EL HOMBRE QUE PERDIÓ SU SOMBRA[5]

EL diablo había establecido su cátedra en el infierno; en ella explicaba su ciencia mágica a varios discípulos, entre los que acudían don Juan de Atarrabio y el fraile de Bera. Durante cierto tiempo les estuvo enseñando gratuitamente, y cuando ya llegaron a estar instruidos, Cherren les pidió en pago de sus doctrinas que uno de ellos se quedase en el infierno. Para cumplir este deseo deberían ponerse de acuerdo y decidir quién era el que iba a quedarse. No salió ningún voluntario para vivir en el infierno, y todos alegaban la necesidad de volver a la tierra, donde les esperaban sus deudos.

Terminadas las clases, el diablo volvió a exigir que uno de ellos se quedase. Pero, haciéndose los distraídos, iban saliendo en fila del infierno, por una estrecha puerta, y el diablo, a la salida, los agarraba, preguntando uno por uno: «¿Te quedas tú?». Todos le iban contestando muy alarmados: «Coge al que viene detrás de mí».

Salió el último Atarrabio, y al sentirse cogido por el diablo, le dijo, como los anteriores: «Agarra al que viene detrás».

El diablo, viendo una sombra, y tomándola por otro estudiante, le clavó su espada, dejando fija en el suelo la sombra de Atarrabio, mientras él escapaba sin ella.

Atarrabio terminó su carrera de sacerdote y fue enviado a desempeñar su sagrada misión a la parroquia de Goñi; pero continuaba sin sombra, desde que se la dejó en los infiernos. Únicamente la recuperaba cuando celebraba la santa misa, en el momento solemne de la consagración, mientras elevaba al Santísimo; pero, pasado este momento, volvía a quedar sin ella, lo que preocupaba grandemente a Atarrabio, que no quería morir y presentarse sin sombra en el otro mundo.

Vivía el sacerdote con su madre, ya anciana, y una tarde en que se iba a echar la siesta, vio que el cielo empezaba a oscurecerse, cubriéndose de negros nubarrones, que amenazaban un pedrisco. Atarrabio dijo a su madre: «Si ves que las nubes se acercan, llámame antes de que empiece a tronar».

Pero la madre se descuidó y le despertó tarde, cuando el nublado estaba ya encima del pueblo, y los aldeanos muy asustados de que se les apedreasen los trigos, que aquel año estaban muy granados. El cura se vistió a toda prisa y se fue al campo, llevando en la mano un libro de conjuros y una cruz para alejar al nublado. El diablo asomó entre dos negras nubes y le dijo: «Mira qué hermosos caballos tengo para trillar tus trigos». A lo que el sacerdote contestó: «Y yo, mira qué buenos frenos para domar a tus caballos».

El sacerdote empezó a leer en su ritual los conjuros contra el nublado, desviándolo del pueblo y haciéndole descargar, cerca del cementerio, en un campo, en el que había muchas barricas, que se llenaron de las piedras.

Supo otro día, por inspiración divina, que el Padre Santo estaba en un grave peligro, tratando con unos malvados, y que necesitaba su ayuda. Atarrabio llamó a tres demonios que habitaban en su parroquia, para que se presentaran en su casa. Inmediatamente acudieron a su llamamiento, y les preguntó cuánto tardarían en transportarlo a Roma. El primero le contestó que le llevaría en un cuarto de hora, que al cura le pareció mucho tiempo; el segundo dijo que tardaría cinco minutos, y el sacerdote tampoco aceptó, y el tercero dijo que le llevaría en un momento, y se quedó con él. Le ofreció en pago de su viaje que le daría la flor de su comida, y al diablo le pareció bien. Atarrabio montó sobre él, que se remontó por los aires. Al pasar por encima del mar, el demonio pretendió arrojarlo al agua para que se ahogase, y le dijo: «¿Cuál es ese dulce nombre que pronunciáis los cristianos?».

Atarrabio, por toda respuesta, dijo: «Arre, diablo».

Llegó a las puertas del palacio del Pontífice; pero los guardianes no le dejaron entrar, por mucho que él insistió, y tuvo que contentarse con entregar una varita a un criado, encargándole que con ella midiera la mesa del Papa. La varita tenía una cruz, y al entrar con ella en el aposento, los personajes siniestros, que demonios, desaparecieron. El Papa preguntó quién le había dado aquella vara, y mandó que entrase el sacerdote. Pero cuando salió a llamarle el criado, ya Atarrabio se había ido y estaba a medio camino de su aldea.

Al llegar a su casa, se sacudió el manteo, que llevaba lleno de nieve, y le dijo a su madre que estaba nevando en los montes de Jaca. La madre no lo creía, y Atarrabio le dijo: «Es tan cierto como que cante el gallo asado que tienes por comida». Y al momento, el gallo que estaba en la cazuela empezó a levantarse y a cacarear.

El sacerdote mandó a su madre que le hiciera la comida con diez nueces, y las cáscaras se las dio al diablo en pago de haberlo llevado a Roma.

Sin embargo, viendo que no podía recuperar su sombra, pidió al sacristán que en el momento de la elevación en la misa, lo matase, y le sacase el corazón y lo pusiera, pinchado en un palo, a la puerta de la iglesia. Si se lo llevaban unos cuervos, era que se había condenado, y si lo cogía una paloma, señal de que se había salvado. El sacristán cogió una gran maza, y mientras el sacerdote decía misa, esperó a que se proyectase su sombra en el suelo, y en ese crítico momento descargó sobre su cabeza un fuerte golpe, dejándolo tendido y muerto. Después, tal como le había ordenado, le sacó el corazón, lo clavó en un palo, dejándolo a la puerta de la iglesia, y se quedó allí observando quién se lo llevaría. Pronto llegó una bandada de cuervos, que empezaron a volar por encima del corazón, trazando círculos. Pero de pronto surgió una paloma pequeña y blanquísima, que se abalanzó sobre él, llevándoselo por los aires, y aún pudo ver el sacristán cómo se remontaba hacia el cielo.