Persecución a la americana
Alfredo Conde
Hoy me ha dado por correr, simplemente por correr y por hacerlo con aquella misma ansia, con aquel mismo e irreprimible afán que siempre creí adivinar posible cuando, durante las fiestas patronales de mi niñez, se celebraban las carreras que entonces se decían a la americana y que ahora se siguen llamando también así y disputando con la regularidad de siempre, también con la misma expectación; es decir, recorriendo los ciclistas un circuito más o menos elíptico, como es este que rodea la alameda aislándola del resto de la ciudad con unas avenidas amplias y desconocedoras entonces del enorme tráfico que hoy soportan. Un tráfico que las congestiona y que contamina el recinto prodigioso hasta hacerles perder sus hojas a los más de los árboles, plátanos no pocos de ellos, pero también arces y olmos, algún extraño chopo alternando con robles y encinas, castaños de las Indias, cedros portentosos, camelias que los más quieren exóticas y asientan en los márgenes laterales, mientras las palmeras, también las palmas reales, lo hacen en los parterres de los extremos; uno que da al mar que se puede contemplar al fondo, azul unas veces, verde o gris en otras, y otro que se asienta delante de la fachada del palacio de la Audiencia, sobre el que la luz se posa según y como llegue desde el mar, ese misterio.
Una tenue cortina de agua que brota sempiternamente de un estanque hermoso, deshabitado de peces y ocupado por nenúfares que se dirían suculentos, te obligaba y aún te obliga, creo, a fruncir el ceño para enfocar una visión que la capa de agua pulverizada te impone si pretendes observar la Audiencia desde la alameda. Durante los días de carrera acudí siempre allí para contemplar el paso ansioso de los ciclistas, desdibujados por la velocidad y el agua que flotaba y flota aún recortándose sobre el palacio de la Audiencia. Llegaba temprano y buscaba el mejor sitio, debajo de un enorme macetero de hierro pintado de verde, del que caían en aluvión los brotes de una hiedra amorosamente recortada por los jardineros del ayuntamiento. Llegaba y me sentada sobre el cubo de piedra que lo sostenía, el mismo que al profesor de matemáticas le servía de ejemplo, año tras año, lo sé porque repetí curso, para explicarnos que también se llamaba hexaedro, hexaedro o cubo, nos decía.
Llegaba y me sentaba de espaldas a los lugares de salida, sabiéndolos detrás de mí, mientras permanecía expectante a que llegase de la hora de la competición a la americana, ajeno a las pruebas anteriores, que solo consistían en que los ciclistas diesen vueltas y más vueltas con tal de poder llegar siempre entre los tres primeros. En las pruebas a la americana no sucedía eso. No sucede todavía. En ellas se sitúan los dos lugares de partida en medio de los dos lados más grandes del rectángulo que, con dos semicírculos adosados a los más pequeños, componen la silueta de la alameda y en ese momento magnífico circuito de la prueba. Daban la salida y mi corazón se disponía al latir más desacompasado. Ganaba quien alcanzase a ir eliminando a los del otro equipo…, que eran los que procuraban alcanzar a estos. No era posible la monotonía, y yo contemplaba el paso de los esforzados rodadores a través del agua que flotaba.
Si el día era de lluvia y el asfalto se humedecía, todo se tornaba ingrávido y especular. Entonces ninguna imagen era real. Tan solo el girar enloquecido de las ruedas de las bicicletas, cortando el agua del pavimento, adquiría la dimensión de lo cierto. En esos momentos mi corazón galopaba mientras mi mente se decidía a que, pasado el tiempo, yo participase en esas pruebas. Pero me parecía imposible.
Acabadas las fiestas y desalojada la alameda de las atracciones que la habían ocupado durante ellas, las casetas de tiro al blanco, las tómbolas y las churrerías, los pequeños teatros en los que actores tristes representaban imposibles lances de humor, todo volvía a la normalidad y los niños retornábamos a los espacios que nos habían sido enajenados durante unas semanas. Entonces yo me acercaba por allí y procuraba recuperar la amistad de los que tenían bicicleta para que me permitiesen dar una vuelta en ellas. Después de las fiestas, igual que después del invierno o en los primeros días de vacaciones, siempre temía que se hubiesen olvidado de mí. Pero siempre estaba dispuesto a empezar. Y siempre empezaba.
Circulábamos por el centro del lado oeste del amplio bulevar que rodea la alameda, pues por allí apenas circulaban coches y todo podía ser un vértigo zigzagueante. Docenas de ciclistas que se sonreían y admiraban pavoneándose delante de las niñas, que montaban bicicletas sin barra y adornadas con redes de múltiples colores que protegían los radios de sus ruedas traseras de las faldas de pliegues entablados. Eso era el ir y venir del vértigo, cuerpos humanos circulando a velocidades que solo son posibles a bordo de las máquinas y van contra las leyes de la gravedad, al tiempo que contra el común criterio que induce a los humanos a desplazarse a velocidades y distancias que les resulten propias.
Cuando conseguía una bicicleta en préstamo, o cuando acudía a alquilarla en el taller de un portugués, que me la facilita a cambio de cinco pesetas cada hora, me faltaba tiempo para abandonar aquel extraño picadero de niños centauros y extrañas niñas amazonas e ir a dar la vuelta completa al circuito, mientras me imaginaba perseguidor y perseguido, recortándome contra la fachada de la Audiencia, envuelto en el agua neblinosa, huyendo acaso de mí mismo. Así un año y otro año.
Eran días de penuria. Todavía hoy puedo soñar que vivimos en la misma casa en la que vivíamos entonces y padecer la angustia que guardé en el corazón, sin saberlo, para poder recuperarla en el sueño, con tan solo verme en la galena desolada que en invierno siempre era más triste. Yo no tenía bicicleta. De vez en cuando, el tío Samuel, un hermano de mi padre que había emigrado a los Estados Unidos de América del Norte y vivía en Nueva York, de donde no había regresado nunca, nos enviaba ropas e incluso alimentos, también dinero, que llegaban unas veces por correo o, en el caso de la ropa, a bordo de enormes transatlánticos metida en grandes bolsas de lona que él entregaba a algún marinero para que nos las diese a nosotros cuando previamente alertados por carta nos acercásemos al puerto a buscarlas.
Los envíos de ropa eran ocasionales, pero los de paquetes con alimentos eran más frecuentes. La ropa era la que él y su familia habían usado y dado por consumida y los alimentos los que habían superado su fecha de caducidad o incluso los que iban a comprar para nosotros, sabiendo como sabían de nuestras penalidades de entonces. El tío Samuel también sabía de mi afición al ciclismo y había prometido mandarme una bicicleta encomendándosela a un marinero de unos de los transatlánticos que hacían escala en la ciudad, pero mientras no pudo hacerlo solía incluir unos dólares a fin de que yo mismo fuese ahorrando para una. Cuando sucedía eso, mi padre acostumbraba a darme algún dinero para alquilar una bicicleta en el taller del portugués y a quedarse él con los dólares para satisfacer necesidades familiares más perentorias que mi obsesión ciclista. Entonces yo alquilaba la bicicleta y no acudía a pedalear entre los niños y las niñas más favorecidos, sino que me ponía a dar vueltas al circuito, exponiéndome a los peligros del resto del tráfico rodado, feliz de poder hacerlo y de saberme flotando entre el polvo acuoso que surgía del estanque ocupado de nenúfares. Así he ido creciendo.
Hace apenas cuatro meses el tío Samuel cumplió su promesa y envió al fin mi bicicleta, un hermoso modelo de carreras con su cuadro pintado de azul y su manillar niquelado con tal precisión que se diría de plata. La engrasé apenas recibirla, le coloqué el sillín a la altura de mis necesidades, le gradué los frenos y me fui al circuito de la alameda, en donde ya son otros los niños que circulan observándose y ceden sus bicicletas a otro que se la pida con humildad y una sonrisa pronta y generalmente dulce. No pude resistir la tentación y monté en ella dando unas vueltas por los alrededores del entorno en el que suelen hacerlo los niños. Después, sabiéndome desplazado por los años, lamentando que no estuviesen allí los que habían sido mis amigos, me puse a dar vueltas a la alameda exponiéndome al tráfico que ahora es más intenso y mucho menos fluido de lo que entonces era. ¡Ah, qué placer! La bicicleta que me regaló el tío Samuel se trata de una máquina prodigiosa, aquí no hay otra igual. Tiene tres platos, que mis amigos aún llaman catalinas, y siete piñones. Puse el plato grande y el piñón pequeño y circulé como una flecha por entre los coches que se dirigían al puerto y los que venían de los pueblos del interior, ajenos a que del otro lado de la alameda los niños aún pueden andar en bicicleta, y alguno, más osado y ya no tan niño, aventurarse por en medio de ellos con total inconsciencia o ambición. Lo sé porque yo ya no soy uno de ellos y tengo preocupaciones que antes, hace muy pocos años, todavía no tenía.
Di algunas vueltas al circuito, paseé después por la ciudad, regresé de nuevo a la alameda y aún tuve humor para rodearla unas cuantas veces. Luego regresé a casa. Desde entonces he estado yendo, noche tras noche, semana tras semana, a dar vueltas y vueltas con tal de saberme preparado para el gran día de darle una sorpresa al vecindario convirtiéndome en el ganador de la prueba de persecución a la americana. He dado vueltas y vueltas, imaginándome perseguido y a punto de ser alcanzado, sin que nunca nadie lo lograse, unas veces, perseguidor implacable otras, depositando siempre mi confianza no solo en mi propio esfuerzo sino también en la portentosa máquina del tío Samuel, impar con cualquiera de las que pueda montar los que habrían de combatir conmigo, tan ligera es, tan perfecta y acabada. ¡Ah, cuánto quise a tío Samuel desde el momento en que tuve la bicicleta en mi poder! Le escribí agradeciéndosela, me contestó dándome ánimos y asegurándome la victoria en la carrera de las fiestas. Siempre ha sido generoso y desprendido. Gracias a él hemos ido adquiriendo hábitos que no nos correspondían, y si algún día yo llego a ser alguien en el ciclismo se lo deberé a él, que nunca dejó de hacernos envíos que pudiesen reconciliarnos con la vida. Cuando no eran sobres de café soluble en agua, fueron diversos sopicaldos, especies exóticas, brebajes insolentes, pastillas diluibles en este o aquel condumio las que él nos enviaba, no solo las ropas o jabones de olores exóticos y para mí desconocidos.
Hace un mes que murió el tío Samuel. Fue una noticia triste e inoportuna, pues nada ansiaba yo más que poder comunicarle la noticia de que había ganado la prueba prodigiosa, pero esa llamada ya no podrá ser nunca posible. Al saberlo, mi madre se deprimió y decidimos venirnos a la aldea. Yo casi lo agradecí, pues desde entonces entrené ascendiendo por las empinadas cuestas de las montañas, sobre caminos de tierra y morrillo apisonado, siempre con el piñón pequeño y el plato grande, siempre sintiéndome acosado o persiguiendo a alguien, soñando con el llano circuito de la alameda y el triunfo esperado desde siempre. Y así un día tras otro, lloviese o no, y preferiblemente con lluvia, pues entonces los lodazales le restaban velocidad a mi marcha y le exigían un esfuerzo suplementario a mis piernas, pues yo me empeñé siempre en mantener la marcha alcanzada sin cambiar los recorridos que me había propuesto utilizar. Y así siempre regresaba a casa exhausto para sentir un hambre atroz al cabo de unas pocas horas.
Hace unos días mi padre regresó de la ciudad, a la que se desplaza a diario en su vieja motocicleta para acudir a su trabajo, trayendo un paquete remitido por mi difunto tío, lo que no nos sorprendió sabiendo como sabemos los problemas que atosigan al servicio de correros. Pero no dejó de resultarnos sorprendente. Lo abrimos en medio de la expectación que cualquiera se puede imaginar, tratándose como se trataba del último envío del finado del tío Samuel, tan generoso siempre con nosotros, tan atento a nuestras necesidades y caprichos.
Dentro del paquete venía una cajita con una bolsa de plástico envuelta con toda pulcritud por un papel de colores tenues y nada llamativos, pero él nunca fue en vida muy cuidadoso de detalles como este. Tampoco venía acompañada de nota alguna, lo que solía ser conducta habitual. El aspecto de la bolsa era extraño, pero no en exceso, y el papel de colorines ayudaba a mitigar cualquier sospecha de que pudiera tratarse de otra cosa. Después de mucho mirarla y remirarla y de que mi madre hubiese mojado su dedo índice en saliva, para poder impregnarlo con los polvos que venían en la bolsa, decidimos que aquel último se trataba de uno de sus múltiples envíos de pasta para sopa y mi madre se dispuso a prepararla hirviendo agua con un hueso de caña que le aportase sustancia, pues siempre argumentó que las sopas americanas, mucha química, mucha química, pero poco o ningún sabor, así que nada como un caldo limpio que la ilustrase nada más verterlo sobre ella. Así lo hizo.
La comida tuvo un carácter solemne y ritual, e incluso, al bendecir la mesa, mi padre tuvo un emocionado recuerdo para el que en vida había sido su cuñado y amigo de aventuras de juventud. Tanto nos emocionaron las palabras de mi padre que tomamos la sopa en silencio, sin hablar apenas, rompiéndolo tan solo para evocar la memoria del finado, entrañable en todos los aspectos, mientras yo sabía apoyada mi bicicleta en la pared de la casa, justo al lado de la puerta de entrada. Debo reconocer que la sopa tenía un gusto raro y que, pese a que todos estábamos de acuerdo, nos la tomamos en silencio, acaso en merecido homenaje al difunto. Después yo seguí entrenando. Se acercaban los días de las fiestas.
Entrené con dureza y eficacia durante los pocos días que faltaban, hasta ayer mismo, en que me acerqué a la alameda para recorrer el circuito a primera hora de la mañana cuando decae la vigilancia y los ocupantes de las casetas y de los tiovivos no pudiesen entorpecer con su curiosidad mi incursión de combatiente preparándose a la lid. Recorrí el circuito un par de veces y en la segunda probé mis fuerzas a satisfacción plena, convenciéndome de que la victoria estaba a mi alcance y de que hoy habría de ser el primer día de gloria de mi vida. Ahora que por fin piso el circuito compitiendo con alguien más que conmigo mismo, corro, simplemente corro, sin preciso afán de competir, anonadado todavía por la noticia recibida esta mañana.
El cartero trajo a primera hora de la mañana una carta de Nueva York que venía firmada por mi tía. En ella nos rogaba que cuando recibiésemos las cenizas de su difunto esposo, las fuésemos a aventar sobre el mar del puerto por el que él abandonó el país para no regresar ya nunca más a él, como no fuese ocupando una bolsita de plástico a bordo de un jet de Iberia, qué tristeza. Por eso corro ahora, de forma que ni alcanzo, ni soy alcanzado, sabiéndome al borde del pasmo y sintiendo un extraño sabor en el cielo de la boca, el único al que tengo la certeza de que haya ascendido mi pobre y difunto tío. Corro de forma mecánica, ajeno a todo, sintiendo que llevo a mi tío a dar una vuelta en bicicleta para que sepa de las excelencias deportivas de su sobrino o de la hermosura del mar que se adivina al final de la alameda y que él tanto amó en vida.
Mientras pedaleo, sin furia y con calma, pero también con la potencia adquirida a lo largo de tanto y tanto tiempo de esfuerzos controlados, siento irreprimibles tentaciones de desviarme del circuito e irme en busca del mar del puerto, para lanzarme sobre el agua sin abandonar la bicicleta, en la sospecha de que a mi tío le gustaría el chapuzón, tanto que si lo llevo a cabo sonreirá feliz desde el otro lado de la volátil ceniza en la que el fuego ha convertido su cuerpo, el mismo que él siempre supo que habría de ser su cadáver, aunque nunca hubiese imaginado que habría de serlo durante tan pocas horas, durante un tan corto espacio de tiempo y breve desasosiego.
Pedaleo y corro sin decidirme a ganar o a perder esta carrera. Ni supero a nadie, ni dejo que nadie me rebase a mí. Cuando veo que puedo alcanzar a alguien, reduzco el ritmo de mi esfuerzo, pero si veo que alguien me puede aventajar, lo incremento y me despego fácilmente de aquel que me acosa amenazando eliminarme. Y mientras tanto voy oyendo cómo grita la multitud, no sé si exasperada por la duración de esta carrera que se empieza a adivinar con la apariencia de ser interminable, o si excitada por el ritmo que le impongo con mi pedalada cierta y poderosa. Me siento capaz de rodar así durante horas, hasta que se despueblen los márgenes de la alameda, las aceras que la circundan y el atardecer haya anunciado sin dilación la noche. Solo entonces a lo mejor paro y me dirijo al puerto. Únicamente una duda me lo impide, y es ella la sola razón que me mantiene rodando al bordo del pasmo y el misterio, pues temo que después de este esfuerzo, que algunos han de estar considerando sobrehumano, decidan someterme al control antidopaje y este acabe dando positivo.
Casa da Pedra Aguda, 13 de septiembre de 1999