Un loroñista de Bahamontes
Ramón Irigoyen
Ayer, 12 de agosto de 1998, murió en Bilbao El León, mi ídolo, a regañadientes, de los años cincuenta. La noticia me ha pillado en Altea, donde paso las vacaciones, desde hace treinta años, con mi mujer y mis cuatro hijos. Para tener una demostración palpable de que la vida no dura más de dos minutos, no hay nada como una necrológica emitida por el telediario. En quizá menos de cien segundos de imágenes, vi ayer, en el tobogán del telediario, a Jesús Loroño vestido de primera comunión, de soldado (su capitán le convenció, durante el servicio militar, para que compitiera en la Subida al Naranco: fue su primera victoria; y luego habrá cabrones que hablen mal del ejército), vestido, diez segundos después, con el maillot de topos de ganador del Premio de la Montaña del Tour de 1953, y luego embutido, hasta siete veces, en el maillot amarillo de ganador de la Vuelta a España. De las diez ediciones de la Vuelta a España en que participó, aquella estrella, tan fugaz por la alada velocidad de su pedaleo, se enfundó nada menos que siete victorias. Y, tras las imágenes triunfales en blanco y negro, como corresponden a la televisión, todavía en pañales, de los años cincuenta, y tan adecuadas para una noticia, como esta, luctuosa, la imagen de su féretro cercado de asfixiantes coronas de flores… Cuando veo, en un entierro, las coronas de flores sobre el féretro, siempre pienso que los parientes y amigos las depositan allí para obstaculizar, como diría Platón, el Anquetil del idealismo, la fuga del alma, en el caso de que, a última hora, Dios se saque un milagrito de la manga y ponga al cadáver a andar, como, en su día, al resucitado Jesucristo.
Al ver muerto a Jesús Loroño, a este inmenso héroe, que tantas alegrías y odios suscitó, aunque he intentado reprimirme, se me han saltado las lágrimas. He derramado por El León un puñadito de lágrimas y, en mi instantáneo viaje a los años cincuenta, en que él tanto triunfó, me he acordado, al punto, de Javier Otegui, el alumno, para mí entonces, más idiota de los jesuitas. En el infecto colegio de San Ignacio, del que, por fortuna, aunque demasiado tarde, terminaron echándome (un buen día sufrí la iluminación de echarle una meadilla a una imagen de San Pancracio, que estaba aparcada en la sacristía), tuve que padecer a este cretino, que no se zampaba las hostias de cuatro en cuatro porque su padre tuvo la precaución de tatuarle, en el brazo derecho, el artículo cuarto del reglamento tenístico del Vaticano que obliga a no engullir más de una hostia por día.
He derramado, unos segundos, mansa, silenciosamente, por Jesús Loroño, algunas lágrimas, con la amarga suavidad de esa lluvia fina que amortigua la tragedia de algunos entierros. Así llovía, con levísima percusión, en Mansilla, la tarde en que enterramos a mi tío Gregorio, que tantas veces me dio, en mi infancia, la alegría de montarme en el trillo, y aquella lluvia, en alguna manera, dulcificaba mi profunda melancolía. Y, tras las lágrimas por Jesús Loroño, he estallado, de repente, en una carcajada al recordar el día en que, con un palo de billar, le di tal golpe en el cráneo al gilipollas de Javi Otegui, que era hincha de Bahamontes, que, si no hubiera mediado la buena suerte, quizá allí mismo, en los billares de la avenida de San Ignacio, podía haberlo desgraciado para siempre. Pero, ya digo, hubo suerte, y el hostión con el palo de billar solo le produjo un llamativo chichón, que cantaba, en la distancia, como una alegre cresta de gallo y que, quizá en dos o tres semanas, el simple paso del tiempo terminó evaporando. Ya se sabe que el tiempo funciona así: lo suyo es hinchar y deshinchar melones.
Como, de aquel incidente, Javier y yo nunca llegamos a hablar, porque fue lo más parecido a un intento de homicidio inconscientemente voluntario, la verdad es que ignoro el tiempo que, con exactitud, necesitó su cuero cabelludo para volver por sus fueros. Y la alusión a los fueros es oportuna, porque el local de los billares estaba domiciliado, en la católica Pamplona, a apenas doscientos metros de la Diputación Foral de Navarra.
A comienzos de los años cincuenta, yo era hincha de Bahamontes. Mi padre, un guardia civil riojano destinado en Pamplona, era bahamontista y, por aquellas fechas, yo compartía todas las filias y fobias de mi padre, incluido su anticlericalismo visceral, que él había mamado de mi abuelo. Los curas hicieron estragos en Mansilla, el pueblo natal de mi abuelo paterno, y ahí tuvo su raíz su odio a la Iglesia. Pero, en cuanto entré en los jesuitas (mi padre, aunque también era anticlerical, quería para mí una educación de colegio de pago y se las apañó para conseguirme la beca Duque de Ahumada, auspiciada, en homenaje a su fundador, por la Benemérita), coincidí en el mismo curso con Javier y, por mi incompatibilidad con él, cambié de ídolo y, forzando los dictados de mi simpatía, me hice pronto loroñista, aunque mi corazón infiel, al menos, al principio se alegraba secretamente de los éxitos de Bahamontes.
Otegui era un chico alto, rubio, atlético. Tenía una pequeña cicatriz en la barbilla, fruto de un accidente en la nieve. Siempre nos estaba contando batallitas de sus viajes con su familia, los domingos de invierno, a Candanchú, donde iban a esquiar, y de sus viajes, en primavera y otoño, a Zarauz, donde sus padres tenían una finca. A mí los jesuitas, en mi adolescencia, simplemente, me venían grandes. Siempre admiré el esfuerzo de mi padre por que yo me educara bien, pero era una cabronada ser becario en un colegio donde predominaba la gente de clase media y, lo peor, de clase alta, que todavía me miraba más por encima del hombro. Mi apodo, en los jesuitas, era El Tricornio y todo dios me refrotaba por mi incipiente bozo que era hijo de guardia civil. Nunca llegué a sentirme amigo de Javier, pero teníamos algunos puntos en común (los dos teníamos, por ejemplo, una buena colección de sellos) y, alguna vez, incluso quedábamos para ir juntos al fútbol. Nunca olvidaré los abrazos que me di con Javi, un afortunado domingo en que Osasuna ganó, creo, al Sabadell y, con aquel maravilloso triunfo, alcanzó el ascenso a Primera. Como digo, yo era seguidor de Bahamontes, pero llegó el crudo momento en que, por mi rivalidad con Otegui, acérrimo hincha de El Águila de Toledo, me lié la manta y me hice loroñista.
«Los vascos teníamos por aquel entonces al Athletic y a Loroño», dijo el alcalde de Bilbao, hace un mes, en una recepción ofrecida por su Ayuntamiento al ídolo de mi adolescencia, el hijo más ilustre de Larrabetzu. Yo era ya entonces, al menos, fonéticamente, vasco. Mis arabescos de apellidos (Goikoetxea, Zabalza, Errazu, Beloqui, y cuatro etcéteras más de indiscutible origen euskaldún) y mi nacimiento en Elizondo, en cuyo cuartel estuvo destinado mi padre, antes de que viviéramos en Pamplona, probablemente apuntan a que soy vasco. Pero, por aquellas fechas, yo tenía extremadamente confusa mi identidad étnica, patriótica y cultural. Y, por ejemplo, aunque amaba a Loroño, odiaba a ese equipo al que el alcalde llama el Athletic, y al que yo siempre, con hostilidad, he llamado el Bilbao. ¿Hubo, aquellos años, alguna noticia mejor, los domingos, que una derrota del Bilbao en su propio campo? Por supuesto, ninguna. Ni siquiera una hepatitis del obispo de Pamplona, de la que tuvimos noticia a través de la prensa local, podía producirme tanta alegría. Una derrota del Bilbao (¡Y qué bien suena!, lo repito dos veces: u-na de-rro-ta del Bil-ba-o, u-na de-rro-ta del Bil-ba-o…, bueno, mejor, tres: u-na de-rro-ta del Bil-ba-o…), un batacazo del Bilbao, digo, en su feudo de San Mamés me levantaba la moral para el resto de la semana. El alcalde de Bilbao, Josu Ortuondo, generaliza con mucha alegría, pero entonces hubo gente, que, probablemente, éramos vascos (respecto a mí, nunca lo he sabido bien, nunca me he hecho, en la Seguridad Social, una biopsia étnica), hubo vascos, digo, a los que las criminales victorias de los leones del Bilbao nos hundían en la miseria. Cuántas veces, cuando venía a jugar a Pamplona el Bilbao de aquella mítica delantera —Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo, Gaínza…—, cantábamos en San Juan, el antiguo campo de Osasuna «Los leones, los leones, ay, me tocan los cojones…», un fantástico estribillo, digno, por su excelente rima, de Garcilaso, quien, por cierto, como escalador de castillos, fue también un indiscutible precursor del ciclismo. ¿Reconoció alguna vez Bahamontes lo que ya hacía por el ciclismo, en el siglo XVI, su paisano Garcilaso en la fortaleza de Muy, a dos pasos de la provenzal Fréjus, donde un hijoputa, que ignoro si jugaba al billar, le pegó al poeta una pedrada en el cráneo, de la que murió, unos días después, en Niza? Y, volviendo de Toledo y de Val de Santo Domingo, ciudad y pueblo natal, respectivamente, de Garcilaso y Bahamontes, al campo pamplonés de San Juan, hay que recordar que diez mil gargantas profundas de hombres, y unas dos docenas de no menos hondas gargantas de mujeres, cantando, enfebrecidamente, aquella canción antibilbaína de «Zarra, Zarra, nunca metes goles en Navarra…», nos los ponían, realmente, de pajarita, exactamente igual que (solo que, en este caso, de pánico) cuando Gaínza, un extremo genial, corría, como un galgo atizado con coca, por la banda izquierda contra la portería que defendía Goyo.
No obstante, sí había un momento en que debo reconocer que tiene razón el alcalde de Bilbao porque, además de ser hincha de Loroño, yo también, un vasco con los cables de la identidad delirantemente cruzados, sentía simpatía por el Athletic. Cuando el equipo bilbaíno, cuya portería guardaba el soberbio Carmelo, ganaba la Copa del Generalísimo, y Francisco Franco, en persona (en persona, o lo que fuera aquel feroz destripador de niños, de adolescentes, de ancianos, y hasta de muertos, porque también fue profanador de tumbas), cuando aquel infame matarife, digo, le entregaba la Copa al capitán vasco, pensaba en mi abuelo materno, asesinado en la guerra civil por los carlistas en Errazu, y sentía un odio liberador contra el franquismo, que, con los años, terminaría encauzando hacia la más profunda rebelión contra la mayoría de los valores inculcados por la familia, municipio y sindicato isósceles. La recepción de la Copa por el capitán del Athletic, en Chamartín, me hacía vivir unos instantes de la más irónica ambivalencia de sentimientos: mi enemigo —el Bilbao—, por un rato, era para mí ya el dulce Athletic que le hacía pasar un momento amargo a Franco y a toda aquella banda de gángsteres que le acompañaba en el palco. Era el único momento en que, por aquellas fechas, me sentía también enemigo de mi padre o, más exactamente, del guardia civil que era mi padre. También, en aquellos momentos, comenzaba a sentir una leve simpatía, que no me duraba mucho, por el pueblo vasco. El lavado de cerebro que yo había sufrido (mi padre, ¿qué iba a hacer el pobrecillo con aquel duro oficio?, con la excepción de su sabio anticlericalismo, me había transmitido la debilidad cerebral por vía genética), el lavado de cerebro con lejía de Cuelgamuros, digo, me impedía poner un poco de luz en aquel caos de la identidad vasca. Para mí, por la envenenada siembra de la confusión patriótica fomentada por el franquismo, el vascuence era el único signo posible de identidad cultural vasca y, como yo solo hablaba castellano, nunca me pude imaginar que yo pudiera ser vasco.
Con una caterva de apellidos vascos en su partida de nacimiento, mi padre, por razones que entonces yo no entendía, odiaba a los vascos como solo un guardia civil podía odiar, por aquellos años, a los gitanos o, a los únicos seres para ellos, y para tantos compatriotas, todavía más despreciables: a los negros. Mi padre, por ejemplo, se negaba a consumir productos fabricados —o elaborados, según el tipo de producto—, en Vizcaya, Guipúzcoa o Álava, por puro odio antivasquista. Una vez que mi madre compró, por error, una caja de leche, de marca Gurelesa, elaborada en Guipúzcoa, mi padre se cogió tal cabreo que terminó derramando la leche sobre la cabra de un gitano que, a menudo, tocaba valientemente el acordeón a unos trescientos metros del cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba, junto a la Cámara de Comptos Reales, en la calle Ansoleaga.
—En esta casa solo se bebe leche navarra, mecagüendiós. ¿No tengo dicho mil veces que aquí solo se bebe leche de la marca Kaiku? —decía mi padre, pronunciando juntas las cuatro palabras de la blasfemia y, por supuesto, sin pronunciar nunca Dios con mayúscula—. Como me traigas otra caja de leche de Guipúzcoa —insistía mi padre dirigiéndose a mi madre—, cuelgo el uniforme y os pongo a trabajar a todos. —Mi madre, mis tres hermanas y yo temblábamos como cardelinas apresadas en cardos untados con liga. Quien ha cazado pájaros nunca puede olvidar esos terroríficos temblores de la agonía.
En mi rivalidad ciclista con Otegui, como corresponde a un periodo de casi seis años (se inició en el segundo curso de bachillerato y terminó en el preuniversitario, el año en que fui expulsado del colegio), por la alternancia de éxitos y derrotas de nuestros ídolos, hubo, tanto para él como para mí, muchos momentos de felicidad y también de desgracia en que había que encajar las pullas del enemigo. Recordaré, brevemente, el momento en que más me reí del mamón de Otegui (en la primavera de 1957: Loroño le birló a Bahamontes la Vuelta a España) y el momento en que Javi me machacó a mí a burlas (en octubre de 1959, al empezar el curso, tras la victoria, en julio, de Bahamontes en el Tour: ¡era el primer español que se enfundaba ese triunfo!). Y, luego, el desenlace de nuestra rivalidad, dos meses y medio después, en vísperas de Navidad, cuando le aticé a Javi con aquel endemoniado palo de billar.
Federico Martín Bahamontes tenía todos los elementos a su favor para ganar la Vuelta a España de 1957, cuya primera etapa era Bilbao-Vitoria. Su estado de forma era tan bueno que, por su nivel casi milagroso, más que de estado de forma, en su caso, era pertinente hablar de estado de hostia. Su estado de hostia era, pues, tan magnífico que, sobre todo, la prensa madrileña ya lo daba como vencedor casi un mes antes de empezar la carrera. Bahamontes tenía un fantástico equipo, pero, por encima de todo, él gozaba de la confianza total de su director, Luis Puig, aquel valenciano que más tarde, cuando fue nombrado presidente de la Federación Española y de la Unión Ciclista Internacional, nos terminó a media España, hinchando la polla de sopor.
La sintonía de Puig con Bahamontes era de juzgado de guardia. Sin el menor ánimo de hacer ninguna insinuación sexual, en sentido figurado, el valenciano solo veía por el ano del toledano. Pero, a estos incautos, les iba a salir un forúnculo en el culo… y ese forúnculo se llamaba Jesús Loroño.
En aquella primavera de 1957, que nunca olvidaré porque un cronista deportivo de la Cadena Ser, refiriéndose a Loroño, dijo, con el pecho inflamado de pasión: «¡Sí, las primaveras te necesitan!», un verso de no recuerdo qué poeta alemán, El León había recuperado aquel prodigioso vuelo de pedal que le había llevado, casi en volandas, a ganar el Premio de la Montaña del Tour de 1953 y, naturalmente, estaba decidido a arrebatarle el triunfo a su enemigo más odiado en las carreteras. Pero, ay, corrían tiempos no tan felices, como los actuales, para los ciclistas, desde el punto de vista de la elección de equipo y, como la Vuelta no se corría por marcas comerciales sino por equipos nacionales (¡y hasta por equipos regionales!; ¿dónde andáis, equipo Mediterráneo, equipo Pirenaico, equipo Cántabro…?, ¿dónde fue a repostar vuestra maravillosa serpiente multicolor que tanto alegraba aquellas precarias carreteras?…), como se corría por equipos nacionales, digo, Loroño tuvo que acatar las órdenes de la Federación y no tuvo más remedio que correr con la selección nacional, someterse a las órdenes de Luis Puig y aceptar, al menos, de boquilla, ser un esclavo de Bahamontes, el jefe de filas.
El comienzo de Loroño fue fulgurante.
—Javi, gilipollas, ¿qué te han parecido esos dos minutitos largos que, ya en la primera etapa, le ha sacado Loroño a Bahamontes? —le dije a Otegui partiéndome de risa.
La cuarta etapa, desde los primeros kilómetros, fue una auténtica cabronada. Botella y Bahamontes se fugaron. Loroño, en ese momento, era jefe de filas puesto que estaba mejor clasificado que ellos. Quiso salir en su persecución pero Puig se lo prohibió tajantemente. El director no solo no le permitió salir en su persecución sino que le ordenó que frenase al pelotón para que Bahamontes adquiriera la mayor ventaja posible.
—¿Qué tal has encajado el maillot amarillo de Bahamontes, Tricornio?, ¡qué manta es ese Loroño! —se cachondeó de mí Otegui al día siguiente.
La Vuelta a España de 1957 era de Bahamontes, que hasta llegó a sacarle a Loroño más de quince minutos de ventaja.
—¡Qué corazón de oro tiene Loroño! —me dijo Otegui, soltando una carcajada, después de la etapa Madrid-Madrid—. Cuando pinchó Bahamontes, Loroño parecía San Francisco de Asís tirando de él. Si no le llega a ayudar tanto, Bahamontes habría perdido mucho más de dos minutos —y tenía razón el cabrón de Javi—. Aquellos pinchazos de entonces, por el tiempo que se invertía en cambiar la rueda, eran, en complicación técnica, como explosiones de motor de avión. Quien sufría un pinchazo podía perder hasta ocho o diez minutos en la clasificación.
Pero llegó un día de principios de mayo (¿el seis?, ¿el ocho?, ¿el diez del mes de las fresas…?) y se corrió la etapa Valencia-Tortosa, de algo más de ciento setenta y cinco kilómetros. Bernardo Ruiz, Escola y Campillo rompieron el pelotón. Loroño saltó como una alimaña mientras a Bahamontes se le agarrotaban las piernas. Loroño tiró desesperadamente del pelotón, y Escolá, Barbosa y Da Silva colaboraron para hacer triunfar la escapada. Luis Puig, en el coche, se abanicaba los cojones con un ABC y le ordenaba a gritos a Loroño que bajara el ritmo.
—Loroño, animal, frena —insistía Luis Puig desesperado, porque veía el grave riesgo que corría el liderato de su niñita del ojo del culo, su Bahamontes querido—. Frena, salvaje, frena, vasco de bellota, te juro que, en cuanto pises la meta, te sanciono para tus restos.
Pero Loroño era tan terco como La Dolores, la mula de Calatayud, y aceleró con todas sus fuerzas. Luis Puig no era precisamente un acojonado corderito de pascua y, dirigiéndose al conductor del coche en que seguía la carrera, dijo:
—Venga, hostia, pisa a fondo el acelerador y cruza el coche delante de ese alcornoque. Por mis muertos, que a este le hago ahora mismo desistir de su fuga.
Pero Loroño esquivó valientemente el coche, cruzado transversalmente en la carretera, y siguió pedaleando con cabeza, tronco y extremidades. Cuando Bahamontes llevaba perdidos nada menos que doce minutos en la etapa, un motorista de enlace se acercó a Loroño y le mostró la pizarra con tan fantástica diferencia.
—Muy bien. Ya lo he visto. ¿Y a mí qué cojones me importa? —dijo Loroño, ante la insistencia del motorista de que leyera bien la pizarra.
—¡Pues, imagínate lo que me importa a mí! Puedes tener la seguridad de que vuestras batallitas a mí no me quitan el apetito esta noche —respondió el motorista, cuya opinión sobre el caso no le había solicitado nadie.
La victoria de los escapados en Tortosa fue épica: ¡lograron 21 minutos y 59 segundos de ventaja sobre sus inmediatos seguidores! Loroño, nuevo líder de la carrera, fue el alma de aquella olímpica escapada. Bahamontes, desesperado, se encerró en sí mismo, como un pobre cangrejillo (no en vano nació, un nueve de julio, bajo el pusilánime signo de Cáncer) y, a las asediantes preguntas de los periodistas interesados en saber qué le parecía el triunfo de su compañero de equipo, solo respondió, como si, aturdido por el éxito de su enemigo, militara en el nihilismo budista o confundiera el ciclismo con la natación: «Nada, nada, nada».
Para celebrar el sublime triunfo de Loroño, todas las campanas de las putas iglesias de Vizcaya, lanzadas al sprint por sus párrocos, repiquetearon delirantemente durante varias horas. El cura de Larrabetzu, arremangándose la sotana, aceleró hacia la oficina de telégrafos y dictó el siguiente telegrama dirigido al nuevo e inmenso líder de la Vuelta a España: «Te felicita y desea que presentes maillot amarillo a Virgen de Begoña, tocaya de tu esposa. ¡Aúpa Loroño! Firmado: Cipriano, párroco».
Pero Bahamontes tenía, realmente, alma de gitano inasequible a la persecución de la Guardia Civil (y que mi padre, que ya está en el infierno —ya está bien claro que él no iba a cometer el error de ir al cielo—, me perdone desde allí esta pullita contra la Benemérita, que, durante tantos años, nos dio de comer), Bahamontes, digo, tenía alma de noble gitanillo empecinado en no dejarse pisar y no se dio por vencido. Entre los aficionados, era un secreto a voces que Luis Puig había comentado, en su círculo de íntimos, que a él se la sudaba la ventaja de Loroño y que su hombre para la Vuelta seguía siendo, absurdamente, Bahamontes. ¿No acababa Loroño de dejarlo en la cuneta? Pues no, opinaba Luis Puig, que azuzó a Bahamontes para que atacara sin piedad en la etapa Barcelona-Zaragoza. En los últimos veinte kilómetros, fue demoledor el ataque de Bahamontes y, al día siguiente, La Gaceta del Norte abrió portada con este justísimo titular: «Bahamontes, enemigo público número uno de Loroño». No había que buscarle, pues, enemigos a Loroño entre los franceses y los italianos: ¡Los tenía emboscados en su propio equipo de españoles! Algún día antes de este criminal ataque de Bahamontes, Loroño también tuvo que librar, literalmente, a palos —aunque no sé si a palos de billar, como yo terminaría actuando con Otegui— una cruda batalla con Nencini cuando este degenerado italiano le agarró por el sillín en el momento en que El León intentó saltar en persecución de unos escapados. En aquella refriega, al pobre Crespo le pegaron, entre cuatro italianos, en el pelotón, y una de aquellas bestias salvajes, entre empujón y empujón, hasta llegó a utilizar contra el ciclista español la bomba de hinchar neumáticos.
—¿Qué te ha parecido el ataque de Bahamontes? —le preguntaron repetidamente a Loroño al acabar la etapa Barcelona-Zaragoza.
—Una vergüenza que no tiene nombre —respondió, con cólera reprimida, Loroño, a quien el cuerpo le pedía una réplica todavía más dura contra su compañero de equipo—. Hice el idiota al salvarlo en Navacerrada cuando lo esperé en aquel pinchazo.
Pero, en el deporte, las victorias vuelan muy rápidas.
—Javito, imbécil, ¿qué te han parecido los tres segundos que Loroño le ha sacado a Bahamontes en la contrarreloj Zaragoza-Huesca? —le dije a Otegui después de aquel triunfo que sirvió para consolidar a Loroño como líder virtual de la Vuelta.
Y así fue. Los ciclistas del equipo español, por fin, renunciaron a soplarle a Loroño en el escroto, y El León entró vencedor en San Mamés, La Catedral, el campo de fútbol de mi odiado Bilbao. El triunfo de mi ídolo me sirvió para refrotárselo cientos de veces, por sus belfos de pijo, a Otegui, que acabó de mí hasta los huevos de San Ignacio, el patrón de nuestro colegio, en cuyo honor tantas veces entonamos juntos, en la capilla, el pachanguero himno Iñasio gure patro aundia…
Pero, ay, el tiempo vuela, como lo vemos todos los días en el telediario, y dos años después, en julio de 1959, Bahamontes ganó el Tour y yo tuve que oír de todo.
—Tricornio, mamón, ¿qué te ha parecido el triunfo de Bahamontes en Francia? —me saludó Otegui, con estas palabras, a nuestra vuelta al colegio—. ¿No crees que un Tour vale por treinta victorias en la Vuelta a España? Loroño, con sus victorias en la Vuelta a España, ha ganado algo así como un 0,20 de Tour. Si sigue ganando Vueltas hasta los cincuenta años, puede que alcance a ganar hasta un 0,70 de Tour. ¡Loroño es un ciclista enorme!
Otegui me machacó a pullas durante dos meses y medio. Javi era bastante más alto y más fuerte que yo y, cuando nos liábamos en alguna pelea, yo siempre recibía más golpes. Es verdad que, si me animaba a poner en práctica todos los recursos a mi alcance, quizá yo tenía más posibilidades de aniquilarlo. Pero mi rivalidad con él no era tan grave como para irme al colegio con el fusil de mi padre y descerrajarle cuatro tiros en clase de matemáticas, la asignatura en la que más brillaba aquel buen chico, elegido innumerables veces, como Príncipe, el honor más ansiado por los alumnos de los jesuitas.
Y, sin embargo, unos días antes de aquella Navidad de 1959 en que no paraba de sonar, en todas las emisoras, la canción Un telegrama, cantada por Monna Bell, ejercí la más inocente venganza contra el cráneo de Otegui con una actuación cuyo recuerdo me ha hecho soltar una carcajada, pero que, ahora, naturalmente, también me produce pena. Aquel día de autos, estuvimos jugando al futbolín, y luego al billar, Otegui, Fernández y Leránoz, el hijo de un ferretero de Tafalla. Tras unas partidas de billar, de repente, se me ocurrió gastarles a mis compañeros una broma. Elevé mi palo de billar por encima de mi cabeza y, desplazándolo hacia atrás, para intensificar el impulso, lo descargué, con rostro ceñudo, contra el cráneo de Fernández. Cuando el palo llegó a medio palmo de su cabeza, naturalmente, detuve el palo, y los cuatro nos reímos. A continuación, repetí la broma y apunté contra el cráneo de Leránoz. Volví a frenar, naturalmente, el golpe a unos diez centímetros de su excelente cabeza (él siempre sacaba muy buenas notas), y los cuatro volvimos a estallar en una carcajada. Por supuesto, cuando le tocó el tumo al cráneo de Otegui, juro, por la memoria de mi padre, que lo último en lo que yo pensaba era en hacerle daño. Estábamos pasando una tarde agradable y no percibí en mí el menor deseo de rajarle el cráneo. Y, sin embargo, alcé el palo de billar siguiendo el itinerario de las dos veces anteriores y, cuando inicié el descenso, se me fue un poco la mano… Y, ¡zaaaas!, contra mi voluntad, lo vuelvo a jurar, sonó un hostión tan seco en el cráneo de Otegui que todos, salvo Javi, que se quedó helado y quizá hasta perdió la vista, nos miramos aterrorizados. La impresión del absurdo palazo fue tan fuerte que nadie pudo ya volver a abrir la boca. Poco a poco, cada uno fue recogiendo sus litros y todos, de uno en uno, en silencio, nos fuimos a casa. Otegui no llegó a sangrar. La inmensa brecha que aquel accidental palazo abrió entre nosotros hizo, sin duda, que nunca comentáramos, entre nosotros, aquel incidente. A la vuelta de las vacaciones de Navidad, le proporcioné, en la sacristía del colegio, una higiénica duchita de orina a San Pancracio, y me expulsaron del colegio. Y, ya a partir de entonces, recuperé mi libertad de elección de ídolo y, sin perder mi inmensa simpatía por Jesús Loroño, restauradas por un milagroso palo de billar mis facultades mentales…, volví a ser hincha de Bahamontes, el inmortal paisano del sublime escalador Garcilaso.