Tenebrae

TENEBRAE

MARK BRENDAN

Las líneas de resplandor gris rojizo que se filtraban entre los remolinos formados en la capa de desechos atmosféricos anunciaban el inicio del alba sobre la capital de Tenebrae. La ciudad, conocida como Wormwood, se había erguido durante los últimos cincuenta años del siglo septingentésimo del milenio cuadragésimo primero. En ese momento, Wormwood estaba agonizando. Los gritos de los hombres se mezclaban con el galimatías de los demonios y el atronar de las armas. Perturbadas por la disformadora influencia de los portales del Caos que se abrían para dar acceso a criaturas que no tenían lugar legítimo en el mundo material, las nubes que se formaban sobre la ciudad descargaban periódicas lluvias de sangre, y a veces de sapos, sobre las calles sembradas de muerte.

El anciano caminaba con prisa nada propia de él a través de los salones de altas cúpulas y senderos de la fortaleza del Adeptus Arbites, situada en la plaza central de Wormwood, devastada por la guerra. El gobernador Dañe Cortez pensaba que el pandemóniun que reinaba dentro de la construcción era casi tan angustiante como el caos del exterior. A pesar de ser un hombre viejo, se movía con autoridad. Sus rasgos aguileños, unidos al resplandeciente ropón de su cargo, que ondulaba tras de él, le conferían un aire poderoso y místico. Aquélla era una actitud que había practicado mucho, le proporcionaba una fachada de fortaleza a un hombre cuyo interior estaba quebrantado y era presa de enormes turbaciones.

En torno a Cortez, los súbditos de su planeta, sus protegidos, caían presas del pánico y huían ante los impíos invasores. Incluso en ese preciso momento, dentro de aquel edificio, los arbites luchaban para organizar la evacuación de civiles desde una pista de aterrizaje muy bien defendida, situada sobre el terrado del enorme edificio. Aquel capítulo final de su catástrofe personal era casi excesivo para que pudiese soportarlo el envejecido corazón de Cortez, pero sabía que debía presentar una apariencia fuerte ante la adversidad si quería que los supervivientes contasen con alguna esperanza.

Al atravesar el salón en el que había asumido el cargo, los agitados ciudadanos de Tenebrae abrieron un pasillo para que pasase el gobernador Cortez.

«Asombroso —pensó—. Incluso en el momento de mi mayor fracaso, ellos continúan tratándome con deferencia».

Detrás de él, siempre a dos pasos de distancia, avanzaba su vulpino consejero Frane. El llorón desgraciado balbuceaba un continuo torrente de adulaciones y untuosas tonterías de las que el gobernador había aprendido a hacer un cortés caso omiso desde hacía mucho tiempo. Cuando pasaban bajo otro arco ciclópeo en su recorrido hacia el ascensor que llevaba directamente a la fortificada sala de mando, una conmoción atrajo la atención de Cortez en el ornamentado pasillo. Un joven se las había arreglado para arrebatar una pistola bólter de la funda de uno de los arbites de rostro severo, y antes de que los guardias de seguridad pudiesen detenerlo, disparó contra su esposa y el hijo bebé de ambos, derribándolos donde estaban, con el semblante blanco de terror. Cuando los hombres de la ley caían sobre el desdichado con las porras de energía, él aprovechó el espacio que había quedado libre a su alrededor para volver el arma contra sí mismo. El pecho del hombre estalló en una fina niebla de color rojo cuando disparó los minimisiles explosivos dentro de su propio torso.

Cortez cerró las puertas del ascensor ante aquella escena de carnicería, y sintió que su chispa interior se amortecía un poco más. El ascensor antiguo se estremeció y comenzó el rápido ascenso.

—Otra estirpe de herejes exterminada, alabado sea el Emperador —observó Frane con lo que él obviamente consideraba su estilo de máxima superioridad.

Los dos guardias pesadamente armados del interior del ascensor mantuvieron su estoicismo de estatua. Cortez contempló a Frane con abierta aversión, a la vez que esperaba con total sinceridad que aquel insidioso hombre no confundiera su expresión con una muestra de desprecio hacia aquellas pobres personas que en ese momento yacían muertas; muertas a causa de la autocomplacencia de sus superiores. «Debido a su propia autocomplacencia», se corrigió mentalmente Cortez.

Al llegar a la seguridad relativa de la sala de mando, Cortez les ordenó a Frane y a los guardias que se unieran a la evacuación del resto de ciudadanos. Él se quedaría allí para poner en orden sus asuntos. Frane protestó —«justo lo suficiente para librarse de futuras reclamaciones», advirtió Cortez—, pero su superior lo hizo callar de modo sumario. Así pues, también él se unió, ansioso, a la evacuación de la acobardada Administración de Wormwood, y por fin dejó al gobernador librado a sus propios consejos.

La sala de mando era espaciosa, y Cortez reparó, de modo abstracto, en que los generadores estaban funcionando; de momento, al menos. Unas brillantes listas de iluminación proyectaban resplandor artificial y estéril desde la pulidas superficies blancas de los apliques de las paredes. Dañe Cortez avanzó con lentitud hacia la amplia ventana para observar el horror que se desplegaba afuera. El Caos y la herejía se tragaba su hogar ante sus propios ojos. Cortez se dio cuenta de que debía presentar un aspecto desamparado, observando pensativamente desde su aguilera, e intentó con desesperación mantener su porte alto y digno a pesar de los terribles acontecimientos que le habían sobrevenido.

Había hecho el servicio militar y había alcanzado el elevado rango de comandante; había luchado en un centenar de planetas de una docena de sistemas solares. Pero con el tiempo se había hartado de la guerra, y en los últimos años de su carrera militar, había comprendido que necesitaba un poco de paz con el fin de descubrirse a sí mismo. Para entonces, su influencia no era precisamente despreciable, así que había tirado de algunos hilos, y surgió el nombre de Tenebrae.

¡Tenebrae! El planeta, en aquel momento, le había parecido ideal, y Cortez había pensado que, si se aseguraba el puesto de gobernador, resolvería todos sus problemas. De pie ante la impresionante ventana, se echó a reír con ironía de sí mismo. A fin de cuentas, no había nadie que pudiese oírlo.

En las calles de allá abajo, el horrible siseo y crepitar de los cuerpos asados por el plasma se mezclaba con los alaridos de los heridos para enseñarle al hombre de lo alto cuál era el significado de la palabra miedo. Muy por encima de las calles, una fría e insana cadena de pensamientos inundó, con incómoda claridad, la mente del gobernador de Tenebrae.

»Tal vez no hay escapatoria —pensó mientras tironeaba con gesto ausente del rico brocado de su ropón—. La vida misma es miedo, el universo es miedo, y la vitalidad misma no es más que una energía enfermiza, alimentada por el jubiloso alivio de que sea el otro quien haya muerto y no uno mismo». Las lágrimas rodaron por las mejillas arrasadas por el dolor de un hombre viejo y quebrantado. «¿Acaso el miedo a la muerte es el único júbilo de la vida?»

Conmocionado por sus propios pensamientos, Cortez se sintió extrañamente avergonzado ante esas oscuras revelaciones, puesto que aún era un hombre con antecedentes militares y todavía le resultaba difícil rendirse al miedo.

—¡Ahora soy de verdad un hombre solo, ya lo creo, y asustado! —murmuró, y el terror se agitó dentro de su corazón.

Mientras las explosiones estremecían el edificio y los alaridos de muertos y agonizantes atravesaban, incluso, las ventanas reforzadas de la sala, el gobernador permanecía inmóvil. Los ojos de Cortez continuaban mirando, pero su angustiada mente estaba perdida en pensamientos distantes, intentando extraer algún consuelo de los recuerdos.

Su mente se remontó a través de los años, hasta sus primeros tratos con Tenebrae.

«Una señora cruel, y dada a la traición como mínimo», susurró mientras su mente continuaba retrocediendo. Evocó aquellos primeros documentos impresionantes, aquellos expedientes que estudió con ahínco en preparación de su nombramiento como gobernador y jefe supremo. Incluso entonces, aún podía recitar el texto que para él se había transformado en una letanía frívola, vacía de cualquier significado que no fuese el consuelo aportado por la repetición de palabras familiares.

«Tenebrae: a cuarenta y cinco años luz de Fenris, antiguo baluarte del Capítulo Lobos Espaciales. Tenebrae: en el sistema solar Prometeo Tenebrae: el planeta de la oscuridad eterna».

Cortez se aferró a la barandilla quitamiedos de la ventana cuando el terror lo invadió hasta producirle vértigo. En verdad, él sabía que Tenebrae no era nada más que un mundo que jamás debería haber albergado vida alguna. Tal vez con el mismísimo acto de colonizar aquel planeta, el Imperio había violado áreas que hubiese sido mejor dejar intactas. Sin desearlo, las palabras fluyeron de sus labios cómo un murmullo sibilante.

—Tenebrae: mundo situado a doscientos noventa millones de kilómetros de Prometeo, supergigante de clase A que arde con una brillantez diez mil veces superior a la del Sol, la estrella que generó la vida en la propia Tierra.

»Tenebrae: en algún momento de su pasado perdido en los eones, un milagro aconteció sobre las calcinadas rocas del planeta. Un meteoro se estrelló contra ellas y levantó una gruesa capa de cenizas y vapor que quedó suspendida en la fina atmósfera de Tenebrae.

»Tenebrae: protegida por una delicado manto de espesas nubes de ceniza de las peores radiaciones destructivas de Prometeo.

»Tenebrae: quedaron establecidas las condiciones para que se formaran océanos y el teatro de la vida ofreciese sus primeras funciones.

Cortez se pasó una mano temblorosa por la frente pálida cubierta de sudor. Aquellas palabras no le proporcionaban consuelo alguno; ninguno, en absoluto.

—Tal vez fue siempre una trampa y la mano del Caos guio incluso a aquel meteorito casual.

El anciano gobernador se apartó de la ventana con paso tambaleante y la mente sumida en un torbellino. Por instinto, buscó solaz en su enorme escritorio y las manos se pusieron a remover de modo automático la mescolanza de papeles que había en los cajones, mientras su mente giraba a través de planos incontrolables. En sus labios apareció una pálida sonrisa ante la abundancia de datos de agricultura que tenía ante sí: diez años de investigaciones, entonces por completo irrelevantes; sólo recuerdos de tiempos mejores.

Cortez rebuscó entre los expedientes de los científicos colonos, y leyó como si fuese por primera vez los escritos acerca de los gusanos parecidos a las babosas, sin ojos, que se arrastraban por las inmundicias anaeróbicas de las costas de Tenebrae; criaturas que constituían el máximo escalón evolutivo del planeta en ausencia de la luz solar.

Mientras el plasma lamía vorazmente las paredes de su bastión, Cortez recorría con ojos ausentes los largos informes sobre árboles de algas sulfurosas que crecían en charcos de marea, bañadas por su propia luz leprosa.

El jefe supremo del planeta jugaba con su ornado abrecartas. Consideraba que, en verdad, para ser un mundo tan monótono y deslucido, la señora Tenebrae había demostrado albergar peligros terribles para los incautos. Se preguntó, y no por primera vez, si la proximidad del Ojo del Terror, abominable portal que conducía al corazón del Caos, habría sellado la suerte del planeta. ¿Era eso lo que le habían susurrado las numerosas tentaciones y terrores en sus sueños? ¿Y habrían estado aquellas pesadillas establecidas desde hacía mucho tiempo en los corazones de los abatidos habitantes del planeta de eterna oscuridad, cuando él asumió el puesto de gobernador?

Una explosión sacudió el palacio, y un ornamento de vidrio que en otros tiempos había sido valioso cayó del plinto donde se erguía y se deshizo en incontables fragmentos. Cortez apenas si se encogió de hombros cuando la andanada de esquirlas afiladas como navajas hizo que aparecieran gotitas color escarlata en su frente.

—Sí —murmuró—, ya había vendido su alma mucho antes de que yo llegara.

En el exterior se inició un golpeteo colosal y rítmico contra el suelo. La atención del gobernador se vio apartada de sus evocaciones, y el hombre regresó con rapidez a la ventana para ver qué nuevo horror tenía lugar en las calles de allá abajo. El titán clase Emperador de Tenebrae pasó caminando pesadamente ante la ventana del refugio de Cortez, con pasos largos que pasaban fácilmente por encima de los edificios más pequeños.

—¡Prosperitus Lux! —bufó Cortez con tono irónico.

Era típico bautizar así a semejantes máquinas de guerra en un mundo recién colonizado, pues las esperanzas e ilusiones del pueblo al que debía defender se reflejaban en su nombre. El Prosperitus Lux no había sido sacado a la calle con la rapidez suficiente como para resultar eficaz contra la invasión, y consecuentemente había fracasado en su capacidad defensiva. Entonces, sin duda, debería caer junto con el resto del planeta.

—¡Como sucede con todo lo demás en esta penosa situación —gimió Cortez—, es a mí y a mi propia indecisión a quien hay que culpar!

Mientras el problema aún era un asunto civil de herejes y descontentos que alborotaban por las calles de Wormwood, Corte/ se mostró reacio a hacer que interviniera la guardia. Prefería, en cambio, dejar ese tipo de asuntos en manos de los arbites.

—¡Idiota! ¡Ciego, estúpido idiota!

Mientras se maldecía por imbécil, Cortez llegó a la más amarga conclusión: su ineficaz gobierno era la causa primera de aquella derrota.

Con ojos abiertos de par en par a causa de la desesperación, contempló cómo la forma grande y pesada se alejaba ante él, a la vez que intentaba negar las evidencias que veía. El titán estaba en mal estado y de su casco salían llamas. También escapaban esporádicas nubes verdosas de plasma, y Cortez sabía que eso indicaba una catastrófica ruptura del reactor. Desde su ventana fortificada, el gobernador pudo ver las diminutas caras de los orgullosos tripulantes que pasaban ante él y cuyos labios se movían al recitar parte de una plegaria: «… líbranos del miedo y de la angustia». Sabía que la máquina estaba condenada junto con todas las almas que se encontraban a bordo.

—¡Condenada como mi planeta! —gimió en voz alta.

Al menos reconocía que aquella situación era culpa suya, del gran gobernador Dañe Cortez, y al final la responsabilidad había resultado excesiva.

Incluso entonces, ante la más absoluta derrota a manos de criaturas disformes procedentes del mismísimo abismo, Cortez no pudo contener el torrente de odiosos recuerdos que asaltaba su mente. En medio de los papeles que cubrían su escritorio, los tristes ojos de Cortez se posaron sobre el informe del Adeptus Arbites; no le había hecho caso en mucho tiempo, pero versaba sobre actividades de culto. Los increíbles informes sobre adoradores del Caos que con tanta presteza habían pasado de ser un par de incidentes aislados en las tierras desérticas a convertirse en una rebelión hereje generalizada lo contemplaban desde el papel como innegable prueba de su inacción.

—¡Las señales estaban todas aquí, todas aquí! —gimoteó, desparramando por el suelo los informes que había sobre el escritorio, con un amplio gesto de la mano.

En lo más secreto de su corazón, Cortez sabía desde hacía mucho que Tenebrae engendraba una cierta disolución de los sentidos. Había percibido la lasitud del espíritu dejada por formas de vida tan sofisticadas como la búsqueda de sensaciones de los seres humanos. «Tal vez —suponía Cortez—, un entorno biológicamente tan primitivo como éste resulta en un clima espiritual correspondientemente subdesarrollado».

Cualquiera que fuese la razón, el paso de los años como gobernador de Tenebrae había visto cómo su adoración del Emperador caía cada vez más y más en una abstracción carente de significado, y cómo los susurros del Ojo del Terror se volvían cada vez más estridentes. Entonces se avecinaba su fin, y Cortez podía ver con total claridad por qué había sucedido todo aquello. Le proporcionaba un cierto consuelo saber que no podría haber hecho nada para evitarlo; pero eso no lo excusaba de sus responsabilidades.

Cortez estaba seguro de que, a los ojos de la humanidad, se lo consideraría culpable, tal vez incluso cómplice, del desastre que había caído sobre el planeta.

—Ellos fabricarán sus propias excusas —gimió Cortez, que no ignoraba que en todos los rincones de la galaxia los poderes del Imperio crearían, sin duda, sus propias notas desfavorables que explicaran por qué él no había emprendido el curso de acción obvio y legítimo. Es decir, por qué no había llamado a la Inquisición.

»¡Hereje Cortez! —gimoteó—. ¡Cortez, esclavo del Caos!

Se torturaba con semejantes pensamientos acerca de cómo lo consideraría la historia, porque aún era un mero ser humano y estaba sujeto al orgullo humano. Perder Tenebrae era una cosa; perder su vida era otra. Pero ¿perder también nombre y dignidad?

Al mismo tiempo que se dejaba caer en el enorme, acolchado sillón de su cargo, Cortez recordó el día en que enormes y barrocas gabarras de batalla habían aparecido procedentes del espacio disforme para flotar en silencio sobre la atmósfera de Tenebrae. Habían dejado caer flotas de dentadas naves de desembarco sobre la atmósfera del planeta, y en ese momento el cargamento de aquellas portadoras de muerte recorría las calles de Wormwood; eran retorcidos y malevolentes seres y máquinas, que dejaban tragedia, ruina y terror tras de sí.

—¿Por qué? ¿Dime por qué? —le imploró Cortez al aire vacío—. ¡Puede ser que este atrasado planeta no signifique mucho…, pero es mi hogar! —Lo abrumó la desesperación y unos sollozos angustiados estremecieron su anciano cuerpo—. ¿Por qué se me ocurriría venir aquí? ¿Por qué?

Cuando le habían ofrecido el puesto de gobernador de aquel mundo, hacía muchos años, lo había aceptado con alegría. Se trataba de un pequeño planeta atrasado, de poca importancia; un lugar para ser feliz y no sufrir molestias, un lugar que le ayudaría a dejar atrás sus recuerdos del servicio militar y de los horrores que había visto. Pero se había transformado en un paraje de miedo y muerte.

—¿Por qué?

Cortez seleccionó al azar uno de los muchos funestos informes que se apilaban encima de su escritorio, y que versaban sobre las actividades heréticas de Tenebrae, un informe más que él se aseguró personalmente de que no llegara nunca a manos de la Inquisición.

«¿La Inquisición?», pensó Cortez con resentimiento. Si hubiese solicitado su ayuda, y en verdad sabía que representaba la única fuerza de la galaxia capaz de impedir acontecimientos de semejante enormidad, de todas formas estaría de pie ante aquella ventana, sumido en la desesperación.

¿La cura? ¡En todo tan letal como el desastre! La ironía hizo que sus labios manchados por las lágrimas se contorsionaran en un amargo rictus, y Cortez sacudió la cabeza.

—¡La única diferencia reside en la suerte que corren las almas de las víctimas! —gritó a pleno pulmón, como si se estuviera dirigiendo a una reunión de súbditos dubitativos—. Si hubiera llamado a la Inquisición —bramó—, ahora veríamos a los terribles soldados del Imperio asolando nuestras calles para administrar la «absolución».

Había abandonado el ejército tras verse involucrado en semejantes operaciones de purificación, porque había llegado a darles otro nombre: asesinato, genocidio.

—¿Qué sentido tiene todo eso? —sollozó, mientras arrugaba los informes hasta cerrar los puños. Cortez se puso a rasgar y romper; se dedicó a la destrucción sistemática de todo aquel papeleo inútil, que lo había mantenido atado al escritorio cuando debería haber estado gobernando a su pueblo.

Sus desvaríos se vieron interrumpidos otra vez, en esa ocasión por un golpeteo apremiante en la puerta del despacho.

—¿Quién es? —preguntó Cortez con irritación.

—¡Jezrael, el capitán Jezrael, señor!

Era un buen hombre, uno de los mejores, y leal. La sensatez reclamaba a Cortez con insistencia. Dejó de manotear los restantes documentos y se compuso el ropón.

—Puede entrar.

El capitán de arbites entró con brusquedad y se puso firme. Era un hombre alto y sólido, vestido para la batalla y que blandía un bólter.

—¡Señor! ¡Ya estamos evacuando a los últimos civiles, señor! ¡Debe marcharse ahora, señor, si queremos tener alguna probabilidad de sobrevivir!

Cortez le dedicó una débil sonrisa al soldado, y luego señaló la puerta con un dedo consumido.

—Márchese usted, Jezrael. Ha servido bien a Tenebrae. Encárguese de que su pueblo continúe prosperando en otra parte —dijo con voz cansada, pero amable.

—¿Señor? —preguntó el capitán, cuyo rostro transparentaba incomprensión.

—Yo me quedaré aquí. Es mi deber.

El gobernador se obligó a ponerse de pie y mirar al soldado con ojos acerados.

—Ahora márchese, capitán. ¡Es una orden! —le gritó con una voz que había recobrado algo de ardor.

Al oír eso, Jezrael se golpeó el peto a modo de saludo, giró bruscamente sobre los talones y salió. Las puertas se desplazaron detrás de él y se cerraron con un chasquido quedo.

Al acercarse una vez más a la ventana, Cortez se sintió como si estuviese viviendo un sueño extraño. Su atención fue una vez más atraída por las ruinosas calles de Wormwood. Treinta pisos más abajo, las fanfarronas bandas de marines contaminados por el Caos se paseaban entre los escombros. Sus botas crujían sobre los cristales de colores rotos que anteriormente adornaban los orgullosos edificios de Wormwood, y cualquier superviviente que encontraban escondido lo exterminaban con una vaga andanada de proyectiles, como si aplastaran bichos.

Detrás del cordón de marines traidores, Cortez vio que una procesión de toda clase de cosas avanzaba hacia la plaza. Era un desfile de incongruente regocijo y celebración, en el que había andrajosos herejes y demonios que hacían cabriolas, lo que para el gobernador tenía un aspecto casi medieval. Allí, un portador de peste, repugnante servidor demoníaco de Nurgle, hundía un dedo infectado en las heridas de un hombre agonizante; allá, un hereje grababa dibujos en su propia carne en nombre de Slaanesh.

En el centro de la procesión, una guardia de honor de traidores formaba la Legión Portadores de la Palabra de los Marines del Caos, cuatro en total; llevaban con reverencia un cilindro metálico en posición vertical, de aproximadamente tres metros y medio de largo por dos de diámetro. Los desconcertados ojos de Cortez repararon en la decoración del cilindro: bajorrelieves de criaturas repugnantes engendradas por el Caos, talladas en una oleosa piedra verde que adornaba con filigranas la superficie plateada brillante. Unos jirones de vapores efímeros emanaban a través de respiraderos situados en la parte superior del objeto.

Perplejo, Cortez observó que la procesión llegaba al exterior del edificio del Adeptus Administratum, sede del gobierno y centro del servicio civil de Tenebrae. Los traidores se detuvieron, y la plaza comenzó a llenarse con los aduladores del Caos. Los portadores de la palabra ascendieron con su carga la larga y ancha escalera del patio delantero del edificio. Entre las regias columnas de la entrada, entonces desfiguradas por grafitos y acribilladas de agujeros y abrasiones causados por pequeñas armas de fuego, fue depositado el largo cilindro.

Cortez observaba los acontecimientos que se desarrollaban debajo de él con una mezcla de intriga e inquietud. Allí se estaba tramando algo que él no entendía, y era un enigma que lo atraía, lo fascinaba. El credo del Dios-Emperador siempre había enseñado servidumbre incuestionable, y eso había sido suficiente para Cortez. Pero allí, donde la sombra de su propia mortalidad se hacía cada vez más enorme, quería al menos entender algo de la naturaleza de aquel enemigo prohibido, de su destructor, de su condena.

El gobernador vio que la muchedumbre que colmaba la plaza comenzaba a moverse, a agitarse, y supo, por instinto, que eso tenía algo que ver con el contenido de aquel terrible cilindro.

—¿Qué es eso? —Cortez apenas era consciente del pavor que se alzaba como un coloso para unirse a su curiosidad.

Allá abajo, la inquieta muchedumbre del Caos aguardaba con impaciencia la aparición de la cosa que Cortez no podía ver.

—¡Vog! ¡Vog! ¡Vog! ¡Vog! ¡Castigo! ¡Castigo! ¡Castigo!

Cortez se sentía a la vez atemorizado y reverentemente fascinado por lo que podría estar acechando debajo de los sellos del cilindro.

—¿Vog, Vog? —murmuró, hipnotizado por la creciente sensación de ritmo. Vacilante, nervioso, no sabía si en realidad quería conocer la verdad. Tal vez fuese adecuado que una zambullida en lo desconocido corriese la cortina final sobre su vida. Inspiró profundamente. Observó. Se sentía preparado.

En el cilindro idolatrado se abrió apenas una puerta, y una ondulante alfombra de vapor escapó por ella para rodar escalera abajo en pesadas ondas fétidas. Cortez cogió con rapidez los prismáticos para ver mejor el espectáculo.

—¡Exterminador! —exclamó con un grito entrecortado al mismo tiempo que se le helaba la sangre.

Una figura acorazada salió por la puerta del cilindro con pasos pesados y lentos. El gobernador vio que los ojos de la criatura estaban cerrados, como si se hallara sumida en un trance.

—Letargo de estasis —murmuró, con la esperanza de que hubiese una explicación lógica menos siniestra.

El reconocimiento lo sacudió como si fuese un golpe físico, y retrocedió con paso tambaleante de la odiada ventana. En una repentina revelación, Cortez supo qué era lo que había allá abajo.

—¡Vog! —susurró, apenas capaz de pronunciar el nombre.

Cortez recordó entonces dónde había oído aquel nombre por primera vez. Aquél era Vog, el Castigador de Mundos. También conocido como el Apóstata de Carybdis, Vog era una famosa criatura del Caos que habitaba al otro lado del Ojo del Terror. Vog era un sacerdote de la legión Portadores de la Palabra, una retorcida parodia de los capellanes de los marines espaciales del Imperio. También se rumoreaba que era un mutante, un ser cuya voz podía descorrer el velo que separaba la realidad de la disformidad.

—¡Portador de Demonios! —jadeó Cortez, horrorizado ante el hecho de que una entidad semejante buscase ejercer su ministerio en Tenebrae.

Con el terror llegó un cierto embotamiento de los sentidos, y entonces Cortez se encontró con que sentía más curiosidad que nunca porque sabía, más allá de toda duda, que la presencia de Vog sólo podía significar una cosa: la derrota absoluta de Tenebrae. El Castigador de Mundos estaba allí para celebrar la misa de la victoria del Caos.

El gobernador se estremeció involuntariamente mientras observaba a Vog como hipnotizado. Por encima del cuello de su armadura de exterminador, salió culebreando un delgado tentáculo lustroso. La cabeza de Vog se inclinó hacia atrás cuando él inhaló con brusquedad, y a través de las rendijas de los ojos cerrados se le vio la blanca esclerótica, mientras el viscoso tentáculo rosáceo se retorcía y agitaba por propia e insalubre voluntad.

Una apertura de un flanco del cuello del exterminador se dilató para segregar un fluido traslúcido y glutinoso. La punta del tentáculo se metió en el agujero y comenzó a deslizar todo su largo dentro del cuello del Apóstata de Carybdis. La piel de la garganta se le abultó de manera obscena, y su humedad reflejó destellos de la débil luz. Vog despertó del todo cuando el órgano se alojó en su sitio dentro de la laringe.

Lord Vog avanzó hacia la crepuscular luz de Tenebrae. Todos los ojos estaban fijos en él, y Cortez estuvo a punto de unirse al coro de sus dementes acólitos cuando los grandes vítores se alzaron entre la muchedumbre de adoradores. Vog recorrió a la congregación con ojos imperiosos, al mismo tiempo que mantenía el mentón levantado. Lord Vog irradiaba arrogancia, orgullo y, según le pareció a Cortez, una extraña nobleza en todo tan impresionante como la de los oficiales de los marines espaciales que había conocido durante su remoto servicio militar.

Cuando Vog comenzó su discurso para sellar la victoria del Caos, el gobernador se maravilló ante la forma en que la voz del Apóstata de Carybdis se hacía oír por toda la amplia plaza. De inmediato, sus palabras fueron perfectamente claras para Cortez, aunque de algún modo quedaron soterradas en una lobreguez que era en verdad inhumana. El estruendo que salía por la boca del Castigador de Mundos cubría un amplio espectro sonoro, cuyo contrapunto era un canturreo sobrenatural. Ese sonido, que podría haber emanado del mismísimo abismo del infierno, cargado con el tormento de un millón de almas condenadas, salía todo por la boca de un solo hombre. Porque aquél era el Encomio de Pandemónium, el coro corrupto de los sacerdotes de la Legión Portadores de la Palabra.

—Esos estúpidos crédulos que cada día soportan la adoración de ese monolito podrido, el Emperador, harían bien en prestar oídos a la palabra de Lorgar. —La voz de Vog aferró, burlona, el corazón de Cortez—. Nosotros ofrecemos nuestra adoración a dioses verdaderos, que gobiernan los asuntos de los mortales, no a un mortal cuyos asuntos son gobernados por el engaño de que él es una deidad.

La discordancia del discurso y el terrible significado de sus palabras estremecieron el alma del gobernador con sus viles reverberaciones atonales. Cortez se dobló por la mitad, jadeando, e intentó bloquear aquel sonido impío presionando sus temblorosas manos blancas contra los oídos. Arrodillado sobre el desnudo piso de su despacho, muy por encima de las ruinas de la ciudad, Dañe Cortez se estremeció con largos y convulsivos sollozos de negación. Se había acabado y no habría expiación para él.

El tono del discurso había cambiado. Atraído por el ruido zumbante y monótono de las prédicas del Castigador de Mundos, Cortez se vio arrastrado, casi como un hipnotizado, de vuelta a la ventana.

Su atención fue atraída y retenida por la visión de un cadáver que se encontraba allá abajo. Estaba desplomado en una esquina del patio frontal, donde Vog pronunciaba su discurso; un nuevo testigo mudo del fracaso de un viejo cansado y asustado. El cuerpo pertenecía a un soldado imperial que había muerto en su intento de defender el edificio del Administratum.

Rigel Kremer. El nombre pasó por su memoria, pero no había espacio para que Cortez llorase a un amigo en medio de semejante atrocidad. El nombre parecía una… inconsecuencia. Mientras su conciencia se mecía al ritmo de la letanía, Cortez descubrió que podía encontrar espacio para maravillarse ante el juego de luz que se producía en los labios húmedos de las heridas de Rigel.

—¿Belleza u horror?

El anciano profirió una brusca risa aguda al ver que la cálida, roja profanación de la carne casi podía tener un aspecto hermoso si se la miraba desde cierto punto de vista.

—¿Rigel? —preguntó Cortez con voz quejumbrosa, como si esperara que el cadáver de allá abajo le respondiese—. Rigel, ¿cuánto tardará tu carmínea belleza en ceder paso a los lívidos tonos de la putrefacción? ¿Cuánto tardarán tus atractivos líquidos rojos en infectarse y convertirse en malolientes fluidos negros necróticos?

Los ojos húmedos de Cortez se pusieron vidriosos, y se agotó su vitalidad y voluntad cuando los grotescos pensamientos alienígenas se sobrepusieron a las capas de su conciencia, hundiendo afiladas garras en su ser esencial.

—Y entonces, ¿qué, Rigel? ¡Respóndeme! ¡Soy tu señor, maldito seas! —Los dedos de Cortez manoseaban fútilmente la ventana mientras la voz del Castigador de Mundos continuaba zumbando—. Después de que la putrefacción se haya apoderado del saco de carne que eras tú, Rigel, entonces, ¿qué? —Sacudió un dedo amonestador hacia el lejano cadáver—. ¡Deja que yo te lo diga, joven Kremer, deja que yo te lo diga! —Sin que él lo quisiera, unas gotas de saliva salieron volando de la boca contorsionada y ensuciaron la ventana—. Tu cadáver tres veces maldito generará nueva vida. ¡Oh, sí!, Rigel. Los gusanos saldrán de los huevos puestos alrededor de tus ojos y tu boca, y las bacterias y los mohos te desharán en nutrientes para que las humildes plantas crezcan sobre ti.

De modo brusco, Cortez se apartó de un salto de la ventana y profirió un grito de angustia, terror y horror. Estaba espantado ante el curso histérico que habían tomado sus pensamientos, y se dio cuenta de que, de algún modo, la monótona voz del falso sacerdote de allá abajo se había deslizado dentro de la corriente de su conciencia para tentarlo. Y había sucumbido con gran facilidad. Las lágrimas de vergüenza y pérdida bajaban ardientes por sus arrugadas y curtidas mejillas.

—¿Todo para nada? —gritó, cuando la cólera comenzó a arder en lo más hondo de su ser—. ¿Todo esto para no llegar a ninguna parte, excepto al Caos? —Angustiado, lo asaltó un torrente de recuerdos. Lo abrumaron, como si estuviesen ansiosos por escapar de su mente corrupta.

Había hecho un largo y pesado camino a través de la vida; había habido decepciones y nuevas esperanzas. Pero lo más cruel de todo había sucedido cuando se le abrieron los ojos a los excesos de la tiranía durante el servicio militar. Había abandonado el ejército imperial para convertirse en gobernador planetario y usar su nueva comprensión con el fin de hacer que la vida fuese mejor para la gente.

—¡Una vida mejor! ¡Todo lo que yo quería era una vida mejor! —sollozó, con el pecho estremecido por una desdicha apenas controlable—. ¿Y así es cómo me lo paga el poderoso Imperio? Con este callejón sin salida. Este fin inevitable.

Cortez profirió un potente bramido. En un ataque de violencia, el anciano volcó su escritorio, y quedaron desparramados preciosos artefactos y adornos, que pisoteó sin verlos.

—¡Oh, Emperador!, ¿dónde estás ahora? ¿Me has abandonado?

El pesar, la decepción, el terror y la congoja desaparecieron todos en un estallido de cólera inarticulada que todo lo consumía, ante ésa, la más sutil de las tentaciones, y ante la forma tan terrible en que había sido traicionado por la indiferente fortuna. Bramando como una bestia enloquecida, Cortez se puso a golpear la ventana con puños manchados de cloasmas.

—¿Dónde está mi Emperador? —bramaba, mofándose de sí mismo.

»¿Y qué socorro puede ofrecerle ahora el Emperador a esta pobre alma torturada?», pensó con amargura y el rostro enrojecido de desesperanzada ira. Avanzó hasta los ordenados estantes del despacho y los vació con un barrido de los brazos. Las medallas obtenidas en las varias campañas en las que había servido y los diversos objetos propios de su cargo los arrojó al otro lado de la habitación con un bramido inarticulado.

—¡Lo que el traidor ha afirmado, eso eres! —chilló al mismo tiempo que señalaba hacia el cielo con un dedo acusador—. ¡Un… un… engañado monolito podrido!

Las últimas medallas cayeron de sus dedos y repiquetearon de un modo tan determinante que comprendió que ya no tenía lealtades.

—¡Ahora sólo soy leal a mí mismo!

En aquel momento de la más profunda traición, de la más profunda soledad y desesperación, Dañe Cortez odiaba con una pureza e inmensidad que podría cambiar mundos.

—¿Por qué razón me has abandonado? —gritó, desafiante—. ¿Por qué razón?

Una calina roja y cambiante comenzó a aparecer en el interior de la habitación. Cortez observó espantado, y aun así fascinado, mientras el tejido del espacio y el tiempo se dislocaba. Olores de osario asaltaron su olfato mientras unos dedos móviles, cambiantes, adquirían apariencia sólida dentro del miasma.

—¡No! —gritó, y su voz aguda fue un ruego a los indiferentes dioses, tanto del Caos como de los hombres.

Estaba abriéndose un portal de disformidad. Demasiado tarde, Cortez se dio cuenta de qué había hecho. Mediante el mismísimo acto de resistir la tentación a la que había estado sometido, la violencia de sus dementes pensamientos les había abierto el camino a los enloquecidos servidores de Khorne, el señor de la sangre y la guerra. La única facción que había faltado en el ataque de Tenebrae acababa de llegar en toda su gloria.

La luz carmesí relumbraba de manera espectral a medida que el portal se ensanchaba y permitía que criaturas humanoides de piel lustrosa accediesen a la dimensión en que se encontraba Cortez. Muy musculosos y de aspecto atemorizador, entraban en la sala con incertidumbre; al principio, como si no estuviesen familiarizados con los sonidos y texturas de aquel territorio.

Cortez retrocedió, boquiabierto, ahogado por el terror más puro. Las crueles bocas estaban armadas de hileras de lustrosos colmillos de carnívoro. Las fosas nasales se dilataban con malevolencia al olfatear la mortalidad del gobernador. Los resplandecientes ojos demoníacos se fijaron en él con feroz mirada predadora. No habría manera de escapar de aquella inteligencia maligna ni de la sed de sangre a la que impulsaban. Los desangradores blandían dentadas espadas negras que estaban encantadas con el poder de la muerte, adecuadas para obtener una cosecha de almas para su señor.

El anciano se manoseó el cinturón en busca de la pistola láser en el momento en que los gruñentes enemigos se libraban del portal de disformidad, que estaba desvaneciéndose. Sonriendo con terrible expectación, saltaron hacia el pesado escritorio de madera, mientras las largas lenguas salían para lamer hasta la base de los mentones en previsión del asesinato del alma. Cortez supo, sin el menor asomo de duda, que estaba a punto de morir.

—¿Y por qué? —se lamentó, farfullando, casi reducido a la estupidez a causa del terror.

La muerte se le aproximó aún más, y llegó hasta él un vaho sulfuroso: el hedor infernal del Hades.

¿Morir por el Imperio…, pesado e indiferente monstruo, que lo habría hecho pasar rápidamente por la espada en caso de que hubiese recurrido a él en busca de ayuda?

—¡No! —gritó, y los desangradores profirieron siseos apreciativos. ¡El sabor del miedo era un bocado tan dulce!

Entonces, ¿por las asquerosas abominaciones que había desatado su propia debilidad?

—¡No! ¡Eso nunca! —chilló Cortez al mismo tiempo que retrocedía hasta pegarse a la pared más lejana de la habitación.

A medida que los demonios se acercaban blandiendo su condena en las crueles armas, comenzó a tomar forma una solución en la angustiada mente de Cortez. En contra de toda posibilidad, el gobernador encontró nuevas reservas de decisión dentro de sí.

Concluyó que no sería por ninguno de los dos: ni por el Imperio ni por el Caos. La respuesta era obvia, tan obvia que sonrió al desabrochar la solapa de la funda del arma; muy obvia.

Los demonios se detuvieron por un momento, confundidos ante aquel inesperado cambio de emoción. El miedo lo conocían; el terror les complacía; la confianza la despreciaban. Y con esa demora, bastó.

—Por mí —susurró el gobernador.

Antes de que los demonios pudiesen atacar, Dañe se metió el cañón de la ornamentada pistola dentro de la boca y apretó el gatillo.

En contra de toda previsión, había logrado escapar. Por fin, estaba en paz.