EL MILAGRO DE TEÓFILO[3]

QUISIERA contaros el pleito de Teófilo, que un milagro tan hermoso no se puede olvidar. Quisiera, además, no emplear palabrería, porque podría aburriros y yo pecar con ella. La oración breve en cambio agrada al Señor, y pocas palabras bastan para decir que la Gloriosa ayuda siempre a quien sabe rogarle.

Era Teófilo, según cuenta la historia, un hombre bueno y de próspera hacienda. Era pacífico y de rectas costumbres, caritativo y culto. El Obispo le había nombrado su vicario y gozaba del respeto de los fieles, que le tenían por un santo varón. Pero la vida del Obispo llegó a su fin y su muerte fue llorada por todos, especialmente por Teófilo, que se ocupó de sus funerales. Desde entonces se le consideró su sucesor. No había otro tan discreto y piadoso, y sus vecinos escribieron al Metropolitano proponiéndole para el cargo. Poco después llegaron emisarios del Arzobispo que ofrecían, en efecto, a Teófilo la mitra. Pero él, con gran humildad, según cuenta Berceo, contestó:

Sennores, mudat mano, por Dios e caridat

ca non so yo tan digno pora tal dignidat…

porque él no aspiraba a otra cosa que a seguir en su puesto de vicario. Hízose pues nueva elección y se nombró a otro Obispo. Éste no quiso, en cambio, confirmar al buen Teófilo en su cargo. Nombró vicario a otro, y con ello perdió Teófilo su paz. Los que antes le halagaban para que les favoreciera le daban ahora de lado. Su tristeza se tornó entonces rencor, al ver cómo contra él se acumulaban las injusticias. Y Teófilo se volvió loco de envidia, perdió toda prudencia y su ánimo estuvo pronto dispuesto a cometer un gran pecado.

Habitaba en la ciudad de Teófilo un judío con fama de hechicero, se decía de él que tenía tratos con el diablo y que sus malos consejos habían causado la perdición de muchos. A este hombre lleno de vicios se dirigió el desdichado Teófilo buscando ayuda. Le contó sus desgracias, le ofreció cuanto quisiera por recuperar su antiguo puesto, y escuchó lo siguiente: «Pronto lograrás lo que deseas, créeme. Si no te echas atrás da por seguro que en poco tiempo será de nuevo vicario de Adana». Teófilo se reafirmó en su intención, y quedó en regresar a casa del judío una vez que hubiera anochecido, al abrigo de todas las miradas. Hecho así, el truhán le condujo hasta las afueras de la ciudad. Se detuvieron entonces en una encrucijada de caminos y el judío le advirtió: «Veas lo que veas no sientas temor, y sobre todo no te santigües. Ya verás qué pronto son tus deseos cumplidos». Al poco Teófilo advirtió que venía hacia ellos una procesión alumbrada por cirios. El aspecto de las figuras producía espanto, pero entre ellas destacaba una de porte majestuoso. Era su Rey, el Maligno, y ante él se postró el judío llevando a Teófilo de la mano. «¿Qué busca y quién es ese que te acompaña?» preguntó Lucifer. «Señor, Rey coronado, este que veis fue el vicario de Adana, pero al morir su Obispo otro ocupó su cargo. Ha perdido el tratamiento y los beneficios que tenía. Viene a tus pies confiando en que tu poder le restituya lo que es suyo, que él te lo sabrá agradecer rindiéndote honores y vasallaje». Pero el Demonio dijo: «Antes tendrá que renegar de su señor, que es Cristo, y de Santa María. Que escriba pues su apostasía como es debido y ponga en ella su sello. Teófilo será en adelante mi vasallo y yo le devolveré su posición». Teófilo, ciego de ambición, consintió en ello. Allí mismo escribió el contrato y volvió a su casa con el canto de los gallos, sin que nadie le hubiera visto. Salvo Dios, al que nada se oculta. Pero algo singular le sucedió, perdió el buen color, se volvió pálido y, como escribió Berceo, «sempre fo dessombrado», su sombra desapareció. Pocos días después de este suceso le mandó llamar el Obispo y le dijo: «He cometido contigo una injusticia, si lo deseas hoy mismo puedes volver a tu cargo. Perdóname por el daño que te he hecho». Así volvió Teófilo a ser vicario, recibiendo grandes muestras de confianza de su Obispo y de respeto de los habitantes de la comarca. Volvióse con todo esto vanidoso y ufano, y un día Dios, que no descansa hasta que un pecador se enmienda y salva su alma, le envió una dolorosa enfermedad. Estaba pues Teófilo luchando una noche con el sopor que agarrotaba su mente, cuando dio en pensar en todo lo que había hecho. De puro pesar recuperó su débil juicio. Se dejó caer en tierra y se decía a sí mismo: «Mezquino de mí, desgraciado, he perdido el alma y tengo el cuerpo enfermo. Moriré y de nada valdrá rezar por mí, estoy condenado. Moriré como el que se debate en medio del mar y no divisa costa, ni barco, ni esperanza. Pobre de mí. Me ha matado mi mano, me mató mi codicia. Hasta de la Gloriosa renegué en mala hora, no soy mejor que Judas, que vendió a Jesucristo. Ojalá no hubiese escuchado al Maligno. ¡Si tenía para mí y tenía para dar! ¡Si hablaba con Jesús cada día! Yo he sido mi enemigo; ahora ni médico ni físico pueden curar mi mal. Sólo Nuestra Señora, pero aunque su compasión es grande no puedo recurrir a ella después de traicionarla». Vertiendo lágrimas fue Teófilo a postrarse ante una imagen de la Señora y empezó a decir entre sollozos: «Virgen que amparas a las almas mezquinas, vuelve hacia Teófilo tu mirada preciosa. Bien sé que te he perdido y que me he condenado, pero, puerta del Cielo, intercede ante tu hijo. Si en mi mano tuviera la carta con que os traicioné bien sabría enmendarla. Rompería el compromiso que firmé con Satán». Cuarenta días pasó el pecador afligido ayunando, y al cabo escuchó la voz de María: «Tu carta está guardada en lo hondo del infierno, firmada con tu sangre para la eternidad. ¿Y tú me pides que emprenda un viaje tenebroso para devolvértela? ¿Hasta cuándo durará tu arrepentimiento?». Y el tristísimo Teófilo volvía a suplicar: «Sé que sólo tú puedes, Reina de la Clemencia, Gloriosa Señora, apiadarte de un hombre que te ha hecho tanto mal. Y sólo tus palabras conmoverán a Cristo, que es el único que puede salvar mi alma. Ay, si yo tuviera la carta de mis males podría volverme atrás de la palabra dada». Entonces la Gloriosa se apiadó de su llanto y le prometió hacer todo cuanto pudiera para lograr lo que Teófilo quería. Quedó éste presa de gran incertidumbre y al tercer día de esta conversación, cuando dormía atormentado por la angustia, sintió un golpe en su pecho. Cuál sería su alegría cuando al abrir los ojos vio sobre su regazo la carta de sus males, y ante sí a la Gloriosa, que con sus propias manos la había rescatado. Dio Teófilo gracias a Cristo y a María, y maravillado y feliz entonó cánticos de alabanza. Al día siguiente fue domingo y se reunieron en la iglesia los fieles de toda la comarca a escuchar el sermón del Obispo. También fue Teófilo con su carta en la mano. Se postró a los pies de su superior y confesó en público todos sus pecados. Contó cómo se había apartado de la vida virtuosa que llevaba a causa de la envidia y de los celos. Y cómo había convenido en pactar con el Maligno y firmar una carta con su apostasía, todo por recuperar su antiguo cargo. Finalmente contó también cómo Santa María había escuchado su llanto arrepentido y ella misma había puesto fin a sus males. Santiguóse el Obispo al oír tal relato y les dijo a los fieles allí reunidos: «Historia como ésta habréis oído pocas. Ved cuán mala es la envidia y cuán poderoso el Diablo. Un judío truhán puso a este cristiano en malos pasos, pero fue él mismo quien perdió su alma a cambio de mezquinos honores. Renegó de Cristo y de la Virgen para postrarse ante el Enemigo, y gran milagro es que Ella le escuchara después de lo que había hecho. Gran milagro es que le haya devuelto el contrato que firmó, y que aquí podemos todos verlo como prueba de lo dicho». Entonces se arrodillaron todos llenos de asombro, y entornaron el Te Deum y otras alabanzas. Entretanto el Obispo ordenó encender una hoguera y en ella arrojó la carta firmada por Teófilo. Comulgó éste y el pueblo entero vio cómo le cercaba una gran claridad y supieron así que Dios había vencido sobre Satanás. Grandes méritos debían ser los de aquel por quien la Gloriosa había hecho tanto y que ahora era cubierto por un manto de luz. Su cara relucía, esparcía resplandor, y tras de él, en el suelo, se extendía su sombra. Pero con todos estos sucesos Teófilo no se envaneció, al contrario, sabiendo que el fin de sus días no podía estar lejos, extremó su virtud e hizo penitencia. Repartió sus bienes entre los necesitados, pidió perdón a todos los que algún día hubiese podido ofender y, recogido en la iglesia donde se le apareció la Virgen, preparó su alma para el trance final. Así, tres días justos después de haber hecho cenizas el pacto, tres días justos después de la comunión, murió en el mismo lugar de aquel encuentro. Y allí mismo fue enterrado.

Amigos, si quisiesedes vuestras almas salvar,

si vos el mi conseio quisieredes tomar,

fech confession vera, non querades tardar,

e prendet penitencia, pensatla de guardar.

Quiéralo Jesu Cristo e la Virgo gloriosa,

sin la qual non se faze ninguna buena cosa,

que assi mantegamos esta vida lazrosa,

que ganemos la otra durable e lumnosa.

Amén.