Théophile Gautier
ONUPHRIUS O LAS VEJACIONES FANTÁSTICAS DE UN ADMIRADOR DE HOFFMANN[6]

Croyoit que nues feussent pailles d’arain, et que vessies feussent lanternes.

Gargantúa, lib. I, cap. XI

¡Clin, clin, clin!

No hubo respuesta.

—¿No estará? —dijo la joven.

Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla; no se oyó ningún ruido en el apartamento: no había nadie.

—¡Qué extraño!

Se mordió el labio, un rubor de desagrado le pasó de la mejilla a la frente; comenzó a bajar las escaleras una por una, muy despacio, como a disgusto, volviendo la cabeza para ver si se abría la puerta fatídica. Nada.

Al doblar la esquina de la calle, vio a lo lejos a Onuphrius, que caminaba por el lado del sol, con el aspecto más despreocupado del mundo, deteniéndose a cada paso para ver cómo se peleaban los perros y los chiquillos jugaban al castro, leyendo las inscripciones de las paredes, deletreando los carteles, como el hombre que tiene una hora por delante y no siente la necesidad de apresurarse.

Cuando llegó junto a ella, el asombro le hizo abrir desmesuradamente los ojos: no contaba con encontrarla allí.

—¡Cómo! Eres tú… ¿ya? Pero ¿qué hora es?

—¡Ya! La palabra es muy galante. En cuanto a la hora, deberías saberla, y no me corresponde a mí decírtela —contestó en tono serio la muchacha, cogiéndole del brazo—; son las once y media.

—Imposible —repuso Onuphrius—. Acabo de pasar ante Saint-Paul y no eran más que las diez; no hace ni cinco minutos, pondría la mano en el fuego; apuesto cualquier cosa.

—No pongas la mano en ninguna parte y no apuestes, perderías.

Onuphrius no quiso dar su brazo a torcer; como la iglesia sólo estaba a cincuenta pasos, Jacintha, para convencerle, aceptó ir hasta allí con él. Onuphrius estaba triunfante. Llegaron ante el pórtico.

—Y ahora, ¿qué? —le dijo Jacintha.

Aunque hubieran puesto el sol o la luna en lugar de la esfera no se hubiera quedado más estupefacto. Eran las once y media pasadas; sacó sus lentes, limpió los cristales con el pañuelo y se frotó los ojos para mirar mejor; la aguja más larga iba a reunirse con su hermanita en la X de las doce.

—¡Las doce del mediodía! —murmuró entre dientes—; seguro que algún diablillo se ha dedicado a correr las agujas. ¡Eran las diez cuando lo vi!

Jacintha era complaciente; no insistió, y emprendió con él el camino de su estudio, porque Onuphrius era pintor y, en ese momento, le estaba haciendo su retrato. Ella se sentó en la postura convenida. Onuphrius fue a buscar el lienzo, que estaba vuelto contra la pared, y lo puso en el caballete.

Sobre la boquita de Jacintha, una mano desconocida había dibujado un par de bigotes que hubieran enorgullecido a un tambor mayor. La ira de nuestro artista, al ver su boceto pintarrajeado, no es difícil de imaginar; hubiera desgarrado el lienzo de no ser por las exhortaciones de Jacintha. Borró, pues, como pudo, los distintivos viriles, no sin renegar más de una vez contra el gracioso que había hecho tan gran estropicio; pero, cuando quiso ponerse a pintar, los pinceles, aunque los había empapado en el óleo, estaban tan tiesos y erizados que no pudo utilizarlos. No tuvo más remedio que mandar a buscar otros: mientras esperaba que llegaran, se puso a hacer en la paleta varios tonos que le faltaban.

Otra tribulación. Los tubos estaban duros como si contuvieran balas de plomo, y por mucho que los apretó, no pudo lograr que saliera el color; o bien estallaban de repente como petardos, o escupían a derecha e izquierda el ocre, la laca o el betún.

Si hubiera estado solo, creo que a pesar del primer mandamiento del Decálogo, habría invocado el nombre del Señor más de una vez. Se contuvo, llegaron los pinceles, y se puso manos a la obra; aproximadamente durante una hora todo fue bien.

La sangre empezaba a correr bajo la piel, los contornos se dibujaban, las formas se modelaban, la luz surgía de la sombra, la mitad del lienzo ya estaba viva.

Sobre todo los ojos eran admirables; el arco de las cejas estaba perfectamente perfilado, y se difuminaba delicadamente en las sienes en tonos azulados y aterciopelados; la sombra de las pestañas suavizaba maravillosamente la resplandeciente blancura de la córnea, la pupila tenía mirada propia, el iris y la niña no dejaban nada que desear; no faltaba sino ese pequeño diamante de luz, esa lentejuela de claridad que los pintores llaman punto visual.

Para insertarlo en su disco de azabache (Jacintha tenía los ojos negros), cogió el más fino, el más bonito de sus pinceles, tres pelos de la cola de una marta cibelina.

Lo empapó en el blanco de plomo que, en la parte superior de la paleta, se elevaba, al lado de los ocres y los sienas, como la cresta de una montaña cubierta de nieve y rodeada de negras rocas.

El temblor de aquel punto brillante en la punta del pincel era como de una gotita de rocío en el extremo de una aguja; iba a ponerlo en la pupila, cuando un violento codazo le desvió la mano, con lo cual el punto blanco acabó en las cejas, y el borde de su manga emborronó la mejilla todavía fresca que acababa de terminar. Se volvió tan bruscamente ante esta nueva catástrofe, que su taburete rodó a diez pasos. No vio a nadie. Si alguien se hubiera encontrado allí por casualidad, sin duda le habría matado.

—¡Realmente es inconcebible! —dijo para sí muy alterado—; Jacintha, no sé qué me pasa, pero hoy ya no vamos a hacer nada.

Jacintha se levantó para salir.

Onuphrius quiso retenerla; le pasó el brazo alrededor de la cintura. El vestido de Jacintha era blanco; los dedos de Onuphrius, que no se le había ocurrido limpiarse, le hicieron un arco iris.

—¡Qué torpe eres! —dijo la joven—, ¡cómo me has puesto! Y mi tía, que no quiere que venga sola a verte, ¿qué va a decir?

—Te cambias de vestido y no se dará cuenta de nada.

Y la besó. Jacintha no le rechazó.

—¿Qué vas a hacer mañana? —dijo ella después de un silencio.

—Nada, ¿y tú?

—Voy a cenar con mi tía a casa del anciano señor de ***, al que conoces, y seguramente pasaré allí la velada.

—Yo iré también —dijo Onuphrius—; puedes contar conmigo.

—No llegues más tarde de las seis; ya sabes que mi tía es muy miedosa, y si no encontramos en casa del señor *** a algún galante caballero que nos acompañe a casa, se irá antes de que anochezca.

—Bueno, a las cinco estaré allí. Hasta mañana, Jacintha, hasta mañana.

Y se asomó a la barandilla para contemplar a la esbelta muchacha que se iba. Los últimos pliegues de su vestido desaparecieron bajo los soportales, y él volvió a entrar.

Antes de ir más lejos, unas palabras sobre Onuphrius. Era un joven entre veinte y veintidós años, aunque a primera vista parecía tener más. Sin embargo, se descubría a través de sus rasgos pálidos y cansados algo infantil y poco decidido, ciertas formas de transición de la adolescencia a la virilidad. La parte superior de la cabeza era grave y reflexiva como la frente de un anciano, mientras la boca estaba ligeramente ensombrecida en sus comisuras por una sombra azulada, y una sonrisa juvenil se perfilaba en sus labios de un rosa bastante vivo que contrastaba extrañamente con la palidez de las mejillas y del resto de su fisonomía.

Por tanto, Onuphrius no podía evitar tener un aspecto bastante singular, pero su extravagancia natural se veía aumentada aún más por su atuendo y su peinado. Sus cabellos, separados sobre la frente como el pelo de una mujer, descendían simétricamente por sus sientes hasta los hombros, sin rizo alguno, lisos y brillantes a la moda gótica, como puede verse en los ángeles de Giotto y de Cimabue. Una amplia túnica de color oscuro caía en pliegues lacios y rectos alrededor de su cuerpo ágil y delgado, de forma absolutamente dantesca. Hay que decir que todavía no había salido nunca con aquella vestimenta; pero le faltaba más el valor que las ganas; porque, no necesito decirlo, Onuphrius era Joven-Francia[7] y romántico convencido.

En la calle, a la que no iba a menudo, para compensar la humillación que le producía el inmundo atavío burgués, sus movimientos eran bruscos, nerviosos; sus gestos también bruscos, como si hubieran sido producidos por resortes de acero; sus andares inseguros, entrecortados por súbitos impulsos, zigzagueos, o interrumpidos de repente; cosa que, ante mucha gente, le hacía pasar por un loco o al menos por un original, lo que no se sabe qué es peor.

Onuphrius no lo ignoraba, y seguramente era eso lo que le hacía evitar lo que se llama el mundo y daba a su conversación un tono de humor y de causticidad que se parecía bastante a la venganza; entonces, cuando no tenía más remedio que salir de su retiro, por cualquier motivo, aportaba a la sociedad una torpeza sin timidez, una ausencia tan total de convencionalismos, un desdén tan perfecto hacia lo que todos admiraban, que al cabo de unos minutos, con tres o cuatro sílabas, había encontrado el modo de hacerse con una jauría de enemigos encarnizados.

No es que no fuera amable cuando quería, pero no quería con mucha frecuencia, y respondía a amigos que se lo reprochaban: ¿Para qué? Porque tenía amigos; no muchos, dos o tres a lo sumo, pero que le querían con todo el afecto que le negaban los demás, que le apreciaban como personas que tienen que reparar una injusticia. ¿Para qué? Los que son dignos de mí y me comprenden no se detienen ante esta dura coraza: saben que la perla está escondida en una fea concha; los estúpidos que no lo saben se desaniman y se alejan. ¿Dónde está el mal? Para un loco, no estaba demasiado mal razonado.

Onuphrius, como ya he dicho, era pintor y, además, poeta; no había modo de que su mente se librara de ello, y lo que había contribuido enormemente a mantenerle en aquella exaltación febril, que no siempre Jacintha podía evitar, eran sus lecturas. Sólo leía leyendas maravillosas y antiguas novelas de caballerías, poesías místicas, tratados de cábala, baladas alemanas, libros de brujería y de demonografía; de este modo se hacía, en medio del mundo real que zumbaba a su alrededor, un mundo de éxtasis y de ensueño en el que le costaba muy poco entrar. Del detalle más corriente y más vulgar, por la costumbre que tenía de buscar el lado sobrenatural, sabía hacer algo fantástico e inesperado. Si le hubierais metido en una habitación cuadrada y encalada en todas sus paredes, y con cristales esmerilados en las ventanas, habría sido capaz de ver alguna extraña aparición tan bien como en un interior de Rembrandt inundado de sombras e iluminado de rojizas tonalidades, pues los ojos de su alma y de su cuerpo tenían la facultad de dislocar las líneas más rectas y de hacer complicadas las cosas más sencillas, algo parecido a los espejos cóncavos o a los prismas que deforman los objetos que les son presentados, y los hacen parecer grotescos o terribles.

Así que Hoffmann y Jean-Paul le encontraron admirablemente dispuesto; ambos acabaron lo que los autores de las leyendas habían empezado. La imaginación de Onuphrius se enardeció y se alteró cada vez más, sus composiciones pintadas y escritas se resintieron de ello, la garra o la cola del diablo penetraba siempre por algún sitio, y en el lienzo, al lado de la cabeza delicada y pura de Jacintha, gesticulaba fatalmente alguna figura monstruosa, hija de su mente delirante.

Hacía dos años que había conocido a Jacintha, en una época de su vida en que era tan desdichado que no desearía semejante suplicio ni a mi peor enemigo; estaba en esa espantosa situación en que se encuentra todo hombre que ha descubierto algo y que no conoce a nadie que crea en él. Jacintha creyó en lo que decía, sin poner objecciones porque se trataba de él, y él la amó como Cristóbal Colón debió amar al primero que no se rió en sus narices cuando habló del nuevo mundo que había intuido. Jacintha le amaba como una madre ama a su hijo, y con su amor se mezclaba una profunda piedad; porque, exceptuándola a ella, ¿quién le hubiera amado como necesitaba?

¿Quién le hubiera consolado en sus desdichas imaginarias, absolutamente reales para él, que no vivía sino de ensoñaciones? ¿Quién le hubiera tranquilizado, apoyado, animado? ¿Quién hubiera calmado aquella enfermiza exaltación que rozaba la locura en más de un punto, compartiéndola más que combatiéndola? Nadie, sin lugar a dudas.

Y luego decirle de qué modo verla, organizarle las citas, dar esos miles de primeros pasos que el mundo condena, besarle por su propio impulso, proporcionarle la ocasión cuando veía que él la buscaba. Una coqueta no lo hubiera hecho; pero ella sabía lo mucho que le costaba todo eso al pobre Onuphrius, y le evitaba sufrimiento.

Como estaba muy poco acostumbrado a vivir la vida real, no sabía cómo llevar su idea a la práctica, y hacía una montaña de un grano de arena.

Sus largas meditaciones, sus viajes por los mundos metafísicos no le habían dejado tiempo para ocuparse de éste. Su cabeza tenía treinta años, su cuerpo seis meses; había descuidado tan absolutamente encauzar su existencia que, si Jacintha y sus amigos no se hubieran preocupado de dirigirla, habría cometido enormes errores. En una palabra, habría que vivir para él, necesitaba un intendente para su cuerpo, como los grandes señores lo necesitan para sus tierras.

Además, y no me atrevo a confesarlo sino con un estremecimiento, pues en este siglo de incredulidad ello podría hacer pasar a mi pobre amigo por un imbécil: tenía miedo. ¿De qué? Nadie lo podría adivinar; tenía miedo del diablo, de los aparecidos, de los espíritus y de otras mil pamplinas; por lo demás, podía burlarse de un hombre, y de dos, como los niños de un fantasma.

Por la noche no se hubiera mirado en un espejo ni por un imperio, por miedo a ver en él otra cosa que su propio rostro; no hubiera introducido la mano bajo su cama para coger las zapatillas o algún otro utensilio, porque temía que una mano fría y húmeda se adelantara a la suya y tirara de él hasta ponerle entre la cama y la pared; ni hubiera echado una ojeada a los rincones oscuros, temblando ante la idea de ver en ellos cabezas de viejas arrugadas, montadas en palos de escoba.

Cuando estaba solo en su gran taller, veía girar a su alrededor, en una ronda fantástica, al consejero Tusmann, al doctor Trabraccio, al digno Peregrinus Tyss, a Crespel con su violín y su hija Antonia, a la desconocida de la casa desierta y a toda la extraña familia del castillo de Bohemia; era un aquelarre completo, y no hubiera dudado en tener miedo de su propio gato como de otro Mürr.

Cuando Jacintha se hubo ido, se sentó delante del lienzo y se puso a reflexionar sobre lo que él llamaba los acontecimientos de la mañana. El reloj de Saint- Paul, los bigotes, los pinceles endurecidos, los tubos de los colores duros como piedras y, sobre todo, el punto visual, todo se representó en su memoria con un aspecto fantástico y sobrenatural; se devanó los sesos para encontrar una explicación plausible; inmediatamente construyó un volumen en octavo con las suposiciones más extravagantes, las más inverosímiles que hayan cabido jamás en un cerebro enfermo. Después de haber buscado durante mucho rato a la única conclusión a que llegó fue que todo era completamente inexplicable… a menos que fuera el diablo en persona… Esta idea, de la que al principio se rió, arraigó en su mente, y pareciéndole menos ridícula a medida que se familiarizaba con ella, acabó por dejarle convencido.

En el fondo, ¿qué había de irracional en esa suposición? La existencia del diablo está demostrada por las más respetables autoridades, exactamente como la de Dios. Es incluso un artículo de fe, y Onuphrius, para no dudar, compulsó en los registros de su vasta memoria todos los pasajes de los autores profanos o sagrados en los que se trata de esta importante materia.

El diablo merodea alrededor del hombre; el propio Jesús no pudo librarse de sus acechanzas; la tentación de San Antonio es muy popular; Martín Lutero también fue atormentado por Satanás y, para desembarazarse de él se vio obligado a tirarle su escribanía a la cabeza. Todavía puede verse la mancha de tinta en la pared de su celda.

Se acordó de todas las historias de obsesiones, desde el poseído de la Biblia hasta las religiosas de Loudun; todos los libros de brujería que había leído: Bodin, Delrio, Le Loyer, Bordelon, el Mundo invisible de Bekker, la Infernalia, los Duendes de Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, el Gran y el Pequeño Albert y todo lo que le había parecido oscuro se volvió claro como la luz del día; era el diablo quien había adelantado las agujas del reloj, quien había puesto bigotes a su retrato, cambiado los pelos de sus pinceles por alambres de latón y llenado los tubos de pólvora fulminante. El codazo se explicaba naturalmente; pero ¿qué interés podía tener Belcebú en perseguirle? ¿Era para conseguir su alma? Ésa no es forma de hacerlo; por fin recordó que había pintado, no hacía mucho tiempo, un cuadro de San Dunstan agarrando al diablo por la nariz con unas tenazas candentes; no dudó de que por haberle representado de forma tan humillante el diablo le hacía ahora aquellas travesuras a él. Caía la tarde, largas sombras extrañas se recortaban en el suelo del taller. Según crecía esta idea en su cabeza, un escalofrío empezaba a recorrerle la espalda, y el terror se hubiera apoderado de él, si uno de sus amigos, con su llegada, no hubiera ahuyentado sus visiones demoníacas. Salió con él, y como nadie en el mundo era más impresionable, y su amigo era alegre, muy pronto un enjambre de pensamientos divertidos había espantado sus lúgubres ensoñaciones. Olvidó totalmente lo que había ocurrido, o, si le volvía a la memoria, se reía para sus adentros. Al día siguiente volvió a ponerse manos a la obra. Trabajó tres o cuatro horas intensamente. Aunque Jacintha estuviera ausente, sus rasgos estaban tan profundamente grabados en su corazón que no necesitaba de ella para terminar su retrato. Estaba casi acabado, no le faltaban más que dos o tres toques que darle y poner la firma, cuando una pelusilla, que danzaba con sus hermanos los átomos en un espléndido rayo amarillo, por un capricho inexplicable, abandonó de repente su luminosa sala de baile, se dirigió contoneándose hacia el lienzo de Onuphrius, y fue a posarse en un realce que acababa de hacer.

Onuphrius dio la vuelta al pincel y, con el mango, la apartó lo más delicadamente posible. Sin embargo no pudo hacerlo tan hábilmente que no descubriese la superficie del lienzo y levantara un poco el color. Preparó una mezcla para reparar el estropicio: la mezcla era demasiado oscura, y desentonaba; sólo pudo restablecer la armonía rehaciendo toda la zona; pero, al pintarla, perdió su perfil, y la nariz, a la Roxelana, se volvió aguileña, lo que cambió totalmente el carácter de la cabeza; ya no era Jacintha, se había transformado en una de sus amigas, que Onuphrius encontraba muy bonita.

La idea del Diablo volvió a la mente de Onuphrius ante aquella extraña metamorfosis; pero, al mirar más atentamente, vio que sólo era un juego de su imaginación, y como el día avanzaba, se levantó y salió para reunirse con su amante en casa del señor de ***. El caballo corría como el viento: pronto Onuphrius vio asomar al otro lado de la colina la casa del señor de ***, blanca entre los castaños. Como la carretera general daba un rodeo, se metió por un atajo, un camino tortuoso que conocía muy bien, donde de niño iba a coger moras y a cazar abejorros.

Había llegado aproximadamente a la mitad cuando se encontró detrás de una carreta de heno que los recodos del sendero le habían impedido ver. El camino era tan estrecho y la carreta tan ancha, que era imposible adelantarla: puso su caballo al paso, esperando que la senda se ensanchara un poco más adelante y le permitiera hacerlo. Su esperanza se vio frustrada; era como una pared que retrocedía imperceptiblemente. Quiso volver sobre sus pasos, pero otra carreta de heno le seguía por detrás y le dejaba como aprisionado. Por un instante pensó escalar por los bordes del barranco, pero estaban cortados a pico y coronados por una vegetación muy espesa; había, pues, que resignarse. Pasaba el tiempo, los minutos le parecían eternidades, estaba furioso, le palpitaban las arterias y tenía la frente perlada de sudor.

Un reloj de voz cascada, el del pueblo vecino, dio las seis; cuando hubo acabado, el del castillo, en diferente tono, sonó a su vez; luego otro y otro más; todos los relojes de los alrededores, primero sucesivamente, después todos a la vez. Era un conjunto de campanas, un concierto de timbres aflautados, ruidosos, vocingleros, escandalosos, un carillón capaz de hacer estallar la cabeza de cualquiera. Las ideas de Onuphrius se confundieron, sintió vértigo. Los campanarios se inclinaban sobre el tortuoso camino para verle pasar, le señalaban con el dedo, le hacían burla y por burla le tendían sus relojes, cuyas agujas eran perpendiculares. Las campanas le sacaban la lengua y le ponían mala cara, sin dejar de tocar las seis campanadas malditas. Aquello duró mucho tiempo; ese día las seis sonaron hasta las siete.

Por fin, el carruaje desembocó en la llanura. Onuphrius hundió las espuelas en el vientre de su caballo: caía la tarde y era como si su cabalgadura comprendiera lo importante que para él era llegar. Sus patas apenas tocaban la tierra y, de no haber sido por las chispas que surgían de cuando en cuando al chocar con alguna piedra, se hubiera dicho que volaba. Pronto una blanca espuma envolvió como una gualdrapa de plata su pecho de ébano: eran más de las siete cuando Onuphrius llegó. Jacintha se había ido. El señor de *** le colmó de atenciones, se puso a charlar de literatura con él, y acabó por proponerle una partida de damas.

Onuphrius no tuvo más remedio que aceptar, aunque toda clase de juegos, y aquel especialmente, le aburría mortalmente. Trajeron el tablero. El señor de *** eligió las negras y Onuphrius las blancas: empezó la partida, los jugadores estaban muy igualados; pasó algún tiempo antes de que la balanza se inclinara a un lado o a otro.

De repente miró al anciano gentilhombre; sus fichas avanzaban con increíble rapidez, sin que Onuphrius, a pesar de los esfuerzos que hacía, pudiera oponer obstáculo alguno. Preocupado como estaba por pensamientos diabólicos, aquello no le pareció natural; así que puso más atención, y acabó por descubrir, al lado del dedo del que se servía para mover sus fichas, otro dedo delgado, nudoso, terminado en uña de animal (que al principio había tomado por la sombra del suyo), que empujaba sus damas por la línea blanca, mientras las de su adversario desfilaban en procesión por la línea negra. Palideció, los cabellos se le erizaron en la cabeza. Sin embargo volvió a poner las fichas en su sitio, y siguió jugando. Se persuadió de que no era sino una sombra y, para convencerse del todo, cambió la vela de lugar: la sombra pasó al otro lado, y se proyectó en sentido inverso; pero el dedo con la uña de animal permaneció firme en su puesto, moviendo las damas de Onuphrius, y empleando todos los medios para hacerle perder.

Además, no había lugar a dudas, el dedo llevaba un gran rubí. Onuphrius no llevaba sortija.

—¡Santo cielo! ¡Esto es demasiado! —exclamó dando un fuerte puñetazo en el tablero y levantándose bruscamente—; ¡viejo malvado! ¡viejo bribón!

El señor de que le conocía y que atribuyó aquella explosión de furia al despecho por haber perdido, se echó a reír a carcajadas y comenzó a ofrecerle un consuelo lleno de ironía. La ira y el terror se disputaban el alma de Onuphrius: cogió su sombrero y salió.

La noche era tan negra que se vio obligado a poner su caballo al paso. Apenas una estrella sacaba aquí y allá la nariz fuera de su manto de nubes; los árboles del camino parecían grandes espectros que alargaban los brazos; de vez en cuando un fuego fatuo atravesaba el sendero, y el viento silbaba entre las ramas de modo singular. La hora avanzaba, y Onuphrius no acababa de llegar; sin embargo, los cascos de su caballo, al sonar sobre el empedrado, le confirmaban que no se había extraviado.

Una ráfaga disipó la bruma y la luna apareció; pero, en lugar de ser redonda, era ovalada. Onuphrius, al mirarla más atentamente, vio que llevaba una pañoleta de tafetán negro, y que se había puesto harina en las mejillas; sus rasgos se dibujaron más claramente, y reconoció, sin que hubiera lugar a dudas, la cara pálida y alargada de su íntimo amigo Jean-Gaspard Deburau, el gran bufón de los Funámbulos, que le miraba con una indefinible expresión de malicia y bondad.

El cielo también guiñaba sus ojos azules de pestañas de oro, como gesto de complicidad; y, como a la luz de las estrellas se podían distinguir los objetos, vislumbró a cuatro personajes de mal aspecto, con trajes mitad rojos y mitad negros, que sostenían algo blancuzco por sus cuatro puntas, como si fueran personas que cambiaran una alfombra de sitio; pasaron rápidamente a su lado, y arrojaron lo que llevaban a los pies de su caballo. A Onuphrius, a pesar de su encanto, no le costó mucho ver que se trataba del camino que ya había recorrido, y que el Diablo volvía a poner ante él para dificultar su marcha. Picó espuelas; el caballo dio una coz y se negó a avanzar de otro modo que al paso; los cuatro demonios continuaron su maniobra.

Onuphrius vio que uno de ellos llevaba en el dedo un rubí semejante al del dedo que tanto le había asustado en el tablero de damas: la identidad del personaje ya no era dudosa. El terror de Onuphrius era tan grande que ya no olía, ni veía, ni oía; le castañeteaban los dientes como si tuviera fiebre, y una risa convulsa torcía su boca. Una vez, intentó rezar y hacer la señal de la cruz, pero no lo consiguió. Así transcurrió la noche.

Por fin, una raya azulada se dibujó en el horizonte: el caballo aspiró ruidosamente por los ollares el aire balsámico de la mañana, el gallo de la granja vecina dejó oír su voz aguda y cascada, los fantasmas desaparecieron, el caballo se puso él solo al galope y, al amanecer, Onuphrius se encontró ante la puerta de su estudio.

Agotado, se tumbó en un diván y no tardó en quedarse dormido: su sueño fue agitado; las pesadillas le dejaron completamente exhausto. Tuvo multitud de sueños incoherentes, monstruosos, que contribuyeron no poco a perturbar su razón ya bastante alterada. He aquí uno que le había impresionado, y que me contó muchas veces.

«Me encontraba en una habitación que no era la mía ni la de ninguno de mis amigos, una habitación en la que jamás había estado, y que sin embargo conocía perfectamente: las contraventanas estaban cerradas y las cortinas echadas; en la mesa de noche una pálida lamparilla proyectaba su luz agonizante. Todos caminaban de puntillas, con el dedo en la boca; frascos y tazas abarrotaban la chimenea. Yo me hallaba en la cama como si hubiera estado enfermo, y sin embargo nunca me había encontrado mejor. Las personas que atravesaban el apartamento tenían un gesto triste y agitado que parecía desacostumbrado.

»Jacintha estaba a la cabecera de mi cama, había puesto su manita en mi frente, y se inclinaba hacia mí para escuchar si respiraba bien. De cuando en cuando una lágrima caía de sus pestañas a mis mejillas, y la secaba ligeramente con un beso.

»Sus lágrimas me partían el corazón, y hubiera querido consolarla; pero me resultaba imposible hacer el menor movimiento, o articular una sola sílaba: tenía la lengua clavada al paladar y mi cuerpo estaba como petrificado.

»Un señor vestido de negro entró, me tomó el pulso, y dijo en voz alta: “¡Se acabó!”. Entonces Jacintha se puso a sollozar, a retorcerse las manos, y a dar grandes muestras del más violento dolor: todos los que estaban en la habitación hicieron lo mismo. Fue tal el concierto de llantos y suspiros que se hubiera ablandado hasta una roca.

»Experimenté una secreto placer al comprobar tan gran sentimiento de pesar. Me pusieron un espejo ante la boca; hice prodigiosos esfuerzos para empañarlo con mi aliento, para demostrar que no estaba muerto: no pude conseguirlo. Después de esta prueba me echaron la sábana por encima de la cabeza; estaba desesperado, veía que me creían difunto y que iban a enterrarme vivo. Todo el mundo salió: sólo quedó un sacerdote que masculló unas plegarias y que acabó por dormirse.

»El enterrador vino a tomarme medidas del ataúd y del sudario; otra vez intenté moverme y hablar, pero fue inútil, un poder invencible me paralizaba: no tuve más remedio que resignarme. Así permanecí mucho tiempo, víctima de las más dolorosas reflexiones. El enterrador volvió con mi último traje, el último de cualquier hombre, el ataúd y la mortaja: sólo tenían que vestirme con él.

»Me envolvió en la sábana, y se puso a coserme sin ningún cuidado, como quien tiene prisa por acabar: la punta de su aguja penetraba en mi piel, y me daba miles de pinchazos; mi situación era insoportable. Cuando hubo terminado, uno de sus compañeros me cogió por los pies, él por la cabeza, y me metieron en la caja; era un poco justa para mí, por lo que se vieron obligados a darme fuertes golpes en las rodillas para poder poner la tapa.

»Al final lo consiguieron, y clavaron el primer clavo. Hacía un ruido horrible. El martillo rebotaba sobre las tablas, y me repercutía en la cabeza. Mientras duró la operación, no perdí totalmente la esperanza, pero cuando clavaron el último clavo me sentí desfallecer, se me encogió el corazón porque comprendí que ya no quedaba ningún lazo de conexión entre el mundo y yo: aquel último clavo me condenaba a la nada para siempre. Solamente entonces comprendí el horror de mi situación.

»Me sacaron de allí; el sordo rodar de las ruedas me confirmó que estaba en la carroza fúnebre; porque, aunque no pudiera manifestar mi existencia en modo alguno, no estaba privado de ninguno de mis sentidos. El coche se detuvo, sacaron el féretro. Estaba en la iglesia, oía perfectamente el gangoso canto de los sacerdotes, y veía brillar a través de las rendijas del ataúd la amarilla luz de los cirios. Al acabar la misa, fuimos al cementerio; cuando me bajaron a la fosa, hice acopio de todas mis fuerzas, y creo que conseguí lanzar un grito; pero el estruendo de la tierra que caía sobre el féretro lo cubrió completamente: me encontré en una oscuridad palpable y compacta, más negra que la noche. Por lo demás, no sufría, al menos corporalmente; en cuanto a mis sufrimientos morales, haría falta un volumen para analizarlos. La idea de que iba a morir de hambre o de que me comerían los gusanos, sin poder evitarlo, acudió a mí al instante; después pensé en los acontecimientos de la víspera, en Jacintha, en mi cuadro que hubiera tenido tanto éxito en la Exposición, en mi drama, que iba a ser representado, en una excursión que había proyectado con mis amigos, en un traje que mi sastre debía llevarme ese día; ¿qué sé yo? en mil cosas de las que no debía preocuparme. Luego, volviendo a Jacintha, reflexioné sobre la forma en que se había conducido; repasé en mi memoria cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras; creí recordar que había algo de exagerado y de afectado en sus lágrimas que no debía haberme engañado: eso me hizo acordarme de varias cosas que había olvidado completamente; diversos detalles en los que no había reparado, considerados bajo una nueva luz, me parecieron de gran importancia; demostraciones que hubiera jurado sinceras se me antojaron turbias; me vino a la memoria que un joven, una especie de fatuo mitad corbata, mitad espuelas, antaño le había hecho la corte. Una noche gozábamos juntos, y Jacintha me llamó por el nombre de aquel joven en lugar de por el mío, clara señal de preocupación; por otra parte yo sabía que ella había hablado favorablemente de él en sociedad en varias ocasiones, y como de alguien que no la desagradaría.

»Aquella idea se apoderó de mí y la cabeza se me puso como un bombo; hice comparaciones, suposiciones, interpretaciones; como es fácil imaginar, no fueron favorables a Jacintha. Un sentimiento desconocido se deslizó en mi corazón, y me enseñó lo que era sufrir; me entraron unos celos horribles, y no dudé de que había sido Jacintha quien, de acuerdo con su amante, me había mandado enterrar vivo para desembarazarse de mí. Pensé que seguramente en ese mismo momento se estaba riendo a mandíbula batiente del éxito de su estratagema, y que Jacintha ofrecía a los besos del otro aquella boca que me había jurado tantas veces que no la habían tocado otros labios que los míos.

»Ante esa idea me entró tal furor que recuperé la facultad de moverme; me revolví tan violentamente que rompí de un golpe las costuras de mi sudario. Cuando tuve las piernas y los brazos libres, di fuertes codazos y rodillazos a la tapa del ataúd para hacerla saltar e ir a matar a mi amada infiel que seguramente estaba en brazos de su vil y miserable pretendiente. ¡Oh, burla sangrienta! ¡Yo, enterrado, quería dar la muerte! El enorme peso de la tierra que aplastaba las tablas hizo que mis esfuerzos fueran inútiles. Agotado, caí otra vez en mi primer letargo, mis articulaciones se osificaron: de nuevo me convertí en cadáver. Mi agitación mental se calmó y juzgué las cosas con más serenidad: los recuerdos de todo lo que la joven había hecho por mí, sus desvelos, sus cuidados, que jamás habían cesado, hicieron que en seguida se desvanecieran mis ridículas sospechas.

»Como había agotado todos los asuntos que merecían ser meditados, y no sabiendo cómo matar el tiempo, me puse a hacer versos. En mi triste situación no podían ser muy alegres: los del nocturno Young y el sepulcral Harvey no son sino bufonadas comparados con aquéllos. En ellos describí las sensaciones de un hombre que conserva bajo tierra todas las pasiones que ha tenido en la superficie, y a aquel ensueño cadavérico lo titulé: La vida en la muerte. ¡Un bello título, a fe mía! y lo que me desesperaba era no poder recitárselos a nadie.

»Apenas había terminado la última estrofa, cuando oí que cavaban por encima de mi cabeza. Un rayo de esperanza iluminó mi noche. Los golpes de pico se acercaban rápidamente. La dicha que sentí no duró mucho; los golpes de pico cesaron. No, no se puede expresar con palabras humanas la espantosa angustia que sentí en ese momento; en comparación con ella la muerte real no es nada. Por fin volví a oír ruido: los enterradores, después de haber descansado, volvían a su tarea. Estaba en el cielo; sentía que mi liberación estaba próxima. La parte superior del ataúd saltó. Noté el aire frío de la noche. Me hizo mucho bien, porque empezaba a ahogarme. Sin embargo mi inmovilidad continuaba; aunque vivo, tenía toda la apariencia de un muerto. Dos hombres me cogieron: al ver rotas las costuras de la mortaja, intercambiaron riéndose bromas groseras, me cargaron a su espalda y me llevaron. Mientras caminaban canturreaban a media voz coplillas obscenas. Entonces recordé la escena de los enterradores, en Hamlet, y me dije a mí mismo que Shakespeare era realmente un gran hombre.

»Después de haberme hecho pasar por callejuelas desiertas, entraron en una casa que reconocí porque era la de mi médico; era él quien había mandado que me desenterraran para saber de qué había muerto. Me pusieron sobre una mesa de mármol. El doctor entró con un maletín de instrumentos; los desplegó con complacencia sobre una cómoda. A la vista de los escalpelos, los bisturís, las lancetas, las sierras de acero relucientes y pulidas, experimenté un horrible terror, porque comprendí que me iban a diseccionar; mi alma, que hasta entonces no había abandonado mi cuerpo, ya no dudó en dejarme: al primer contacto con el escalpelo se liberó totalmente de los obstáculos que se le oponían. Prefería sufrir los sinsabores de una inteligencia desposeída de sus formas de manifestación física, a compartir con mi cuerpo tan espantosas torturas. Además, ya no había esperanza de conservarlo, iba a ser despedazado, y no hubiera podido servir de gran cosa aunque el descuartizamiento no lo hubiera matado de verdad. Como no quería asistir a la destrucción de su querida envoltura, mi alma se apresuró a escapar.

»Rápidamente atravesó una hilera de habitaciones, y se encontró en la escalera. Como de costumbre, bajé los peldaños uno por uno; pero necesitaba contenerme, porque sentía una maravillosa ligereza. Por mucho que me aferraba al suelo, una fuerza invencible me atraía hacia arriba; era como si estuviera atado a un globo hinchado con gas: la tierra huía de mí, sólo la tocaba con la punta de los dedos de los pies; digo los dedos de los pies porque, aunque no fuera sino un puro espíritu, conservaba el sentimiento de los miembros que ya no tenía, algo parecido a quien le han amputado un miembro y siente el brazo o la pierna que le falta. Cansado de esforzarme por permanecer en una actitud normal y, por lo demás, pensando que mi alma inmaterial no debía trasladarse de un lugar a otro por los mismos procedimientos que mi andrajoso y miserable cuerpo, me dejé llevar por mi propio movimiento, y empecé a separarme del suelo aunque no me elevaba demasiado, y me mantuve en una zona intermedia. Pronto perdí el miedo, y volé unas veces alto y otras bajo, como si no hubiera hecho otra cosa en mi vida. Comenzaba a amanecer: subí y subí, contemplando por las ventanas de las buhardillas cómo las modistillas se levantaban y se vestían, valiéndome de las chimeneas como tubos acústicos para oír lo que se decía en las casas. Debo decir que no vi nada que me pareciera bello y no escuché nada interesante. Ya acostumbrado a aquella forma de desplazarme, volé sin temor por el aire libre, sobre la bruma, y contemplé desde arriba aquella inmensa extensión de tejados que parecía un mar petrificado en el momento de una tempestad, aquel caos erizado de tubos, flechas, cúpulas, frontispicios, bañado de niebla y de humo, tan hermoso, tan pintoresco, que no lamenté haber perdido mi cuerpo. El Louvre se me apareció blanco y negro, con el río a sus pies y sus verdes jardines en el otro extremo. La multitud se dirigía allí; había exposición: entré. Las paredes resplandecían cubiertas de nuevas pinturas, engalanadas de marcos de oro ricamente esculpidos. Los burgueses iban, venían, se empujaban, se pisaban, abrían los ojos como alelados, se consultaban unos a otros como personas que todavía no han formado una opinión, y que no saben lo que deben pensar y decir. En la gran sala, en medio de los cuadros de nuestros jóvenes grandes maestros, Delacroix, Ingres, Decamps, vi mi cuadro: la muchedumbre se apretaba alrededor y lanzaba un bramido de admiración; los que estaban detrás y no veían nada gritaban dos veces más fuerte: ¡Prodigioso! ¡Prodigioso! Mi cuadro me pareció a mí mismo mucho mejor que antes, y me invadió un profundo respeto por mi propia persona. Sin embargo, en todas aquellas fórmulas admirativas se mezclaba un nombre que no era el mío; vi que en todo aquello había alguna superchería. Examiné el lienzo con atención: en una de sus esquinas había un nombre escrito en pequeños caracteres rojos. Era el de uno de mis amigos que, al verme muerto, no había tenido escrúpulos en apropiarse de mi obra. ¡Oh! ¡Cómo añoré entonces mi pobre cuerpo! No podía ni hablar, ni escribir, no tenía ningún medio de reclamar mi gloria y desenmascarar al infame plagiario. Con el corazón afligido, me retiré tristemente para no asistir a un triunfo que me correspondía a mí. Quise ver a Jacintha. Fui a su casa y no la encontré; en vano la busqué en varias casas donde pensaba que podía estar. Aburrido de estar solo, aunque ya fuera tarde, me apeteció ir a un espectáculo. Entré en la Porte-Saint-Martin y pensé que en mi nuevo estado era muy agradable pasar por todas partes sin pagar. La obra estaba terminando, era el momento apoteósico. Dorval, con los ojos enrojecidos, hecha un mar de lágrimas, los labios azules, las sienes lívidas, desmelenada, medio desnuda, se retorcía en el proscenio a dos pasos de las candilejas. Bocage, funesto y silencioso, estaba de pie al fondo: todos los pañuelos habían hecho su aparición; los sollozos rompían los corsés; un torrente de aplausos entrecortaba cada estertor de la actriz. El patio de butacas, como un manto negro, se agitaba como un mar; los palcos se vencían sobre el anfiteatro, el anfiteatro sobre el entresuelo. Cayó el telón: creí que la sala se venía abajo: hubo aplausos, pataleos, aullidos; ahora bien, aquella obra teatral era mi obra: ¡imaginad! Mi éxito me convertía en un ser superior. El telón se levantó y dijeron a la multitud el nombre del autor.

»No era el mío sino el nombre del amigo que ya me había robado mi cuadro. Los aplausos aumentaron. Querían que el autor apareciera en el escenario: el monstruo estaba en un palco oscuro con Jacintha. Cuando proclamaron su nombre, ella se le echó al cuello, y le dio en la boca el beso más apasionado que jamás una mujer haya dado a un hombre. Muchas personas la vieron; ella ni siquiera se ruborizó: estaba tan embriagada, tan dichosa y tan orgullosa de su éxito que yo creo que se hubiera prostituido a él en ese palco y delante de todo el mundo. Varias voces gritaron: “¡Allí está! ¡allí está!”. El malvado hizo un gesto de modestia y saludó profundamente. La araña del techo se apagó y puso fin a la escena. No intentaré describir lo que pasaba dentro de mí; los celos, el desprecio, la indignación se mezclaban en mi alma; era una tempestad tan furiosa que no tenía medios para echarla fuera: la muchedumbre se retiró y yo salí del teatro; vagué un rato por la calle, sin saber adónde ir. El paseo no me reconfortó nada. Soplaba un viento punzante: mi pobre alma, friolera como lo era mi cuerpo, tiritaba y moría de frío. Encontré una ventana abierta, entré, decidido a alojarme en aquella habitación hasta el día siguiente. La ventana se cerró detrás de mí: descubrí, sentado en un gran butacón tapizado de flores, a un personaje de lo más singular. Era un hombre alto, delgado, enjuto, con una ligera capa de polvo blanco en la cabeza, la cara arrugada como una vieja manzana, un enorme par de anteojos a caballo sobre una nariz prominente, que casi rozaba la barbilla. Una rayita transversal, semejante a la abertura de una hucha, hundida bajo una infinidad de pliegues y de pelos tiesos como las cerdas de un jabalí, simulaba más o menos lo que llamaremos una boca, a falta de otro término. Un antiguo traje negro, completamente raído, blanco en todas sus costuras, una chaqueta de tejido ligero, calzón corto, medias de mezclilla y zapatos con hebillas: tal era su atuendo. A mi llegada, el digno personaje se levantó y fue a coger de un armario dos cepillos hechos de un modo especial: al principio no pude adivinar su utilidad; tomó uno en cada mano, y se puso a recorrer la habitación con sorprendente agilidad como si persiguiera a alguien, haciendo chocar los cepillos uno contra otro por el lado de los pelos; entonces comprendí que era el famoso Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, que cazaba duendes; yo estaba muy preocupado por lo que iba a ocurrir: parecía que aquel heteróclito individuo tuviera la facultad de ver lo invisible, me pisaba los talones, y yo tenía que hacer todo el esfuerzo del mundo para escapar de él. Por fin, me acorraló en un rincón, blandió los dos fatídicos cepillos, millones de dardos me acribillaron el alma, cada cerda me hacía una agujero, el dolor era insoportable: olvidando que no tenía lengua, ni pecho, hice increíbles esfuerzos por gritar, y…»

Onuphrius estaba en ese punto de su sueño cuando entré en el estudio: efectivamente gritaba a voz en cuello; le sacudí, se frotó los ojos y me miró con gesto alelado; por fin me reconoció, y me contó, sin saber muy bien si había estado dormido o despierto, la serie de tribulaciones que acabamos de leer. No eran, ¡ay! las últimas que debía pasar, reales o fantásticas. Desde aquella noche fatídica, permaneció en un estado de alucinación casi perpetuo que no le permitía distinguir los sueños de la realidad. Mientras dormía, Jacintha había mandado a buscar el retrato; hubiera querido ir ella misma, pero su vestido manchado la había traicionado ante su tía, de cuya vigilancia no había podido escapar.

Onuphrius, absolutamente decepcionado por aquel contratiempo, se desplomó en una butaca y, con los codos en la mesa, se puso tristemente a reflexionar; su mirada flotaba ante él sin fijarse especialmente en nada: el azar hizo que cayera sobre un gran espejo de Venecia con marco de cristal, colocado al fondo del estudio; ningún rayo de luz iba a estrellarse contra él, ningún objeto se reflejaba lo bastante exactamente como para que se pudieran distinguir sus contornos: formaba un espacio vacío en la pared, una ventana abierta a la nada, donde el espíritu podía sumergirse en mundos imaginarios. Las pupilas de Onuphrius buscaron en aquel prisma profundo y sombrío, como para hacer que surgiera alguna aparición. Se inclinó, vio su imagen doble y pensó que era una ilusión óptica; pero al examinarlo más atentamente, descubrió que la segunda imagen no se le parecía en nada; creyó que alguien había entrado en el estudio sin que le hubiera oído: se volvió. Nadie. Sin embargo la sombra seguía proyectándose en el espejo; era un hombre pálido, que llevaba un enorme rubí en el dedo parecido al misterioso rubí que había jugado un papel tan importante en las fantasmagorías de la noche anterior. Onuphrius empezó a sentirse mal. De repente la imagen salió del espejo, saltó a la habitación, fue derecha hacia él, le obligó a sentarse y, a pesar de su resistencia, le levantó la parte superior de la cabeza como si de la capa más alta de un pastel se tratara. Cuando hubo terminado la operación, metió el pedazo en el bolsillo, y se fue por donde había venido. Onuphrius, antes de perderle completamente de vista en las profundidades del espejo, seguía viendo a inconmensurable distancia su rubí que brillaba como un cometa. Por otra parte, aquella especie de trepanación no le había hecho ningún daño. Solamente, al cabo de unos minutos, oyó un extraño zumbido sobre su cabeza; levantó los ojos y vio que eran sus ideas que, como ya no las retenía la bóveda del cráneo, escapaban en desorden como los pájaros cuando se les abre la jaula. Cada ideal de mujer que había soñado salió con su atuendo, su forma de hablar, su actitud (debemos decir como homenaje a Onuphrius que parecían hermanas gemelas de Jacintha): las heroínas de las novelas que había proyectado; cada una de las damas tenía su cortejo de amantes, unas con saya blasonada de la Edad Media, otras con sombrero y vestido de mil ochocientos treinta y dos. Los tipos que había creado grandiosos, grotescos o monstruosos, los bocetos de los cuadros que iba a hacer, de cualquier nación y de cualquier época, sus ideas metafísicas en forma de pompas de jabón, las reminiscencias de sus lecturas, todo salió durante una hora por lo menos: el estudio estaba lleno. Las damas y los caballeros paseaban a lo largo y a lo ancho sin tropezarse en absoluto, charlando, riendo, discutiendo, como si estuvieran en su propia casa.

Onuphrius, estupefacto, como no sabía dónde meterse, no encontró nada mejor que hacer que marcharse; cuando pasó por el portal, el portero le entregó dos cartas; dos cartas de mujer, azules, perfumadas, la letra pequeña, el sobre alargado, el sello rosa.

La primera era de Jacintha y estaba concebida en estos términos:

«Señor, puede usted tener a la señorita de *** como amante si lo desea. En cuanto a mí, ya no quiero serlo y lo único que lamento es haberlo sido. Me hará usted un gran favor si no intenta volver a verme.»

Onuphrius se quedó anonadado; comprendió que era el maldito parecido del retrato la causa de todo; como no se sentía culpable, esperó que con el tiempo todo se aclararía a su favor. La segunda carta era la invitación a una fiesta.

«¡Bueno!», dijo, «iré, eso me distraerá un poco y disipará todos estos negros nubarrones».

Llegó la hora; se vistió, dedicó mucho rato a su acicalamiento. Como todos los artistas (cuando no son desagradablemente desaliñados), Onuphrius era rebuscado en su atuendo, no precisamente porque fuese un dandy, sino porque intentaba dar a nuestra lamentable vestimenta un perfil pintoresco, un carácter menos prosaico. Tomó como modelo un apuesto Van Dick que tenía en su estudio, y realmente se parecía a él como dos gotas de agua. Era como si el retrato hubiera descendido del marco o como el reflejo de la pintura en un espejo.

Había mucha gente; para llegar hasta la dueña de la casa tuvo que pasar a través de una oleada de mujeres, y no lo pudo conseguir sin arrugar más de un encaje, aplastar más de una manga y ensuciar más de un zapato. Después de haber intercambiado las dos o tres banalidades de costumbre, dio media vuelta y se puso a buscar alguna cara amiga en aquel jaleo. Como no encontró a nadie conocido, se instaló en una butaquita en el vano de una ventana, desde donde, medio escondido por las cortinas, podía ver sin ser visto, porque desde la fantástica evaporación de sus ideas, no tenía muchas ganas de entablar ninguna clase de conversación. Se consideraba estúpido aunque no lo fuera y el contacto con el mundo le había devuelto a la realidad.

La fiesta era de lo más brillante. ¡Una vista magnífica! Todo resplandecía, brillaba, relucía; todo zumbaba, giraba, se arremolinaba. Gasas como alas de abejas, tules, crespones, blondas, de lamé, de pana, con visos, bien cortados, calados; telas de araña, aire hilado, niebla tejida; oro y plata, seda y terciopelo, lentejuelas, flores, plumas, diamantes y perlas; todos los joyeros vacíos, el lujo de los mundos al alcance de la mano. ¡Un bello cuadro, sin lugar a dudas! Los candelabros de cristal brillaban como estrellas; haces de luz, iris prismáticos se escapaban de las piedras preciosas; los hombros de las mujeres, lustrosos, satinados, humedecidos de un difuso sudor, parecían ágatas u ónices en el agua; los ojos pestañeaban, las gargantas desvariaban, las manos se estrechaban, las cabezas se inclinaban, los chales flotaban al viento. Era el momento culminante; la música ahogada por las voces, las voces por el roce de los pies sobre el entarimado y el frufrú de los vestidos. Todo aquello poseía una armonía festiva, un murmullo de gozo para embriagar al más melancólico, para volver loco a quien no estuviera loco.

Pero Onuphrius no prestaba atención; pensaba en Jacintha.

De repente su mirada se iluminó, había visto algo extraordinario: un joven que acababa de entrar; podía tener veinticinco años, frac negro, los pantalones del mismo color, un chaleco de terciopelo rojo de corte ajustado, guantes blancos, anteojos de oro, cabellos al cepillo, barba pelirroja a lo Saint-Mégrin. No había en ello nada extraño, muchos excéntricos llevaban el mismo traje; los rasgos eran perfectamente regulares, su perfil delicado y perfecto hubiera dado envidia a más de una damisela, pero había tanta ironía en su boca pálida y fina, cuyas comisuras huían perpetuamente bajo la sombra de sus rojizos bigotes, tanta perversidad en sus pupilas, que brillaban a través del cristal de los lentes como los ojos de un vampiro, que era imposible no distinguirle entre mil.

Se quitó los guantes. Lord Byron o Bonaparte se hubieran sentido honrados de tener aquellas manos de dedos redondos y afilados, tan frágiles, tan blancas, tan transparentes, que parecían poder romperse al estrecharlas; llevaba una gruesa sortija en el índice, cuyo engaste era el fatídico rubí; brillaba con un resplandor tan vivo que obligaba a bajar los ojos.

Un escalofrío puso a Onuphrius los pelos de punta.

La luz de los candelabros se volvió macilenta y verdosa; los ojos de las mujeres y los diamantes se apagaron; el radiante rubí resplandecía solo en medio del sombrío salón como un sol en la bruma.

La embriaguez de la fiesta, la locura del baile estaban en su apogeo; nadie, excepto Onuphrius, prestó atención a aquella circunstancia; el singular personaje se deslizaba como una sombra entre los grupos, diciendo una palabra a éste, dando un apretón de manos a aquél, saludando a las mujeres con un gesto de irrisorio respeto y exagerada galantería que hacía que unas se ruborizaran y otras se mordieran los labios; era como si su mirada de lince penetrara en lo más profundo de su corazón; un satánico desdén se manifestaba en sus menores movimientos, un guiño imperceptible, una arruga en la frente, la ondulación de las cejas, la prominencia que conservaba siempre su labio inferior, incluso en su detestable media sonrisa, todo traicionaba en él, a pesar de la delicadeza de sus ademanes y de la humildad de sus palabras, orgullosos pensamientos que hubiera querido reprimir.

Onuphrius, que no le quitaba ojo, no sabía qué pensar; si no hubiera estado en tan numerosa compañía, habría tenido mucho miedo.

Incluso por un instante creyó reconocer al personaje que le había quitado la parte superior de la cabeza; pero pronto se convenció de que estaba en un error. Varias personas se acercaron y se entabló una conversación; su convicción de que ya no tenía ideas hizo que desaparecieran completamente; aunque se consideraba inferior a sí mismo, estaba al nivel de los demás; le encontraron encantador y mucho más ingenioso que de costumbre. El torbellino se llevó a sus interlocutores y se quedó solo; sus ideas tomaron otro curso; olvidó el baile, el ruido y todo; estaba a cien leguas.

Un dedo se posó en su hombro y se estremeció como si se hubiera despertado sobresaltado. Vio ante él a la señora de ***, que desde hacía un cuarto de hora estaba de pie a su lado sin poder atraer su atención.

—¡Y bien, señor!, ¿en qué piensa? ¿En mí, quizá?

—En nada, se lo juro.

Se levantó; la señora de *** le cogió del brazo; dieron unos pasos. Después de un intercambio de palabras:

—Quiero pedirle un favor.

—Hable, ya sabe que no soy cruel, sobre todo con usted.

—Recite a estas damas la obra en verso que leyó el otro día; les he hablado de ella y se mueren de ganas de oírla.

Ante aquella propuesta, la frente de Onuphrius se ensombreció, y respondió con un no rotundo; la señora de *** insistió como las mujeres saben insistir. Onuphrius se resistió todo lo que pudo para justificar a sus propios ojos lo que consideraba una debilidad, y acabó por ceder, aunque de bastante mala gana.

La señora de ***, triunfante, sujetándole por un dedo para que no pudiera zafarse, le llevó al centro del círculo, y le soltó la mano; la mano cayó como si estuviera muerta. Onuphrius, desconcertado, paseó a su alrededor una mirada sombría y estupefacta como un toro salvaje que el picador acaba de alcanzar en el ruedo. El dandy de barba roja estaba allí, retorciéndose los bigotes y contemplando a Onuphrius con gesto de satisfecha maldad. Para poner fin a aquella penosa situación, la señora de *** le hizo una seña para que empezara. Expuso el argumento de su obra, y dijo el título con una voz muy poco firme. El ruido cesó, los murmullos callaron, todos se dispusieron a escuchar, se hizo un gran silencio.

Onuphrius estaba de pie, con la mano en el respaldo de una butaca que le servía de tribuna. El dandy fue a situarse a su lado, tan cerca que le tocaba; cuando vio que Onuphrius iba a abrir la boca, sacó del bolsillo una espátula de plata y una red de gasa, cerrada en uno de sus extremos por una varilla de ébano; la espátula estaba cargada de una sustancia espumosa y rosácea, bastante semejante a la crema con que se rellenan los merengues, que Onuphrius reconoció inmediatamente como versos de Dorat, de Boufflers, de Bemis y del caballero de Pezay, reducidos al estado de papilla o de gelatina. La red estaba vacía.

Onuphrius, temiendo que el dandy le jugara alguna mala pasada, cambió la butaca de sitio, y se sentó en ella; el hombre de los ojos verdes fue a colocarse justo detrás de él; como no podía retroceder más, Onuphrius empezó. Apenas la última sílaba del primer verso salió de sus labios, el dandy, extendiendo su red con maravillosa destreza, la cogió al vuelo, y la interceptó antes de que el sonido tuviera tiempo de llegar a los oídos de la asamblea; y luego, enarbolando la espátula, le metió en la boca una cucharada de su insípida mezcla. Onuphrius hubiera querido detenerse o huir; pero una cadena mágica le clavaba a la butaca. Tuvo que continuar y escupir aquella odiosa mezcolanza de leyendas mitológicas y madrigales quintaesenciados. La maniobra se renovaba a cada verso; nadie, sin embargo, parecía advertir lo que ocurría.

Los nuevos pensamientos, las bellas rimas de Onuphrius, matizadas de mil colores románticos, se debatían y agitaban en la redecilla como peces en una red o mariposas bajo un pañuelo.

El pobre poeta estaba atormentado; gotas de sudor le empapaban las sienes. Cuando todo hubo acabado, el dandy cogió delicadamente las rimas y los pensamientos de Onuphrius por las alas y los encerró en su cartera.

—Bien, muy bien —dijeron algunos poetas y artistas acercándose a Onuphrius—, un delicioso pastiche, un admirable pastel, del más puro Watteau, pura regencia, lunares postizos, polvos y afeites, ¿qué diablos has hecho para maquillar así tu poesía? Es de un admirable rococó; ¡bravo, bravo! ¡excelente! ¡una broma muy ingeniosa! Algunas damas le rodearon y añadieron: «¡Delicioso!», riendo burlonamente para demostrar que estaban por encima de semejantes bagatelas, aunque en el fondo de su corazón lo encontrasen encantador y hubieran adoptado perfectamente esa poesía para su consumo particular.

—¡Todos ustedes son unos tunantes! —exclamó Onuphrius con voz de trueno, volcando en la bandeja el vaso de agua azucarada que le ofrecían—. Es una artimaña, una completa mistificación; me han hecho venir aquí para ser el juguete del diablo, sí, de Satanás en persona —añadió, señalando con el dedo al dandy del chaleco escarlata.

Después de aquella explosión, se hundió el sombrero hasta los ojos y salió sin saludar.

—Realmente —dijo el joven ocultando bajo los faldones de su frac media vara de rabo velludo que se le acababa de escapar y que empezaba a estirársele coleando—, ¡tomarme por el diablo, qué invención tan graciosa! Decididamente, ese pobre Onuphrius está loco. ¿Me concederá el honor de bailar esta contradanza conmigo, señorita? —repuso un instante después, besando la mano de una angelical criatura de quince años, rubia y nacarada, mujer ideal de Lawrence.

—¡Oh, Dios mío, sí! —dijo la muchacha con su ingenua sonrisa, alzando sus grandes y sedosos párpados, que dejaban nadar hacia él sus bellos ojos color de cielo.

Ante la palabra de Dios, un gran chorro sulfuroso se escapó del rubí, la palidez del réprobo aumentó; la muchacha no vio nada; ¿y qué si lo hubiera visto? ¡le amaba!

Cuando Onuphrius llegó a la calle, echó a correr a toda velocidad; tenía fiebre, deliraba, recorrió al azar infinidad de callejuelas y de pasadizos. El cielo estaba tormentoso, las veletas rechinaban, los postigos golpeaban las paredes, las aldabas de las puertas retumbaban, las ventanas se apagaban sucesivamente; la circulación de los carruajes se perdía en la lejanía, algunos peatones retrasados caminaban pegados a las casas, las prostitutas arrastraban sus vestidos de gasa por el barro; los faroles, mecidos por el viento, proyectaban reflejos rojizos y macilentos sobre los charcos llenos de lluvia; a Onuphrius le zumbaban los oídos; los rumores ahogados de la noche, el ronquido de una ciudad que duerme, el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el sonido de la gota de agua al caer del tejado, el toque de los cuartos en el reloj gótico, el lamento del cierzo, todos los ruidos del silencio agitaban convulsivamente sus fibras, tan tensas que parecían a punto de romperse a causa de los acontecimientos de la velada. Cada farola era un ojo ensangrentado que le espiaba; creía ver cómo se movían en la sombra formas sin nombre, cómo pululaban bajo sus pies reptiles inmundos; oía carcajadas diabólicas, misteriosos susurros. Las casas danzaban a su alrededor; el pavimento se ondulaba, el cielo descendía como una cúpula cuyas columnas se hubieran roto; las nubes corrían, corrían, corrían, como si las llevara el diablo; una gran escarapela tricolor había reemplazado a la luna. Las calles y las callejuelas iban del brazo, chismorreando como viejas porteras; pasó por muchas así. Llegó a la casa de la señora de ***. Salían del baile, había una gran aglomeración en la puerta; la gente gritaba, llamaba a los carruajes. El joven de la red descendió; daba el brazo a una dama; la dama no era otra que Jacintha; el estribo del coche bajó y el dandy le ofreció la mano. Subieron; la furia de Onuphrius llegó al colmo. Decidido a aclarar el asunto, se cruzó de brazos y se plantó en medio de la calle. El cochero restalló el látigo, una miríada de chispas saltó de las patas de los caballos. Partieron al galope; el cochero gritó: «¡Cuidado!», pero él no se inmutó: los caballos se habían lanzado con demasiada fuerza como para poder contenerlos. Jacintha lanzó un grito; Onuphrius creyó que estaba perdido; pero caballos, cochero, carruaje, no eran sino un vapor que su cuerpo dividió como el arco de un puente hecho de una masa de agua que se une después. Los pedazos del fantástico carruaje se reunieron a pocos pasos tras él, y el coche siguió avanzado como si nada hubiera ocurrido. Onuphrius, aterrado, lo siguió con los ojos: vio a Jacintha que, habiendo descorrido la cortinilla, le miraba con expresión triste y dulce, y el dandy de barba roja que reía como una hiena; una esquina de la calle le impidió ver más; inundado de sudor, jadeante, perdido de barro, pálido, agotado y con la impresión de haber envejecido diez años, Onuphrius consiguió llegar penosamente a su casa. Ya era de día como la víspera; al poner el pie en el umbral cayó desvanecido. No salió del desmayo hasta una hora después; siguió una fiebre terrible. Al saber a Onuphrius en peligro, Jacintha olvidó inmediatamente sus celos y su promesa de no volver a verle. Se instaló a la cabecera de su cama, y le prodigó los cuidados y las caricias más tiernos. Él no la reconocía. Así pasaron ocho días. La fiebre disminuyó, su cuerpo se restableció, pero no su razón. Pensaba que el diablo le había robado el cuerpo, basándose en que no había sentido nada cuando el carruaje le había pasado por encima.

La historia de Peter Schlemihl, a quien el diablo había arrebatado la sombra; la de la noche de San Silvestre, en que un hombre pierde su reflejo, le vinieron a la memoria; se empeñaba en no ver su reflejo en los espejos ni su sombra en el suelo, cosa muy natural, ya que no era sino una sustancia impalpable por mucho que le golpearan y le pincharan para demostrarle lo contrario, estaba en tal estado de sonambulismo y catalepsia que ni siquiera sentía los besos de Jacintha.

La luz se había apagado en la lámpara; su desbordante imaginación, sobreexcitada por medios artificiales, se había derrochado inútilmente; a fuerza de ser espectador de su existencia, Onuphrius había olvidado la de los demás, y los lazos que le unían al mundo se habían ido rompiendo uno a uno.

Al salir del ámbito de lo real, se había lanzado a las profundidades nebulosas de la fantasía y de la metafísica; pero no había podido volver con la rama de olivo; no había encontrado la tierra adecuada donde establecerse y tampoco había sabido encontrar el camino de vuelta. No pudo, cuando le dio vértigo estar tan arriba y tan lejos, volver a bajar como hubiera deseado, y reconciliarse con el mundo real. Hubiera sido capaz, sin esa tendencia funesta, de ser el poeta más grandioso; pero no fue sino el más singular de los locos. Por haber observado demasiado su vida, como con lupa, porque su fantasía casi siempre le atenazaba en los acontecimientos ordinarios, le ocurrió lo que les ocurre a las personas que ven, con la ayuda del microscopio, gusanos en los alimentos más sanos y serpientes en los licores más límpidos. Ya no se atreven a comer; la cosa más natural, exagerada por su imaginación, le parecía monstruosa.

El doctor Esquirol hizo, el año pasado, un cuadro estadístico de la locura.

Hombres Mujeres
Locos por amor 2 60
Locos por fervor religioso 6 20
Locos por política 48 3
Locos por pérdida de fortuna 27 24
Por causa desconocida 1

Este último es nuestro pobre amigo.

¿Y Jacintha? Realmente, lloró quince días, estuvo triste otros quince y, al cabo de un mes, tuvo varios amantes, cinco o seis, creo, para sustituir a Onuphrius. Un año después, le había olvidado totalmente, y ni siquiera se acordaba de su nombre. ¿No es cierto, lector, que este es un fin muy vulgar para una historia tan extraordinaria? Tómala o déjala; me cortaría el cuello antes que mentir en una sola sílaba.