La gracia del Emperador

LA GRACIA DEL EMPERADOR

ALEX HAMMOND

Las ardientes llamas saltaban hacia las alturas, formando largas sombras sobre la bóveda. El frío suelo en el que se posaban sus pies no resultaba reconfortante. Ropas ligeras adornaban su cuerpo, o más bien pendían de él, y le aportaban poco abrigo. Streck miró hacia la oscuridad y sus ojos se esforzaron por penetrar las tinieblas. Por encima y alrededor de él, un pesado silencio sofocaba cualquier cosa que se atreviese a alterar la quietud.

Oyó un ruido. Streck se volvió, mientras sus ojos cargados de sueño todavía intentaban enfocar un blanco entre las danzantes sombras.

Las llamas se avivaron y adquirieron una vida monstruosa; la oscuridad de los rincones mermó hasta revelar la forma de la estancia. Altos soportes arqueados sostenían un techo de alturas inimaginables. Lustrosas tuberías de acero canalizaron las llamas hasta el corredor y su luz dejó a la vista a un hombre ataviado de negro, cuyo abrigo estaba salpicado de condecoraciones militares. Se hizo audible un zumbido suave, algo que había estado presente durante todo el tiempo y que resonaba a través de los pasillos.

El hombre de ojos oscuros y envuelto por el abrigo y la sacra insignia del Culto al Emperador se acercó. Las llamas aumentaron y arrojaron luz sobre el enorme lexicón que tenía el sello imperial grabado a fuego sobre la cubierta. El hombre moreno avanzó un paso y abrió el libro; las páginas reflejaron la danzante luz sobre su rostro, y Streck se miró a sí mismo. Los corredores estallaron en llamas. El zumbido se volvió penetrante y lanzó a Streck a la aullante conciencia de una zona de guerra.

Ululantes sirenas de ataque. Una estrecha camilla. Pistola bólter en la mano. Streck se levantó, se alisó el uniforme de comisario, se puso la gorra de visera en la cabeza y subió la escalera corriendo hacia su puesto de mando.

Quietud. El cri-cri de los grandes insectos cornudos había cesado al comenzar el bombardeo. El teniente Lownes aún podía ver las alas multicolores como vitrales que se agitaban mientras las criaturas volaban a velocidad desesperada entre los espesos grupos de mangles.

—Tienen la inteligencia de un gato —le susurró Lownes al joven guardia que se encontraba a su lado.

—¿Señor?

—Esos insectos tienen la inteligencia de un gato, soldado. —Un par de caleidoscópicas alas pasó muy cerca sobre la cabeza del hombre, y éste alzó su rifle láser.

—Tranquilo, hijo; sólo está echándote una mirada.

Olstar Prime era una reciente colonia imperial situada en una zona del espacio sin reclamar; un planeta selvático, rico en profundos yacimientos minerales y petroéteres. El teniente Lownes y su escuadra habían sido llevados especialmente hasta allí desde Catachán. El clima y el terreno eran similares, por lo que los altos mandos se figuraron que serían perfectos para contribuir a la defensa de la principal instalación de la colonia. El problema radicaba en que lo perfecto necesitaba apoyo de tierra, fuego de cobertura y granadas eficaces, pertrechos que los últimos elementos funcionales de la Quinta Guardia de Valis y la guarnición local de Olstar Prime se vieron en apuros para proporcionarles cuando la palabra eldar crepitó a través de las ondas de radio.

—Las órdenes son claras. Estamos aquí para destruir a su comandante y debilitar su posición. La guarnición local y los colonos intentarán mantener a raya al grueso de sus fuerzas —les susurró Lownes a los miembros de su escuadra que se encontraban apiñados en las menguantes sombras de los mangles. El calor y la niebla habían cubierto los fornidos brazos y los cuchillos de combate con una húmeda película lustrosa.

—¿Así que los rumores son ciertos? —dijo el sargento Stern, mientras apartaba a un insecto de su mochila con el revés de una de sus voluminosas manos.

—Sí, nos enfrentamos a los eldar. Nadie ha entrado aún en contacto con ellos, tal vez debido a algo relacionado con su tecnología, pero no cabe duda de que están ahí afuera. Esos diablos alienígenas tienen aterrorizados a los colonos mientras que las fuerzas de defensa local no sienten ningún gusto por la batalla… Aunque el hecho de encararme con esas armas de hechicería tampoco a mí me resulta atractivo.

—Catapultas Shuriken, señor.

—¿Cómo? —Lownes alzó los ojos y recorrió a sus hombres con la mirada.

—Señor. —Era el guardia imperial nuevo, un joven obstinado, con el pelo muy corto—. Catapultas Shuriken; usan impulsos magnéticos y disparan discos giratorios.

Con horror burlón, Lownes trazó un signo mágico en el aire.

—No sabía que teníamos entre nosotros a un experto en los eldar. ¿Qué clase de hereje es usted? —Se echó a reír, y una nube de insectos se elevó de los helechos que lo rodeaban—. Me alegro de tenerlo aquí. —No se oyó ni siquiera una risa contenida entre los miembros de la escuadra. Sentían aprensión, y Lownes lo sabía—. Hagan un buen trabajo y saldremos con bien de ésta, si el Emperador quiere. Los veré a todos en el campamento base.

Los soldados de jungla aferraron cada uno el antebrazo del compañero que tenían más cerca, en una breve manifestación silenciosa de camaradería.

—Muy bien —declaró Lownes tras soltar el brazo del joven soldado—. Pongámonos en movimiento.

* * *

Los bulbosos mangles permanecían inmóviles, ya que eran las únicas cosas con la suficiente sensatez para no hacer el intento de moverse en aquel cenagal. Lownes condujo a su escuadra hasta ponerse a cubierto tras un grupo de árboles envueltos en enredaderas. Los troncos espinosos arañaban la piel descubierta de los soldados. Un cóctel de medicamentos de combate restañaba todas las heridas que no fuesen las más extremas. Muchos soldados habían vivido para ver cómo amanecía otro día gracias a la potencia de las pociones de los químicos imperiales.

Un chapoteo en el agua procedente del flanco izquierdo de la escuadra despertó los aguzados reflejos y los dispuso para la acción. Con movimientos tan silenciosos como el caer de la noche, Stern alzó su rifle láser. Lownes cogió la mira infrarroja, y a través de ésta vio un eldar con una larga arma estriada, parecida a una pistola, sujeta a la armadura de acero que cubría su delgado cuerpo. Se movía con gracilidad por el agua; parecía que los pantanos tenían poca repercusión sobre sus movimientos. Del respirador del alienígena salían suaves sonidos discordantes, como los de un viento espectral. Dos, tres…, cuatro en total. Dado que su escuadra era más numerosa y no los habían visto, Lownes tenía ventaja sobre ellos. Sin embargo, sus hombres se estremecieron cuando los seres aparecieron a la vista.

Tres bruscos gestos de su comandante, y la escuadra entró en acción. Lownes quitó el seguro a dos granadas y programó el temporizador para que detonaran con retardo. Cayeron al agua junto a los dos eldar que iban en cabeza, y uno de ellos se aproximó a las ondas que se habían originado en el agua y alzó la vista para calcular de dónde procedían. Perdió un segundo que fue decisivo. Las granadas de fragmentación estallaron ruidosamente sobre el pantano, y las ardientes armaduras corporales con la carne pegada al metal cayeron salpicando agua en torno a la escuadra de Lownes. Las olas recorrieron el manglar y los soldados de jungla saltaron hacia el espeso humo mientras los eldar que restaban arrojaban al aire zumbante muerte desde sus catapultas Shuriken.

Corteza de árboles y follaje quemado caían al silencioso mundo del pantano cuando Lownes nadaba entre las sombras hacia los desprevenidos eldar. Lo seguía la mitad de la escuadra, y las burbujas de su respiración que ascendían a la superficie eran el único rastro de su avance. Con la espada sierra girando, Lownes rompió la superficie; la escuadra lo siguió al mismo tiempo que efectuaba disparos controlados con los rifles láser contra la masa de guerreros acorazados que los rodeaban. Los dientes afilados como agujas de la espada mecánica de Lownes alcanzaron a un eldar y le cercenaron la muñeca y el arma en un solo movimiento continuo.

Los alienígenas retrocedieron ante la superioridad numérica de los soldados de jungla y se situaron detrás del más alto de los suyos, vestido de modo diferente, con flotantes ropones y un casco extrañamente alargado. En su rostro relumbraban un par de ojos verdes. La figura alzó una mano, y un rocío de fuego láser procedente de los restantes eldar se canalizó en un único rayo que barrió a los soldados de jungla. Stern y otros cuatro hombres cayeron ante él, con las placas de identificación y la carne fundidas en una sola masa. El resto de la escuadra se lanzó fuera de la línea de fuego y halló un precario refugio tras los mangles que quedaban en pie. Sobre el campo de batalla cayó la quietud.

—Su jefe es…, es un psíquico —tartamudeó el guardia imperial nuevo, dirigiéndose a Lownes.

—Eso creo, hijo. —Con expresión ceñuda, Lownes luchó para reprimir el efecto de las drogas que corrían por su sangre y lo impelían a una acción mortal contra los eldar—. No tiene importancia; son todos iguales cuando están muertos.

«Por la pureza del Imperio, de obra y de pensamiento, permite que mi cuerpo sea una máquina de guerra. Que la valentía sea mi compañera y que nunca me abandone, ni siquiera en la hora más oscura. La sangre derramada en nombre del Emperador es gloria; el miedo es la muerte del valor y la muerte para mí».

El comisario Streck rezaba mientras miraba desde la base de combate hacia la jungla que se extendía a sus pies. En las aguas someras, flotaba brea, que resplandecía con la deslumbrante luz de los disparos de láser para mostrar la muerte de más guardias imperiales. Los alaridos de los agonizantes resonaban en las colinas bajas. Muchos miembros de la Quinta Guardia de Valis morirían ese día en la batalla y lo harían por el Emperador. Los muertos se encontraban ya en su propio reino y tenían sus propios jueces. No correspondía a Streck juzgar a los difuntos, sino comandar a los vivos y ocuparse de que se comportaran con valentía. Su cometido era breve y concreto: guiar espiritualmente, instilar valor y condenar el miedo. La victoria era improbable.

Un cohete hendió sonoramente el aire y colisionó con la plataforma de acero sobre la que se encontraba Streck. El comisario se aferró a la barandilla, pero ésta se soltó por tener las sujeciones oxidadas. Streck cayó hacia atrás y rodó hasta el borde de la plataforma. Debajo de sí pudo ver cómo los viles eldar se aproximaban. La línea de bases que actuaba como primera defensa, por encima de la enmarañada selva, estaba cayendo. Los nervudos brazos de Streck se esforzaron al máximo y sus músculos se estremecieron mientras volvía a izarse hasta la plataforma.

El comisario dio traspiés entre los humeantes escombros de los niveles inferiores de la base para echar un vistazo a los cuerpos y administrar la gracia del Emperador a aquellos que no podían salvarse. Se encaminó hacia los soldados restantes, que se encontraban apiñados debajo de los soportes principales de la base de combate. En sus ojos se evidenciaba un terror que les contraía las pupilas hasta convertirlas en meros puntos; manos temblorosas dejaron caer al suelo los rifles láser. Debido al humo, aún no lo habían visto.

Uno de los guardias imperiales se puso de pie y salió, tambaleante, del bunker. Streck rezó para que volviese atrás, pues el miedo era el enemigo del hombre; detenía su arma en medio de la cólera y diluía su potencia.

—Declare su nombre y rango, soldado.

El soldado, con paso inseguro, se volvió en el momento en que Streck salía de los humeantes escombros.

—Yo…, eh…, necesito un médico. —El guardia imperial parpadeó con ojos turbios cuando el abrigo y la gorra negra del comisario imperial aparecieron ante sus ojos.

—¿Nombre y rango?

—Retner Ganch, guardia imperial, de la Quinta Guardia de Valis. —Las palabras cayeron como gotas de los labios de la silueta de hombros caídos.

—¿Sabe cuál es el castigo por deserción?

—No puedo luchar…; he perdido el rifle, he perdido los dedos. —Ganch se apretaba con fuerza el extremo de un muñón ensangrentado.

—Y cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla tendrá la muerte, porque ya están muertos como armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones de gloria. —Mientras Streck pronunciaba esas palabras, el guardia imperial cayó de rodillas y las lágrimas manaron como ríos de sus ojos inyectados en sangre—. Aún peores son aquellos que demuestran miedo ante el juicio, porque ellos en la muerte no tendrán ni orgullo ni gloria.

El comisario Streck alzó su pistola hacia la cabeza del guardia y se apartó de modo que la sangre del desertor no le manchara la ropa.

—Si tenemos que morir, moriremos con valor. —Streck se volvió y les gritó a los hombres restantes. Un nuevo cohete impactó contra la base destrozando tanto el plastocemento como las placas de blindaje; pero él no retrocedió—. El Emperador recompensa a quienes demuestran valentía. Se reunirán con él en los salones y sus nombres serán inscritos para toda la eternidad en los anales de nuestros héroes.

Streck dirigió los ojos hacia los rostros de los hombres que se encontraban ante él. Eran todos jóvenes, ninguno tenía más de dos décadas de edad, y le devolvían una mirada fija. Los cascos producidos en serie quedaban holgados sobre sus cabezas; casi siempre se ajustaban de modo imperfecto y era necesario sujetarlos firmemente con las correas para que proporcionasen alguna protección. Con ojos de mareo y en silencio, los guardias permanecían sentados sobre el fango sin hacer nada. Streck estaba enfermo de rabia. Aquellos hombres ni siquiera habían atisbado a los alienígenas que los atacaban, y sin embargo estaban aterrorizados.

—¿Acaso no temen la muerte de los cobardes? No hay lugar para ellos. Serán desdeñados y odiados por los demás hombres, por no haber luchado por el bien de la humanidad. ¡Permanecen echados con las rodillas flojas y estupefactos mientras las armas demoníacas de los eldar se acercan con cada segundo que pasa, transformando los últimos momentos de su vida en los de un cobarde!

Streck disparó su pistola hacia uno de los temblorosos guardias imperiales. Un breve alarido fue cuanto pudo emitir antes de desplomarse de cara al suelo, donde el casco cayó al fango cubierto de sangre.

Entonces, las manos temblorosas prepararon las armas y comenzaron a disparar rápidas descargas de fuego láser a través de las troneras de las partes del búnker que quedaban en pie. Streck, complacido, se instaló contra una viga de soporte y se puso a disparar hacia la maleza al mismo tiempo que rezaba para que sus disparos fuesen certeros. Sabía que los estaban rodeando, pues podía percibir a los atroces seres que se reunían en los pantanos en torno a ellos. Se aproximaba el ocaso y renovarían el ataque al llegar la noche, dado que sus ojos alienígenas les permitían ver en la oscuridad.

* * *

Lownes, metido hasta las rodillas en las aguas del pantano, jugaba con su última granada entre los dedos.

—No pueden prestarnos apoyo ninguno. Los Basilisk están ocupados buscando a su principal fuerza de choque —dijo el guardia imperial nuevo mientras cerraba la consola de comunicación.

—Necesito cobertura, muchachos, y que sea buena. —Lownes se quitó la mochila y preparó su rifle láser—. Atentos a mí.

»Uno. —Lownes hizo girar el seguro de la granada—. Dos. —La escuadra alzó los rifles—. Tres.

Removiendo el agua como una bestia lanzada a la carga, Lownes corrió hacia un terraplén próximo a la posición eldar. La escuadra disparaba al unísono y los rayos láser cercenaban las enredaderas selváticas y prendían fuego a las pequeñas bolsas de gas. La furia de su renovado ataque segó la vida de los alienígenas, que cayeron todos, excepto el eldar ataviado con la túnica. Las armaduras corporales de los muertos se partieron para dejar a la vista pieles pálidas que brillaban como las ostras al abrirse el caparazón.

Un inmenso géiser de agua de pantano se encumbró hacia el cielo. Lownes había estado a punto de volar junto con su propia granada. En el momento en que saltó el agua a causa de la explosión, salió del lugar en que se había puesto a cubierto y comenzó a disparar contra el eldar ataviado con ropón. El fuego láser crepitaba a su alrededor. Lownes se lanzó hacia el psíquico eldar mientras la espada sierra producía rápidas palpitaciones que le recorrían el brazo. El ser ancestral alzó su fino báculo para parar el golpe, y las chispas danzaron en torno a la crepitante energía. Lownes se tambaleó dentro del vórtice eléctrico. Con la muerte a apenas un suspiro de distancia, el templado soldado de jungla dejó caer el rifle láser y cogió su cuchillo de combate. De rodillas, Lownes clavó aquella arma sencilla en un flanco del eldar, y el campo de energía desapareció. La espada sierra hizo pedazos joyas y armadura de malla, y como una ráfaga de aire que escapara de una cámara de vacío sellada, el psíquico expiró.

* * *

El pantano se agitaba con el sonido de las criaturas nocturnas cuyas voces agudas en staccato golpeaban el aire como diminutos martillos sobre campanillas discordantes. Streck halló cierto consuelo en aquellos ruidos. Había oído decir que los eldar poseían sentidos agudos y que su oído no tenía igual. Aquellas llamadas nocturnas los pondrían nerviosos. Como en respuesta a ese pensamiento, en la oscuridad sonó un disparo, y los habitantes del pantano callaron, aunque volvieron a comenzar pocos segundos después. Streck rio entre dientes. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a hallar placer en el dolor de sus enemigos.

Los hombres que quedaban se encontraban dispersos entre los escombros del búnker. Con los ojos bajos, los soldados permanecían sentados contemplando su destino. Algunos se dedicaban a mirar los objetos personales que llevaban consigo: pañuelos distintivos de bandas de su mundo natal, regalos de despedida de amantes, baratijas y recuerdos de toda índole. Otros se limitaban a fijar los ojos en el fango o temblaban en las aguas pantanosas. Sólo unos pocos caminaban. En un instante, a Streck se le ocurrió pensar de qué remotos rincones habían sido llevados aquellos hombres para defender ese planeta selvático. Cómo cada uno de ellos había acudido del lejano planeta de Valis para morir allí, juntos, en defensa de la más grande causa. El poder del Emperador era enorme. Rezó para que el Grande les sonriera a todos esa noche.

Streck les había ordenado a los hombres que no malgastaran sus reservas de energía. Hasta que alguien no tuviese un blanco limpio sobre un eldar, nadie debía disparar. Tan silencioso como la guadaña de la muerte, un disco giratorio, rápido como el rayo, se deslizó hasta el interior de la construcción blindada e hirió en la cabeza al hombre que se encontraba más cerca de Streck. Con el rostro cubierto de sangre, murió antes de que pudiera gritar.

Los guardias imperiales se pusieron a disparar como locos hacia la oscuridad, y el fuego láser iluminó el búnker durante unos segundos.

—¡No! Cuando yo dispare —gritó Streck—. ¡Disparad cuando yo lo ordene!

Los hombres continuaron disparando en todas direcciones. Una andanada de proyectiles enemigos barrió el búnker y derribó a más guardias, cercenando extremidades. Los gritos cesaron. Aquellos disparos a ciegas servían sólo para delatar su posición. Un destello permitió ver a dos eldar que avanzaban a la carrera, saliendo de la oscuridad que los cobijaba entre los mangles. Sus pies apenas si chapoteaban en las aguas someras, y se movían con una gracilidad aterrorizadora; los largos cabellos ondulaban desde las duras armaduras fabricadas con materiales de hechicería. Con las espadas sierra girando, cayeron sobre los guardias, cuya posición habían identificado; hendieron la carne y los huesos como si fuesen de agua.

Streck giró sobre sí mismo y apuntó a la escena de la carnicería con su pistola bólter. Los hombres caían de dos en dos, y sus dúos de alaridos ponían en fuga a los demás.

—¡Mantened vuestras posiciones! ¡Por el Emperador!

Streck derribó a uno de los eldar con tres disparos que atravesaron limpiamente el casco cárdeno del degenerado alienígena. La carnicería cesó durante un segundo. El eldar que quedaba cogió las hojas giratorias del cadáver de un hombre muerto y dejó que los relumbrantes ojos verdes de su casco mirasen al comisario de arriba abajo.

—¡Quiera el Emperador que sea mío! —Streck escupió saliva sanguinolenta cuando las balas explosivas salieron de su pistola, le sacudieron con fuerza las manos y lo lanzaron de espaldas.

El alienígena saltó muy por encima de los disparos del comisario. Los minimisiles chocaron contra el techo del búnker, aunque cada uno se acercaba más al eldar veloz como el rayo que se desplazaba por el aire. Streck andaba a tropezones por el lodo; sus flojas piernas golpeaban, insensibles, el suelo, mientras el eldar se lanzaba tras él, con las espadas gemelas en alto por encima de la cabeza como si fuese un matador.

Streck pateó a un tembloroso guardia para situarlo en el paso del eldar, y éste lo derribó sin aminorar la marcha. Los disparos rebotaron sobre el caparazón del atacante, y Streck elevó una apremiante plegaria al Emperador.

El eldar, que desprendía vapor a causa del sulfúreo calor, se lanzó contra Streck. El comisario se preparó para el dolor y parpadeó. Y ese parpadeo duró el tiempo necesario. Cuando volvió a abrir los ojos, Streck alzó la mirada y contempló los temblorosos espasmos agónicos de su atacante, que se encontraba en el extremo de una enorme y tosca espada sierra. Las palabras grabadas a lo largo de la hoja decían: «IV de Catachán».

* * *

El teniente Lownes, con el severo rostro recubierto por una película de sudor, miró al comisario desde lo alto.

—Parece ser que están rodeados.

Necesitaron algunos minutos para cubrir los cadáveres y reagruparse bajo el goteante búnker de acero. La mitad de la fortificación estaba derrumbada por un flanco, y Lownes puso a dos soldados de jungla para que bloquearan, con todos los escombros que pudiesen encontrar, el espacio abierto sin ser derribados de un disparo.

—¿Por qué los han dejado pasar, teniente? —preguntó el comisario, mientras observaba al comandante del IV de Catachán.

—Falsa esperanza. Conseguimos abrirnos paso hasta aquí…, pensando que ustedes estarían a salvo. —Lownes continuó vendando el brazo de un guardia—. Somos sólo cinco. No bastamos ni de lejos para sacarlos de ésta.

—¿Estamos condenados? ¿Eso piensa, teniente? —Streck miró fijamente los ojos del otro.

Lownes se puso de pie e hizo un gesto para abarcar a las apiñadas figuras abandonadas.

—No; es lo que piensan ellos. —Y sonrió al comisario—. Yo me he encontrado en situaciones peores que ésta.

—¿De verdad?

—Bueno, lo que tenemos aquí no son tiránidos, y eso ya es un buen comienzo.

Streck le volvió la espalda al teniente de los de Catachán y miró a través del oscuro agujero que había sido una pared de búnker.

—Esperaré hasta que rompa el día y ordenaré a los hombres que ataquen. Estableceremos aquí nuestra posición. La gloria del Emperador nos ayudará en la lucha.

—No nos dejarán llegar al alba. Harán volar este búnker en pedazos antes que permitir que veamos sus posiciones. Es necesario que preparemos una trampa para atraer a algunos aquí dentro y que nos larguemos —replicó Lownes, y el comisario se volvió a mirarlo.

—Cuando el Grande estaba luchando contra el repugnante Horus, ¿cree que se puso a preparar una trampa para darle muerte? Sólo con la fuerza de voluntad derrotó al enemigo; no, con simples trucos. ¿Acaso no era…?

Lownes sacudió la cabeza.

—Comisario, señor, no estoy cuestionando la doctrina, sino intentando sacar a mis hombres y a usted con vida de esta situación. La gloria puede esperar hasta otro día.

—La gloria debe ser la única meta en la vida de cada hombre, cada día. Su mente un templo, su cuerpo un arma al servicio del Emperador.

Lownes alzó los ojos al techo, y luego clavó en Streck una feroz mirada acerada.

—Detesto decir esto, señor, pero este templo en particular está condenado…, y todas las armas del Emperador están quedándose sin municiones.

* * *

Los preparativos sólo requirieron unos pocos momentos. Lownes y sus hombres se escabullían fuera y dentro del búnker, pegados a la tierra como cangrejos. Otros tendían a lo largo del suelo el cable del detonador que habían rescatado de la quemada base de combate. El comisario Streck los contemplaba con el rostro fruncido en una ceñuda expresión. Mentalmente, consideraba las diferentes posturas que podía adoptar. De unas profundidades en las que hacía algunos años que no penetraba, extrajo fragmentos de doctrina, enseñanzas y precedentes: la rebelión de Ultar III, represión sanguinaria y despiadada, la gracia del Emperador para aquellos cuyas mentes estaban mortalmente fatigadas. Streck formuló, estipuló y preparó su juicio; los oscuros ojos eran impenetrables para los que se atrevían a mirar al comisario a la cara. Sólo uno lo hizo.

—Comisario, estamos preparados, gracias al Emperador —lo llamó Lownes desde la precaria posición que ocupaba en lo alto del búnker.

Streck se encontraba bien apartado de ellos. Los soldados del IV de Catachán habían aparejado varias granadas en puntos débiles entre los escombros esparcidos en torno a los muros exteriores del búnker.

—En aquel extremo hay un blindaje de doble grosor —declaró Lownes al mismo tiempo que señalaba con un dedo—. Todos ahí arriba.

—¿Qué sugiere que hagamos exactamente, teniente? —preguntó Streck con tono de desprecio.

—Hemos sembrado el exterior con explosivos. Este búnker es ahora una granada gigantesca. —Incluso Streck se estremeció un poco al oír aquello—. Lo único que tenemos que hacer es atraerlos al interior y esperar a que las cosas estén en su punto.

—¿Y cómo propone que hagamos eso?

—Rindiéndonos. —Lownes sonrió.

—Los herejes alienígenas no son conocidos por hacer prisioneros.

—Exacto.

—No veo que se acerquen. —La jungla estaba sumida en la quietud a la brillante luz del alba.

—Ni los verás hasta que se encuentren lo bastante cerca como para disparar a matar —replicó Lownes, en voz baja. Continuó espiando el exterior del búnker, con la mira del rifle láser fija en el guardia joven. La figura menuda avanzaba con dificultad hacia el borde del claro y miraba a su alrededor con nerviosismo.

—Son rápidos, señor.

—Ya lo sé, hijo. Por eso te he enviado a ti. Tienes unos reflejos que harán que el Departamento Munitorium considere darte un entrenamiento especial. —También Lownes estaba nervioso, ya que no podía detectar movimiento alguno en la suave luz del día que comenzaba.

—¿Eso cree, señor? —El guardia bajó la bandera blanca durante un momento al mirar por encima del hombro.

—Mantén los ojos abiertos, soldado.

—¿Y bien? —La voz de Streck sonó desde el otro lado del búnker.

—Todavía nada, comisario. —Lownes sacudió la cabeza. El sudor había saturado el pañuelo de hierbas que le rodeaba la frente, y comenzaba a metérsele en los ojos—. La espera es tensa, ¿verdad?

—Usted asegúrese de que sus hombres estén preparados, y yo me encargaré de los míos. —Streck le volvió la espalda y recorrió a grandes zancadas la pared contra la que estaban apostados sus soldados.

Lownes hizo un gesto con una mano, y los tres restantes soldados de jungla avanzaron con la cabeza baja.

—Contamos con el elemento sorpresa a nuestro favor —les susurró Lownes a sus hombres—. Puede ser que nos superen en número, pero hemos pasado por situaciones mucho peores y hemos sobrevivido. Logren esto, y me encargaré de que nos envíen a Segmentum Solar, más cerca de casa.

La voz de Streck resonaba por todo el búnker mientras él caminaba a lo largo de la línea de guardias imperiales.

—El miedo es el territorio de los débiles y los indignos. No hay gloria para los que huyen de la batalla o no levantan sus armas con ira. Otros que vengan después de ustedes recordarán este día si luchan con valor. Nos superan en número, y este planeta está destinado a ser tomado por el enemigo. Hay demasiados de esos obscenos enemigos del Emperador y pocos de sus servidores. —Streck sacó de su abrigo un ejemplar de las Escrituras Imperiales—. Soy un hombre duro, pero les doy mi bendición por lo que vale. Por cada hombre perdido…

—¡Teniente! ¡Ahí vienen! —gritó el guardia desde el exterior, y echó a correr hacia el búnker como si lo persiguiera el diablo.

—¡Continúe agitando esa bandera! —bramó Lownes al mismo tiempo que les hacía una señal a sus hombres para que entraran en acción. Una figura alta y delgada que avanzaba con rapidez entre los árboles apuntó al joven guardia. Lownes extendió los brazos hacia el exterior y cogió por las solapas al soldado que corría, para ponerlo a salvo. Una docena de catapultas shuriken le arrancaron al joven la bandera blanca de la mano y la hicieron pedazos contra la gruesa pared de cemento.

Los aguzados reflejos de uno de los soldados de jungla entraron en acción, y éste alzó su rifle láser y derribó al alienígena con un solo disparo. La abrasada armadura corporal relumbró débilmente en la luz del alba al caer al pantano como una caña de bambú cortada. Los soldados de la Tropa de Jungla de Catachán se retiraron de la abertura del búnker a la vez que disparaban contra los eldar que cargaban a través del claro.

—Todos atrás…, y rezad para que esto funcione.

Lownes recogió un pequeño panel de control que tenía veinte cables conectados improvisadamente. La primera figura inhumana aparecía ya silueteada en la puerta del búnker.

—¡Todos al suelo!

—¡Que el Emperador nos proteja! —gritó Streck cuando Lownes golpeaba el panel con una mano.

Una ráfaga de aire como la que sale disparada al abrir un compartimento estanco de espacio profundo casi arrastró a los guardias imperiales apiñados dentro del búnker. Los hombres gritaban y les salía sangre de los tímpanos mientras la explosión bramaba dentro del estrecho espacio. Las llamas pasaron a gran velocidad en torno a los soldados y algunos se incendiaron. Lownes aferró al valiente guardia joven y lanzó su cuerpo contra el suelo, donde lo sujetó para apagar las llamas. El comisario Streck chillaba plegarias al Emperador mientras el fuego se hacía más denso.

Luego reinó el silencio.

Streck fue el primero en abrir los ojos. A través de las hendiduras abiertas en el techo entraban rayos de luz hasta las tinieblas colmadas de polvo. Las páginas de su libro yacían desparramadas y ardían en torno a los cuerpos caídos.

El comisario se puso trabajosamente de pie y salió con paso tambaleante, a través de un agujero abierto en la pared, a la cálida luz del amanecer. El aire, que estaba cargado de olor a acero quemado y era áspero asaltó sus fosas nasales. Una docena de eldar yacían sobre el suelo; algunos se movían, pero otros permanecían quietos. Streck avanzó dando traspiés hasta uno de los alienígenas que tenía las piernas inmovilizadas contra el suelo por una viga de acero. El eldar golpeaba la viga con impotencia mientras su sangre manaba en abundancia sobre el suelo; contaba los minutos de vida que le restaban. Streck se dejó caer de rodillas y forcejeó con el casco de la criatura, desplazándolo de un lado a otro para aflojar las ligaduras que lo sujetaban. El eldar le lanzó golpes a Streck en un intento laxo e infantil de derribarlo. Streck retrocedió con paso tambaleante cuando el casco se soltó y dejó a la vista la pálida piel blanquecina del alienígena.

—Escoria hereje —jadeó Streck—. ¡Mira el rostro de un hombre! —Streck alzó su pistola bólter y apuntó a la frente del eldar. El alienígena cerró los ojos y se quedó quieto; entonces, Streck enfundó el arma y se puso de pie, apoyándose en la viga que inmovilizaba al eldar. La criatura profirió un alarido, un ruido vacuo y sin alma—. No habrá misericordia para ti, renegado.

—¡Al suelo, comisario! —El teniente Lownes salió del búnker como una tromba, con un rifle láser debajo de cada brazo.

Streck volvió la cabeza con rapidez y vio que varios eldar más salían corriendo de las sombras de la jungla y lo apuntaban con sus armas estriadas.

El comisario cayó hacia atrás y se echó encima el cuerpo de un eldar justo en el momento en que una andanada de discos giratorios colisionaba donde él había estado de pie. Lownes disparó una descarga de abrasador fuego láser con cada arma; el impacto quemó las armaduras eldar y penetró profundamente en la suave carne que había debajo. Una zumbante Shuriken rozó un brazo de Lownes y el templado guerrero, reaccionando ante el doloroso escozor, se lanzó boca abajo para ponerse a cubierto.

—¡Por el Emperador! —gritó Lownes desde aquella postura, al mismo tiempo que agitaba una mano en alto.

Los guardias imperiales abrieron fuego, parapetados tras la precaria cobertura que les proporcionaba el búnker destruido. Sus disparos destellaron a través del aire sobrecalentado e impactaron tanto en los eldar como en el lodo del pantano. Los soldados disparaban con todo lo que tenían. Streck no los había visto moverse entre los mangles para cortarles la retirada a los eldar. Las granadas hacían saltar por el aire grandes cantidades de repugnante agua de pantano y derribaban a los alienígenas.

Lownes se lanzó hacia adelante mientras se colgaba del hombro uno de los rifles láser para soltar las correas que sujetaban su espada sierra. Un eldar herido se arrojó hacia Lownes desde el pantano, y su espada sierra giró cerca de la cabeza del teniente, cuyo rostro quedó salpicado por el fango que había en los dientes del arma. Lownes atacó con su propia espada sierra al eldar, que asestó una rápida sucesión de golpes contra el de Catachán, quien logró pararlos por poco. Contuvo el último golpe del eldar con la espada sierra, apoyó el rifle láser contra el pecho del guerrero alienígena y disparó. La fuerza del impacto lanzó al eldar de espaldas al agua fangosa, donde su sierra continuó girando mientras él se estremecía en espasmos de agonía.

* * *

Lownes atisbo el enlodado uniforme del comisario entre los eldar muertos.

—¿Aún está vivo, comisario? —preguntó a la vez que retiraba el cadáver de un eldar de encima de Streck.

—Yo no huiré. Ayúdeme a ponerme de pie y lucharé por mi gloria.

—Está conmocionado a causa de la explosión. Tal vez sólo sea algo pasajero.

—Déjeme luchar —farfulló Streck, a quien le goteaba sangre de los oídos y la boca.

—Apenas es capaz de tenerse en pie. Le será de más ayuda al Emperador si sale de ésta con vida, señor. Debemos retirarnos.

Lownes se echó al comisario sobre un hombro, comenzó a andar con paso vacilante a través del pantano y se alejó de la batalla. Streck disparó inútilmente su pistola en dirección a las restantes fuerzas eldar.

—¡Retiraos a la instalación principal! —gritó Lownes por encima del fragor de la lucha.

—¡No! —chilló Streck—. ¡Defenderemos nuestra posición y lucharemos hasta el último aliento!

El maltrecho grupo se alejaba con lentitud del búnker; algunos soldados daban apoyo a otros sobre sus hombros. Cada pocos pasos, los hombres tenían que ponerse a cubierto y responder a los disparos de los eldar que avanzaban. Lownes se mantenía a la misma velocidad que los hombres y cortaba cualquier enredadera o fronda abundante que enlenteciera su avance. Tras una hora de marcha forzada, con los rifles alzados a cada paso por temor a que apareciesen más eldar, los guardias llegaron a la instalación central, la posición clave de la defensa imperial de aquel sector de Olstar Prime. Lownes avanzó dando traspiés y con el comisario forcejeando sobre su espalda hasta traspasar las puertas del sólido complejo; entonces, cayó de rodillas.

—¡Cómo se atreve a desobedecer a un comisario! —le chilló Streck a Lownes cuando éste se arrodilló jadeante sobre el suelo, con el rostro enrojecido. El comisario se puso de pie, se tambaleó unas cuantas veces y luego se irguió del todo—. ¿Cuánto tiempo hemos permanecido fuera de la batalla?

—Se ha acabado, Streck.

—¿Acabado?

—Los miembros supervivientes de la Quinta Guardia de Valis están regresando; mis hombres los guían a través de la jungla mientras nosotros hablamos.

—¡Ellos conocen el camino de regreso! —le espetó Streck.

—Siguen una ruta alternativa.

—¡Arrastrándose como perros sobre el vientre!

—Del mismo modo que nosotros hemos regresado con vida.

—Lownes, hoy ha puesto en peligro mi inmortalidad. He luchado gloriosamente en cada batalla en la que he participado. ¡He sufrido incontables heridas y he conservado la vida para luchar otra vez por la santidad del hombre y el honor del Emperador!

—Con la diferencia de sus plegarias —le respondió el teniente al mismo tiempo que agitaba la cabeza—, yo sirvo al Emperador igual que usted; pero prefiero luchar a morir en un estúpido ataque solitario contra un centenar de enemigos. Si puedo encontrar una manera de cambiar las cosas, lo haré; sin embargo, no pienso morir en un pantano perdido en medio de la nada sólo por la gloria.

—La gloria se halla mediante la muerte.

—Gloria es el provecho que yo le saque a mi muerte.

El comisario Streck miró de hito en hito al soldado de jungla. Los dos hombres permanecieron inmóviles, Lownes con los ojos fijos en el suelo.

—Voy a buscar a mis hombres. —Lownes le volvió la espalda al otro y salió del complejo.

* * *

Se distinguía por su elevada estatura entre los guardias imperiales que regresaban. Acabada la batalla, pocos caminaban erguidos, pues habían agotado sus energías. Incluso los que estaban ilesos caminaban como hombres condenados a muerte, con los ojos bajos y fijos en el suelo, y los cuerpos casi paralizados con espantosa resolución. Entre escasos vítores, llegaron los soldados de la Tropa de Jungla de Catachán, que conducían a los guardias imperiales a través de las enormes puertas defendidas por barricadas. Catachán era un planeta de habitantes marginados, cuyas almas habían juramentado al Emperador a pesar de las vidas dedicadas a esparcimientos obscenos. Luchaban sin mantener ninguna clase de formación, no llevaban uniforme, usaban las armas de modo incorrecto y no demostraban ningún honor en la batalla. No se hacían fuertes y luchaban, sino que mordisqueaban los talones del enemigo como si fuesen perros.

Lownes se encontraba a la cabeza de los hombres que regresaban, con expresión severa en el rostro, a despecho de las heroicidades efectuadas en el campo de batalla. Ni un solo vítor escapó de sus labios, ni una sonrisa animó su rostro. Los muertos y los vivos traspasaron las puertas. Los cuerpos tendidos en camillas y cubiertos por mortajas quedaron pronto separados de las filas de hombres; como los pecios arrojados a la costa por las olas marinas, se les condujo hacia la morgue y la sala de cremación. Por encima de todo aquello, flotaba el persistente rugido de las naves mercantes —a las que no conducían hasta allí las ilusorias nociones del deber y el honor—; se elevaban hacia el espacio procedentes de las estaciones orbitales abarrotadas de refugiados, cada una cargada con aquellos que podían permitirse pagar el precio del momento.

Streck siguió a los soldados de jungla a través del complejo. Aquellos hombres correteaban de un lado a otro como hormigas, cargados con montones de equipos y raciones de campaña. Muchos edificios civiles habían sido despojados, y los guardias imperiales protegían las instalaciones militares. Streck no se sorprendió al ver cuál era el destino de los de Catachán, cuando por fin abrieron las toscas puertas metálicas de la última taberna que quedaba. En la mortecina luz, la mujer que se despojaba de las ropas delataba sus intenciones.

«¡Tan pronto después de la gloria de la batalla!». Streck se sentía asqueado ante el pensamiento de cómo eran en realidad aquellos hombres. Apenas sus cuerpos habían ejecutado la obra del Emperador, sus débiles espíritus los conducían hacia las garras de la carne y el alcohol.

Sin pensar realmente lo que hacía, el comisario entró por la parte posterior de la taberna. El rostro picado de viruela del tabernero se contorsionó al ver que entraba el agente de la ley del Emperador. Streck se sentó en medio del alboroto y el humo, y se puso a observar. Nunca antes había entrado en una taberna; los asuntos militares jamás le habían dado motivo para hacerlo.

La mujer se movía lánguidamente. Streck supuso que estaba aislándose de las expresiones desesperadas, condenadas, de aquellos que la rodeaban, y que constituían un recordatorio de la suerte que ella misma correría. Los soldados de jungla se mostraban más hoscos que antes. Bebían y contemplaban a la mujer que bailaba con ojos vacíos de afecto. Streck recorrió sus rostros con la mirada. Aquellos rostros con cicatrices, ceñudos, clavaban sus ojos oscuros dentro de los vasos. Los labios se movían con gestos toscos, formando las palabras con tal esfuerzo que Streck podía leerles los labios a través del aire cargado de inmundicia.

Los vasos. Hasta ese momento, Streck no se había dado cuenta de que todos los soldados estaban bebiendo; menos uno. El teniente Lownes se limitaba a fijar la vista en la mesa, en la oscuridad. Streck estudió al hombre. Había hecho caer en desgracia a muchos al conducirlos en una retirada de la batalla. Tal vez había comprendido la verdad de sus actos y se sentía lleno de la culpabilidad del cobarde. Streck volvió a considerar la posibilidad de someterlo a un consejo de guerra. Sentaría precedente, claro estaba; pero los hombres que tenían rangos tan altos como el de Lownes no estaban exentos de ejecución.

Lownes se puso de pie, se despidió de sus hombres y salió de la taberna. A la deriva tras él, Streck describió varias curvas para atravesar la abarrotada sala donde todos los ojos se apartaban con incomodidad momentos antes de que él pasara. Streck sabía que aquel comportamiento delataba vergüenza, porque aquellos que servían bien al Emperador sabían que sus actos eran leales y sólo recibían alabanzas por ellos.

El calor tropical bañaba Olstar Prime y absorbía el fluido de todos los poros. Streck siguió con disimulo a Lownes mientras éste atravesaba el complejo. Lownes avanzaba a zancadas como una gigantesca central eléctrica, cabalgando sobre las olas de las drogas de combate que aún le hormigueaban en las extremidades. Streck, delgado y alto, lo seguía a la misma velocidad. Lownes volvió junto a la regular afluencia de muertos a través de las puertas de la colonia, y caminó entre ellos retirando cada una de las sábanas que los cubrían.

Streck se quedó atrás y lo observó en un intento de dilucidar los motivos que movían a aquel hombre. Los informes que tenía de él lo describían como un bala perdida, aunque honrado numerosas veces y con no menos de treinta triunfos en batalla sobre sus espaldas. Él mismo había visto cómo el soldado de jungla había dirigido a sus hombres y a aquellos que el destino había reunido con ellos. Hablaba con las palabras del fiel y no mostraba signos de herejía…; pero había desafiado a un oficial superior y se había negado a cumplir la orden de un comisario, dos ofensas que se castigaban con la muerte. Y sin embargo Streck continuaba indeciso.

Lownes recorrió la «Calle de los Muertos», como la llamaban los colonos porque conducía a las instalaciones del tanatorio, un edificio que algún día podría acoger su cadáver, y si no ése, sin duda algún otro tanatorio de cualquier oscuro lugar de la galaxia. Hacía mucho tiempo que Lownes había reparado en que las cápsulas de desembarco de la Guardia Imperial solían contener tanatorios, como si la muerte no fuese más que otro elemento de la batalla que era necesario tener en cuenta. Lownes entró en el edificio y se acercó a la hilera de cuerpos que eran gradualmente llevados hacia el horno crematorio.

Streck observaba mientras Lownes continuaba su lúgubre búsqueda. El resultado fueron cinco siluetas amortajadas con pañuelos rojos. Lownes permaneció de pie junto a ellos en el húmedo helor de la cámara. Tras desenvainar su cuchillo de combate, Lownes extendió el brazo izquierdo; los acerados músculos se estremecieron cuando él los marcó con cinco largos tajos de través. Tras meter cada uno de los cadáveres en el horno crematorio, Lownes los encendió. Una vez consumidos, frotó sobre las heridas un poco de las mezcladas cenizas. «Un ritual de sacrificio, tosco, aunque no carente de honor», pensó Streck.

* * *

Una camilla de acero situada en el bloque de barracas fue la siguiente parada de Lownes. El extremo de la barraca ocupado por los de Catachán estaba cubierto por una colección de trofeos de guerra y estandartes de colores. Se hallaba muy lejos de la pulcritud espartana que Streck exigía en sus propias inspecciones de las dependencias de la Guardia Imperial. La aversión que Streck sentía hacia la Tropa de Jungla de Catachán había impedido que pasara por aquella zona del complejo de barracas, y entonces espió a través de una ventana como un ladrón.

En el silencioso anochecer, Lownes sacó su fusil láser y comenzó a desmontarlo con rápidos movimientos precisos; cada mano realizaba su propia tarea. Streck observó cómo Lownes repetía el ritual una y otra vez, hipnotizado por la sinfonía del montaje y el desmontaje. Las heridas del soldado continuaban sangrando, pero él hacía caso omiso del dolor.

Streck pensó durante unos momentos. Sabía que un molde debía ser flexible para crear versatilidad en aquello a lo que diese forma. En los pasados días de juicio, el Emperador conformó y reformó sus acciones, cada una diferente, cada una suficiente para contener a los traidores y herejes que amenazaban la pureza de la humanidad. De no haberlo hecho así, se habrían evidenciado sus pautas de pensamiento, y sus estrategias de batalla habrían resultado inútiles. Eran unos dones que Streck pensaba que aún debía perfeccionar. Tal vez debería aprender a ser un poco más flexible tanto en la estrategia como en el juicio: que Lownes fuese el hombre que tenía que ser, que saliera del molde con los bordes un poco ásperos. Tal vez aquel hombre era una prueba que le ponía el Emperador, una prueba para su capacidad de razonar con la fe, de tener la valentía de comprometerse plenamente con las Escrituras, no sólo con el Conocimiento del Castigo y la Retribución. Al fin y al cabo, ¿acaso Lownes no había servido bien al Emperador? Tal vez el de Catachán no debía ser tan duramente condenado por sus acciones.

Hacía mucho tiempo que Streck había aprendido a no bajar la guardia. Dos años antes, tres guardias imperiales habían intentado amotinarse mientras él estaba trabado en combate con un marine espacial renegado. La huida de aquéllos había quedado para siempre grabada a fuego en su memoria.

El susurro en los arbustos que se encontraban junto a las barracas fue muy evidente. Streck atisbo una figura que entraba a gran velocidad en las barracas. ¿Un ataque sorpresa? Con la pistola bólter preparada, miró una vez más hacia el interior de la dependencia. En la oscuridad vio dos siluetas, la de Lownes y una segunda, la de una mujer. Streck se esforzó por ver algo más, pero sólo podía distinguir los contornos. Un destello de luz que se produjo en el interior permitió que Streck lo viese todo con claridad por un instante. El torso de Lownes estaba desnudo y presentaba cortes y heridas profundas empapados en sangre. Los destellos de color anaranjado profundo emanaban de un aparato cauterizador que le aplicaba la mujer.

Cuando las heridas estuvieron tratadas, Lownes se inclinó para sacar un paquete de debajo de la camilla. Lo había llevado consigo durante toda la batalla, pero Streck no le había prestado ninguna atención ya que imaginaba que contenía raciones de campaña o equipos de reparaciones: conocía los relatos de la autosuficiencia de los de Catachán.

El soldado de jungla abrió el saco y le enseñó el interior a la mujer. Streck pudo verla con claridad cuando miró con interés el contenido del saco. Resultaba impresionante; llevaba el pelo muy corto, al estilo de los nativos de Catachán, y tenía una larga cicatriz que le recorría una mejilla hasta el extremo de la barbilla aguzada. El mono y la chaqueta que vestía demostraban que no se trataba de un soldado; una insignia del gremio de mercaderes que pendía de su pecho era lo único que la identificaba.

La mujer metió una mano dentro del saco y comenzó a examinar el contenido, que el sólido cuerpo de Lownes ocultaba a los ojos de Streck. El comisario se apresuró a asomarse silenciosamente por la puerta semiabierta, y se encontró con que tenía una visibilidad total del interior de la estancia.

—¿Me ayudarás a sacar a mis hombres de este lugar? —estaba diciendo Lownes.

—Lownes, ¿cuánto tiempo hace que me conoces? —replicó la mercader mientras rebuscaba en el saco.

—Mucho…, desde que éramos jóvenes. Pero sé que esto no será más que un negocio. ¿Servirá para hacer el pago final?

—Dado que no tengo tiempo suficiente como para regatear contigo, acepto…; pero sólo porque te conozco, Lownes.

—El pasaje para todos ellos.

—Tenemos el espacio suficiente. —La mercader dio media vuelta.

Al fin, Streck vio con qué estaba negociando Lownes: ¡armas eldar!

—¡Teniente! —El comisario irrumpió en la barraca con la pistola bólter desenfundada.

—¡Streck! —El riñe láser a medio desmontar yacía sobre la mesita de noche de Lownes. Intentó cogerlo, pero las piezas chocaron contra el piso de acero y se perdieron entre la rejilla.

—¡Teniente Lownes, se le acusa de intento de deserción y posesión de armas herejes!

—¿Qué?

—Este subterfugio, estos planes para huir no son propios de los actos de un guerrero. Ha mancillado su cuerpo como máquina del Emperador. El Emperador le entrega su vida, y usted, a cambio, le entrega la suya. Ésta es una zona de guerra, y usted se ha manchado con esta transacción ilícita. —Streck espetó las palabras en un barboteo frenético—. Como campeón del Emperador, nos ha traicionado a todos.

Lownes se situó entre Streck y la mercader.

—Estoy haciendo lo que es mejor para mis hombres, como siempre.

—Sus hombres son servidores del Emperador. Usted es un servidor del Emperador. La posesión de armas semejantes constituye una herejía que se castiga con la muerte… El intento de huida de una guerra justa significa además que su nombre sea despojado de todo honor después de la muerte. Su espíritu se ha echado a perder. A usted no puede rehacérsele. ¡Confíe en el Emperador, no en los abrazos de una mujer! —Streck alzó la pistola.

—Ahórrese el esfuerzo, Streck —dijo Lownes, entonces algo más calmado—. No está cargada. Le quité el cargador antes, cuando usted estaba inconsciente.

Streck apretó el gatillo, pero no sucedió nada. Los dos hombres saltaron a un tiempo. Streck dejó caer el cargador vacío al suelo, cogió uno nuevo del cinturón y lo encajó dentro del arma. Simultáneamente, Lownes vació el contenido del saco sobre la cama y cogió una pistola eldar con la que apuntó al comisario.

—¡Esto es una locura! —gritó la mercader, que luchaba para situarse entre los dos hombres mientras un brazo de Lownes se lo impedía—. Mire, comisario, puedo llevarlo a bordo sin cobrarle. Lo sacaré de aquí antes de que todo esto se venga abajo. Es el negocio de su vida.

—Deje que se marchen mis hombres, Streck. Nunca más sabrá de nosotros —imploró Lownes.

—Usted será condenado a muerte —declaró Streck con los dientes apretados.

—Tengo el dedo en el gatillo y dispararé al mismo tiempo que usted.

—Tengo buena puntería. —El comisario niveló la pistola.

—Yo también. Mire, esto es una locura. Los dos podemos vivir.

—Y para cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla, será la muerte. Porque ya están muertos…

—¡Cohete entrante! —gritó una voz en el exterior.

Las planchas metálicas se rasgaron y el suelo se agrietó cuando una explosión descomunal sacudió el complejo. Dentro de la barraca, sin embargo, ninguno de los dos hombres se movió a pesar del temblor del suelo.

—¡Los eldar! ¡Los tenemos aquí! —gritó una voz diferente desde el exterior de las puertas del complejo.

Streck hizo una pausa momentánea. Lownes lo miraba fijamente a los ojos, y la mujer los observaba con terror. De pronto, uno de los hombres de Lownes apareció en la puerta.

—Señor, es el gran ataque. Han atravesado la… ¿Teniente?

Otros soldados de la Tropa de Jungla llegaron tras el primero, desarmados y ensangrentados. Ni Streck ni Lownes se movieron.

—Porque ya están muertos… —volvió a comenzar Streck.

—Tenemos tiempo suficiente para escapar. ¡No vamos a ganar, comisario! —insistió Lownes—. ¡Este planeta está perdido, pero nosotros podemos vivir! ¡Seremos criminales, tal vez; pero estaremos vivos! ¡Vamos!

Streck interrumpió su letanía y contempló a Lownes con ojos acerados.

—¡Oh, sí!, podemos escapar —gruñó—. Entonces caerá otro planeta, invadido por degenerados alienígenas resueltos a destruir a la humanidad. Criaturas impulsadas por una venganza tan desesperada que continuarán luchando hasta que el último de nosotros sea destruido, a menos que continuemos desafiándolos, luchando a pesar de esta locura. Enfréntese con la tarea que tiene ante sí y cambie las cosas. Por cada enemigo muerto en esta última batalla, será un enemigo menos con el que habrá que luchar en el futuro. Cada hombre puede marcar la diferencia: ¡«… muertos como armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones de gloria»! —concluyó la letanía Streck, cuyo nivel de voz mostraba una fe inquebrantable.

Lownes contemplaba la resuelta expresión del comisario, mientras su mente trabajaba a toda velocidad, en medio de la confusión.

Se oyó un rugido ensordecedor, y una onda expansiva chocó contra las barracas e hizo volar por el aire hombres y equipos. La escayola y los ladrillos se desplomaron hacia el interior de la habitación y dejaron varios agujeros en las paredes.

—Están dentro de… —gritó alguien, y su voz se interrumpió en el momento en que una andanada de proyectiles hendió el aire de la sala como una guadaña. La mujer fue lanzada contra un rincón. Tras levantarse del suelo, Lownes comenzó a avanzar hacia ella, aunque ya sabía que estaba muerta.

Miró a Streck, que se las había arreglado para permanecer de pie durante el bombardeo, y luego posó los ojos sobre la pistola eldar que tenía en las manos. La dejó caer como si estuviese apestada, y volvió la vista hacia el comisario con expresión resuelta.

—Muy bien. Hagámoslo. Marquemos la diferencia. Déme un rifle láser.

—Gracias, teniente Lownes —respondió Streck con serenidad al mismo tiempo que le entregaba el arma—. ¡Por el Emperador!

—¡Por el Emperador!

Momentos después, la destrozada puerta de la barraca se encontraba ocupada por las contrastadas siluetas del teniente de Catachán y el comisario. Y luego ambos se lanzaron, con las armas en la mano, al aire colmado de metal de la noche al rojo blanco.