LA CAMA DE CIEN PAJAROS

Tiempo atrás vivió un carpintero muy habilidoso. Había trabajado treintaitrés años y tres meses, fabricando un total de novecientas noventa y nueve camas.

El obrero se había propuesto a sí mismo una tarea: aunque se tuviera que morir de hambre se haría para él la mejor cama. Los antepasados habían dicho: atravesando el bosque de laureles de la montaña del sur y sobre un altísimo precipicio crece un árbol precioso; las hojas de esta planta son verdes durante las cuatro estaciones y de vez en cuando da unas flores parecidas al rubí. La cama que se fabrique con su madera será un lecho feliz y precioso. Pero sólo el más valiente, recto y laborioso podrá obtener este precioso árbol.

Y él había tomado la decisión de obtenerlo para hacerse la cama de la felicidad. Así, con un hacha, una sierra y víveres, se dirigió camino a la montaña del sur, profundamente escondida entre las nubes.

El carpintero anduvo día tras día atravesando pico tras pico en un camino que se le hacía cada vez más difícil, con montañas cada vez más elevadas. Los zapatos ya se le habían gastado y tuvo que seguir descalzo. A veces detenía su paso para sacarse alguna espina que se le clavara en el pie. Debía usar las manos para trepar las escabrosas montañas que se le interponían en el camino y cuando aquéllas quedaron lastimadas de arañar focas se limpiaba la sangre y seguía ascendiendo. Ninguna dificultad doblegaba su voluntad de conseguir aquel árbol, y él seguía andando. Hasta que al final sólo le restaba muy poco de comer.

El hombre, agotado y hambriento, se sentó y extrajo la última porción de víveres que le quedaba. Estaba preparándose para comer, cuando de pronto, una sombra oscureció; la tierra y se oyó un ruido como de batir de alas, ¿qué era aquello? Levantóla cabeza y ¡ay! un gran gavilán perseguía a un pequeño fénix. Este último echó a volar desesperado: el carpintero se apresuró a apuntarle al gavilán con el hacha,, dándole en el pie. Pero el pájaro saltó y, deshaciéndose del hacha, tomó vuelo.

El pequeño fénix herido descendió y le dijo al carpintero:

—Gracias por salvarme.

Y dicho esto cerró los ojos, sin fuerzas. El hombre le dio los últimos víveres que le quedaban, le buscó algunas hierbas medicinales para la herida y por último, se la vendó con un trozo de tela que arrancó de su propia ropa. En este momento llegó volando un gran fénix, se paró al lado' del pequeño, abrió sus alas y lo abrazó cariñosamente. La mamá fénix le dijo así al hombre:

—Respetado carpintero, ¡muchas gracias! Les voy a contar lo que has hecho a los cien pájaros y así, cuando estés en dificultades, dios te ayudarán. Y al rato la madre fénix se fue volando junto con su hijo. El carpintero estaba muy fatigado y tenía mucha hambre, pero no encontró nada para comer. Así, se recostó a los pies de un gran árbol y cerró los ojos para descansar. Fue oscureciendo poco a poco y nuestro amigo fue entrando lentamente en las puertas del sueño. Aquella noche durmió dulcemente.

El sol se coló por entre las hojas y se proyectó sobre sus ojos encandilándolo y despertándolo. Quería encontrar algunos frutos silvestres para matar el hambre y así, se dirigió hasta los pies de un precipicio, que estaba lleno de unos frutos rojos. Justo cuando iba a arrancarlos vino volando un gran insecto, agarrándolo desprevenido, pero de pronto apareció un resplandor y surgió una gran gaviota que se comió al insecto.

—¡Gracias! buena gaviota,

—Gracias a ti, has salvado a nuestro querido fénix y todavía debes ir en busca del árbol precioso para hacer la cama — y dicho esto emprendió vuelo.

Una vez que comió las frutas, el carpintero siguió su camino. Andando y andando llegó a un sitio de montes y desiertos donde los arbustos espinosos alcanzaban la altura de un hombre. No había un solo camino transitable. ¿Qué hacer? el carpintero tomó la decisión de abrirse camino y en eso estaba cuando a sus oídos llegó una voz urgente:

—Viene el tigre, viene el tigre! ¡Cuidado! ¡Cuidado!

Pero ya era tarde: un gran tigre de frente blanca caminaba hacia él. Ya no le daba tiempo a escapar y sólo le quedaba tirarse sobre los arbustos y prepararse, hacha en mano, para pelear con el tigre. Este se acercaba cada vez más y ya estaba por llegar a su lado, cuando de repente, a su lado se levantó un "biombo" que obstruyó la visión del tigre. Así, la bestia pasó de largo.

¡Era un pavo real que había abierto su cola! El carpintero le dio las gracias, y el ave respondió:

—Respetado carpintero, no tienes por qué agradecerme, tú has salvado a nuestro querido fénix y aún debes ir a conseguir el árbol precioso para hacerte la cama. A ti hay que agradecerte.

El hombre sintió una gran tibieza en el corazón, ¡cómo: no estar contento cuando tantos pájaros venían en su ayuda! Y así siguió caminando, recogiendo frutas silvestres cuando lo atacaba el hambre y tomando agua de las fuentes montañosas, cuando se le secaba la garganta.

Cierto día, nuestro amigo se internó en un bosque de árboles ancianos, gruesos y altos. El sol no llegaba a colarse por entre el follaje y el caminante se perdió. En medio de la dificultad oyó el canto de una picaza:

—Si quieres encontrar el bosque de los laureles, pasa por el pino en forma de sombrilla —. Lo repitió dos veces, y emprendió vuelo sin esperar la respuesta del hombre. El carpintero miró para todos lados sin encontrar el pino en forma de sombrilla. Entonces se subió a un gran árbol y lo divisó: parecía una gran sombrilla, erguido sobre el precipicio con sus hojas verdes, penetrando en las nubes. Atravesó la alta montaña, trepó el acantilado y por fin llegó a los pies del pino. La brisa trajo un perfume de laurel. ¡El bosque buscado estaba cerca!

Pero el carpintero no daba con él, por más que lo buscaba y lo buscaba sin desanimarse. Ya iba a cambiar de dirección cuando un enjambre de abejas apareció revoloteando delante suyo. "Tal vez ellas me lleven hasta el sitio" pensó y siguiéndolas, efectivamente llegó, después de atravesar un valle.

Aquello era un mar de laurel, donde la brisa levantaba olas amarillas danzarinas. Las abejas libaban zumbando.

Después de pasar el bosque levantó la cabeza y un resplandor rojo le encandiló la vista. ¿No eran aquéllas las flores rojas del árbol precioso? Las hojas verde jade resplandecían. A primera vista daba la impresión de que el árbol se había levantado sobre un terreno llano. Pero después de acercarse notó que no era así. Era la primera vez que veía un árbol crecer en la pared de un precipicio, inclinado hacia abajo. La elevación estaba cubierta por nubes blancas que semejaban las olas del mar. De este mar emergían los picos, cual islotes.

El hombre se consiguió una gruesa liana, ató un cabo a un árbol del pico, y el otro a su cintura y, con el hacha y la sierra en la mano, se colgó, quedando suspendido en el aire.

Con mucha dificultad llegó hasta el árbol y le dio un hachazo: el eco del golpe resonó en todo el valle.

En ese momento, el gavilán que había perseguido al pequeño fénix escuchó el eco, vino volando y al ver quién era se abalanzó sobre él. Pero el hombre lo divisó y le tiró el hacha, que fue a dar en el pecho del ave. Así, se hizo un ovillo del dolor y cayó junto con el hacha en la profundidad del valle.

El carpintero comenzó a aserrar, pero, ¡quién se iba a imaginar que los hijos y nietos del insecto que se había tragado la golondrina iban a aparecer también a atacarlo.

En ese mismo instante se escuchó el rugir del viento, el arrebol resplandeció y los insectos se dispersaron: los cien pájaros los habían rodeado.

Las aves se los tragaron. Luego se acercaron al árbol y dando vueltas se pusieron a picar la tierra sobre la raíz. El que lo hacía mejor era el pájaro carpintero, logrando el mismo efecto con su largo y duro pico que un hombre con la azada.

Los pájaros trabajaban y trabajaban sin parar y el árbol comenzó a inclinarse: parecía un espantapájaros al vaivén del viento. El carpintero, loco de contento, empujó con sus manos trabajadoras el tronco, el cual cedió haciendo un gran ruido. Entonces los fénix, los pavos reales, las gaviotas? las picazas, los cucos, las cigüeñas y muchos muchos pájaros levantaron la planta y tomaron altura. El pequeño fénix le gritó al hombre:

—Sube rápido al árbol, y cierra bien los ojos, no los vayas á abrir hasta que toquemos suelo.

El carpintero obedeció. La liana que llevaba a la cintura se rompió y sintió el cuerpo liviano. Quién sabe cuánto tiempo estuvo volando: el viento susurraba en sus oídos.

Después de mucho rato de volar comenzó a sentir cada vez más frío. Entonces un insecto que se había escondido entre su ropa, lo picó furiosamente, haciéndole mucho daño. Así, sin darse cuenta abrió los ojos y ahí se arruinó todo. Al ver que volaba tan alto que ni siquiera podía distinguir nada, lo invadió un frío sudor, y se desmayó cayendo.

Sintió que el mundo daba vueltas y en un segundo fue a caer a un río.

Las aguas estaban muy revueltas y muchas veces se vio envuelto en la corriente. Cuando pudo salir a la superficie por tercera vez se cogió fuertemente del árbol, que habían tirado los pájaros y, así, quedó flotando a la deriva.

Después de mucho rato el agua los arrastró hasta un estanque, donde había un joven pescando. El pescador lo salvó y ató con una cuerda el árbol al barco, de manera que fuera flotando a su lado. El carpintero descansó algunos días en el barco y como deseaba regresar para fabricar su cama el joven no lo pudo retener más, de modo que le ayudó a subir al árbol a la orilla. En un abrir y cerrar de ojos el pescador se convirtió en un ave y salió volando. El barco a su vez se transformó en caña.

El carpintero se llevó un gran susto, pero enseguida comprendió y dijo:

—Gracias, buen ave.

—Hay que agradecerte a ti, carpintero, has salvado a nuestro pequeño fénix.

Después de que el ave hubiera partido, el hombre, con un gran esfuerzo, logró llevar el árbol hasta su casa.

Entonces comenzó a fabricar la cama preciosa, pero ¿cómo hacerla? Día y noche estuvo pensando, hasta que se acordó de la ayuda que le habían brindado las aves; "Claro, grabaré en la cama los cien pájaros y la llamaré la cama de los cien pájaros", decidió por fin.

El obrero puso en práctica sus mejores habilidades y grabó con delicadeza ave por ave. Las bocas recién grabadas se iban abriendo y las alas que acababa de hacer comenzaban a batir. Pájaro que hacía, pájaro que vivía. Trabajaba día y noche, deteniéndose solamente para comer algo frío cuando lo atacaba el hambre y mojarse la cabeza con agua fría cuando el sueño lo quería dominar. No obstante, los cereales disminuían cada vez más, hasta que llegó un día en que se acabaron. Entonces llegó volando un cuco, botó por el pico una semilla roja y se fue. El carpintero la recogió: nunca había visto una semilla tan linda. Y la enterró en la tierra. Qué curioso: al momento creció un brote verde y en un abrir y cerrar de ojos dio una flor que a su vez se transformó en un fruto. Luego la fruta maduró: de color rojo, parecía una extraordinaria manzana. Una vez que se la comió nunca más volvió a sentir hambre.

Después de novecientos noventa y nueve días la cama quedó terminada. El brillo de su colorido se reflejaba en toda la habitación. Las aves trinaban y batían las alas: parecía como si fueran a salir volando.

Desde que la cama quedó hecha la casa del carpintero se volvió muy bulliciosa. La gente de la aldea se peleaba por ir a verla. Aquel lecho no sólo era hermoso sino que además poseía un "aire mágico". Los ciegos dormían en ella una noche y cuando amanecían habían recuperado la vista. Los enfermos sanaban con sólo sentarse encima. Los hambrientos se apoyaban contra ella y se sentían tan bien como si tuvieran el estómago lleno, y aquellos que no soportaban el frío se sentían abrigados después de acostarse un tato allí. La cama de los cien pájaros le devolvió la salud a mucha gente y gracias a ella muchos pobres dejaron de pasar frío y hambre. De tal manera el carpintero y todos los pobres de la aldea, llevaban, gracias a aquel mueble, una feliz existencia!

Pero el suceso llegó a oídos del señor Wang de la aldea de oriente y del señor Li de la aldea de occidente. Ambos se propusieron poseerla. Cierto día, el señor Wang mandó un emisario, el cual le dio al carpintero tres días de límite para que le entregara la cama. Al otro día, el señor Li mandó? también una persona, que le ordenó que le entregara el lecho en el plazo de dos días.

Tanto el carpintero como los aldeanos se enfadaron mucho, ¿cómo iban a entregar aquel tesoro a esos perros, hecho con tantas penalidades para traer felicidad a los pobres?

—¡No entregaré esa cama ni muerto! — afirmó el carpintero.

Por la noche estuvo dando vueltas en la cama sin poder pegar un ojo y por fin se le ocurrió una idea. Al otro día, apenas amaneció, se dirigió a la casa del señor Wang y le dijo:

—Hoy vendrá el señor Li a llevarse la cama. Ve tú primero —. Y luego corrió a la casa del señor Li y le dijo:

—Hoy vendrá el señor Wang a llevarse la cama. Ve tú primero —. Los dos señores, muy enfadados, mandaron enseguida gente para arrebatar la cama. Los hombres de ambos llegaron al mismo tiempo, y ambas partes estuvieron peleando un buen rato, de manera que ninguno se la pudo llevar. Por fin, el carpintero dijo:

—Hagamos así. La cama se quedará por el momento aquí. Los hombres del señor Li irán a la casa del señor Wang y los del señor Wang a casa del señor Li, y estarán vigilados por ambos señores. Mañana, cuando el sol salga por la montaña, saldrán todos al mismo tiempo camino a mi casa. El que llegue primero se la llevará.

Las dos partes estuvieron de acuerdo e hicieron tal como les dijera el carpintero.

Esa noche el carpintero trasladó la cama junto con los vecinos al precipicio de los cien pájaros, que quedaba en las cercanías. Bajo la inmensa elevación corría un río de aguas inquietas, y en una grandísima pared del precipicio se veía una gruta. Después de muchos esfuerzos la gente pudo, por fin, y con la ayuda de una cuerda, meter la cama en la gruta. El carpintero hizo a su vez lo mismo. Cuando todo estaba listo el sol comenzó a asomar.

No había pasado mucho tiempo cuando se oyó un gran griterío abajo del precipicio y se vieron muchos barcos en el río. Y es que los dos señores habían venido en su búsqueda. Rodearon el precipicio pero ninguno se atrevía a llegar a la gruta.

Tenían los ojos enrojecidos y al respirar sus barrigotas se movían igual que las de las ranas. Entonces prendieron algodones con aceite en las puntas de las lanzas y comenzaron a tirarlas hacia la gruta, con la intención de quemar al carpintero junto con la cama. En ese momento salieron de la gruta los cien pájaros que se abalanzaron sobre los dos viejos y en un instante los mataron a picotazos. Los hombres que yos acompañaban escaparon aterrorizados.

Poco después de que los pájaros retornaran a la gruta una colorida neblina la iluminó, resplandeciendo por los cuatro costados. Los den pájaros salieron volando llevando consigo la cama al carpintero sobre ella. La cama preciosa se fue elevando poco a poco y alcanzando cada vez más altura, hasta que se detuvo en la nube más bonita.