JUAN SIN MIEDO[4]

LE llamaban Juan sin Miedo en su pueblo y no era una exageración. En su vida había tenido un sobresalto y conste que nunca había evitado el peligro. Más bien al contrario: en cuanto en los alrededores moría alguien con fama de malvado, por ejemplo, o de amigo del diablo, allí iba Juan sin Miedo a velar su cadáver. Y si en las noches de invierno algún animal de los rebaños no regresaba al establo, Juan sin Miedo se internaba en la montaña cantando a voz en cuello para espantar a los lobos.

Cerca del pueblo de nuestro protagonista había un castillo que se decía que estaba encantado, y que una legión de duendes defendía sus tesoros de la curiosidad de los extraños. A lo largo de los años muchos viajeros habían llegado hasta sus muros impulsados por la curiosidad o la ambición, pero ni uno solo de los que cruzaron el puente levadizo medio hundido había vuelto para contarlo. Un anochecer estaba Juan sin Miedo oteando desde su corral las afueras del pueblo y repentinamente sintió ganas de penetrar en la mole oscura que se alzaba ante él. No lo pensó dos veces, y sin siquiera coger una linterna caminó los pocos cientos de metros que le separaban del edificio y entró bajo el tenebroso arco de la muralla. Atravesó patios y estancias y llegó a una gran sala iluminada. Estaba amueblada confortablemente y en una mesa dispuesta al efecto se ofrecían a la mano manjares exquisitos. Sin sorprenderse lo más mínimo por todo aquello Juan recorrió con su mirada las apetitosas fuentes y escogiendo un bocado aquí y otro allá se dedicó a comer y beber despreocupadamente. Luego empujó un sillón ante la llameante chimenea, sentóse en él y poco a poco se dejó invadir por el calor y el sueño. Estaba a punto de dormirse cuando sobre su cabeza resonó una voz profunda y terrible: «Me tiro, me tiro», decía. Juan sin Miedo contestó imperturbable: «Tira la cabeza si quieres» y al momento rodó ante sus pies una espantosa cabeza de cadáver. Juan la miró y alzó los hombros, entonces se volvió a oír: «Me tiro, me tiro». Y Juan: «Venga, ahora un brazo». Ante él cayó ahora un brazo sangrante. Cada vez que hablaba la voz Juan pedía distraídamente que dejara caer algo, y así se fueron amontonando sobre la cabeza y el brazo los miembros restantes. Finalmente cayó el tronco y entonces se formó con los pedazos un ser de aspecto poco grato. Juan, al verle, soltó una carcajada y le preguntó qué quería. El fantasma avanzó gravemente hacia él y le alargó una tea encendida haciéndole señas de que le siguiese. Antes de hacerlo, Juan, que era hombre prevenido, ató rápidamente a una pata del sillón el extremo de un ovillo de bramante que llevaba siempre consigo, y fue desenrollándolo mientras caminaba detrás de su guía. Llegaron hasta unas escaleras situadas al fondo de la sala y se dispusieron a bajarlas. En el sótano se congregaba la más estrafalaria y atemorizadora multitud de duendes que uno pueda imaginar. Sin arredrarse lo más mínimo Juan le preguntó al fantasma qué habían ido a buscar allí. Y éste le respondió: «Oh mortal, si quieres desvelar el secreto de este lugar y poseer las riquezas que encierra, atrévete a tocar la piedra que reposa en el centro de esta cueva». Juan se abrió paso sin miedo ante la caterva de diablos, mientras éstos le lanzaban pullas y agitaban ante él sus puños ennegrecidos. Llegó hasta la piedra y se inclinó. Entonces aquellos seres dejaron de aullar, las antorchas que llevaban se apagaron de golpe y la más absoluta oscuridad rodeó a Juan sin Miedo. Pero el muchacho había puesto ya la palma entera de su mano sobre la roca, fría como el hielo. Luego no fue más que coser y cantar encontrar el camino de vuelta entre los monstruos callados, enrollando otra vez el bramante hasta encontrar la escalera de ascenso y finalmente volver al sillón frente a la chimenea. A la mañana siguiente, mientras en el pueblo se extendía la noticia de su desaparición tras las murallas del castillo, Juan volvió a su casa con un humor excelente tras una noche tan entretenida. Y en adelante vivió rico y feliz, en el palacio cuyo misterio había aclarado, admirando a todos cuantos le conocían por su inalterable valor.

Su muerte sin embargo no fue menos extraña que su vida. Una noche que paseaba Juan sin Miedo por el jardín del palacio, bajo la luna llena, se fijó en algo sorprendente. La clara luz proyectaba sobre el suelo el perfil severo de un paseante, la sombra de Juan. Pero éste sintió de improviso un terror inexplicable. Echó a correr y tras él su sombra, agitándose despavorida. Entró sin resuello en el interior del palacio y empezó a subir las escaleras, con la sombra pisándole los talones, bajo la gran araña refulgente de velas y cristal. No había alcanzado su alcoba cuando la agitación y el pánico le derribaron por tierra. Y así concluyó, créanlo o no lo crean, la vida de Juan sin Miedo, que por cierto, murió de miedo.