Era un jarrón en forma de cuenco, de un profundo color azul. Las femeninas curvas del mismo se adaptaban perfectamente a las palmas de sus manos. La muchacha que lo transportaba calzaba zapatos gastados, vestía una falda limpia, pero muy raída y una blusa rasgada. Nada llevaba con ella, salvo el mencionado jarrón, que estaba vacío.

—Hemos llegado, querida —dijo la encargada al entrar en el largo dormitorio de alto techo. Por las grandes ventanas del antiguo edificio entraban haces de luz, que se deslizaban por los hombros de la joven e iluminaban sus trenzas con reflejos dorados y rojizos.

En el otro extremo de la habitación, dos adolescentes, sentadas en sus camas, se entretenían con algún juego.

La encargada guió a la recién llegada hasta una cama vacía, cuya colcha, aunque gastada, era de un blanco inmaculado. Junto a la cama había un velador pequeño con dos cajones. La niña, sosteniendo el jarrón con ambas manos, lo acercó a un rayo de sol que le permitió apreciar el color azul del objeto. Luego, alejándolo de la luz, lo depositó sobre el velador. Entonces se sentó en la cama y, después de cruzar sus manos, las descansó sobre el regazo.

—¡Niñas! —llamó la encargada a las otras dos—. Aquí está Anna.

Aquéllas se volvieron para mirarla, ni hostiles ni amigables, ni siquiera indiferentes. Anna continuó contemplándose las manos, delgadas y de piel oscura en los nudillos, y callosas en las palmas.

—¡Niñas! —repitió amenazadoramente la mujer.

Se levantaron y acudieron sin que sus semblantes denotaran gran curiosidad.

—Hola, Anna —dijeron.

En ese instante se oyó un formidable estruendo, y las dos niñas, junto con Anna, dirigieron su mirada a través de los amplios ventanales, hacia el cohete que, surgiendo por detrás de un lejano muro, abandonaba la base espacial.

El cielo era de un color tan puro, que parecía la llama del alcohol cuando quema; la nave se elevó y desapareció en el aire, dejando tras sí una turbulenta estela, y un gran asombro entre aquellos que la oyeron pasar; las tres jovencitas quedaron ensimismadas, nostálgicas y perplejas.

—Sí, se ven pasar continuamente —declaró la encargada con fingido buen humor—. Las dejo solas; así podrán conocerse mejor. Pronto llegarán las otras de la escuela.

Cuando se hubo retirado del amplio dormitorio, tras cerrar con cuidado la pesada puerta, Anna levantó la vista y miró a sus dos compañeras. En aquel momento, la expresión de ambas era impenetrable, pero la joven que estaba de pie, de delicados rasgos y sesgados ojos marrones, se inclinó hacia la recién llegada y le preguntó:

—¿Dónde?

—En Marte —contestó Anna—. La semana pasada, en Marte.

Rubia y algo brusca de modales, la otra muchacha, adolescente aún, prometía convertirse en una beldad. Desvió la cara y explicó:

—Mi padre sigue aún en órbita.

El orgullo que se percibía en su voz era como un afilado cuchillo. Aunque dominaba todos los gestos de su rostro, apenas podía controlar la voz.

—Yo soy Lupe —dijo la de los ojos color castaño—. ¿Qué edad tienes?

—Catorce años —respondió Anna, sin dejar de observar el jarrón vacío.

—Entonces sólo estarás aquí un año —aseguró la rubia—. Yo estoy casi lista para irme. Dentro de un mes cumpliré quince años. Lupe es de tu misma edad.

—¿Adónde irás? —preguntó Anna.

La rubia sonrió, transformándose de pronto en una belleza radiante, serena y orgullosa. Su rostro era, en aquellos instantes, el rostro de una mujer.

—Al banco del matrimonio —contestó.

—¿Sin más ni más? —preguntó Anna, azorada.

—No, tonta —dijo Lupe, sentándose a su lado—. Conny tiene aún un año de colegio por delante. ¿Acaso no lo sabes?

—No sé nada —admitió Anna.

Conny se encogió de hombros. Luego se dirigió hacia la ventana, contra la que se recostó apoyando la palma de una de sus manos sobre el irrompible panel protector de plástico. No se veían más que enormes edificios y, encima de ellos, el cielo por donde sus padres habían desaparecido.

Se oyó un distante murmullo de voces infantiles.

—Pronto estarán aquí las más pequeñas —dijo Lupe—. Nosotras somos las mayores.

Conny, que se había vuelto hacia sus compañeras, contempló el jarrón azul con curiosidad; movió una mano con ademán de tocarlo, pero Anna saltó a la defensiva desde su cama, gritando asustada.

—De acuerdo —dijo Conny—. No lo hice a propósito.

—¿Viene de Marte? —preguntó Lupe, señalando el jarrón.

Anna inclinó la cabeza.

—No —murmuró—. Lo trajo de Plains para mi madre.

—¿Se ha vuelto a casar? —preguntó Conny.

Anna inclinó aún más la cabeza, y sus trenzas color castaño oscuro cayeron sobre los hombros.

—No —replicó.

—Tiene que hacerlo —expuso Conny, con un tono de voz en el que se advertía cierta dureza.

—Ya lo sé —contestó Anna—; pero no lo ha hecho.

—Si tiene menos de treinta y cinco años, debe hacerlo, o irá a la cárcel.

—Ya fue —dijo Anna—. Esta mañana, cuando vinieron a buscarme.

—No es justo —dijo Conny, levantándole el rostro con una mano y mirándola con furia—. Nuestras madres han tenido que casarse por segunda vez. ¿Por qué no tendría que hacerlo la tuya también? Las guerras devoran a nuestros hombres; tenemos que fabricar más hombres. ¿Qué derecho tiene ella?

—¡Porque prefirió lo contrario! —gritó Anna, apartando de un golpe el brazo de Conny—. Tenía todo el derecho a elegir.

De nuevo se oyó una tremenda y ruidosa explosión, que provenía del centro espacial; las tres jóvenes se acercaron a las ventanas y, en profundo silencio, vieron cómo ascendían en el intenso cielo azul las naves que partían hacia la guerra.

Lupe tragó saliva; Conny apartó de su mejilla el cabello rubio y lo echó hacia atrás, y Anna deslizó con suavidad las palmas de sus manos a ambos lados del jarrón, entibiándolo.

La pesada puerta del dormitorio se abrió de par en par, y entró un grupo de niñas de corta edad. Una de ellas, con la cara húmeda y sucia, lloraba. Las demás, rodeándola, le daban empujones y la zarandeaban.

Entró la encargada y las dispersó bruscamente, enviando a la que lloraba a la enfermería, y a las demás al sosiego de algún juego tranquilo en sus camas. Una vez acostadas, se dirigió a las mayores.

—¿Ya se han hecho amigas? —preguntó con expresión risueña—. Estoy segura que sí. Lupe, por favor, procura que Anna se encuentre a gusto aquí. Conny, quieren verte arriba, en la oficina.

—¡A mí! —exclamó con un destello de luz en sus ojos—. ¿Acaso estoy ya preparada?

—No sé nada al respecto, querida —afirmó la mujer—. No creo que estés lista aún, pues todavía no has celebrado tu cumpleaños, pero, de todos modos, quieren verte.

Sin volverse siquiera, Conny atravesó rápidamente el cuarto, cruzó la puerta abierta, y todos pudieron oírla escaleras arriba, en dirección a la oficina.

Lupe parecía asustada.

—No se la llevarán todavía, ¿verdad? —preguntó.

—No lo creo, querida —respondió la encargada, sacudiendo la cabeza.

Cuando ésta se retiró del cuarto y cerró la puerta, el silencio se hizo más profundo y vibrante, como si cada una de las muchachas retuviera el aliento. Las que habían estado jugando, dejaron de hacerlo; las que ya estaban acostadas, se irguieron. Todas esperaban atentamente en sus camas, distribuidas en doble hilera. Las había de todos los tamaños, formas y colores, cosa muy natural, dado que la edad de las niñas oscilaba entre los cinco y los quince años. Las veinte niñas mantenían fija la mirada en los ventanales que daban al oeste, a través de los cuales se filtraba el sol poniente con un resplandor que las deslumbraba.

El piso, el edificio, las ventanas, las niñas y el aire trepidaron con la explosión. Apenas pudieron vislumbrar la nave, que, elevándose a gran velocidad, desapareció muy pronto en el espacio.

Poco a poco, todas volvieron a sus juegos. Lupe seguía sentada en la cama de Anna, y cuando ésta, finalmente, optó por sentarse, aquélla la tomó cariñosamente por el brazo y le dijo:

—Seremos amigas. Tenemos la misma edad. Quizá vayamos en el mismo grupo al banco del matrimonio.

Anna desvió la mirada hacia el jarrón azul oscuro.

—Quizá —contestó.

Se acercó a ellas una niña de diez años, de cuerpo rechoncho, que siguió de largo por el estrecho pasillo que separaba la cama de Anna de la contigua, inclinó la cabeza hacia delante y, estirando el cuello, fijó su mirada en el jarrón.

—¡Ah! —dijo—. ¡Qué color tan hermoso!

—Sí —asintió Anna.

—¿Puedo tocarlo?

—No.

La niña miró a Anna con una expresión en la que se mezclaban la decepción y la picardía.

—Es muy especial, ¿no? —preguntó.

—Me pertenece —contestó Anna.

—¿Dónde?

—En Marte —replicó Anna.

—Al mío le tocó aquí mismo. La nave explotó mientras la abastecían de combustible. No tuvo tiempo de despegar siquiera. Fue aquí mismo, puedes verlo desde la ventana.

Anna cerró los ojos.

—¿Cómo puedes mirar? —murmuró.

—Se supone que estoy aquí para mirar, sabes. ¿Por qué crees que te han traído? Estamos condicionadas. Hace cuatro años que estoy aquí, y me he habituado a mirar. Tú también te acostumbrarás. Por cada nave que despega, debes contar quince hombres; una nave cada media hora, entre el amanecer y el crepúsculo, se llevará los hijos varones que tiene tu madre, y los que tú tendrás, después de ir un par de veces al banco del matrimonio. Esa es la forma de condicionamiento con que operan aquí.

—Será mejor que vuelvas a tu cama —dijo Lupe a la niña—. No creo que te gustase hablar del tema el día en que viniste por primera vez.

—Ya ni me acuerdo —replicó, mientras miraba el jarrón de soslayo.

—¡Tiene un hermoso color! —exclamó—. Creo que es el azul más profundo de la Tierra. Tengo cuatro hermanos —agregó tras una breve pausa—. Tendré cuatro hijos.

—¡Vamos ya, anda! —dijo Lupe dándole un ligero empellón.

La niña se entretuvo aún en echar un vistazo al jarrón y luego a Anna, para fijar por último su mirada en el objeto.

Era lo único que había sobre el velador de madera de Anna, a diferencia de los demás, repletos de juguetes, fotografías y medallas de guerra.

—¿Es que no posees nada? —preguntó la niña con voz chillona—. ¿Ni libros, ni ropa, ni medallas? ¿Sólo este jarrón?

—Sólo el jarrón —contestó Anna.

Transformada de pronto en una criatura cruel, la niña retrocedió.

—¡Entonces tu madre está en la cárcel! —gritó mientras se alejaba—. ¡Ella lo quiso y a ti nada te pertenece!

Se oyó un murmullo en todo el cuarto, al tiempo que las niñas se volvían para fijarse en Anna, escuchar y observarla.

—Prisión. Ella lo eligió —corearon—. Prisión; nada le pertenece. ¿Quién le ha permitido conservar ese jarrón?

Anna tomó el jarrón con gesto desesperado, aunque tuvo gran cuidado en manipularlo con suavidad. Luego, apretándolo entre sus pequeños pechos, se inclinó en forma protectora sobre él como para esconderlo. Tanto se había encogido, que se vio obligada a respirar sobre la boca del jarrón; el aire expulsado de sus pulmones llenó la cavidad azul y pronto volvió a salir por el estrecho cuello. La muchacha sintió que la forma redonda se entibiaba en sus manos, pero, como estaba demasiado asustada para moverse, siguió doblada sobre sí misma, sin dejar de respirar dentro de la cavidad oscura, mientras sentía en su cara el vaivén de su aliento.

Una súbita campanada vibró por el salón, y todas saltaron de sus camas al ver que la encargada abría la puerta.

—Es la hora de la cena —informó Lupe a Anna. Ésta levantó la cabeza y se sentó sobre los talones.

—¡Vamos! —dijo Lupe—. No querrás perderte la cena. Bajaré contigo, ya verás.

Anna negó con la cabeza.

—Decídete, tienes que comer —insistió Lupe—. No está permitido faltar a las comidas, a no ser que te encuentres enferma. Ya verás cómo luego te sientes mejor.

—De ningún modo —respondió Anna—. No quiero nada.

Lupe la instó, tirando con suavidad de los brazos y las muñecas que aún sostenían el jarrón contra su cuerpo.

—Por favor, Anna, ven. Ya han bajado todos a comer. Por el momento ya no saldrán más naves de las bases; no hay nada que ver hasta las seis de la mañana. Por favor, Anna, tenemos la misma edad, podemos ser amigas; le hablaré a la encargada y podremos ir juntas al banco del matrimonio.

Anna abrió los ojos y se enderezó. Luego, con un gesto furioso, indicó:

—Elijo la cárcel.

Tras una breve pausa, elevó la voz y gritó:

—¡Elijo la cárcel! ¡No iré al banco del matrimonio, no tendré hijos, no miraré cómo se elevan las naves! Elijo la prisión bajo tierra para el resto de mis días, igual que lo hizo mi madre.

Lupe, asustada y temblorosa, se había ido alejando poco a poco de ella. Retrocedió unos pasos, sin dejar de mirar a Anna y al jarrón que ésta sostenía, casi incoloro por la falta de luz.

De pronto, apareció la encargada. Cruzó la puerta, que permanecía abierta, y se acercó a ellas.

—¡Niñas, van a llegar tarde a la cena! —farfulló—. ¿Qué sucede?

—Elijo la cárcel —dijo Anna, al tiempo que, vuelta de espaldas, depositaba el jarrón sobre el velador.

—¡Dios mío! —exclamó la mujer—. Criatura, no sabes lo que eso significa.

—Lo sé muy bien. Trabajaré en el subterráneo catorce horas diarias y ya nunca más podré salir a la superficie, pero eso es lo que elijo. Ahora mismo me iré.

—No puedes irte ahora —dijo la mujer, quien, muy confundida, no cesaba de mover las manos en todas direcciones, como si quisiera atraer a Anna hacia sí.

—¡Criatura tonta, no sabes lo que dices! —exclamó aproximándose a la joven, mientras seguía hablando—. ¡Pobrecilla!

—Lupe, por favor, ve en seguida al comedor —ordenó la encargada volviéndose hacia ella.

Lupe se retiró. La mujer se acercó entonces a Anna, moviendo nerviosamente las manos.

—No puedes elegir ahora, Anna.

—Tengo derecho —contestó la muchacha.

—¡Claro que no, niña tonta! —exclamó la encargada—. Y cuando puedas hacerlo, no pensarás así; no sabes lo que dices. ¿Ignoras que sólo podrás tomar una decisión cuando hayas pasado por el banco del matrimonio?

Anna movió los labios, pero no pudo emitir un solo sonido.

Se encendieron las luces de forma automática, en hilera, por encima de sus cabezas, y ambas tuvieron que pestañear, para acostumbrar los ojos a tal cambio.

—¿Ahora no? —preguntó Anna finalmente—. ¿No puedo elegir siquiera?

—No; no podrás hacerlo hasta que hayas ido, por lo menos una vez, al banco del matrimonio. Es algo saludable, realmente. La ley te protege. Más tarde notarás que es agradable.

Anna salió precipitadamente, golpeándose contra una cama, y corrió por el pasillo entre las filas de angostos catres blancos. Atravesó corriendo el vestíbulo, y bajó en dos saltos las anchas escaleras, dejando atrás el ruidoso comedor, el cuarto de los niños, y las herméticas puertas de la enfermería. Siguió luego por el corredor principal hacia la entrada.

—Presa de pánico, golpeó las puertas, y, al verlas cerradas, se dejó caer al suelo.

Tras ella, se abrió el ascensor, y apareció la encargada, que, con un pequeño gruñido, se acercó a Anna y la levantó.

—¡Qué niña más tonta! —dijo—. Por fortuna, no recibimos a muchas como tú. ¡Levántate! —añadió, mientras la arrastraba hacia el ascensor. Las puertas se cerraron sin ruido alguno, y comenzaron a elevarse por el largo túnel.

—Te llevaremos a la cama y gozarás de un sueño reparador. No sabes lo que dices, al preferir las fábricas y las fundiciones. Incluso podría tocarte alguna estación de combustible para el resto de tu vida. Crecerás e irás al banco del matrimonio como lo desea cualquier joven correcta.

Con firmeza, arrastró a Anna por el pasillo que separaba las dos hileras de camas blancas.

Al sentarse la joven sin ofrecer resistencia alguna, la encargada fue en busca de un vaso de agua, sacó de su bolsillo un frasquito de píldoras y lo tendió hacia Anna.

—¡Dos! —dijo sonriente—. Trágalas y olvidarás tus preocupaciones.

Anna lo hizo así, ayudándose con un poco de agua.

—Ahora dormirás bien —afirmó la encargada, al tiempo que daba unos golpecitos en la almohada para acomodarla—. El primer día aquí no es fácil para nadie —explicó—. Pero sé que acabarás por comportarte bien.

Al irse la mujer, Anna se acostó y, volviendo la cabeza hacia un lado, clavó la mirada en el jarrón. Era de un intenso color azul y parecía repleto de un profundo espacio infinito, pero estaba vacío.

Anna cerró los ojos.