Oscar Wilde
EL PESCADOR Y SU ALMA[14]

AL anochecer, el joven pescador se hacía a la mar, y lanzaba al agua sus redes.

Nada pescaba, o muy poco a lo sumo, cuando el viento soplaba desde las costas; y es que era un viento áspero y alinegro, y se erguían olas encrespadas hasta alcanzarlo. Pero cuanto el viento soplaba hacia la tierra, venían los peces desde las profundidades y nadaban hasta las mallas de sus redes, y el pescador los llevaba al mercado y los vendía.

Al anochecer, se hacía a la mar; y una noche, tan cargada estaba la red que apenas podía subirla a la barca. Y se echó a reír y dijo para sí: «De seguro que he apresado todos los peces que existen, o que he atrapado un monstruo sombrío que maravillará a los hombres, o algo pavoroso que habrá de desear la gran Reina». Y desplegando toda su fuerza, tiró de las toscas cuerdas hasta que se marcaron en sus brazos largas venas, cual líneas de esmalte azul que rodearan un búcaro de bronce. Tiró de aquellas cuerdas delgadas, y el círculo de láminas de corcho se fue aproximando más y más, hasta que al fin la red se elevó hasta la superficie de las aguas.

Pero ni un pez había, ni monstruos, ni nada que despertara el pavor; tan sólo una sirenita, profundamente dormida.

Su cabellera era un bañado vellocino de oro, y cada cabello un hilo de oro finísimo en cáliz de cristal. Su cuerpo tenía la blancura del marfil, y su cola era de plata y perlas. De plata y perlas era su cola, que las algas verdes del mar en ella se ensortijaban: y sus oídos eran como caracolas y como el coral sus labios. Las olas frías se precipitaban sobre sus fríos senos, y le brillaba la sal en los párpados.

Tan hermosa era que cuando la vio el joven pescador se llenó de asombro, y extendió la mano y arrastró hacia sí la red, e inclinándose sobre un costado de la barca la tomó en sus brazos. Y al tocarla, la sirenita emitió un chillido como el de una gaviota asustada, y despertó; le miró despavorida con ojos de amatista malva y forcejeó con él por si podía huir.

Pero el pescador la sujetó con fuerza contra sí, e impidióla escapar.

Y cuando la sirena comprendió que en modo alguno podría escabullirse del pescador, se echó a llorar y le dijo:

—Os ruego que me dejéis ir, pues soy la única hija de un rey, y mi padre es ya anciano y está solo.

Mas él contestó:

—No te dejaré ir a menos que prometas que cuando te llame vendrás y cantarás para mí; pues los peces se deleitan escuchando a las gentes del mar, y así se colmarán mis redes.

—¿De verdad me dejaréis ir si así os lo prometo? —exclamó la sirena.

—Verdad es que te dejaré ir —dijo el joven pescador.

Yasí fue como prometió lo que deseaba el pescador, y para ello prestó el juramento de la gente del mar. Y él aflojó su abrazo, y la sirena se sumergió en las aguas, temblando de un miedo desconocido.

Al anochecer, el joven pescador se hacía a la mar; y llamaba a la sirena y ella salía de las aguas y le cantaba. Una y otra vez nadaban en derredor suyo los delfines, y las alborotadas gaviotas revoloteaban por encima de su cabeza.

Y era la suya una canción de maravillas. Y es que hablaba de las gentes del mar que conducen a sus rebaños de cueva en cueva, y que llevan a las crías en los hombros; de los tritones de luengas barbas verdes y de las velludas bestias, que hacen sonar combadas valvas cuando llega el Rey; del palacio del Rey que es todo de ámbar, con techos de esmeralda transparente y suelos de lustrosas perlas; de los jardines del mar, donde grandes abanicos de coral con filigranas se agitan sin parar, y los peces se arrojan como aves de plata, y las anémonas se adhieren a las rocas y brotan pececillos de las estrías amarillas de la arena. Y era el cantar de las grandes ballenas que descienden de los mares septentrionales y de los afilados carámbanos prendidos a sus aletas; de las sirenas que narran prodigios tales que los mercaderes han de obstruirse los oídos con cera para no oírlas y no saltar al agua y perecer ahogados; de las galeras de altos mástiles que naufragaron, de los marineros helados suspendidos del aparejo, y de las caballas que entran y salen por las portillas; de los pequeños percebes que son grandes viajeros y que se aferran a las quillas de los buques y dan vueltas y vueltas por el mundo; y de las jibias que habitan las faldas de los acantilados y que estiran sus largas extremidades negras y pueden hacer que llegue la noche a su antojo. La sirena cantaba sobre el nautilo que tiene su propio barco esculpido de un ópalo y gobernado por una vela de seda; los felices tritones que tañen el arpa y hechizan al gran Kraken hasta que queda dormido; los niños que capturan a las escurridizas marsopas y se montan riéndose en su dorso; las sirenas que yacen en la blanca espuma y que tienden sus brazos a los marineros; y los leones marinos de encorvados colmillos y los caballitos de mar con sus melenas flotantes.

Y al cantar, llegaban los atunes desde las profundidades para escucharla y el joven pescador lanzaba las redes a su alrededor y los atrapaba, y a otros los sometía con su arpón. Y cuando su embarcación estaba bien cargada, la sirena volvía a sumergirse en el mar, sonriéndole.

Pero nunca se le acercó tanto que pudiera él tocarla. Cuántas veces el pescador la llamaba y rogaba; ella se negaba empero. Y cuando resolvió asirla, la sirena se zambulló en el agua como lo harían las focas, y él no volvió a verla en todo el día. Y cada día la voz de la sirena se tornaba más dulce a sus oídos. Tan dulce era su voz que el pescador se olvidó de sus redes y de su oficio, y no se ocupaba ya de su nave. De aletas bermejas y ojos de oro soberano, los atunes pasaban por su lado en bancos, pero el pescador no se preocupaba ya de ellos. Su arpón descansaba a su lado sin usar, y sus cestos de mimbre trenzado estaban vacíos. Con los labios entreabiertos y los ojos enturbiados por la admiración, permanecía sentado y ocioso en su barca, y escuchaba; escuchaba hasta que las neblinas del mar lo envolvían y la luna errante teñía de plata sus miembros morenos.

Y una noche la llamó y le dijo: «Sirenita, sirenita, te amo. Tómame por esposo, pues te amo».

Mas la sirena negó con la cabeza. «Tienes un alma humana», le respondió. «Sólo si destierras tu alma puedo yo amarte.»

Y el joven pescador se dijo a sí mismo: «¿De qué me sirve el alma? No puedo verla; no puedo tocarla; no la conozco. De seguro que la desterraré de mi lado, y entonces me sobrevendrá la dicha».

Y de sus labios escapó un grito de alegría, y de pie en la barca de colores le tendió los brazos a la sirena.

—Desterraré mi alma —exclamó— y tú serás mi esposa, y yo tu esposo, y en las profundidades del mar juntos viviremos; y todo aquello que me has cantado me mostrarás, y haré todo lo que desees, y no se separarán nuestras vidas.

Y la sirenita se rió complacida y escondió su rostro entre las manos.

—¿Pero cómo habré de desterrar mi alma? —preguntó el joven pescador—. Dime cómo puedo hacerlo y, ea, así se hará.

—Lo ignoro, ¡ay! —respondió la sirena—. Las gentes del mar no tienen alma —y descendió a las profundidades, mirándole con melancolía.

Al día siguiente, temprano de mañana, antes de que el sol llegara a ocupar la extensión de la mano de un hombre sobre la colina, el joven pescador acudió a la morada del sacerdote y llamó a la puerta golpeándola tres veces.

El clérigo miró por el portillo y, cuando vio quién era, abrió la aldaba y le dijo: «Pasad».

Y el joven pescador entró y se arrodilló en los juncos fragantes del suelo y sollozó ante el sacerdote, que leía las Sagradas Escrituras, y le manifestó: «Padre, amo a una que pertenece a las gentes del mar, y mi alma impídeme poseer aquello que deseo. Decidme cómo puedo desterrar mi alma, pues con certeza que no tengo necesidad de ella. ¿De qué me sirve el alma? No puedo verla; no puedo tocarla; no la conozco».

Y el sacerdote se golpeó el pecho y le respondió:

—Ay de ti, ay de ti, que has perdido la razón o has ingerido venenosa hierba, que el alma es la parte más noble del hombre, y por Dios nos fue dada para que noblemente la usáramos. Nada hay más preciado que el alma humana, ni hay nada sobre la tierra que se la compare. Vale todo el oro del mundo y es de más precio que los rubíes de los reyes. Por ende, hijo mío, no pienses más en este asunto, pues es pecado que no puede perdonarse. Y en cuanto a las gentes del mar, están perdidas, al igual que están perdidos quienes tratan con ellos. Son como las bestias del páramo que no distinguen el bien del mal, y por ellos el Señor no dio su vida.

Cuando el pescador escuchó las acerbas palabras del sacerdote se le llenaron los ojos de lágrimas, y se puso en pie y le dijo: «Padre, los faunos viven en el bosque y se muestran felices, y con sus arpas de oro rojizo se sientan en las rocas los tritones. Dejadme que sea igual a ellos, os lo ruego, pues sus días son como los días de las flores. Y en cuanto a mi alma, ¿en qué me beneficia si se interpone entre la que es objeto de mi amor y yo?».

—Vil es el amor del cuerpo —gritó el sacerdote, fruncido el entrecejo— y vil y maligno es todo lo pagano que Dios permite que vague por su mundo. ¡Desventurados sean los faunos de los bosques, y desventurados los cantores del mar! De noche les he escuchado, y era su propósito apartarme de las cuentas de mi rosario. Llaman a la ventana y en carcajadas prorrumpen, y en el oído me relatan en voz baja sus peligrosos deleites. Me tienden tentaciones, y cuando rezo me hacen muecas con la boca. Están perdidos, te digo. Para ellos no existe ni el cielo ni el infierno, y en ninguno de los dos habrán de alabar el nombre de Dios.

—Padre —exclamó el joven pescador—, no sabéis lo que decís. Con mis redes atrapé a la hija de un rey, más hermosa que la estrella matutina y que el albor de la luna. Por su cuerpo daría yo mi alma, y por su amor al cielo renunciaría. Contestadme a lo que os pregunto y dejadme ir en paz.

—Vete, vete —dijo el sacerdote— que tu amada está perdida, y tú te has perdido con ella —y no le dio bendición alguna, sino que le hizo salir de la casa.

Y el joven pescador marchó hacia la plaza del mercado, y caminaba despacio, con la cabeza inclinada, como quien está de luto. Cuando los mercaderes vieron que se acercaba, empezaron a murmurar entre sí, y uno de ellos se adelantó para saludarle, y se dirigió a él por su nombre y le dijo: «¿Qué vendes?».

—Os vendo mi alma —respondió—. Os ruego que me la compréis, porque me hastía. ¿De qué me sirve el alma? No puedo verla; no puedo tocarla; no la conozco.

Pero los mercaderes se mofaron de él y le dijeron:

—¿De qué nos sirve a nosotros el alma de un hombre? No vale ni media moneda de plata. Véndenos en cambio el cuerpo para hacerte esclavo, y te ataviaremos de púrpura marina y te colocaremos un anillo en el dedo, y serás el favorito de la gran Reina. Pero no menciones el alma, porque para nosotros no tiene valor alguno del que podamos servirnos.

Y el joven pescador se dijo a sí mismo: «¡Cuán extraño es todo! El sacerdote me dice que el alma vale todo el oro del mundo, y para los mercaderes no vale ni media moneda de plata». Y salió del mercado y bajó hasta la orilla del mar y allí comenzó a reflexionar sobre lo que habría de hacer.

Y llegado el mediodía recordó a uno de los pescadores que conocía, el cual gustaba de recolectar hinojo marino y le había hablado de una cierta bruja, joven ella, que habitaba una cueva en la punta de la bahía y que practicaba con gran arte sus sortilegios. Y el pescador emprendió el camino y echó a correr, tan ansioso estaba por deshacerse de su alma; y al correr por la playa de arena se levantó tras él una nube de polvo. La joven bruja supo que llegaba el pescador porque se le produjo una comezón en la mano, señal de su codicia, y comenzó a reírse y se soltó la melena pelirroja. Sus cabellos encarnados caían en mechones en tomo suyo, y salió al umbral de la cueva, sujetando un ramillete de cicuta silvestre en flor.

—¿Qué te hace falta, eh? ¿Qué te hace falta? —exclamó la bruja al ascender el pescador por la pendiente y postrarse delante de ella—. ¿Peces para tus redes, cuando son estigios los vientos? Tengo una flauta y cuando la hago sonar, vienen navegando los mújoles hasta la ensenada. Pero hay que pagar un precio, lindo muchacho, hay que pagar un precio. ¿Qué te hace falta, eh? ¿Qué te hace falta? ¿Una tormenta para que naufraguen los buques y sean arrastrados hasta las playas los cofres de ricos tesoros? Poseo más tormentas que el viento, pues mayor fuerza que los vientos tiene aquel de quien soy sierva, y con un cedazo y un balde de agua puedo enviar las galeras hasta el fondo marino. Pero has de pagarme el precio, lindo muchacho, has de pagarme el precio. ¿Qué te hace falta, eh? ¿Qué te hace falta? Sé de una flor del valle, una flor que nadie conoce. Tiene pétalos purpúreos y una estrella en su corazón, y sus jugos son blancos como la leche. Si tocas con esta flor los severos labios de la Reina, te seguirá por el mundo; abandonaría ella el lecho del Rey, y por todo el mundo te seguiría. Y tiene un precio, lindo muchacho, tiene un precio. ¿Qué te hace falta, eh? ¿Qué te hace falta? Con un sapo triturado en el mortero hago un caldo que remuevo con la mano de un muerto. Si rocías con él a tu enemigo mientras duerme, se convertirá en víbora negra y le matará su propia madre. Con un timón puedo extraer la luna de los cielos, y en un cristal puedo mostrarte la muerte. ¿Qué te hace falta, eh? ¿Qué te hace falta? Dime qué deseas y habré de dártelo; y me pagarás el precio, lindo muchacho, me pagarás el precio.

—Lo que deseo no es sino algo exiguo —contestó el joven pescador—, y aún así, el sacerdote me mostró su ira y me ha empujado hasta aquí. No es sino algo exiguo, y los mercaderes de mí se han burlado y me lo niegan. Es por ello por lo que vengo a ti, aunque te digan diabólica los hombres, cualquiera que sea el precio que tenga yo que pagar.

—¿Qué es lo que deseas, pues? —dijo la bruja, acercándosele.

—Desterrar mi alma —respondió el joven pescador.

La bruja se puso pálida y se estremeció, y en su manto azul escondió el rostro. «Lindo muchacho, lindo muchacho», musitó, «qué espantoso deseo el tuyo».

El pescador agitó sus rizos castaños y se rió. «Nada es para mí el alma», contestó. «No puedo verla; no puedo tocarla; no la conozco.»

—¿Qué habrás de darme si te digo lo que hacer? —le preguntó la bruja, bajando su hermosa mirada hacia él.

—Cinco monedas de oro —le dijo el pescador— y mis redes, y la casa de zarzos en la que vivo, y la barca de colores en la que me hago a la mar. Sólo quiero que me digas cómo deshacerme de mi alma, y te daré todo aquello que poseo.

La bruja se rió de él con burla, y le golpeó con el ramillete de cicuta. «Puedo transformar en oro las hojas del otoño», fue su respuesta, «y si así lo deseo, puedo tejer plata con los tenues rayos de la luna. Aquél de quien soy sierva es más rico que todos los reyes de este mundo, y de ellos posee sus dominios».

—¿Qué te daré, pues —le gritó a la bruja, si tu precio no es ni el oro ni la plata?

La bruja le acarició los cabellos con su fina mano blanca. «Habrás de bailar conmigo, lindo muchacho», le susurró, y volvió a sonreírle mientras hablaba.

—¿Nada más? —exclamó asombrado el pescador.

—Nada más —le contestó ella, sonriéndole de nuevo.

—Entonces —dijo el pescador— al ocaso bailaremos juntos en algún lugar secreto. Y después me dirás aquello que anhelo saber.

Ella movió de un lado a otro la cabeza. «Con la luna llena, con la luna llena», susurró. Y luego miró en torno suyo y escuchó. Un pájaro azul salió ululando de su nido y sobrevoló en círculos las dunas; tres aves moteadas hicieron crujir las ásperas hierbas grisáceas y gorjeaban entre sí. No había más sonido que el de una ola que se apuraba por los pulidos guijarros de la orilla. Y ella le tendió la mano y le atrajo hacia sí y colocó sus labios secos junto a su oído.

—Esta noche deberás venir a la cima de la montaña —le musitó—. Es domingo, y allí estará él.

El joven pescador se sobrecogió y la miró, y ella le mostraba sus dientes blancos y se reía. ¿Quién es ese de quien hablas? —preguntó el pescador.

—Nada importa —respondió la bruja—. Acude allí esta noche, y espera bajo las ramas del hojaranzo hasta que yo venga. Si hacia ti corre un perro negro, aséstale un golpe con una vara de sauce, y se alejará. Si un cárabo te habla, no le respondas. Cuando llegue la luna llena estaré contigo, y juntos bailaremos sobre la hierba.

—Pero júrame que me dirás cómo puedo desterrar mi alma —le dijo el joven pescador.

La bruja salió a la luz del sol, y el viento ondeaba sus cabellos rojos. «Por la pezuña de la cabra, lo juro», fue su respuesta.

—Eres la mejor entre las brujas —exclamó el joven pescador— y de seguro que bailaré contigo esta noche en la cima de la montaña. Cierto es que habría preferido que me pidieses plata u oro; pero si tal es tu precio, lo tendrás, pues no es sino un precio minúsculo —y quitóse el sombrero e inclinó la cabeza, y regresó corriendo a la ciudad, preso de una enorme alegría.

Y la bruja observó cómo el pescador recorría el camino de vuelta, y cuando ya no lo veía, entró en su cueva. Y sacó un espejo de una caja de madera de cedro labrada, lo colocó en un marco, y delante del mismo hizo arder verbena sobre carbones encendidos. Y miró fijamente a través de las espirales de humo. Transcurridos unos instantes cerró los puños, iracunda. «Debería ser mío», dijo entre dientes «pues soy tan hermosa como ella».

Y aquella noche, cuando había salido ya la luna, el joven pescador ascendió hasta la cima de la montaña y se colocó bajo las ramas del hojaranzo. A sus pies yacía el mar, como un escudo de metal bruñido, y las sombras de los barcos pesqueros se agitaban en la pequeña bahía. Un gran cárabo de ojos amarillos como el azufre se dirigió a él por su nombre, pero el pescador no contestó. Un perro negro corrió hacia él y gruñó; el pescador le golpeó con una vara de sauce y el perro marchó gimoteando.

A medianoche llegaron las brujas por los aires, volando como murciélagos.

—¡Hum! —gritaron, al llegar a tierra— ¡aquí hay alguien a quien no conocemos! —y husmearon por doquier y cuchichearon entre sí, y gesticularon. La última en llegar fue la bruja joven, con sus cabellos rojos que se ondulaban con el viento. Llevaba un vestido de tisú dorado en el que bordados había ojos de pavo real, y en su cabeza lucía una cofia de terciopelo verde.

—¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas al verla, pero ella se echó a reír y corrió hasta el hojaranzo, y tomando al pescador de la mano le llevó hasta donde brillaba la luz de la luna, y comenzó a bailar.

Juntos dieron vueltas y más vueltas, y la joven bruja saltaba tan alto que el pescador podía ver las suelas escarlata de sus chinelas. De pronto, del otro lado de los danzantes, resonó el galopar de un caballo; pero no se veía caballo alguno, y el pescador tuvo miedo.

—Más deprisa —gritó la bruja, y le rodeó el cuello con los brazos; el pescador percibía su cálido aliento sobre el rostro—. ¡Más deprisa, más deprisa! —gritaba la bruja, y la tierra parecía girar bajo los pies del pescador; y éste sentía una gran turbulencia en la cabeza, y cayó presa de un gran espanto, como si algo maligno le observara. Y al fin se apercibió de que, bajo la sombra de una roca, había una figura que antes no estaba allí.

Era un hombre vestido con un traje de terciopelo negro, de corte español. Su rostro era extrañamente pálido, y sus labios como una flor roja llena de orgullo. Parecía abatido, y se inclinaba hacia atrás y jugaba, mostrando indiferencia, con el mango de su daga. En el césped, junto a él, había un sombrero con una pluma, y un par de guantes de montar rematados con encaje de oro y orlados con aljófares que componían un curioso emblema. De sus hombros pendía una capa corta, forrada de cebellinas, y sus manos blancas y delicadas estaban adornadas con anillos. Sobre sus ojos le caían pesados párpados.

El joven pescador le observó como quien ha caído en un hechizo. Y por fin sus miradas se encontraron, y dondequiera que bailara el pescador, le parecía que posados en él estaban los ojos de aquel hombre. Escuchó la carcajada de la bruja, la tomó de la cintura, y la hizo girar furiosamente una y otra vez.

De pronto aulló un perro en el bosque, y cesó la danza, y subieron todos de dos en dos hasta donde estaba aquel hombre, y se arrodillaron y le besaron las manos. Y al hacerlo, una ligera sonrisa le enterneció la soberbia de sus labios, como el ala de un ave que roza el agua y hace que se ría. Pero había desdén en aquella sonrisa, y el hombre siguió mirando al joven pescador.

—¡Venid y adoraremos! —susurró la bruja, y emprendió el ascenso; y le sobrevino al pescador un gran deseo de hacer lo que ella le suplicaba y la siguió. Pero cuando ya estaba muy cerca, y sin saber por qué así procedía, hizo sobre su pecho la señal de la cruz, y pronunció el sagrado nombre.

Al hacerlo, las brujas prorrumpieron en griterío de gavilanes y emprendieron el vuelo, y la faz pálida de quien le había estado observando se retorció con un espasmo de dolor. Aquel hombre llegóse hasta un pequeño monte y emitió un silbido; subió de un salto a una silla de montar, se dio la vuelta y miró al joven pescador con tristeza.

Y la bruja de los cabellos rojos intentó también huir por el aire, pero el pescador la prendió de las muñecas y la sujetó con fuerza.

—Suéltame —exclamó— y deja que me vaya. Pues has nombrado lo innombrable, y has hecho la señal que no puede mirarse.

—No será así —contestó el pescador—, no te dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto.

—¿Qué secreto? —dijo la bruja, luchando con él como si fuera un gato montés, y mordiéndose sus labios salpicados de espuma.

—Bien sabes de qué hablo —fue la respuesta del pescador.

Sus ojos del verde de la hierba se oscurecieron de lágrimas y le dijo: «¡Pídeme lo que quieras, salvo eso!».

Él se echó a reír, y la sujetó con aún mayor fuerza.

Y cuando la bruja diose cuenta de que no podía escaparse, le dijo en voz baja: «Bien cierto es que soy tan hermosa como las hijas de la mar, y tan gentil como los habitantes de las aguas azuladas», y le acarició y acercó su rostro al de él.

Pero él la hizo retroceder, amenazador, y le dijo:

—Si no cumples la promesa que me hiciste, te daré muerte por bruja falsa.

Ella volvióse del gris de la flor del árbol de Judas y se estremeció. «Que así sea», refunfuñó. «Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que quieras». Y de su ceñidor sacó un puñal con un mango forrado con la piel de una víbora verde, y se lo entregó.

—¿De qué me servirá? —le preguntó perplejo el pescador.

Ella permaneció en silencio durante unos instantes, y en su rostro se reflejó el pánico. Luego echó hacia atrás el cabello que le caía sobre la frente y le dijo, sonriendo de manera extraña: «Lo que los hombres denominan la sombra del cuerpo no es del cuerpo la sombra, sino que es el cuerpo del alma. Habrás de ir a la orilla del mar y, de espaldas a la luna, recortarás alrededor de tus pies la sombra, que es el cuerpo de tu alma; y le pedirás al alma que te abandone, y así lo hará».

El joven pescador se echó a temblar. «¿Es verdad lo que dices?», musitó.

—Es verdad, y quisiera no habértelo dicho —profirió la bruja, y se abrazó con fuerza a sus piernas, sollozando.

La separó de sí y la dejó en la tupida hierba; y llegándose hasta el borde de la montaña colocó el puñal en su cinto y comenzó a descender por la ladera.

Y el alma que se hallaba en su fuero interno le llamó y le dijo: «¡Aguarda! He vivido tantos años dentro de ti, y he sido tu sierva. No me destierres ahora de tu lado, pues ¿qué mal te he hecho?».

El joven pescador se echó a reír. «No me has hecho ningún mal, pero no tengo necesidad de ti», respondió. «Grande es el mundo, y hay también un Cielo y un Infierno, y entre ambos se encuentra ese oscuro crepúsculo. Vete donde quieras; pero no me atribules, pues mi amor me reclama.»

Y lastimosamente le hizo súplicas su alma; mas el pescador no prestaba atención, sino que fue saltando de risco en risco, con pie tan firme como una cabra montés. Y por fin llegó a ras del suelo y a la gualda orilla del mar.

De miembros de bronce, robusto, como estatua forjada por griegos, allí estaba el pescador en la arena, de espaldas a la luna; y con la espuma llegaron los brazos blancos que le llamaban, y con la espuma se alzaron formas difusas que le rindieron homenaje. Ante él se tendía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás de él pendía la luna en el aire melifluo.

Y su alma le dijo: «Si es cierto que has de expulsarme de tu lado, no me proscribas sin un corazón. Es cruel el mundo, así que dame tu corazón para que me acompañe».

Agitó la cabeza el pescador y esbozó una sonrisa:

—¿Cómo habría entonces yo de amar a mi amada, si te entrego a ti mi corazón? —expresó.

—No seas sino misericordioso —le dijo el alma—. Dame tu corazón, pues muy cruel es el mundo, y siento miedo.

—Mi corazón le pertenece a mi amada —contestó—, así que no te demores y marcha ya.

—¿Acaso no puedo yo también amar? —preguntó su alma.

—Marcha ya, pues no tengo necesidad de ti —gritó el joven pescador, y sacó el puñal con el mango de piel de víbora verde, y recortó la sombra alrededor de sus pies, y ésta se elevó hasta encontrarse con él frente a frente; y miró al pescador y era semejante a él.

El pescador retrocedió despacio e introdujo el puñal en su cinto, y le vino un sentimiento de temor.

—Marcha ya —musitó—, que no deseo ver más tu semblante.

—No será así, porque debemos vernos de nuevo —dijo el alma. Su voz era grave y resonaba como instrumento de viento, y al hablar sus labios apenas se movían.

—¿Cómo haremos para vernos nuevamente? —gritó el joven pescador—. ¿Me seguirás hasta las profundidades del mar?

—Una vez al año volveré a este lugar y te llamaré —dijo el alma—. Tal vez tengas entonces necesidad de mí.

—¿Por qué habré de necesitarte? —exclamó el joven pescador—. Pero si lo deseas, así será —y se zambulló en el agua, y los tritones hicieron sonar sus cuernos, y la sirenita ascendió para con él reunirse, y le abrazó y le besó en la boca.

Y el alma quedó en la playa solitaria, y les observaba; y cuando se hubieron sumergido en el mar, marchó sollozando por las marismas.

Y transcurrido un año, llegó el alma hasta la orilla del mar y llamó al joven pescador, y él salió de las profundidades y dijo: «¿Por qué me llamas?».

Y el alma respondió: «Acércate, para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas magníficas».

Y así fue que el pescador se acercó y, recostado en el bajío, apoyó la cabeza en su mano y escuchó.

Y el alma le dijo: «Cuando te dejé, giré el rostro hacia el este y emprendí el viaje. Del este procede todo aquello que es sabio. Viajé por espacio de seis días; y en la mañana del séptimo llegué a un cerro que está en el país de los tártaros. Me senté bajo la sombra de un tamarisco para guarecerme del sol; la tierra estaba seca, y el calor la quemaba. Había gente que iba y venía por la planicie como moscas que treparan por un disco de cobre brillante.

»Al mediodía se elevó una nube de polvo rojo en el llano horizonte de la tierra, y al verlo los tártaros, encordaron los arcos de colores, y se montaron aprisa en sus pequeños caballos y marcharon al galope hasta allí. Las mujeres huyeron gritando hasta los carros, y se escondieron tras las cortinas de fieltro.

»Al ocaso, regresaron los tártaros, pero faltaban cinco de ellos, y entre los que regresaron había no pocos heridos. Enjaezaron los caballos a los carros y fuéronse a toda prisa. De una cueva salieron tres chacales, que les persiguieron; sucedió entonces que olfatearon el aire, y marcharon trotando en dirección opuesta.

»Cuando ascendió la luna, vi una hoguera encendida sobre la planicie y hacia allí me encaminé. Alrededor de la hoguera había un grupo de mercaderes que estaban sentados en alfombras. Detrás de ellos estaban atados a los postes sus camellos. Los negros que eran sus esclavos armaban sobre la arena tiendas de piel curtida, y levantaban un alto muro de chumberas.

»Al acercarme a ellos, el jefe de los mercaderes se puso en pie y blandió su espada y preguntóme quién era yo.

»Contestóle que en mi país era yo príncipe y que había huido de los tártaros, los cuales pretendían convertirme en esclavo suyo. Me sonrió aquel mercader y me mostró cinco testas clavadas en los extremos de cañas de bambú.

»Entonces me preguntó quién era el profeta de Dios y yo le contesté que era Mohamed.

»Al oír el nombre del falso profeta, se inclinó, y tomándome de la mano me colocó a su lado.

»Iniciamos nuestro viaje al amanecer. Yo iba montado en un camello de pelo rojizo junto al jefe de los mercaderes y delante de nosotros, un mensajero provisto de una lanza. A ambos lados nos flanqueaban hombres de guerra, y detrás de nosotros venían las mulas cargadas de mercancías. En la caravana había cuarenta camellos, y las mulas eran dos veces esa cantidad.

»Fuimos del país de los tártaros al país de los que maldicen de la luna. Vimos a los grifos que en las rocas blancas custodian su oro, y a los dragones de piel escamada que duermen en sus cuevas. Al atravesar las montañas contuvimos la respiración para que no se desmoronara sobre nosotros la nieve; y cada hombre tapóse los ojos con un velo de gasa. Al atravesar los valles, los pigmeos nos arrojaron flechas desde las oquedades de los árboles, y de noche escuchamos el batir de los tambores de los hombres salvajes. Al llegar a la Torre de los Simios les ofrecimos a éstos fruta y no nos hicieron ningún daño. En la Torre de las Serpientes, les dimos a las sierpes leche templada en cuencos de bronce, y nos dejaron pasar. Durante nuestro viaje llegamos tres veces a las orillas del Oxus; lo cruzamos en balsas de madera con vejigas de cuero inflado. Los caballos del río se enfurecieron con nosotros e intentaron darnos muerte, y los camellos al verlos temblaron de miedo.

»Los reyes de cada ciudad nos exigían el pago de impuestos, si bien no nos permitían cruzar las puertas de sus ciudades. Nos arrojaban pan desde lo alto de los muros, pequeñas tortas de maíz cocidas con miel y pastas de harina finísima rellenas de dátiles. Por cada cien cestos, les entregábamos un abalorio de ámbar.

»Cuando los habitantes de las aldeas nos veían llegar, vertían veneno en los pozos y subían a los montes. Combatimos contra los magadas, los cuales nacen ya ancianos, y se rejuvenecen cada día, para morir de niños; contra los laktroi, quienes manifiestan ser hijos de los tigres y se pintan de rojo y amarillo; contra los aurantes que entierran a sus muertos en las copas de los árboles y habitan oscuras cuevas a fin de que el Sol, su dios, no acabe con ellos; contra los krinmianos que adoran a un cocodrilo, al que entregan aretes de vidrio verde y alimentan con manteca y carne fresca de aves; contra los agazonbas, de rostro canino; y contra los sibanes, que tienen equinos pies y corren con mayor celeridad que los caballos mismos. Un tercio de los integrantes de nuestra compañía murió en combate, y otro tercio a consecuencia de la escasez. El resto me reprobaba, pues se decía que yo había traído la mala fortuna. Entonces de debajo de una piedra extraje una sierpe cornada e hice que me punzara; y cuando todos vieron que no me causaba desazón alguna, se atemorizaron.

»Al cuarto mes, alcanzamos la ciudad de Illel. Era de noche, y al llegar hasta la arboleda situada junto a las murallas de la ciudad, el calor era sofocante pues la luna estaba en Escorpio. De los árboles arrancamos granadas maduras, y las partimos y bebimos los dulces jugos. Después nos tendimos en las alfombras y esperamos la llegada de la aurora.

»Al amanecer nos levantamos y llamamos a las puertas de la ciudad. Estaba forjada de bronce rojo y cincelada con imágenes de dragones marinos y dragones alados. Los guardianes nos vieron desde las almenas y nos preguntaron quiénes éramos. El intérprete de la caravana replicó que procedíamos de la isla de Siria y traíamos gran número de mercancías. Tomaron a algunos como rehenes; nos dijeron que abrirían las puertas al mediodía y nos rogaron que esperáramos hasta esa hora.

»Cuando llegó el mediodía, abrieron las puertas; y cuando entramos, las gentes salieron de sus casas en multitud para vernos, y un pregonero fue por toda la ciudad proclamando nuestra llegada a voces sirviéndose de una caracola. Nos detuvimos en la plaza del mercado y los esclavos negros desataron los fardos de telas estampadas y abrieron los cofres esculpidos de sicomoro.

»Y cuando hubieron finalizado esta tarea, los mercaderes exhibieron sus exóticos objetos: el lino encerado de Egipto y el lino de colores del país de los etíopes; las esponjas violáceas de Tiro y los tapices azules de Sidón; los cálices de ámbar frío, las delicadas vasijas de cristal y las ingeniosas vasijas de arcilla horneada. Un grupo de mujeres nos observaba desde el tejado de una casa, y una de ellas llevaba una máscara de cuero dorado.

»Y el primer día vinieron los sacerdotes y con nosotros regatearon; y el segundo día vinieron los nobles; y el tercer día los artesanos y los esclavos. Y tal es su costumbre con todos los mercaderes mientras éstos permanezcan en la ciudad.

»Y esperamos a que llegara la luna llena; y cuando ya estaba en cuarto menguante, yo me hastiaba; y vagué por las calles de la ciudad y arribé a los jardines de su dios. Los sacerdotes engalanados de amarillo se desplazaban en silencio entre los árboles cubiertos de follaje; sobre un suelo de mármol negro se levantaba una casa de un rojo de rosa, la cual era la morada del dios. De lacre empolvado eran las puertas y había en ellas un altorrelieve de oro bruñido con figuras de toros y pavos reales. Las tejas eran de porcelana verde como el mar, y los aleros salientes tenían guirnaldas de cascabeles; al pasar volando las tórtolas, sus alas los rozaban y los hacían tintinear.

»Delante del templo había un estanque de agua cristalina enlosado de ónice con vetas. Me tendí junto al estanque, y con mis dedos pálidos toqué las hierbas de anchas hojas. Uno de los sacerdotes vino hasta donde estaba yo y se detuvo detrás de mí. Puestas llevaba sandalias que eran una de piel suave de serpiente, y la otra de pluma de ave. En su cabeza tenía una mitra de fieltro negro adornada con medialunas de plata; en su traje había bordadas siete mariposas amarillas, y su cabello crespo estaba teñido con antimonio.

»Tras un instante, me dirigió la palabra y me preguntó cuál era mi deseo; yo le dije que era mi deseo ver al dios.

»—El dios está en una cacería —dijo el sacerdote, mirándome extrañamente con sus pequeños ojos rasgados.

»—Dime en qué bosque y cabalgaré a su lado —le repliqué.

»Peinó los suaves pliegues de su túnica con sus largas uñas afiladas y masculló: “El dios duerme”.

»—Dime en qué diván y le velaré —respondí.

»—El dios celebra una fiesta —profirió el sacerdote.

»—Si es dulce el vino, lo beberé con él; y si es agrio, asimismo lo beberé.

»El sacerdote inclinó la cabeza asombrado y, tomándome de la mano, hizo que me pusiera en pie y me condujo hasta el templo.

»Y en la primera cámara vi a un ídolo sentado en un trono de jaspe ribeteado de grandes perlas orientales. Era una escultura de ébano y tenía la altura de un hombre. En su frente había un rubí, y aceite espeso le goteaba del pelo y le caía a los muslos. Enrojecía sus pies la sangre de un cabritillo recién inmolado; en su cintura se ceñía un cinto de cobre con siete berilos engastados.

»—Y le dije al sacerdote: “¿Es éste el dios?”. Y él me respondió: “Éste es el dios”.

»—Muéstrame al dios —exclamé— que de lo contrario acabarán tus días —y le toqué la mano, y su mano pudrióse.

»Y el sacerdote me suplicó: “Sanad, señor, a vuestro siervo, y yo habré de mostraros al dios”.

»Así, exhalé mi aliento sobre su mano, y volvióse intacta; y tembló el sacerdote y me condujo a la segunda cámara donde vi a un ídolo de pie sobre un loto de jade del que pendían enormes esmeraldas. Era una escultura de marfil y tenía dos veces la altura de un hombre. En su frente había un crisólito oriental, y habían rociado su pecho con mirra y canela. En una mano sostenía un cetro curvo de jade, y en la otra una bola de cristal. En los pies llevaba puestos coturnos de latón, y rodeaba su grueso cuello un círculo de espejuelos.

»Y le dije al sacerdote: “¿Es éste el dios?”. Y él respondió: “Éste es el dios”.

»—Muéstrame al dios —exclamé— que de lo contrario acabarán tus días —y le toqué los ojos y volvióse ciego.

»Y el sacerdote me suplicó: “Sanad, señor, a vuestro siervo, y yo habré de mostraros al dios”.

»Así, exhalé mi aliento sobre sus ojos, y la vista le fue devuelta, y tembló de nuevo, y me condujo a una tercera cámara, y ¡ay! que allí no había ídolo alguno, ni imagen de ninguna clase, sino tan sólo un espejo redondo de metal, colocado sobre un altar de piedra.

»Y le dije al sacerdote: “¿Dónde está el dios?”.

»Y él me replicó: “No hay dios, sino este espejo que veis, pues es el Espejo de la Sabiduría. En él se reflejan todas las cosas del cielo y de la tierra, salvo la faz de quien mira en el espejo; y su faz no se refleja para que, quien en el espejo mire, pueda ser sabio. Hay muchos otros espejos, mas son los espejos de la opinión. Tan sólo éste es el Espejo de la Sabiduría, y quien posee este espejo, sábelo todo, y para él nada hay oculto; y quienes no lo poseen, carecen de la sabiduría. Es, por ende, el dios, y como tal lo veneramos”, y miré en el espejo, y era como el sacerdote me había dicho.

»E hice algo inexplicable, si bien lo que hice nada importa, y es que en un valle que está a un día de viaje de este lugar he escondido el Espejo de la Sabiduría. No permitas sino que me adentre nuevamente en tu fuero y que sea tu siervo, y serás más sabio que todos los hombres que son sabios y será tuya la sabiduría.»

Pero el joven pescador se echó a reír y proclamó:

—Es preferible el amor a la sabiduría, y la sirenita me ama.

—No digas eso, pues nada hay mejor que la sabiduría —dijo el alma.

—Preferible es el amor —contestó el joven pescador y se sumergió en las profundidades, y el alma marchó sollozando por las marismas.

Y cuando hubo transcurrido el segundo año, regresó el alma a la orilla del mar, y llamó al joven pescador, el cual ascendió de las profundidades y dijo:

—¿Por qué me llamas?

Y el alma contestó: «Acércate para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas magníficas».

Y así fue que el pescador se acercó y, recostado en el bajío, apoyó la cabeza en su mano y escuchó.

Y el alma le dijo: «Cuando partí de tu lado, giré el rostro hacia el sur y emprendí el viaje. Del sur procede todo lo hermoso. Viajé durante seis días por los caminos que conducen a la ciudad de Ashter. Seguí los caminos de polvo rojizo por donde acostumbran a pasar los peregrinos, y en la mañana del séptimo día levanté los ojos y ¡ah! que allí estaba la ciudad a mis pies, pues se encuentra en un valle.

»En esta ciudad hay nueve puertas, y delante de cada una de ellas se yergue un caballo de bronce que relincha cuando descienden de las montañas los beduinos. Las murallas están revestidas de cobre, y las torres de vigía tienen techos de latón. Hay en cada torre un arquero que sostiene un arco, y al amanecer con una flecha golpea un gong, y al ocaso hace sonar un cuerno de asta.

»Intenté entrar, pero los guardianes me detuvieron y preguntáronme quién era. Les respondí que era un derviche y que me dirigía a La Meca, donde existía un velo verde en el que los ángeles habían bordado el Corán con letras de plata. Se llenaron de asombro los guardianes y me imploraron que entrara.

»El interior es como un bazar. Tendrías que haber venido conmigo. De un lado a otro de las estrechas callejuelas cuelgan alegres farolillos de papel que se agitan como grandes mariposas; cuando sopla el viento sobre los tejados, suben y bajan como pompas de colores. Los mercaderes se sientan delante de sus puestos sobre alfombras de seda: tienen barbas negras y tiesas, y sus turbantes están cubiertos de lentejuelas de oro; y por sus dedos calculadores se deslizan largos collares de ámbar y de huesos labrados de melocotón. Algunos de ellos venden gálbano y nardo, y exóticos perfumes de las islas del océano índico, y el aceite espeso de las rosas rojas, y mirra y diminutos clavos aromáticos. Cuando alguien se detiene delante de un puesto, el mercader arroja polvos de incienso para dulcificar el aire. Vi a un sirio que sujetaba una vara semejante a un junco, y de la cual salían hilos grisáceos de humo, y al quemarse, el aroma que producía era semejante al de los almendros rosados durante la primavera. Otros mercaderes venden pulseras de plata repujada con turquesas de azul lechoso, y ajorcas de hilo de latón para los tobillos, orladas de diminutas perlas; y garras de tigre engastadas en oro, y aretes de esmeralda perforada y anillos esculpidos de jade. De las casas de té llegaban los arpegios de la guitarra, y los fumadores de opio, con el semblante blanquecino y sonriente, observaban a los transeúntes.

»Cierto es que tendrías que haber venido conmigo. Los vendedores de vinos se abren paso codeando entre la muchedumbre, cargados de grandes odres negros tras al hombro. La mayoría vende vino de Schiraz, que es tan dulce como la miel; lo sirven en pequeñas tazas de metal y lo cubren de pétalos de rosas. En el mercado se hallan los vendedores de toda clase de frutas: higos maduros de carne amoratada, melones con la fragancia del almizcle y amarillos como topacios, cidras y manzanas rosadas y racimos de uvas verdes, naranjas redondas de oro rojizo y limones ovalados de oro verdoso. En una ocasión vi pasar un elefante; su trompa estaba pintada de bermellón y cúrcuma, y sobre las orejas tenía una malla de cordón de seda carmesí. Se detuvo frente a uno de los puestos y empezó a comer naranjas, y el mercader de ese puesto no hacía sino reírse. No puedes imaginarte cuán extraña es esta gente; cuando están contentos, acuden a los pajareros y les compran un ave enjaulada, y la ponen en libertad para que sea aún mayor su alegría; y cuando están apesadumbrados, se azotan con espinas para que no amaine su pena.

»Una noche vi a unos esclavos negros que llevaban un pesado palanquín por el bazar; estaba hecho de bambú dorado, y los postes eran de laca de color bermejo, adornada de pavos reales de cobre. De las ventanas colgaban finas cortinas de muselina bordada con alas de escarabajo y minúsculos aljófares, y al pasar delante de mí el palanquín, una circasiana de lívidas facciones se asomó y me sonrió. Yo la seguí; y los esclavos negros aceleraron el paso y arrugaron el semblante. Pero no me importaba, ya que me incitaba la curiosidad.

»Se detuvieron finalmente delante de una casa blanca y cuadrada, en la que no había ventana alguna, sino únicamente una puerta pequeña como la puerta de un mausoleo. Colocaron el palanquín en el suelo, y llamaron tres veces a la puerta con un martillo de cobre. Un armenio vestido con un caftán de cuero verde se asomó por la mirilla y cuando los vio abrió la puerta y extendió sobre el suelo una alfombra; y la mujer salió. Al entrar en la casa, se dio la vuelta y volvió a sonreírme. Jamás vi yo a nadie de tanto palor.

»Al salir la luna, regresé al mismo lugar y busqué la casa; pero ya no estaba allí. Y entonces comprendí quién era esa mujer y por qué me había sonreído.

»Tendrías que haber estado conmigo. Al celebrarse la festividad del novilunio, el joven emperador salió de su palacio y fue a rezar a la mezquita. Su cabello y su barba habían sido teñidos con hojas de rosal, y sus mejillas estaban empolvadas de oro. Las palmas de las manos y las plantas de los pies habíanse coloreado con azafrán.

»Al amanecer, salió de su palacio ataviado de plata, y regresó al crepúsculo ataviado de oro. Las gentes se arrojaban al suelo y escondían el rostro, pero yo no procedí así. Permanecí junto al puesto del vendedor de dátiles, y esperé. Cuando el emperador me vio, irguió sus cejas pintadas y se detuvo; pero yo me mantuve quieto y no le hice reverencia alguna. Las gentes se asombraron de mi osadía y me aconsejaron que huyera de la ciudad; no les presté atención, sino que fui a sentarme con los que vendían dioses extranjeros, y a los que se abomina por motivo de su oficio. Cuando les expliqué lo que había hecho, cada uno de ellos me hizo entrega de un dios y me rogaron que les dejara.

»Aquella noche, tendido sobre un almadraque en la casa de té que se encuentra en la Calle de las Granadas, llegaron los guardias del emperador y me llevaron al palacio. Al entrar cerraron las puertas a mis espaldas con una cadena. En el interior había un gran patio con una arcada a su alrededor; los muros eran de alabastro blanco, salpicado aquí y allá de azulejos celestes y verdes; y de mármol verde eran los pilares, y el suelo de un mármol del color de la flor del melocotonero. Nunca había visto yo nada semejante.

»Al atravesar el patio, dos mujeres con velos me maldijeron desde un balcón. Los guardias se apresuraron, y los pies de las lanzas resonaban en los suelos pulidos. Abrieron una puerta de marfil esculpido, y me vi en un jardín regado de siete terrazas, donde se cultivaban tulipanes e ipomeas, y también áloes con brotes de plata. Como delgada vara de cristal, pendía una fuente en el aire del atardecer. Los cipreses parecían antorchas apagadas, y desde uno de ellos cantaba un ruiseñor.

»Al otro extremo del jardín se levantaba un pequeño pabellón, y al acercarnos salieron a nuestro encuentro dos eunucos. Sus gruesos cuerpos cimbreaban al caminar, y me escrutaron con curiosidad con sus ojos de párpados amarillos. Uno de ellos hizo un aparte con el capitán de la guardia, mientras el otro masticaba pastillas aromáticas que extraía con afectado gesto de una caja ovalada de esmalte lila.

»Tras unos instantes, el capitán de la guardia ordenó a sus soldados que se fueran; y éstos regresaron al palacio, seguidos por los eunucos que avanzaban despacio y arrancaban los dulces frutos de las moreras al pasar bajo sus ramas. El de más edad se dio la vuelta y me lanzó una maléfica sonrisa.

»Entonces el capitán me hizo avanzar hasta la entrada del pabellón. Caminé sin temblar; descorrí el pesado cortinaje y entré.

»El joven emperador yacía en un diván de pieles teñidas de león, y un gerifalte estaba posado en su muñeca. Tras él se erguía un nubio con turbante de cobre amarillo, descubierto el pecho y con pesados aretes que le colgaban de sus orejas hendidas. En una mesa situada junto al diván había una enorme cimitarra de acero.

»Cuando el emperador me vio, mostróme su enojo y me dijo: “¿Cómo te llamas? ¿Acaso no sabes que soy el emperador de esta ciudad?”. Mas yo no le respondí.

»Con el dedo señaló la cimitarra, y el nubio la asió; y abalanzándose sobre mí, me asestó un golpe con gran violencia. El filo me atravesó como un rayo, pero no me hizo daño alguno. Cayó el otro al suelo cuan largo era; y al incorporarse, sus dientes castañeteaban de miedo y se escondió detrás del diván.

»De un salto, el emperador se puso en pie y tomando una lanza del pedestal de armas, me la arrojó; yo la detuve al vuelo y partí la caña en dos. Me disparó una flecha y levanté las manos y paré su trayectoria. Entonces extrajo una daga de un cinto de cuero blanco, y apuñaló al nubio en el cuello, para que el esclavo no pudiera relatar a nadie el deshonor. Y aquel hombre retorcióse como una serpiente pisoteada, y brotó espuma roja de su boca.

»Tan pronto como hubo muerto, el emperador se volvió hacia mí y, tras enjugarse el sudor brillante de la frente con un pañuelo de seda ornada y de color púrpura, me dijo: “¿Eres un profeta, pues no puedo causarte ningún daño, o eres hijo de profeta, que en nada puedo dañarte? Te ruego que abandones mi ciudad esta noche, ya que mientras permanezcas en ella no puedo yo ser señor de mis dominios”.

»Y le respondí: “Por la mitad de vuestro tesoro, marcharé. Entregadme la mitad de lo que poseéis, y me iré”.

»Me tomó de la mano y me llevó al jardín. Cuando me vio el capitán de la guardia, quedó asombrado; y al verme los eunucos, les temblaron las rodillas y cayeron al suelo despavoridos.

»Hay una cámara en el palacio que tiene ocho muros de porfirio rojo y un techo de láminas de cobre, del que cuelgan lámparas. El emperador tocó uno de los muros y éste se abrió, y entramos en un pasadizo que estaba iluminado con numerosas antorchas. En los nichos excavados a cada lado había vasijas de vino llenas a rebosar de monedas de plata. Cuando llegamos al centro del pasadizo, el emperador dijo aquella palabra que no puede ser pronunciada, y una puerta de granito se abrió de par en par con un resorte secreto, y hubo de ocultar la vista con las manos para que aquella imagen no le deslumbrara.

»Imaginarte no puedes la magnificencia de aquel lugar. Había enormes careyes llenos de perlas y grandes adularías huecas cargadas de rubíes. El oro se almacenaba en cofres de piel de elefante, y el oro en polvo en botellas de cuero. Los ópalos y los zafiros se guardaban los primeros en copas de cristal y los segundos en copas de jade. Las redondas esmeraldas verdes estaban dispuestas en orden sobre finos platos de marfil, y en un rincón había bolsas de seda, unas con turquesas y otras con berilos. Los cuernos de marfil estaban colmados de amatistas moradas, y los cuernos de cobre con calcedonias y cornalinas anaranjadas. De los pilares de cedro colgaban cuentas de ojo de gato, y en los escudos planos y ovalados había carbunclos, tanto del color del vino como del color de la hierba. Y todo esto que te cuento no es sino un diezmo de lo que allí había.

»Y cuando el emperador se hubo descubierto el rostro, me dijo: “He aquí la morada de mis tesoros, y la mitad de lo que hay es tuyo, como te había prometido. Y te concederé tres camellos y tres camelleros; y estarán a tus órdenes y llevarán la parte que te corresponde del tesoro a cualquier lugar del mundo donde quieras ir. Y todo esto tendrá lugar esta noche, pues no quiero que el Sol, que es mi progenitor, sea testigo de que en mi ciudad hay un hombre al que no puedo dar muerte”.

»Pero yo le repliqué: “El oro que aquí hay es tuyo, como también son tuyas la plata y las piedras preciosas y los valiosos objetos. En cuanto a mí, no tengo necesidad de estas cosas ni tampoco me llevaré nada que sea tuyo, salvo ese pequeño anillo que llevas puesto”.

»Y el emperador mostró su desaprobación: “No es sino un anillo de plomo”, exclamó, “y no tiene ningún valor. Por tanto, llévate la mitad del tesoro y vete de mi ciudad”.

»“No será así”, respondí “pues no me llevaré nada sino ese anillo de plomo, pues sé lo que hay inscrito en él y para qué propósito”.

»Y se estremeció el emperador; y me imploró y me dijo: “Llévate todo el tesoro y vete de mi ciudad. La mitad mía será también tuya”.

»E hice algo inexplicable, si bien lo que hice nada importa, pues en una cueva que está a un día de camino de este lugar he escondido el Anillo de las Riquezas. Está a un día de camino de este lugar, y aguarda tu llegada. Aquel que posea este anillo será más rico que todos los reyes del mundo. Por esta razón, ven y tómalo, y todas las riquezas del mundo serán tuyas.»

—Pero el joven pescador se echó a reír y proclamó:

—Es preferible el amor a las riquezas, y la sirenita me ama.

—No digas eso, pues nada hay mejor que la riqueza —dijo el alma.

—Preferible es el amor —respondió el joven pescador, y se sumergió en las profundidades, y el alma marchó sollozando por las marismas.

Y una vez que hubo transcurrido el tercer año, regresó el alma a la orilla del mar, y llamó al joven pescador, el cual ascendió de las profundidades y dijo:

—¿Por qué me llamas?

Y el alma contestó: «Acércate para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas magníficas».

Y así fue que el pescador se acercó y, recostado en el bajío, apoyó la cabeza en su mano y escuchó.

Y el alma le dijo: «En una ciudad que conozco hay una posada junto a un río. Allí me senté a la mesa con marineros que bebían de dos vinos de diferente color, y comían pan de cebada y pescado salado que se servía con hojas de laurel en vinagre. Y trabamos conversación y divertímonos; y se nos acercó un anciano que portaba una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Y cuando hubo tendido la alfombra sobre el suelo, rasgueó las cuerdas de su laúd con una púa, y una muchacha con un velo sobre el rostro comenzó a bailar delante de nosotros. Tenía los pies descalzos, que se movían por la alfombra como dos palomas blancas; jamás he visto nada tan prodigioso. Y la ciudad en la que baila la muchacha no está sino a un día de viaje de este lugar».

Y cuando el joven pescador escuchó las palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies y no podía bailar. Y le sobrevino un gran deseo, y se dijo a sí mismo: «No está sino a un día de aquí; y puedo luego regresar con mi amada», y se echó a reír, se puso en pie en el bajío y caminó hasta la orilla.

Y cuando llegó a la orilla ya seca, volvió a reírse y le tendió los brazos a su alma. Y ésta dio un grito de alegría y corrió a su encuentro; y entró en su interior, y el joven pescador vio que ante sí se extendía sobre la arena la sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Y el alma le dijo: «No nos demoremos, y vayamos en seguida, pues los dioses del mar son celosos, y poseen monstruos que cumplen sus mandatos».

Así pues, se apresuraron y viajaron toda la noche bajo la luna, y al día siguiente viajaron bajo el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad.

Y el joven pescador le dijo a su alma: «¿Es ésta la ciudad en la que baila aquella de la que me has hablado?».

Y su alma replicóle: «No es esta ciudad, sino otra. Entremos en ésta, de cualquier modo».

Y entraron y atravesaron las calles, y al pasar por la Calle de los Joyeros, el joven pescador vio una hermosa copa de plata en un puesto. Y su alma le dijo: «Arrebata esa copa y escóndela».

Así fue que el pescador arrebató la copa y la escondió en el pliegue de su túnica, y salieron precipitadamente de la ciudad.

Y después de que hubieron recorrido una legua de distancia, el joven pescador arrugó el semblante y arrojó la copa de plata y le dijo a su alma: «¿Por qué me dijiste que robara esta copa y la escondiera, pues es un acto de maldad?».

Y su alma le contestó: «Ten paz, ten paz».

Y al anochecer del segundo día, llegaron a una ciudad, y el joven pescador le dijo a su alma: «¿Es ésta la ciudad en la que baila aquella de la que me has hablado?».

Y su alma replicóle: «No es esta ciudad, sino otra. Entremos en ella, de cualquier modo».

Así pues, entraron y atravesaron las calles, y al pasar por la Calle de los Vendedores de Sandalias, el joven pescador vio a un niño que estaba junto a un jarro de agua. Y su alma le dijo: «Golpea al niño». Y así fue que el pescador golpeó al niño hasta que éste se echó a llorar, y entonces ambos salieron precipitadamente de la ciudad.

Y después de que hubieron recorrido una legua de distancia, el joven pescador se llenó de ira, y le dijo a su alma: «¿Por qué me dijiste que golpeara a ese niño, pues era un acto de maldad?».

Y su alma le contestó: «Ten paz, ten paz».

Y al anochecer del tercer día, llegaron a una ciudad, y el joven pescador le dijo a su alma: «¿Es ésta la ciudad en la que baila aquella de la que me has hablado?».

Y su alma replicóle: «Es posible que sea esta ciudad, así que entremos».

Y entraron y atravesaron las calles, pero el joven pescador no podía encontrar ni el río ni la posada que estaba en su ribera. Y las gentes de la ciudad le miraron con extrañeza, y se azaró y le dijo a su alma:

—Vayámonos ya, pues no está aquí la que baila con los pies descalzos.

Pero su alma contestó: «Mejor será que nos quedemos, pues ya es muy de noche y habrá salteadores por el camino».

Y le hizo sentarse en el mercado y descansar; y transcurrido un tiempo pasó por allí un mercader encapuchado que llevaba una capa de paño de Tartaria, y portaba un farol de cuerno perforado en el extremo de un junco nudoso. Y el mercader le dijo: «¿Por qué te sientas en la plaza del mercado, si los puestos están cerrados y atados los fardos?».

Y el joven pescador le contestó: «No encuentro posada alguna en esta ciudad, ni hay nadie de mi parentesco que pueda ampararme».

—¿Acaso no hay un parentesco entre todos los hombres? —le preguntó el mercader—. ¿Y no nos hizo un solo Dios? Por esta razón, ven conmigo, pues tengo en mi casa una cámara para los huéspedes.

Y el joven pescador se levantó y siguió al mercader hasta su estancia. Y cuando hubo atravesado un jardín de granados y entrado en la casa, el mercader le trajo agua de rosas en una vasija de cobre para que se lavara las manos, y melones maduros para calmar su sed, y ante él dispuso un tazón de arroz y un pedazo de cabritillo asado.

Y cuando el pescador hubo terminado, el mercader le condujo hasta la cámara para huéspedes, y le deseó que durmiera bien y descansara. Y el joven pescador le dio las gracias y le besó el anillo de su mano; se tiró sobre las alfombras de pelo de cabra teñido, y tras cubrirse con una capa de lana negra, se quedó dormido.

Y tres horas antes del amanecer, y cuando era todavía de noche, el alma le despertó y le dijo: «Levántate y llégate hasta el aposento del mercader, a la cámara donde duerme, y dale muerte y hazte con su oro, pues lo necesitamos».

Y el joven pescador se levantó, y con sigilo llegóse hasta la cámara del mercader; y allí vio que sobre los pies de éste yacía un alfanje, y en una bandeja a su lado había nueve bolsas de oro. Y el pescador extendió la mano y tocó el sable, pero al hacerlo se sobresaltó el mercader y despertó; y levantándose, asió el sable y le profirió al pescador: «¿Con el mal pagas el bien que se te hace, y con el derramamiento de sangre retribuyes la gentileza que he mostrado hacia ti?».

Y el alma le dijo al pescador: «Golpéale», y el pescador le golpeó y quedó exangüe el mercader; y el pescador se hizo con las nueve bolsas de oro y huyó con precipitación por el jardín de granados, y se encaminó en dirección a la estrella que es la estrella matutina.

Y cuando hubieron recorrido una legua, el joven pescador se golpeó el pecho y le dijo a su alma: «¿Por qué me pediste que asesinara al mercader y me hiciera con su oro? No eres sino un alma malvada».

Pero su alma le contestó: «Ten paz, ten paz».

—No será así —dijo el pescador—, no podré estar en paz porque aborrezco todo aquello que me has hecho hacer. También a ti te aborrezco, y te ruego me digas por qué conmigo te has conducido así.

Y su alma le contestó: «Cuando me desterraste de tu lado y me enviaste al mundo, no me diste un corazón, y así fue que aprendí a hacer estas cosas y a gustar de ellas».

—¿Pero qué dices? —musitó el joven pescador.

—Sabes de qué hablo —respondió su alma—, bien lo sabes. ¿Te has olvidado, acaso, de que no me diste un corazón? No lo creo. Y no te aflijas tú, ni me aflijas a mí; estáte en paz contigo mismo, pues no habrá dolor alguno del que no puedas deshacerte, ni tampoco ningún placer que no hayas de recibir.

Y al escuchar estas palabras, el joven pescador se sobresaltó y le dijo a su alma: «Te digo que no es así, y no eres tú sino maldad; has hecho que me olvide de mi amada, y me has tendido tentaciones, y me has hecho emprender las rutas del pecado».

Y su alma le contestó: «No te olvides de que cuando me desterraste del mundo, no me diste un corazón. Vayamos a otra ciudad a recrearnos, pues tenemos nueve bolsas de oro».

Pero el joven pescador arrojó las bolsas de oro al suelo y las pisoteó.

Y dijo: «No, que no tendré nada que ver contigo, ni viajaré contigo a ninguna parte; y al igual que te desterré de mi lado antes, lo volveré a hacer ahora, pues nada bueno me has proporcionado», y de espaldas a la luna, con el puñal que tenía el mango de piel de víbora verde, se dispuso a recortar de sus pies la sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Pero su alma no le abandonó ni cumplió su mandato, sino que le dijo: «De nada sirve ya el hechizo que pronunció la bruja; pues no habré de abandonarte, ni podrás tampoco tú desterrarme de tu lado. Tan sólo una vez en la vida puede un hombre desterrar al alma; y aquél que la recibe en su seno una vez más, habrá de conservarla consigo para siempre; y tal es su recompensa y también su castigo».

Y el joven pescador palideció, y apretó los puños y exclamó: «Era una bruja falsa, que nada de esto me dijo».

—No es cierto —contestó su alma—, pues era fiel a aquel a quien rinde culto, y cuya sierva será por siempre jamás.

Y cuando el joven pescador comprendió que no podría deshacerse de su alma, y que era alma malvada y que moraría siempre en su seno, se arrojó al suelo y lloró de amargura.

Y cuando se hizo de día, el joven pescador se levantó y le dijo a su alma: «Ataré mis manos para que no pueda yo cumplir tus designios y sellaré mis labios para no pronunciar tus palabras; y al lugar donde mora mi amada regresaré. Al mar regresaré, a la pequeña ensenada donde ella acostumbra a cantar; y la llamaré, y le contaré el mal que he cometido, y el mal que tú me has deparado».

Y su alma le tentó y le dijo: «¿Quién es tu amada para que tengas que volver a su lado? Hay en el mundo muchas que son más hermosas que ella. Las bailarinas de Sámaris, que bailan cual si fueran toda clase de aves y bestias, y se pintan los pies de alheña, y en sus manos llevan pequeños cascabeles de cobre. Al bailar se ríen, y su risa es tan cristalina como la del agua. Ven conmigo y te las mostraré».

«Pues ¿por qué tienes tanto desasosiego con lo pecaminoso? ¿No es para el comensal todo aquello cuyo sabor es placentero? ¿Hay, acaso, veneno en los dulces néctares? No te inquietes y ven conmigo a otra ciudad. Hay una pequeña ciudad, muy cerca de aquí, en la que se halla un jardín de tulíperos. Y en tan bello jardín residen pavos reales blancos y otros con el pecho azulado. Cuando despliegan sus colas al sol, éstas parecen discos de marfil y discos de oro. Y la que les alimenta baila para darles placer a las aves; y hay veces que baila sobre sus manos y otras con los pies. Sus ojos están pintados de estibio y las aletas de su nariz tienen la forma de las alas de una golondrina, y en una de ellas hay un anillo del que pende una flor esculpida de una perla. Se ríe al bailar y los anillos de plata que tiene en los tobillos tintinean como cascabeles plateados. Así pues, no te inquietes más, y ven a esta ciudad conmigo.»

Pero el joven pescador no contestó nada a su alma, sino que cerró sus labios con el sello del silencio y con un prieto cordel ató sus manos; y regresó al lugar de donde había venido, hasta la minúscula ensenada donde su amor solía cantar. Y cuando su alma le tentaba, el pescador nada respondía; ni tampoco ejecutaba los actos de maldad a que le incitaba el alma, tan grande era la fuerza del amor que tenía dentro de sí.

Y cuando hubo llegado a la orilla del mar, se desató las manos y retiró el sello del silencio de sus labios, y llamó a la sirenita. Pero ella no acudió a su llamada, pese a que el pescador la llamó y la suplicó el día entero.

Y su alma se burló de él y le dijo: «Ciertamente que es escasa la dicha de tu amor. Eres como el que, en época de escasez, vierte agua en una vasija agrietada. Lo que tienes, lo regalas, y nada se te da a cambio. Sería mejor que conmigo vinieras, pues sé dónde está el Valle de los Placeres y cuántas cosas allí se encuentran».

Pero el joven pescador nada respondió a su alma, sino que en una hendidura de la roca se construyó una casa de zarzos y allí moró por espacio de un año. Y cada mañana, llamaba a la sirena, y al mediodía la llamaba y de noche también pronunciaba su nombre. Pero ella nunca salió de las aguas para verle, ni en ningún lugar del mar podía él encontrarla; y así la buscó en las cuevas y en el agua verdosa, en las lagunas que dejan tras de sí las mareas y en los pozos del fondo de las profundidades.

Y su alma le tentaba con maldades y le susurraba al oído cosas terribles. Pero nada triunfó sobre él, tan grande era la fuerza del amor que tenía dentro de sí.

Y una vez que hubo transcurrido un año, el alma de su interior reflexionó: «He tentado a mi señor con maldades, y su amor es más fuerte que yo. Ahora le tentaré con el bien, y tal vez venga conmigo».

Así que se dirigió al pescador y le dijo: «Te he hablado de los placeres del mundo y no has hecho caso de lo que te he hablado. Permíteme que te hable ahora de la aflicción del mundo, y quizá me escuches. Verdad es que la aflicción es ama del mundo, y no hay nadie que de sus redes pueda escaparse. Unos carecen de vestiduras, otros de pan; hay viudas sentadas sobre la púrpura, y otras sobre harapos. Por los pantanos los leprosos van y vienen, y son crueles unos con otros; los mendigos van y vienen por los caminos y sus carteras están vacías. Por las calles de las ciudades camina el Hambre, y la Peste se sienta a sus puertas. Ven, vayamos a remediar estos males, para que ya no existan. ¿Por qué te demoras llamando a tu amada? ¿No ves que no acude a tu llamamiento? ¿Y qué es el amor, para que lo valores tanto?».

Pero el joven pescador nada contestó a su alma, tan grande era la fuerza de su amor. Y cada mañana, llamaba a la sirena, y al mediodía la llamaba y de noche también pronunciaba su nombre. Pero ella nunca salió de las aguas para verle, ni en ningún lugar del mar podía él encontrarla, si bien la buscó en los ríos del mar, y en los valles bajo las olas, en el mar que las noches hacen de púrpura, y en el mar que la aurora vuelve gris.

Y una vez transcurrido el segundo año, el alma le dijo una noche al pescador, mientras éste estaba sentado solo en su casa de zarzos: «¡Ay, que te he tentado con el mal, y que con las cosas del bien te he tentado, y tu amor es más fuerte que yo! Por ello, ya no te tentaré más, sino que te ruego que me dejes entrar en tu corazón para que podamos ser uno solo como antes lo éramos».

—Sin duda puedes entrar —dijo el pescador—, pues aquellos días en que vagaste por el mundo desprovista de un corazón, mucho debiste sufrir.

—¡Ay de mí! —expresó su alma—. Tu corazón está rodeado de tanto amor, que no hay lugar alguno por donde pueda yo entrar.

—¡Cuánto quisiera socorrerte! —dijo el joven pescador.

Y al decir esto, llegó del mar un gran lamento de duelo; era el llanto que se escucha cuando muere una de las gentes del mar. Y el joven pescador se puso en pie y salió de su casa de zarzos y llegóse hasta la orilla. Y hasta allí llegaron las olas presurosas, y sostenían algo que era más blanco que la plata. Como la espuma blanca era, y ondeaba cual una flor en el oleaje. Y rompientes lo tomaron de las olas, y de aquéllas la espuma, y lo recibió la orilla; y hasta los pies del pescador llegó el cuerpo de la sirenita: a sus pies yacía la sirena muerta.

Sollozando como quien se queja de dolor, se arrojó junto al cuerpo; y besó el rojo frío de la boca, y acarició el ámbar bañado del cabello. Se precipitó junto a la sirena, llorando como quien tiembla de alegría, y con sus brazos pardos la sujetó contra su pecho. Fríos estaban sus labios, y aun así los besó; la miel de sus cabellos era sal, y la saboreó con aciago alborozo. Besó los párpados cerrados, y la brava espuma que había en sus cálices menos sal tenía que sus lágrimas.

Y en presencia de la muerte, confesóse. En las caracolas de sus oídos vertió el amargo vino de su relato; y abrazó a la sirena y palpó el fino junco de su cuello. Aciago, aciago era su alborozo, y había en su dolor un júbilo inexplicable.

Se fue acercando la marea negra, y la espuma albina gimió como hacen los leprosos. Con blancas garras de espuma, el mar buscó a tientas por la orilla. Y del palacio del rey del mar llegó nuevamente el lamento del duelo, y en la mar lejana los grandes tritones hicieron sonar sus cuernos roncamente.

—Huye, huye —le dijo su alma—, que si se acerca más el mar y te demoras, te dará muerte. Huye, que siento miedo, pues he visto que tu corazón me está vedado a causa de la magnitud de tu amor; huye hasta un lugar seguro. ¿No querrás acaso enviarme a otro mundo desprovista de un corazón?

Pero el joven pescador no escuchó a su alma, sino que invocó a la sirenita y dijo: «Es preferible el amor a la sabiduría, y tiene más valor que las riquezas, y es más hermoso que los pies de las hijas de los hombres. El fuego no puede destruirlo ni el agua aplacarlo. Te llamé de madrugada, y no acudiste a mi llamamiento; la luna escuchó tu nombre, mas no contestabas. Te abandoné por el mal, y marché para perdición mía. Pero en mí moró siempre el amor que te tuve, y fue siempre fuerte; y no hubo nada que lograra triunfar sobre él, pese a que he visto el mal y he visto el bien. Y ahora que has muerto, de seguro que habré de morir también yo contigo».

Y el alma le rogó que marchara, pero él se negó, tan grande era su amor. Y el mar se acercaba y quería cubrirle con sus olas; y cuando el pescador supo que el final ya llegaba, besó con frenesí los labios fríos de la sirena, y partióse el corazón en su interior. Y al partirse su corazón, pues estaba henchido de amor, así su alma halló una entrada y penetró, y ambos fueron uno, como habían sido antes; y el mar cubrió al pescador con sus olas.

Y de mañana, el sacerdote acudió a bendecir el mar, que turbulento había estado. Y con él fueron los monjes y los músicos; los portadores de cirios y los incensadores; y muchos otros.

Y cuando el sacerdote llegó a la orilla, vio al joven pescador que había perecido ahogado sobre la espuma, y que sujetaba con los brazos el cuerpo de la sirena. Y retrocedió con amargura, e hizo la señal de la cruz, y dijo en voz alta: «No bendeciré el mar, ni nada de lo que hay en él. Desventuradas sean las gentes del mar, y todos los que con ellas tratan. Y en cuanto a aquel que por su amor renegó de Dios y que aquí yace con su amada por castigo divino, llevad su cuerpo y el de ella, y enterradlos en el extremo de la Pradera de los Abatanadores; y no coloquéis ninguna efigie sobre ellos, ni ninguna indicación, para que nadie sepa el lugar donde reposan. Desventurados fueron en vida, y también lo serán en la muerte».

Y todos hicieron lo que se les había dicho, y en el extremo de la Pradera de los Abatanadores, donde no crecen hierbas fragantes, excavaron una fosa profunda y en su interior depositaron a los muertos.

Y cuando hubo transcurrido el tercer año, y un día que era sagrado, el sacerdote fue hasta la capilla para mostrar a las gentes las heridas del Señor, y hablarles de la ira de Dios.

Y cuando húbose ataviado con sus hábitos, entró y se postró delante del altar; y vio que éste estaba cubierto de extrañas flores que él nunca antes había visto. La imagen de las flores despertaba su asombro, pues tenían una desconocida belleza; y esta belleza le turbaba, y eran de un dulce aroma. Y se sintió dichoso, y no comprendía la razón.

Y abrió el tabernáculo, e incensó la custodia que había en su interior y mostró la sagrada hostia a las gentes, y la ocultó detrás del velo de los velos; y entonces empezó a hablar a los congregados, y era su deseo predicar sobre la ira de Dios. Pero le turbaba la belleza de aquellas flores blancas, y eran de un dulce aroma; y a sus labios llegó otra palabra y no habló de la ira de Dios, sino de un Dios cuyo nombre es Amor. Y por qué hubo de hablar así, lo desconocía.

Y cuando hubo terminado, la gente sollozaba; y el sacerdote volvió a la sacristía, y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Y vinieron los diáconos y empezaron a desvestirle, y le quitaron el alba y la faja, el manípulo y la estola. Y el sacerdote sentíase como alguien en un sueño.

Y cuando le hubieron desvestido, les miró y les dijo: «¿Qué flores son las del altar, y de dónde proceden?».

Y le contestaron: «No sabemos qué flores son, pero proceden del extremo de la Colina de los Abatanadores», y el sacerdote se estremeció; y regresó a su casa y oró.

Y por la mañana, aún de madrugada, salió el sacerdote con los monjes y los músicos; con los portadores de cirios y los incensadores; y con muchos otros. Y llegó hasta la orilla del mar y bendijo el mar y todos los seres salvajes que hay en él. También a los faunos bendijo; a todos los seres minúsculos que bailan en los bosques; a los seres de ojos luminosos que miran a través del follaje. Bendijo a todos los seres del mundo de Dios, y las gentes se llenaron de asombro y de gozo. Pero en el extremo de la Colina de los Abatanadores no volvieron a crecer flores jamás, y la pradera siguió siendo tan yerma como antes. Ni tampoco vinieron las gentes del mar hasta la ensenada como acostumbraban, que a otra extensión de mar acudieron.