LA PERCA DORADA
Había una vez un hombre que se dedicaba a la pesca para mantener a su familia. Cierta vez extendió su red en el río y recogió una perca dorada. Muy contento y sonriente extendió la mano para cogerla sin imaginarse que el pez iba a pegar un salto y a volver a sumergirse en el agua. Entonces el pescador volvió a su casa muy descontento, pensando todo el tiempo en aquella perca dorada. Después, aunque cada día pescaba no pocos peces, nunca volvió a ver ni la sombra de aquella perca dorada. Así, pasaron tres años, pero aunque ganaba mucho, la existencia no le era muy placentera. Entonces decidió dedicarse a otra cosa; abrió una tienda para vender telas comenzando así a hacer comercio. Pero en el fondo de su alma aún conservaba el recuerdo del brillo de aquella perca dorada.
Su esposa había muerto y se había vuelto a casar con una mujer que tenía un hijo. Al principio, el niño le gustaba, pero con el paso del tiempo fue sintiendo que aquel vástago no era suyo y dejó de quererlo. Por otra parte, como siempre estaba haciendo negocios, pocas veces estaba en casa, y así se fueron distanciando las relaciones entre ellos.
Cierto día el niño vio a alguien pescando en el río y se acordó de que en un rincón de su cuarto había una red de pescar.
Entonces corrió hasta su casa y le dijo a su madre:
—Mamá, dame la red de pescar, voy a ir al río.
—Eres aún muy pequeño — le respondió ella preocupada-no debes ir al río, es peligroso.
Pero su hijo no quiso hacerle caso: no le quedó más remedio que entregarle la red.
El pequeño la extendió sobre el agua, esperó un rato y de pronto tiró con fuerza: había atrapado una perca dorada. Se apresuró a cogerla con las dos manos, la atrapó y decidió llevársela a casa. Pero cuando ya había dado algunos pasos se detuvo a pensar: " ¿Lo vendo, o lo cocino y me lo como?" Entonces lo observó detalladamente y le dio lástima llevárselo: "Sería una lástima comerse algo tan lindo. Será mejor que te devuelva al agua para que juegues libremente."
Así, se dio vuelta, devolvió al pez al agua y regresó cargando la red.
Unos niños que estaban jugando en la orilla y habían visto cómo soltaba la perca dorada, corrieron a la tienda y le dijeron al padrastro:
—Abuelo, tu hijo ha pescado en el río un pez que parece de oro y lo volvió a meter en el agua, ¿cómo se explica esto?
El comerciante se puso hecho una furia y pensó:
—Ocho años pensando en ese pez y éste lo suelta. ¡Si lo hubiera traído me habría hecho rico! —Y corrió indignado a su casa, cogió un pequeño cuchillo e interrogó al niño, agarrándolo con fuerza:
—¿Quién te mandó que soltaras a mi pez dorado?
El niño se encogió del miedo y no hablaba. La furia del hombre aumentó más y, poniéndole el cuchillo en el pecho, gritó:
—Para mí, ¡una perca dorada es mucho más valiosa que un hijo como tú! — y al mismo tiempo se disponía a matarlo. Pero la madre, llorando y gritando se interpuso:
—¿Eres capaz de matarlo por una perca dorada? —y estuvo rogándole un buen rato, sin ningún resultado, hasta que al final, le dijo:
—No puedes matarlo a plena luz del día, espera la noche y nadie se enterará.
Y sólo eje esta forma se fue el comerciante, muy enojado.
Madre e hijo lloraron abrazados.
—Hijo, ¡vete! ¡ya no podrás estar con tu madre! —le dijo y le preparó una bolsa de panecillos, aconsejándole:
—Si en el camino quieres encontrar un compañero, pruébalo; dile que quieres orinar y arrodíllate. Si esa persona te espera, entonces será tu compañero, de lo contrario, no sigas tu camino junto a él — y dicho esto se abrazó a su hijo y se despidieron.
Después de caminar un rato el muchachito se encontró— a una persona con la cual hizo medio día de camino, hasta que se acordó del consejo de su progenitora.
—Espera un minuto — le dijo — voy a orinar.
El otro esperó un momento y habló:
—Yo voy andando — y se fue.
"Mi madre estaba acertada", pensó el pequeño y siguió caminando...
En el camino volvió a probar a otra persona, y el resultado fue exactamente el mismo. Después de andar tres días y cuando ya está anocheciendo, se le apareció de pronto, desde la derecha del camino, un joven fuerte y apuesto, que le propuso, apenas verlo:
—Hermanito, vamos juntos —, Y le preguntó porqué marchaba solo.
—Mi padre me quería matar por una perca dorada — le contestó seriamente —, y mi madre me dejó escapar. No sé dónde será mejor que vaya.
—No te pongas triste— lo consoló el joven — adonde vayamos estaremos juntos, yo te ayudaré —. Y así, se llamaron hermanos, y como tales continuaron el camino...
Después de marchar dos días llegaron a una ciudad donde existía una vieja norma: ¡Aquel que comiera sin pagar sería castigado con la pena de muerte! Pero como es natural, ninguno de los dos jóvenes estaba enterado de aquello. Cuando anduvieron por las calles observaron que había muchos comestibles: no podían aguantar el hambre.
—¿Podremos comer algo si no tenemos dinero? — preguntó el hermano menor.
—¿Qué temes? Si no tenemos dinero, pagaremos con trabajo.
Y así, entraron en un restaurante y se hicieron servir panecillos de carne y tallarines de buena calidad. Tragaron como lobos hambrientos y cuando les entregaron la cuenta pidieron que les dejaran pagar con trabajo. El dueño, naturalmente, no estuvo de acuerdo e informó al rey.
Cuando el soberano recibió la denuncia, ordenó a sus ministros:
—¡Que se arreste esta noche a esos dos!
Y esa noche los dos hermanos fueron llevados atados frente al rey.
—¿Por qué comieron sin pagar? — les preguntó el monarca.
—Somos vagabundos, ya hemos gastado todo el dinero; queremos pagar con trabajo.
—Mis leyes — gritó — dictaminan: Comer sin pagar es engañar y hay que pagar la deuda con la muerte, ¡cuelguen a estos dos!
El primer ministro intercedió por ellos:
—Excelencia, permítame rogarle una cosa — dijo.
—Tienes la palabra — contestó el rey.
—Estos dos jóvenes parecen fuertes. Tu hija ya hace siete años que fue arrebatada por un demonio y toda la gente que has mandado para que la rescate ha sido devorada por él. Mi opinión es que permitas que estos dos jóvenes prueben. Si consiguen salvar a tu hija les darás el cargo de ministros y dejarás que uno de ellos se case con ella. Si no lo consiguen, estarás a tiempo de matarlos. ¿Qué te parece?
El rey elogió mucho aquella idea e inmediatamente mandó llamar a los prisioneros, diciéndoles:
—Un demonio ha secuestrado a mi hija y si ustedes la pueden salvar les recompensaré en gran forma.
Los dos se irguieron muy firmes y aceptaron.
El rey les regaló su sable de caballería y ordenó que trajeran a sus dos caballos rojos, los cuales les ofreció para que montaran. Así, emprendieron marcialmente el gran caminqi
Dos días después una escabrosa y alta montaña les obstruyó el paso. La elevación estaba llena de precipicios y rocas redondas. Los jóvenes ataron los caballos al pie de la montaña y comenzaron a trepar hacia la cima. De pronto, el hermano mayor dijo:
—¿Has visto algo?
—Mira hermano, a los pies de la montaña hay una casa de oro, a la derecha un río y más adelante un puente —. Y fue entonces que divisaron una bruja, parada allí cerca, quien preguntó ufanamente:
—¿Quiénes son ustedes para atreverse a venir hasta aquí? ¿Acaso buscan la muerte? — y al tiempo sus ojos se agrandaron como dos tazones, abrió la boca y lanzó por ella un gran chorro de saliva: parecía que quería tragárselos.
Los dos hermanos sacaron el sable, sin sentir miedo; entonces la bruja abrió la boca:
—Aunque vinieran cien, mil como ustedes, ninguno regresaría. El rey cada año manda miles de soldados y yo, con sólo aspirar, puedo desollar sus carnes y enviar sus huesos al cielo. La montaña donde ahora están poniendo sus pies está formada por el cúmulo de los huesos de esos hombres. De sus bocas aún gotea leche, muchachitos, ¡con que sólo aspire puedo convertir vuestra carne en un almuerzo 1
Sin esperar a que el demonio terminara de hablar, el hermano menor se había abalanzado hacia él blandiendo el sable,
pero la bruja sopló y el arma fue a parar al cielo. El fornido hermano, al ver que la cosa se ponía fea, se apresuró a gritar:
—Hermano, apártate. ¡Ahí voy yo!
—Bueno, te enviaré a ti primero a la muerte — sonrió fríamente la bruja y diciendo esto, aspiró como un remolino el aire que había soplado. El joven, aunque chupado por el remolino, hizo penetrar el filo del cuchillo en la garganta del demonio, quien en un abrir y cerrar de ojos tenía su cabeza partida en dos grandes mitades. La sangre fluyó como el agua de un río.
Los hermanos habían vencido. Caminaron hasta el río y se lavaron las manchas de sangre del cuerpo y del sable. En ese momento, salió de la casa de oro una hermosa joven llevando una vasija de cuello largo hecha con el precioso metal. Al ver a los dos jóvenes, la muchacha se inclinó y preguntó:
—¡Hey!, muchachos, ¿qué héroes son ustedes que se han atrevido a llegar hasta aquí? Este es un sitio adonde no puede llegar el hombre.
—La hija del rey ha sido secuestrada por un demonio y nosotros hemos venido a rescatarla.
—¡Oh! Váyanse pronto. ¡Si los ve el demonio los matará! Yo soy la hija del rey. Mi padre ha enviado por mí a infinidad de soldados y todos fueron devorados por la bruja.
—Princesa, ¡ve a mirar detrás de esa montaña!
La princesa corrió de un tirón hacia el sitio que le habían indicado y vio el cadáver sobre el suelo, ¡ya frío! Loca de contento voló hacia ellos y les dijo:
—Ustedes son realmente unos héroes extraordinarios, ¡han matado a la bruja! No obstante, ella tiene dos hijos que han partido hace cuarenta días y hoy regresarán.
—No ternas, princesa, nosotros nos las arreglaremos coa ellos.
La joven los llevó a la casa de oro y les sirvió una excelente— comida. Luego, el hermano mayor le ordenó al pequeño que se quedara en la puerta de la casa cuidando a la princesa mientras que él mismo se escondía bajo el puente a esperar con toda tranquilidad.
No pasó mucho tiempo: los dos hijos de la bruja ya llegaban. Desde lejos venían oliendo que había desconocido.
—¿Quién está allí? ¡Qué salga ya mismo!
—El demonio nos ha devuelto a la hija del rey — dijo el hermano mayor al tiempo que saltaba —. Si tú no nos das a la princesa te sacaré el pellejo y te cortaré la cabeza.
—Pero si tú pareces un bebé recién nacido-contestó el demonio blanco —, y todavía te atreves a jactarte. ¡Has venido a buscar la muerte! —Y diciendo esto sacó una lanza de ochenta chi de largo, dirigiéndola hacia el corazón de su adversario.
El muchacho atrapó la lanza sin ningún temor y ¡crac! la partió. El demonio negro se pegó un gran susto y pensó: "La lanza de mi hermano no se ha quebrado ni al levantar la montaña Kunlun. Este tipo es terrible, voy a darle una lección", y se tiró como una fiera hacia él, con un martillo de hierro de setenta pute[1] de peso.
—¡Mira lo que tengo!
Pero el muchacho, sin apresurarse en absoluto y sólo con el sable, partió el martillo que cayó al suelo en dos mitades. Por último, cogió al demonio blanco y al negro, los levantó, los arrojó al suelo y los acuchilló. Y no conforme con ello, colgó sus cabezas del puente.
El hermano menor vino corriendo y abrazó cálidamente a su hermano héroe; así volvieron llevando a la princesa, rápidos como la luz. Cruzaron el infinito desierto de Gobi, otros desiertos y lugares solitarios. Cuando aún les faltaba un día de camino para llegar se detuvieron a descansar en una aldea, donde la muchedumbre salió a recibirlos.
Un viejo de blanca cabellera comunicó inmediatamente al rey la feliz noticia. " ¿Sueño o estoy despierto?", se preguntó el soberano al recibir la buena nueva.
—Que me corten la cabeza si esto no es verdad— exclamó el anciano, mesándose la barba. Entonces el rey lo recompensó con un plato de monedas de oro y esa misma noche, con cuatrocientos soldados tocando suona (un instrumento musical chino) y tambores, llegó a la aldea. La gente los alzó y así los llevaron en andas hasta el Palacio Real.
Pasaron siete días y el rey le dijo a una casamentera:
—Le daré la mano de mi hija a cualquiera de los dos jóvenes que la pretenda.
La mujer trasmitió aquellas palabras a los hermanos, quienes se cedían la oportunidad mutuamente. Por fin, el mayor dijo:
—Que sea para ti, yo no puedo tener esposa, luego lo comprenderás.
Al menor no le quedó entonces más que aceptar, y se le comunicó al rey la decisión.
Este ordenó que la ceremonia nupcial se hiciera solemnemente y que tuvieran una bonita boda.
Volvieron a pasar siete días y el mayor le dijo al otro:
—Hermano, yo deseo regresar a mi casa. Tú quédate en este lugar.
—Si tú te vas, yo también, no quiero separarme de ti. Cuando el rey se enteró, trató de convencerlos de que se quedaran allí. Pero no lo consiguió y, con mucho dolor despidió a su hija y a su yerno; antes les preparó muchos granos, oro y plata.
Hicieron un largo camino. Cierto día, cuando estaban cruzando un gran río, el hermano mayor les pidió que detuvieron la marcha.
—Cuando tenías quince años extendiste una red en este río, ¿qué atrapaste? — le preguntó al pequeño.
—Una perca dorada.
—¿Y qué hiciste con ella?
—La devolví al río.
—Hermano, muchacho de buen corazón, ¡yo soy aquella perca dorada! Tú fuiste muy bueno conmigo, no querías verme morir y me liberaste. Por mi culpa has sufrido mucho, y por ello yo vine a responderte. Eso es todo, ¡ adiós! — y dicho esto se zambulló en el tío. Al rato, una brillante perca dorada emergió del agua y permaneció saludándolos con la cabeza.