—Así que éste es el resultado, ¿eh, Orin? —preguntó Maudsley.
—Sí, señor, éste es —respondió Orin a su izquierda, sonriendo con orgullo—. ¿Qué tal le parece a usted, señor?
Maudsley se dio la vuelta. Contempló la pradera, las montañas, el río, el bosque. Su expresión no reflejaba ningún sentimiento. Dijo:
—Y tú, Brookside, ¿qué piensas de todo esto?
—Creo que Orin y yo hemos realizado un buen trabajo. Realmente bueno, si tenemos en cuenta que se trata de nuestro primer proyecto individual —respondió con voz trémula.
—Y tú, Orin, ¿compartes esta opinión? —preguntó Maudsley.
—Por supuesto, señor —contestó Orin.
Maudsley se agachó, arrancó una brizna de hierba, la olió y la tiró nuevamente. Removió la tierra bajo sus pies y observó con detención, por algunos segundos, el sol resplandeciente. Con voz intencionadamente pausada, observó:
—Estoy sorprendido, muy sorprendido, pero descontento. Les ordené construir un mundo para uno de mis clientes, y me enseñan todo esto. Ustedes se consideran ingenieros, ¿verdad?
Los dos ayudantes no le contestaron. Se quedaron rígidos como niños que esperan ser castigados.
—¡Ingenieros! —exclamó Maudsley, poniendo todo su desprecio en la palabra—. «Científicos creativos, pero prácticos, capaces de construir un planeta dónde y cuándo se les solicite.» ¿Quién de ustedes reconoce estas palabras?
—Son del folleto modelo —contestó Orin.
—Correcto —afirmó Maudsley—. ¿Y ustedes consideran esto un buen ejemplo de «ingeniería creativa y práctica»?
Los dos hombres guardaron silencio. De repente, Brookside exclamó:
—¡Pues, sí, señor, lo creemos! Hemos examinado las cláusulas del proyecto punto por punto. El pedido fue para un planeta tipo 34Bc4, con algunas variaciones, y es lo que hemos construido. Además, lo que está usted viendo, es sólo una pequeña parte del total, ya que…
—… Ya que, por esto, puedo constatar lo que han hecho y juzgar en consecuencia —dijo Maudsley—. ¡Orin! ¿Qué tipo de calefacción has utilizado?
—Sol 05, señor —respondió Orin—. Corresponde a las exigencias térmicas.
—Me atrevo a decir que es correcto. Pero, como recordarán, éste es un mundo de bajo presupuesto. Si no mantenemos los costos bajos, los beneficios serán nulos, y el mayor gasto de todo el proyecto es la unidad de calefacción.
—Ya lo sabíamos, señor —confirmó Brookside—. No nos gustaba nada utilizar un sol tipo 05 para un sistema de un solo planeta, pero las exigencias de calor y radiación…
—¿No habéis aprendido nada de mí? —exclamó Maudsley—. Este tipo de estrella está de más. ¡Eh, vosotros! —se dirigió a los operarios—. ¡Bajadla!
Dos operarios se acercaron con una escalera plegable. Uno de ellos la sujetó y el otro la extendió unas cien millones de veces. Otros dos subieron conforme se desplegaba la escalera.
—¡Cuidado con ella! —les gritó Maudsley—. ¡Y recuerden tener puestos los guantes aislantes, pues quema!
Los operarios descolgaron la estrella en lo alto de la escalera, la doblaron y la depositaron en una caja acolchada donde se leía: ESTRELLA. TRATAR CON CUIDADO.
Cuando la tapa se cerró todo quedó a oscuras.
—¿Nadie tiene un poco de inteligencia por aquí? —se enfadó Maudsley—. ¡Maldición. Dad la luz!
En el mismo momento, todo se iluminó.
—Bien —dijo Maudsley—. Este sol tipo 05 tiene que devolverse al almacén. En este proyecto podemos utilizar el tipo de estrella G 13.
—¡Pero, señor! —protestó Orin—. ¡No dará calor suficiente!
—Lo sé —declaró Maudsley—. Es aquí donde se debe emplear la creatividad. Al instalar la estrella más cerca, calentará más.
—Sí, señor, así es —admitió Brookside—. Pero los rayos PR emitidos no tendrán suficiente espacio para dispersarse sin causar daño. Esto puede acabar por completo con la raza que ocupe este planeta.
Maudsley replicó lentamente, modulando las palabras:
—¿Me estás insinuando que la estrella G 13 es peligrosa?
—Pues… no, no quería decir exactamente eso —dijo Orin—. Quería decir que, al igual que cualquier otra cosa en el universo, puede ser peligrosa, si no se toman las debidas precauciones.
—Eso suena mejor —concedió Maudsley.
—Las debidas precauciones —siguió Brookside—, serían, en este caso, usar trajes protectores de plomo, que pesan veinticinco kilos cada uno, y esta medida es poco práctica, ya que un individuo medio de esta raza pesa apenas cuatro kilos.
—¡Ese problema es de ellos! —dijo Maudsley—. No es asunto nuestro enseñarles cómo deben vivir. No me van a hacer responsable por cada persona que tropiece con cualquier roca colocada por mí en su planeta. Además, no tienen necesidad de ponerse trajes de plomo. Pueden comprar una de mis Opciones especiales: una pantalla solar que eliminará los rayos PR.
Los dos hombres sonrieron nerviosamente. Orin se animó a manifestar tímidamente:
—Señor, tengo entendido que se trata de una especie subdesarrollada. Es probable que no puedan permitirse el lujo de comprar una pantalla solar.
—Si no pueden ahora, ya podrán más adelante —respondió Maudsley—. De todas formas, las radiaciones PR no son fatales en el acto. Y aunque fuera así, les quedaría un lapso de vida de unos 9,3 años, que es suficiente para cualquiera.
—Sí, señor —contestaron, sin convicción los dos ingenieros asistentes.
—Sigamos. ¿Cuál es la altura de esas montañas?
—Unos dos mil metros sobre el nivel del mar —respondió Brookside.
—Demasiado altas —indicó Maudsley—. Hay por lo menos mil metros de más. ¿Crees que nos las regalan?
Brookside sacó su agenda y anotó el cambio. Maudsley continuó caminando alrededor, con el ceño fruncido mientras examinaba el terreno.
—A estos árboles, ¿cuánta duración se les supone?
—Ochocientos años, señor. Es el nuevo modelo perfeccionado de bugalla. Da fruta, sombra, nueces, bebidas refrescantes, tres tipos de telas. Produce excelentes materiales de construcción, fija el terreno y…
—¿Están tratando de llevarme a la quiebra? —gritó Maudsley—. ¡Doscientos años son más que suficientes para un árbol! Reduce la mayor parte de su energía vital y guárdala en el acumulador de vitalidad.
—Si hacemos esto, les será imposible realizar todas las funciones planeadas —protestó Orin.
—Reduzcan también las funciones. Sombra y nueces son suficientes. No tenemos que sacar tesoros de estos árboles. ¡Y eso! ¿Quién puso esas vacas allí?
—Yo, señor —contestó Brookside—. Quería hacer el lugar algo más pintoresco.
—¡Idiota! —exclamó Maudsley—. ¡El momento de hacer un lugar más pintoresco es antes de la venta, no después! Este planeta se vendió sin adornos. Pon esas vacas en el depósito de protoplasma.
—Sí, señor —dijo Orin—. Lo siento mucho, señor. ¿Hay algo más?
—¡Hay diez mil cosas más! ¡Todas equivocadas! —contestó Maudsley—. Pero espero que podáis descubrirlas vosotros mismos. Por ejemplo, ¿qué es eso? —señaló a Carmody—. ¿Una estatua? Supongo que su misión será la de cantar o recitar algo para dar la bienvenida a la nueva raza.
Carmody habló:
—Señor, yo no formo parte de este conjunto. Un amigo suyo, llamado Malichrone, me envió, y ahora estoy tratando de volver a mi casa, a mi propio planeta.
Maudsley no le escuchó porque había comenzado a decir:
—Sea lo que sea, no figura en las cláusulas del contrato. Por lo tanto, pónganlo de nuevo en el depósito de protoplasma, junto a las vacas.
—¡Eh! —protestó Carmody cuando los operarios lo llevaron en el aire—. ¡Esperen un momento! No soy parte de este planeta. Malichrone me envió. ¡Suéltenme y escuchen!
Maudsley, sin hacer caso de los gritos de Carmody, decía a Orin:
—Realmente, deberías estar avergonzado de ti mismo. ¿Qué se supone que es esto? ¿Otra de tus ideas de decoración interior? ¿Eh, Orin?
—¡Oh, no! —negó Orin—. No fui yo quien lo puso ahí.
—¿Entonces fuiste tú, Brookside?
—Nunca le había visto, jefe.
—Está bien —dijo Maudsley—. Ustedes son tontos, pero no mentirosos. ¡Eh! —ordenó a los operarios—. Tráiganlo aquí.
—Ya está bien. Cálmate. —Maudsley se dirigió a Carmody, que temblaba de forma incontrolable—. Domínate, no puedo quedarme aquí esperando a que se te pase la histeria. ¿Te encuentras mejor? Ahora explícame qué estás haciendo en mi propiedad y por qué no me permites convertirte en protoplasma.
—Comprendo —dijo Maudsley después que Carmody terminara sus explicaciones—. Es una historia interesante, aunque estoy seguro de que la has dramatizado bastante. De todas formas, estás aquí, y buscas un planeta llamado… Tierra.
—Sí, señor, así es —afirmó Carmody.
—Tierra —murmuró Maudsley, rascándose la cabeza—. Tienes bastante suerte. Creo recordar ese lugar.
—¿Lo recuerda de verdad, señor Maudsley?
—Sí, estoy casi seguro de ello —asintió Maudsley—. Es un pequeño planeta verde, que aloja a una raza monomórfica, humanoide, como tú. ¿Verdad?
—Absolutamente cierto —contestó Carmody.
—Tengo buena memoria para estas cosas —continuó Maudsley—. Y más en este caso particular, puesto que el proyecto fue mío.
—¿Suyo, señor? —preguntó Carmody.
—Sí, lo recuerdo perfectamente. Durante su construcción inventé la ciencia. Creo que te divertirás mucho escuchando esta historia. —Y dirigiéndose a sus ayudantes añadió—: Además ustedes la pueden encontrar instructiva.
Nadie iba a negar a Maudsley el derecho a contar su historia. Por lo tanto, Carmody y los ingenieros asistentes adoptaron una postura atenta y Maudsley empezó.
HISTORIA DE LA CREACIÓN DE LA TIERRA
Yo, entonces, era apenas un modesto constructor. Había trabajado en diversos planetas y alguna que otra estrella. El trabajo no abundaba y la clientela además de lenta en el pago, era extraordinariamente exigente y criticona. Discutían por todo, haciéndose difícil complacerlos: «Cambie esto, cambie aquello… ¿Por qué el agua baja por las pendientes, la gravedad es tan alta y el aire caliente sube cuando debería bajar?», etc.
Era bastante ingenuo entonces. Acostumbraba a explicar las razones estéticas y prácticas de todo lo que realizaba. Las preguntas y explicaciones me llevaban más tiempo que el trabajo. Se hablaba demasiado. Comprendí que debía remediarlo de alguna forma, sin saber cómo.
Entonces, un poco antes del Proyecto Tierra, comencé a elaborar una nueva forma de tratar con los clientes. Me dije a mí mismo: «La forma depende de la función». Me gustó cómo sonaba. En seguida me pregunté: «¿Por qué la forma debe depender de la función?» Y la razón que me di fue: «La forma depende de la función porque es una ley inmutable de la naturaleza y uno de los principios fundamentales de la ciencia aplicada». Sí, sonaba bien, aunque todavía no le encontraba demasiado sentido. En realidad, el sentido no tenía importancia. Lo que sí tenía importancia era que había hecho un nuevo descubrimiento. Inconscientemente encontré un nuevo arte de propaganda y venta con la clave de grandes posibilidades: «La doctrina del determinismo científico». La Tierra fue mi primer experimento, y por eso la recordaré siempre.
Un anciano alto, con barba y mirada penetrante, me visitó para encargarme un planeta (éste fue el principio de tu planeta, Carmody). Terminé el trabajo rápidamente. Sí, creo que en sólo seis días. Pensé que con eso bastaría. Fue uno de esos planetas de bajo presupuesto y tuve que reducir algunas cosas. ¡Pero, tendrían que haber oído al cliente! ¡Parecía que le hubiera sacado los ojos!
—¿Por qué hay tantas tormentas aquí? —me preguntó.
—Forman parte del sistema de circulación atmosférica —le contesté. En realidad, me había precipitado un poco y olvidé introducir una válvula de sobrecarga en la circulación del aire.
—Las tres cuartas partes son agua —me acusó—; yo había especificado claramente una proporción tierra-agua de 4 a 1.
—Nos fue imposible hacerlo de esa manera —repliqué. Había perdido sus ridículas instrucciones; nunca he podido recordar los detalles de los planetas pequeños.
—¡Y usted llenó el poco terreno que me ha sido entregado de desiertos, pantanos, selvas y montañas!
—Es pintoresco —justifiqué.
—¡No me importa lo pintoresco! —vociferó el tipo—. Un océano, una docena de lagos, unos cuantos ríos, una o dos sierras son muy agradables. Todo esto embellece un lugar, ofrece comodidad y provoca sensaciones agradables en los habitantes. ¡Pero lo que usted me entregó es un absurdo!
—Todo tiene su explicación —me defendí. La verdad es que no podía sacar provecho del proyecto sin utilizar montañas reconstruidas, un montón de océanos y ríos como relleno y unos cuantos desiertos que compré baratísimos a Ourie, el joven negociante planetario. Pero cualquiera se lo confesaba.
—¡Deme una razón! —chilló—. ¿Qué le voy a decir a mi gente? Tengo que instalar una raza entera en este planeta, incluso pueden ser dos o tres. Serán humanos, hechos a mi imagen, y los humanos son bastante exigentes, como yo. ¿Qué les contaré, entonces?
Yo sabía qué podía decir, pero como no quería ofenderlo, fingí interesarme en el caso; aunque parezca extraño, lo pensé seriamente y encontré la solución que iba a desplazar a todas las demás.
—Dígales simplemente la verdad científica —insinué—. Dígales que, según la ciencia, todo lo que es debe ser.
—¿Qué? —dijo.
—El determinismo —continué, inventando esta expresión sobre la marcha—. Es bastante sencillo, aunque un poco esotérico. Empiece diciendo: «La forma depende de la función; por lo tanto su planeta es exactamente lo que debe ser por la simple razón de ser completo». Continúe: «La ciencia es invariable, por lo tanto, si una cosa varía, no es ciencia». Finalmente añada: «Cada cosa sigue normas determinadas. Uno no puede darse cuenta siempre de cómo son, pero puede estar seguro de su existencia. Así que lo más razonable no es preguntarse: ¿por qué esto en lugar de aquello?, sino, ¿cómo funciona?»
A continuación, me sometió a un intenso interrogatorio en el que demostró ser un viejo muy astuto. Pero no tenía la menor idea sobre ingeniería; su campo eran la ética, la filosofía, las ciencias morales, la religión y cosas por el estilo. Por lo tanto, no podía hacerme objeciones concretas. Era uno de esos tipos que adoran las abstracciones y empezó a repetir: «Eso de lo que es debe ser»… Una fórmula muy intrigante que no carece de estoicismo. Incluiré algunas de estas ideas en las clases que doy a mi gente… Pero, dígame. ¿Cómo puedo combinar este determinismo científico con el libre albedrío que intento inculcarles?
El viejo astuto casi me puso en apuros. Sonreí para ganar tiempo y dije:
—La respuesta es obvia —repliqué.
—Tal vez —dijo—, pero no la veo.
—Mire —expliqué—. Esto del libre albedrío que está enseñando, ¿no es también una cierta forma de determinismo?
—Podría ser. Pero la diferencia…
—Y además —le interrumpí—, ¿desde cuándo el libre albedrío y el determinismo son incompatibles?
—En apariencia lo son —manifestó.
—Lo que pasa es que usted carece de una formación científica —le dije en su propia cara—. Mire, señor mío, una de las leyes básicas de la ciencia dice que el azar es parte integrante de cada cosa; y el azar, como usted sabrá seguramente, es el equivalente matemático del libre albedrío.
—Pero lo que usted está diciendo es completamente contradictorio —protestó.
—Así es —declaré—. La contradicción es una de las leyes fundamentales del universo. La contradicción produce luchas, y sin ellas todo quedaría en un estado de entropía. Así que no podríamos tener ningún planeta o ningún universo, si las cosas no existieran en un estado aparentemente irreconciliable de contradicción.
—¿Aparentemente? —preguntó al instante.
—Claro —contesté—. Podemos definir, por ahora la contradicción como la existencia de un par de realidades antagónicas. Aunque no sea la última palabra en este tema. Por ejemplo, supongamos una tendencia aislada. ¿Qué pasa cuando se desarrolla esa tendencia hasta sus últimas consecuencias?
—No tengo la menor idea —reconoció el viejo—. La falta de detalles en esta clase de discusiones…
—Lo que ocurre —dije— es que la tendencia se convierte en su propio antagonista.
—¿De verdad? —preguntó visiblemente conmocionado. A esta clase de gente le cuesta comprender la ciencia.
—Es realmente así —aseguré—. Tengo las pruebas en mi laboratorio; aunque la demostración sea algo tediosa…
—No, por favor. Confío en su palabra —dijo el viejo—. Después de todo, hemos firmado un acuerdo. —Fue la palabra que utilizó siempre para indicar contrato. Significa lo mismo, pero suena mejor.
—Realidades opuestas —murmuró—. Determinismo. Cosas convirtiéndose en sus contrarios. Me temo que sea todo un poco complicado.
—Y estético también —añadí. No terminé mi explicación sobre la transformación de los extremos.
—Le ruego que continúe —suplicó, cordial.
—Gracias. Pues bien, tenemos que entropía significa que las cosas persisten en su movimiento hasta recibir influencias del exterior. Y, según mis experiencias, algunas veces persisten en su movimiento aunque no haya una influencia exterior. De todas formas, la entropía dirige una cosa hacia su contrario. Cuando una cosa está dirigida hacia su contrario, quiere decir que todas las demás cosas están dirigidas también hacia sus contrarios, porque la ciencia es coherente. ¿Comprende ahora? Tenemos todas estas tendencias que se transforman locamente y se convierten en sus propias oposiciones. ¡En el nivel organizativo más elevado, encontramos grupos de opuestos haciendo lo mismo, y subiendo y subiendo…! ¿Está claro?
—Supongo que sí.
—Bien. Y ahora nos preguntamos: ¿es esto todo? Quiero decir, estas tendencias convirtiéndose de adentro afuera y de afuera adentro, ¿son todo el juego? Y lo sorprendente es que no, ¡no lo es! No, señor, estas tendencias, que saltan alrededor como delfines, son sólo un aspecto de lo que sucede en la realidad. Porque existe una sabiduría que ve por encima de todos los antagonismos y contradicciones de este mundo fenomenal. Esta sabiduría, señor, conoce la calidad ilusoria de las cosas reales y encuentra detrás de ellas las leyes profundas que rigen el funcionamiento del universo, que constituyen un estado de grande y magnífica armonía…
—¿Cómo una cosa puede ser, a la vez, ilusoria y real? —La pregunta surgió rápida como una flecha.
—Yo no soy nadie para conocer la respuesta —confesé—. No soy más que un modesto trabajador científico: veo lo que me rodea y actúo en consecuencia. Puede que haya razones éticas detrás de todo esto.
El viejo reflexionó un momento sobre esta observación y pude notar que libraba una lucha interna.
Podía descubrir falacias lógicas en mis argumentos, ya que estaban llenos de ellas. Pero, como todos los humanoides, estaba fascinado por las contradicciones y sentía el ansia de incorporarlas a su sistema.
Hizo toda clase de objeciones, ya que su sentido común le advertía que las cosas no podían ser tan confusas; no obstante, su intelecto le indicó que, en efecto, podía ser, aunque las cosas parecieran complicadas. Podía existir detrás de todo un simple principio unificador. O, en caso que no existiera ese principio, era por lo menos una filosofía sólida. Finalmente lo convencí cuando utilicé la palabra «ética». Porque aquel viejecito estaba obsesionado por la ética; podría incluso llamarse señor Ética. Debido a esto y por casualidad, le hice creer que el maldito universo era una serie de igualdades y contradicciones, de leyes e iniquidades, todo apuntando hacia el más exquisito y absurdo orden ético.
—Aquí hay un principio más profundo de lo que yo pensaba —dijo al cabo de algún rato—. Tenía la intención de enseñar a mi gente sólo cuestiones éticas y morales imperativas, el cómo y el porqué los hombres deben vivir, en lugar de preocuparse por lo que constituye la vida. Quería que fueran exploradores que excaven las profundidades de la alegría, el temor, la piedad, la esperanza, la desesperación, en lugar de científicos que examinan estrellas y gotas de lluvia, que formulan hipótesis grandiosas e impracticables sobre sus descubrimientos. Sabía de la existencia del universo, pero preferí ignorarlo. Ahora, usted me ha convencido.
—Mire —expliqué—, no quería causarle problemas. Sólo pretendí informarle sobre esta materia…
El viejo sonrió.
—Al causarme problemas, me evitó otros aún mayores. Podría crear un mundo según mi propia imagen, pero no lo voy a poblar con versiones en miniatura de mí mismo. El libre albedrío es algo muy importante para mí. Mis criaturas la llevarán hasta su gloria y su pena. Harán suyo este juego brillante e inútil llamado ciencia y lo endiosarán. Contradicciones físicas y abstracciones solares les fascinarán; perseguirán el conocimiento de estas cosas y olvidarán explorar en el conocimiento de su propio corazón. Me convenció de todo esto y le estoy agradecido por la advertencia.
A decir verdad, me puse un poco nervioso en ese momento. El hombre a quien había tomado por un ser insignificante, se había convertido en una persona de gran carácter. Tuve la sensación de que podría causarme muchos problemas, y él sabía que podría hacerlo con unas pocas palabras. Esta sentencia se alojó en mi mente como una flecha envenenada y nunca lograría apartarla. Me asusté un poco, les soy sincero.
El viejo burlón tuvo que leer mis pensamientos porque me indicó:
—No se asuste. Acepto sin reservas el mundo como me lo construyó; servirá muy bien tal cual es. En cuanto a los defectos y anomalías también los acepto y se los agradezco. Incluso se los pagaré.
—¿De qué manera me pagará los errores? —pregunté.
—Aceptándolos sin discutir, marchándome ahora, ocupándome de mis negocios y de los negocios de mi pueblo —respondió.
Y el viejo se marchó sin decir una sola palabra más.
Me quedé bastante pensativo. Había usado muy buenos argumentos, pero al final el viejo tuvo la última palabra. Comprendí lo que quiso decir; cumplió su contrato conmigo y eso fue el final. Me dejó sin dedicarme una sola palabra a mí, personalmente. Fue algo así como un castigo. Un castigo según su punto de vista, claro. ¿Para qué necesitaba yo de sus palabras? No obstante, tenía la necesidad de oírle. Intenté visitarle durante mucho tiempo sin conseguirlo, por lo que deduje que a él no le interesaba verme lo más mínimo.
En realidad, no me importó mucho. Saqué provecho de esa Tierra y uno debe procurar eso: sacar el máximo de provecho sin preocuparse por las consecuencias.
Pero lo que yo quería explicaros, y os ruego que me escuchéis atentamente, es que la ciencia está llena de normas porque yo las inventé de esa manera. ¿Por qué las hice así? Porque las normas son una gran ayuda para un trabajador inteligente, al igual que la mayoría de las leyes lo son para los abogados. Las normas, doctrinas, axiomas, leyes y principios de la ciencia sirven para ayudar, y no para obstaculizar. Existen para dar razones a lo que están haciendo. La mayoría de ellas son más o menos verdaderas, y esto ayuda. Pero recordad siempre que estas normas existen para ayudaros a explicar a los clientes lo que están haciendo después de haberlo hecho, nunca antes. Cuando tenéis un proyecto, hay que realizarlo de la manera que mejor convenga. Después, se explican los hechos según el resultado; no al revés.
Recordad que estas leyes deben servir como barrera verbal contra gente que hace preguntas, pero que nunca deben ser nuestras enemigas.
Si habéis aprendido algo de mí, será que «nuestro trabajo es muy difícil de explicar, sencillamente lo intentamos y algunas veces sale bien y otras no». Pero nunca intentéis explicaros a vosotros mismos por qué algunas cosas pasan y otras no. No os preguntéis ni os imaginéis la existencia de una explicación. ¿Habéis comprendido?
Los dos asistentes, confusos, movieron la cabeza afirmativamente. Tenían la mirada exaltada de los hombres que han encontrado una nueva religión. Carmody hubiera apostado cualquier cosa a que aquellos dos hombres, jóvenes y serios, habían memorizado cada palabra del constructor, y ahora se disponían a elevar estas palabras a la categoría de… leyes.