. Tras alzarse el parche del ojo, volvió a hablar.

—Hemos ganado cada batalla. Nos ha costado a todos, al hermano hombre y al hermano caballo. Somos los hijos de Attila. Nuestro destino aguarda ante nosotros.

Al’Kahan se dejó caer sobre la silla y tiró con fuerza de las riendas. Su yegua se alzó sobre las patas traseras y pateó el aire con las delanteras. Al cabo de un segundo, el silencio fue roto por última vez ese día, cuando doscientos cascos golpearon el suelo al unísono, haciendo que huyeran los escarabajos carroñeros y que volaran los proyectiles usados. Los Rough Riders de Attila, comandados por Al’Kahan, volvían a ponerse en movimiento.

Atravesaron las tierras accidentadas para rodear los campos de batalla. A medida que avanzaban, encontraban sólo muertos, pero las huellas de sus enemigos eran muy claras. Tanques pesados y muchos soldados de infantería: se trataba de un enemigo que no se preocupaba por los subterfugios, un ejército de hierro y fuego.

—¿Honorable Al’Kahan? —Un hombre gigantesco, Tulk, situó su caballo junto al de él; en su rostro, las cárdenas cicatrices indicaban muchas batallas.

—Habla, hermano.

—Los que comandan el XII de Prakash han establecido contacto. Los están rodeando. Se encuentran aislados en las llanuras de sal. Resistirán allí. —Tulk gruñó con desdén.

—Caerán si están rodeados.

—Si el espíritu del halcón nos acompaña, podríamos tener la suficiente velocidad para auxiliarlos —dijo el hombre a la vez que miraba hacia el cielo.

—En efecto, si luchamos con nuestros ancestros junto a nosotros, podríamos romper las líneas enemigas, podríamos crear un punto débil a través del que ellos pudiesen pasar. Usa el comunicador: hazles saber que los hijos de Attila les salvarán una vez más las espaldas sin pieles.

* * *

Tras coronar un terraplén, los jinetes se encontraron mirando el Gran Lago. Una columna oscura ondulaba como una serpiente por las llanuras de sal y se encaminaba de modo inexorable hacia un punto mucho más pequeño. Al’Kahan se detuvo por un instante, y sus hombres se le aproximaron por detrás mientras él miraba a través de unos binoculares las fuerzas que se encontraban enfrente.

—La artillería es la clave del enemigo. Como un puño todopoderoso, ha aplastado todos los asentamientos por los que hemos pasado. Tenemos que adelantarlos por un flanco y destruirla. Nuestros ancestros están hoy con nosotros; eso lo sé porque un viento ha viajado a nuestro lado a través de esta tierra desértica. Sentidlo en los talones cuando acometáis el corazón del enemigo. —Al’Kahan alzó la lanza y la colocó en ristre dentro del arnés de la silla—. Dejad las lanzas para su artillería. No os trabéis en combate con la fuerza principal. Cabalgad como el viento, hermanos míos.

Al’Kahan profirió un profundo grito inarticulado, y su voz se mantuvo firme hasta el final. Los jinetes lo imitaron, y sus voces se elevaron mucho en el espeso calor. Al’Kahan sintió que un estremecimiento, eléctrico como la emoción de una cacería, le recorría los huesos. La lanza tenía un tacto agradable en su mano, como si siempre hubiese estado allí. Fue el primero en proferir el grito de guerra y espolear su corcel hacia la batalla. El golpeteo de los cascos resonaba a través de una gran extensión de terreno. Tulk gritó su posición a través de la unidad de comunicación que llevaba a la espalda. Un destello procedente del XII de Prakash se alzó en el aire. Era una señal de respuesta; estaban preparados.

El corazón de Al’Kahan latía como si llevara el paso de los caballos lanzados al galope. Cuanto más cerca estaban del enemigo, con más fuerza aferraba las riendas. La capa giraba y se retorcía en al aire alrededor de él, y los ojos le lloraban a causa del escozor provocado por la sal que se levantaba de los llanos, y por el viento.

Una granada cayó cerca de ellos, y un jinete y su caballo describieron espirales por el aire; la yegua relinchó hasta chocar contra el suelo, y murió a causa del impacto. El jinete cayó bajo un centenar de cascos. Los hombres, avezados a las artes de la batalla, se abrieron en amplia formación. En medio de ellos fue a parar otra granada, cuya metralla atravesó carne y pieles de animales, pero la artillería no podía competir con la velocidad de los jinetes.

Se aproximaban a su más grande amenaza. Ante ellos, los inmundos marines del Caos, con sus antiguas armaduras disformes y corrompidas, corrían como cucarachas gigantescas para situarse detrás de sus máquinas. Allí se refugiaron, parloteando, gritando y chillando en un idioma que le taladraba el cráneo a Al’Kahan, como si intentara devorarlo. En torno a ellos, las hordas de adoradores del Caos bramaban himnos dementes dedicados a sus disformes señores.

El corazón de guerrero de Al’Kahan se estremeció al mirarlos. Aferró con más fuerza las tachonadas riendas y dejó que las puntas de hierro se hicieran sentir en su mano. El dolor contribuyó a distraerlo de las abominaciones que lo aguardaban. Unas motocicletas de reacción hendieron el aire, volando hacia ellos; procedían de la columna enemiga. Sobre los jinetes cayeron luego láser y minimisiles. Los hombres eran derribados de sus caballos, y las bestias continuaban cargando sin jinete. Al’Kahan saltó por encima del cadáver de un caballo que tenía el cráneo abierto, y cuyo jinete había quedado atrapado debajo de él.

Los primeros jinetes habían llegado a la línea enemiga. Lucharon bien, y sus monturas se abrieron paso a través de los adoradores del Caos. Algunos fueron derribados, y los chorros de su sangre hendieron el aire como escapes de vapor.

Tulk comandaba la segunda oleada. Sus hombres guardaron las lanzas para usar los rifles láser. Cada disparo daba en el blanco, pero pocos penetraban. Como respuesta, ardientes granadas metálicas fueron lanzadas en medio de su unidad. Los caballos caían y chocaban unos contra otros camino del suelo. Unos pocos jinetes lograron saltar de las sillas; sin embargo, la mayoría de ellos recibieron impactos o fueron aplastados por sus monturas. Los cuerpos caían como cubos de juguete derribados por un niño. Su impulso había cesado, y los hombres tuvieron que ponerse a cubierto detrás de los muertos o agonizantes. A las hordas del Caos sólo les interesaba el derramamiento de sangre, así que disparaban contra muertos y vivos por igual.

Al’Kahan describió un giro y condujo su unidad al galope hacia los camaradas caídos. Permanecer quieto en la batalla equivalía a ofrecerle la victoria al enemigo. Saltando por encima de los muertos apilados, Al’Kahan cabalgó a lo largo de la línea del Caos. Blandía la lanza como si fuese un báculo, impidiendo que la punta explosiva entrase en contacto. Los jinetes caídos comprendieron el mensaje y cargaron contra el enemigo. Los de Attila acometieron a los acorazados marines del Caos; las pieles que los cubrían estaban empapadas en sangre. Muchos salieron volando por el aire debido a la tremenda fuerza de las armaduras de energía enemigas, pero unos pocos golpes dieron en el blanco.

—¡Estamos flaqueando! —gritó Al’Kahan al mismo tiempo que describía un círculo en torno a la refriega y reunía a los jinetes que aún permanecían montados. El suelo se estremeció, y por un momento tanto los adoradores del Caos como los Rough Riders estuvieron a punto de detenerse. Tanques erizados de armas y equipados con espantosas guadañas y arados, comenzaron a avanzar hacia la Guardia Imperial.

—¡Retiraos! ¡Moveos, maldición! —gritó Al’Kahan, a la vez que se inclinaba desde la silla para atrapar una mano que tendía hacia él un jinete caído.

—Gracias, hermano.

Tulk, el teniente de Al’Kahan, le sonrió con los afilados dientes manchados de su propia sangre, que manaba desde un tajo abierto en su rostro tatuado, un nuevo recuerdo de esa batalla al que sin duda Tulk le tendría aprecio.

—¡No son tan duros una vez que consigues abrirlos! —dijo, y sonrió.

Los tanques enemigos ya estaban casi encima de ellos. Los hombres aún intentaban salir de la refriega sobre los caballos sin jinete y la espalda de sus colegas.

—Necesitamos tiempo —dijo Al’Kahan, tras imprecar. Espoleó con fuerza su montura y saltó por encima de los muertos que se iban amontonando para cargar directamente contra el primero de los tanques. Con los flancos chorreando sudor y sangre, la yegua de Al’Kahan luchaba por continuar adelante, pero el paso irregular del corcel le advirtió a Al’Kahan que las fuerzas estaban fallándole.

—Sólo una carga más, hija de Attila —le gritó Al’Kahan.

Tulk iba de pie sobre el lomo de la yegua, y se apoyaba en Al’Kahan con los brazos para conservar el equilibrio. Al’Kahan pasó junto al tanque cuyas crueles cuchillas giraban a apenas un brazo de distancia. Tulk esperó un momento, y luego el gigantesco hombre se lanzó sobre el demoledor vehículo. Al’Kahan espoleó la montura, y partieron a toda velocidad; la sal volaba por el aire mientras galopaban en torno a la parte posterior de la máquina. Tulk gateó hasta colocarse encima del tanque y se lanzó hacia atrás cuando una escotilla se abrió bruscamente. Al’Kahan cogió un disco arrojadizo de su cinturón, y lo lanzó con descuido, sin preocuparse de si mataría al marine del Caos o le proporcionaría a Tulk una muerte indolora. El disco rebotó en el blindaje del tanque y se clavó en el rostro del adorador del Caos. El hombre volvió a caer en el interior del tanque, a la vez que su arma se disparaba. Entre alaridos, el tanque describió un giro descontrolado y se desplazó con brusquedad a la derecha. Tulk sacó una granada del zurrón y le quitó el seguro. La arrojó a las profundidades de la máquina y miró a su alrededor con loco frenesí en los ojos.

Al’Kahan espoleó la montura, y Tulk se lanzó al suelo un poco más adelante de donde estaba su camarada. Una explosión abrió una brecha en el tanque y lanzó a Tulk contra el flanco del corcel de Al’Kahan, lo que hizo que los tres cayesen al suelo. Continuaban avanzando otros dos tanques. Aturdido, Al’Kahan se volvió para intentar avistar a sus hombres; en ese momento, un dolor sordo en la base de la columna vertebral atrajo su atención hacia las piernas, atrapadas debajo del caballo.

—¿Tulk?

El hombre no se movió. Los tanques continuaban avanzando, atronadores, hacia el comandante de Attila. Al’Kahan intentó con desesperación apoderarse del zurrón de Tulk, pero estaba fuera de su alcance. Cogió su lanza y, con ella, comenzó a desplazar con suavidad el zurrón mientras rezaba para que la punta de la misma no explotara e hiciese detonar las granadas. La superficie de sal se desprendía en grandes placas a medida que el zurrón se arrastraba con lentitud hacia él. El ruido de los tanques le estremecía todo el cuerpo. Lentamente, Al’Kahan atrajo el zurrón hacia sí lo bastante como para abrirlo.

La sombra del tanque se proyectó sobre él. Las guadañas y las hojas de arado hicieron pedazos el cadáver de Tulk y cosecharon su carne. Al’Kahan metió la mano en lo más profundo del zurrón y quitó un seguro. En el mismo momento, apoyó la lanza con fuerza contra la insignia grabada en el peto de la armadura.

Al’Kahan lanzó el zurrón debajo del tanque que iba en cabeza y dejó que el arado del vehículo pillara la punta de su lanza. Las llamas y el azufre lo envolvieron por un instante, cuando detonó la punta de la lanza; al ser arrojado hacia atrás, se alejó de los tanques que estallaban.

Al’Kahan salió disparado, dando volteretas por los llanos de sal, incapaz de enlentecer el impulso que llevaba, y se preparó para sentir el demoledor y doloroso pisotón de los cascos de los caballos; pero, en cambio, se halló envuelto en algo suave. El olor del hogar: bisonte frito y pan de maíz. ¿Acaso estaba en el más allá?

Al abrir los ojos se encontró con que lo envolvía una gruesa capa de pieles, que, como una red, lo había recogido del suelo. Dos jinetes jóvenes la sujetaban, extendida, entre sus caballos.

—Ya te tenemos, honorable comandante —dijo uno de los jóvenes.

—¡Un corcel! Necesito una yegua veloz. Tenemos que destruir su artillería —resolló Al’Kahan.

—Gran comandante…

—Ya sé que estoy herido. Tengo el pecho perforado, y mi sangre cae a la tierra. Si no luchamos perderemos esta batalla, y mi nombre quedará deshonrado. Es mejor morir que vivir con deshonor.

Llegaron diez jinetes más para reagruparse; algunos traían hombres adicionales.

—¡Reunid las lanzas y conseguidme un caballo! —gritó Al’Kahan.

Un attilano desmontó mientras los otros describían círculos y se inclinaban desde las sillas para recoger las lanzas de los jinetes muertos. Éstas yacían dispersas como si se tratara de leña fina por el campo de batalla y desafiaban a los incautos a pisar sus puntas explosivas.

Al’Kahan trepó a una cabalgadura. La palpitante herida de su pecho era como un respiradero del que goteasen sangre y dolor.

—Hijo de Attila —le dijo Al’Kahan al jinete que había desmontado—. Sube detrás de mí. Coge las borlas de tu clan y sujétalas con fuerza contra mi herida.

El jinete aferró a Al’Kahan con fuerza, y la presión contuvo la hemorragia.

—Tienes mi vieja vida en tus manos. —Al’Kahan tosió, y sintió una gran debilidad a causa de la sangre perdida.

No se profirió ni un solo grito. En aquel momento, los actos hablaban con más fuerza que cualquier toque de cuerno. Al’Kahan espoleó a su nuevo corcel, mientras el joven guerrero que iba a su espalda apretaba la herida y sujetaba varias lanzas. Los restantes jinetes los siguieron de inmediato y sus cabalgaduras dieron alcance a la del viejo comandante. La formación se abrió con una sincronía tácita, situándose uno al lado del otro. Una hilera de jinetes, treinta en total, batieron la tierra al lanzarse con todas sus fuerzas contra el enemigo.

—¡Lanzas preparadas! —ordenó Al’Kahan.

La artillería estaba cada vez más cerca. Era más grande de lo que él había esperado. Los gigantescos cañones apuntaban al cielo como si quisieran disparar contra el vientre de las nubes. Morteros con bocas tan oscuras como el espacio disforme sonreían como demonios. Plataformas con orugas removían el suelo y excavaban profundas zanjas. Aquellas máquinas estaban ansiosas por escupir sus mortales proyectiles sobre los buenos hombres del Emperador.

Mientras cabalgaban, los attilanos se pasaban las lanzas de una a otra mano con la gracilidad de una araña. Iban equipados con el doble de armas que normalmente. Cuando los marines del Caos y sus fuerzas de adoradores vieron a los Rough Riders, corrieron agachados por el suelo y se lanzaron detrás de los raros elementos de cobertura que sobresalían de la tierra a modo de cráteres.

—¡Esperad! —gritó Al’Kahan, mientras el aire escapaba tanto por su boca como por la herida. La cabeza le daba vueltas a causa de la falta de oxígeno.

Una barrera de láser y plomo azotó a los jinetes, mientras las explosiones de mortero y granadas desgarraban el suelo.

—¡Ahora! —gritó Al’Kahan.

Al oír su orden, todos los hombres se deslizaron sin esfuerzo hacia el lado derecho de los caballos y apretaron los cuerpos contra el flanco de los corceles. Algunos caballos resultaron heridos, otros cayeron, pero fueron más los que continuaron hacia adelante.

—¡Por Attila! —gritó un guerrero cuando la caballería saltó con ímpetu, muy en lo alto, por encima de las líneas enemigas.

Los jinetes hicieron caso omiso de sus atacantes y redoblaron la velocidad. El pataleo de los cascos resonaba en las profundidades de la tierra. El sudor y la sangre salían volando de hombres y caballos, y dejaban finas estelas rojas en el calor rielante. Los jinetes bajaron las lanzas mientras los artilleros, que aún se esforzaban por cargar sus cañones, corrían en busca de las armas de mano. Los attilanos profirieron un solo grito de guerra, y las voces de los veinte sonaron como si hubiesen sido cien.

Las lanzas de punta explosiva dieron en el blanco. Gruesas planchas de hierro fueron arrancadas de las máquinas, de cuyos cascos destripados quedaron colgando cables. Una explosión tras otra, como una cadena de fuegos artificiales, hizo erupción en el campo de batalla. Andanadas de munición, como una lluvia del cielo, llenaron el aire. Al’Kahan lanzaba granada tras granada hacia las pilas de munición. La retaguardia del ejército del Caos quedó envuelta en purificadoras llamas. Aún caían llantas de orugas incendiadas y fragmentos de metal cuando los attilanos echaron a correr para acabar con los fugitivos.

* * *

Al’Kahan se pasó las manos por el pecho. La herida había cicatrizado bien. La cicatriz era impresionante, la más grande de su torso desgastado por las batallas. Los suaves sonidos del crucero de batalla llenaban el aire. Las ventanas de plastiacero transparente, como las cuencas vacías de los ojos de un muerto, miraban hacia las estrellas. Al’Kahan tenía los ojos fijos en una nebulosa de color azul eléctrico que crepitaba con luz y llama. El arrullante zumbar de los motores de la nave y la gloriosa escena que tenía ante sí hicieron que Al’Kahan casi desease permanecer en el espacio profundo; casi.

Bajó los ojos hacia la gran águila imperial que pendía sobre su pecho, sujeta por una cadena de oro. Podía sentir su peso a través de las capas de pieles y el basto tejido de cáñamo que lo cubrían. En su capa, había aún más trofeos y medallas; el metal brillaba como extrañas garrapatas entre el pelaje. Al’Kahan estudió su reflejo en la ventana: ancho sombrero de hombre de las llanuras, guarnición de pieles, un solo ojo de guerrero temerario, largo cabello trenzado. Apenas podía distinguir sus rizos oscuros de la melena de leopardo de las nieves que llevaba alrededor del cuello de la capa. Ambos estaban desgastados por la edad y ampliamente manchados de sangre.

—Comandante —llamó una voz, detrás de él.

Al’Kahan se volvió con lentitud. Era un comisario: abrigo de cuero oscuro, negra gorra de visera pulcra y adornada por calaveras de plata, ojos como pedernal.

—Comandante, confío en que se haya curado bien.

—En efecto, comisario Streck.

—El Sello Imperial le sienta bien. —El comisario se volvió hacia la ventana.

—Es agradable tenerlo alrededor del cuello.

—Como debe ser. Ha servido bien al Emperador. —El comisario hizo girar una manivela que cubrió la ventana con un escudo e inundó la habitación con brillante luz de neón.

—Cien batallas.

—Ha llegado el momento de que ocupe su puesto como señor de su propia provincia de Dagnar II.

—Aguardo con impaciencia un honor semejante.

—¿De verdad?

—No podría estar más seguro.

—Interesante. Pensaba que su pueblo añoraba el mundo natal más que cualquier otro. Los guerreros árticos de Valhalla anhelan el sol; las tropas de choque de Aldcria odian su mundo de muerte; los centinelas de fuego de Gorchak sienten sed. Pero los de Attila nunca se cansan de cazar bisontes, guerrear contra los otros clanes…, o al menos es lo que ha sostenido siempre el Adeptus Ministorum.

—Estoy seguro de que tienen sus razones.

—Sin lugar a dudas. —El comisario Streck se volvió y caminó hacia la salida de la habitación; pero luego se detuvo—. Sin embargo…, se le ofrecerá una alternativa extraordinaria. Dentro de tres días atracaremos en su mundo natal. Es una oportunidad única. Necesitamos recoger nuevos corceles y otros suministros para la fundación de su provincia, y después nos dirigiremos a Dagnar II, desde donde iremos a Olstar Prime. Si deseara quedarse, no supondría ninguna deshonra. Podría regresar a sus territorios de caza.

—¿Porqué?

—Permítame decir simplemente que hace tiempo que sostengo que, con el tiempo, un guerrero del Emperador llega a conocer sólo la batalla. Deseo demostrarlo en un informe para el Ministorum; un… caso de estudio, si quiere.

—Ya veo. —Al’Kahan bajó los ojos hacia el Sello Imperial que pendía sobre su pecho.

—La nave sólo permanecerá atracada durante una semana —informó Streck—. Tiene la bendición de su Emperador.

* * *

—Una semana, comandante —gritó el comisario Streck desde el otro lado de una de las muchas bodegas de carga de la nave espacial.

Al’Kahan no se volvió para acusar recibo y, en cambio, avanzó por aquel aire cargado de combustible hacia las enormes puertas de la bodega. Anhelaba sentir la blanda tierra de su mundo natal bajo los pies, no acero sin vida.

Las pieles de Al’Kahan formaban un bulto sobre la espalda que era muy pesado. Se trataba de regalos y trofeos concedidos por el Emperador, y constituían objetos extraños para el suelo de Attila. Un serpenteante sendero de conductos y raíles abarrotaba el piso y enlentecía su avance. La nave del Emperador, llena de sus repulsivos vapores y rechinantes sonidos, intentaba, en ese mismo momento, mantenerlo alejado de su tierra natal, la tierra a la que su alma estaría unida para siempre.

Al’Kahan llegó a las enormes puertas exteriores de la bodega. Dos miembros del XII de Prakash —apenas muchachos— se encontraban en posición de firmes junto a una puerta más pequeña, del tamaño de un hombre. Uno avanzó para situarse ante él, y Al’Kahan sacó sus papeles del interior del abrigo y los empujó con fuerza contra la frente del joven guardia, que retrocedió con paso tambaleante. Con un firme barrido de una pierna, Al’Kahan lo derribó, para luego girar sobre sí, con el fin de que el pesado fardo de pieles golpeara al otro en el cuello. El segundo cayó al suelo apenas unos segundos después que su compañero, y los papeles cargados de sellos revolotearon por al aire hasta quedar esparcidos por el piso, entre ambos. Cuando Al’Kahan atravesó la puerta, lo recibió el viento del hogar. Contuvo el aliento y avanzó hacia el sendero empinado, para luego saltar a los pastos, altos hasta la rodilla, de las abiertas llanuras de Attila.

La enorme nave espacial que se encumbraba sobre las praderas taparía el sol en una gran zona cuando éste saliera, y su sombra giraría por el campo como un gigantesco reloj solar. Las altas pasturas ondulaban y formaban crestas en la cálida brisa vespertina; se movían alrededor de Al’Kahan y le acariciaban los muslos al caminar. La nave había descendido junto a un pequeño puesto imperial avanzado, que se agrupaba en un amplio claro de tierra árida. Era más una colección de dispersos edificios administrativos que una base organizada, y las construcciones parecían achatadas pilas de estiércol.

Como zumbantes moscas, los attilanos se encontraban reunidos en grupos alrededor de los edificios. Al acercarse, Al’Kahan vio que eran más de los que había creído en un principio. Muchos yacían apiñados en medio de charcos de biliosos vómitos de borracho y porquería. Otros temblaban en torno a pequeñas hogueras. Al acercarse más, Al’Kahan observó que no cocinaban gallinas del desierto ni costillares de bisonte, sino otra cosa, algo más apropiado para roedores.

Perros mestizos y mendigos se apartaron apresuradamente del camino de Al’Kahan cuando éste pasó por el lugar. Cuanto más se adentraba en el tremedal de tierra calcinada y refugios erigidos con prisa, más le preocupaba a Al’Kahan no escapar nunca de allí. Era como si entrase en el corazón de los llanos oscuros, el horrendo lugar al que iban a parar los muertos deshonrados. Allí también habían aterrizado naves espaciales más pequeñas, que no llevaban la gloriosa águila del Imperio. ¿Comerciantes ilegales? ¿Mercenarios? ¿Piratas? Al’Kahan no estaba seguro. Lo único que podía asegurar era que aquellos hombres se ganaban la vida aprovechándose de su pueblo. En el lateral de una de aquellas naves, había un prestamista que estaba trabajando. Mendigos y heridos hacían cola en el exterior de la nave. Un hombre moreno y de constitución robusta entregaba comida en cuencos de latón abollados.

—Hermana, ¿qué estás haciendo? —Al’Kahan se inclinó para hablarle a una mujer de la cola.

—Tengo hambre, hermano.

—¿Dónde está tu clan, tu esposo?

—Él se marchó para luchar por el Emperador del Cielo. Yo he venido aquí en busca de paz.

—Yo no veo ninguna paz.

—¿Puedo ayudarte? —Un comerciante vestido con largo ropón de cota de malla avanzó para encararse con Al’Kahan.

—Habéis convertido a mi gente en mendigos —dijo Al’Kahan con desprecio.

—Les ofrecemos comida a cambio de que realicen pequeñas tareas en la nave que tenemos en órbita —respondió el comerciante al mismo tiempo que se apartaba el abrigo a un lado—. Ponte en la cola o márchate. —Dejó a la vista la culata de una pistola láser que llevaba bajo sus atuendos.

—Yo sé lo que es esto —les dijo Al’Kahan a los miembros de las tribus allí reunidos—. Es una artimaña. ¡Estos hombres son esclavistas, os llevarán a su nave para encerrar a los más fuertes de vosotros y asesinar a los otros!

—¿Qué? ¡Eso no es verdad! —El comerciante se volvió para encararse con la multitud a la vez que tendía las manos ante sí en un gesto carente de significado.

Al’Kahan aferró al comerciante por la parte trasera del cuello y lo lanzó hacia adelante contra el suelo. Tras apartar el abrigo del hombre, dejó a la vista unas esposas que llevaba al cinturón.

—¡Mirad! —le gritó a la multitud—. ¿Qué comerciante tiene necesidad de esto?

Al’Kahan empujó el rostro del hombre contra el suelo mientras otros se acercaban, y le quitó la pistola láser que llevaba debajo del abrigo.

—¡Retiraos! —gruñó Al’Kahan, que tenía el arma apoyada contra la nuca del esclavista caído—. ¡Regresad a vuestras tribus! —les gritó a los mendigos—. ¡Ésta no es forma de vivir para los attilanos!

Al’Kahan escupió al suelo y se internó a grandes zancadas en la noche. Los inexpresivos rostros observaron cómo se alejaba, en silencio. Nadie se movió, nadie se marchó.

* * *

Los ojos de los ancestros comenzaban a aparecer en la bóveda celeste. Él aún recordaba cada forma, cada constelación, desde aquel día de hacía muchos años en que, con las estúpidas nociones juveniles de gloria de guerra, partió hacia aquellas estrellas para luchar por el Dios-Emperador. Sus ancestros lo guiarían, guiarían sus ojos hasta los territorios de caza de su pueblo. Al’Kahan imaginaba lo que estarían haciendo: tal vez, celebrando un banquete después de una gran cacería, reunidos en torno a las hogueras. Él se desplazaría entre las luces de los fuegos para encontrarse con viejos amigos y guerreros nuevos, jóvenes deseosos de ganar sus primeras cicatrices en el campo de batalla. ¡Sería tan agradable estar de vuelta!

Las noches habían pasado con lentitud. Al’Kahan dormía junto a la vieja yegua que le había comprado a un comerciante del puesto avanzado. El animal tenía tantas cicatrices y arrugas como el propio Al’Kahan, y su respiración somera cuando dormía era un constante recordatorio para él de su propia mortalidad. Descubrió que, de alguna forma, había perdido la destreza para encender fuego, y tuvo que usar bengalas de la Guardia Imperial para calentarse.

En las llanuras había pocos signos de la presencia de su clan: las huellas dejadas por los rebaños eran antiguas, y tampoco se veían huellas recientes de caballos. En la tercera noche, sin embargo, se encontró con un viejo campamento; las tiendas estaban quemadas hasta el suelo y los estandartes enterrados en el polvo. No había cadáveres. Entre los calcinados restos, Al’Kahan encontró un rifle láser con la carga agotada. No tenía ninguna marca. ¿Acaso su pueblo había comenzado a usar armas del Imperio?

En la cuarta noche, Al’Kahan avanzó por los enormes salientes del cañón Kapak. Formaba un amplio abismo, como si el dedo de un dios hubiese arrancado la tierra para mostrar su composición interior. En el valle había canales como arterias, rocas y afloramientos como cánceres, y antiguas cuevas que parecían cuencas de ojos vacías. Si su clan hubiese sido atacado, aquél sería el lugar al que habrían acudido a refugiarse. Así lo habían hecho durante centenares de años, ya que sólo el Clan Sombra de Halcón tenía conocimiento de sus túneles y salientes y podía ocultarse allí durante días. En un valle escondido al que se accedía a través del disimulado arco de un afloramiento rocoso, vio, al fin, las conocidas tiendas de su clan. Eran más pequeñas de lo que recordaba, y estaban más deslucidas. Unos pocos perros mestizos peleaban por un hueso a la luz de la luna. No vio guardia alguno.

Al’Kahan apretó los dientes y desmontó. Echó a andar con los brazos ceñidos en torno al paquete de pieles que había llevado consigo al salir de la nave. Al verlo acercarse, un perro huyó noche adentro, ladrando. Un joven attilano, que tenía las cicatrices faciales aún frescas, salió de entre las sombras con el sable desenvainado.

—Retrocede —murmuró Al’Kahan.

—Estás en el territorio del Clan Sombra de Halcón. —El muchacho avanzó un paso más y se puso en guardia con el sable—. Serás tú quien retroceda.

—Yo soy Al’Kahan. Pertenezco a la Sombra de Halcón.

—Entre los de nuestro clan no hay nadie con ese nombre.

—Eres demasiado joven para conocerme. —Al’Kahan dio un paso con la intención de pasar junto al muchacho.

—Deja caer eso que llevas o mi espada beberá tu sangre —le gruñó el joven.

—No. Soy Al’Kahan.

El muchacho le lanzó una estocada. El viejo guerrero se apartó a un lado, aferró el brazo del joven y, con movimientos vivos, alzó la mano. El muchacho profirió un potente grito, dejó caer el sable y se cogió la articulación del hombro.

—Volverá a encajarse —le aseguró Al’Kahan, con desdén.

Tras recoger la espada caída, Al’Kahan avanzó hasta la tienda más cercana. La gente de la tribu había salido corriendo al oír el grito del muchacho. El guerrero cortó de un tajo la cortina tendida ante la entrada de la tienda.

—¡Alyshfa! —llamó a su esposa.

Un vapuleado hombre de la tribu se puso de pie tras apartar las pieles que lo cubrían. Su rostro y su cuerpo macilentos estaban cubiertos de cicatrices.

Al’Kahan rajó otra tienda. Ella tampoco estaba allí. Dentro había una mujer rodeada por muchos niños; tenía el rostro consumido y los ojos rojos de llorar. Los niños estaban flacos y comenzaron a llorar y chillar.

Al’Kahan entró en otras tiendas. Con cada tajo de sable, se le reveló la tragedia de su tribu. Había intrusas durmiendo con los hombres de su tribu; cadáveres hediondos, de varios días, que se usaban para comer; caballos lisiados.

—¡Alyshfa! —llamó Al’Kahan al mismo tiempo que abría de un tajo otra de aquellas pobres tiendas. Un hombre que estaba metido debajo de una montaña de pieles, se sentó de golpe con expresión aterrorizada en los ojos. A su lado vio la silueta de una mujer que le resultó familiar.

—¡Alyshfa! ¡Tu esposo ha regresado! —bramó Al’Kahan cuando el hombre se ponía en pie de un salto y cogía una larga lanza de caza que se apoyaba casi cerca del techo.

Al’Kahan descargó el sable sobre la mano tendida del hombre, y ésta cayó al suelo. El hombre profirió un alarido, y Al’Kahan lo aferró por las trenzas y lo arrojó, desnudo como estaba, por la puerta.

—¡Al’Kahan! —le gritó una mujer de ojos sombríos y cabellos entrecanos. Su piel era como un mapa de su vida, mapa que él apenas podía interpretar. La reconoció a medias cuando ella le cogió una mano.

Al’Kahan se volvió velozmente para encararse con los hombres de la tribu que entraban por la puerta, y empujó a Alyshfa de vuelta a la cama. Uno de los hombres que avanzaba le lanzó un fuerte golpe a la cabeza, pero Al’Kahan se agachó para esquivarlo y tiró de la alfombra de piel; el hombre cayó y se estrelló contra un gran recipiente de agua. El suelo se inundó, y otro hombre corrió hacia Al’Kahan, que le salió al paso y le golpeó la cara con el puño del sable.

—¡Vamos, cachorros! —gritó Al’Kahan hacia el exterior de la tienda—. ¡A ver a cuántos tendré que derribar antes de que me presentéis vuestros respetos!

De pronto, sintió un agudo dolor en la nuca y, al volverse con paso tambaleante y caer, vio a Alyshfa sobre él con una pesada cacerola de hierro en la mano, cuya dura base estaba manchada por su sangre.

Al’Kahan abrió los ojos. En lo alto vio mantas colgadas de las vigas que daban soporte a la tienda de cuero. Le latía la cabeza. Se encontraba tendido en el suelo sobre pieles mojadas, y Alyshfa estaba sentada junto a él y le apoyaba un sable contra el cuello: el sable que él le había regalado el día en que se marchó.

Ella había envejecido más que su esposo. Sus ojos parecían haber visto el horror del espacio disforme, y sus cabellos estaban canosos y llenos de nudos. Aún tenía un porte noble, pero daba la impresión de que luchaba para mantenerlo con el fin de salvar las apariencias ante él.

—Me has golpeado. —Al’Kahan se llevó una mano a la coronilla.

—Estabas destruyendo mi tienda.

—Eres mi esposa —masculló Al’Kahan. Podía saborear la sangre de su labio partido.

—¡Lo fui! Fui tu esposa. —Alyshfa depositó el sable a su lado—. Cuando el esposo de una mujer se marcha en una nave del cielo, ella se convierte en viuda. Puede escoger un esposo nuevo después del período de duelo.

—Ya no eres viuda. He regresado.

—Lloré tu desaparición. Como un estúpido, partiste hacia las estrellas. Luchaste por el Emperador del Cielo. Te marchaste. ¿Qué más hay que decir?

—He regresado junto a mi pueblo. Veo que me necesitáis. —Al’Kahan se sentó con lentitud, y se dio cuenta de que estaba discutiendo con ella como si se hubiesen separado apenas el día anterior. Alyshfa conservaba el temperamento, al igual que él conservaba el suyo. Algunas cosas no habían cambiado en Attila.

—Estamos bien sin ti, Al’Kahan. Tu lugar ya no está entre nosotros.

—Todas las tradiciones han sido olvidadas. Fui atacado por un muchacho demasiado estúpido para conocer las reglas de la hospitalidad. ¿Quién es el jefe, ahora?

—Po’Thar ha muerto. Como te he dicho, ha pasado una vida desde que partiste. Nuestra tribu ya no es gloriosa. Nos morimos de hambre, y nuestros hombres no son más que muchachos. Las tradiciones son lo último que nos preocupa.

—Eso me entristece. —Al’Kahan se puso en pie, aturdido—. Es una lástima. Nuestras tradiciones son lo que nos convierte en attilanos.

—Hay nuevas tradiciones. Las cosas están cambiando. —Alyshfa le dio a Al’Kahan un trapo mojado, y él se lo aplicó sobre la cabeza.

—Ya han cambiado demasiado. ¿Dónde se encuentran todos los hombres?

—Cabalgaron contra el Señor de la Guerra Talthar. Nuestro rebaño fue robado e intentaron recuperarlo.

Al’Kahan se puso a caminar en torno al perímetro de la tienda con el fin de aclarar su confusa mente. Se asomó por la solapa que cubría la puerta. En el exterior, había reunida una multitud que retrocedió al ver a Al’Kahan. Había entre ellos muy pocos guerreros capaces, diez a lo sumo.

—¿Nuestros guerreros fueron derrotados? —le preguntó a Alyshfa al regresar al interior.

—Los supervivientes hablaron de una fortaleza, de armas compradas a los comerciantes del cielo. Cabalgaron contra ella e intentaron atacarla, pero no lograron escalar las murallas ni vencer contra sus fusiles.

—¿Dónde está tu… esposo?

—Con la mujer sabia. Ella está curándole la herida.

—Puedo pagarle una mano nueva.

—Es orgulloso. Ni aceptará tu dinero ni permitirá que una máquina reemplace su carne.

Al’Kahan contempló a la mujer a quien sólo había conocido cuando era muchacha. Llevaba la aflicción de su tribu como un velo, pero debajo él aún podía ver un atisbo de orgullo.

Salió de la tienda y la multitud del exterior retrocedió con paso tambaleante al mismo tiempo que algunos hombres llevaban las manos a los sables. Al’Kahan alzó las manos, y ellos se quedaron mirando atentamente a aquel hombre que había llegado como un demente frenético.

—Venid al alba —dijo Al’Kahan—. Venid al alba y haremos planes para renovar nuestra tribu.

* * *

—Bienvenidas, las en otro tiempo orgullosas tribus del valle Kapak. —Al’Kahan estaba de pie sobre el lomo de su caballo y miraba a la chusma de hombres heridos, muchachos y mujeres que habían vuelto la espalda a las tradiciones—. Soy Al’Kahan. He servido al Emperador del Cielo y he regresado para reunirme con mi pueblo. Aquí no he hallado más que tristeza y lágrimas. El Señor de la Guerra rechaza las costumbres de nuestro pueblo al saquear y robar los bisontes, y al clavar piedra y roca en la tierra para hacer su fortaleza. Estas llanuras nos pertenecen a todos. Nuestros ancestros las dividieron de manera igualitaria para que todos pudiéramos ser libres de cabalgar por las tierras y alimentarnos de lo que nos ofrecen. Talthar es enemigo de todos nosotros, enemigo de nuestras tradiciones, de nuestros ancestros.

Los pocos guerreros presentes se removieron sobre las sillas de sus monturas. Muchos escupieron, y sus dientes afilados destellaron en la dura luz.

—He vuelto a casa en busca de las tradiciones que durante mucho tiempo guardé en el lugar de máximo honor dentro de mi corazón. Los attilanos luchan en otros mundos, unidos por el amor que sienten hacia su tierra natal, hacia su hermano caballo y hacia la libertad a la que aspiramos. Yo digo que ese Señor de la Guerra, Talthar, es poco más que un bandido. Digo que cabalguemos contra él. Digo que lo ensartemos en las puertas de su maldita fortaleza y dejemos que los carroñeros se alimenten de sus entrañas. Mediante la batalla conoceremos la verdad. En la batalla hallaremos la victoria. ¡Mediante la batalla salvaremos el alma de Attila y les devolveremos la gloria a nuestras tribus!

Los rostros miraron hacia otro lado y las cabezas bajaron. El suelo fue removido por desanimados cascos que se arrastraban por la tierra.

—¡No apartéis la mirada! Debéis confiar en los caminos de los ancestros. Venceremos a ese hombre. No es ningún demonio. Su fortaleza no es más que tierra, y nuestros corceles desgarran la tierra cuando cabalgan.

—No servirá de nada, Al’Kahan. —El esposo de Alyshfa, Ke’Than, se volvió en la silla para mirarlo. Las oscuras trenzas y el rostro sin cicatrices denunciaban su juventud. Tenía ojos penetrantes y duros como perlas negras. Ke’Than señaló con el muñón a la multitud que se marchaba—. Su ánimo está quebrantado.

—Ya no tienen corazón de verdaderos attilanos.

—Las cosas han cambiado.

—Han cambiado para peor, Ke’Than.

—Tal vez, pero nada perdura siempre.

Al’Kahan saltó al suelo, se agachó y recogió un puñado de rica tierra negra.

—He viajado por muchos mundos, y hay una cosa que nunca cambia: siempre hay guerra. —Al’Kahan se irguió a la vez que arrojaba la tierra a un lado—. Si lo que Attila quiere es un cambio, un cambio es lo que tendrá. Ve a hablar con ellos. Diles que sé cómo abrir esa fortaleza.

* * *

Habían acudido en número más reducido que la vez anterior. Al’Kahan observó los rostros reunidos, ceñudos y nada impresionados. Miró hacia el saliente bajo que estaba sobre él, donde se encontraba Ke’Than sentado, esperando sus instrucciones. Luego se volvió hacia la multitud.

—Ni siquiera la piedra es impenetrable.

Blandió el sable en el aire, y Ke’Than espoleó su corcel. La bestia echó a correr por el saliente, atronando con los cascos y haciendo volar la tierra en torno a ellos. Ke’Than aferró con fuerza las riendas y bajó la lanza de caza que sujetaba debajo del brazo herido, apuntándola hacia una gran roca que tenía ante sí. El guerrero se preparó para la gran explosión. La roca se partió en dos, y esquirlas de piedra volaron como hojas de árbol para caer en torno a los jinetes reunidos. La multitud profirió gritos entrecortados, y Al’Kahan alzó su propia lanza de caza.

—Tengo veinte de estas puntas explosivas. Las astas de vuestras lanzas no son tan fuertes como las de acero, así que habrá que reforzarlas, pero con ellas podremos abrir una brecha en la fortaleza. Podemos derrotar al Señor de la Guerra.

* * *

El viento gélido del amanecer soplaba a través del cabello de Al’Kahan y agitaba los altos pastos que crecían en las zonas más elevadas de cada colina. Debajo de él, comenzaba a levantarse una niebla matinal. En torno a Al’Kahan, había reunidos cincuenta jinetes procedentes de los quebrantados clanes del valle Kapak, jinetes de diversas edades, cuyos rostros mostraban una severa determinación; iban montados en una lamentable mezcla de yeguas y caballos castrados. Eran pocos, y, entre ellos, los muchachos jamás habían visto una batalla, ni siquiera habían matado a un hombre.

Al’Kahan se volvió para encararse con ellos, y el semental que montaba se agitó. Sus ojos recorrieron la hilera de jinetes que tenía ante sí.

—No voy a mentiros. Hoy cabalgaremos contra un enemigo que nos supera en número. Hoy lucharemos contra una fuerza superior, que se encuentra detrás de murallas de piedra. Hoy podemos perder la vida. —Al’Kahan cogió de detrás de sí el atado de pieles que había llevado consigo desde la nave espacial.

»Sin embargo, ésas son cosas que todos sabemos. —Comenzó a desenvolver el voluminoso paquete—. Yo os prometo esto: aunque tal vez hoy no luchemos a la manera tradicional, no deshonraremos a nuestros ancestros. Nos mirarán con gran alegría, porque lucharemos para liberar a sus hijos, a los hijos del fundador, a nuestros hermanos, que se encuentran en las entrañas de la fortaleza.

»Dejadme que también os prometa esto. —Al’Kahan sacó un rifle de plasma y varias granadas del hato de pieles; tenían la insignia de la Guardia Imperial claramente visible—. ¡Con estas armas venceremos! Cabalgaremos con la fuerza de un millar y romperemos las murallas de esa fortaleza como lo haría un rayo del ciclo. ¡Les partiremos la cabeza y descargaremos sobre ellos toda la furia de los clanes!

Los jinetes dieron vítores, y Al’Kahan hizo girar su caballo y se lanzó por la ladera, niebla adentro, hacia las llanuras en las que se asentaba la fortaleza. Jirones blancos lo envolvieron con rapidez mientras descendía a gran velocidad, casi a ciegas, por la empinada pendiente que conducía hacia la fortaleza de Talthar. Los jinetes lo siguieron al interior de la niebla, y el sonido de los corceles y los latientes corazones constituía el único signo de que no cabalgaba cada uno de ellos en solitario.

Tras lo que parecieron varias horas, el suelo se niveló y la niebla comenzó a hacerse más fina. La fortaleza, del tamaño de un crucero estelar pequeño, se encumbraba ante ellos. Era dentada y siniestra, y trozos de chatarra soldados a estacas de hierro se alzaban en peligrosos ángulos del suelo que la rodeaba. Aquello enlentecería el avance de la caballería. Al parecer, podían escalarse las murallas, ya que los bloques de piedra eran de talla tosca; aunque salpicadas como estaban por troneras y torres de vigilancia, sería prácticamente imposible conseguirlo. Los hombres de Al’Kahan aminoraron el paso; pasmados por la aprensión, algunos comenzaron a desfallecer. Era necesaria una acción enérgica.

Al’Kahan, con el rifle de plasma en la mano, disparó una andanada de abrasadora energía, que desgarró las estacas de hierro e iluminó todo el valle con una luz blanca. El tenso aire se llenó de electricidad estática, y los hombres se reunieron y echaron a galopar como locos, confiados en que la destreza del experto guerrero en el manejo del rifle destruiría las estacas que amenazaban su carga. Al’Kahan intentaba con desesperación arrasar cada barricada antes de que sus hombres colisionaran con ellas, aunque algunos se hirieron con las puntas. No obstante, continuó disparando; si la carga aminoraba la velocidad, quedarían metidos en un cuello de botella y los harían trizas con las armas de la fortaleza.

Los jinetes continuaron hacia adelante por encima de los restos de las barricadas, que entonces eran meras cenizas. Aparecieron hombres en lo alto de las murallas, y nuevas escopetas y rifles se sumaron con monótonos staccatos al silbido agudo del rifle de plasma de Al’Kahan.

—¡Apartaos! —gritó Al’Kahan cuando se acercaban a la fortaleza.

Las granadas relámpago de la Guardia Imperial salieron disparadas hacia arriba y detonaron a intervalos espaciados como fuegos de artificio. Los hombres que se encontraban en las murallas gritaron cegados por el destello, y los jinetes reanudaron la carga.

—¡Lanzas! —gritó Al’Kahan por encima del ruido que hacían las armas.

Los jinetes obedecieron y cogieron en ristre las lanzas de punta explosiva para atacar la muralla de piedra.

—¡Formad un solo frente!

Los jinetes se situaron uno junto al otro, y formaron una línea bastante regular. Los cascos resonaban como el trueno que precedía a los rayos del arma de Al’Kahan, una tormenta de justo castigo en plena actividad.

Demasiado tarde, las puertas de la fortaleza se abrieron para que salieran los jinetes del Señor de la Guerra. Los hombres de Al’Kahan se sujetaron bien cuando las lanzas impactaron contra la muralla. Las puntas explotaron y abrieron grandes agujeros en la piedra, al mismo tiempo que afilados fragmentos les hacían cortes en el rostro y les rasgaban las pieles que los cubrían. Un jinete cayó bajo un alud de cascotes, pero su yegua continuó corriendo. Los jinetes del Señor de la Guerra describieron un giro para seguir a los hombres de Al’Kahan.

—¡Sombra de Halcón y Espina del Desierto, tomad la fortaleza! ¡Los demás clanes seguidme! —gritó Al’Kahan por encima del estruendo, y los jinetes se dividieron.

Las fuerzas de Al’Kahan dieron media vuelta y se prepararon para cargar. Los jinetes enemigos corrían a mayor velocidad.

—¡Adelante! —gritó Al’Kahan a la vez que quitaba el seguro de cuatro granadas y las lanzaba, bajas y con fuerza, hacia los jinetes que iban a su encuentro. Los rostros asombrados rompieron a gritar de miedo cuando las granadas chocaron contra el suelo y estallaron, destrozando tierra y carne. La carga enemiga se detuvo, y entonces los jinetes de Al’Kahan contaron con la ventaja del impulso. Los caballos se encontraron con los caballos, los jinetes cayeron sobre los jinetes, y comenzó una batalla desesperada.

Al’Kahan blandió el rifle de plasma como si fuera una porra y derribó de un golpe a un jinete que fue pisoteado por los cascos de los caballos. Los sables destellaban mientras los hombres de Al’Kahan luchaban con los del Señor de la Guerra. La lenta presión de los cuerpos de los caballos era como una pitón gigantesca que apretase de modo gradual el campo de batalla. Los hombres se aferraban con desesperación a sus corceles, ya que caer significaba morir aplastado. Uno de los hombres del Señor de la Guerra se lanzó hacia Al’Kahan, corriendo sobre los lomos de varios caballos muy apretados entre sí. Al’Kahan se volvió y disparó una descarga con el rifle de plasma, pero erró y apenas logró enlentecer al atacante.

El jinete saltó sobre Al’Kahan, y ambos se cayeron al suelo. El atacante apuñaló una vez y otra con un cuchillo corto, y Al’Kahan sintió que la hoja penetraba en su costado. Sin pensarlo, con la frente, le asestó al atacante un golpe tremendo en la cara, para luego rodar a un lado y dejar que el hombre que chillaba fuese a parar bajo los cascos de su enfurecida montura.

Tras subir de nuevo a su corcel, Al’Kahan vio que sus hombres habían ganado ventaja; ya casi habían acabado con la caballería del Señor de la Guerra. Al’Kahan se arrancó la daga que aún tenía clavada en un flanco.

Los hombres de los clanes Sombra de Halcón y Espina del Desierto saltaron a través de los agujeros abiertos en la muralla y entraron en la fortaleza del Señor de la Guerra, con Ke’Than a la cabeza. El lugar estaba lleno de botines de guerra; vieron extrañas máquinas adquiridas a los comerciantes piratas dispersas por el fuerte, donde tuberías negras como el carbón, como entrañas derramadas, dificultaban el paso de los caballos. Las mujeres y los niños corrían hacia las chozas de barro y las casas de piedra que se alineaban contra las murallas, y una masa de guerreros armados con pistolas y sables salió, a la carrera, de detrás de las barricadas. Parecían sufrir neurosis de guerra y estar desesperados.

Ke’Than cogió el sable de la silla de montar y lo blandió en alto por encima de la cabeza. De un tajo limpio, decapitó a un guerrero que llegaba hasta él antes de que el hombre tuviese la oportunidad de reaccionar. Otro lo apuntó con una escopeta, se oyó una detonación y el proyectil golpeó a Ke’Than en un hombro. Sin apenas darse cuenta, Ke’Than descargó su sable con fuerza, y el guerrero alzó la escopeta con el fin de parar el golpe. Asestado desde el lomo del caballo, el golpe fue tan descomunal que la muñeca del guerrero se rompió y la mano soltó el arma. Tanto el guerrero como la escopeta cayeron al suelo, el arma se disparó al colisionar con él, y un reguero de tejido blando salpicó el rostro de Ke’Than cuando se volvía. En torno a él, su clan había obtenido la ventaja sobre los guerreros enemigos. A lo lejos, una silueta oscura apareció en el lado opuesto de la batalla.

—¿Quién es ése? —preguntó Al’Kahan al llegar al lado de Ke’Than.

—Talthar, el Señor de la Guerra —respondió el otro con desprecio.

Cubierto por pieles oscuras y por un entrecruzado de correas negras y arneses de cuero, Talthar cargó sobre el lomo de un gigantesco semental negro con una espada sierra girando en una mano. Al’Kahan profirió un sonoro gemido cuando el arma extranjera comenzó a cercenar sables y extremidades por igual. El rostro del Señor de la Guerra tenía una expresión demente, y sus cicatrices y boca desdentada brillaban con la sangre de los hombres de Al’Kahan. Con velocísima precisión, derribó a cinco hombres en cuestión de pocos segundos.

—¡Aquí! —gritó Al’Kahan para atraer la atención del Señor de la Guerra, que cargó hacia él.

Al’Kahan espoleó su caballo hacia el enemigo, y atravesaron la distancia que los separaba sin aminorar la marcha y con los ojos encendidos. Al’Kahan se inclinó para susurrarle algo a su montura.

—Hermano caballo, te doy las gracias por tu espíritu y tu sangre.

El Señor de la Guerra ya estaba sobre él con la espada sierra salpicando sangre. Al’Kahan tiró con fuerza de las riendas, y la inexperta criatura se inclinó y cayó al suelo. El impulso de la carga hizo que resbalara con fuerza y la lanzó contra el corcel de Talthar. El semental negro tropezó con Al’Kahan, que a su vez resbalaba; en ese instante, el attilano apoyó el rifle de plasma sobre el animal y disparó. La luz de color blanco azulado, brillante como luz de mercurio, atravesó al caballo y a su jinete, y Talthar profirió un alarido cuando un dolor espantoso le envolvió la pierna. El monstruoso semental se desplomó sobre Al’Kahan.

El viejo guerrero sintió un dolor lacerante en una de sus piernas. Se había roto algo y tenía el pie doblado en un ángulo extraño. Cerca de él, Talthar prorrumpió en un bramido. Aún estaba vivo, cubierto por la sangre de su corcel, y la espada sierra cortaba la carne del caballo que cubría a Al’Kahan. Este último rodó a un lado en el momento en que la terrible arma abría un tajo en su capa, y se arrastró por el suelo, forzando a los cansados músculos de sus brazos a desplazar su pesado cuerpo.

—¡Yo… tendré… tu cabeza! —gimoteó Talthar, al mismo tiempo que se arrastraba tras él.

—¡Has ofendido a nuestros ancestros! ¡Morirás! —le gritó Al’Kahan por encima del hombro mientras buscaba un arma.

—Tú no eres diferente de mí —chilló el Señor de la Guerra blandiendo la espada sierra enloquecido—. Tú ofendes a nuestros ancestros con tus armas alienígenas.

—¡Jamás! —gritó Al’Kahan, y llegó hasta el rifle de plasma y lo cogió.

El Señor de la Guerra lanzó un golpe con las hojas de la espada sierra girando furiosamente hacia Al’Kahan. El attilano comprobó el rifle y vio que aún no se había recargado del todo. Lo alzó con el fin de parar la espada sierra y esperando sentir el lacerante dolor de sus dientes serrados; pero la espada se hundió profundamente en la célula de energía del rifle y un destello de llama color blanco azulado ascendió por el arma y atravesó el cuerpo del Señor de la Guerra, que profirió un breve grito y se desplomó, calcinado.

Tras sacudir la cabeza para librarse del aturdimiento provocado por el ruido, Al’Kahan alzó los ojos a través de la sangre y vio que un grupo de jinetes se había reunido en torno a él. Ke’Than le sonrió.

—Somos los vencedores, poderoso Al’Kahan. ¡Nos has devuelto la gloria!

* * *

Una gran hoguera de altas llamas ardió aquella noche. El espeso olor a carne de bisonte colmaba el aire de varios kilómetros a la redonda. Las quebrantadas tribus estaban unidas, agrupadas para cantar sobre sangre y gloria. Nadie quiso irse a dormir sin tomar antes un trago de cerveza. Sólo un alma no estaba presente, la más grande del Clan Sombra de Halcón. Una vez que la mujer sabia hizo su trabajo, el viejo comandante de guerra se marchó en silencio del campamento durante los primeros momentos de la celebración, con la pierna entablillada. Al’Kahan salió de su antigua choza y desapareció en la oscuridad nocturna de Attila.

Al caer la noche del día siguiente, Al’Kahan se encontraba en la nave espacial, cuyo aire estaba cargado de nocivas emanaciones. Junto a una de las puertas de entrada se erguía una figura solitaria. Al’Kahan desmontó y se acercó.

—Ya me lo imaginaba —dijo el comisario Streck—. Pude verlo en sus ojos el día en que nos dejó.

—Les debo mucho. Sin las armas del Emperador, no habríamos vencido.

—¡Ah, sí! Han derrotado al tirano. Me alegro por ustedes. —Streck se movió apenas y su abrigo negro crujió—. ¿Por qué no se queda aquí y se convierte en el jefe de ellos?

—Ya no conozco este lugar.

—¿Es uno de nosotros, entonces?

—No. —Al’Kahan pasó a grandes zancadas ante Streck, camino de la nave espacial—. Soy un attilano.