Infierno embotellado

INFIERNO EMBOTELLADO

SIMÓN JOWETT

—¡Que reine el Caosss!

El grito de guerra de Kargon se impuso a los sonidos de la carnicería, y se grabó a fuego en la mente de asesinos y víctimas por igual. A continentes de distancia, los desangradores se detuvieron para proferir un agudo grito de respuesta antes de volver a su tarea concreta: acabar la profanación de otro de los brillantes mundos del Imperio. Las torres de Ilium se derrumbaban.

Las detonaciones llenaban el aire cuando un escuadrón de bombarderos Marauder hendió la capa de humo que flotaba sobre la capital. Los misiles aire-tierra modelo Martillo del Caos se soltaron de sus cunas aladas y volaron, silbando, hacia la tierra. Las agujas como joyas del complejo del Administratum se hicieron pedazos y cayeron, mientras oscuros penachos de escombros saltaban a muchos kilómetros de altura por los aires. La preocupación de la guarnición imperial por los civiles se había desvanecido. Sólo se mantenía en pie una estrategia: la destrucción de los invasores a cualquier coste.

A una señal de Kargon, varios de los desangradores más cercanos volvieron su atención hacia los aviones atacantes, y cada uno apuntó con su arma al cielo. Espada, hacha o lanza, aquellas armas eran principalmente conductores para el sobrenatural poder del Caos, que, enfocado por las rudimentarias voluntades de quienes las blandían, saltó en dirección al cielo hacia los aviones atacantes del Imperio.

La materia orgánica primero: la carne de cada piloto humano corrió, se reunió y luego volvió a adquirir forma. En la piel, se formaron tumores que se retorcieron con vida nacida del vacío. Todos los huesos zumbaron a punto de destruirse cuando el Caos invadió su tuétano oscuro de sangre. En cuestión de segundos, el asiento basculante de cada piloto quedó ocupado por una grotesca malformación de células que vibraban a una frecuencia cada vez más alta.

A medida que los apagados estampidos de la carne pintaban de rojo y negro las carlingas, los generadores de los Marauder se sobrecargaron a causa del desequilibrio de la perfecta matemática de sus operaciones debido al asalto del Caos. Los aviones comenzaron a girar fuera de control; algunos describieron espirales por el cielo y otros se precipitaron hacia la corteza planetaria, envueltos todos, finalmente, en bolas de fuego de aniquilación pirotécnica.

Cuando los desangradores volvieron a la tarea de desmantelar la capital ladrillo a ladrillo, alma a alma, Kargon contempló la locura y vio que era buena. Bautizado como «Portador de la Semilla» por aquellos que querían invocar su presencia, Kargon se había regalado con las entrañas de un millar de mundos. Atraído hacia las roturas de la membrana que separaba el espacio disforme del universo material como un tiburón es atraído hacia la sangre, Kargon sólo tenía un propósito: golpear, violar, continuar adelante. Pronto Ilium quedaría a sus espaldas, olvidado como tantos otros mundos antes.

—¿Ilium ess nuesssstro?

La horda reunida —una monstruosa confederación de demonios menores, engendros mutantes, desangradores, guerreros del Caos e híbridos de todas las formas de vida que habían sido infectados por el contagio de la Corrupción— bajó la cabeza en señal de asentimiento. La pregunta era innecesaria. Los sonidos de lucha habían sido reemplazados por un silencio absoluto, que sólo indicaba una cosa: victoria. El olor a carne quemada flotaba, espeso, en el aire, al igual que sucedía en todas las otras ciudades de Ilium. La pira ante la que se encontraban de pie Kargon y su cuadro de oficiales se alzaba tan alta como la más alta de las antiguamente orgullosas torres y teñía el cielo con un sinuoso humo negro. La pestilencia de la humanidad había sido borrada del planeta, y Kargon con sus seguidores habían saciado la sed bebiendo sus almas. Sólo quedaba un ritual que llevar a cabo: el ritual de la Siembra.

—¡Que dé comienzo! —ordenó Kargon.

Con el ruido que producían el arrastre de pies y el crujido de armaduras, cuatro poderosos demonios del Caos se separaron de la multitud y avanzaron hasta detenerse en el espacio libre que quedaba ante Kargon y la pira. Criaturas de indecible violencia, quedaron de pie con las alas plegadas y su sed de sangre reprimida por el oscuro carisma del jefe. Un reverente silencio descendió sobre sus compañeros. En las mentes semiconscientes de los engendros del Caos, no había lugar para las sutilezas del sentimiento religioso, pero sabían cuándo estaban en presencia de uno de los Misterios Supremos del Caos.

Con un siseo sibilante y un chasquido, el peto de latón del primero de los demonios escogidos se deslizó sobre junturas ocultas y dejó a la vista una carne pálida, de color blanco grisáceo, bajo cuya superficie semitransparente latían gruesas venas oscuras. El latido se hizo más rápido y fuerte al mismo tiempo que las venas comenzaban a hincharse y presionar contra la carne que las constreñía. Un gemido bajo y borboteante salió de la garganta de la criatura, acompañado por los sonidos de otros tres petos que se abrían.

Un bajo murmullo animal se alzó entre la multitud que observaba mientras los cuatro candidatos al sacrificio comenzaban a temblar y la carne expuesta se estremecía y distendía en la garra de una oscura parálisis extática.

El pecho del primer demonio, que entonces abultaba tanto que sobresalía de la armadura, se abrió con una explosión que lanzó las venas apretadamente enroscadas sobre varios metros de suelo. La tierra quedó empapada de icor negro purpúreo, mientras las venas continuaban latiendo y serpenteando por voluntad propia. Con un suspiro de satisfacción casi carnal, el demonio cayó primero de rodillas y luego de cara sobre la tierra.

Uno a uno, los otros tres se desplomaron con los signos vitales extinguidos, excepto por la masa de palpitantes venas que continuaban enroscándose y desenroscándose en el suelo, ante ellos; se hacían más gruesas con cada latido, frotándose con fuerza las unas contra las otras a medida que se acercaban a su propia apoteosis.

Las venas, en ese momento tan gruesas como los pechos de tonel de los demonios de los que habían salido, estallaron en un cañonazo de fluido viscoso. La horda reunida retrocedió, pero Kargon avanzó con el peto abierto y dejó a la vista unas mojadas fauces, de las que salieron disparados pálidos tentáculos para saborear las gotas que caían.

Desde las profundidades del pecho de Kargon se desenroscó un solo tentáculo, más grueso que los otros; haciendo caso omiso del icor que salpicaba la ornada armadura, el tentáculo se hundió en un charco de icor que había a los pies de Kargon y penetró en la tierra que estaba debajo como si buscase el núcleo del propio planeta. Kargon permaneció rígido mientras el tentáculo latía una vez, dos, y luego se retiraba y volvía a retroceder hasta las profundidades del pecho del Portador de la Semilla. Los tentáculos menores que bordeaban las fauces de Kargon lamieron con avidez los límites de la boca para limpiar todo resto de icor.

—La ceremonia ha acabado. ¡La sssemilla del Caosss crece aquí! —anunció Kargon, cuya armadura se había cerrado, con voz endulzada por la satisfacción.

Bien limpio de vida humana, Ilium era entonces la cuna de la semilla del Caos y, con el tiempo, allí crecería vida nueva: retorcida, monstruosa, dócil ante la voluntad de los señores de Kargon, una infección que esperaba para extenderse.

—¡Nuesstra tarea aquí ha terminado!

Las palabras de Kargon resonaron por el vítreo llano donde se encontraban todos sus ejércitos. Habían viajado desde todos los continentes, desde todas las ciudades demolidas, desde todos los sectores destruidos de Ilium, para reunirse en aquel páramo desértico que en otra época había sido el centro de control de la guarnición imperial. La arena que tenían bajo los pies había sido calcinada y fundida en un último acto de inútil desafío: la detonación del resto de las armas nucleares del Imperio. Aquí y allá había fragmentos de edificios de la guarnición que sobresalían de la rajada superficie como antiguas piedras verticales, con sus orígenes y propósito borrados por la plaga del Caos y ya olvidados por los victoriosos invasores.

—¡Pero hay otrosss mundosss que desssean alojar la dura sssemilla del Caosss! ¡Viajaremosss a esssosss mundosss, atormentaremosss ssssusss almasss y losss pondremosss en condicionesss de recibir la sssemilla del Caosss!

Kargon hizo un gesto hacia el portal del Caos que se había erigido en la llanura. Aunque estaba inactivo, su diseño habría mareado a cualquier observador humano. Los sellos grabados en su superficie relumbraban con amenazadora radiación oscilante en espera de la orden de Kargon.

—¡La orden esss dada!

Al hablar, Kargon reparó en la atmósfera insólitamente inquieta que dominaba a sus soldados. Tras una victoria tan completa como aquélla, lo normal hubiese sido que mostrasen una estoica complacencia. Tras haberse alimentado del tesoro de almas del planeta, deberían estar satisfechos y dispuestos a continuar. En cambio, Kargon percibía algo que, por lo general, acompañaba a la llegada del ejército a un mundo nuevo, uno que prometía una rica cosecha de dolor: hambre.

—¡La orden esss dada! —repitió Kargon.

El portal ya debería haber entrado en actividad, y las partes que componían su múltiple estructura de rejilla tendrían que haber girado de tal forma que violaran todas las leyes del movimiento al abrir un nuevo agujero en el espacio material. Pero la rejilla continuaba tercamente inmóvil y las mareas del espacio disforme permanecían fuera del alcance de Kargon.

Un desconcertado arrastrar de pies recorrió las filas de demonios. También ellos sentían que algo no iba bien. Kargon hizo caso omiso de ellos. Dentro de su casco antiguo, lentes supradimensionales se realinearon sobre los ojos multifacetados, enfocando tanto el interior, el fluido filamento del Caos que ardía en su corazón, como el exterior, allende Ilium, donde encontró…

Nada. Había una barrera más allá de la cual no podía pasar; detrás, sus sentidos inhumanos no detectaban nada, ni una sola pista que explicara aquel confuso giro de los acontecimientos.

—¡Tiene que haber una razón! —murmuró Kargon, mientras comenzaba a notar una sensación insólita en la periferia de su conciencia: hambre.

* * *

La razón se encontraba sentada, parpadeando para quitarse el sudor de unos ojos que le escocían como si se hubiesen quemado por mirar los mismísimos fuegos del infierno. Ante él, una mira periscópica colgaba de un soporte articulado. Cada giro de las asas de operación le proporcionaba un ángulo de visión diferente de Kargon y sus soldados, o le ofrecía espantosas imágenes de la devastación que cubría todo el planeta. A lo largo de la pared del pequeño anexo en que se encontraba, una hilera de impresoras repiqueteaban al escribir valoraciones estadísticas de la velocidad y eficacia de la victoria de Kargon. Se llamaba Tydaeus, sargento instructor del Capítulo Corazones de Hierro. Lo habían designado como supervisor de la Máquina de Mimesis, y durante la última hora había estado luchando para comprender lo que había visto.

Tras apartar los ojos del visor binocular, Tydaeus arrancó un trozo de pergamino de la impresora más próxima. Los símbolos arcanos del Adeptus Mecánicus le dieron la misma respuesta a la pregunta que había formulado por séptima vez en siete minutos: Ilium estaba asegurado, aislado de todos los demás sistemas del puesto avanzado. La única manera de hacerlo más seguro era comenzar a arrancar engranajes y bielas de las mismísimas entrañas de la Máquina de Mimesis. Tydaeus era un técnico, no un tecnosacerdote, así que tendría que dejar las cosas como estaban.

Se retrepó en el asiento, cerró los ojos e intentó aquietar el huracán de imágenes que rugía dentro de los confines de su cráneo; imágenes de invasión, de ataque despiadado, de muerte y profanación, de un vil acto de humillación planetaria que ningún ser humano había visto antes ni había vivido para contarlo: nada de lo que se pudiera decir que había sucedido de verdad.

Ilium era una ficción, uno de los terrenos de entrenamiento que podía generar la extraña maquinaria instalada en las profundidades de un puesto avanzado de entrenamiento, ignorado por casi todos, incluido el Capítulo al que pertenecía. Una tecnología antigua, que ya era vieja antes de que el Emperador ascendiera al trono, había sido desenterrada y usada para crear un sistema de entrenamiento adicional para los marines espaciales iniciados: mundos donde podían luchar, morir y volver a luchar, aprender de sus errores sin pagar el precio habitual de las estrategias fallidas: su propia muerte o la muerte de sus compañeros.

Lexmecánicos, artesanos y logistas habían dedicado décadas a la construcción de la Máquina de Mimesis. No sólo creaba a Ilium, sino a un millar de mundos irreales, amalgamas de todos los planetas en los cuales los marines espaciales luchaban y morían. Surgieron dudas sobre la santidad de algo semejante, la pureza de cualquier tecnología destinada a recrear el universo. Muchos recordaron el repugnante deseo de los adoradores del Caos y los dioses oscuros a los que rendían culto de hacer exactamente eso.

Al final, las preocupaciones ecuménicas tuvieron poco que ver con el desprecio hacia la Máquina de Mimesis. Ningún marine espacial que se preciara le dedicaría más que una sonrisa de desprecio. «¡Un marine espacial reza por una sola oportunidad: la de morir al servicio del Emperador!», opinó el primarca Rubinek al enterarse de la finalización del proyecto. Ante una oposición semejante, los partidarios propusieron que la Máquina de Mimesis les fuese asignada a los Corazones de Hierro para usarla en las primeras etapas del entrenamiento de los iniciados. Los lexmecánicos controlarían la actuación en combate de tales iniciados, y así evaluarían la utilidad de aquella maquinaria.

Durante décadas, los iniciados habían ido y venido, y se habían metido en trajes de batalla de varillas conectados a cables, que les permitían interactuar con los mundos generados por la Máquina de Mimesis. Cada ejercicio era precedido por invocaciones rituales para pedir la protección del Emperador ante cualquier posible contaminación del Caos que pudiese surgir del contacto con la maquinaria, y concluía con un servicio de absolución en la capilla de Mártires de los Corazones de Hierro. A lo largo del tiempo había menguado el interés por la Máquina de Mimesis. Cada vez eran menos los iniciados enviados a batallar con las simulaciones de demonios, genestealers, orkos y eldar, y el equipo de mantenimiento fue reducido hasta quedar sólo Tydaeus y un hombre llamado Barek.

—Se limitan a esperar a que se averíe —se había quejado Tydaeus al hablar con Barek, en más de una ocasión—. Luego, sencillamente se olvidarán de repararla.

Barek asentía con la cabeza o respondía con un gruñido, y luego se dedicaba a su trabajo de gatear y arrastrarse entre los engranajes y ruedecillas de la Máquina de Mimesis para aplicarles ungüentos lubricantes a los componentes que giraban con gran rapidez. Durante las largas horas que pasaban el uno en compañía del otro, Tydaeus era el único que hablaba. Una hora tras otra hora interminable, miraba cómo la Máquina de Mimesis proyectaba los programas, se hundía más en el asiento y soñaba con la gloria que debería haber sido suya.

Ese día había comenzado como todos los otros. Argos, Belladonna, Celadon…, el interminable ciclo de mundos transcurrió ante Tydaeus, que, sin prestarles mucha atención a las escenas que pasaban ante el visor, meditaba acerca de las oportunidades de combate real en nombre del Emperador que le había negado el mismísimo Imperio al que tan deseoso estaba de servir.

Evangelion, Fortelius, Galatea, Hyperious.

Ilium.

La invasión ya había comenzado. Tydaeus miraba con ojos fijos de perplejidad las cifras que había en la cinta que salía de una de las calculadoras tutoriales: estaba en marcha la derrota de un mundo básicamente utilizado para instruir a los iniciados en los elementos básicos de la defensa planetaria. El escenario por defecto de Ilium era uno de los más aburridos de todo el catálogo. Tras enderezarse de golpe, posó los ojos sobre el visor y manipuló todas las asas y botones. Sin que pudiera creerlo, observó cómo una marea de demonios corría por aquel mundo imaginario, pasando por la espada, el hacha y la garra a los ciudadanos ingeniosamente simulados.

—Tal vez ésta es la avería que estábamos esperando —murmuró Tydaeus mientras arrancaba el informe de diagnóstico más reciente.

«Simulación en curso: Ilium. Estado de simulación: estándar. Estado operacional: nominal».

—Tienes los días contados —le dijo Tydaeus a la Máquina de Mimesis.

Sentía una cierta satisfacción ante la perspectiva de que la arrinconaran y a él le dieran otro destino… Pero ¿qué destino? ¿Mantenimiento de armas? ¿Subtécnico en la sala de mapas? Todas las posibilidades no prometían otra cosa que más humillaciones para un marine espacial al que habían considerado como indigno hacía tantos años.

* * *

La emboscada la habían preparado bien. Los miembros del equipo de Tydaeus no detectaron ni una sola señal de la proximidad de su presa hasta que las fauces de la trampa se cerraron.

—¡Resistid y luchad, marines! —gritó el jefe de la compañía antes de que dos tiros de fuego cruzado lo librara de la lucha.

—¡Por el Emperador! —gritó Tydaeus en un intento de reagrupar a la compañía, que ya había perdido alrededor de la mitad de sus miembros. Disparó bala tras bala hacia el follaje de la jungla que los circundaba, entre cuyos árboles de gruesos troncos se movían sombras.

—¡Tydaeus! ¡A tierra! —El grito procedía de atrás, y fue seguido por un tremendo impacto.

Una carga detonó por encima de su cabeza, en el espacio que había ocupado momentos antes. Medio rodando y medio deslizándose por el barro al que se había lanzado, se volvió para encararse con su salvador.

—¡Parece que te debo una, Christus! —reconoció Tydaeus. Su compañero le dedicó una de las familiares sonrisas de dientes separados—. ¿Aún tienes el bólter?

—¡Siempre, por el Emperador! —replicó Christus al mismo tiempo que le daba unos golpecitos al arma.

—Bien —dijo Tydaeus mientras recogía las piernas debajo del cuerpo. Unos lascivos sonidos de succión sonaron en el fango en el momento en que él se libraba del abrazo del mismo—. ¡Porque hay una sola manera de salir de ésta!

Tydaeus saltó hacia adelante con el bólter oscilando en su mano mientras disparaba una descarga tras otra hacia el follaje. Se oyó el sordo golpe de un impacto, muy probablemente sobre un peto, y un cuerpo cayó al suelo con estrépito. Escuchó un segundo impacto, y un segundo cuerpo.

—¡Justo detrás de ti, hermano! —bramó Christus, que corría detrás de Tydaeus disparando con su bólter.

Al atravesar la muralla de plantas tras la cual sus enemigos se habían tendido a esperar, Tydaeus se detuvo. Dos rifles bólter se encontraban tirados, abandonados en el fango. Con un grito y ruido de ramas partidas, Christus se unió a él.

—¡Estos árboles son lo bastante gruesos como para que se esconda todo un batallón tras ellos! —comentó Christus mientras observaban el área inmediata. La poca luz que se filtraba a través del denso dosel del bosque, servía sólo para proyectar sombras impenetrables sobre los espacios que había entre los inmensos troncos.

—¡Allí! —Tydaeus señaló con un dedo enguantado hacia la brecha que había entre dos árboles—. ¡Movimiento!

Christus disparó una andanada, y Tydaeus estaba a punto de imitarlo para someter a las sombras cuando un repentino cosquilleo en la nuca hizo que se volviera.

La figura cargó desde detrás de un árbol situado a la derecha de Tydaeus. Era rápida, y su espada dentada ya descendía. Estaba demasiado cerca para apuntarla con el bólter.

Un paso corto a la izquierda y un giro del cuerpo sacaron a Tydaeus del camino de la espada. Dio otro paso corto, esa vez hacia el atacante, y asestó un golpe con el brazo rígido en pleno rostro del enemigo.

Tydaeus estaba bien preparado para el impacto, pero el oponente no; así, las botas le resbalaron en el fango y cayó de espaldas. El casco, que salió disparado a causa de la fuerza y el ángulo del puñetazo de Tydaeus, voló girando hacia las sombras.

—¡Por el Trono Dorado, eso duele! —protestó el iniciado Caius al mismo tiempo que sacudía la cabeza y luego se tocaba con delicadeza la sien, en la que ya estaba formándose un cardenal—. Me he quedado sin municiones, así que la lucha cuerpo a cuerpo era la única opción que tenía. ¡Debería haberlo pensado mejor al ver que era usted!

Tydaeus, de pie junto al iniciado caído, alzó el bólter y apuntó con descuido al rostro de expresión triste de Caius.

—¡Pum! —dijo, en el momento en que la sirena que indicaba el final del ejercicio acallaba los sonidos de combate en el claro situado detrás de ellos—. ¡Está muerto!

La mano de Tydaeus quedó suspendida sobre el intercomunicador, mientras las imágenes de triunfos pasados desfilaban por su mente. Caius, siempre demasiado descuidado, nunca lo bastante concentrado en lo que hacía, había caído durante su primera misión con los exploradores. Christus, un guerrero nato, comandaba, con éxito en ese momento, una compañía en la más reciente de una larga lista de expediciones de búsqueda y destrucción. Cada uno de los iniciados con los que había entrenado, había ganado el derecho de recibir el gen-semilla de marine espacial, y había ido a servir al Emperador en la primera línea de la cruzada contra las fuerzas del Caos. Muchos habían perecido y se habían ganado un lugar en el Libro de Mártires del Capítulo Corazones de Hierro. Los otros continuaban obteniendo gloria para sí mismos y para el Capítulo.

¿Y qué sucedía con Tydaeus? Tydaeus, iniciado de honor. Tydaeus, del que muchos habían hablado como un potencial comandante de compañía, tal vez un Señor del Capítulo con el tiempo.

¡Ah, sí!, Tydaeus. ¿Qué había sido de él?

—Su cuerpo ha rechazado el gen-semilla.

El médico del Capítulo, Hippocratus, fue brutalmente franco. Los años pasados en el campo de batalla enfrentándose con las más espantosas heridas de guerra y extirpando las valiosas glándulas progenoides del cuerpo de marines espaciales caídos habían acabado con cualquier pretensión de modales compasivos. Tydaeus se encontraba sentado delante de él, con la espalda rígida, preparado para oír aquella noticia, pero aun así incapaz de dominar el furor de sus emociones o la parálisis de tipo gripal que se apoderó de él desde el tercer y más reciente intento de introducir el gen-semilla en su cuerpo.

—Por lo que podemos ver, su cuerpo tiene problemas de asimilación del ADN de la semilla. Reacciona ante él como lo haría ante un organismo invasor. Ya no podemos hacer nada más. Cualquier otro intento de introducir la semilla podría provocar mutaciones intolerables. Preséntese ante el ayudante del Capítulo para que le dé un nuevo destino. Eso es todo.

Con esas palabras y un gesto de la nudosa mano derecha, el médico de cabello gris puso fin a la vida de Tydaeus.

—Un nuevo destino…

Las palabras sorprendieron a Tydaeus incluso en el momento de pronunciarlas. Su mano continuaba suspendida sobre el intercomunicador. Debería ponerse en contacto con el tecnosacerdote Borus, informarle del comportamiento aberrante de la Máquina de Mimesis y aceptar lo inevitable: la desactivación de la misma y su nuevo destino. Ante él se abría un futuro que pasaría observando cómo los iniciados se preparaban para su propio momento de gloria: la asimilación del gen-semilla y su aceptación en la Hermandad de los Marines.

Aún no. Con los ojos todavía apoyados contra el visor, Tydaeus volvió a enfocar a Ilium con la mirada. Había algo en los invasores, en la forma de moverse mientras acumulaban una atrocidad tras otra sobre la superficie del planeta irreal… La Máquina de Mimesis era capaz de generar la forma y el comportamiento aparente de una vasta serie de formas de vida, pero, a lo largo de los años que había pasado mirando a través del visor, Tydaeus había llegado a reconocer pequeñas deficiencias, aparentemente insignificantes, en sus creaciones.

Del mismo modo que el retrato de un hombre podía captar su apariencia, insinuar su tipo de movimiento, pero fracasar a la hora de registrar las particularidades de su personalidad, la Máquina de Mimesis tampoco podía, en opinión de Tydaeus, producir simulaciones por completo convincentes. Cada orko, genestealer o desangrador con los que se encontraba un iniciado en uno de los mundos generados era sólo una aproximación a la verdad, inevitable y, tal vez, fatalmente incompleta.

Mientras continuaba observando cómo las hordas del Caos lo destruían todo a su paso, Tydaeus vio precisamente las inconsistencias de modales y acción que no esperaría ver en los enemigos artificiales de uno de los ejercicios prescritos. En su mente comenzó a tomar forma la certidumbre —¡la imposibilidad!— de que aquellos enemigos eran reales.

Lo inaudito de aquella idea guerreaba con su comprensión de la relación existente entre el espacio disforme y el universo material. La Máquina de Mimesis formaba parte del universo material y, por tanto, lo mismo sucedía con los mundos por ella generados. ¿Tan poco razonable era suponer que una confluencia de corrientes en las mareas de disformidad pudiese permitir a un ejército de demonios acceder a uno de esos mundos? Cuanto más pensaba en el asunto, cuanto más observaba a Ilium anegarse en la sangre de sus habitantes irreales, más seguro se sentía de la respuesta.

Ilium había estado sometido a incontables ataques imaginarios por parte de alienígenas y demonios, pero esa vez los demonios eran reales.

Por un momento, apareció una figura, pero desapareció cuando Tydaeus programó una visión panorámica de otra escena de carnicería absoluta. No era un desangrador: más alto y ancho, ataviado con una armadura de incrustaciones más personales… Tydaeus ajustó los controles del visor para volver atrás, hasta que…

¡Allí! Medio cuerpo más alto que el marine espacial de mayor estatura, llevaba una armadura de obsidiana con fisuras, de la cual colgaban trofeos de una campaña de horrores indecibles. Por sus gestos, parecía estar dirigiendo las acciones de los otros demonios. A través de la coronilla de la somera cúpula de su casco salía un manojo de tentáculos vivos. Una mano enguantada provista de una garra sujetaba un hacha cuyo mango era más largo que la estatura de cualquier marine.

Tras apartar las manos de los controles del visor, Tydaeus pulsó botones en los que había grabados símbolos, y desplazó interruptores de palanca. Un retronar bajo estremeció el piso del anexo cuando la totalidad del sistema de engranajes invirtió su marcha y conectó bielas retiradas y realineadas. Era algo que lindaba con lo blasfemo, pero, si lograba atrapar a los demonios dentro de la simulación de Ilium, podría…

¿Podría qué? La respuesta ya estaba allí, en la sombra proyectada por los largos años de frustración, pero no logró reconocerla; todavía no.

El carrete de una impresora comenzó a funcionar. Tydaeus pidió la impresión de más datos, y luego otra vez. En el tiempo que la impresora necesitó para acabar cada nueva impresión continentes enteros se ennegrecieron, infestados por los demonios invasores.

Tydaeus volvió la mirada hacia el repugnante comandante de la horda, atraído por su inhumana eficacia en el avance a través de Ilium, aparentemente inconsciente aún de la calidad irreal de aquel mundo, de la trampa que ya se había cerrado en torno a él.

Mientras miraba cómo la horda se reunía en la llanura desértica, una nueva certidumbre tomó forma en la mente de Tydaeus. Allí había una provincia del infierno atrapada dentro de una máquina convertida en jaula de irrealidad. Allí estaba su oportunidad de gloria.

Todo pensamiento de gloria desapareció de su cabeza ante el espectáculo del ritual de la Siembra. ¿Todos los mundos que habían caído ante aquella criatura habrían sido sometidos a ese último acto de violación? Vencerla sería imponerle sagrada venganza en nombre de todos esos planetas. Tal fue el fuego justiciero que floreció en el pecho de Tydaeus que sólo podría apagarlo la aniquilación de aquella abominación demoníaca.

La figura recubierta de negro hizo un gesto hacia el portal del Caos, y la llama de indignación de Tydaeus fue apagada por el miedo. Si los demonios llegaban a escapar…

La impresora acabó con el último informe: Ilium era seguro. Confinado dentro de los parámetros operacionales realineados de la Máquina de Mimesis, el portal del Caos permanecía inactivo. Tydaeus advirtió un cambio en la actitud de la horda reunida. ¿Era aprensión? ¿Acaso las criaturas engendradas al otro lado del Ojo del Terror eran capaces de sentir miedo?

—Es hora de averiguarlo —murmuró Tydaeus, al mismo tiempo que se apartaba del visor y hacía girar el asiento suspendido sobre el piso mediante su propio armazón articulado hacia una hilera de paneles de control instalados contra la pared opuesta a las impresoras. Mediante otros interruptores y palancas grabados con runas, activó una sección de la Máquina de Mimesis que había permanecido dormida desde que el último grupo de iniciados acabó sus ejercicios de entrenamiento en otro de los mundos del aparato. Un nuevo retumbar hizo vibrar el anexo y, antes de que pudiera reconsiderar lo que estaba haciendo, había bajado del asiento y había traspasado la puerta que se había abierto al pulsar el último interruptor.

—Señor del Trono Dorado, acompáñame en mi hora de peligro. Hazme inmune a la corrupción del Caos contra la que empeño mi vida en tu servicio…

Mientras se ponía uno de los trajes de batalla que colgaban en hilera dentro de la gran sala adyacente al anexo, Tydaeus entonaba la Liturgia antes de la Batalla que había aprendido cuando era un iniciado. Su larga práctica con el diseño del traje le permitió cerrarlo en torno a su cuerpo y conectar los últimos cables de movimiento y sensación sin la ayuda que precisaban la mayoría de los iniciados.

El traje de batalla tenía un aspecto absurdo —un caparazón liso, que colgaba laxo de cables y arneses—, pero Tydaeus sabía que, una vez conectado a la Máquina de Mimesis, se encontraría enfundado en una copia exacta del traje de batalla de un exterminador. El corazón le latía con fuerza contra el pecho y una voz susurraba desde el fondo de su mente para informarlo de la locura que estaba a punto de cometer. Hizo caso omiso de ambos, descolgó el casco sin visor situado sobre el traje que había escogido y se lo puso.

Ciego dentro del casco, Tydaeus respiró profundamente para calmar los latidos de su corazón y silenciar la vocecilla susurrante. Lo único que entonces importaba era lo que él podría lograr. Sabía que, en el anexo, los cuadrantes estaban contando los segundos restantes del tiempo que se había concedido para entrar en la cámara interior, ponerse el traje y ajustarse el casco. Había seleccionado toda una variedad de armas. Había visto al enemigo. Sabía lo que tenía que hacer.

¿Acaso el tiempo se alargaba de aquella manera para todos los marines espaciales? ¿Acaso el último segundo antes de la batalla parecía prolongarse de manera indefinida? ¿Les sudarían las manos, les latiría con fuerza el corazón y la respiración se les transformaría en un jadeo somero? Tydaeus ya se sentía más cercano a la hermandad que le había sido negada.

Continuaba ciego; continuaba esperando. La tentación de quitarse el casco y regresar al anexo se había vuelto intolerable cuando Tydaeus fue cegado por el repentino regreso de la luz. Tras parpadear con rapidez, miró al otro lado de la llanura vidriada.

¡Demonios, centenares de ellos! Tydaeus se encontraba de pie a pocos metros de la retaguardia de la muchedumbre. Había visto a los de su clase millares de veces cuando proyectaba las misiones de los iniciados. Había observado ese ejército desde que llegó a Ilium, pero nada podría haberlo preparado para aquello. El caleidoscopio de tamaños y tipos físicos asaltó su noción de lo que debería haber sido un ser vivo. A algunos los reconoció como seres que en otra época habían sido humanos: los marines espaciales del Caos, en otros tiempos orgullosos hermanos que habían vendido su alma a los Dioses Oscuros. El horror individual de cada demonio adquiría un poder mucho mayor a causa del número. La ola de odio destructivo e irracional que emanaba de ellos resultaba palpable.

Tydaeus luchó por recordarse que, a pesar de todo su poder, habían quedado atrapados sin saberlo en aquel lugar, un mundo del que apenas podía decirse que existiera. Incluso en ese momento, Tydaeus podría limitarse a tirar del enchufe, y todos serían entregados al olvido, incapaces de comprender cómo los habían derrotado.

Pero no era por eso que Tydaeus se encontraba allí. ¡Había ido a luchar, a poner al jefe de rodillas y demostrar así que era digno del destino de un marine espacial, del respeto de un marine espacial!

Con esa determinación, disparó una andanada hacia la muchedumbre de seres grandes y pesados; tenía la intención de sacar el máximo provecho del elemento sorpresa. Alertados por la explosiva muerte de sus compañeros y aullando de asombro, los apiñados desangradores y otras atrocidades contrarias a la naturaleza comenzaron a correr para enfrentarse con su atacante, y Tydaeus avanzó para plantarles cara.

Tras agacharse para esquivar un violento tajo de una espada serrada, Tydaeus respondió con un golpe de la suya propia. Su espada sierra mordió la carne del demonio, abrió un bostezante surco y dejó al desangrador pataleando su agonía sobre el suelo accidentado. ¡Su primer muerto! La mente de Tydaeus cantó al matar, con disparos de su pistola, a otros dos engendros del vacío que se le echaban encima. Otra espada chocó contra su armadura, pero el traje de batalla desvió el golpe y permitió que su portador matara a un cuarto demonio.

—¡Por el Emperador! —gritó Tydaeus cuando un disforme híbrido orko-demonio se disolvió ante su ataque. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que profirió ese grito por última vez?

Tras soltarse de una patada de la presa desesperada de un marine del Caos destripado que le aferraba la bota con tenacidad, continuó avanzando hacia la multitud.

—¡Ya he llegado, demonios! —bramó Tydaeus, furioso—. ¡Soy Tydaeus, del Capítulo Corazones de Hierro, y soy vuestra perdición!

* * *

De pie junto al inactivo portal del Caos, Kargon sintió la ola de sorpresa que recorrió las filas de sus seguidores antes de que le llegaran las imágenes, debido a la vil, animal conexión existente entre ellos. A través de sus ojos vio a Tydaeus. Primero, observó una figura que fluctuaba, avistada entre los hombros de otros demonios: la visión, no obstante, quedó obstruida cuando la lucha se convirtió en un confuso apiñamiento. Luego la figura se transformó en una acorazada imagen de muerte: una espada sierra descendía y un bólter escupía explosiva aniquilación.

—¡Esssto no puede ssser! —siseó Kargon.

La población humana de Ilium había sido barrida del planeta; además, un solo marine espacial no debería ser capaz de causar tales estragos entre sus tropas. Por primera vez en su larga existencia, el Portador de la Semilla conoció la torpe confusión del que se defendía ante un enemigo abrumador.

Tydaeus continuaba avanzando. El pensamiento consciente se había convertido en un recuerdo lejano, y asomaban las pautas de combate que le habían enseñado durante los años de iniciación. Sin ninguna estrategia concreta, los demonios corrían hacia él. El apiñamiento jugaba en contra de ellos, pues al entrechocar sus armas le proporcionaban a Tydaeus el blanco más grande posible para su bólter y su espada sierra.

Tras girar para evitar el tajo de una lanza rematada por crueles garfios, Tydaeus se sorprendió al ver que el desangrador que la blandía era derribado a un lado por otro de los de su clase. El segundo desangrador pisoteó con descuido la cabeza del compañero para atacar él. Una cadena negra, incrustada con la sangre seca de un millar de muertos, serpenteó hacia Tydaeus y se enrolló en torno al brazo que había alzado para defenderse. Se dejó arrastrar de un tirón hacia adelante y su peto chocó con un golpe sordo contra las escamas carmíneas que cubrían el pecho del desangrador; después disparó la pistola a quemarropa contra el rostro del demonio. El desangrador cayó de espaldas, con la cabeza convertida en un despojo humeante. Tydaeus continuó avanzando, y advirtió con sorpresa que por todas partes habían estallado escaramuzas intestinas similares a la primera.

Kargon comprendió. La sorpresa había sido reemplazada en las mentes de sus legiones por otra emoción: el deseo de satisfacer el hambre que les roía desde que desembarcaron en Ilium, hambre que Kargon también experimentaba. Las almas de aquellos de quienes se habían alimentado habían resultado insuficientes; sentían las extremidades pesadas, agotadas por la fatiga de la inanición, como si las almas de los habitantes de Ilium hubiesen sido meras ilusiones. La repentina aparición de otro humano ofrecía una nueva posibilidad de nutrición, y para alcanzar aquella nutrición cualquier criatura nacida del Caos estaba dispuesta a pisotear a sus compañeros.

Ilusión: eso también lo entendía Kargon. Alterando la alineación de sus órganos sensoriales, el Portador de la Semilla sondeó el paisaje donde se encontraba y donde sus soldados estaban siendo cortados como si fuesen tallos. Pasando más allá de las apariencias buscó algún rastro de principio organizador. Los planos de color fueron apartados por su mirada, y una matriz de metal torneado apareció ante su vista: engranajes, diferenciales, ruedas y bielas giraban con perfecta suavidad mecánica para crear una pauta que era compleja, aunque irreal. Real, aunque irreal…

—¡Un invento! —jadeó Kargon.

De pronto, comprendió la verdad. La ilusión, tan a menudo el medio por el cual las fuerzas del Caos habían nublado las mentes de los hombres, era el fundamento del mundo que había conquistado, de las almas de las que él y sus soldados se habían alimentado. Concentrados en la conquista, habían estado hambrientos desde su llegada. Esta nueva amenaza, el intruso procedente del mundo exterior a la ilusión, había acudido a aprovecharse de su estado de debilidad, había ido a reclamar el alma del Portador de la Semilla como premio.

—¡Essso no ssserá! —dijo Kargon con voz ronca.

Avanzó hasta la fila más cercana de desangradores que a esas alturas se habían unido a la avalancha hambrienta. Una falange de demonios menores alzaron el vuelo y se lanzaron como flechas hacia el aún lejano atacante. Varios desangradores se volvieron, distraídos del frenesí sanguinario por la presencia de su señor. El hacha de Kargon, la Segadora de Almas, según la designaban los archiveros imperiales, ya estaba descendiendo.

Una estúpida sorpresa apareció en la mente de un desangrador cuando el hacha de Kargon se le clavó en el pecho. Un seudópodo salió entre dos placas del guante blindado de Kargon, se deslizó por su superficie y serpenteó hacia el interior de una grieta similar situada en el mango del hacha. La vida del desangrador abandonó su cuerpo arrastrada a lo largo del hacha por la brillante conexión gelatinosa del seudópodo para alimentar a las primeras de las encogidas y hambrientas células de Kargon.

No era suficiente. Aquel primer bocado de verdadero alimento desde la llegada a Ilium sólo sirvió para despertar el hambre de Kargon hasta un grado más agudo y exquisito. Tras alzar el hacha, Kargon volvió a golpear, y cayó un segundo desangrador con la Segadora de Almas clavada en la conjunción del cuello con un hombro. El cuerpo del demonio se estremeció de modo espasmódico cuando su agotada vitalidad fue absorbida para reponer las fuerzas del dios oscuro al que servía.

No bastaba. Kargon golpeó una y otra vez, avanzando entre los soldados; los mataba sin dedicarles un solo pensamiento y se alimentaba de ellos impulsado por el conocimiento de que el marine espacial sin nombre se acercaba hacia él de manera similar. Cuando el último frente de sus tropas cayera y él se encarase con su némesis, el Portador de la Semilla estaría preparado.

* * *

La mente de Tydaeus estaba encendida de furia justiciera. Detrás de él, la llanura se veía cubierta por las pilas de los cadáveres de sus víctimas. Si todos los demonios eran presas tan fáciles, se preguntaba por qué no habían sido ya borrados de la faz del cosmos. Si un solo hombre podía enviar a tantos gritando de vuelta al vacío que los había engendrado, ¿por qué habían caído tantos planetas ante ellos, y tantos guerreros no habían regresado a sus hogares durante los largos siglos de conflicto?

¿Era posible que el Emperador, o aquellos que ejecutaban su voluntad entre la humanidad, estuviesen equivocados? ¿Era posible que el gen-semilla de los marines espaciales no constituyera el medio por el cual las fuerzas del Caos serían repelidas, sino que ese medio fuese la fuerza interior de hombres como él? Ésa sería la lección que le daría al Imperio: los verdaderos guerreros nacían, no se los criaba como a estúpido ganado. ¡Arrojaría la cabeza del profanador de planetas de negra armadura ante el altar principal de los corazones de hierro, y entonces tendrían que escucharlo! Los ancianos del Adeptus Terra podrían gritar que aquello era una blasfemia, pero no podrían negar la verdad de lo que él había hecho.

Hacía rato que había agotado el bólter derribando repugnantes demonios del cielo. Con la espada sierra en la mano y mientras el mecanismo de autolimpieza gemía a modo de protesta, Tydaeus continuó abriéndose paso entre los desangradores, cortando extremidades y hendiendo pechos con un corte tras otro. En lugar de correr hacia su perdición, los demonios empezaron a retroceder ante su avance, hasta que el demonio al que buscaba se encontró ante él: el señor de aquel oscuro ejército, su comandante y su dios.

—¡Abominación! —jadeó Tydaeus, consciente por primera vez de que jadeaba y le dolía el pecho a causa del esfuerzo sobrehumano realizado para abrirse camino hasta ese punto. No obstante, detrás del visor sus ojos ardían con fuego sagrado. La fatiga no era nada. Se hallaba en el umbral de la inmortalidad.

El hacha de Kargon hendió el aire y paró la espada de Tydaeus con un impacto impresionante. Tydaeus retrocedió dando traspiés y resbaló con las vísceras de una de sus últimas víctimas; cayó sobre una rodilla para evitar el salvaje golpe de retorno del demonio, y lanzó un tajo a las piernas de Kargon. La girante hoja se clavó, se mantuvo allí por un momento y luego se soltó. La armadura del Portador de la Semilla era resistente, y Kargon avanzó obligando a Tydaeus a retroceder y a parar un golpe tras otro.

¿Durante cuánto tiempo había danzado de aquel modo por la llanura, cercado por los desangradores que lo rodeaban y sus hermanos? ¿Durante cuánto tiempo habían resonado los gritos de los demonios alrededor de su cabeza? El tiempo había perdido todo significado para Tydaeus casi desde el momento en que cargó contra la monolítica figura negra decidido a acabar la lucha con un solo golpe. El señor demonio luchaba sin rastro alguno del imperioso desdén con que había comandado la invasión de Ilium, pero su poder continuaba siendo espantoso. La cólera con que asestaba golpe tras golpe contra Tydaeus amenazaba con despojar al futuro marine espacial de su voluntad de combate.

Un grito como un crujido de la tierra salió del abovedado casco del Portador de la Semilla. Había aparecido una fisura en el guantelete de obsidiana, y el icor venoso manó por la herida y salpicó el casco y el peto de Tydaeus. La esperanza volvió a encenderse dentro de él, y avanzó una vez más.

Entonces le tocó a Kargon retroceder. Tydaeus descargó una lluvia de golpes contra él, ansioso por hender la armadura que cubría el centro vital del demonio: aquella fauce voraz, babeante órgano de profanación. Parecía que la defensa de Kargon había degenerado en un debatirse descoordinado del hacha y la mano libre. Tydaeus se aproximó más a él. Estaba seguro de que el final se encontraba próximo.

Algo fuerte como una prensa se cerró en torno al brazo con que Tydaeus blandía la espada, otra prensa le aferró un hombro, y las botas de Tydaeus patalearon en el aire cuando Kargon lo levantó del suelo. ¡Demasiado cerca! En su deseo de acabar la lucha, se había puesto al alcance del demonio. A pesar de las heridas, la fuerza física de Kargon era incalculable. La Segadora de Almas pendía, olvidada, de la muñeca de Kargon y éste acercó aún más a Tydaeus hacia sí.

Mientras luchaba para soltarse de la presa de Kargon, Tydaeus todavía tuvo tiempo de advertir que las fisuras de la armadura del Portador de la Semilla eran algo más que meras marcas de combate. Latían con vida, como si el caparazón de aspecto pétreo estuviese orgánicamente conectado al cuerpo que contenía. Mientras lo observaba, los latidos se aceleraron.

Con una lentitud casi geológica, el peto de Kargon crujió y se abrió con movimiento perezoso.

—¡No!

Parecía que Tydaeus colgaba sobre un insondable abismo, una fisura que conducía hasta su propio corazón, hasta las profundidades de su propia ambición…, hacia su condena y la del puesto avanzado de entrenamiento donde aún se encontraba de pie su cuerpo paralizado por el terror.

En las profundidades del abismo, algo se movió y comenzó a serpentear hacia la luz.

Tydaeus apenas sintió el impacto cuando el tentáculo perforó su peto, se fijó en algo dentro de él y comenzó a alimentarse. Podía aceptar la muerte como precio por su propio fracaso, ya que, a fin de cuentas, era el código del guerrero. Fue el conocimiento que inundó su mente, incluso mientras Kargon lo despojaba del alma, lo que hizo que gritase de angustia. El Portador de la Semilla no estaba interesado en su alma, por nutritiva que pudiese ser después del insatisfactorio banquete de los espíritus de los irreales habitantes de Ilium y de las magras almas que movían a sus seguidores. Kargon quería de Tydaeus aquello que sólo él era capaz de proporcionarle: el paso al universo real, la verdad que residía tras el mundo ilusorio de Ilium.

—¡Que el Emperador me perdone!

Esas palabras, el último pensamiento humano de Tydaeus, emergieron al silencio de la cámara interior antes de que, con una explosión de su cuerpo, Kargon arrancara la barrera que separaba la ilusión de la realidad. El cadáver de Tydaeus flotaba en el aire como una contorsionada blasfemia de sangre y huesos mientras la hendidura abierta en el tejido del espacio material se ensanchaba y disparaba las alarmas de incursión por todo el puesto avanzado.

Kargon avanzó hacia la puerta que comunicaba con el anexo que se encontraba al otro lado y, más allá, con el puesto avanzado, cuyos habitantes ya corrían en respuesta a las alarmas. Detrás de él, sus seguidores atravesaron el portal con un hambre que viciaba el aire.

—¡Almasss! —siseó Kargon, Señor Demonio del Caos—. ¡Almasss de marinesss essspacialesss!

Sus dedos se apretaron en torno al mango del hacha, y se cerró la fisura con la que había engañado a Tydaeus para que se le acercara.

—¡Esss hora de comer!