A la memoria del doctor David Hikhoff,

que en paz descanse, si es que no

existe nada mejor.

Era una noche de primavera. La tierra respiraba suavemente. El campo estaba tranquilo. Yo me hallaba en mi puesto de trabajo, balanceándome sobre las piernas rígidas. La fuente, un regalo de 08, tintineaba bajo la luz de la luna. Fue entonces cuando llegó. Trompeteando como un mamut, balanceándose, tambaleándose, bamboleándose, estirándose, bramando desde el fondo de su cavidad bucal.

—Mis diptongos. Han monoptonguizado mis diptongos. ¡Malditos franchutes!

Los ecos retumbaron en el cuadrilátero.

Corrí para cogerlo; era como querer sujetar a un oso. Casi nos caímos al suelo los dos.

—Pobre muchacho. Tú, pobre muchacho —me decía agitando sus cortos brazos—. Otra víctima del gran desplazamiento de vocales.

—El Norteumbriano, también. Totalmente malogrado.

Lloraba con lágrimas de verdad y se las secaba con la corbata. No era un estudiante borracho. Era un hombre mayor, según opinión del claustro de profesores de la Facultad.

—Conjuguemos roca en un tiempo deslucido. Repite. Repite o te pegaré hasta hacerte polvo. Raca, raca, racas, racas, racanes, racanes, racanas, racanum.

—Tranquilícese, señor —decía yo.

—¡Malditos normandos! —gritaba él—. ¡Han estragado mi idioma! ¡Mercian, Kentish, West Saxon y Norteumbriano, malogrados! ¡Trabalenguas francesas! ¡Cuenten a vuestros hijos y a los hijos de vuestros hijos y así por generaciones, que los diptongos han sido monoptonguizados! ¡Socorro!

—Estoy intentando ayudarle —le dije.

—¡Policía!

—Yo soy policía.

—Víctima —respondió—. Deshecho humano.

¿Cuántos recuerdan lo que pasó hace mil años? Si no fuera por Hikhoff, ni me hubiera enterado del desplazamiento de las vocales, aunque esto haya alterado mi vida. Porque fue este maldito desplazamiento de vocales lo que transformó los gruñidos de nuestro idioma inglés en ronroneos.

Averiguadlo. Leed cómo volaba la saliva entre los dientes de Angles, Saxons y Jutes, en aquellos lejanos días. Encontrad las pruebas de cómo los franceses vinieron, vencieron, empujaron nuestras vocales hacia la izquierda del idioma y revistieron nuestras lenguas con un forro de terciopelo.

Para Hikhoff, el desplazamiento de las vocales fue el eje de la historia. Antes, el hombre primitivo comía con las manos, después vinieron las medias de seda y las apologías fálicas.

—Desde los teutónicos hasta los morónicos —me contó Hikhoff—, castración, sequedad en el jardín de las amígdalas. No es extraño que haya tantas gargantas con estreptococos en esta ciudad de payasos.

Sonido. La vida de Hikhoff era sonido. Sonidos que lo hacen estremecer a uno interiormente. De tizas rechinando en las pizarras, de sierras cortando la madera, de tenedores arañando los platos de cristal; raspado, susurros, basura triturada, un chorro gimiendo, un torno de dentista, bombas absorbiendo, desagües chupando, neumáticos chirriando, sirenas de ambulancias, flatulencias de gigantes, bum, bang, clinc, raj, uñas rascando seda.

También existen sonidos más suaves. Música, timbres, campanas, todo; siempre ruido. En su mayoría, ruidos que nos obligan a retorcernos. No obstante, sus favoritos eran los sonidos de la gente. Sonidos de cuerpos, de voces, de palabras, canciones, adulaciones, maldiciones, órdenes, preguntas, narraciones, excusas. Ésta era la razón por la que el desplazamiento de las vocales le importara tanto.

—¡Lo que me hicieron estos galos concupiscentes! —dijo—. ¡Inutilizaron la mitad de las cuerdas vocales! ¡Me negaron la voz!

A Hikhoff le gustaba hablar y farfullar con estridencia.

Sus pulmones eran como los fuelles de un órgano para pronunciar las r y ch, que estrangulaba al extremo de terminar con un hilo de voz. Se escuchaba a sí mismo con placer. Grababa su propia voz para escucharse leyendo Beowulf, Chaucer o The Prose Edda, que hablan de la Edad del Viento y de la Edad del Lobo, cuando el Sol se tragaba la Tierra.

—Grrrr, no hables por la nariz. Los que hablan de esa manera son unos bastardos. Diafragma. Pulmones. Los túneles más profundos. Úsalos. Construye tus palabras lentamente. Dales forma en tu mente. Permíteles salir de la boca como animales hambrientos, haz anillos de humo caliente. Pronuncia cada frase como una ristra de maravillosos embutidos. No murmures. Habla claro. Di tu parte. No sólo hablarás mejor sino que harás un favor a toda la raza humana.

Hikhoff. Nos hicimos amigos. Aunque no me engañó. En un principio sus intenciones no eran del todo correctas. En fin, piensen como quieran.

Era un alma desalentada y desilusionada, una persona amargada, cínica. Un puñado de furia, una mala compañía. He oído todas estas cosas y aún peores. Pero para mí, fue la salvación. Amado camarada. Cierro mis ojos y lo veo claramente.

Hikhoff.

Cuerpo de melón, cabeza pequeña, mandíbula grande. Boca cerrada por labios morados, respiración dificultosa, brazos y piernas cortos. Una graciosa máquina, un mecanismo liberado, que resoplaba y aspiraba. Como los poderosos camiones que arrastran pesados remolques y que a veces se liberan de ellos y corren. Estos funcionan a gas-oil; Hikhoff, con comida. Siempre repostando. Siempre eructando gas. Yo lo quería. Y lo he perdido.

—Querido North —me dijo una vez con una voz inspirada y aspirada, suave, que concluyó jadeante, como si hubiese corrido alrededor de la mesa de la sala—. Acepto tu timidez represiva, Señor, Dios, Rey de los peces. Tú eres demasiado joven para conocer los problemas que pueden traer los genitales de un hombre. —En este momento apuntó a su barriga—. ¡Y yo no he visto los míos en cuarenta años!

Yo conocía esos problemas. Entonces tenía veinte años, no diez. Nos hicimos buenos amigos desde aquella noche de primavera, en que lo llevé a su casa. Después, durante el año, me invitó a cenar. Era un banquete. La mesa crujía bajo tanta comida. En la sobremesa intentó violarme.

Me cortejaba. Primero tiró cáscaras de naranjas al triturador de basuras. Fueron deglutidas, hechas puré. Después me dio vino Liebfraumilch. Me siguió como si fuera una máquina con piernas, rugiendo frases sobre enfrentamientos y calmas, estimulado y frustrado por mi agilidad.

—Lo siento, señor —dije en una pausa—, no tengo esas inclinaciones.

—¡Que los Alpes caigan sobre tu inexperta cabeza! —Hikhoff gritó tan fuerte que los cristales temblaron. A pesar de todo, conseguimos llegar a un acuerdo. Cuando se tranquilizó y se descongestionó, hablamos francamente.

—Doctor Hikhoff, aunque yo me sintiera atraído por las desviaciones sexuales, si es que se las puede llamar así, no podría hacerlo con usted. Usted es para mí una catedral llena de reflejos rojos de gran contenido simbólico. Es extraño. Yo le quiero. Pero no de esa manera.

—Es un punto de vista —dijo Hikhoff tristemente—. Si cambias de opinión algún día, prométeme que seré el primero en saberlo. Me telegrafías a cobro revertido. Mientras tanto, continuaremos siendo amigos. Tienes una gran inteligencia, y una gran inteligencia es algo así como una piedra rara y preciosa.

En efecto, continuamos siendo amigos. Yo me había empleado como guardia del cuerpo de la policía universitaria, para poder asistir a los cursos libres. Al final me quedé y fui ascendido a capitán. Todavía podría estar allí.

Una vez por semana iba a ver a Hikhoff y cenábamos juntos. Él nunca dejó de hacer sus pequeñas insinuaciones, después del postre y el Cointreau, pero no volvió a atacar directamente. Se controlaba a sí mismo.

Hablábamos de la vida y la poesía. Entonces yo escribía. Leyó mis trabajos, y a veces los tradujo al inglés antiguo. Los criticaba. Tenía fe en mí, me alentaba.

Yo escribía sobre la vida, el valor, la identidad, el tiempo y la muerte. Estos temas deleitaban a Hikhoff. Era un gran romántico; se sentía inmerso en el paraíso. Creía en Adán, en Eva, en la serpiente, en Dios, en Gabriel, pero detestaba los hechos que habían protagonizado. Se veía a sí mismo, vestido con una capa y una afilada espada en la cintura. Creía en sangrientas batallas e idílicas reconciliaciones. Su visión de conjunto era: matar y besar.

Lo importante para él era mantener los vientos en actividad y la basura volando.

—Batir las emociones, pero no hasta el punto de convertirlas en mantequilla —explicó—. No con drogas, ni alcohol, ni hongos, que sólo proporcionan espejismos rosáceos. Usa la vida, Harold. Hazte adicto a la vida. Genera tus propios fármacos, tu propio éxtasis, tu propia danza. Hikhoff el Absoluto ha hablado.

Nuestras veladas me hicieron un gran bien y espero que a él también. Yo era como su hijo, decía él. Y para mí él era mejor que mi padre. Hubiéramos podido seguir así por muchos años. Pero la casa se nos vino encima, como era de esperar.

Una noche que estábamos cercados por el invierno, recibí una llamada. No estaba totalmente dormido, sólo al borde del sueño, un sueño formado por remolinos de nieve. La campanilla del teléfono sonó como un bicho ruidoso; yo luché por aplastarlo. Finalmente, me levanté desnudo y temblando de frío en la habitación. Intuía que pasaba algo.

Mi primer pensamiento fue un incendio, o un suicidio en la residencia de estudiantes. No era época de bromas entre chicas y muchachos, y las violaciones ya estaban pasadas de moda.

—Hola.

—¿Es usted Harold North?

—Sí, soy yo.

—Soy la señorita Linker, de la Clínica de los Pastores del Corazón Sabio, en la plaza del Kipman… Un paciente, el doctor Hikhoff, está pidiendo…

Era una noche gélida; el hielo producía reflejos, una pátina brillante como la de las fotografías. Recuerdo el vapor que salía de los desagües, formando una neblina en las calles. Era agradable oír el motor del coche tratando de arrancar y las bujías arder. En el reloj, junto al volante, eran las tres de la mañana. Siempre llevo el mío adelantado cuarenta y cinco minutos. Es una tontería relacionada con los finales imprevistos. Tengo la estúpida idea que, si la destrucción viniera, tendría casi una hora para volver y prepararme.

Me dejaron entrar directamente a la habitación. Su estado era crítico. Parecía un monte en la cama blanca con barrotes a ambos lados. Una enfermera se inclinaba hacia él, que se relamía como si la muchacha fuera un exquisito bocado. Deliraba. Decía grupos de palabras fundidas como dulces al sol. Le suministraban oxígeno. Tomaba galones, vaciaba tanques enteros.

Yo lloraba.

La enfermera movía la cabeza negativamente. Me dio su veredicto. No había ninguna esperanza, salvo la pequeña llama de luz que podría reavivarse. Había sufrido un ataque total, una erupción: la lava se había derramado por su sistema y lentamente lo había llenado de polvo negro.

La enfermera me dio dos cartas. Estaban rotuladas: PRIMERA y ÚLTIMA. Puse los sobres en el bolsillo y me quedé junto a la cama. Escuché el silbato del tren de las cinco. Parecía dedicado a Hikhoff. Abrió los ojos, se arrancó la máscara de oxígeno y empujó violentamente a la enfermera con los puños cerrados. Se sentó, me miró y dijo:

—Toca, toca.

Tomé su cabeza entre mis manos y lo acuné. La cabeza redonda era como una pelota con ojos asustados.

—Escribiré grandes libros —dijo.

Entonces su mirada se fue. Hikhoff estaba muerto.

La habitación blanca se llenó de su alma que escapaba de su capa y de su espada. La ventana estaba entreabierta y el alma salió al aire frío.

El cuerpo fue incinerado después de un hermoso funeral. En el testamento pidió que sus cenizas se repartieran por los ceniceros de la Universidad. No lo hicieron. Las enviaron a su familia, en una caja de plata. En realidad tendrían que haber sido usadas como fertilizante para un árbol. Un roble, algo enorme con una cabeza llena de hojas, raíces sedientas y profundas, un tronco para grabar y ramas para sostener toneladas de nieve.

Después del funeral, me recluí.

Necesitaba tiempo para pensar en mi amigo, y darle forma en la memoria. Era fácil recordarlo. No era una de esas personas que se desdibujan con el primer cambio de estación. No solamente podía verlo, sino que escuchaba y sentía la vibración de su espíritu. Ya lo poseía totalmente.

Cuando estuve seguro de retenerlo en mi memoria, leí la carta marcada como PRIMERA. Era una tentación leer la última en primer lugar y la primera después, porque sospechaba que Hikhoff me estaba jugando una broma. Pero pensé que no podía haberlo hecho, teniendo la muerte ante sí.

«Querido Harold:

»Cuando leas esto, yo estaré muerto, lo que me parece ridículo. Tú sabes que espero encontrarme contigo otra vez en algún otro mundo. Por lo pronto, continuaré con la educación de tu sombra y si hay inmortalidad corporal, persistiré en tu seducción.

»Pero dejemos esto. Quiero pedirte un favor. Naturalmente es una petición idiota y muy exigente. Tienes, por supuesto, la opción de negarte, y quizá sientas la necesidad de hacerlo.

»En una noble aldea, Crep-Off-The-Hudson, vive una mujer que tiene una tienda llamada Poodleville. Esta señora, combinación de estrógeno, estímulos lucrativos y habilidad para el trato con los animales, tiene en su poder un fantástico descubrimiento.

»Es un huevo de glak.

»Ningún huevo de éstos ha sido visto durante muchos años. Es muy posible que sea del último glak.

»El huevo llegó a sus manos gracias a un pariente que trabajaba con un equipo de radar en Labrador. Yo lo vi en su tienda, cuando fui con la idea de comprar un loro. Gracias a Dios, el huevo estaba cerca de un radiador.

»Harold, creo que ese huevo está fecundado.

»Desde entonces, he estado pagando a esa mujer para que caliente el huevo. El tiempo de incubación de un glak es de siete años y cuatro días. Pedí información a nuestro finado doctor Nagle, de Antropología. Dio una fecha aproximada para el nacimiento del glak: a mediados de abril del próximo año.

»Harold: al glak se le considera oficialmente extinguido; ¡puedes imaginar la importancia de todo esto! (éste es el primer signo de admiración que he usado desde la muerte del káiser Guillermo).

»No creo que me pase nada antes del nacimiento del glak. Nunca me he sentido peor, lo cual es un síntoma excelente de salud. Pero si fuera atropellado por un neumático que se hubiera escapado volando de un coche, o golpeado por una pelota de bolos o un virus reptante, y tú tuvieras el agónico deber de abrir y leer esta carta, por favor, haz lo siguiente:

»1) Ve al Banco de Crédito del Norte. Allí encontrarás una cuenta a nuestros nombres con cinco mil dólares.

»2) Ponte en contacto con la mujer de Poodleville, señorita Moonish. Págale dos mil quinientos dólares por el cuidado del huevo, según convinimos.

»3) Llévate el huevo bien envuelto y cuídalo con mucho cariño hasta mediados de abril. Entonces transpórtalo al único lugar que se sabe haya sido habitado por glaks: el norte de Labrador.

»4) ¡Cuidado! Aunque el doctor Nagle, de Antropología, está muerto, creo que ha hablado a su hijo John de mi descubrimiento. También creo, por ciertos tics del oído derecho de Nagle, que el viejo tenía sueños de gloria, y fantaseaba sobre un posible artículo en la Revista Escolar Norteamericana, titulado “El Glak de Nagle”. La viciosa ambición de los antropólogos es muy conocida. ¿Qué podemos esperar de sus hijos? Cuídate del joven Nagle, Harold, tengo presentimientos.

»5) Es por este peligro latente de Nagle, que te imploro, actúes rápidamente.

»Harold, hijo, sé que todo esto te parecerá muy extraño. Piénsalo bien, es la última voluntad de un viejo tonto. Si no puedes ayudarme, olvídalo todo.

Toma mi dinero y gástalo en diversiones. Tira mis cartas al cubo de la basura. Bebe té helado con menta mientras cantas Cuando los santos van marchando. Rompe una botella de champaña sobre tu cabeza y sigue tu rumbo. Haz lo que quieras.

»Harold, escribir esta carta y tener aún que hacer la ÚLTIMA (para ser abierta, únicamente, si por algún milagro naciera un glak y lo hiciera felizmente), me ha hecho estremecer. Siento como si me hubiera tragado un kilo de manteca. La idea de mi propia muerte me llena de tristeza y la alimenta.

»Adiós, querido Harold, que todos los sonidos que resuenan en la noche, te bendigan.

»Tuyo en el afecto,

»David Hikhoff

Dejé la PRIMERA y guardé la ÚLTIMA en el bolsillo. Apagué las velas y me senté en la oscuridad.

Hikhoff murió en febrero, un mes apenas lo suficientemente largo para contenerlo.

Aquel febrero fue frío como una nevera: Crep-Off-The-Hudson quedó aislado como el Abominable Hombre de las Nieves, con las axilas heladas y una pálida expresión de esperanza. No es extraño que Hikhoff hubiera pedido ser quemado: era un último soplo de calefacción.

La única referencia que el mundo a veces tiene de la vida, proviene de cerillas que se encienden, de los fantasmas de humo que salen de debajo de las calles, del brillo de las puntas de los cigarrillos en la oscuridad. Es como si nadie sonriera.

Tardé una frígida semana en tomar la decisión de hacer lo que Hikhoff me pedía. En esos días me regalaron una lustrosa miniatura suya, hecha por un estudiante de escultura en su memoria. El pequeño Hikhoff estaba muy bien hecho y se le parecía bastante. Era de cerámica anaranjada y marrón. Tenía el tamaño de un limón. Lo llevaba conmigo como un talismán. Morboso, ya lo sé, pero me ayudó a tomar la decisión.

Por algunas horas, fui dueño de cinco mil dólares. Había una cuenta en un Banco y un vicepresidente que esperaba mi visita. Si existía una cuenta, también existiría un huevo, y era de suponer, un Nagle. Todavía sospechaba de Hikhoff, de su gran sentido del humor.

Pero también contaba la decisión de Harold North.

Hikhoff, visionario, sostenía la zanahoria de oro sobre mi cabeza. Podría usar el dinero para divertirme; yo, que vivía como un ermitaño, que jamás había tenido grandes ambiciones. Cada billete podía ser traducido en tiempo: podría ir a Mallorca, podría escribir hasta que mis dedos se convirtieran en nudillos.

Glak, maldito glak. Muchas criaturas se han extinguido, han ganado el estatus del olvido, la fama de los museos. Cosas enormes y verdes, con colas del tamaño de edificios. Tipos peludos con kilos de papada y ojos centelleantes. Dragones voladores que gotean ácido. Elefantes con suficientes colmillos para mantener a decenas de dentistas. ¿Por qué no el glak? La extinción es el camino de la naturaleza. ¿Quién sufre por su desaparición? ¿Hay alguien que se desespere por ello? No existe otro camino. Tenía que cumplir el pedido de Hikhoff post mortem. Habíamos disfrutado demasiado juntos. ¿Podría desoír su última voluntad?

Naturalmente, fui a la biblioteca, antes de mi visita al banco, e indagué sobre el glak. No había mucha información. Se trataba de un pájaro alto como una cigüeña, con un graznido ronco que parecía decir glak, glak. Famoso por su danza de seducción, que consiste en un rápido giro de la pluma dorsal, en sentido contrario a las agujas del reloj. Habitaba en la región subártica al este de Norteamérica. La disminución de los glaks fue notada hacia 1850. Se les clasificó como especie extinguida en 1902.

Glak, glak. Hikhoff decía que quizá las vocales hayan permanecido en su lugar y los que nos desplazamos fuimos nosotros. Glak, glak, pío, pío. Pero a mí, ¿qué me importa?

En el banco miré el cinco y los tres ceros, mientras acariciaba mi Hikhoff de cerámica, en el bolsillo izquierdo del abrigo. Cuando noté que el vicepresidente estaba observando mi mano, saqué a Hikhoff y lo puse sobre la mesa.

—Es un Hikhoff —dije.

—¿Un Hikhoff?

—El hombre que me dejó este dinero.

—¿Y lo lleva consigo?

—En ocasiones especiales.

—Es un sentimiento muy bonito. Podría ponerlo de moda.

Puse el dinero en una cuenta corriente.

El siguiente paso que di fue buscar Poodleville en el listado telefónico. Llamé y me contestó una voz que podía pertenecer indistintamente a una persona o a una bestia. Era una voz fina y aguda; desahuciada.

—Soy Harold North. Un señor llamado Hikhoff me dijo…

—He estado esperando su llamada.

—¿Podríamos vernos?

—Por supuesto. Lo antes posible.

La clientela de Poodleville es demasiado selecta para el pueblo en que se encuentra. La tienda está situada en el núcleo residencial de la parte antigua de la ciudad, entre un grupo de casas sólidas y bien construidas. Cada una tiene un jardín, varios árboles y una verja. Sus habitantes descienden de la gente que fundó aquella parte de la Tierra o de los que vinieron luego e hicieron fortuna. Las casas son impresionantes, cada una es un fuerte que defiende la vida privada y ha visto muchos inviernos amargos.

Por los grandes ventanales de estas mansiones señoriales, podía ver espléndidos objetos: arañas de cristal, cuadros en marcos dorados, jarros de estaño, samovares de plata, pesados cortinajes, terrazas con barandillas de hierro forjado, escaleras de caracol, biombos de madera. Cada casa era en sí misma un huevo con su propia fuente de calor, y la vida aparecía a veces en forma de un coche o de un taxi esperando.

Fragmentos de movimientos, marcas de pisadas que no han sido cubiertas todavía por la nieve. Columnas de humo saliendo de las chimeneas animaban el barrio con ritmo lento. El invierno se había apoderado de las calles, que tenían el aire de cementerios. Podía imaginarme a Hikhoff chapoteando detrás de mí, como un espectro espía, observando mis movimientos, disfrutando de esa calma lujosa que da la nieve.

Poodleville había sido construida en la planta baja de una casa. No tenía la apariencia de un comercio, y mucho menos de uno que vendiera perros, pájaros, peces, gatos, hámsters, monos, e incluso hormigas. No se veía ningún cachorro saltando detrás de los cristales. El escaparate, decorado con buen gusto, tenía fotos de un famoso campeón reproductor caniche, con su arrogante hocico, erguido como si saludara a la posteridad. Había también un collar de piedras con la correa de color rosado.

Cuando la puerta se abrió y sonó una campanilla, los animales chillaron. Flotaba un olor a selva, disimulado por un aromatizador de ambientes; dentro la atmósfera era tranquila.

Esta fue mi primera imagen de Elsie Moonish: junto a los peces tropicales, mirando una radiografía a la luz azul de los tanques. Un canario cantaba en un estante encima de su cabeza. Tres o cuatro perros frotaban sus hocicos contra los barrotes pintados a rayas. Un papagayo dormía y, junto a él, un mono se balanceaba en su hamaca, mientras chillaba como una laucha.

La señorita Moonish no se volvió. Siguió mirando el negativo. Me pareció que estaba examinando el bazo de caniche y los riñones de un canario.

No era como me había imaginado, cuando escuché su voz grumosa por teléfono. Atractiva, de unos cuarenta años un poco rolliza y con hilos grises entre sus cabellos negros cortados a lo Príncipe Valiente. Era deseable, aunque sus piernas fueran un poco gruesas.

No sé si me oyó entrar. Tuvo que ser así, si no era sorda, porque la campanilla sonó y los animales reaccionaron. Esperé a unos pasos de ella. No hice ningún ruido, aparte del jadeo de la respiración, porque estaba resfriado.

Uno de mis jadeos llegó hasta la señorita Moonish. Fue un tremendo ronquido, como si viniera de los senos frontales de Hitler. Creo que ella estaba esperándolo como un pretexto para mostrar sorpresa. Hasta los animales callaron por desconocer aquel sonido.

—Mi páncreas —dijo.

—¿Perdón?

—Estoy preocupada por mi páncreas, pero parece que está en buenas condiciones. ¿Quiere usted mirarlo?

—No antes de comer —dije.

—Dicen que soy una hipocondríaca, lo cual indica que temo la muerte; y es verdad. Amo los rayos X. Es una pena que la radiactividad sea peligrosa.

—Siempre existen complicaciones —afirmé—. Soy Harold North.

—Ah. ¿No es el otro?

—¿El otro?

—Ese Nagle.

Su papagayo despertó, parpadeó y dijo:

—Ése, ése, ése.

—¿Ha hablado usted con ese Nagle?

—Hace poco. Es su competidor. ¡Pobre doctor Hikhoff! Me enteré de su fallecimiento. ¿De qué fue? ¿Arteriosclerosis? ¡Un hombre tan hermoso! ¡Es una tragedia!

Me di cuenta de cuál era el motivo por el que Elsie Moonish hablaba tan débilmente. Era porque casi nunca inhalaba. Tomaba aire de una bocanada y lo guardaba largo tiempo. Al final de una inspiración, su voz era casi inaudible. Debió ser muy difícil para Hikhoff tratar con ella.

—Todos estos trastornos por un huevo —dijo—. Es increíble.

—Hablando del huevo, ¿puedo verlo?

—Por ese precio hasta se lo cocinaría, señor North.

La señorita Moonish cerró con llave la puerta de la tienda, aunque no daba la impresión de que tuviera muchos clientes. La seguí, pasando entre accesorios para animales, comidas, mesas de barbero cubiertas de rizos, hasta una pequeña puerta. Detrás había una escalera.

Encima de Poodleville, en el primer piso, estaba el apartamento de Elsie. Podía haber sido muy elegante, pero la atmósfera era la de un cuarto trastero. La habitación tenía techos muy altos, ventanas de cristales rojos, arcadas de columnas y muebles distinguidos; pero todo estaba un poco desvencijado. Se respiraba una rancia dignidad. Me dirigí a una silla azul, me senté y esperé.

Ella fue a otra habitación, su dormitorio, y volvió con una caja de cartón. Era como las que le dan a uno en una tienda, cuando pide cajas para hacer una mudanza. Escrito en rojo (con lápiz labial), decía FRÁGIL, GUÁRDESE CALIENTE. Yo esperaba algo más, una caja de cristal o ebonita, pero ahí estaba, una vieja caja de tomates.

Elsie Moonish sacó del interior un kilo de periódicos viejos y luego una pelota envuelta en terciopelo. Con cuidado, aunque no demasiado, desenvolvió el huevo. Y allí estaba. Sólo un huevo, un poco más grande que el de una gallina, manchado con pintas violetas.

Para aparentar que yo sabía lo que pasaba desde un principio, observé:

—Ajá. Sí, es esto.

Me dio el huevo, yo lo examiné. Estaba caliente y en buenas condiciones. Rápidamente, lo volvió al nido de terciopelo.

—El doctor Hikhoff se sentaba donde está usted —ella dijo—. Pasaba horas y horas. Trataba al huevo como a un pariente. Estaba subyugado.

—Sí.

—Él hubiera dicho que en esta habitación hay corrientes de aire. Era un hombre muy protector.

—Totalmente.

—Señor North, creo que ha llegado el momento de hablar de negocios, aunque tal vez no sea lo más apropiado en esta ocasión.

—¿Negocios? —dije—. Según las instrucciones del doctor Hikhoff, tengo en mi bolsillo una libreta de cheques y estoy dispuesto a darle uno por dos mil quinientos dólares.

—Es usted muy amable, señor North —dijo volviendo el huevo a su caja.

—No hay de qué.

—Señor North, debo decirle que me siento como la reina de las perras y perdone la expresión. Pero ese Nagle me llamó esta mañana, para ofrecerme cuatro mil quinientos dólares, que es todo el dinero que posee, por el mismo huevo.

—Pero usted se lo ha prometido al doctor Hikhoff…

—Señor North, ¿qué cree usted que representa el dinero para mí: tiempo, salud? Mi único problema es que la hipocondría es mortalmente cara. Los médicos cobran honorarios horrendos. Es una desgracia. Permítame mostrarle algo.

Llevó el huevo a su dormitorio y volvió con un gran libro, un álbum.

—Mire esto. Son mis radiografías. Cinco años de rayos X y algunos de mis amigos y parientes. Observe mi útero: cincuenta dólares. Mi coxis: quince o veinte, si mal no recuerdo. Corazón, pulmones, estómago. ¿Se hace usted idea de lo que cuestan estos tratamientos?

Por alguna razón me daba vergüenza mirar su interior; hacía tan poco que nos conocíamos. Creo que si las revistas médicas publicaran radiografías a doble página, ella aparecería muy a menudo. Hojeando las páginas, sentía como si la conociera hacía muchos años.

—Señorita Moonish —dije—. Le seré franco. El doctor Hikhoff me dejó cierta cantidad de dinero. La suficiente para pagarle a usted, vivir un poco y llevarle el glak a su tierra.

—Ese Nagle fue tan insistente —dijo—. Parecía dispuesto a todo.

—Igualaré su oferta. Aunque será muy duro para mí. Y con un adicional de un dólar.

—Maravilloso. Ya estoy más tranquila. Es tan excitante ver dos hombres frente a frente, en conflicto. Sobre todo si sus apuestas son iguales. Cuando han agotado los recursos materiales, tienen que apelar a sus reservas primitivas, cualidades espirituales y físicas. El adicional, como usted decía. El plus-plus.

—Estoy perdido.

—Su dinero, señor North, o el dinero de ese Nagle, vienen a ser lo mismo. Las apuestas se anulan. Dos hombres desean mi huevo. Cada uno ha ofrecido oro. Entonces, otros factores aparecen en escena. El plus-plus… Llevo una vida muy aburrida, señor North.

—¿Qué ha dicho usted sobre otros factores? ¿Qué otros factores?

—La ciudad está helada. Todo cruje bajo las toneladas de nieve. Yo atiendo mi negocio, cuido de mis animales, corto el pelo a los canes, etc. Como, duermo y espero el paso de los meses. A pesar de lo que veo en mis radiografías, siento un vacío interior, en esta estación del año. Soy como un jarro vacío. Un jarro vacío deseando miel. Yo quiero miel, señor North, la miel plus-plus. Quiero recuerdos.

—Señorita Moonish: ¿está usted sugiriendo de alguna forma, algo que tiene que ver con eso que los estudiantes llaman contacto corporal?

—Es usted muy listo, señor North. Habla con mucha franqueza. Y, como yo también estoy en contacto con la naturaleza, soy una persona franca.

—Señorita Moonish: trabajo como guardia del cuerpo de la policía universitaria. Escribo poemas. Leo mucho. Apenas tengo vida social. No soy exactamente un inadaptado. Pero sí soy… un camello en el plano sexual. Puedo hacer muchos kilómetros sin abastecerme. En eso me sublimo. Y además, no la conozco a usted lo suficiente.

—Yo le encuentro a usted encantador, señor North.

—Y además Nagle, según tengo entendido, es un tipo terrible y amoral. Supongamos que usted encuentra el plus-plus de Nagle más encantador.

Elsie Moonish se levantó y se desperezó lentamente.

—Es mi glak. Estoy en el trono del pájaro gato. El trono del pájaro glak. El trono del huevo de glak. Me siento embelesada por esta cadena de sucesos.

—De acuerdo, cinco mil dólares, y en esto está incluida mi pequeña reserva, el dinero para mi vejez.

—¿Me ofrece usted cuatrocientos noventa y nueve dólares más, para no tener que hacer el amor conmigo?

—Sí. Sí y no. No es nada personal.

—Yo lo tomo como personal. O acaso sea el precio de su propia inseguridad. ¿Tiene miedo a que esta pequeña competición se resuelva en base a su…, su habilidad?

—No es eso.

—Sí, lo es.

—Quizá lo sea.

—Tenga coraje.

—Algo está silbando abajo, señorita Moonish. Tal vez un ladrón.

—El ladrón es usted. Róbeme.

Maldito Hikhoff, ¿qué deuda tengo contigo? Primero una promesa. Ahora mi más preciada posesión. Por un glak.

—Me gusta motivarme.

—¿Y a quién no? ¿A quién no le gusta? Pero también habría mucho que hablar del amor sin posesión: el más dañino tipo de contacto humano. Bienvenidos viajeros. Excitante, enfurecedor. Un último acto, pero sin posesión. Es una lección, señor North. Recomenzar la lección de la separación. Recuerdo una, en invierno, carnal y mágica. Fusión, no fisión. Construir inmunidades contra los terribles deseos de la primavera.

Todo esto en una sola expiración; pensé que explotaría.

—Yo no soy filósofo —dije.

—La filosofía está en la punta de la lengua —afirmó—, en la parte inferior de la espalda, detrás de las orejas, donde las piernas se juntan con el tronco, en la parte interior de los muslos, detrás de las rodillas, en la cima de las montañas, en el valle. En las zonas desmilitarizadas.

—Temo mi propia inhibición —dije—. Un error freudiano. No estoy tranquilo.

—Ven —dijo la señorita Moonish.

Desnuda, Elsie Moonish estaba muy bien, aunque yo no podía evitar ver sus órganos interiores a través de su piel. Estuvimos juntos durante horas. Amándonos sin posesión, combatiendo el invierno y reforzando la sangre contra la primavera. Los animales de abajo nos ponían el fondo musical, y la hierba hubiera podido ser nuestra cama. Estábamos en el campo. Elsie estaba agotada y deseaba más y más. Yo, para mi sorpresa, era una fuente de juventud. Había pasado tanto tiempo desde la última vez.

—¿Cuánto tiempo, Harold?

—Dos años.

—¿Quién?

—Una estudiante que hacía su tesis sobre la brutalidad de la policía.

—La odio.

Entonces, demasiado pronto, dijo:

—Ya he llegado al punto en que quiero que te quedes. Así que vete.

—Una vez más.

—No.

—Plus, plus.

—Vete.

Nos duchamos juntos. Ella me enjabonaba; dijo que le gustaba mi cuerpo, yo le contesté, enjabonándola, que el sentimiento era correspondido. Mientras se vestía me dijo que le telefoneara.

Salí al frío, temblando como una hoja, soplando vapor. Me dieron ganas de volver, pero ella ya había cerrado la puerta con llave.

Cuando llegué a casa, vi que alguien había entrado y la había puesto patas arriba.

Todo estaba revuelto. Lo único que había desaparecido era la carta PRIMERA. Por suerte la ÚLTIMA la llevaba encima. Llamé a Elsie Moonish inmediatamente, pero su teléfono no comunicaba.

«Un Nagle que osa robar es un Nagle desesperado —pensé—. ¿Cómo trataría a la dueña del huevo?» Estaba preocupado por Elsie. Quizá la tratara bien. Nunca lo había visto. Tal vez era un tipo atlético.

Estaba sentado, preocupado por las características sexuales de Nagle, y me hubiera quedado en aquel estado de duda por más tiempo, si no fuera porque mi mente policíaca me alertó. Me encontraba tranquilo esperando saber si había ganado el huevo, mientras que un salvaje Nagle sin principios corría libremente. ¡Era un idiota pasivo! Salí corriendo a la nieve; Elsie Moonish ya podría estar dentro de un baúl viajando por American Express.

Tomé un taxi hacia Poodleville y fue una suerte que no esperara más tiempo.

Cuando llegamos frente a la tienda, vi que un hombre corría por la calle. Llevaba un gran paquete, demasiado pequeño para ser un baúl, pero bastante grande. Mientras pagaba al conductor, se me ocurrió que podía ser la caja del glak.

En ese preciso instante se abrió una ventana de Poodleville. Vi a Elsie, envuelta en un salto de cama, asomada y mirando a uno y otro lado. Gritaba:

—¡Ladrones de glaks!

Me lancé detrás de Nagle, que ya desaparecía. Mis zapatos patinaban en el asfalto helado. Él corría sosteniendo la caja del glak y habría escapado si no fuera por el destino. La parte antigua de la ciudad era montañosa como Roma. Un niño, salido de alguna parte en un trineo, que venía deslizándose calle abajo, embistió a Nagle a la altura de los tobillos. Sus piernas se abrieron como tijeras. La caja del huevo voló por el aire. El niño se estrelló. Nagle cayó ridículamente.

Atajé la caja antes que llegara al suelo. Caí sentado con ella en los brazos, encima del trineo, y con él fui cuesta abajo por la colina. La acera estaba helada, el trineo superó el récord olímpico, el mundo se nubló. Alcancé a ver a Elsie Moonish muy fugazmente, cuando pasé por delante de la tienda; también las ramas de los árboles y el cielo gris. Seguí rodando hacia abajo y escuché estampidos de balas a mi alrededor.

Nagle me estaba apuntando y se acercaba. Afortunadamente el trineo saltó de la acera y continuó por la calzada, junto al borde. No había tráfico. Sentí un pinchazo caliente. Estaba herido, pero seguía vivo.

Continué bajando a mil kilómetros por hora hacia los rieles del tren. Escuché un silbato y un golpe metálico al frente. El semáforo se puso rojo. La barrera bajó. Enfilaba directamente hacia el cruce. Pasé por debajo de la barrera, choqué con las vías, vi la parte delantera del tren, un humeante cíclope, abracé fuertemente la caja, abandoné el trineo y, dando vueltas, caí en un montículo de nieve mientras el tren se interponía entre mi enemigo y yo.

Olvidándome del dolor, tomé mi caja y, de un salto, trepé a un vagón vacío.

«Este es el fin —pensé—. Mi cuerpo quedará aquí, vagando por todo Estados Unidos. Un cargamento triste.» Lloré. Había tanto por hacer todavía. Y yo estaba allí, truncado en la flor de la vida.

Un ferroviario me encontró en Utica; estaba en el Hospital General cuando desperté.

—¿Tiene seguro?

—Humm…

—Usted está aquí fundamentalmente por una conmoción sufrida y por las consecuencias de haber estado mucho tiempo a la intemperie. Eso no es todo. Se lo diré con simplicidad y sin emoción, señor North. Usted ha sido perfectamente circuncidado por una bala calibre 22. ¿Está usted seguro de que no ha sido un intento frustrado de suicidio?

—Hikhoff —grité—. ¡Si Nagle hubiera tenido mejor puntería, yo habría rescatado tus cenizas, hubiera reconstruido tu figura y te hubiera dado una patada en el trasero! Siempre me he conservado entero, desde las cutículas hasta el apéndice, y ahora esto. ¡Qué trauma!

Me tranquilizaron.

Después supe que cuando me llevaron al hospital, también llevaron el huevo. Estaba en un armario caliente, cerca de mi cama. No podía saber si el glak había sufrido algún daño.

—Pobre glak —dije murmurando—, ¿y si naces un poco deforme? Deberás informar al mundo que has recibido duras bofetadas. Todos los supervivientes deberían llevar las cicatrices, por lo menos en los ojos. Que seas muy feliz, glak.

Hikhoff hubiera disfrutado con los sonidos del hospital. Los había de dolor, de terrores en la profunda oscuridad, de bebés llenos de furia y deseos. En aquellos sonidos, mis compañeros de la noche, las vocales no habían sido desplazadas. Los altavoces llamando al doctor Fulano, al doctor Mengano y al doctor Mortimer Post cuando hacían una autopsia. Sonidos de bandejas y televisores, visitas y sillas de ruedas; todos esos sonidos hubieran interesado a Hikhoff porque tenían la honestidad de una pared blanca alrededor. A Hikhoff, no a mí.

Alegremente, salí del hospital, unos gramos más liviano. Nada grave. Llevé mi caja con un entusiasmo nuevo. Las balas de ese Nagle me dieron una razón. Ahora me sentía realmente parte de la aventura. Era una pequeña, pero sincera inversión.

Había que esperar seis semanas (estábamos en marzo) para que se rompiera el cascarón, suponiendo que realmente sucediera. Tenía que llegar a Labrador con un presupuesto limitado y cuidarme de ese Nagle. Un Nagle fanático, que, seguramente, nos seguiría. Desde luego, lo primero que tenía que hacer era encontrar un escondite, un sitio desconocido donde un hombre y su huevo pudieran estar en paz.

Busqué en los anuncios. Dos avisos me interesaron. Uno de ellos no dejaba lugar a dudas:

«H. N., sé que estás en Utica. Todo está perdonado. ¿Podemos hablar? Posible llegar acuerdo proyecto G. Ridículo continuar hostilidades. Peligroso esperar.»

Peligroso esperar. Entonces, Nagle había averiguado el destino del tren. Hombre inteligente y transigente. Si no hubieran sucedido todos esos disparates, yo le hubiera contestado a su Apartado de Correos. ¿Por qué no? Era el hijo de su padre y sus impulsos eran lógicos. Con Hikhoff ni siquiera me unía un vínculo de sangre.

Pero con el dolor que me ocasionaba el caminar, no me sentía con humor para negociar.

El segundo aviso era sobre una habitación en una casa, bonita, limpia y con buena calefacción; buena vista, derecho a cocina, servicio de limpieza, buena familia y ubicada en una calle con árboles cerca de los medios de transportes e iglesias de todas las religiones. El precio era bueno. Llamé y me dijeron que la habitación estaba aún desocupada.

La casa era hospitalaria. Había un pequeño jardín con un muñeco de nieve y un árbol de Navidad. Toqué el timbre embarazado por la caja que sostenía en mis brazos, porque el suelo me pareció demasiado frío.

La señora Fonkle no prestó ninguna atención a mi paquete.

Le dije que era un científico, pero no de los que fabrican bombas. Que era de fiar, seguro, bien educado, una persona que sólo pide migas de la vida, silencioso, bien dispuesto y que estaba trabajando en la procreación de una nueva especie de pollo, lo suficientemente grande para alimentar multitudes. A la señora Fonkle le inquietó la idea de los pollos grandes.

—¿Cómo de grandes? —dijo.

Yo puse mis manos, una a ochenta centímetros de la otra.

—¡Qué pollo! —dijo ella riendo hasta enrojecer.

La primera noche me invitó a cenar.

Los Fonkle eran una mezcla. La señora Fonkle había estado casada con un hombre delgado como un lápiz, que carecía de pigmentación. Él había muerto y le había dejado una hija que tenía cerca de veinte años, muy guapa desde todos los ángulos, intensa y gesticuladora.

El actual marido de la señora Fonkle era fontanero. Parecía media res semicocida. La hija que tenía con la señora Fonkle era morena, dulce, de sólo diecinueve años, plena de fuerzas interiores que pugnaban por salir.

Durante la cena, hicimos comentarios sobre la ciencia, la bomba, y de cómo antes, el mundo era mejor. La hija del marido número uno, Myrna, dijo:

—La gente está empezando a notar que la guerra no soluciona nada.

—¿Entonces, por qué todo el mundo está luchando? —inquirió Cynthia.

—Hay dos cosas que pueden detener las guerras —contesté—. Una es el descubrimiento de vida en otra parte del universo. Otra, la esperanza en el hecho de que las naciones que fomentan la sexualidad fracasen en las luchas.

—¿Está usted casado? —dijo la señora Fonkle, pasándome el segundo plato.

—No, no tengo familia, estoy casado con mi trabajo.

—Mi esposa le está haciendo preguntas muy personales —observó el señor Fonkle.

—En una casa donde las puertas están siempre abiertas —dijo la señora Fonkle—, tengo derecho a hacer ciertas preguntas.

Era verdad. La casa de la señora Fonkle tenía siempre las puertas abiertas. Hasta yo, un paranoico esperando la sombra de Nagle, había empezado a dejar mi puerta abierta.

La primera semana fue todo bien. Podría decir que nacía una intimidad entre la familia y yo; nunca había vivido tan cerca de otra gente.

Pasé los días escribiendo. Por la noche velaba el huevo y salía a dar paseos. Mi Hikhoff quedaba sobre la mesilla de la habitación y también parecía tranquilo. Pero los problemas no tardaron en llegar.

Una noche como todas, volvía de cenar. Como siempre, examiné el huevo. Estaba temblando, tiritando, moviéndose. Pensé en un terremoto o una catástrofe. Pero no había nada que se moviera aparte del huevo. Era él mismo que se agitaba, rodando a veces.

Puse la caja más cerca del radiador y disminuyeron los saltos.

Entonces, hice lo que sabía que tendría que hacer desde un principio.

Me senté encima del huevo.

Lo puse en un almohadón, sobre una silla, me quité los calzoncillos y me senté cuidadosamente sobre el huevo, soportando la mayor parte del peso de mi cuerpo, con mis brazos.

Los saltos, temblores y movimientos pararon. Entonces, ¡había un glak dentro! Tenía frío y protestaba. Clamaba por sus derechos, quería calefacción corporal. Y tenía razón.

—Mírame —dije a Hikhoff—, un hombre calentando huevos con su trasero. Mira lo que has hecho. ¿Para esto me alentaste y te quejaste tanto de nuestro afeminado siglo? Al final me has adjudicado el papel de una incubadora. ¡Cerdo! ¡Cómo te estarás riendo!

Siguiendo las tranquilas costumbres de la casa de la señora Fonkle, dejé mi puerta entreabierta. Bajo un pijama ligero, sosteniendo una toalla, los cabellos recogidos con un pañuelo, los pies desnudos, sin maquillaje en su huesuda cara, Myrna venía a interesarse por mi salud.

—¿Cómo estás, Harold?

—Bien —repuse—. Un poco expuesto. Lo siento. Debí cerrar la puerta.

—¡Oh! —dijo Myrna, y me tiró su toalla. Cubrí mis rodillas—. Me pareció que habías hecho algo así como un cacareo.

—Pensamientos de gallina —dije—. Estaba pensando en voz alta.

Su entrada y mi sorpresa debieron haber bajado mi presión y mi temperatura, porque el huevo comenzó a saltar debajo de mí. Tuve que aferrarme con fuerza para no caer de la silla.

—Te estás resfriando —indicó Myrna entrando en la habitación.

—No, estoy bien.

El huevo dio un golpe. Yo me incorporé un poco y hubiera podido aplastarlo, si no fuera porque en aquel preciso instante se dio la vuelta.

—A ver tu pulso —dijo Myrna—. ¿Ciento quince pulsaciones por minuto?

—En mí, es normal.

—Algo te preocupa, Harold —Myrna se sentó en mi cama—. Habla conmigo. Yo te comprenderé.

—Nada —dije—. Además, Myrna, si pasa tu madre y te ve sentada aquí en pijama, ¿qué pensará?

Myrna se levantó seria, y cerró la puerta. Volvió y se echó con la cara apoyada en sus manos. Se puso cómoda.

—Estás sufriendo, no lo niegues.

—Es mejor que te vayas —le contesté.

Myrna estaba muy atractiva con aquel pijama. Era un pijama de algodón ordinario, estampado con flores azules, del tipo de los que usan las niñas. Cuando se movía, se le marcaban los senos, pequeños volcanes. El pantalón le quedaba bastante ceñido. A pesar de ser delgada, estaba muy bien proporcionada. Su largo y perezoso cuerpo era como una carretera con curvas.

—¿Es el estómago, Harold?

—No. ¿El tuyo?

—No seas evasivo. Ven aquí y hablemos.

—No puedo moverme.

—¿Por qué?

—Oye, no te asustes, no grites. Myrna, estoy sentado sobre un huevo. Ya da lo mismo que lo sepas. Estoy sentado sobre un gran huevo.

—¡Harold!

Como un idiota le conté todo. Todo. Todo. El dique se rompió. Estaba sorprendido por mi necesidad de confiarme a alguien. Siempre fui un solitario. Pero entonces, dejé caer mi protección de golpe. Este es el peligro de los contactos humanos, que engendran humanidad.

Cuando terminé la historia del glak, Myrna lloró.

—No puedo hablar —dijo—. De alguna manera es la más maravillosa historia que he escuchado desde La Cenicienta. Harold, querido, mi impulso es el de acariciarte, tomarte entre mis brazos, darte calor. Yo sé que eso está mal. Lo sé. Yo sé que tu trabajo es tu propia satisfacción y que lo que estás haciendo por el doctor Hikhoff es hermoso y completo en sí mismo. Pero siento la necesidad de atraerte, de estar desnuda contigo, de cargarte con todo el sol que yo tengo guardado del último verano, en el lago del Winnapokie. Trae el huevo aquí.

¿Es que acaso era de piedra? Myrna, Glak y Harold se unieron, y otra vez el invierno quedó fuera.

Hasta el huevo estaba radiante. Si nunca han visto un huevo contento, feliz y seguro, déjenme decirles que es una hermosa experiencia. Querida Myrna, mitad costillas, mitad aire, que daba el calor de un generador. A través de la piel se le podían ver los nervios. Era como un fuego artificial.

Antes de marcharse, Myrna me prometió volver regularmente a la misma hora y ayudarme con mi huevo y mi propia calefacción. Yo estaba maravillado. Tenía una amiga, una amante, una persona interesada únicamente en nutrirme.

A la mañana siguiente me desperté descansado, aunque un poco dolorido, como después de un partido de fútbol, pero repuesto y listo para todo. Me senté al lado de la cama y el huevo vino hacia mí; primero lo golpeé suavemente, luego lo sacudí; dio media vuelta y subió por mis piernas.

—Bueno —dije—, basta ya. Escúchame, glak. Yo cumpliré con mi deber de cuidarte bien, pero esto de trepar tiene que acabar. Necesito tiempo para mis asuntos.

Improvisé un nido para el huevo con el mismo almohadón y lo puse bajo las mantas. Entonces fui al aseo a lavarme los dientes y afeitarme.

Resplandeciente, oliendo a menta, volví a mi habitación y escuché un enorme estornudo.

Era Cynthia que, parada junto a mi cama, se sonaba la nariz con un pañuelo mientras recogía la manta y miraba mi huevo. Llevaba una bata sobre su camisa de dormir. El cabello largo, suelto. Su rostro moreno, más moreno de lo normal.

—Harold —dijo ella—, tenemos que hablar.

—¿Qué haces en casa, a esta hora?

—Estoy resfriada.

—¿Dónde está tu madre? Aquí hay corriente de aire.

—Harold, ¿por qué hay un huevo en tu cama?

—No fui yo quien lo puso, si es eso lo que estás pensando.

—No sé qué pensar.

—Mira, Cyn, tu padre es fontanero, tiene un soplete. Yo soy científico, tengo un huevo. La explicación es perfectamente lógica.

Al escuchar mi voz, el huevo comenzó a dar brincos. «Este glak es inteligente y contestador», pensé, pero el incidente asustó a Cynthia. Era tan joven. Lloró como su hermana, pero con más lágrimas.

—¡Oh!, no llores, por favor —le pedí.

—Un hombre no debería dormir con un huevo.

—Hay una cita en el Antiguo Testamento: «¿Quién eres tú para juzgarme?»

—Es una depravación. Cuando mamá se entere de lo que está pasando en su casa…

—Pero, Cyn, ¿por qué? ¿Por qué debe mamá, papá o cualquiera enterarse de nada? La gente mayor se pone muy nerviosa con estas cosas. Pensarán que cuando se rompa el cascarón, quizá salga alguna especie de carnívoro loco. Por favor, este episodio exige silencio. Si alguna vez has guardado compostura ante algo, hazlo ahora también.

—Es una situación equívoca para un hombre, dormir con un huevo tan grande.

Ella estaba de pie, dictando sentencias. Era interesante observarla, respiraba muy hondo. Prácticamente, se le formaban nubes encima de la cabeza. Los dedos de sus pies casi quemaban; tan excitada, tan apasionada, ella era distinta de Myrna por algo más que por los cromosomas. Sangre de fontanero corría por sus cañerías. Sus válvulas silbaban. Se podía ver subir la aguja del contador y encenderse las luces de peligro.

Pensé que debía decirle algo. Alguna explicación a su audiencia. Myrna conocía toda la verdad. Me pareció desleal contar la misma historia a Cynthia.

—Cyn, este huevo está bajo mi responsabilidad. Muchísimas vidas dependen de lo que pase en esta habitación. Porque éste no es un huevo corriente: este huevo ha sido encontrado entre las ruinas de una extraña y no identificada aeronave que se estrelló: un ovni.

—Harold, no sigas.

—Es la verdad. Es muy posible que sea apenas una broma. Quizá, dentro, haya sólo un gran pollo. Y tal vez yo no sea más que un instrumento.

—¿Un instrumento?

—Hay cuarenta y dos agentes como yo, en cuarenta y dos habitaciones como ésta, con cuarenta y dos huevos como éste. Ninguno de nosotros sabe, si es él quien tiene el verdadero huevo del espacio. Es para engañar a los competidores, Cyn. Pura rutina. Este puede ser el huevo. La cosa.

—¿La cosa?

—Cyn, no debes contar esto a nadie.

—¿Una cosa en nuestra casa?

—Una cosa linda. Un vegetariano. Sabemos esto por tests que hemos realizado. Lechuga, zanahorias, perejil… Por los cálculos de las computadoras, sabemos que es un tipo de bestia dulce y peluda como un conejo. Muy bonito.

—¿Bestia? ¿Por qué has usado la palabra bestia?

—Bueno, un conejo peludo es una bestia, Cyn.

—No sé qué decirte.

—Nada. Continúa tu vida.

—¿Por qué has elegido nuestra casa?

—Fue seleccionada por IBM. Estrictamente impersonal. Salió de un surtido de tarjetas perforadas de acuerdo a los clasificados. «En el interior. Ciudad pequeña, tranquila. Difícil acceso.» IBM no ha contado contigo, Cyn. Quiero decir, que si esto llega a hacerse público, podría cundir el pánico.

—Harold, no te creo. Lo único que me importa es que estás durmiendo con un maldito huevo, mientras la juventud se te va de entre las manos.

—¿Y qué tiene que ver la juventud en esto? ¿Qué sabes tú de la juventud? Eres demasiado joven para saber nada sobre la juventud.

—Mira, ¿ves mis ojeras? ¿sabes el insomnio que he tenido durante un mes, porque tú estabas en esta casa?

—¿Yo?

—Sí, y tú me vienes con historias de herbívoros de película. No quiero saber nada, Harold. Te odio y odio tu cosa.

El huevo rodó. Cynthia no pudo contenerse. Tomó la pala de la basura y comenzó a sacudirla en el aire. Yo puse mi mano justo a tiempo para evitar que golpeara al huevo.

Luchamos, pero no todo fue violencia. Nos enredamos para terminar con su cuerpo pegado al mío por la espalda y mis brazos rodeándola; con su cabeza echada hacia atrás y el perfume de su cabello negro ahogándome. Era muy mullida, como un cojín. De repente dejó de luchar y volvió a llorar. La volví hacia mí y la consolé. ¿Qué podía hacer? ¿Enviarla fuera gritando?

Caímos juntos encima de la maciza cama (era de arce). Cynthia intentó aplastar el huevo, esta vez con una pierna. Yo se lo impedí y puse el glak en el suelo donde saltó como un loco.

Hicimos el amor aquella mañana.

—Harold —dijo, cerca del mediodía—, no me importa quién o qué eres. Lo que sí me importa es saber que soy yo la primera y no la pava de Marte.

—De acuerdo, Cyn, te lo prometo. Pero el asunto del huevo debe quedar entre los dos.

—No digas entre los dos. Te juro que romperé al bastardo si llego a verte acariciándolo en mi presencia.

—Está bien. No quise decir eso. Cállate ahora. Vayamos a lo nuestro.

—Calla tú. Hazme dormir otra vez.

Después de una hora sentí mis amígdalas hinchadas. Era como un regalo del cielo. Hubiera preferido el sarampión o las paperas, pero las amígdalas me parecieron suficientes.

Necesitaba tiempo, y el resfriado que me había contagiado Cynthia, un virus espléndido que me hacía transpirar y temblar, me lo brindaba.

Con la fogosa Myrna y Cynthia, abiertamente hostil, compitiendo por la gestación del huevo, y estando yo solo, necesitaba tiempo, mucho tiempo.

Me negaba a recuperarme, pero mi enfermedad no me protegió como había pensado. Las hermanas se volvieron más solícitas y las noches más intensas. Era demasiado. Primero venía Myrna y se dormía en seguida. Yo la cubría con la manta. A Cynthia le gustaban los extremos de la cama. Me echaba fuego en la oreja. Una Fonkle dormía. Otra no lo hacía hasta la madrugada. Terminaba agotado.

No me quedaba nada para el glak. Me desgastaba. Estaba tan frío como una estalactita, tan pesado que hubiera podido hundir el Titanic. El glak, desprotegido, saltó y tiró las mantas por el suelo.

—Harold —me dijo la señora Fonkle, una mañana gris—, algo pasa en esta casa.

—¿Qué? —le contesté tosiendo débilmente.

—Una madre con dos hijas es una mujer toda ojos. ¡Y qué hijas! Creo que te gustan, Harold.

—Son chicas muy guapas —le dije—, muy bonitas. —Y puse un termómetro en mi boca para no seguir conversando.

—Y mi intuición me dice que tú les gustas a ellas. Pero ellas no es Myrna, y ellas no es Cynthia. ¿Me sigues? ¡Harold, tu manta está temblando! ¿Estás bien?

—Mmm —intenté agarrar el huevo.

—Qué es la vida, sino diversiones —dijo la señora Fonkle—. Es un tiempo para juegos y pasatiempos, un tiempo para decisiones.

Esperaba esta inevitable confrontación y estaba preparado. Con el termómetro todavía en la boca, me zambullí sin previo aviso bajo el colchón. Aullé. Allí me esperaba un frasco de crema de afeitar. Apreté el aerosol y la desparramé por toda mi cabeza, boca, cara, ojos y pelo. Para silenciar el ruido del aerosol, grité como un búho. Entonces emergí como un submarino desde las profundidades del mar de la Desesperación. La señora Fonkle fue torpedeada.

Mi cara blanca y mojada, los brazos se agitaban en el aire, los pies pataleaban, las mantas, alborotadas, surtieron un excelente efecto. Como un barco de carga, golpeado en su línea de flotación, la señora Fonkle se hundía bajo las olas sin tiempo siquiera para un SOS.

La llevé a su habitación y la dejé en su cama con un paño húmedo en la frente. Volví a mi dormitorio. El termómetro estaba en el suelo. Marcaba treinta y seis grados y medio. Encendí un Pall Mall y calenté el extremo de mercurio. Cuando llegó a los cuarenta grados me di por satisfecho y lo dejé bien a la vista; me limpié la cara, volví a la cama y me acosté a esperar la conmoción.

¿Cuánto ha gastado la sociedad para mantenerte vivo, Harold? Te inflaba de adrenalina y te entregaba a los vampiros. Usa tu entrenamiento. Desafía. Adelante con tu próxima idea.

Coma. Una hermosa palabra era mi salvación. Coma.

Cuando escuché a la señora Fonkle levantarse, entré en estado de coma. Estaba echado, en un autocreado estado de euforia, sonreía como la Gioconda y acariciaba mi huevo.

Como era de esperar, llamó inmediatamente al médico.

—¿Y dice que la manta saltaba durante todo el tiempo?

—Como una pelota…

Los oía hablar en el pasillo. La señora Fonkle entró en mi habitación con él. Persistía en mi estado de coma mientras el médico me pinchaba para sacarme sangre. Luego me volvió a pinchar y me tomó la presión.

La señora Fonkle retornó furiosa, con un humor de mil diablos. Tiró de las mantas y dijo que yo era un tramposo, un impostor, un holgazán y una sanguijuela.

—El doctor Zipper me dijo que no tiene absolutamente nada, ni siquiera pies de atleta. Señor North, ¿cuál es su juego?

—Cariño —dije—, cariño, cariño, cariño. —Le di un beso en la tiroide—. Espero que hayas tomado la píldora, o, por lo menos, alguna precaución.

Yo la miraba amorosamente y a ella los ojos le daban vueltas como una máquina tragaperras que registraba ganancias.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Tú, no, nosotros.

—¡No es cierto! ¡Nunca ha pasado nada!

—¡Ternura! —dije—. ¡Otra vez, por favor! Ven.

—¡Nunca ha pasado nada!

—Todo el mundo se engaña.

—¡Cerdo! —dijo de pronto—. ¡A una mujer inconsciente!

¡Cómo me odiaba a mí mismo! Si hubiera podido, me hubiera acostado sobre una cama de clavos. Bueno, tal vez internamente, se habría sentido halagada. Quizá le había reconfortado saber que despertaba en un joven deseos de violación. Dejaré que piense que soy un pobre desgraciado, una insignificancia.

Myrna me trajo la cena en una bandeja.

—Harold —me dijo—, he estado pensando en ti. En tu estado actual de debilidad, el huevo significa un tremendo esfuerzo. Psicológicamente, quiero decir. Tienes que pensar en recibir, no en dar. Cariño, todos estamos preocupados por ti. Hasta mamá está un poco perturbada. Esta noche, le sirvió a papá tres trozos de hígado. Tienes que recuperarte. Deja que me lleve el huevo. Cuidaré de él mientras te pones bueno. Deja que me lo lleve a mi habitación, por lo menos por las noches. Harold, por favor, di que sí.

¿Por qué no? Si Myrna tenía tanto fuego y prometía cuidar del glak, sin duda lo haría. Era una mujer en la que se podía confiar. Y mi manta no saltaría más.

—De acuerdo —dije—. Gracias, querida, muchas gracias.

Myrna resplandeció de felicidad. En el mismo momento tomó la caja, puso el huevo, y se lo llevó a su dormitorio mientras le cantaba una melodía.

—Bueno —dijo cuando volvió a retirar mi bandeja vacía—, ahora usa todas tus energías para curarte. Guarda todo avaramente hasta que estés mejor.

—Lo haré —contesté casi llorando de emoción.

Myrna se entregaba a sus deberes con entusiasmo. Creo que, por primera vez en su vida, cerró su puerta con llave. Cuando la casa estaba tranquila, Myrna dormía, y los Fonkle miraban la televisión, Cynthia venía con el postre.

—Hola, Flancito —dijo.

—Hola, flancito para ti, ángel.

—Harold, tengo algunas dudas.

—¿A estas horas?

—Harold, ese condenado huevo se tiene que ir. Está absorbiendo todas tus fuerzas. Oficial o no, lo voy a romper a pedazos. Nunca me ha gustado, pero lo toleraba… Pero, ahora que veo que te hace daño y te priva de tu recuperación total, creo que es el momento de un cambio. Quiero tu permiso para aplastarlo, porque, me lo des o no, lo haré.

—Déjame pensarlo.

—Piénsalo rápidamente. Ya me conoces. En cuanto te vea con los ojos cerrados, plaf.

—Lo pensaré. Tengo que medir las ventajas personales con el deber…

—Te he confesado mis planes, Harold.

Pensé de prisa. ¿Por qué no dejar que Cynthia elimine el huevo, por lo menos algún huevo? No estaba mal. Aplacaría su desesperación, su aprensión y su violencia. Pero no su curiosidad si llegaba a descubrir que el glak se había ido.

Después hice con el flan lo de siempre: lo despegué de la taza, le puse un plato encima, le di la vuelta y, cuando lo volqué sobre el plato, obtuve una montaña rubia. Cynthia sacó los platos.

—Me voy al cine —dijo—. Decídete para cuando vuelva, Harold. A propósito, comes el flan de una manera tan sensual y asquerosa que me muero de ganas de estar contigo.

Yo le di un beso en la nariz.

¡Qué familia tan maravillosa! Hasta el señor Fonkle reía estrepitosamente de lo feliz que se sentía con los Beverly Ricos.

La televisión, que distraía a los señores Fonkle con retazos de la vida, estaba en el salón. Pasé de puntillas por el comedor, entre la cocina y el salón, y me dirigí a la nevera. Saqué tres huevos. ¿Por qué tres? Cynthia sabía que el huevo del glak era grande. En efecto, ya había crecido como un pequeño balón de fútbol. Los huevos grandes hacen ruidosos plaf.

Subí la escalera, también sigilosamente, pasando sobre mis propias huellas. En mi habitación tomé cinta adhesiva del tocador. Uní dos huevos. La cinta sólo me alcanzaba para un par. Corté mi dedo con una navaja de rasurar y manche los dos huevos pegados con mi A positivo. Tuve suficiente tiempo para manchar el tercero, antes de que coagulara.

Esperé con mi bomba de huevos bajo la manta, en el sitio donde estaba anteriormente el glak. En un impulso, coloqué el tercero bajo la almohada.

La llegada del especialista me sorprendió.

—Harold —dijo el señor Fonkle—, éste es el doctor Bim. El doctor Zipper lo llamó para consultar. Creen que tu caso es un rompecabezas, un fenómeno de la medicina.

El doctor Bim asintió, y yo también. ¿Si Zipper estaba seguro de que yo era un farsante, a qué venía aquello? Para que no se le acuse de negligente, pensé, y miré mi Hikhoff para confirmarlo.

—¿Te sientes bien, Harold? —me dijo el señor Fonkle—. Discúlpame, pero creo que asistimos a un excitante drama.

El doctor Bim fue a lavarse las manos. Volvió y cerró la puerta. El señor Fonkle se marchó respetuosamente. El doctor Bim se puso unos guantes blancos de algodón.

—Nunca he visto ningún médico que hiciera esto.

—Todos tenemos nuestros métodos. Ahora, a trabajar.

El doctor Bim me golpeó como martillándome.

—Cierre los ojos y abra la boca —ordenó.

Yo cerré muy fuerte los ojos y abrí mucho la boca.

—Cuando yo te diga, Harold, mira. Antes no. Baja la lengua. ¡Qué aspecto!

—Aaaaahhhh.

—Mantén los ojos cerrados.

—Gg.

—Muerde fuerte.

Mi boca se cerró sobre el caño de un revólver. Mis ojos se abrieron de golpe.

—No hagas ruido —dijo—. Te estoy apuntando.

—Nagle, supongo. ¿Cómo me has cazado?

—Varias pistas, Harold. He mirado los anuncios de alquiler en el periódico, después que tú nos dejaste y he preguntado por el remitente de cierta carta que recibió cierta mujer que vende canes.

—No eres nada tonto.

—Gracias —dijo Nagle apreciando mi gran corazón—. Es una pena que no podamos llegar a un acuerdo civilizado. Espero que comprendas mis motivos. Piensa en mi padre, un hombre que gastó toda su vida aportando fragmentos y trozos. Imagina, cincuenta años de dispersiones, de notas a pie de página en American Scholar, algunos ibid’s y algunas op. cit’s. Nada que le permita salir en los titulares, ni una sola vez. Entonces, un día entra tu amigo Hikhoff llevando un genuino y fértil huevo de glak: «Dígame, doctor Nagle —rugió con aquella voz chillona—, ¿qué tengo aquí?» Harold, en aquellos instantes, los últimos de la vida de mi padre, el sol comenzaba a salir. Al borde de la sombra, mi padre vislumbró rayos cegadores. ¿Comprendes?

—Sí, no es difícil entenderlo.

—Entonces, ¿tienes idea de lo que un huevo de glak fértil significa para un viejo antropólogo?

—Alguna noción.

—La inmortalidad. Por primera vez mendigó. ¿Para qué? Por una mitad. Nada más. No el cincuenta y uno, solamente el cincuenta por ciento. Por el descubrimiento Hikhoff-Nagle. Así quería él denominarlo, Hikhoff se reía de él.

—El huevo estaba lleno de significado también para el doctor Hikhoff —dije.

—Juré en el funeral que la memoria de mi padre estaría basada en algo más que en las momias egipcias de tumbas de segunda fila. Y ahora cumplo con mi juramento.

—Nagle —comenté—, ¿estás en esto por tu padre o por tu propia necesidad de antepasados ilustres?

—¿De qué forma te gustaría perder la cabellera?

—Lo siento, pero yo también cumplo mis juramentos. Has leído la carta PRIMERA.

—Esta noche leeré la ÚLTIMA.

—Imposible —contesté—, se ha extraviado. Cuando desperté en el hospital después de tu…

Nagle se rascaba una oreja.

—Puede ser —dijo—. No importa; qué otra cosa podía contener que los delirios, en inglés antiguo, de Hikhoff. Virilidad de las cuerdas vocales. Era el único sitio en que la tenía.

—Habla con más respeto. Está muerto. Deja que la ÚLTIMA vuele a lo largo de los rieles de Utica-Mohawk. Lo que importa es el huevo.

—Podríamos asociarnos —dije.

—Ja. Eres un caradura, Harold. Es demasiado tarde para sociedades. Dame el descubrimiento Nagle. Te aviso que cualquier mala voluntad o vacilación te enviarán con Hikhoff para practicar el coro.

Nagle tenía un aspecto agradable. Una cara como la de Don Ameche, no tenía tipo de pistolero, pero uno nunca sabe.

—El huevo está aquí, bajo mi almohada.

Mi suerte seguía. Nagle no había visto el huevo antes. Se iluminó cuando le mostré aquel embrión con manchas rojas, y lo deslicé por la palma de su mano.

—Despacio, con cuidado —dije con expresión salvaje.

—Ha sido un placer —dijo mientras envolvía el huevo en una toalla y lo ponía en su maletín de médico—. Quizá, cuando esto haya terminado, tú y yo podamos sentarnos y jugar al ajedrez tranquilamente.

—Nada me gustaría…

¡Pam! Fui golpeado con tanta fuerza en la cabeza, que casi caí de la cama. Giró el mundo a diferentes velocidades. Me sentía como un trompo. Después hubo otro golpe, un sonido áspero, mojado. Desperté.

Bye, bye. Pobre criatura —decía Cynthia levantando las mantas y observando la destrucción.

—¿Qué, qué, qué?

—Harold, tenía que suceder. Hasta aquel especialista opinó que todo lo que precisas es reposo total. Prefiero que el huevo no vea nunca la luz, aunque vivamos en el mundo libre, a que mueras en la flor de la vida.

Cynthia no advirtió la cinta adhesiva entre los restos del huevo. Estaba muy satisfecha.

Los días siguientes pasaron tranquilos.

Myrna tenía mi glak. Cynthia no compartía su placer. Nagle estaba contento sentado sobre su pollo. La señora Fonkle me evitaba como una plaga. El señor Fonkle, servido como Faruk, por su esposa, traía naipes a mi habitación y jugábamos.

Respetuosa con su promesa, comprendiendo que necesitaba tranquilizarme, Myrna venía dócilmente sólo a informarme sobre el glak. Brincaba todo el tiempo, hacía pequeños ruidos. Me describía los sonidos como los de la tiza sobre la pizarra y yo me imaginaba lo feliz que se hubiera sentido Hikhoff si hubiera podido escucharla; tal vez pudiera.

Mientras Myrna calentaba el glak, Cynthia calentaba a Harold. Su idea de recuperación no se basaba en la abstención precisamente.

Mi único problema lo constituía la señora Fonkle, y no era grave. Como sospechaba, alimentaba a sus hijas de ajos, colas de buey y otras olorosas comidas, que les pegoteaban los labios y las llenaban de protectores calambres. Yo tenía bicarbonato y pastillas de clorofila junto a la cama.

Marzo terminó apacible. Las ventanas estaban cubiertas de escarcha y el sol la fundía. Un pájaro cantaba sobre el tendido telefónico. Tenía que moverme nuevamente y hacer planes.

Ya era hora de despedirse. Dejar a Cynthia era fácil. Tan fácil que dolía. A primeros de mes conoció a un pedicuro de buena familia. Sus perspectivas mejoraban. Cuando discutíamos, traía su nombre. En el aire tenso, producía como una fábrica.

—Me reclaman desde DC —dije—. Seré juzgado.

—¿Juzgado?

—Olvídalo, nada terrible. Sólo un castigo.

La idea de mi castigo facilitaba a Cynthia el decirme adiós. En efecto, no era la misma desde la destrucción del huevo. Creo que me menospreciaba por no haberlo hecho yo mismo. ¿Quién puede entender el corazón de una mujer? Mientras hablábamos, ella me comparaba con su pedicuro y le encontraba mejor.

—No hay ningún motivo para continuar este sufrimiento —dije—. Siempre recordaré lo que hemos pasado juntos y la forma en que me ayudaste.

Cynthia dejó escapar un punto, pero lo atrapó. Sus reflejos habían mejorado desde nuestra relación.

Dejar a Myrna fue más difícil.

—Sé que debes marcharte. Lo sé y no haré escenas. ¿Tienes proyectos de volver?

—Mi vida es un signo de interrogación —contesté honestamente—, ¿qué puedo decirte?

—Nada será igual sin ustedes dos.

—Ni para mí. Nunca.

—Envíame una participación si nace el glak. Nada elegante. Una simple tarjeta.

La señora Fonkle, que había comenzado a ejercer actividades de beneficencia, me despidió rápidamente. ¡Estaba tan llena de dignidad y adorable compostura!

El aire era húmedo el día que me fui de casa de los Fonkle. Tenía una maleta nueva, grande, modelo ejecutivo, y allí dentro iba mi glak; había sitio suficiente. Ya tenía el tamaño de una pelota de bolos. Estaba maduro para abrirse.

Los Fonkle tenían una reunión familiar cuando me fui. Subí al taxi y les grité toda clase de buenos deseos. Estaba muy emocionado. Tenía los ojos vidriosos. Ellos habían hecho tanto por mí.

Vivimos en una época en que las distancias se acortan, excepto entre la gente. ¡Es tan fácil llegar a los más remotos rincones de la imaginación! Una persona como yo puede ir de Utica, en Nueva York, a Labrador por 120,35 dólares, en autobús y en avión. Las tarifas me asombraban. De Utica a Labrador. Estamos a unas pocas horas de los límites del mundo.

Para llegar a Labrador, se visita primero a un agente de viajes. Se le dice que quieres visitar Labrador, y no se extrañará.

—¿Dónde? —pregunta—. ¿Goose Bay?

—No —respondes ya que has estudiado mapas y prospectos—, tal vez las montañas Mealy.

—Tenemos una excursión especial para las Mealy —dice él.

—O el lago Melville —continúas—, Oso Blanco, Punta Miseria, Puerto de María, lago del Petissikapan, Nipishish, Tununfiayluk o quizá Gready. No he decidido todavía.

—Vaya a Gosse Bay —recomienda el agente—. Desde allí se puede ir a cualquier parte.

—¿Puedo ir, por ejemplo, al fiordo del Kangalakksiorvik?

—¿En la región del Torngat? —pregunta él—. Naturalmente.

Por intuición, escogí el fiordo de Kangalakksiorvik, como el lugar donde nacería mi glak. Aunque no fuera necesario ir tan lejos para que tuviera nacionalidad canadiense, sentía que ése era el lugar adecuado.

—El itinerario más pintoresco —dijo el agente mientras señalaba los billetes—, es en autobús de Utica a Syracuse. Sale a las 20,50, llega a Syracuse a las 22,05. Sale de Syracuse a las 14,30, y llega a Montreal a las 22,20. Allí puede comer algo o ver una película. A las 16,00, sale en Air Canada, y a las 19,20, está en Goose Bay por un costo total, incluyendo el vuelo en clase turista, de 120,35 dólares más impuestos.

—¿Y después?

—En Goose Bay pregunta a la gente, alquila un chárter y, ¡zumm!, ya está en Kangalakksiorvik. Los Torngats son hermosos en esta época del año.

Al oportuno tipo del agente le compré un seguro por diez mil dólares. Las pólizas las hice a favor de Myrna y Cynthia. Se lo merecían.

Por fin, con mi Hikhoff en el bolsillo y mi bolsa con el glak en la mano, partí rumbo a la terminal. Cuando se desciende por la ladera de las responsabilidades, el tiempo es dulce.

Para mí, un viaje en autobús es un placer. Desde pequeño tengo tendencia a dormirme con el traqueteo de los vehículos y sueño siempre lo mismo. Voy a la deriva en un charco plateado. Este charco está poblado de cosas brillantes, de todos los colores y luces, que hacen cualquier cosa para divertirme. Espero este sueño como si fuera un viejo amigo.

Esa vez, mi sueño del autobús comenzó y creció hasta incluir a mi glak. Cada vez que el autobús saltaba o tomaba las curvas, del charco salían lagartijas; una de tres cabezas restregaba el hocico contra mi nariz. Su triple sonrisa me despertó. Miré si el huevo estaba en buenas condiciones; entonces, me dormí. Con placidez.

El viaje transcurrió tranquilamente, lo mismo que mi cambio a Air Canada.

Estaba un poco preocupado por el glak. ¿Le gustaría volar? No hubo problemas, el huevo no se movió, excepto cuando despegamos. Como había sitios vacíos, coloqué el huevo en un asiento y le pasé un cinturón de seguridad, mientras yo me reclinaba en el mío. El charco plateado es estrictamente una fantasía automovilística. En aviones mis sueños versan sobre accidentes aéreos.

Aquí, en las nubes, sobre el este del Canadá, no podía reposar. Detrás había una pareja que estaba dando la vuelta al mundo. Había visto su equipaje en la terminal. Llevaban una colección de etiquetas. Ahora, rumbo a Labrador, deduje por su conversación que no tenían más sitios que visitar. Después de Saskatchewan, no les quedaba nada más.

—Mira allí en las letras pequeñas —dijo el hombre indicando la guía—. Un tipo llamado Bjarni, descubrió Labrador en 986. Imagina, Bjarni, el hijo de Herjulf. Vendió su barco a Leif Ericson, quien luego lo usó en sus exploraciones.

—¿Cómo lo saben?

—Está en la guía. Helluland, tierra de piedras.

—¿Dónde?

—Mira, pesca y pieles son las dos mayores industrias.

—¡Oh!

Labrador me causó buena impresión. Había árboles, según la guía. Coníferas, abedules, álamos, abetos, líquenes, musgo, azaleas rojas, gencianas azules, orquídeas blancas. También pequeños pájaros, gansos, patos, linces, lobos, armiños, vencejos, nutrias, zorros, osos, focas, búhos, gaviotas rojas y golondrinas patagónicas. Había algunos esquimales, los que no fueron exterminados por los pescadores, algonkins, nascapees, ingleses y escoceses. No era mal sitio para un pájaro. Actividades, compañía, un poco de conflicto, una bonita comunidad subártica.

Era una mañana nublada. Helluland, tierra de piedras, pescados y pieles, me daba paz. Nuestro avión comenzó el descenso. No vi ningún armiño ni orquídea blanca; solamente parches de humo y las luces del aeropuerto de Goose Bay. No me extraña que Bjarni vendiera el barco.

—¿Estás seguro de que no hemos estado aquí? —preguntó la mujer.

—Mira —dijo el hombre—, me resulta familiar.

Sí, lo parece, como lo parece tu mismo subconsciente tendido al sol para secarse.

Goose Bay era un lindo lugar. Dejé mi huevo en custodia. Había una pequeña grieta en la cáscara. Una fisura mínima. No del tipo de las que se tragan viejos en las historias de terremotos sicilianas. Apenas del grosor de un cabello. Pero, ahí estaba. Si hubiera sido mi primer parto, un primerizo, como dicen, con la bolsa de aguas rota, no me hubiera portado peor.

Cogí al primer trabajador que vi y le grité si sabía de algún avión de alquiler que fuera a Kangalakksiorvik.

—Hay un avión que está a punto de salir. El piloto se llama Le Granf. Ahora está en la cafetería. Lo reconocerá por su gran tamaño, y porque le falta un brazo.

Encontré a Le Granf. No hubiera podido evitar verlo, metido en su anorak rojo y negro; parecía un tablero de damas de ciencia ficción. Estaba construido en bloques diferenciados, cabeza, pecho, abdomen, piernas; estaba hecho a cuadros. Su único brazo sostenía una taza de café negro.

—¿Señor Le Granf? —pregunté.

—Sí —contestó como un francés, monoptonguizando los diptongos—. ¿Quién es usted? ¿Quasimodo, el jorobado de Nôtre Dame?

—Soy Harold North —contesté.

—Groan notticcia. Vive Quebec libre.

«Básicamente inseguro. Desplazador de vocales —pensé—. Maldito. Es tu avión.»

—Tengo entendido que es usted el piloto del avión que va a Kangalakksiorvik.

—El vómito del mundo.

—Tengo que llegar allí.

—¿Para qué?

—El porqué es asunto mío.

—Está bien. Pero, ¿por qué esta prisa por llegar a Kangalakksiorvik? Ya tengo un pasajero para ir allí. Podemos llevarte por cien dólares.

—Hecho.

—Trago este sudor y nos vamos.

Le Granf bebió el café y salimos. Caminamos hacia un hangar que tenía al frente, algo que se suponía era un avión.

—Esta es Clarette, la vieja puta —dijo Le Granf—, mi fláccida Express; un trozo de azul salvaje. ¿Sigues queriendo ir?

—Sí.

—Peor para ti. Mi pasajero no ha llegado todavía, sube y esperemos.

Subimos a la barriga de Clarette. Había cuatro sillas. Dos frente a los controles y dos detrás.

Clarette tiene una tos terrible —dijo Le Granf—, estoy preocupado por sus tubos.

Apretó un botón y giraron las hélices. Bocanadas de humo le salían por la nariz. La tos comenzó. Era un fuerte carraspeo.

—¡Puf! No anda bien.

Dejé de mirar porque el otro pasajero de Le Granf llegó. Era Nagle. Llevaba un bolso de deportista. Nos miramos e hicimos el sonido de viejas puertas al cerrarse.

—¡Ah! Conocidos —dijo Le Granf—. Entonces podremos sostener una estimulante conversación sobre el pasado.

Yo había estado sentado hasta ese momento junto a Le Granf. Cuando Nagle subió al avión, pasé atrás prudentemente y me senté junto a él.

Puso su bolso en el portamaletas y vio mi maletín de ejecutivo.

—¿Vas armado? —le pregunté.

—No, por supuesto que no —dijo Nagle—. ¿Qué estás haciendo aquí, Harold?

—Lo mismo que tú.

—Pero yo tengo el huevo.

—Tú tienes un pollo.

—Ya entiendo —dijo Nagle—. Admiro tu persistencia, Harold.

—Tienes un pollo, Nagle.

—Sí, sí, Harold, tengo un pollo.

—¿Dónde está ese pollo? —dijo Le Granf—. Incluidme en la discusión.

—Vamos, díselo.

Le Granf informaba a la torre de control que estábamos listos para despegar, gritando desde la ventanilla. Clarette luchó contra su bronquitis y lentamente nos fuimos moviendo.

—Subirá —dijo Le Granf—. Nos va a dejar satisfechos.

Subió y Nagle contó a Le Granf su versión de la historia del glak. Tengo que admitir que expuso su caso objetivamente, como lo veía, sin exageraciones.

—Entonces, uno tiene un pollo y el otro un glak —dijo Le Granf cuando yo le expliqué las complicaciones—. Maravilloso.

Empecé a sentirme raramente enfermo. Tenía fuertes calambres. Frío y calor al mismo tiempo. Mi estómago se hinchó. Por un momento, lo había aprendido de Hikhoff, me pareció que tenía las contracciones del parto. Este estado no es anormal en tipos emotivos como yo, pero todavía resulta un poco bochornoso.

—Dime —dijo Le Granf—, ¿quién es el verdadero padre? Eso es lo que quiero saber. ¿Qué hombre culto es capaz de fornicar con un ser emplumado?

—Nadie fornicó con ningún ser emplumado —repliqué.

—El amor es el amor —afirmó Le Granf—, pero, ¡con un pájaro!

—Ocúpate del avión —indiqué retorciéndome de dolor.

Le Granf encontró una botella de coñac y la pasó.

—He oído contar muchas historias bajo la luz del norte, puedes estar seguro —expuso Le Granf—, pero de dos hombres enamorados de la misma paloma, ¡nunca!

—Ignóralo —repuso Nagle.

—Dime —le pregunté a Nagle—, ¿por qué has elegido Kangalakksiorvik?

—El galakk suena como glak.

—Nunca me había dado cuenta de eso.

—¿Y tú me seguiste hasta aquí, únicamente con la historia del pollo? Harold, estoy esperando que juegues tu carta. Cuando aterricemos, ¿me golpearás en la nuca?

—¿Yo, seguirte? ¿Por qué tendría que hacerlo? Lo que tú tienes en ese bolso es un gallo, quizá una gallina, pero no el glak.

—Harold —declaró Nagle—, espero encontrar algún día un amigo que me sea tan leal. Y fiel como tú lo eres a Hikhoff.

Rebotando como un ascensor, Clarette nos llevaba hacia el frío corazón del invierno, por encima de campos de hielo azul.

Nagle y yo nos sumimos en un pasmoso silencio. A pesar de mis dolores, pensaba en Hikhoff, fuera del tiempo, fuera del espacio, desenfocado, arrojando vocales como dardos a un desfile que pasa por las calles de la ciudad. ¿Estaba también Hikhoff complicado en el embarazo? ¿Podía ser que él se sintiera preñado de algún tipo de criatura? ¿Serían los bramidos de Hikhoff dolores de parto por algún invisible vástago? El glak. Algún hijo. Alguna hija. Algún producto, por lo menos, del perpetuo embarazo de Hikhoff.

Le Granf cantaba canciones groseras sobre conejos de nieve. Ayudaba a soportar el viaje.

—Allí está —exclamó Le Granf—, miren hacia abajo. ¡Casi nada! ¿Eh?

Clarette perdió algo de la altura que había alcanzado, mientras Le Granf buscaba un sitio para aterrizar. Fuimos hacia la izquierda, en dirección a lo que parecía ser un poblado. Sobrevolamos, se inclinó el avión y viramos.

Nagle y yo bajamos nuestros equipajes. Los dos teníamos las caras enrojecidas. Había llegado el momento de la verdad.

—Nagle —declaré—, me apenas. Pronto estarás metido en la nieve hasta el cuello y descubrirás, en el momento del triunfo, que te has tomado el trabajo de transportar un pollo prácticamente hasta el Polo Norte.

—Y ahora, Harold. ¿Tienes intenciones de pegarme?

—Violencias por mi parte, no. La violencia se ha acabado.

Le Granf encontró un sitio, un espacio en el bosque. Clarette aterrizó en él como si fuera un colchón. Un aterrizaje memorable.

Acordamos que Le Granf nos esperaría.

El huevo de Nagle estaba tan a punto como el del glak. Ninguno de nosotros esperaría más de unos minutos. Afuera, en el frío total, Nagle y yo cubríamos con bufandas nuestro rostro. Llevamos nuestras cargas cerca de los árboles.

—Aquí estamos —manifesté.

Como dos que se baten, nos colocamos espalda contra espalda. Nos agachamos hacia nuestros bolsos. El huevo del glak saltó hacia mis manos. Estaba caliente como un panecillo. La cáscara se abría cada vez más. El huevo era como una tela de araña.

Le Granf se quedó junto al avión, en señal de respeto. Advertía la gravedad de la situación y canturreaba la Marcha Nupcial.

El huevo se rompió en mis manos y quedé sosteniendo una cosa parpadeante y fibrosa, con muñones por alas y pies gordos.

—¡Hola, glak! —dije.

—¡Hola, glak! —Nagle hablaba a su pollo.

¿Ustedes piensan que mis manos calientes y todos mis afectos significarían algo para un glak de sesenta segundos de vida? Pues no. Intentaba escapar. Me miraba como si fuera un nazi.

Lo deposité cuidadosamente sobre la tierra helada. Hacía lo que se suponía que tenía que hacer. Anadeaba, resbalaba, se tambaleaba, paraba, se desperezaba; finalmente dijo: glak, con un sonido ronco.

Pío, pío —dijo el pollo de Nagle y él comentó—: ¿Has escuchado?

Yo no le prestaba atención. Sólo tenía ojos para mi glak, el glak, que estaba descubriendo el mundo. Daba un paso hacia el bosque, pero vacilaba.

—Ven aquí, glak —hablé yo al infinito.

Glak.

Pío, pío.

El glak no volvía. Andaba como un bebé hacia el bosque.

Comencé a seguirlo. Me detuve. Allí, en la tierra pedregosa, escuché la sentencia de Elsie Moonish, sobre el amor sin posesión, el acto sin entrega.

Yo sin glak, glak sin mí. Éramos distintos. Pobre glak. Miraba aquí y allá; buscaba alguien de su misma especie. ¿Existían otros? ¿Podría encontrarlos? ¿Habíamos hecho a esta cosa deshilachada un favor o la peor injusticia?

—Adiós, mi glak —decía Nagle. Su pollo también daba un paseo. Nagle tomaba fotos para el archivo. Yo no tenía ningún interés en el archivo. Hikhoff no había escrito nada sobre esto.

Glak —dijo mi glak más roncamente que antes.

Aquél era el graznido de Hikhoff; más predesplazamiento de vocales no podía tener.

Nagle fotografiaba al impostor.

Entonces, los recién nacidos se encontraron. El glak y el pollo se tocaron y se encogieron de hombros. Temblaban. Echaron un vistazo al paisaje y caminaron juntos hacia el bosque primitivo.

—Un glak y un pollo —dije a Nagle, que estaba preparando la película—. ¡Qué equipo! Los pollos, por lo menos, no se han extinguido. Pero los glak no se rinden tan fácilmente. Quizá haya alguna esperanza aquí en la nieve.

Los pájaros se fueron. ¿Qué podía decirle? ¿Podía darle el conocimiento? ¿O decirle: «Llámame los viernes»? ¿Sugerirle: «Lee El Ganso de la Nieve, de Gallico, y ven a mostrarme tu gratitud por Navidad»? No tenía nada que decirle. Un pájaro recién nacido es como un adolescente humano. Hay una infinita falta de comunicación.

—Venid, locos —nos gritó Le Granf—, Clarette está chorreando aceite.

Por fin nos comportamos con corrección: nos cedimos el paso mutuamente. Estábamos subyugados. Le Granf comenzó a poner en marcha su motor de juguete.

—Espera —le pedí, y salí corriendo hacia la nurserie, donde yacían, como mundos destruidos, dos cáscaras.

—Ven, idiota —chilló Le Granf.

Puse mi Hikhoff en tierra, junto a los árboles.

Una vez en Goose Bay, provoqué a Le Granf:

—Monsieur, eres una teta de reno. Nada.

Insistí:

—Eres un aborto. Enigmático.

Continué:

—Pierre, el brazo que te falta se lo deberías meter en el trasero al diablo.

Comenzó a indignarse.

Concreté:

—Aceitoso, eres un miserable piloto con un grasiento avión.

Me golpeó la cabeza. No me gustaba usar a Le Granf de esta manera, pero necesitaba la sacudida. Empecé a sentirme mejor, mucho mejor, como purgado. Nagle me levantó.

—Nagle, ¿qué piensas hacer ahora? —le pregunté—. Yo iré a algún sitio donde crezcan las piñas, donde el sol tenga el tamaño de una fuente y pueda sentir agua salada en mi boca.

Mareado, pensé: «¿Quién me necesita más?»

«E. Moonish, Syracuse, Nueva York. Oferta plus plus en clima salubre stop. Todo pago stop. Mucha miel stop. Por favor, contesta. Cobro revertido stop. Amor stop. Harold North.»

Después de telegrafiar, fui con Nagle a beber una copa. Mientras aguardábamos las bebidas, me disculpé y me dirigí al lavabo. Leí la ÚLTIMA bajo una bombilla desnuda:

«Querido Harold:

»Dios te bendiga y te proteja. Además, gracias.

»En ésta va incluido un cheque de mil dólares.

»Escribe poemas. También te sugiero una receta para un gran asado de glak:

»Tomar el glak, ponerlo en una cacerola, cubrirlo con mantequilla y rodajas de naranjas. Condimentar con sal y ajo. Añadir páprika y pimienta. Poner a su alrededor patatas y cebollas tiernas. Cocerlo en horno a doscientos veinte grados. Dejarlo treinta minutos por kilo de peso. Servirlo caliente. Sugiero para acompañarlo, un Gumpolskierchner del 59 para darle brillo.

»Afectuosamente,

»David Hikhoff

—¡Eras delicioso, delicioso! —grité a Hikhoff—. Tienes el más fantástico sentido del humor. Hikhoff, que ronroneabas RRRs, fortalecido de coraje, hacías malabarismos con tus adversarios, fantasma cabalgando, AEIOU, descansa en paz.

Así entré en mi puerperio, que es, en ginecología, el tiempo de recuperación después de un parto, el jubiloso tiempo del post-parto; la vida después del parto.