Pérdidas aceptables
PÉRDIDAS ACEPTABLES
GAV THORPE
—¡El capitán entra en la cubierta de vuelo!
Las tripulaciones del crucero imperial Justicia Divina allí reunidas se movieron como un solo hombre. El capitán Kaurl entró con largas zancadas en el hangar, acompañado por el resonante golpeteo de un centenar de botas que pisaban con fuerza la cubierta de rejilla de acero de manera casi unísona. A dos pasos detrás del rechoncho oficial superior de la nave insignia, el comandante de vuelo Jaeger recorría con los ojos a sus nuevos camaradas.
La mayoría iban vestidos con el traje de faena reglamentario, y se erguían con elegancia donde habían estado trabajando o haraganeando antes de la llegada de su oficial superior. Los ojos de Jaeger se vieron atraídos hacia un grupo en particular, que se había reunido a un lado, hacia la parte de atrás de la cubierta de vuelo. Había algo hosco en su porte: sus uniformes no eran tan elegantes ni su postura tan rígida como en el caso de las otras tripulaciones, y su atención no estaba del todo concentrada en el recién llegado capitán. Por instinto, Jaeger supo que eran los miembros del Escuadrón Raptor, sus nuevos subordinados.
Eso explicaba un par de cosas, al menos: la mirada levemente divertida de Kaurl cuando había recibido a Jaeger momentos antes, y las miradas que le lanzaron los otros comandantes de vuelo durante las presentaciones. ¿Así que los miembros del Raptor tenían necesidad de un poco de disciplina? Bueno, pues Jaeger los metería pronto en cintura.
Jaeger se dio cuenta de que el capitán Kaurl estaba dirigiéndoles la palabra a las tripulaciones, y centró su atención en lo que estaba diciendo su nuevo oficial superior.
—… Y espero que el comandante Jaeger cuente con el mismo respeto y colaboración que su predecesor, el comandante Glade, por parte de cada uno de ustedes. Continúen con sus deberes; nos separaremos del muelle a las cinco cero cero.
Tras asentir con la cabeza, el capitán envió a los hombres de vuelta al trabajo y se giró a mirar a Jaeger.
—Por su expresión, veo que ya ha identificado al Escuadrón Raptor —dijo sin más.
Jaeger apenas asintió e intentó conservar una expresión totalmente neutral.
—No son tan malos como puede parecer al principio —continuó Kaurl—. Entre ellos hay algunos pilotos condenadamente buenos, y con el hombre correcto al mando harán un trabajo excelente. Yo creo que usted es ese hombre, Jaeger, y seguiré con interés sus progresos.
—Gracias, señor —replicó Jaeger, complacido por la confianza que le tenía el capitán—. No creo que el Escuadrón Raptor vaya a darle ningún motivo de preocupación.
—En ese caso, vaya a conocer a sus hombres. Lo veré más tarde. Deles una oportunidad, y demostrarán que son dignos de la Armada del Emperador.
Ambos oficiales intercambiaron respetuosas reverencias antes de que Kaurl girara sobre los talones y saliera del hangar a grandes zancadas. Jaeger prestó atención a todas las vistas, sonidos y olores de su nuevo hogar. A pesar de que todas las cubiertas de vuelo guardaban semejanzas, cada una tenía siempre un olor único, un matiz de luz diferente, variaciones en la disposición general y centenares de otros detalles que la hacían especial. La cubierta de vuelo del Justicia Divina contaba con espacio para transportar, preparar y lanzar diez enormes bombarderos Marauder, junto con un complemento de diez cazas Thunderbolt. Todas las naves se encontraban en esos momentos en sus puntos de amarre, cada una protegida dentro de su nicho abovedado situado a lo largo de los flancos de la cubierta de vuelo. Por encima de la cabeza del comandante de vuelo, había, suspendido, un laberíntico entramado de guías y pasarelas entre las sombras; todo se centraba en torno a un par de enormes grúas capaces de levantar los aviones y desplazarlos hasta las pistas de lanzamiento. La conversación de las tripulaciones llenaba el cavernoso compartimento con un murmullo constante, y las fragancias de los ungüentos y el incienso de los tecnosacerdotes saturaban el aire y se mezclaban con olores más mundanos, como el metal aceitado y el sudor humano. Tras inspirar profundamente, Jaeger se encaminó hacia su nueva tripulación.
Mientras atravesaba la cubierta de vuelo, Jaeger inspeccionó con rapidez y atención a sus nuevos hombres. A pesar de las palabras de despedida de Kaurl, no se sintió impresionado por lo que vio. Estaban sentados en medio de un montón de cajones y mataban el tiempo de manera ociosa, discutiendo acaloradamente, jugando a dados o tumbados sin más. Excepto unos pocos, todos llevaban trajes de faena holgados, de color gris claro, y ofrecían un aspecto monótono y poco inspirador. Algunos se volvieron a mirar al comandante de vuelo que se les acercaba con paso enérgico, y un par de ellos consiguieron ponerse de pie. Uno, un artillero del propio avión de Jaeger si juzgaba por la insignia, se irguió y le hizo un brusco saludo militar.
—¡Buenos días! —declaró el artillero de aspecto macilento—. ¿Puedo darle la bienvenida al puesto de buen augurio de comandante del Escuadrón Raptor?
Otro, un artillero de aspecto fornido, le lanzó al hombre una mirada asesina.
—Corta el rollo, Saile. ¡El nuevo comandante no quiere ver cómo te arrastras! —le advirtió, con la frente perlada de sudor y fruncida en un profundo ceño.
—¡Ya basta, los dos! —les espetó Jaeger, irritado por aquella indisciplina—. Dejemos algo bien claro desde el principio: ustedes no me gustan, ninguno de ustedes. —Jaeger se tomó unos instantes para mirarlos de arriba abajo con mucha lentitud—. Por lo que he visto hasta ahora, son un puñado de vagos vulgares, indisciplinados y desesperantes. ¡Bueno, pues eso se acabó!
»Se dirigirán a mí como comandante Jaeger. A menos que yo les dirija la palabra directamente, en las situaciones que no sean de combate me hablarán sólo después de recibir permiso para hacerlo, con la frase: «¿Permiso para hablar, comandante Jaeger?». ¿Quedan esos dos simples hechos bien claros?
Los hombres miraron a Jaeger con perpleja incredulidad.
—Creo que las palabras que están buscando son: «Sí, comandante Jaeger» —les apuntó, con las cejas alzadas. La réplica fue dada con voz queda, titubeante, pero era un comienzo.
—¡Ah!… ¿Permiso para hablar, comandante Jaeger? —preguntó la voz queda de uno de los hombres que lo rodeaban.
Jaeger miró al tripulante que avanzaba con levedad entre los otros para adelantarse hasta la primera fila. Iba ataviado con el ropón voluminoso que lo señalaba como uno de los tecnoadeptos responsables del bienestar mecánico y espiritual de los aviones, así como de la O misma. El cuello del hombre era un entramado de cables y tejido cicatricial; un interconector colgaba del reverso de su mano derecha. En la batalla, el tecnoadepto se conectaba literalmente al bombardero Marauder para detectar cualquier daño y activar los mecanismos de reparación del mismo.
—Concedido —respondió Jaeger al mismo tiempo que asentía con la cabeza.
—Dado que yo soy principalmente miembro de los Adeptus Mecánicus y sólo me encuentro alineado en las actividades de la Armada imperial como cosa secundaria, considero con mucha seriedad el hecho de que me trate a mí y a otros tecnoadeptos como si fuésemos subordinados —declaró el hombre con el mentón orgullosamente levantado para mirar a la cara al alto comandante de vuelo.
Jaeger cogió al hombre por el ropón y lo levantó hasta que quedó sobre las puntas de los pies. La capucha del tecnoadepto cayó hacia atrás y dejó a la vista más cableados. Los bucles de finos cables nacían de su cabeza afeitada como cabello metálico injertado en su cuero cabelludo mediante un centenar de escabrosas incisiones cutáneas. Algunos de los otros avanzaron un paso, pero fueron detenidos en seco por una mirada asesina de su nuevo comandante.
—¡Mientras esté en mis aviones, yo soy su oficial superior! —le gruñó Jaeger—. Me importa un bledo el rango que tenga en el taller del Dios-Máquina… ¡En esta cubierta de vuelo y en el aire, responde ante mí! No se equivoque, tengo la intención de convertir este escuadrón en una unidad de combate respetable. Colaboren en ello, y podrán superar esto con sus vidas y rangos. Pónganse contra mí, y los masticaré para luego escupir sus trozos.
Jaeger soltó al tecnoadepto y se alejó a grandes zancadas, mientras se maldecía por haber perdido la paciencia; pero si había algo que Jaeger detestaba era la dejadez. Había visto morir a demasiados buenos hombres debido al descuido de otro, y no iba a permitir que volviese a suceder.
Jaeger les ordenó a los hombres que se retiraran, complacido con su actuación durante la sesión de entrenamiento. Mientras éstos se escabullían hacia los dormitorios comunes, Jaeger se encaminó de vuelta al camarote que compartía con otros tres oficiales de vuelo. Se enjugó el sudor de la cara con la palma de una mano, y se alegró de haber salido del calor de la cubierta de vuelo, recalentada más de lo tolerable por los motores de los bombarderos. Mientras avanzaba por el corredor hacia las dependencias de oficiales, oyó el repiquetear de unas botas sobre la cubierta metálica y se volvió. Marte, uno de los artilleros y veterano con muchos años de servicio, avanzaba a paso ligero y lo saludó mientras se acercaba.
—¿Permiso para hablar, comandante Jaeger? —preguntó el hombre, cauteloso.
—¿Qué tiene en mente, artillero?
—Perdóneme que se lo diga, pero no creo que sea usted tan duro como aparenta, señor. —El artillero se observaba con humildad los reversos de las manos y evitaba la mirada de Jaeger—. Nosotros…, es decir, los otros muchachos y yo… nos preguntábamos cómo es que ha acabado como nuestro comandante de vuelo. Quiero decir que ¿qué error cometió?
—¿Adonde quiere llegar, artillero? —Jaeger se llevó las manos a las caderas—. Y míreme cuando le hablo —añadió, irritado por tener que hablar a la coronilla de la cabeza calva del artillero.
Marte alzó la vista, reacio, y lo miró a los ojos. Resultaba obvio que los demás miembros de la tripulación lo habían metido en aquello.
—Bueno, eso de que lo hayan arrinconado en el Escuadrón Raptor… —se apresuró a explicar el artillero—. Quiero decir que parece que usted sabe lo que hace, así que ¿por qué ha acabado en este destino que es como un callejón sin salida?
—¿Un callejón sin salida? Puede ser que el Escuadrón Raptor no sea espectacular, pero ustedes son todos hombres competentes y dedicados a su trabajo. ¿Por qué debería ser tan malo este puesto de mando? —inquirió Jaeger, genuinamente desconcertado.
—¿Así que no ha oído las historias que se cuentan, señor? —El rostro del artillero era la viva imagen de la incredulidad.
—No presto oídos a los rumores; sólo me baso en hechos y en mi propia experiencia —le espetó Jaeger, irritado porque el artillero considerase que él era del tipo de personas que hacen caso de cotilleos.
—Muy prudente, señor —se apresuró a decir el viejo artillero—. Mire, el Escuadrón Raptor recibe la peor parte, es así de sencillo. Si hay un trabajo sucio que hacer, nos lo encargan a nosotros. Tiene que haber visto usted los expedientes; tuvimos el porcentaje más alto de bajas en las últimas tres misiones. Y el idiota de Glade tampoco era de ayuda; que el Emperador lo condene.
Para Jaeger, el artillero no estaba hablando con cordura alguna.
—¿Y qué me dice de los otros Marauder? —preguntó—. ¿Los del Escuadrón Diablo?
—¿Los del Escuadrón Diablo? —El artillero profirió una carcajada, un sonido corto y amargo—. Ésos no saben lo que es el trabajo duro. El comandante de vuelo Raf es sobrino del almirante Veniston; ¿comprende lo que quiero decir?
El artillero veterano estaba sacudiendo la cabeza, como si su sorpresa ante la ignorancia del comandante de vuelo hubiese alcanzado nuevas alturas. Jaeger se había hartado de que lo trataran como a un joven Cándido que acababa de obtener su nombramiento.
—Ustedes y todos esos cotilleos difamatorios pueden tener la seguridad de que, para cuando yo acabe, los del Escuadrón Diablo estarán lustrándonos las botas —prometió con voz dura al mismo tiempo que clavaba la mirada en los ojos del artillero—. Recuerde, una tripulación sólo es tan buena como cree serlo. El capitán Kaurl me respalda en esto: lo único que necesitan es que les levanten la moral, y todo encajará en su sitio. ¡Ahora retírese a descansar un poco!
El viejo artillero vaciló por un momento y le dirigió a su comandante una mirada de duda, antes de alejarse con rapidez por el corredor y dejar a Jaeger a solas con sus pensamientos.
»El Escuadrón Raptor no es inherentemente malo», reflexionó el comandante de vuelo. Lo único que sucedía era que aquellos hombres habían empezado a creerse lo que se decía de ellos. Si era cierto que el favoritismo del almirante por su sobrino estaba costando vidas, tendría algunas cosas que decir al respecto.
De momento, todo cuanto podía hacer era observar y aguardar…, y abrigar la esperanza de que las cosas no estuviesen tan mal como parecía.
* * *
—¡Por la sangre del Emperador! ¡Ésa es una visión para hacer temblar el corazón de un hombre! —exclamó el almirante Veniston.
Cuando llevaba apenas ocho semanas de patrulla, el Justicia Divina se había topado con serios problemas. Ampliada en la pantalla principal del puente de la nave, se veía una escena de absoluta destrucción, del tipo que el ya maduro oficial no había visto en muchos años. El terrible pecio de un crucero de la Armada —lo que quedaba de él— giraba con lentitud entre las estrellas. A lo lejos, apenas podía distinguirse la oscura silueta de un pecio orko, origen de aquella carnicería. Uno de los miembros de la tripulación de mando alzó los ojos de las resplandecientes lecturas verdes que tenía ante sí.
—Los supervivientes lo identifican como el Castigo Imperial, almirante. Tiene el ochenta por ciento de la estructura dañada… Ha recibido un vapuleo infernal —informó el tripulante, y Veniston asintió.
—Ya lo creo que sí, y la pregunta es: ¿cómo evitaremos nosotros correr una suerte similar?
El capitán Kaurl avanzó un paso, con los ojos brillantes.
—Supongo que volver al espacio disforme y olvidarnos de que lo hemos encontrado queda fuera de discusión.
Mientras la tripulación del puente reía con disimulo, Veniston le indicó a Kaurl, con un gesto brusco de cabeza, que entrara en la sala de conferencias. Dentro de la pequeña habitación recubierta con paneles de madera, ambos podían hablar con mayor libertad.
—En serio, Jacob —dijo Veniston, que fue el primero en hablar—. ¿Cómo diablos vamos a acabar con ese maldito pecio?
—Los tecnosacerdotes han hecho un ensayo de largo alcance. —El capitán activó la pantalla de comunicación donde apareció un esquema de la nave orka—. Los sistemas de armamento del pecio están situados cerca de la parte frontal. Si podemos atacarla desde la parte posterior, es probable que consigamos darle una buena paliza al mismo tiempo que limitamos su capacidad de devolver el ataque. —Mientras hablaba, Kaurl pasó los dedos sobre la pantalla en un amplio círculo, para acabar señalando el principal bloque de motores del pecio.
El almirante frunció el entrecejo.
—Sólo estamos nosotros y las fragatas. No podemos atacarlo desde más de una dirección sin que nos haga pedazos. Si pueden apuntar sus cañones, ni siquiera el Justicia Divina sobrevivirá durante mucho tiempo. ¿Cómo sugiere que logremos que la escoria de piel verde de ese pecio se quede quieta durante el tiempo suficiente como para que nosotros los destrocemos con nuestros torpedos y baterías, Jacob?
Kaurl se frotó la corta barba y, después de pulsar una runa, hizo aparecer una serie de flechas y notaciones sobre el diagrama del pecio.
—Bueno, ahora que lo menciona —dijo—, se me ha ocurrido una idea. Los orkos no tendrán ningún problema para acertarle a algo del tamaño del Justicia Divina, pero eso no significa que sean invulnerables…
* * *
La orden de prepararse para el lanzamiento había llegado una hora antes. En ese momento, las tripulaciones se apresuraban a concluir sus últimas tareas. El segundo al mando de Jaeger, Phrao, dirigía a la tripulación en sus plegarias mientras los miembros restantes permanecían arrodillados y con la cabeza inclinada debajo del fuselaje de sus Marauder, entonando los himnos con admirable concentración. Jaeger alzó los ojos hacia donde Arick, uno de los artilleros de torreta, estaba gateando sobre el fuselaje del Marauder.
—¿Qué les sucede? —preguntó Jaeger.
Arick bajó los ojos desde donde estaba lustrando los cañones gemelos del cañón automático situado sobre el dorso del Marauder.
—Hago esto cada vez que salimos. Se supone que atrae la bendición del Emperador —respondió el artillero.
—Supongo que sí, ¿pero por qué debajo del Marauder? ¿No sería más práctico hacerlo en un espacio abierto?
Arick se encogió de hombros, aunque el movimiento apenas pudo ser apreciado dentro de los gruesos pliegues del traje de vacío que llevaba.
—Es para hacer que el poder del Emperador entre en el avión. Ya sabe de qué va; tiene que haber visto a otras tripulaciones hacer algo parecido a esto antes de cada vuelo. Se trata de un rito especial, como eso de que Jerryll lea en voz alta los Artículos de Guerra y yo lustre mi maldito cañón, aunque sé que los de mantenimiento lo han aceitado de sobra desde que recibimos las órdenes. Me sorprende que usted no haga nada por el estilo.
—Sí… Tiene razón; hay algo que he estado a punto de olvidar —replicó Jaeger con tono distraído.
Tras situarse ante su enorme Marauder, Jaeger llamó a sus tripulantes para que se colocaran delante de él, preparados para recibir instrucciones. Su mirada se desvió hacia el morro de la nave y la dorada águila rampante que brillaba sobre éste. Tal emblema estaba reproducido en los guantes de su uniforme e impreso en todos los cascos. Se trataba del emblema del Escuadrón Raptor. Era un buen nombre, pero ¿la tripulación era buena?
Mientras los tripulantes se reunían, los miró a cada uno por turno. Durante los dos meses pasados desde que salieron del muelle de Bakka, había llegado a conocer mejor a los hombres, aunque sólo el combate real le demostraría su verdadero temple. Allí estaban los artilleros —Arick, Marte y Saile—; todos habían demostrado precisión al disparar dentro del radio de acción del simulador, pero se decía que Arick perdía la serenidad en el fragor de la batalla y que Saile era básicamente cobarde. A pesar de ello, «no confíes en los rumores», le había enseñado a Jaeger el viejo capitán de la Invencible.
El tecnoadepto Ferix no había dado ningún problema desde el duro tratamiento al que había sometido Jaeger a su colega del Adeptus Mecánicus en el primer encuentro. No obstante, Ferix tenía el ceño fruncido al bajar del motor del Marauder, obviamente fastidiado porque su intento de consagrar el avión al DiosMáquina se hubiese visto interrumpido. Jaeger le daría tiempo de acabar el ritual antes del lanzamiento; ya había suficientes variables de las que preocuparse para que encima se ofreciera el espíritu del Marauder con ceremonias apresuradas y plegarias a la ligera.
El último en llegar fue Berhandt, el fornido y musculoso artillero. A pesar de su acento tosco y de su enorme constitución, el artillero poseía una mente astuta. De todas formas, Jaeger había decidido que era necesario vigilarlo, ya que, de una forma u otra, una gran parte del pesimismo del escuadrón parecía originarse en él.
Una vez que estuvieron presentes los cinco tripulantes, Jaeger se subió a un cajón de municiones vacío que los de mantenimiento aún no habían retirado. Tras aclararse la garganta, habló con voz fuerte y segura, con la intención de infundir a los tripulantes la confianza que necesitaban. Si no le creían en ese momento, su vacilación o duda podría significar la muerte para todos durante la batalla.
—Como ya saben, las tripulaciones de mis bombarderos tienen ciertas costumbres destinadas a asegurarse la gracia del Emperador y a alejar la mala suerte. Bien, esto es algo así como una tradición para mí, una pequeña ceremonia que celebro antes de mi primer vuelo de combate con un escuadrón nuevo, sólo para asegurarme de que no le suceda nada malo… a ninguno de nosotros. No se preocupen, no tardaremos mucho —les aseguró Jaeger al ver las miradas distraídas. Querían que acabase con su pequeña arenga lo antes posible, y los comprendía.
—Se trata de una fábula de mi planeta natal. Procedo de Extu, por si aún no lo sabían, un lugar un poco atrasado según muchas de las pautas de ustedes; pero allí tenemos un poderoso sentido del honor y de la valentía, por lo que yo no huiré de ninguna lucha.
Jaeger vio que Marte y Arick asentían con la cabeza. Los demás removieron los pies con inquietud, incómodos por el hecho de que les contasen una fábula. Jaeger sabía que no todas las culturas eran como la de Extu; en algunas sociedades, las fábulas eran consideradas como algo de niños, en lugar de como importantes enseñanzas para adultos y pequeños por igual. A pesar de que a veces maldecía a los demás por sus ridículos hábitos o costumbres, en los años que llevaba de servicio en la Armada imperial, había aprendido a aceptar toda clase de puntos de vista y perspectivas de la vida.
—En fin, volvamos a mi fábula, según me la contó el Narrador de la Fe Gunthe. Habla de la Gran Águila Emperador, cuyas garras están cubiertas de fuego y cuyos ojos todo lo ven, y de cómo desterró a la Serpiente Caos de nuestro reino. Un día, la Serpiente Caos, eterna enemiga de la Gran Águila Emperador robó uno de los sagrados huevos del nido de ésta mientras se encontraba fuera, cazando. La Serpiente Caos se llevó el huevo a su madriguera, lo envolvió con su cuerpo para mantenerlo tibio y asegurarse de que se incubara. Cuando la Gran Águila Emperador regresó, su consternación fue enorme al descubrir que faltaba uno de los huevos sagrados. Buscó por todas partes, pero no pudo encontrar al huevo sagrado desaparecido.
»Entretanto, el huevo se rompió y la Serpiente Caos le dio a la joven Águila la bienvenida al mundo. «Te saludo —dijo la Serpiente Caos—. Soy tu madre, y aprenderás lo que te enseñe y escucharás cada una de mis palabras». Y el águila aprendió las repugnantes y deformes costumbres de la Serpiente Caos.
Jaeger recorrió a sus hombres con la mirada, complacido al ver que entonces todos le prestaban atención, incluso Ferix, cuyas propias creencias religiosas le enseñaban a reverenciar a las máquinas por encima de los seres humanos.
—Las doradas plumas radiantes de la joven águila se deslustraron a causa del rencor. —La boca de Jaeger se torció con desagrado al imaginar al águila caída—. Sus destellantes ojos se nublaron de falsas esperanzas, y sus garras se embotaron a causa de la desobediencia. Durante todo ese tiempo, la Gran Águila Emperador continuó su búsqueda, llegando aún más lejos por ver si hallaba el huevo sagrado perdido. Al fin, un día, se encontró con el águila, ya plenamente desarrollada, y al principio la Gran Águila Emperador se alegró. Pero a medida que hablaba con el águila perdida y veía en qué se había convertido, la Gran Águila Emperador se sintió muy disgustada. Le ordenó a la joven águila que permaneciera donde estaba y salió en busca de la Serpiente Caos. Encontró a la traicionera y falsa criatura escondida entre las sombras, cerca de allí; los agudos ojos de la Gran Águila Emperador lograron detectarla.
Jaeger entrecerró los párpados al recordar la primera vez que había oído aquella fábula cuando era un niño. La parte siguiente era su preferida, y había contribuido a inspirarlo a lo largo de su educación en la Escuela Progenium y durante su entrenamiento de vuelo en Bakka. Había sido aquella historia la que por primera vez había despertado en él la ambición de ser piloto, y cuando había pasado tiempos difíciles se había contado mentalmente dicha fábula. Y cada vez le había proporcionado la fuerza necesaria para perseverar en medio del infortunio.
A medida que las demás tripulaciones habían ido concluyendo con los rituales previos a la partida, se habían acercado a escuchar el discurso del comandante de vuelo. Entonces la totalidad de los veintinueve se encontraba de pie ante él, absorta en sus palabras. Después de respirar profundamente, Jaeger continuó explicando la fábula.
—Tras calar flotando sobre sus enormes alas, la Gran Águila Emperador atrapó a la Serpiente Caos entre sus garras envueltas en llamas y la llevó muy arriba en el aire. Volaron durante largo tiempo.
»«¿Por qué me atacas así?», preguntó la Serpiente Caos, con fingidas ignorancia e inocencia.
»«Me has arrebatado a uno de los míos —respondió la Gran Águila Emperador—, y lo has deformado con tus oscuras costumbres, de tal forma que ya no es alto, orgulloso ni cumple con el destino que le pertenece por derecho. Ése es un crimen para el que no puede haber misericordia alguna». Y la Gran Águila Emperador dejó caer a la Serpiente Caos en el agujero sin fondo que es el Ojo del Terror, condenando así a la Serpiente a la prisión, la agonía y el tormento eternos por lo que le había hecho a la joven águila.
Al hacer una pausa para lograr un efecto dramático, vio que la fábula estaba surtiendo el efecto deseado en los tripulantes. Los hombres lo escuchaban con la atención fija, y por el momento escucharían y, más importante aún, creerían cualquier cosa que les contara. Su propio orgullo les resultaba inspirador y les proporcionaba la confianza necesaria para seguirlo a cualquier parte que los llevase.
—La Gran Águila Emperador regresó junto a su joven descendiente —continuó Jaeger al mismo tiempo que su intensa mirada se fijaba en cada hombre por turno—. «Has hecho un gran mal», dijo la Gran Águila Emperador, «empeorado aún más porque no puedo corregirlo sino sólo castigar la culpa. No puede enmendarse; eres mi hijo y sin embargo no puedo tolerar que vivas, deformado y maligno como eres». La joven águila miró a la Gran Águila Emperador, y la nobleza de su nacimiento se alzó a través de la inmundicia de las enseñanzas de la Serpiente Caos. «Lo comprendo, ¡oh, Gran Águila Emperador!», y la joven águila echó atrás la cabeza para enseñarle el pecho a la Gran Águila Emperador. Con un solo zarpazo de sus garras envueltas en llamas, la Gran Águila Emperador arrancó el corazón de la joven águila y lo convirtió en cenizas… porque no puede vivir nadie que haya sido tocado por la Serpiente Caos, ni siquiera los hijos de la Gran Águila Emperador.
El adulador artillero Saile aplaudió con entusiasmo; unos pocos sonrieron con severo aprecio, mientras que el resto aguardó la explicación con respetuoso silencio.
—¡Porque nosotros somos las garras del Emperador! —declaró Jaeger con voz profunda y llena de convicción, al mismo tiempo que su mano derecha dibujaba de modo inconsciente la forma de una garra curvada sobre su pecho—. De la misma forma que esta nave lleva el nombre de Justicia Divina, nosotros debemos ser el instrumento de la venganza del Emperador. ¡Sin misericordia, sin perdón; sólo la seguridad de una justicia sumaria y una muerte inevitable!
»Justicia sumaria, muerte inevitable» era el lema del escuadrón, y el hecho de oírlo pronunciar con tanta confianza y emoción surtió un efecto asombroso en la tripulación. Jaeger podía ver la expectación de los hombres, ansiosos por luchar como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez en años, se sentían orgullosos de sí mismos.
—Así pues, ¿qué somos nosotros? —gritó Jaeger, con un puño en alto.
—¡Justicia sumaria, muerte inevitable! —fue el grito de respuesta que salió de las veintinueve gargantas y resonó por toda la cubierta de vuelo haciendo volver la cabeza a los tripulantes de los otros escuadrones. Jaeger sonrió; se le aceleraron los latidos del corazón.
—¡Condenadamente cierto! Hagamos que el enemigo pruebe las garras del Emperador.
* * *
Jaeger sonrió al mirar a través de la cúpula de la carlinga y ver al resto del escuadrón que volaba a lo largo del casco de la nave, cada uno impulsado por cuádruples estelas de plasma. Más allá, vio que las troneras de la cubierta de cañones del Justicia Divina se abrían con lentitud para dejar a la vista baterías y más baterías de enormes cañones láser, aceleradores de masas y proyectores de plasma; era un poder de ataque descomunal, que bastaba para destruir una ciudad. El comunicador del casco de Jaeger crepitó al activarse.
—Cazas Thunderbolt de los escuadrones Flecha y Tormenta, preparados para encuentro. —La conocida voz del comandante de vuelo Dextra tenía un tono metálico a través del comunicador de larga distancia.
Jaeger pulsó la runa de latón que abría las transmisiones, situada sobre el panel de comunicación a su izquierda.
—Me alegro de oírlo, Jaze. Sitúense en formación de diamante de diez a popa.
—Afirmativo, oficial del Raptor.
Mientras los cazas, de tamaño más pequeño, tomaban posiciones de escolta en torno al escuadrón de bombarderos, Jaeger incrementó la velocidad y llevó su avión a la parte frontal, con el fin de adoptar una formación de vuelo en forma de y cuyo vértice lo ocupaba su Marauder. Al pasar sobre la proa del crucero, los bombarderos parecían diminutos destellos contra el telón de fondo de los inmensos tubos torpederos.
—Puente, aquí el oficial del Raptor. En formación y preparados para atacar; esperamos datos del objetivo, por el Emperador —informó Jaeger.
Berhandt le hizo una señal con el pulgar hacia arriba cuando les transmitieron la información desde el Justicia Divina, y la voz ronca del artillero le dio a Jaeger los detalles a través del comunicador interno.
—Es un punto de la zona posterior del pecio, en alguna parte de los motores. No puedo decir exactamente qué es desde tan lejos.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Jaeger.
—Exactamente lo que acabo de decir, señor. Sólo nos han dado unas coordenadas, sin detalles acerca del tipo de objetivo, con una nota que dice que la trayectoria del ataque queda a su discreción.
—Muy bien. Infórmeme en cuanto tengamos más detalles —replicó Jaeger, antes de hablarle al resto del escuadrón—. Escuchen, Escuadrón Raptor, esto es una batalla real. Nada de discutir, ni de gimotear, ni de dar largas. No voy a permitir que hagan que nos maten a mí y a sus camaradas de vuelo. ¡Estamos aquí para bombardear en nombre del Emperador, y eso es lo que vamos a hacer!
Jaeger sonrió al oír las carcajadas de los demás miembros del escuadrón que le llegaban a través de los auriculares. Se repantigó en el asiento del piloto y comenzó a relajarse. Pasaría un rato antes de que se encontraran relativamente cerca del radio de alcance de las considerables defensas del pecio, y permanecer en tensión durante dos horas, sin duda, no le haría ningún bien a su capacidad de reacción, y mucho menos a los nervios de los demás tripulantes del bombardero. Para mantener la mente ocupada, Jaeger volvió a repasar las comprobaciones previas a la batalla. Paseó los ojos por el interior de la carlinga para examinarlo todo visualmente. No había ni grietas ni arañazos en la coloreada protección acorazada de la carlinga del Marauder. Las sinuosas tuberías gruesas como sus muñecas que partían del panel de control en todas direcciones estaban intactas, sin roturas ni abolladuras en el aislamiento. Las agujas de los indicadores de presión de los motores señalaban tranquilizadoramente los cuadrantes verdes, y las otras numerosas esferas, medidores y contadores indicaban que nada funcionaba mal. Jaeger comprobó los controles de vuelo, preocupado por la rigidez que percibía en la barra de control. Unos pocos giros a los lados y sobre el eje, y todo pareció estar bien, lo que calmó las sospechas de Jaeger.
Berhandt le había dicho que ese Marauder había sido casi cortado en dos por un láser eldar durante la misión anterior. En ese percance, el predecesor de Jaeger, Glade, había sido absorbido por el vacío y nunca habían vuelto a verlo. Jaeger se maldijo por aquellos malsanos pensamientos, y para calmarse se puso a pensar en su planeta de origen. Tras soltar un par de cierres, se echó el casco hacia la parte de atrás de la cabeza y cerró los ojos. Con los labios sumidos, comenzó a silbar una canción de caza de su mundo natal.
* * *
Veniston se paseaba de un lado a otro del área de mando del puente, mientras observaba las diferentes pantallas en las que aparecían los datos actualizados del progreso de la batalla. A medida que el Justicia Divina se aproximaba con lentitud al pecio, las naves orkas más pequeñas intentaban atravesar el cordón de fragatas para atacar el crucero. Tenían poco éxito, y una o dos que lograron entrar dentro del radio de alcance fueron pronto desintegradas por la abrumadora potencia de fuego del Justicia Divina. La cubierta se estremecía con vibraciones regulares mientras los inmensos motores de plasma impulsaban la nave hacia su lejano enemigo, lo que aproximaba a los de a bordo cada vez más a la muerte o la gloria. Uno de los oficiales de comunicaciones le hablaba con rapidez al capitán Kaurl en tanto miraba por encima del hombro de su subordinado hacia una parpadeante pantalla, e intentaba dirigir las acciones de la escolta y los cazas.
—¿Hay algún problema, señor Kaurl? —inquirió Veniston al mismo tiempo que se aproximaba al capitán e intentaba que la tensión no aflorase a su voz.
—En realidad, no, señor —replicó Kaurl, que se irguió para mirar al almirante a los ojos. Veniston alzó una ceja con aire inquisitivo—. Hay una formación de cazabombarderos que han logrado atravesar el bloqueo. Interceptarán dentro de poco a los Marauder del Escuadrón Raptor, pero los cazas deberían ser capaces de proteger a nuestros bombarderos —le aseguró Kaurl al almirante a la vez que se frotaba los cansados ojos y se pasaba una mano de gruesos dedos entre los oscuros cabellos.
—Envíe a los Thunderbolt en un curso de interceptación —decidió Veniston mientras miraba la pantalla—. Si los orkos se les aproximan demasiado, los bombarderos tendrán que aminorar la velocidad, y el momento del ataque es de gran importancia. Si el Escuadrón Raptor no ataca a tiempo, la totalidad del plan quedará desbaratado, y el pecio contará con toda su movilidad cuando lo tengamos dentro del radio de alcance. No podemos permitir que eso suceda, Jacob. —Los ojos del almirante se estrecharon y su mandíbula se apretó con fuerza durante un momento mientras consideraba la perspectiva de que el Justicia Divina corriera la misma suerte que el Castigo Imperial.
—¿Y si ataca una segunda formación de cazas? Estarán desprotegidos… —protestó el capitán con la voz repentinamente enronquecida ante la perspectiva.
—Si eso sucede —contestó Veniston con frialdad—, esperemos que el Emperador nos guarde a todos.
El almirante se volvió otra vez hacia la pantalla principal para indicar que la conversación había concluido. Kaurl reprimió una mueca y miró al oficial de comunicaciones que aguardaba.
—Nuevas órdenes para los escuadrones Flecha y Tormenta —comenzó el capitán.
* * *
Lamentablemente, la escolta de Thunderbolts se había separado de ellos pocos minutos antes, y entonces los Marauder se encontraban librados a su propia suerte. A medida que el Escuadrón Raptor hendía el espacio hacia el pecio, eran visibles más detalles de la batalla que tenía lugar ante ellos. Un enjambre de naves de ataque orkas se encontraba trabada en duelo con las fragatas que escoltaban al Justicia Divina. Las naves del Imperio maniobraban justo fuera del alcance de las primitivas armas orkas, y les causaban numerosas bajas; al menos cinco pecios de naves orkas flotaban sin vida, a la deriva, por el campo de batalla. Estando ya más cercano, el pecio parecía en verdad inmenso. En torno a él flotaba un cúmulo de asteroides de defensa, bases flotantes tripuladas por los orkos y erizadas de cohetes, y baterías de cañones. Algunos eran tan sólo trozos del pecio que se habían roto, aunque no habían escapado de su campo gravitatorio. Otros, según le habían enseñado a Jaeger durante el curso para oficiales, habían sido deliberadamente capturados por los orkos, que usaban una rara tecnología de campo gravitatorio para apoderarse de asteroides y pecios con el fin de crear un remolino de obstáculos que los protegiera contra sus atacantes. Cualquiera que fuese la causa de que se encontraran en órbita, y tanto si eran trozos de roca y metal o si habían sido equipados con lanzacohetes y baterías de cañones, en la Armada se los conocía simplemente como rocas.
Mientras Jaeger meditaba sobre aquel glorioso ejemplo de subestimación lingüística, se produjo un repentino silbido de escape de gas y la palanca de mando que tenía en la mano izquierda comenzó a sacudirse de modo incontrolable.
—¡Ferix! —gritó Jaeger a través del comunicador interno—. Estos condenados controles nos la están jugando. Necesito estabilidad ahora mismo, si no le importa.
El menudo tecnoadepto entró gateando en la carlinga y se quitó el cinturón de herramientas que lo ceñía. Sacó de un bolsillo un resplandeciente dispositivo grabado en oro y se puso a soltar el panel situado bajo las piernas de Jaeger. Mientras Ferix desatornillaba el compartimento situado bajo la barra de control, comenzó a entonar una oración en voz baja.
—Ver el espíritu de la máquina; eso es ser Mecánicus. Administrar el Rito de Reparación; eso es ser Mecánicus.
Jaeger dejó de prestar atención al hombre para mirar a través del vidrio blindado de la carlinga. Las fragatas habían hecho un buen trabajo y habían abierto una brecha a través del grupo de naves de ataque orkas, lo cual dejaba vía libre para que penetraran los Marauder. Sin embargo, había algo que no iba bien. Jaeger sintió un cosquilleo en la columna vertebral que indicaba un presagio. Al mirar al pecio, que cada vez se encontraba más cerca, una sospecha siniestra comenzó a formarse en el fondo de su mente.
—Berhandt, ¿puede fijar esa roca que está a las cinco en punto, a unos doce por treinta y cinco?
—La tengo —replicó el artillero con un tono interrogante en la voz.
—Trace una predicción de trayectoria y sobrepóngala con nuestro rumbo.
—De acuerdo, comandante Jaeger. Metriculador procesando. A punto… ¡Maldición! ¡Ha hecho bien en preguntarlo, señor! ¡Nos dirigimos directamente hacia esa maldita cosa! —exclamó Berhandt.
—¿Curso de evitación? —Incluso en el momento de preguntarlo, Jaeger sabía que no iba a haberlo.
—No, señor; no con el tiempo que nos han dado. Por la misericordia del Emperador, vamos a tener que enfrentarnos con esa condenada cosa… —La voz del artillero era apenas un susurro. Jaeger activó el comunicador de larga distancia.
—Puente, aquí el oficial del Escuadrón Raptor —anunció—. Tenemos problemas.
El escuadrón de bombarderos realizó un deslizamiento de ala para hacer un giro lento, sacudido por la ráfaga de propulsión de los enormes cohetes que pasaban a gran velocidad. Cada uno de los misiles orkos que salían rugiendo de la roca era más grande que un Marauder, estaban hechos para destrozar una enorme nave espacial, pero igualmente eran capaces de hacer pedazos a la totalidad del escuadrón con una explosión poco afortunada. En el morro de los monstruosos cohetes habían pintado rostros toscos con sonrisas malignas y diablos de afilados dientes, que parecían saltar de la oscuridad sobre columnas de fuego abrasador. Jaeger escuchaba la red de comunicaciones, con humor torvo.
—Aquí el Apolo, ahora no podemos abandonar el combate.
—Aquí el Glorioso, incapaz de llegar a tiempo a su posición.
Y así continuaban los mensajes, cada fragata de la flota estaba demasiado ocupada o demasiado lejos para atacar a la roca que se aproximaba a toda velocidad. En la plataforma de defensa que se encontraba enfrente de los Marauder, se produjo otro destello, y otros seis cohetes salieron disparados hacia los bombarderos que se acercaban. Jaeger cambió al comunicador interno.
—Dispersión uno-cuatro, cuando dé la orden —dijo con voz baja y brusca—. Sólo tendremos tiempo para hacer una pasada. Quiero que la aprovechen bien.
Cuando la luz verde de un icono parpadeó sobre el panel que tenía a su lado, Jaeger cambió de frecuencia para oír el mensaje entrante.
—Aquí el tecnosacerdote Adramaz, del Excelente —informó una vocecilla que no le resultaba familiar—. Hemos explorado su objetivo y hemos determinado un punto primario de detonación. Transmitiendo información. Parece ser algún tipo de fuente de energía, que podría destruir el objetivo si aciertan. De todas formas, si yo fuera ustedes me alejaría a máxima velocidad, porque no estamos seguros de lo fuerte que será la detonación resultante.
—Gracias, Adramaz —replicó Jaeger al mismo tiempo que se volvía para ver si Berhandt había recibido la información.
El artillero asintió con la cabeza cuando recibió los datos de la situación del reactor de la roca, y tras hacer que girara un botón y pulsar un interruptor, les transmitió los datos a los demás Marauder. Berhandt hizo girar su asiento para coger la palanca bifurcada de control que guiaba y disparaba los cañones láser montados en el morro del Marauder. Un disparo podía perforar un codo o más de blindaje reforzado y hacer pedazos la roca con igual facilidad.
—Los datos sugieren que no están protegidos contra fuego láser —dijo el artillero a la vez que sonreía, ceñudo—. Un par de buenos disparos debería acabar con ellos. —Jaeger volvió a abrir las comunicaciones con el resto del escuadrón.
—Usen sólo los cañones láser; guarden los misiles y bombas para el objetivo principal.
—¿Qué quiere decir con «objetivo principal»? —preguntó la voz de Phrao antes que nadie—. ¿No hemos venido a destruir esto?
—¡Esto no es más que algo accidental! —le espetó Jaeger—. Nuestro principal objetivo está en el propio pecio.
—¿Está de broma? ¡Cinco Marauders van a causarle a esa bestia el mismo efecto que un tábano cuando pica a un grox en el culo! —intervino Drake.
Jaeger apenas pudo reprimir un gruñido antes de abrir el canal de comunicación.
—Nosotros no damos las órdenes, sólo las obedecemos. Si tienes problemas con eso, podemos solucionarlos cuando regresemos a la cubierta de vuelo. Tenemos trabajo que hacer, así que conservemos la calma. Acabaremos con la Roca y luego continuaremos hacia nuestro objetivo principal.
—¡Si llegamos tan lejos! —La voz de Phrao, incluso si se tomaba en cuenta el siseo de la red de comunicación, era rasposa y amarga—. ¡Condenada suerte la del Escuadrón Raptor!
—¡Silencio, todos ustedes! —les espetó Jaeger tras pulsar la runa de transmisión—. Ahora escúchenme todos. Conocen su misión y todos han volado en misiones de combate antes de ahora; así que no quiero oír más eso de «suerte del Escuadrón Raptor». ¿Entendido?
Una serie de afirmaciones llegó a los oídos de Jaeger, y éste asintió para sí con un gesto de cabeza. «La duda siembra la semilla del miedo —le había enseñado el abad de la Escuela Progenium de Extu cuando él era joven—. Aplástala desde su nacimiento o sufrirás el crecimiento de la herejía».
Al pasear la vista sobre los paneles de control, Jaeger vio que todos los sistemas estaban funcionando dentro de niveles aceptables. Todo estaba a punto. Inspiró en profundidad con la mano posada sobre el comunicador. Tras expeler el aire, pulsó la runa.
—Escuadrón Raptor, aquí el comandante de vuelo. —Jaeger hablaba con voz deliberadamente serena, aunque en su interior el corazón le latía a toda velocidad y podía sentir que la emoción del combate comenzaba a adueñarse de él. ¡Evasión y ataque! ¡Evasión y ataque!
Una docena de pequeñas torretas giraron hasta la posición de disparo y lanzaron un torrente de proyectiles en dirección a los Marauder que calaban hacia la Roca, con los motores a plena potencia. Mientras maniobraba para esquivar aquella lluvia mortal, cada piloto tuvo ocasión de demostrar su valía. Jerryll ocupaba la delantera, seguido por Jaeger; detrás volaban los demás bombarderos. Desde su posición, Jaeger tuvo la oportunidad de ver en acción al magnífico bombardero Marauder.
Eran enormes bestias metálicas que pesaban cada una más que tres tanques de combate de gran envergadura juntos. Diseñados tanto para el combate espacial de corta distancia como para las misiones dentro de la atmósfera, los Marauder maniobraban con pequeñas turbinas vectoriales montadas sobre el fuselaje y las alas cuando estaban en el espacio, y con un estatorreactor cuádruple cuando entraban en la atmósfera de un planeta. Bautizados como «Grandes Bestias» por las tripulaciones de vuelo, cada Marauder era una fortaleza volante. Los dos cañones automáticos dorsales eran capaces de disparar una lluvia de fuego que podía perforar el blindaje de los aviones enemigos y destrozar tripulación y motores, mientras que los pesados bólters de cola podían disparar una docena de minimisiles por segundo a los enemigos que los interceptaran, o alcanzar objetivos terrestres. En el morro estaban situados los cañones láser para realizar disparos de precisión, y seis misiles Flail colgaban de las alas, cada uno con una cabeza de plasma capaz de abrir un cráter de quince metros de diámetro y rajar el casco blindado de una nave espacial. Para que pudiera infligir una devastación aún mayor, el fuselaje del Marauder tenía también incorporado un espacioso compartimento de bombas, que podía arrojar una carga completa de explosivos y bombas incendiarias.
Mientras contemplaba el absoluto potencial destructivo de un solo Marauder, Jaeger se encontró con que su fe en el Imperio se fortalecía. Los Adeptus Mecánicus habían diseñado aquella pasmosa máquina de combate. La Escuela Progenium del Ministorum le había dado una ferviente fe para servir al Emperador. La Armada imperial le había enseñado cómo controlar aquella sanguinaria criatura de metal. Y entonces estaba allí, una vez más, a punto de lanzar la ardiente justicia sobre las cabezas de los enemigos del Emperador. Para Jaeger, no existía una sensación mejor.
A medida que el Escuadrón Raptor se acercaba a la Roca, la respuesta del enemigo aumentó en ferocidad. Con una brusquedad que daba la vuelta al estómago, Jaeger sacó el avión del picado con que se lanzaba hacia la Roca y situó el morro del Marauder a la altura del horizonte del pequeño asteroide. Un segundo antes había estado volando en el espacio abierto, pero entonces tenía suelo debajo. Como siempre, necesitó un par de segundos para vencer la desorientación, y mientras realizaba varias inspiraciones profundas hizo que el Marauder entrara en una serie de ascensos, picados y deslizamientos de ala para impedir que los artilleros enemigos pudiesen hacer blanco en él. Proyectiles que los golpeaban de soslayo rebotaban sobre el fuselaje blindado y llenaban el aire de tamborileos esporádicos. Un disparo que les dio de pleno hizo que el avión se sacudiera, y las runas de alarma destellaron en los tres paneles de control que cubrían todas las superficies de la carlinga. La voz de Ferix sonó, alarmada, a través del comunicador.
—¡Rotura del blindaje! Comprobad los sellos de vacío y entonad el Tercer Cántico de Protección, bendito sea Su nombre.
Jaeger realizó el proceso de comprobación y ajuste de su casco.
—Líbrame del vacío. Protégeme del éter. Guarda bien mi alma —murmuraba para sí.
Los bombarderos ya casi tenían la Roca dentro de su radio de alcance; el fuego había disminuido al quedar algunas de las torretas de cañones de la Roca lateralmente cegadas por la masa de asteroides. Un sorpresivo estallido de fuego envolvió el avión de Jerryll y le arrancó grandes fragmentos de metal. El avión de Phrao pasó a baja altura mientras sus cañones láser hacían pedazos la torreta orka, tomando instantánea venganza. Jaeger podía ver el enorme agujero abierto en el ala de estribor del Marauder de Jerryll, que dejaba una estela de chispas al descargar su energía en el vacío los cables cercenados.
—Raptor Tres, ¿cuál es su estado? —preguntó Jaeger con tono de urgencia.
—Perdidos controles de estribor, dominio inseguro. No creo que pueda continuar. ¿Permiso para abandonar?
—De acuerdo, Jerryll; sepárese y regrese a casa —respondió Jaeger con los dientes apretados.
De pronto, los iconos de la red de comunicación destellaron indicando la entrada de un mensaje prioritario.
—Aquí el almirante Veniston. No abandone, Raptor Tres: pase a retaguardia y forme para atacar objetivo primario.
La respuesta de Jerryll llegó a través de un crepitar estático.
—¿Qué de…? Malditos controles… Orden recibida.
Jaeger observó cómo el Marauder que iba en cabeza ascendía y se apartaba de la incursión de ataque. Moviendo la columna de control a derecha e izquierda, Jaeger condujo su avión entre los proyectiles que volaban hacia él. Tras guiar al Marauder por encima del borde de un empinado cráter, Jaeger vio por primera vez la construcción que albergaba al reactor: una tosca combinación de retorcidas tuberías y relés de potencia. Berhandt profirió un gruñido cuando el generador de energía orko quedó dentro del radio de alcance de su cañón láser, y los rayos de energía salieron hacia la superficie de la Roca, de la que hicieron levantarse penachos de humo y polvo. El cañón láser de Berhandt escupió otra andanada de fuego, que destrozó metal y roca.
—¡Por la sangre del Emperador, he fallado! —imprecó Berhandt a la vez que les propinaba un puñetazo a los controles del cañón láser.
Jaeger volvió la cabeza mientras hacía que el Marauder se alejase, y vio que el bombardero de Phrao hacía su pasada. Cuando el avión descendía hacia el objetivo y dejaba una estela de girantes pecios tras de sí, dos rayos de luz impactaron de pleno en el reactor, convirtieron el blindaje del generador en una masa de metal fundido y perforaron la cámara de plasma altamente inestable de su interior.
—¡Le hemos dado! —gritó Phrao con alegría—. ¡Aléjense!
A Jaeger le dolió el brazo izquierdo al tirar de la barra de control hacia atrás y a derecha para hacer entrar al Marauder en un ascenso y giro. A través de las pantallas laterales, Jaeger vio que en la Roca estallaban pequeñas erupciones cuando una reacción en cadena se propagó desde el reactor hasta las torretas y las baterías de cohetes. Tridentes de energía eléctrica comenzaron a elevarse por el espacio y el reactor entró en fase de sobrecarga crítica. Una nube de gas estalló por toda la superficie de la Roca, procedente de un tanque subterráneo, y lanzó esquirlas rocosas que giraban peligrosamente cerca de los Marauder que venían detrás, antes de que el gas fuese consumido por una columna de llamas azules. De los fundidos restos del generador salió despedido plasma puro que sacó a la Roca de su trayectoria y la alejó, girando, del pecio. Con una explosión que cegó momentáneamente al comandante de vuelo, la Roca estalló en pedazos que salieron disparados en todas direcciones. Los gritos victoriosos de la tripulación de Jaeger y los otros pilotos resonaron en sus oídos.
—Con calma, Escuadrón Raptor; eso fue sólo el precalentamiento —los regañó Jaeger—. Ahora vayamos por el verdadero objetivo. Entren en formación; Jerryll, ocupe la retaguardia.
—Afirmativo —respondió Jerryl—. ¿Hacia dónde, ahora, señor?
—No estoy seguro —replicó Jaeger con lentitud al mismo tiempo que hacía una mueca para sí—. Aún no hemos recibido toda la información del objetivo.
«Maldición —pensó—, todo el plan de esta misión es vago». Aquello comenzaba a apestar, aunque aún no sabía bien a qué apestaba.
—Vamos a dejar una cosa en claro. —La voz de Phrao estaba cargada de sarcasmo—. No sabemos qué vamos a atacar; sólo tenemos una hora límite para llegar allí. ¿Es eso? ¿Simplemente nos metemos ahí, con toda tranquilidad, dejamos caer unas cuantas bombas, hacemos unos cuantos disparos y volvemos a casa? Por alguna razón, no creo que vaya a ser tan fácil.
—¡Basta de charlas! —ordenó Jaeger, de humor torvo. Estaba de acuerdo con los otros pilotos, pero que lo condenaran si iba a sembrar la duda acerca de las capacidades de mando de Kaurl y Veniston cuando se encontraban en medio de una misión.
Los Marauder continuaron adelante mientras el pecio iba haciéndose cada vez más grande a través de las ventanillas de las carlingas. Su enorme silueta tapaba toda una extensión de estrellas y parecía una sombra acechante que esperara para tragarse a los Marauder, atrayéndolos hacia su perdición.
* * *
El capitán Kaurl tosió discretamente para atraer la atención del almirante. El oficial superior apartó la vista del puesto de control y se volvió en redondo con una ceja alzada de modo interrogativo.
—Nos encontramos en posición para iniciar la segunda ola de ataque, lord Veniston.
El almirante se frotó una macilenta mejilla; tenía la mirada fija, aunque en nada concreto.
—¿Señor? ¿Debemos proceder? —insistió Kaurl.
—Muy bien, Jacob —replicó Veniston con ojos de pedernal—. Lance el Escuadrón Diablo. Proceda con el ataque sobre los propios motores.
* * *
Con los restos de la Roca dispersándose con lentitud detrás de ellos, los Marauder continuaron hacia el pecio. Jaeger presionó una serie de runas situadas por encima de su cabeza para activar una pantalla pequeña que se encontraba justo encima de la cúpula de cristal delantera, y en la que apareció una imagen con interferencias de lo que podía verse detrás del bombardero. El comandante de vuelo observó cómo el Justicia Divina avanzaba hacia el pecio y sus pasmosos motores de plasma la impulsaban sobre estelas de fuego de treinta kilómetros de largo. Las dos fragatas supervivientes formaban ante el crucero, preparadas para defender su nave principal contra las pocas naves orkas atacantes que quedaban.
Jaeger podía imaginar la conmoción reinante a bordo de la enorme nave de guerra, mientras las tripulaciones de artillería y torpedos corrían de un lado a otro preparando sus armas para la acción. Imaginó las cubiertas de armamento bañadas de rojo por la iluminación de combate, los artilleros que sudaban e imprecaban al colocar las pesadas células de energía en su sitio o cargar bombas del tamaño de bombarderos dentro de las toberas. En los compartimentos de torpedos, centenares de hombres doblarían la espalda trabajando con las cadenas para desplazar gigantescos proyectiles diez veces más grandes que un Marauder a lo largo de los carriles de carga. En la sala de motores, los hombres sudarían abundantemente a causa del calor de treinta reactores de plasma, tan intenso que traspasaba incluso sus escudos térmicos y los trajes protectores de los tripulantes. No les envidiaba su profesión: era un trabajo duro, que realizaban en condiciones de gran estrechez, a cambio de pocos reconocimientos o recompensas. Además, los pilotos eran todos voluntarios, mientras que muchos de los millares de hombres que se afanaban en las profundidades de las naves de guerra eran delincuentes que cumplían condena al servicio del Emperador, o simplemente hombres desafortunados, a los que habían pillado desprevenidos los grupos de reclutamiento forzoso. «Y sin embargo —pensó—, todos sirven al Emperador; cada uno a su manera». Recibirían los honores debidos cuando llegara el momento, ya fuese en esa vida o en la otra.
Algo que sucedió en la periferia de su campo visual atrajo la atención de Jaeger; pero antes de que tuviese tiempo de mirarlo directamente, Arafa estaba gritándole por los auriculares.
—¡Entrando cazabombarderos orkos en vector de interceptación! Se acercan con rapidez. ¿Dónde está nuestra condenada escolta de cazas?
Jaeger se puso a transmitir antes incluso de que Arafa hubiese acabado de hablar.
—¡Oficial del Tormenta! ¡Oficial del Flecha! —dijo con voz ronca por la garganta repentinamente seca de miedo—. ¡Aquí el oficial del Raptor! ¡Necesitamos cobertura; deprisa! ¡Tenemos… —Jaeger miró la pantalla que tenía ante sí— ocho cazabombarderos entrantes!
—Bien, Jaeger —respondió de inmediato en comandante de los cazas—. Vamos de camino. Oficial del Flecha fuera.
—¡Manténganse todos alerta! —ordenó Jaeger a través del comunicador del escuadrón—. Artilleros, apunten a sus objetivos; cuidado con el fuego cruzado. Formación cerrada. No los dejen meterse entre nosotros. Drake, usted es el que está más alto; cubra los flancos ciegos.
Jaeger se obligó a serenarse, y aflojó la presión de las manos que ya tenían los nudillos blancos sobre la barra de control. Mantuvo los ojos fijos en las líneas de luz que señalaban la aproximación de los orkos. Había llegado el momento de confiar en los artilleros.
Los orkos volaban describiendo giros y saltos mientras se acercaban al Escuadrón Raptor, rodeados por una nube de munición trazadora y destellos de rayos láser de las armas de los Marauder que habían abierto fuego. Cada uno de los aviones enemigos era diferente; habían sido construidos de cualquier manera con planchas metálicas toscamente cortadas y curvadas, y eran impulsados entre las estrellas por motores de tamaño excesivo, que dejaban tras de sí estelas multicolores. Cada uno estaba decorado de manera distinta: algunos habían sido pintados a rayas de vivos colores rojo y negro, o rojo y amarillo; otros estaban adornados por símbolos orkos que a Jaeger le resultaban indescifrables; incluso los había que no eran más que un enredo de dibujos dentados y colores vivos. Del morro de cada aparato sobresalían cañones que disparaban, y de las alas, colgaban bombas y misiles.
Los Marauder volaban muy próximos entre sí, confiando en el fuego cerrado para repeler el ataque, en lugar de esquivar a los aviones orkos, que eran mucho más maniobrables. Los artilleros cubrían los puntos ciegos de los otros bombarderos e intentaban mantener la muralla de fuego casi impermeable que necesitaban para impedir que los cazabombarderos se les acercaran antes de que pudiesen llegar los cazas del Justicia Divina.
—¡Le he dado a uno! —gritó Arick desde detrás de Jaeger en el momento en que un cazabombardero orko estallaba en una ondulante nube de metralla y combustible que se consumió con rapidez. Luego, los cazabombarderos los tuvieron dentro de su radio de alcance, disparando contra el largo del avión de Drake y haciendo volar esquirlas metálicas. Unas pocas ráfagas perdidas rebotaron contra el escudo que había frente a Jaeger e hicieron que diera un respingo, pero el vidrio blindado resistió los impactos. Cuando los enemigos pasaron por encima, los cañones dorsales del Marauder giraron para seguirlos al mismo tiempo que disparaban salva tras salva hacia la formación orka. A través del vidrio blindado de la izquierda, Jaeger vio que uno de los cazabombarderos quedaba atrapado en un fuego cruzado de los artilleros de Phrao y Drake. La carlinga del enemigo se partió, y esto hizo que saliera girando descontroladamente hacia el Marauder averiado de Jerryll. Cuando el bombardero se esforzaba por ponerse fuera de la trayectoria del orko derribado, su ala dañada se torció hasta desprenderse del todo. Lanzándose fuera de la formación, el Marauder comenzó a dar vueltas incontroladas y se halló, de pronto, en medio de un devastador fuego cruzado de los orkos. Jaeger apartó la mirada, pero mentalmente podía imaginar los cuerpos sin vida de los tripulantes que se alejaban flotando hacia las estrellas.
Al haber perdido el fuego de cobertura de Jerryll, los cazabombarderos orkos pudieron aproximarse al Escuadrón Raptor por retaguardia, describiendo ágiles piruetas entre las andanadas de disparos de los artilleros de cola. La situación pintaba muy mal: los orkos podían limitarse a derribarlos uno a uno, puesto que la formación estaba desbaratada. Si los Marauder continuaban volando en línea recta hacia su objetivo, serían como blancos inmóviles y no sobrevivirían más de un par de minutos.
—¡Rompan formación y traben combate! —ordenó Jaeger—. Frake, Arafa, describan un círculo y…
La orden de Jaeger fue interrumpida por un mensaje procedente del Justicia Divina.
—Mantengan formación y continúen hacia objetivo principal sin dilación.
Jaeger se aferró a la barra de control para aquietar su creciente furia. ¿Acaso Veniston estaba intentando deliberadamente que los mataran? Volvió a pulsar el botón de comunicaciones.
—Aquí Jaeger. ¡Repito, rompan formación y derriben a esos malditos orkos, o ya podemos olvidarnos de nuestro objetivo!
Cuando los Marauder se apartaban los unos de los otros, Jaeger hizo que su avión describiese un círculo cerrado; la barra de control daba sacudidas entre sus manos. Berhandt estaba inclinado sobre los controles de los cañones láser y clavaba los ojos con atención a través del visor de disparo en busca de un blanco. Jaeger vio a un cazabombardero que seguía de forma experta al Marauder de Drake, que volaba en zigzag, e hizo descender su propio avión para situarlo sobre el cazabombardero orko al mismo tiempo que echaba una mirada hacia Berhandt para ver si estaba preparado. A los penetrantes rayos de los cañones láser del artillero, se les unieron los disparos del de Arick, situado sobre ellos. Le cortaron la cola al cazabombardero, lo que lo lanzó por el espacio, inutilizado, mientras de su fuselaje roto salían chispas.
Un repiqueteo de balas sobre el fuselaje atrajo la atención de Jaeger hacia la izquierda, desde donde se le aproximaba otro cazabombardero enemigo que disparaba sus cañones. Algo perforó el fuselaje justo detrás del comandante de vuelo, y éste oyó un grito amortiguado a través del comunicador interno.
—¿Qué está pasando ahí atrás? ¿Saile? ¿Marte? —preguntó, y le respondió la voz profunda de Marte.
—Un disparo directo a la cabeza, comandante. Saile está muerto.
Todo se sumió en el caos. Jaeger observaba cómo los Marauder describían rizos y curvas para hacer el intento de quitarse de encima a los aviones orkos, mucho más rápidos que ellos. El enemigo estaba por todas partes; los cazabombarderos hacían rizos alrededor del escuadrón mientras les disparaban andanada tras andanada de fuego de sus cañones. La voz de Arick llegó por el comunicador interno.
—¡Vamos, escoria! Eso, un poco más cerca… ¡Eso es! ¡Maldición, sólo le he tocado un ala! ¡Ah!, ¿también tú quieres un poco? ¡Por el Emperador, que son resbaladizas estas escorias…!
Jaeger hizo entrar a su Marauder en un picado de cabeza, y la masa del pecio orko se deslizó por su campo de visión a través de la cúpula. Vio que el Marauder de Drake era perseguido por un trío de cazabombarderos y comprendió que la primera ola de ataque había sido reforzada por nuevos aviones orkos. Al mirar el escáner de a bordo, se dio cuenta de que los sensores del bombardero estaban dañados y no habían detectado la llegada de los nuevos enemigos. El parpadeo de lucecitas de color ámbar o rojas que se veían por todo el panel indicaba que casi todos los sistemas del avión necesitaban ser reparados. Al mirar por encima del hombro, Jaeger vio que Ferix andaba gateando de un lado a otro, rehaciendo cableados, sellando tuberías averiadas y murmurando plegarias durante todo el tiempo.
Tras devolver su atención al exterior, observó con impotencia cómo una andanada de fuego orko destrozaba la cola del Marauder de Drake, pero entonces, sin previo aviso, el cazabombardero que estaba pegado a la cola de Drake estalló en detonaciones de metal retorcido. Un momento más tarde, tres Thunderbolt imperiales atravesaron la nube de gas ardiente con los motores a plena potencia. El comunicador crepitó al activarse.
—Aquí el oficial del Flecha. Ya los tenemos. Continúen hacia su objetivo.
Con un bramido de alivio, Jaeger puso los motores a la máxima potencia y pulsó la runa de transmisión del panel de comunicaciones.
—¡Justo a tiempo, Dextra! Que la suerte los acompañe y nos veremos a bordo.
Los cazas habían abierto una brecha en el escuadrón de cazabombarderos orkos, con lo que dejaron la ruta despejada para que los bombarderos continuaran hacia su destino. Jaeger realizó un deslizamiento de ala y giró para dirigirse hacia esa brecha; tenía los ojos fijos en la enorme nave orka situada ante él.
—Escuadrón Raptor, aquí el oficial del Raptor —anunció Jaeger a través de la frecuencia del escuadrón mientras intentaba mantener serena la voz a pesar de su agitación y de que el corazón le latía con fuerza—. Síganme.
—Compruebe las conexiones de bombas y misiles —anunció Jaeger. Detrás de él, Berhandt tocó un par de runas y frunció el entrecejo cuando éstas no se encendieron. Con un gruñido, el artillero descargó un fuerte puñetazo sobre el panel y sonrió alegremente cuando su rostro se bañó de luz verde. Miró a Jaeger y le hizo una señal con el pulgar hacia arriba.
—Aquí el oficial del Raptor —transmitió Jaeger al escuadrón—. Prepárense para bombardear objetivo primario.
Al llegarle una serie de afirmaciones a través del canal de comunicaciones, Jaeger sonrió brevemente para sí. Habían salido adelante. No todos ellos, debía reconocerlo, pero esperaba que tuviesen la esperanza de vengar las muertes de Saile, Jerryll y los demás.
—Fíjense en el tamaño de esa bestia —dijo la pasmada voz de Arafa a través del éter.
—Menos charla, hombres, permanezcan alerta —lo interrumpió Jaeger—. Hemos llegado demasiado lejos para estropearlo ahora.
A despecho de aquellas severas palabras, Jaeger podía comprender los sentimientos del otro piloto. El pecio era realmente descomunal, e incluso empequeñecía el mayestático tamaño del Justicia Divina. A medida que el escuadrón se acercaba cada vez más y más al objetivo y el pecio aumentaba de tamaño ante sus ojos, Jaeger pudo distinguir más detalles. Identificó dónde tres o quizá cuatro naves estelares diferentes habían sido unidas formando excrecencias de metal retorcido, que salían en ángulos grotescos; otros innumerables aparatos y asteroides habían sido comprimidos en un conjunto por el espacio disforme para formar la masa central del pecio que flotaba a la deriva. Parecía una gigantesca cuña de metal y roca, del tamaño de una ciudad que pesara una incalculable cantidad de toneladas. Sólo el Emperador sabía cómo se las arreglaban los orkos para poblar uno de aquellos colosos que vagaban al azar por el espacio. El hecho de que pudieran hacerlo ya era bastante malo, pero cuando los de piel verde conseguían activar motores dormidos o construir sus propios e inmensos motores, convertían una amenaza incontrolable y errática en una amenaza horrenda. El bulto de la nave orka rielaba a causa de las partículas congeladas que estaban incrustadas en el casco. Ondulantes gases que escapaban por portillas invisibles creaban una corona de niebla que se movía con lentitud en torno a la circunferencia del enorme pecio. Tenía una especie de belleza salvaje: una escultura ruinosa de metal torturado que, de algún modo, parecía hender el espacio con elegancia.
Los pensamientos de Jaeger se endurecieron. Dentro de aquella cubierta grotesca y enorme había millares, probablemente cientos de millares de orkos que esperaban para devastar algún planeta; para asolar continentes en una ola de caprichosa destrucción y asesinato. Recordó lo que le había sucedido al Castigo Imperial, e imaginó el cuerpo de Saile dentro de la torreta sellada que se encontraba detrás de él. De inmediato, desaparecieron de su mente todos los pensamientos de belleza. El pecio constituía una amenaza para los dominios del Emperador; una mancha en la galaxia. Su deber era destruirlo.
Tras comprobar los datos del objetivo que pasaban por una pequeña pantalla de color amarillo mortecino situada justo por encima de su cabeza, Jaeger ladeó el Marauder en dirección al pecio con el fin de situarse en la mejor trayectoria de ataque.
—Escuadrón Raptor, aquí el oficial del Raptor —gruñó Jaeger mientras repasaba mentalmente el plan de ataque—. Alabado sea el Emperador; ha llegado el momento.
Los Marauder volaron a toda velocidad sobre el caótico casco del pecio orko, calando para pasar por debajo de grúas inutilizadas y girando en torno a columnas retorcidas. Con los Marauder a tan poca distancia, las torretas de defensa tenían poco tiempo para reaccionar ante su presencia, y lanzaban hacia lo alto inofensivas descargas de energía y proyectiles que llegaban con algunos segundos de retraso.
Jaeger comenzó a entonar el mantra que uniría su mente con el aparato que controlaba. Confiaría sólo en el instinto en lugar de hacerlo en el pensamiento, para que él y el avión actuaran y reaccionaran como una entidad única. Al sentir que su mente se deslizaba hacia el estado de semiinconsciencia que necesitaba para estar totalmente concentrado, Jaeger volvió la cabeza para ver a Berhandt inclinado sobre la pantalla del sistema de puntería mientras sus dedos hacían girar de modo inconsciente la hilera de botones situados debajo para corregir el foco y el aumento.
Mientras guiaba con una sola mano al Marauder que sobrevolaba la superficie del pecio, Jaeger activó una serie de runas, y la cúpula que tenía delante se oscureció ligeramente al interconectarse con los ojos y oídos artificiales del Marauder. Una falsa imagen de contornos y siluetas se sobrepuso sobre el campo de visión a través del escudo, y realzó obstáculos concretos, resaltando con marcado contraste los retorcidos contornos y ángulos de la superficie de la nave para facilitar la navegación. Allí y allá aparecían zonas de parásitos estáticos, o negras, donde los sensores del Marauder estaban dañados o donde fluctuaba dentro de la propia nave alguna fuente de energía que interfería con ellos.
Con Berhandt concentrado en las bombas y misiles, le correspondía a Jaeger hacerse cargo del cañón láser. El comandante de vuelo alzó una mano y tiró de una palanca. Con un repentino escape de vapor que se disipó rápidamente, los controles del cañón láser se deslizaron hacia adelante desde el panel de control que estaba situado junto a Berhandt, y cuatro abrazaderas los fijaron en su nueva posición junto a Jaeger. El comandante de vuelo pulsó un par de botones en el panel de control con la mano derecha para activar el cañón láser, mientras con la izquierda continuaba guiando al Marauder en torno a los obstáculos que se alzaban ante él. La imagen de la cúpula que tenía delante se llenó al instante de parásitos estáticos. Jaeger ajustó, de inmediato, la batería de sensores del arma y sintonizó los falsos ojos del cañón láser; en ese momento, una nube de puntos aleatorios se reunieron para formar iconos móviles y realzar los posibles objetivos. La runa rojo sangre del objetivo primario destacaba como un faro guía junto al que pasaba con rapidez una procesión de datos de ángulos, blindaje estimado, trayectorias y otras informaciones.
—Escuadrón Raptor, informen de su estado actual —ordenó el comandante de vuelo.
—Raptor Dos, cañón láser inutilizado, misiles y bombas a punto, y preparados para disparar.
—Raptor Cuatro, todos los sistemas aceptables, por el Emperador.
—Raptor Cinco, todo con luz verde excepto los retros de cola. Cuesta pilotarlo, pero estaremos bien.
—Bien, asuman vector de ataque primus, diamante estándar —ordenó Jaeger—. No desperdiciemos esta oportunidad.
Jaeger enlenteció la respiración al darse cuenta de que, a pesar de las oraciones, comenzaba a sentirse agitado. Dentro de poco, pasarían sobre el dentado bulto de una nave de carga estrellada, y tendrían a la vista el hasta entonces desconocido objetivo. Comenzó a sonar un zumbido en los oídos de Jaeger a través del comunicador interno cuando Berhandt despertó a los espíritus de los misiles autodirigidos y éstos se pusieron a buscar su objetivo. En el momento en que el bombardero se aproximó más al objetivo y los supervisores de los misiles fijaron su blanco, el zumbido se hizo aún más agudo. Tras inclinar el morro del Marauder, Jaeger condujo al escuadrón por encima del pecio del transporte de carga, y el objetivo sin identificar quedó plenamente a la vista.
Como un rayo de cólera atroz, una bola de plasma de cien metros de diámetro atravesó el Escuadrón Raptor y envolvió al Marauder de Arafa, del que sólo quedó una nube de gas y glóbulos de plastiacero fundido. Al instante, Drake habló por el comunicador.
—¡Por la sangre del Emperador! ¡Es una condenada batería de cañones! ¿Por qué no nos dijeron que era un maldito cañón? ¿En qué diablos están pensando? ¿No teníamos que atacar los motores?
Jaeger vio que era verdad: un inmenso par de armas, cada una con un cañón lo bastante grande como para tragarse un Marauder, apuntaba directamente a los bombarderos atacantes. Jaeger se estremeció de pavor al ver que las lecturas del escáner mostraban un aumento de la energía que indicaba que iba a efectuarse otro disparo.
—¡Asciendan! —gritó Jaeger a través de la frecuencia del escuadrón—. ¡Rompan formación! ¡Dispárenle desde el otro lado!
Mientras hacía que su propio avión ascendiera en una línea casi vertical, rezó para que los otros hubiesen reaccionado a tiempo, como si mediante su pura fuerza de voluntad pudiese hacer que sus aviones se movieran con mayor rapidez, actuaran con más presteza.
Cuando los Marauder se dispersaban, otra explosión volcánica de energía salió despedida de los cañones, calcinando el segmento del espacio donde los bombarderos habían estado segundos antes. Jaeger dio gracias al Emperador por guiarlo con tal celeridad, pero en su interior maldecía a Veniston y a Kaurl con todas sus fuerzas. ¿Por qué no le habían dicho a Jaeger que el objetivo era una batería de cañones? ¿Cómo diablos pensaban que iba a planificar un ataque de manera apropiada si no ponían en su conocimiento todos los peligros existentes? Tras ahogar su furia, Jaeger le ordenó al escuadrón que volviera a iniciar la aproximación de ataque, y rezó en voz baja para que la torreta no dispusiera de tiempo suficiente para desplazarse lateralmente y efectuar otro disparo contra ellos. A aquella distancia, difícilmente podría errar.
Con agónica lentitud, la torreta comenzó a girar hacia los Marauder que se acercaban. El mensaje «Infrahumanos detectados» destelló en color escarlata sobre la ventanilla izquierda de la cúpula, y el zumbido de los misiles se transformó en un chillido insoportable.
—¡Vuela, dulce venganza! —dijo Berhandt, citando las palabras que él mismo escribía en cada misil cuando lo cargaban.
Una salva de fuego de los otros bombarderos se unió a la andanada de Berhandt, una encrespada ola de muerte que voló hacia el objetivo dejando tras de sí estelas de llamas que se transformaron con rapidez en lejanas chispas mientras los misiles hendían el espacio hacia la torreta de cañones. Hicieron impacto con una mortal flor de explosiones, y la pantalla mostró retorcidos trozos de metal que salían volando en todas direcciones. Los escapes de gas se encendieron brevemente en actínicas fuentes de luz cegadora.
La runa roja del objetivo continuaba activa en la pantalla de la cúpula, donde brillaba con intensidad justo delante de los ojos de Jaeger. Con terror paralizante comprendió que la torreta no había sido destruida y que estaba a punto de abrir fuego una vez más.
—¡Cañones láser y bombas! —ordenó Jaeger mientras pulsaba el botón de disparo de las armas de su propio avión, que escupieron una salva de rayos de energía. Escombros y vapores encendidos estallaron por la superficie del pecio mientras los rayos láser avanzaban hacia su objetivo, hasta que la torreta se convirtió en el centro de una tormenta de rayos convergentes que procedían de los cuatro Marauder. Un signo de advertencia comenzó a flotar ante Jaeger: la torreta estaba en posición para disparar otra vez. Mentalmente, Jaeger podía imaginarse los enormes cañones resplandecientes, con la energía contenida en su interior, esperando para escupir destrucción y condenación.
Con un estallido que lanzó a Jaeger contra el respaldo del asiento, la torreta explotó en una gigantesca niebla abrasadora de plasma blanco y ondulantes nubes de vapor brillante de magnesio. Jaeger tiró hacia atrás de los controles para sacar al Marauder del picado que lo llevaba hacia la superficie de la nave. De repente, la voz de Drake asaltó sus oídos.
—He perdido el control, oficial del Raptor. No puedo ascender.
Jaeger observó cómo el Marauder de Drake se precipitaba debajo de él; giraba hacia el casco de la nave orka mientras dejaba tras de sí una estela de chispas y combustible en llamas, que salían de su cola dañada.
—Salgan —imploró Jaeger—. Corran a la cápsula de salvamento.
Profirió un suspiro de gran alivio al ver que la sección media del Marauder era disparada hacia lo alto por los cohetes de emergencia; quedó lejos del pecio, girando por el espacio.
—Hemos perdido a Barnus y Cord. —La voz de Drake estaba ronca a causa de la tristeza—. Tenían bloqueado el camino hacia la cápsula.
—Escuadrón Raptor, aquí Veniston. —La voz suave del almirante interrumpió la charla—. Excelente trabajo, muchachos. Ya pueden regresar.
Jaeger frunció el entrecejo para sí, confuso. ¿Cómo diablos podía ayudar al Justicia Divina la destrucción de una sola torreta en el enfrentamiento con aquel monstruo? Mientras se enfurecía, la respuesta apareció en la pantalla, mucho más lejos, al otro lado de la parte posterior del pecio. Otro grupo de Marauder avanzaba hacia los motores del monstruo: los bombarderos del Escuadrón Diablo. La voz de Phrao siseó con amargura a través del comunicador.
Ya puede apostar por esos condenados del Escuadrón Diablo. Nosotros somos los que sangramos, y ellos los que se llevan la gloria.
—Esta vez no, Phrao —respondió Jaeger—. Forme junto a mi ala. Echémosles una mano a los del Escuadrón Diablo.
—Recibido, oficial del Raptor —replicó alegremente Phrao.
* * *
Cuando las bombas y misiles del Escuadrón Diablo estallaron sobre los enormes motores del pecio, los dos Marauder supervivientes del Escuadrón Raptor pasaron en vuelo rasante y dispararon con los cañones láser contra los puntos débiles del blindaje; perforaron los escudos abollados y las planchas torcidas. Al cabo de poco rato, ardían una docena de incendios, y los motores se rasgaron con una arremolinada nube de materia recalentada. Las explosiones florecían, sobre toda en aquella sección del pecio, y uno a uno los gigantescos motores estelares perdieron potencia y se apagaron, lo que dejó al pecio flotando a la deriva y sin control. Cuando los Marauder regresaban a toda velocidad hacia el Justicia Divina, el crucero se lanzaba victoriosamente a completar la matanza. Una ola tras otra de torpedos atravesaron el espacio, y Jaeger ajustó la pantalla de visión trasera para ver cómo las cabezas de plasma abrían enormes agujeros en el casco acorazado del pecio. Las baterías de cañones explotaban por toda la nave orka como brillantes puntos de luz. Comenzaron a arder incendios en la sección media de la nave orka, y se convirtieron en abrasadores infiernos cuando la atmósfera del interior comenzó a salir cada vez con mayor presión.
Mientras se preparaba para aterrizar, Jaeger le echó una última mirada al pecio. Incapaz de maniobrar sin los motores principales, e impotente para resistir ante el crucero imperial que lo atacaba por detrás, el pecio se deterioraba con lentitud. Una salva tras otra de la artillería del Justicia Divina hacían impacto contra el pecio, y le arrancaban grandes trozos de cada flanco. Los obsoletos reactores de las profundidades de la nave orka comenzaron a sobrecargarse y abrir con sus detonaciones enormes agujeros desde el interior. Luego el bombardero entró en las sombras del Justicia Divina, y el pecio quedó fuera de la vista.
Ya limpio y con su uniforme de paseo, Jaeger se apresuró a llegar a la sala de reuniones. Al entrar, el almirante estaba escuchando el informe de los miembros del Escuadrón Diablo. Kaurl también se encontraba presente, de pie y en silencio, detrás del almirante, con el rostro tan inexpresivo como una máscara. Jaeger escuchó las alabanzas de Veniston por la participación del Escuadrón Diablo en la victoria del día, y lo que oyó le dio dentera.
—Y puedo decir, sin lugar a dudas, que la totalidad de la misión ha sido un éxito —declaró el almirante—, y que estoy contento de que se haya logrado con unas pérdidas aceptables.
Aquello era demasiado. Jaeger avanzó hasta el centro de la sala de reuniones; ardía de furia. Ya había pasado por demasiadas cosas sin necesidad de estar ahí escuchando mientras el almirante elogiaba la conducta del Escuadrón Diablo y decía que las bajas del Raptor sencillamente carecían de importancia.
—¿Pérdidas aceptables? —preguntó Jaeger con los ojos en llamas—. ¿Qué demonios quiere decir con «pérdidas aceptables»? ¡He perdido a quince buenos hombres en esta misión, mientras esos niños voladores estaban sentaditos sobre sus traseros bien cuidados esperando las órdenes! Si nos hubiese enviado ahí afuera a todos juntos, podríamos habernos defendido mejor. Condenación; ni siquiera nos dijo cuál era el objetivo, ¿verdad?
Veniston y Kaurl contemplaron a Jaeger con la incredulidad propia de oficiales superiores, lo que alimentó aún más la furia del comandante de vuelo.
—Por supuesto —le espetó con una voz que descendió hasta un susurro ronco—, nosotros no somos más que el Escuadrón Raptor; en realidad, no contamos para nada, ¿verdad? ¡Bueno, pues lamento que no estemos emparentados, almirante, pero mi vida vale para el Emperador tanto como la de sus propios parientes!
—¿Qué significa todo esto, comandante de vuelo? —le espetó el capitán, fuera de sí, con el rostro torvo—. ¡Cómo se atreve a hablarle así a un oficial superior! ¡Hagan llamar al oficial de guardia! ¡Que lleve al comandante Jaeger, de inmediato, a un calabozo!
Jaeger apretó la boca con un gruñido, y se encolerizó con impotente furia. Sin una sola palabra o mirada, Veniston salió de la sala al mismo tiempo que hacía caso omiso de la gélida mirada que le lanzó Jaeger al pasar. Jaeger sintió que lo cogían por un brazo justo debajo del codo, y entonces se volvió con brusquedad. El teniente Strand se encontraba junto a él, flanqueado por dos guardias.
—Tenemos orden de llevarlo abajo, señor Jaeger —dijo con expresión impasible.
Jaeger asintió con aturdimiento y los siguió fuera de la sala de reuniones. Pasado un momento, el capitán Kaurl le dio alcance al grupo y despidió a los guardias con un gesto de la mano.
—Ha ido demasiado lejos, Jacques —comenzó Kaurl con voz suave a la vez que miraba al comandante de vuelo a los ojos—. Si no tiene respeto, no tiene nada.
Kaurl condujo al piloto al interior de uno de los hangares secundarios. Dentro estaban los ataúdes de los muertos que aguardaban para ser lanzados al espacio durante la ceremonia fúnebre que se celebraría esa noche. Sobre cada uno había una placa grabada con el nombre, incluso en el caso de aquellos que no tenían un cadáver dentro: artillero Saile, Escuadrón Raptor; artillero Barnus, Escuadrón Raptor; artillero Cord, Escuadrón Raptor. La hilera continuaba y continuaba.
Había veintiún ataúdes en total. Cuando Jaeger leyó la placa del número dieciséis, retrocedió con paso tambaleante a causa de la conmoción. Decía: «comandante de vuelo Raf, Escuadrón Diablo». Se volvió a mirar a Kaurl con el entrecejo fruncido por la confusión.
—Yo…, yo no… —tartamudeó Jaeger, y no pudo decir nada más. Se le había pasado el enojo y se sentía vacío.
—El ataque del Escuadrón Diablo no fue la misión sencilla que usted cree —explicó el capitán con voz tensa—. Tuvieron que abrirse paso entre varias naves de ataque orkas y los cazabombarderos que andaban por ahí. Raf resultó muerto cuando guiaba su avión hacia los motores de una de las naves de ataque orkas que impedían la aproximación del Justicia Divina. Se sacrificó a sabiendas por la conclusión de esta misión, y usted hará bien en recordarlo con orgullo.
Kaurl se interpuso entre Jaeger y el ataúd, y obligó al comandante de vuelo a mirarlo.
—Fui yo quien trazó el plan de ataque contra los motores, no el almirante —continuó el capitán, implacable—. Fui yo quien decidió que eran necesarios dos frentes: primero el del Escuadrón Raptor, para silenciar los cañones de defensa de los motores detectados por el escáner de los Mecánicus, y luego el Escuadrón Diablo, para rematar la misión. Si hubiesen ido todos juntos, ¿habrían tenido más probabilidades de éxito? ¿Diez Marauder habrían tenido una oportunidad mejor de destruir esa batería? No, no conteste. Sabe que lo que digo es verdad.
»Había dos objetivos diferentes que requerían dos misiones. No podíamos arriesgarnos a que los orkos repararan la torreta de cañones mientras los Marauder regresaban a bordo para repostar y rearmarse. Había que hacerlo como se hizo. Y permítame que le asegure que ninguno de los dos escuadrones lo tuvo particularmente fácil. Y la razón por la que no le dije que era una batería fue para asegurarme de que no se preocupara. Vamos, sea honrado: si hubiese sabido que era una gigantesca batería de cañones, ¿habría actuado con tanta seguridad?
Jaeger consideró los argumentos del capitán, y halló lógica en ellos, pero eso no cambiaba el hecho de que los hubiesen enviado a una situación cuyos riesgos no conocían plenamente.
—Acabar con una batería de cañones gigantes no es tan sencillo como atacar las defensas de un motor, señor —protestó Jaeger.
—Yo sabía que sería difícil y que algunos hombres morirían —le dijo el capitán a Jaeger, y sus ojos demostraban que comprendía los sentimientos del comandante de vuelo. Mientras hablaba, Kaurl condujo a Jaeger al exterior del hangar, y ambos continuaron caminando hacia los calabozos—. ¿Cree que cada vez que ordeno un ataque no tomo en consideración las vidas de mis hombres? Contaron ustedes con el apoyo de los Thunderbolt para ese segundo ataque de los cazabombarderos. ¿Por qué cree que tardaron tanto en llegar? Se suponía que debían escoltar al Escuadrón Diablo. Yo no firmé sentencias de muerte para su tripulación; le di una oportunidad de ponerse a prueba, de demostrar lo que realmente es capaz de hacer el Escuadrón Raptor. Lord Veniston tuvo la posibilidad de anular mis órdenes cuando supo que su sobrino iba hacia una misión tan peligrosa como la de ustedes, pero no lo hizo.
—¿Y por qué demonios no lo hizo? —preguntó Jaeger al mismo tiempo que sacudía una mano—. ¿Qué diablos significa para él el Escuadrón Raptor? Raf estaba en el Diablo, así que seguramente había depositado su lealtad en ellos.
—Yo no soy quién para responder a eso. Dejando ese asunto a un lado, sé que el almirante tenía tantas ganas como yo de ofrecerle a su escuadrón una posibilidad de obtener gloria. Sin el esfuerzo de ustedes, el Escuadrón Diablo habría sido aniquilado por los cañones orkos, y después de eso el Justicia Divina se habría encontrado ante un enemigo en perfectas condiciones operacionales, en lugar de ante un blanco inutilizado. Todos se dan cuenta de eso…, incluido lord Veniston.
Mientras hablaban, Kaurl condujo a Jaeger al interior de la zona de detención, donde aguardaba lord Veniston en silencio. Jaeger miró al almirante, y por primera vez se dio cuenta del dolor y la angustia que debía sentir.
—Ahora puede dejar al prisionero a mi cuidado, capitán —dijo el almirante mirando a Jaeger a los ojos por primera vez. A primera vista, Veniston parecía tan calmo y sosegado como siempre, y sólo la contracción esporádica de un párpado o un labio delataba las emociones que podría estar experimentando por la muerte de su sobrino.
Cuando Kaurl inclinó la cabeza y salió, Veniston se acercó a Jaeger y posó una mano amable sobre uno de sus hombros.
—Mientras esté aquí dentro, piense en lo que ha sucedido hoy. —La voz del almirante era queda, pero firme. Hablaba con años de autoridad, y por primera vez desde su llegada al Justicia Divina, Jaeger pudo oír lo que tenía que decir el almirante.
—Su entusiasmo y dedicación son encomiables —estaba diciendo el oficial superior—. Pero debe usted ampliar su perspectiva y confiar en sus superiores. Siempre recuerde esto: la causa justifica el sacrificio. Ninguna de las misiones en las que he volado o que he comandado en nombre del Emperador fue jamás inútil, y mientras yo retenga mis facultades mentales, las cosas continuarán siendo así.
Jaeger no sabía qué decir. Tenía la mente enturbiada por el agotamiento posterior a la batalla, y sus pensamientos giraban intentando extraer algún sentido de la inesperada secuencia de acontecimientos que había seguido a su explosión temperamental en la sala de reuniones.
—Pensaré en eso, señor —consiguió murmurar.
—Asegúrese de que así sea, muchacho —dijo el almirante.
Con un apresurado gesto de una mano, Veniston les indicó a los dos centinelas presentes que condujeran a Jaeger al interior de una celda pequeña y desnuda.
Cuando la gruesa puerta de acero se cerraba tras él con un resonante golpe metálico, los pensamientos de Jaeger estaban agitados. Se sentó sobre el pequeño camastro y apoyó la cabeza en las manos. ¿Qué había querido decir Veniston con aquello de «ninguna de las misiones en las que he volado»?
Su mente no lograba apartarse de un detalle apenas atisbado en el momento en que el almirante le quitaba la mano del hombro. Jaeger había mirado los guanteletes negros, parte del uniforme de comandante de vuelo que exigía el reglamento. Veniston también llevaba guantes negros, cada uno con una pequeña insignia. Resaltada en delicado hilo de oro sobre los guantes de Veniston, había un águila rampante, inconfundible símbolo del Escuadrón Raptor.