EL TAZON PRECIOSO
En la antigüedad había una familia que vivía en Yigunadui, formada solamente por el padre y el hijo. El primero se llamaba Naruojiuluo y su hijo, Naruoxinggen. Cierto día, el niño preguntó:
—Papá, ¿por qué somos tan pobres? El padre respondió suspirando:
—Las calamidades naturales nos persiguen año tras año. Así, el alforfón no florece y el trigo no madura. Las vacas no tienen temeros y las yeguas no paren potrillos. Y todo esto se debe a que el tazón precioso que pertenecía a nuestra familia nos ha sido robado...
—¿Tazón precioso? ¿Qué tazón precioso? — demandó con impaciencia el niño.
—Se trata del tesoro que habíamos venido heredando en nuestra familia —el padre comenzó a relatar muy seriamente—. Si tú pones en él una gota de agua el tazón se llenará de este líquido. Lo mismo sucede con el arroz, sólo con que metas unos granos el tazón se llenará. Y si lo vuelcas, se volverá a llenar, de modo que nunca faltaría de comer ni de beber.
El niño se entusiasmó:
—Y, ¿quién ha tobado ese objeto tan tato y precioso de nuestra familia?
—¡Ay! Kengzidaiyou nos lo quitó por medio de un engaño.
El hijo se restregó las manos y se palpó una manga.
—Voy a ir a recuperarlo — afirmó.
El padre observó la viva expresión en los ojos de su primogénito y le dijo, jeso es muy difícil! ¡Kengzidaiyou es muy feroz! Tu hermana fue cierta vez, llegó hasta su casa logrando recuperar el tazón, pero fue atrapada cuando venía y ha tenido que quedarse allí como sirvienta...
—Pero, en definitiva, padre, ¿qué habilidades posee Kengzidaiyou? — quiso saber de inmediato Naruoxinggen.
—Kengzidaiyou — respondió el hombre suspirando — tiene un aspecto muy extraño: su tronco, manos y pies son humanos mientras la cabeza y la cola son las de un perro. Cuando corre es muchísimo más veloz que un can. Pero su cualidad más siniestra es que tiene un Libro de ocho diagramas donde puede ver todo claro y leer, además, el futuro y el pasado.
Naruoxinggen enarcó las cejas y durante un buen rato permaneció pensativo.
—Papá, ¿cómo es su carácter?— preguntó luego.
—En primer lugar — respondió después de reflexionar un poco — le gusta hacer ostentación de sus riquezas. Si recibe huéspedes, él saca enseguida el tazón precioso para exhibirlo. En segundo lugar, cuida, sobre todo, sus pertenencias. No deja que se pierda ni un palillo. Y por último, lo que más odia es que se rían de él. Si se le ríen en la cara una vez, se enfada, y si lo hacen dos veces se enfurece, coge el cuchillo para acometer hasta la muerte.
Naruoxinggen caviló sobre las palabras de su progenitor. Como era un niño muy inteligente, ideó un plan tomando en cuenta aquellas tres características mencionadas por su padre. De manera que se despidió de él y emprendió camino. Antes de salir, el inquieto padre le recomendó repetidas veces:
—Hijo, recuérdalo, no debes reírte de Kengzidaiyou cuando estés con él.
Atravesando noventa y nueve montañas y setenta y siete valles Naruoxinggen llegó a la casa de Kengzidaiyou. Al ver que el niño vestía lujosamente el monstruo lo trató como a un huésped distinguido. Barriendo el suelo y arrastrando de aquí para allá su peluda cola de un gris oscuro le expresaba al recién llegado sus respetos. Naruoxinggen estuvo a punto de largar la risa, pero pudo contenerse a duras penas, porque si no todo se malograría. Entonces notó que su anfitrión venía con un tazón de dorado brillo y lo colocaba delante suyo. Luego, trajo una jarra de licor, volcó una gota en el tazón y en un abrir y cerrar de ojos el líquido creció sonoramente hasta llenar el recipiente. " ¡Este es nuestro tazón!" pensó el muchacho. El pecho le ardía y se le iban las manos, con un deseo incontenible de cogerlo ya mismo. Pero eso no era posible, puesto que Kengzidaiyou corría más veloz que un perro y lograría alcanzarlo enseguida. Comenzó a tomar licor intencionadamente al tiempo que observaba la cesta repleta de palillos. Entonces una idea iluminó su mente. Esperó a que su anfitrión sacara dos pares de palillos y una vez que éste los lamió para limpiarlos y los colocaba en la mesa, se rió a carcajadas. Al ver que su invitado se reía, la cara perruna se ensombreció y mostró los dientes, con la mirada fija en él. El muchacho volvió a reír intencionadamente y Kengzidaiyou se encolerizó; de inmediato se dio media vuelta para ir a buscar el cuchillo. Naruoxinggen se apresuró a volcar el licor del tazón y a guardarlo en su seno. Luego tomó todos los palillos de la cesta y se echó a correr. Cuando volvió la cabeza vio que Kengzidaiyou volaba hacia él blandiendo un gran hacha resplandeciente. El muchacho soltó uno de los palillos por lo que el perseguidor, viendo que era tino de los suyos, lo recogió y lo llevó hasta su casa, para luego volver tras él. Cada vez que el muchacho pasaba una montaña dejaba caer un palillo y Kengzidaiyou siempre lo recogía y lo llevaba hasta su casa, regresando luego. Cuanto más largo se hacía el camino más se cansaba el monstruo, que de la fatiga corría con su larga lengua de perro afuera. Naruoxinggen estaba a punto de llegar a su casa y cuando se volvió a mirar el otro aún corría tras él como una flecha. Los palillos ya se le habían acabado, ¿qué hacer? ¿Buscar un lugar para esconderse? Imposible, Kengzidaiyou tenía el Libro de ocho diagramas y, a través de él, podía encontrarlo. En medio de los nervios se le ocurrió algo: corrió a ocultarse en un profundo estanque donde quedaba fuera de la vista de Kengzidaiyou. Luego agarró un trozo de tierra con hierbas y se lo colocó sobre la cabeza: así subió como el rayo a un altísimo abeto rojo. Kengzidaiyou llegó hasta el árbol, miró por todas partes, ladró como loco y sacó de su pecho el Libro de ocho diagramas. Meneando la cabeza buscó en el libro y leyó, relamiéndose:
" ¡Hum! ¡ Qué extraño! ¡ Verdaderamente extraño! ¡ Aquí dice que la persona que quiero matar está en el cielo y a la vez bajo la tierra; que está bajo la tierra y en el fondo del mar! ¡Hum! ¡Este libro ya no funciona! ¡Ya no funcional ¿Para qué lo quiero?..."
Y sacando un hurgón, hizo fuego, quemó el libro y regresó enfadado. Naruoxinggen descendió del árbol, se apresuró a tomar el libro apagando el fuego, y se lo llevó a su casa.
Después de que Naruoxinggen regresó a la morada de su padre los vientos y las lluvias volvieron a ser normales, los cultivos florecieron ricamente y la vida mejoró día a día.