WULANGALU
En la pradera de Mongolia había una montaña altísima llamada Mengxi. Sus picos penetraban en las nubes de tal modo que en ninguna estación del año eran visibles. La elevación estaba cubierta de verdes cipreses y pinos vetustos y de lo alto corrían las aguas de una cascada, formando un tío inmenso. Bajo aquella montaña y cerca de la cascada, vivía, en una cueva, un leñador llamado Jieerkele.
Era un hombre extraordinariamente fuerte y habilidoso, que manejaba a un caballo como si fuera un conejo y era capaz de hacer tambalear cualquier árbol grande.
Jieerkele sabía tocar el Matouqin[6] de una forma conmovedora. Cada vez que salía a cortar leña llevaba su instrumento para tocar cuando estuviese cansado. Tocando recobraba el espíritu y podía continuar trabajando. Los días se fueron haciendo largos y el Matouqin era, en medio de su soledad, su única compañía y consuelo.
Una vez, ya muy entrada la noche, comenzó a tocar. La larga melodía llegó hasta cada rincón de la montaña. Al escuchar esa música los pájaros se olvidaban del cansancio de la jomada y las bestias de la comida. La armonía llegó así a oídos de Wulangalu, la hija de un espíritu de serpiente que vivía en aquella montaña. Wulangalu se metamorfoseó en una preciosa muchacha y fue hasta la cueva del leñador. Cuando entró, el hombre estaba completamente absorto en su música y no se dio cuenta de su presencia.
Ella esperó que terminara de tocar y entonces dijo:
—Tocas estupendamente. Me gusta muchísimo tu música y también me gustas tú. ¿Me dejas quedarme para siempre a tu lado para compartir tu alegría?
jieerkele, asombrado, la observó y descubrió la sinceridad de aquella hermosa mujer. Entonces sonrió, lo que quería decir que aceptaba. Y desde entonces el hombre no volvió a estar solo. Tenía a su lado a una hermosa muchacha que lo ayudaba y compartía su música.
En todos los tiempos la felicidad debe atravesar gigantescas olas hasta llegar a nuestras manos. La unión de los dos jóvenes fue rápidamente descubierta por el padre de ella, que se indignó, prohibiéndole a su hija que continuara sus relaciones con el leñador, y usando bastos métodos para impedirle que bajara la montaña.
Al no poder ver a su amado la joven fue enflaqueciendo cada día más hasta que cayó enferma. Su padre, ideó entonces un plan, y le dijo:
—Hija mía, ya que tú y Jieerkele se han comprometido a casarse, cederé a tus deseos, sólo para que tu enfermedad mejore.
Después de oír aquellas palabras la salud de la joven fue mejorando día a día. Entonces, su padre, con doble intención, le volvió a hablar:
—Tu enfermedad está casi curada. Haré que Jieerkele
venga aquí y se casarán luego de escoger un día conveniente según los signos.
"Wulangalu quedó loca de contento y a los pocos días llegó el leñador a su gruta. Al segundo día de haber llegado, el padre de la muchacha le dijo malintencionadamente al leñador:
—Yerno mío, habita en el cuarto del este.
—¡El cuarto del este! —La joven se pegó un gran susto, porque ella sabía que en aquella habitación había una gran serpiente que se dedicaba a chuparle la sangre a la gente, por la noche. Quién sabe cuántos habían muerto bajo sus colmillos. ¿Acaso Jieerkele también iba a morir vanamente? Imposible, él había venido nada más que por ella-pensó.
Así, la joven aprovechó un momento en que su padre no le prestaba atención y corrió sigilosamente hasta el leñador, le entregó una lámpara llena de aceite y una espada mágica, y le dijo:
—Mi padre quiere asesinarte, debes tener cuidado. Esta noche, cuando te vayas a dormir, enciende la lámpara y ponía bajo la frazada, a tus pies. Coloca la espada a mano. Una vez que se haya apagado la lámpara, respira tres veces, quita la frazada de encima de tus pies y, con los ojos cerrados, lanza tres cortes en dirección del techo. ¡Por nada del mundo vayas a abrir los ojos!
Cuando llegó la noche, Jieerkele apagó la luz, respiró tres veces, se sacó la manta de los pies y la lámpara que tenía bajo éstos iluminó toda la habitación. Entonces abrió los ojos y miró hacia arriba: sólo vio una inmensa serpiente, con sus fauces sanguinolentas muy abiertas, echando espuma y moviendo la cola. El leñador, del susto, se olvidó de usar la espada, y se desmayó. Pero como la habitación estaba muy iluminada la serpiente no se animó a actuar y se fue.
Al otro día de mañana, el suegro, que pensaba que el leñador ya había sido devorado por la serpiente, entró sonriente en la habitación del este. Con inmenso asombro vio que allí estaba el hombre: abrió bien grande los ojos y se quedó parado como tonto. Después de un buen rato reaccionó e ideó otro plan perverso.
—Yerno le dijo — ve a cortar un poco de leña al bosque de la montaña del norte.
Cuando el leñador estaba a punto de salir, la muchacha se fue otra vez a escondidas adonde él estaba, le dio tres cadenas de hierro, cada una de las cuales tenía atada arriba una cuerda roja, y le dijo:
—En el bosque donde quiere mi padre que vayas todos los árboles son erguidos. Una vez que llegues allí, ata cada cadena a un árbol. Luego da tres cortes y sal corriendo. Vuelve a recoger la leña sólo cuando hayas corrido cien pasos.
Esta vez el leñador recordó bien las palabras de la mujer, y cuando llegó hizo tal cual ella le recomendara. Después de haber corrido los cien pasos se dio vuelta y notó que aquel bosque no era de árboles sino de serpientes. Las largas y venenosas alimañas lo perseguían cargando a las tres que habían sido muertas bajo su hacha. Pero cuando vieron que el hombre volvía, largaron a las tres muertas y se fueron ligerísimo. Así, Jieerkele regresó llevando a cuestas, trabajosamente, las tres serpientes. Cuando su suegro lo vio se llevó el tal sobresalto. El creía que esta vez el leñador ya estaría muerto y no se le había cruzado por la mente que iba a volver cargando las tres serpientes. Y, como un rayo, se le ocurrió otra idea siniestra:
—Como suegro me siento muy feliz de tener un yerno tan habilidoso. Así que estoy de acuerdo en que ustedes se casen. Ve mañana a la montaña del oeste, donde vive un pariente nuestro, y dile que venga a ayudarnos a preparar la boda.
Aquel pariente era el rey de los demonios, a quién el suegro del leñador le había prometido, hacía ya mucho tiempo, la mano de su hija. La intención de mandar allí a Jieerkele no era otra sino la de que el demonio se enfureciera y lo matara. Pero la hija también se enteró de aquello; le contó
todo a su amado y le dio tres huevos, al tiempo que le decía;
—Cuando llegues a la montaña del oeste entierra uno de estos huevos cada cien pasos. Cuando ya estés en la casa del rey de los demonios, arrójale la invitación y vuélvete corriendo.
Apenas en la profundidad de la noche el leñador llegó a la montaña del oeste y una vez que hubo enterrado los huevos se dirigió directamente a una casa roja que había en la cima de la montaña. Adentro se alternaban las luces rojas con las verdes. Un demonio negro se tiraba de las orejas, al tiempo que aspiraba bolas rojas y verdes para luego soplarlas, sin cesar. Cuando llegó al cuarto, el joven le tiró la invitación, al tiempo que gritaba:
—El gran rey de la montaña del este te invita a participar en la boda de su hija —. Y apenas terminó de hablar se tomó las de Villadiego, perseguido por el demonio. Ya le estaba alcanzando y cuando iba a estirar el brazo para agarrarle el cuello, Jieerkele llegó al sitio donde estaban enterrados los huevos. Entonces se escucharon en aquel lugar tres cacareos y el monstruo no se atrevió a seguir; se dio media vuelta y se marchó. Y así fue como el leñador abandonó la montaña del oeste, fuera de peligro.
Hacía ya mucho tiempo que su prometida lo estaba esperando en el camino de regreso.
—No podemos volver — le dijo cuando lo vio —, ¡regresar sería la muerte! Mi padre no está dispuesto a que sigas viviendo y por si fuera poco me quiere, casar con el rey de los demonios. Escapemos ya mismo de esta oscura prisión, ¡por nuestra felicidad, busquemos otro sitio para instalarnos! — Y diciendo esto sacó de su regazo una pequeña maleta roja, se la entregó al hombre y continuó:
—No es conveniente que caminen juntos un hombre y una mujer. Yo encogeré mi cuerpo y me meteré en esta pequeña maleta roja. Abrela cuando lleguemos a destino, y yo saldré.
La muchacha terminó de hablar y se vio envuelta en un humo oscuro. Cuando el humo se dispersó, ella ya no estaba. Jieerkele caminó toda una noche llevando la maleta y, al otro día, dudando de que ella estuviera allí dentro, pensó un poco y abrió la tapa de la maleta.
Adentro había algo envuelto en seda roja. El leñador destapó la primera capa de tela y descubrió el zapato de la muchacha. A continuación desenvolvió otra capa y apareció todo el cuerpo.
Entonces notó que ella no parecía tan contenta como antes.
—Todo se ha malogrado —le dijo ella llorando—, mi padre ya sabe que estoy viva y va a venir en mi busca—. Hizo una pausa larga y prosiguió:
—Si quieres salvarme, vuelve después de tres días a la cueva donde estuvimos viviendo. Si me buscas, debes llevar dos cosas: La primera es coraje. No debes temer ante nada de lo que veas. No debes retroceder ante los demonios ni temerles, así ellos te tendrán miedo. Lo segundo que debes llevar son dos pollos. Bajo la cueva de mi padre hay otra cueva y en lo más profundo de ésta estaré encerrada yo. Cuando bajes seguramente vendrán volando hacia ti dos espadas. Esas armas no tocan tierra hasta que no ven sangre. Ponles las dos cabezas de los pollos como blanco: una ver que se hayan muerto las aves, las espadas caerán. Entonces recógelas y avanza, no hay cosa que no le tenga miedo a esas espadas. Incluso el candado de hierro que cierra mi puerta sólo cederá ante estas armas.
Apenas la joven terminó de hablar, el cielo se cubrió de nubes, comenzaron a aparecer, unos tras otro, varios relámpagos y después de que se formó un resplandor blanco volvió a aclarar. Wulangalu había desaparecido.
Para salvarla, el leñador volvió después de tres días a la montaña donde había vivido antes. Llegó hasta la cueva donde habitaba susuegro: las luces resplandecían, se mezclaban infinidad de sonidos extraños, el olor del alcohol envolvía el aire y muchos demonios iban de aquí para allá, doblándose como si estuvieran borrachos. Cuando entró en la cueva ninguno de los demonios se dio cuenta; entonces aprovechó para meterse. El padre de la muchacha y el rey de los demonios también estaban borrachos, ¿porqué todos estaban así de embriagados? Sucedía que aquel día se estaba celebrando la boda del rey de los demonios con la muchacha y todos los parientes habían venido a brindar, esperando que aclarara para hacer entrega de la muchacha.
Jieerkele encontró la cueva interior. La boca era pequeña y oscura. "Tengo que ser valiente" — pensó, recordando las palabras de la joven; entonces se inflamó de coraje y entró. No había caminado unos pasos cuando al compás de una ráfaga de viento llegaron dos espadas refulgentes. El leñador se puso los dos pollos en la cabeza y las de ambos animales fueron a parar en un segundo al suelo. Con ello se paró la ráfaga, él recogió las dos espadas y siguió avanzando. Cuando llegó a la boca de una cueva le salieron al encuentro dos largas serpientes, abriendo sus fauces sanguinolentas al tiempo que despedían espuma blanca. El hombre blandió las espadas y las mató. Entonces siguió caminando hacia la última cueva y cuando llegó pudo ver a Wulangalu encerrada. Ella también puso verlo venir osadamente espada en mano, y loca de alegría lo saludaba con las manos derramando lágrimas de felicidad.
Jieerkele rompió el candado con la espada y sacó a la joven, Pero en ese momento venían por ellos el padre de la joven y el rey de los demonios, a los insultos. Así, cada uno de los jóvenes tomó una espada y se fueron hacia ellos. Los dos monstruos se volvieron a buscar las espadas pero éstas ya estaban en manos de nuestros héroes. Al ver que las cosas no iban bien, los dos demonios quisieron escapar, pero no tuvieron tiempo de hacerlo: fueron alcanzados y ejecutados al instante.
Más tarde, Jieerkele y Wulangalu salieron de la cueva, abandonaron aquella montaña y caminaron al unísono al mundo de la felicidad.