Elogio del blobero
Miguel Sánchez-Ostiz
Para la familia Garmendia Galarregui
Veo una bicicleta, pero no es una bici de carreras, es una burra, una burra Orbea, pesada, sólida, algo descangallada, hecha para recorrer grandes distancias, para ir de aquí para allá, de pueblo en pueblo quiero decir, llevando en la parrilla un maletín de muestras sin valor comercial alguno, pacotilla pura, como en las películas, igual, y como mucho para hacer equilibrismo en la plaza de algún pueblo, por fiestas, cuando el párroco, o mejor el coadjutor, que era el de las ideas, organizaba carreras que discurrían por unas carreterillas improbables, totalmente improbables, de tierra y piedras, y los paisanos, tus paisanos, mal que os pese a ambos, te podían descerrajar la cabeza de una pedrada para apearte de la burra en alguna curva y para que, en consecuencia, no ganaras nada en la meta aquella de polvo, gritos y algún que otro trago de zurracapote. No se ganaba gran cosa con aquellas carreras, no había viseras, tal vez un balón cochambroso, algo de pasta, no sé, no recuerdo bien, no gané ninguna, eran cucaña pura, juegos de envite, suerte o azar más que deporte, el remedo torpón de las que vimos pasar algunas veces por la carretera general que estaba algo más asfaltada que las de nuestras carreras, no mucho.
Con una de aquellas burras fue con la que intenté enrolarme en el Circo Americano, de equilibrista, hace mucho, tal vez demasiado, y salí escaldado, expulsado del paraíso para siempre, cuando también quise ser blobero, o, lo que es lo mismo, proscrito de la bicicleta. Vocación, vocación, lo que se dice vocación para ser ciclista de carreras, no sé si tuve alguna vez, me parece que no, a verdadera vocación me refiero, lo veía muy cansado, no tenía ni tendría fuelle para eso, y, además, te salían, decían, furúnculos, mal asunto este, malo. Eso sí, la bicicleta me gustaba a rabiar. Habría sido cualquier otra cosa, pero de los arrabales del negocio, de los aledaños, de donde la jarana. Yo no puedo contar que mi padre era un aficionado furibundo a Loroño, el de Larrabezúa, ni de aquel que subía el Tourmalet rezando el rosario, ay que joderse la afición, el milagro, el milagro, ni mucho menos que cuando la carrera pasaba por nuestro pueblo lo llevábamos a dormir a nuestra casa, con bicicleta y todo, y que el ciclista dormía con su bici en la cama de al lado, qué cosas, qué mundo. Casi no puedo contar nada, puedo escuchar lo que otros cuentan, y no siempre, solo a veces, no es lo mío, echa otra de Karpi, mozo, antes de irme carretera adelante a ver si llegan, a ver si esta vez de una vez llegan los ciclistas, mis ciclistas. Tener o no tener «una bici de carreras». Solo los más afortunados la tenían. Una vez me prestaron una para que me diera vueltas, las que quieras, por ahí, tú tranquilo, el tiempo que quieras, ya me la devolverás mañana, me dijeron, sí… Genial… Sillín rompeculos, cambios, piñones, ruidico silabeante… Era la época de las carreras, de los circuitos, el de Pascua, cuando los ciclistas se la pegaban en la curva de La Perla, iban gritando entre ellos, de mala hostia, se estorbaban, derrapaban y zaborrazo que te crió, un jolgorio, así que me dije: «De esta me enrolo en las carreras», como si estas tuviesen un banderín de enganche, como aquel que había al cabo de la calle y del que salía gente arremangada y despechugada jurando en arameo con voz ronca. La bici, de carreras, legítima, la estoy viendo, y no debiera, me la dejó uno que era mangui, manguta, descuidero antes de dar en espadista. Uno que más tarde, ese sí, se apuntó al banderín de enganche de las voces aguardentosas y no regresó nunca más. No reparé en el detallico, mira. Pero el detalle, el dichoso detalle, reparó en mí, porque cuando más tranquilo estaba pedaleando por una calle desierta e imaginando que doblaba y doblaba y me escapaba en solitario hasta un lugar tan lejano que no había ni carrera siquiera y llegaba a mi ciudad anunciado por los bloberos, noté una garra en el lomo, me vi en globo, en un remolino de rabia y muy rudos juramentos, el detallico me tenía cogido con una mano y a la bici, de carreras, con la otra, dudó entre uno y otra, pero pudo más la codicia, la precaución tal vez, yo qué sé. Vi en su cara que temía soltar sus presas, entre la bici que podía rayarse, decía: «Ya me la habrás rayao, seguro!», y la captura del delincuente, del creminal, que no era tal, sino poseedor de buena fe, fiduchia de esa, le habría dicho yo más tarde, me soltó a mí, momento que aproveché para echar a correr y dejarle con su bici de carreras en la mano, y aún le daba el otro a la matraca: «¡Espera, cabrón, manguta!». Sí, ya, para eso estaba. No volví la vista atrás y me metí en una iglesia providencial que había por allí, la de los guardias, mira tú que es casualidad, me acogí a sagrado como quien dice, y el tío detrás, sin soltar la bici, para por si acaso, se le echó el sacristán encima, que a ver qué hacía con la bici en la iglesia, «que es de carreras», argüía el otro, «ya, pero da igual», «que me l’an robao», «venga p’a fuera», allí entablaron un diálogo que nadie en su sano juicio mantendría, así que yo me largué por otra puerta como quien no hace nada, como quien viene de celebrar y salí a la primavera, a las bicis, al mundo… Las bicis de carreras… joooder… Alergia debería tenerlas, pero no, qué va, de qué, son un veneno, si lo pruebas te envenena para siempre, como el Karpi foral, igual.
Las bicis hacían su aparición con la primavera, y dejaban un rastro de leyendas, de nombres que luego hemos olvidado y alguno recuerda, tarde en la noche, y recita como quien recita un mantra, y nos lleva de la mano, por la sugestión de los nombres y los hitos de las carreras, a otro tiempo, y aún creemos que podemos volver allí, a las carreras, al asfalto ardiente de junio, a los proyectos de futuro, a la nada, a la blobería del alma: Eddy Merckx va y grita «¡Gora Euskadi!», rampas y curvas del Galibier y el Aubisque, en las que merendar y ser libres durante unas horas, con el acordeón y la merienda de categoría, y ver pasar a Vam Impe y a Anquetil y a Charlie Gaul y a Baldini, y, claro, claro, se me olvidaba a Jesús Galdeano, a Carmelo Morales, a Bidaurreta y a Urrestarazu y a Antonio Barrutia…, y no hay Karpi que valga para este trago, mozo, no lo hay, se nos ha ido la vida en ellos.
Yo, visto que aquello de las carreras de verdad, sin equilibrismo y sin riñas, estaba muy por encima de mis posibilidades, tenía auténtica admiración a los bloberos, que digo yo si no serían globeros, arrambladores de globos de aquellos que daban en la caravana dichosa, entre las discusiones de los ciclistas, sus preparadores, y todos aquellos con el silbato al cuello, siflando a todo siflar, los sudores, las gafas de sol, las gorras y camisetas que llegaba por primavera. Cómo saberlo a estas alturas cuando aquello, aquel Tragantúa que olía a rayos y por cuyo culo salíamos despedidos, todo aquello es niebla pura, inexistencia.
Ser blobero, y decir yo los vi primero, yo llegué antes, ahí vienen, esquivando guardias y bastones y los abrazos aviesos de esos espontáneos que siempre salen en apoyo de los guardias para que a lo mejor les den algo, una medalla, un purito, o por espíritu de cuerpo, yo qué sé, gente de orden, los que saben cómo está organizado el universo, y las carreras ciclistas por añadidura, que tocaba atrapar bloberos, se atrapaban, eran un peligro público, estropeaban la imagen, le ponían lamparones a la foto, allí unos desarrapados con cara de creminales, qué iban a pensar los extranjeros.
Los bloberos salían al encuentro de la Vuelta Ciclista, y cuando la veían llegar de lejos, es decir, cuando al cabo de la carretera, allá lejos, aparecían los primeros signos inquietos de la llegada de los escapados o de los coches de la caravana o de nada, sobre todo de nada, había que tener una vista de lince, saber que había un sitio desde donde se podía vislumbrar la carretera general, la de Logroño, qué chicharrina, madre, qué chicharrina, apretar a correr, entre descampados, talleres, pedalear como posesos en unas burras imposibles, casi todas de marca, a intentar llegar antes de que llegaran los ciclistas al grito de «¡Qué vienen, qué vienen!». Y los ciclistas unas veces venían y otra no, sobre todo lo segundo. Esa era la historia, había que apreciar en la distancia y en el desierto, la calidad de aquello que se vislumbraba a lo lejos, que lo mismo podía ser la caravana, los motoristas, o el pelotón, lo que fuera, un cambio en la distancia, un mogolloncillo, un temblor del aire de junio, y aire, a correr, a burrear, a inquietar a la modosa ciudadanía, a que rugieran en falso. No era fácil. Los de las burras eran primero doblados por los de las bicis de carreras o por sus ángeles guardianes, motos, coches, que igual te daban un empellón desde la ventanilla, que es que hay mucho cabrón suelto, mucho, y luego arrollados o apaleados por los guardias, que los quitaban de en medio sin contemplaciones, a empujones, a gritos, a soplamocos, los que tenían bicis de carreras y un poco una nada de lujo en los piñones, en los cambios, tenían más posibilidades de éxito, de burlar a aquellos japis que salían con los brazos en cruz a atrapar al blobero como si este fuera un cangrejo, un bicho fugado, a no dejarle triunfar con su «¡Que vienen, que vienen!» en la tarde bochornosa, hecho maletilla de los pedales… Todo lo demás eran las carreras con las chapas de las botellas de cerveza, Cruz Azul, sobre todo, la de los alemanes, en el suelo de tierra, las foticos de los ciclistas recortadas y metidas por detrás, muy cucas ellas, y los ciclistas de plomo y luego de plástico y los juegos que eran codicia y aburrimiento, y nada más, poco más, y haber visto, haber olido también, haber oído, el silbido de las ruedas, las imprecaciones, las caras exhaustas, famosas, pero exhaustas, nada que ver con las fotos de los bares, nada.
Ser blobero (¿o es globero?) era todo un empeño, tenía un no sé qué de furtivo, de arriesgado, de casi delictivo, y tú eras de la cuadrilla, participabas sin participar en las carreras, entrabas en ellas por la gatera, por la puerta falsa, que también tiene su mérito, te movías en aquel ambiente de sudorina, discusiones, gritos, viseras, porquerías de propaganda, margarina, tragantúa por el que salir echo cuesco del alma… La gloria.
Yo, con todo, solo me eché una vez a la carrera, a verlos venir, al mogollón de los bloberos, de los forajidos de los pedales, a la subversión del espectáculo. Pensaba que por equilibrista tenía más posibilidades de llegar que aquellos julas, pero nada más arrancar me quedé descolgado y enseguida me cogió un guardia, se me echó encima, materialmente encima, como una vaquilla embolada, me agarró por el cuello y me gritó: «¡¿Dónde trabajas, chaval?!». Y yo le dije: «Que no trabajo, que soy nieto del alcalde», cosa que era cierta (sobre poco más o menos, más menos que más, todo hay que decirlo), pero que al guardia aquel, que sudaba a chorros metido dentro de su gabán verde grisáceo, lo enfureció de muy considerable manera, porque, por lo visto, un nieto del alcalde no podía ser blobero, no, no podía, tenía que ir a tribuna o a parte alguna, así que para que aprendiera cuál era mi sitio en el mundo, en la vida, en las carreras, me metió una manta de hostias, zamorana total. Tampoco esta vez se me quitaron las ganas de ciclismo para una larga temporada, pero le cogí una afición enorme a gritar: «¡Que vienen, que vienen!». Y unas veces son los ciclistas, y otras los de siempre, así que aquí me tienes, mozo, blobero for ever, amorrado al Karpi.