Aquel día, crucial en la vida de Philip Tawn, comenzó con una decepcionante normalidad. No había una sola nube en el horizonte ni en su alma. Se despertó feliz con el aroma matutino que emanaba del acondicionador de aire y la frescura de la crema de afeitar. Los chorros de vapor de la ducha completarían, agresivamente, el trabajo.
Lo primero que hacía Philip por las mañanas era conectar el visor. Más tarde, el desayuno le llegaba suavemente por el distribuidor. Mientras se lo tomaba, pensó en el trabajo diario; lo hizo con la tranquilidad que corresponde a un directivo de clan. El proyecto general, destinado a los Elefantes, constituía un problema, ya que nunca había trabajado con computadoras. No obstante, confiaba en sus propias ideas.
Sacó un pequeño motociclo de una concavidad exterior al apartamento, y se alejó por el corredor en dirección a los ascensores, situados a un kilómetro de distancia. Allí, entre formales saludos y deseos de: «Un día de gloria para los Pavos Reales», y otros más sencillos para los conocidos, descendió hasta el garaje.
Se introdujo en su Pantera modelo 51 —el año siguiente, después de la boda, cambiaría su coche deportivo por otro modelo más serio—. Movió la palanca del escudo y avanzó hacia la salida. Mientras aguardaba, fumó un cigarrillo sin nicotina.
Cuando se encendió la luz verde cediéndole el paso, pulsó el sincrobotón. Su propio escudo y el mayor, el de la casa del clan, quedaron sincronizados en un punto, a una frecuencia que resultaba virtualmente imposible duplicar, lo cual le permitió salir al exterior. El escudo se cerró tras él como un esfínter, sin que, por un momento, quedara abierta al mundo una grieta entre ambos escudos.
Cuando rodaba por la avenida del Pavo Real, pasó ante la puerta de servicio. Camiones de otros clanes —clanes dedicados al servicio, como el de Abejas, con alimentos, y el de Castores, con sus escuadras de conservación— se hallaban alineados para entrar. La regulación del tránsito era más complicada allí que en las puertas del clan. Por esta puerta, sólo se admitían los vehículos de uno en uno; pasaban a una cámara blindada situada fuera del escudo de la casa. Este escudo se extendía impenetrablemente a lo largo de la fachada posterior del edificio.
Dentro del recinto blindado, los conductores eran examinados minuciosamente por una cámara de televisión de circuito cerrado. El escudo del camión tenía que hallarse inactivo —unos controles electrónicos se encargaban de comprobar esto— y la palanca debía estar desmontada y colocada en una ranura hasta el momento de volver a emprender la marcha. Los conductores estaban obligados a identificarse. Unos controles comprobaban las plantillas electrónicas impresas, mientras que los mismos aparatos que habían controlado el escudo del camión investigaban por todas las cavidades con el fin de establecer si existía algún mecanismo capaz de reactivar dicho escudo.
Sólo entonces, el escudo de la casa se hallaba neutralizado hasta el extremo de permitir al camión pasar a las plataformas de descarga.
Un proceso complejo, que requería bastante tiempo, pero constituía el único medio para conservar la seguridad en el mundo de Philip Tawn. Apenas dos años antes —afortunadamente el hecho no sucedió en una casa del Clan del Pavo Real—, por haber sido el proceso menos minucioso, había conseguido entrar en el edificio el camión de unos bandoleros, quienes llevaban hábilmente falsificadas sus tarjetas de identificación y ocultaban un reactor. Los malhechores saquearon el lugar en presencia de los propios habitantes. La gente no llevaba su escudo personal para identificarse en su propia casa —ésta era idea básica de los clanes— y, por consiguiente, aquellos se encontraban totalmente desprevenidos. La pandilla trató incluso de apoderarse del centro de mando del escudo. Tan sólo una eficaz actuación de los controles de emergencia lo habían evitado; de lo contrario las consecuencias hubieran sido estremecedoras.
Lo cierto es que el camión huyó —los directores de la desdichada casa se aliviaron enormemente dejándolo escapar— con un botín que contenía una fortuna. Los canales del Clan de las Hormigas zumbaron a causa del incidente durante varias semanas después de ocurrido el hecho.
Resultaba difícil imaginar que pudiera suceder tal cosa en la casa del Pavo Real. Los Pavos Reales no eran expertos en tecnología, sino que se dedicaban a la publicidad. Debido a ello, poseían más canales que cualquier otro clan —exceptuando el de Hormigas— para captar las últimas noticias. Pero el suceso hizo que se reforzaran las medidas de vigilancia en todos los clanes, los cuales incrementaron considerablemente el presupuesto que cubría ese capítulo.
Philip entró en la autopista principal que llevaba a la ciudad. Antes de que el tránsito resultara muy denso, eligió su objetivo para la habitual verificación matutina. Se trataba de un hombre calvo que guiaba un «Lebrel» modelo 48. El hombre era una Abeja. Los del clan de Philip nunca hubieran sido vistos en un vehículo tan anticuado como aquel «Lebrel».
Philip echó un vistazo a las gruesas franjas de la chaquetilla del hombre, cuyo coche avanzaba unos doscientos metros delante de él. Disminuyó la velocidad a ciento treinta por hora, y luego la adaptó a la del otro, que circulaba a ochenta. Philip hizo sonar la bocina —dos toques, uno largo y otro corto— que indicaban: «Prepárese para la verificación.»
El hombre volvió la cabeza… y arrugó el ceño. Lo que es peor, aceleró sin contestar a la señal. ¡Como si la verificación no fuera un acto social perfectamente establecido! Servía para comprobar los escudos de los dos conductores, por si había algún defecto en su funcionamiento. Además los psiquiatras recomendaban aquella práctica como un medio inofensivo para disipar cualquier tendencia agresiva.
En realidad, al hombre del siglo XXII no le quedaba demasiada agresividad, ataviado como iba con su vistosa chaquetilla del clan durante el día, y con el manto nocturno. Pero, a veces, surgía la agresividad, especialmente a causa del temor. El temor a la violencia, algo que había adquirido proporciones de pánico a comienzos del siglo XXI, pero que quedó desterrado para siempre con la invención de los escudos de fuerza.
Bien, si aquel hombre lo quería así, de acuerdo, pensó Philip. Podía haber elegido, a continuación, otro conductor más amigo de colaborar, pero la descortesía le había dolido. Pisó a fondo el acelerador y, al cabo de unos segundos, se colocó a la altura del otro.
El hombre no dio muestras de disminuir la velocidad; en lugar de ello siguió conduciendo con la mirada dirigida al frente. Philip sonrió y viró el coche más de lo acostumbrado.
El otro conductor giró el rostro hacia él, muy pálido, debido a que el escudo del «Pantera» había chocado, entre chirridos, contra el suyo. El «Lebrel» rebotó y fue a dar contra los escudos marginales de la autopista. A la velocidad que iban debió resultar una experiencia sobrecogedora, ya que en ese momento pasaban por un viaducto con un talud elevado una treintena de metros y el escudo era invisible, como todos. Es decir, tan invisible como se necesitaba. Podía apreciarse cualquier escudo si se colocaba en ángulo recto respecto a la luz —un poco más para algunas luces—, entonces se vislumbraba el baile frenético de los átomos polarizados.
Philip tuvo que desviarse cuando el «Lebrel» volvió al centro, al mismo tiempo que su conductor se esforzaba por dominar la dirección. Logró enderezar —hasta los «Lebrel» modelo 48 tenían una sensibilidad de dirección muy efectiva—, y siguió en línea recta. Philip se puso de nuevo a su lado y se divirtió acercándose a él hasta que los escudos se tocaron provocando un sonido discordante. El otro se vio obligado a disminuir la velocidad.
Philip saludó con la mano y emitió la acostumbrada señal de despedida: un toque corto y uno largo. El otro hombre le contestó con un ademán descortés. Philip volvió a sonreír con ironía. No entendía cómo era posible que un clan hubiera admitido en su seno a un individuo tan incorrecto.
Siguió adelante entre el tránsito hasta el centro de la ciudad, y luego se alineó ante el edificio del Pavo Real. No tuvo que esperar demasiado, pues era precavido y siempre llegaba puntual: antes de las diez y media de la mañana. Los vehículos que tenía delante eran los rezagados de rangos inferiores, que se apartaron para darle paso.
Una vez dentro del edificio, se dirigió a su despacho. La conferencia para el asunto de los Elefantes había sido programada a las once y cuarto de la mañana. Podría emplear el tiempo que faltaba para resolver asuntos de menor importancia. Interrumpió el funcionamiento del escudo con una simple pulsación y descubrió la consola.
El trabajo era una creación en tres dimensiones, un anuncio visual y estereofónico. Había preparado las matrices el día anterior sin fijarse demasiado en el producto que se trataba, sólo era un gráfico corriente de nivel inferior. Advirtió que se refería a un artículo alimenticio —un encargo del Clan Abejas— con poca posibilidad de promoción en una época como aquélla. ¿Quién que tuviera un poco de sentido, iba a preferir el cereal Naturpur —Directo de la granja a su mesa— cuando en el mercado se encontraba una amplia gama de alimentos sintéticos incomparablemente más deliciosos? ¿Cómo podía atraer una frase propagandística como aquélla? Granja evocaba demasiadas imágenes, todas ellas desagradables, relacionadas con malos olores, estiércol y baja productividad. Agrupación alimenticia resultaba mucho mejor.
Pero elegir lemas comerciales no era su tarea. Tal vez, aquel anuncio iba destinado a los chiflados. Aún había unos cuantos sueltos. Pensó en el hombre del «Lebrel» y lo comprendió. Quizá el cereal Naturpur era su creación predilecta. En tal caso se le podía disculpar por su comportamiento antisocial.
Philip, no obstante, se volcó sobre el trabajo con su habitual concentración. Eligió un tipo antiguo, unas letras rústicas —¿qué podía haber más adecuado?— y lo situó en el centro de la matriz. Aquello resultaba excesivo, según pudo comprobar en seguida. Oprimió la tecla que servía para borrar y lo intentó de nuevo, esta vez con letras cursivas clásicas.
No era lo suficientemente llamativo. Musitó algo en voz baja y borró otra vez. Encendió un cigarrillo y reflexionó. Las tareas secundarias a veces pueden presentar más problemas de los que normalmente debieran tener.
Hizo dos nuevas tentativas: una con mayúsculas gruesas, y, tal vez debido a un rasgo de humor, un tipo mecanográfico y desgarbado. Por fin dio con un tipo, que parecía adecuado, cuyo contorno semejaba el borde aserrado de una hoja.
Aquello ya resultaba mucho mejor, e incluso aparecía la muestra de Naturpur y las letras del absurdo lema mucho más comprensibles. Eligió un anodino tono azul para el lema y lo situó sobre el fondo amarillo y ondulante de una Pantalla Nobel n.º 3069. Después, se felicitó a sí mismo por su instintivo acierto. Si querían dar la impresión de un campo de trigo, o de algún otro horrendo cereal estremeciéndose a influjos de la brisa, se lograba perfectamente.
Luego resolvió efectuar la prueba completa e hizo girar el control de avance. Primero, situó las letras del lema comercial, luego los colores y, por fin, las letras de la marca, con lo cual la imagen de la pantalla quedó completa. Se sintió tentado de agregar algún otro detalle, pero rechazó la idea por parecerle inadecuada, para aquel sencillo proyecto.
Se contentó con dar una leve tonalidad roja a las letras de la marca y trazó una especie de halo en torno al lema comercial.
Pasó de nuevo la prueba, y quedó bastante complacido con su trabajo, especialmente en lo que se refería al tiempo empleado. En la parte inferior, le pondrían alguna música a tono con el tema. A continuación, pulsó el botón de impresión. Mientras la máquina grababa la prueba en una cinta por triplicado, procedió a establecer el presupuesto del trabajo, para lo que utilizó por vez primera en toda la operación, un instrumento manual: la pluma.
La grabadora lanzó una especie de suspiro y se detuvo; la luz roja se apagó y se encendió una azul. Recogió las cintas, apartó una para sus archivos e introdujo las otras dos en el tubo de envío. Cuando se alejaba del aparato zumbó su intercomunicador.
Oprimió una tecla y apareció el rostro de la secretaria de R. G.
—El señor Gotfryd se dispone a iniciar la conferencia, señor Tawn —dijo la joven.
Cuando Philip llegó, casi todos los demás se encontraban ya en la sala. Ocupaba la presidencia de la mesa de conferencias Randall Gotfryd, un hombre corpulento que resplandecía con su vistosa chaquetilla de Opulex. Cuando Philip dijo: «Gloria a los Pavos Reales», y tomó asiento, llegaron los dos últimos: Jenkins, de Música, y Franz, de Motivación. R. G. encendió un cigarro.
Los murmullos se extinguieron cuando apagó su encendedor.
—Perfectamente, señores —comenzó—. Creo que no será necesario que les recuerde la importancia de este asunto. Por tal motivo le vamos a asignar la clave de Inspiración Elevada.
R. G. se refería a una cuestión que exigía el concurso de todos los departamentos, y no sólo el de Motivación o de Dirección Superior, para establecer las ideas que debían discutirse.
—Ya hemos elaborado un esbozo general en la primera reunión —prosiguió diciendo R. G.—. Es necesario que el consumidor llegue a sentir deseos de poseer una de las nuevas máquinas de los Elefantes, sobre todo, por su afectividad.
Ya había utilizado la misma palabra en la ocasión anterior, e idénticas risas deferentes volvieron a dejarse oír esta vez.
—Nada de alusiones a la categoría social, ni al rango de un clan —añadió—, creo que todos estamos de acuerdo en eso. Es necesario que sea una propaganda más directa, como lo es el producto. Algo que dé sensación de plenitud personal. Se trata de una computadora portátil, que pesa menos de dos kilos y medio y que vocaliza. Es como un amigo para consultarlo en todas las decisiones, con una verdadera biblioteca de cintas sobre los más diversos temas.
»Les voy a poner al corriente de los detalles del asunto. Especialmente en un punto. Los Elefantes no están solos en esa actividad. Desde nuestra última entrevista me han informado que los Búhos se preparan a lanzar un aparato de similares características. Eso no hace más que confirmar mi idea acerca de la importancia de esta campaña. Además, los Búhos han contratado a los Cebras…
De nuevo un coro de risas, esta vez matizadas con evidente tono desdeñoso.
R. G. alzó su mano y dijo:
—Puede que algunos de ustedes se encontrasen un día riendo en la calle.
Las risas cesaron como por arte de magia. «La calle», por lo común, quería decir la expulsión del clan. Era una amenaza que no podía tomarse demasiado en serio, puesto que una vez dentro de un clan resultaba casi imposible que se votara la expulsión del mismo. Degradación, sí, pero la lealtad al clan era algo casi inalterable. De todas formas, aquellas palabras evocaron cierto suceso que había ocurrido no hacía demasiado tiempo.
—Eso está mejor. Los Cebras podrán ser un clan advenedizo, con muchos inexpertos en sus filas, pero también poseen algunos notables talentos que yo no tendría inconveniente en hacer sentar aquí mismo. Otro rumor que ha llegado hasta mis oídos hace poco se refiere a lo que han ganado durante el año que acaba de terminar. Sus beneficios ascienden casi al cuarenta por ciento de los nuestros. De modo que nada de desdeñarlos o dormirse en los laureles. Pronto les tendremos pisándonos los talones, si no ponemos todo cuanto sea posible de nuestra parte.
El ceño desapareció del rostro del que hablaba.
—Pero confío en que vamos a tener un buen comienzo en el asunto de ese aparato. Ellos llaman al suyo el Oráculo, y lo presentan como un artefacto maravilloso. Eso significa, a mi entender, que se equivocan desde el principio. Ya hay demasiadas maravillas en este mundo. Cierto es que seguirán apareciendo y que nosotros seremos los primeros en esforzarnos para que se vendan, pero existe un límite para el poder de atracción. Tenemos que hablar de personas, no de máquinas, ¿queda entendido? Está bien, Burnside, usted es el primero. ¿Qué ha conseguido su equipo?
Burnside, tosió discretamente y abrió su cartera.
—Creo que hemos dado en el clavo, R. G. —dijo—. A ver qué le parece esto: Usted nunca está solo con un amigo.
Luego miró expectante a Gotfryd. Pero el gesto esperanzado se evaporó en seguida de su rostro.
—¿Y ésa es una frase comercial? —dijo R. G., ásperamente—. ¡Ya la utilizaron hace doscientos años!
Pulsó algunos botones y se produjo un incómodo silencio durante los segundos que tardó en llegar hasta él una tira con los datos almacenados en las computadoras de los Pavos Reales.
—Ya me parecía a mí —agregó en seguida—. Fue utilizado como propaganda de cigarrillos por una empresa británica hacia 1950.
Burnside alzó las manos y dijo:
—Dios es testigo, R. G., de que no he plagiado eso. ¡Pero doscientos años! El público no tiene tanta memoria.
—Es evidente que usted tampoco la tiene. Además, no parece estar muy al corriente de la historia publicitaria. Aquella campaña fue uno de los mayores fracasos de todos los tiempos, debido a que contrariaba la sencilla regla de los negativos. De esa forma se establece una imagen negativa, al afirmar lo que no sucede usando el producto. Ese lema de segunda mano que usted nos propone resultaría contraproducente; haría que la gente se sintiera incómoda; notarían que les falta algo, al necesitar un amigo.
Burnside vaciló un momento y manifestó en seguida:
—Lo siento, jefe. Tenemos otras. Escuche esta frase: El amigo, el mejor amigo del hombre.
—¡Vaya! Eso evoca una imagen maternal. Y también la del clan.
Burnside se introdujo un dedo en el cuello de la camisa. Luego agregó:
—Creí que eran las mejores. Veamos ahora: Aquí tiene a su mejor amigo.
—Humm…
R. G. hizo rodar la frase por su lengua, como si se tratara de un vino de dudosa calidad.
—Bueno, al menos ya es algo. Aunque parezca que no lleva a ninguna parte. Pero tiene que llevar, no lo olviden. Los demás, tomen nota de eso. Sin embargo, espero que consigamos una idea superior antes de marcharnos de aquí.
Burnside tomó asiento. Estaba sudoroso, preocupado, por aquel traspié. Philip, en cambio, se sintió aliviado, ya que después de aquello, R. G. no sería tan duro con los demás. Pero se equivocaba, y no tardó en comprobarlo. Gotfryd le señaló a él con el dedo.
Philip abrió su cartera; confiadamente extrajo un diseño y lo colocó sobre la placa del proyector que había delante de él. La imagen apareció, aumentada veinte veces, sobre la pantalla de la sala.
Todos aguardaron la reacción de R. G.
Esta se produjo pronto. R. G. estalló.
—¿Y qué demonios es eso? —exclamó.
—Es un Mandala modificado —repuso Philip—. Una forma de Jung-Preston. No se consigue un pleno efecto cuando está inmóvil, pero ya lo he preparado todo. Tengo dispuesta una serie completa. Sé que es algo abstracto, pero expresa una idea completa de la amistad. ¿No lo ve? Animado, será…
—¿Qué? ¡Unas formas animadas corrientes para un producto de la categoría que tiene el de los Elefantes!
—No es eso, R. G. Se trata de dar movimiento a cada elemento, uno por uno. Está previsto para que actúe directamente sobre el subconsciente. Es una técnica que no se ha ensayado nunca. El tipo de flamante método adecuado a un flamante producto como es el Amigo.
—¡Dar movimiento a cada elemento, uno por uno! ¿Se da usted cuenta de lo que costaría eso?
—Pero, R. G., usted acaba de decir que debía estar de acuerdo con la categoría del producto…
—¡No confunda mis palabras, Tawn! Por ser los Elefantes un clan de computadoras saben cuidar sus intereses. No quiere decir que sean avaros, sino que conocen de sobra el valor de su dinero. Les hemos pasado un presupuesto de diez millones por esta campaña. ¿Cree usted en serio que voy a llevarles un puñado de impresos coloreados?
Philip hizo un esfuerzo desesperado.
—Podemos atraerles con secuencias animadas, estoy seguro —dijo.
—No se les atraerá con eso. Lo que yo quería era las secuencias animadas, pero desde el punto de vista humano. ¿No lo dije bien claro en la reunión anterior?
—Este es un punto de vista humano y directo… Traté el asunto con Charlie Franz —agregó Philip, mientras se miraba las uñas—, y estuvo de acuerdo con…
Philip se interrumpió al observar la fiera mirada de advertencia de Gotfryd.
—Si eso es todo por parte del departamento de Creaciones Artísticas, pasaremos a Estadística —dijo R. G. con énfasis—. Tal vez en los elevados planos de las matemáticas hallemos algo que tenga sentido.
La conferencia se interrumpió a las doce sin que nada definitivo hubiese cristalizado. Philip se puso en pie y, ya se alejaba, cuando Gotfryd le llamó:
—¡Tawn! Quiero decirle unas palabras en privado.
Philip observó que uno o dos de los que salían de la estancia le miraban por encima del hombro. Cuando ya no quedaron más que ellos dos, Gotfryd dijo:
—Lamento haberle hablado así, Phil, pero ya sabe que procuro no darle ningún trato preferente, debido precisamente a que es mi futuro yerno.
—Lo comprendo —murmuró Philip.
—Espero que así sea. Podrán decir lo que quieran de mí, pero jamás demostrarán que alguien ocupa un cargo en mi empresa, si no es porque lo merece. Sin embargo, no le he retenido para decirle esto. Creo que ha hecho un esfuerzo considerable en su proyecto.
Philip se encogió de hombros y contestó:
—Pensé que era un experimento que valía la pena hacer. Debemos avanzar junto a la técnica.
—De acuerdo. Precisamente le elegí por sus ideas innovadoras. Pero, ¿dónde está su sentido de la proporción? Estudie primero algo parecido, aunque en escala reducida.
—Creo que eso no sería factible en términos económicos. He empleado mucho tiempo en esos diseños de los Elefantes.
—Ese es otro asunto —declaró Gotfryd, al tiempo que arrugaba el ceño.
—No, ha sido en mi tiempo libre —se apresuró a añadir Philip.
—De modo que era eso, ¿verdad? Freda se ha quejado últimamente más de una vez, porque no le dedica la atención debida. Bueno, no es que se quejara… Ella no es de esa clase de personas; ha sido algo que hemos podido comprobar claramente su madre y yo. No es forma adecuada de tratar a una chica como Freda, Phil.
—Lo siento, R. G. —murmuró Philip.
—Además, no ha asistido a las dos reuniones de la Morada, y eso se nota, ¿comprende? Y la responsabilidad recae luego en mí, que soy quien le respalda ante la jefatura de los Pavos Reales. Imagino que tendrá la misma excusa para eso. Sé apreciar la dedicación de un hombre a su trabajo, aunque no haya un pleno acierto, como en este caso; pero hay que tener sentido de la medida, Phil, por encima de todo.
—Quizá me excedí con este proyecto. Lo vi como una ocasión de ensayar algo verdaderamente nuevo.
—Usted opina así —manifestó R. G., mirándole sutilmente—; pero yo creo que, en realidad, no era de esta forma. Creo que buscaba una oportunidad de realizar algún trabajo artístico, ¿no?
Philip tuvo que reconocer, internamente, que aquél tenía razón.
—Un artista debe volver a su punto de partida, de vez en cuando —declaró.
Gotfryd le colocó paternalmente una mano sobre el hombro y le dijo:
—Saldrá adelante, hijo. Durante mis tres primeros años aquí, trabajaba por las noches en una novela que iba a conmocionar al mundo. Envié una copia a todos los clanes editoriales de la ciudad. Sólo cuando me llegó la última copia rechazada, un año más tarde, pude considerar la novela como algo independiente de mí mismo. Comencé a leerla, y al final la arrojé página por página al desintegrador. Me sentí sumamente desmoralizado en aquella ocasión, se lo aseguro. Pero conseguí mi primer ascenso importante al cabo de seis meses. ¿Ha captado el mensaje?
—Sí, lo he entendido.
—No quiero decir con esto que deba renunciar por completo a la pintura. La señora Bleckendorf se mostró muy complacida con aquellos paisajes que usted le pintó.
Philip se estremeció al recordarlo. Habían sido las obras más mercenarias que hiciera; sólo estaban destinadas a complacer a la mujer de un superior.
—Ahora que lo recuerdo, ¿vendrá usted a la fiesta que ella da esta noche? Se reunirán allí numerosos miembros importantes de los clanes.
—Allí estaré. Prometí a Freda que pasaría a recogerla hacia las nueve.
—Muy bien. Entonces, ¿recordará mis palabras?
—Sí, R. G.
—Será lo más acertado.
R. G. echó un vistazo a su muñeca y agregó:
—Creo que ya lo hemos dicho todo. Ahora debo ir a comer con los jefes de los Elefantes, en su edificio —y añadió volviéndose hacia la puerta—: Bien sabe Dios que no sé lo que voy a decirles. Pero creo que se me ocurrirá algo por el camino. Seguirá trabajando en ese asunto, ¿no es cierto?
—Desde luego que… —comenzó a decir Philip, pero Randall Gotfryd ya había desaparecido por la puerta.
Los acontecimientos habían empezado a orientarse hacia un punto culminante invisible. Cualquiera que hubiera recopilado un legajo relativo al caso del Philip Tawn, no habría dejado de señalar los hechos producidos durante la mañana, a pesar que no debían ser considerados más que como uno de esos tropiezos que tiene todo hombre de carrera cuando trata de triunfar. Pero lo que hizo a continuación fue lo que marcó una pauta en relación con su conducta.
Philip recogió el aparato de su escudo personal del automóvil y salió a comer. Era la primera vez, desde hacía seis meses, que comía fuera del edificio del Pavo Real. Aquello no representaba un factor negativo, sino todo lo contrario, resultaba psicológicamente apropiado que un hombre saliera de su clan de vez en cuando. Pero lo que hizo durante el camino pudo ya ser tildado de inquietante.
El restaurante, un establecimiento cuya especialidad eran los filetes proteinizados, se encontraba a dos manzanas de distancia. Mientras se encaminaba hacia allí, Philip jugó distraídamente con los controles de su cinturón. Debía haber caminado un centenar de metros cuando se dio cuenta, sobresaltado, que acababa de recorrer toda esa distancia sin la protección de su escudo.
Sumamente preocupado, pulsó inmediatamente el botón. Algún coche de malhechores podía andar por las cercanías con un detector de escudos. Nunca dejaban de producirse accidentes, aun en un mundo tan bien ordenado como aquél.
Philip se sintió extraña y perversamente estimulado. Entró con un gesto casi fanfarrón en el vestíbulo del restaurante, y se puso a silbar mientras interrumpía el funcionamiento del escudo y se colocaba ante el detector de armas…
La velada comenzó prometedoramente. Freda no demostró el resentimiento que su padre le había atribuido. Tenía un aspecto deslumbrante, con su vestido pijama de color blanco con pavos reales dorados que se repetían, con sutiles variaciones. Admiró el sobrio atuendo de color verde oscuro de Philip, con su discreto distintivo del clan en el bolsillo superior.
Ambos avanzaron del brazo por los pasillos hacia la casa de Bleckendorf. Al llegar, encontraron a un grupo de invitados de diversos clanes, ataviados con sus mantos de llamativos dibujos, que se sometían a los controles. Ya les habían inspeccionado en la puerta, treinta pisos más abajo. Una de las corteses prácticas comunes a todos los clanes era la de disminuir en lo posible el proceso electrónico, y no quitarse el manto hasta llegar ante la puerta del anfitrión.
Philip y Freda aguardaron de forma cortés, mientras Marjorie Bleckendorf, ataviada de púrpura con grandes ojos de pavo real estampados, saludaba a sus invitados junto a una consola Stentor. Las invitaciones se introducían en dicha consola, que examinaba los detalles, anunciaba primero los nombres en voz baja a la anfitriona, y luego, cuando pasaban al salón, los repetía en voz alta para los invitados. Detrás de su esposa estaba George Bleckendorf, con su arrugado rostro de anciano, haciendo considerables esfuerzos por parecer cordial, aunque no lo conseguía del todo. George Bleckendorf era todo un carácter, y había que aceptarlo como era. En otros tiempos, había sido uno de los engranajes más importantes del gran mecanismo publicitario.
Cuando Philip y Freda se detuvieron delante de él, dijo con voz regañona:
—¡Condenado aparato Sténtor! Marge dice que lo compró porque soy duro de oído. ¡Maldición, sordo me voy a quedar si esto sigue chillando así! ¿Cómo está, Freda? ¿Y Philip? ¿Qué tal va el asunto de los Elefantes? —agregó con mirada llena de malicia.
—¡Espléndido! —aseguró Philip, que trató de dar a su voz un tono animado.
—Cuidado con las metáforas, muchacho. Apenas si puede usarse alguna con los Elefantes. Y hablando de otra cosa, tengo la garganta tan reseca como la piel de uno de ellos.
Philip captó la insinuación y fue a buscarle un aperitivo al camarero automático. Freda presentó a Philip algunos amigos. En su mayoría eran mujeres, que charlaban animadamente de sus cosas. El joven se sentía desplazado y esperaba que hubiera una pausa en la charla.
Esta se produjo repentinamente, cuando anunciaron a Gloria Paston. Apareció con un llamativo atavío verde y azul, muy escotado por delante y que no le llegaba a los tobillos.
Los asistentes quedaron en silencio, la cabeza vuelta hacia la recién llegada, azorados por aquella simultaneidad…, reanudaron la conversación al mismo tiempo.
—¡Vaya! —exclamó una amiga de Freda—. ¿Has visto eso?
—Ni muerta me pondría yo algo tan vulgar —aseguró una muchacha delgada cuyo nombre, según creía recordar Philip, era Hope.
El joven se dijo que no le hubiera gustado verla viva con aquel vestido.
—Según dicen —afirmó una mujer con atuendo color naranja—, eso está de moda entre los Leones. Apostaría a que dentro de un mes o dos…
—No es lo corto del vestido —dijo Freda mirando a la alta y rubia Paston, que con la espalda vuelta hacia ellos se hallaba rodeada de hombres—. Creo que…
Cruzó furtivamente el salón, echó una discreta mirada al vestido y volvió con gesto escandalizado.
—Sí, en efecto —dijo—. Son auténticas plumas de pavo real, lo que lleva puesto.
—¡No es posible!
—¿Cómo las habrá conseguido?
—Eso significa quebrantar la primera regla.
—¡Y delante de los componentes de los demás clanes!
—Debemos informar de esto en la próxima reunión de la hermandad —declaró Hope con firmeza.
Philip no pudo resistirlo más. El protocolo relativo al atavío del clan era tan severo como las reglas del antiguo arte chino. La primera regla, por la cual no debía emplearse ninguna parte verdadera del ser que daba nombre al clan, provenía de las primitivas raíces del tótem y el tabú. Era una de las ideas cuyo conjunto había llegado a conformar la personalidad del clan. Se había afirmado más aún con la creación de los escudos de fuerza. Philip consideraba aquella charla sumamente aburrida y molesta.
Se alejó del grupo sin que Freda lo notara. Se acercó al bar y se apoyó en la barra, frente a los botones del distribuidor de bebidas. Tomó dos vermuts seguidos, pero sólo se sintió un poco mejor.
George Bleckendorf se detuvo un momento a su lado, con un vaso en la mano.
—¡Estas mujeres! —dijo—. Aseguran que nos estábamos convirtiendo en un matriarcado. Ahora ya lo somos, no queda duda. Ah, Phil, ¿conoce a Ray Donovan?
Bleckendorf dio una palmada en un hombro a Philip, señaló a un hombre que estaba al lado del joven, y luego se marchó a otro grupo.
Philip se volvió hacia su vecino. Por primera vez en la velada sentía algún interés.
—¿Es usted el famoso Ray Donovan? —preguntó—. No oí que anunciaran su nombre.
Era un personaje delgado, que llevaba el pelo muy corto y lucía el distintivo del Clan de los Hormigas. Se llevó el índice a los labios con gesto inseguro, pues parecía estar algo bebido, y dijo:
—¡Shh! Ese es un seudónimo. Y no me oyó nombrar porque fui de los primeros en llegar. Siempre soy de los primeros en las fiestas, incluso en las que son tan rematadamente…
Forzó la vista y, al ver el distintivo de Philip, sonrió con gesto aturdido.
—Gloria a los Pavos Reales —dijo.
Philip no se sintió ofendido. Los Hormigas siempre se consideraban superiores en la escala creadora a los Pavos Reales. Allá ellos con su opinión. En realidad, su labor se hallaba tan sujeta a la maquinaria general como la de los demás. Pero aquel hombre había escrito un notable estéreo-serial hacía un par de años. El Clan Ratas era puramente imaginario, según el autor, pero se hicieron numerosas conjeturas acerca de la verdadera identidad. Como es lógico, la mayoría sostuvo que aludía a los Hormigas, y con detalles bastante desagradables. Se comentó que el autor había sido llamado por el Consejo de su clan y que después lo expulsaron. Cierto es que el Clan de los Hormigas era muy cerrado, y nadie sabía con certeza, fuera de él, quién era Ray Donovan ni cuál era su aspecto.
Aquel hombre podía ser un impostor. Pero Bleckendorf era demasiado astuto para caer en una trampa así…, a menos que formase parte del engaño. El viejo tenía un sentido del humor muy especial, si bien procuraba contenerse durante las fiestas que daba su mujer.
—¿Trabaja usted en algo nuevo? —preguntó cortésmente Philip al otro hombre.
—Sí; en algo especial: hará que lo último que escribí sea parecido a Mujercitas.
—¿El mismo tema que el anterior, entonces?
Con un gesto admonitorio, el otro contestó:
—Cuando Donovan trata un tema, lo hace exhaustivamente. No se parece en nada; no hay ningún clan que merezca mi atención, actualmente.
Sus ojos abarcaron con desdén toda la concurrencia, al decir estas palabras.
Philip esperó a que el otro le prestase atención para hablarle. Como no lo hizo, manifestó:
—Pero ocurre que todo el mundo forma parte de algún clan, a menos que se trate de maleantes.
Donovan sonrió.
—Es lo característico. Sólo existen dos clases de gentes en la actualidad, los que integran los clanes, y los malhechores. ¿No es así? ¡Cielo santo!
—Bueno, todo el mundo sabe que hay unas pocas personas fuera de los clanes que…
—¡Unas pocas! ¿Sabe usted la cantidad de individuos que hay sin afiliarse a un clan y sin escudo, en estos tiempos que corren?
—Me temo que… No, no lo sé.
—Ni lo sabe nadie, porque nadie se preocupa de llevar los registros oportunos. Pues yo se lo diré: son más de veinte millones.
—Bien, imagino que así debe ser. Allá en el campo… —dijo Philip, moviendo la mano con gesto impreciso.
Donovan se rió con voz cavernosa.
—¡El campo! ¡Eso es tan sólo una red de granjas y de balnearios falsificados! Todo está allí protegido por escudos, y lo demás no son más que enormes eriales. No, la cifra se refiere a las ciudades.
Su aire erudito resultaba irritante. Philip no quería dejarse convencer.
—Si no se lleva ninguna clase de registros, ¿cómo conoce esas cifras? —inquirió.
—Hemos trabajado con promedios. No hubo más que confirmarlo sobre el terreno.
—¿Quiere decir… que usted fue realmente allí?
—¡Por todos los cielos! ¿Me toma por un imbécil?
—Bueno, protegido por un escudo…
—Bah, en este caso no resulta protección suficiente. No, nosotros enviamos tres cámaras robot allí. Tratándose de un ser humano, ellos se limitarían a dejarle morir de hambre, por muchas pastillas alimenticias que se llevaran en el cinto. Con el primer robot impidieron que se vieran las imágenes lanzando humo oscuro, y después lo arrojaron al río. Al segundo robot lo dotamos de cadenas de tractor y motores apropiados, y terminó de igual modo, a setenta metros de profundidad, en el cieno, como el primero. Lo localizamos desde aquí, pues seguía transmitiendo, pero no podíamos enviar a un grupo de rescate, ¿no le parece?
El tercero regresó. Ello fue posible gracias a una batalla campal que se produjo entre dos pandillas. Habíamos dotado de rayos infrarrojos al tercer robot, y obtuvimos impresionantes fotografías de una cruenta lucha entre malhechores.
—¿Cómo pelean, si ellos también tienen escudos? —preguntó Philip.
Donovan alzó un vaso lleno de bebida y se rió sarcásticamente.
—Eso es algo interesante, ¿verdad? —dijo—. A su debido tiempo lo verá en su pantalla. Verá tomas reales, como aquéllas, mezcladas con reconstrucciones para poner de manifiesto el aspecto humano.
Se tomó la bebida con un furioso trago, y luego se limpió los labios con el dorso de la mano.
—¿Imagina usted lo que significaría volver a vivir como cuando carecíamos de escudos? Sería cien veces peor. Disturbios, gente que mataba a mansalva, y siempre a merced de las bandas de delincuentes. Sí, hombre, ésa es la vida al desnudo.
Un involuntario gesto de disgusto apareció en el rostro de Donovan, y Philip se dio cuenta —a pesar de estar también un poco bebido— que el otro había dejado traslucir el título de la serie con sus últimas palabras. Donovan trató de hablar rápidamente.
—Todos ustedes —dijo—, esos millones de personas que viven detrás de sus hermosos y anodinos escudos personales, y de automóviles y casas, llevan una existencia similar a la del feto en la matriz.
Philip notó que alguien más estaba pendiente de la conversación: un hombre delgado y de rostro inexpresivo. Al fin, su semblante se animó.
—¡Tonterías! —manifestó—. Si la gente vive sin escudo es porque quiere. Todo el mundo tiene hoy derecho a un escudo, y el que vale lo consigue. Se elaboran millones todos los años.
Donovan se volvió rápidamente hacia el que había hablado y dijo:
—¿Sabe usted cuánto cuesta un escudo?
—Claro que lo sé. Vea sino mi insignia. Soy un Tortuga. Un escudo personal corriente, con carga atómica, cuesta dos mil trescientos, impuestos incluidos. Los precios van bajando cada año.
—¿Usted cree? Pues bien, las probabilidades que tiene un paria de comprar un escudo son cada vez menores, a medida que pasa el tiempo. Amedrentados por las amenazas contra su vida a que les someten los maleantes, ¿qué oportunidades cree que tienen esas gentes de ahorrar tal suma?
—Pueden solicitar el ingreso a un clan, en el nivel más inferior. Son millones los miembros de clanes, en las categorías bajas, que viven sin escudo. No lo necesitan debido a que jamás abandonan la casa del clan.
El desconocido tosió y prosiguió diciendo:
—Claro está que eso no ocurre entre los Tortugas. Yo he insistido ante mis jefes para que inicien una campaña con las autoridades de los demás clanes. Pero hasta ahora, no se ha conseguido.
Philip intuyó que debía explotar la pausa para hablar un poco acerca de una posible campaña publicitaria a ese respecto, pero se sintió extrañamente desganado.
El enjuto escritor, por su parte, había mostrado su disgusto frente al Tortuga. Pero, hizo caso omiso de su desagrado y volvió a la carga.
—¿Cree usted que no he investigado eso? —inquirió—. Todos los puestos inferiores de los clanes están cubiertos. Lo sé, amigo, porque lo he comprobado. Solicité que me admitieran en una docena de ellos.
—Probablemente se dieron cuenta que estaba fingiendo —aseguró el Tortuga—. En nuestro clan, al menos, se habrían dado cuenta. Disponemos de una serie de procedimientos de selección muy eficaces.
—Ah, sí, los Tortugas poseen todo eso, ¿verdad? —dijo Donovan, que tenía aspecto de hallarse ya muy embriagado—. Pero personalmente no me gustaría pertenecer a un clan que actúa como lo hacen ustedes.
El otro hombre, visiblemente exaltado, respondió:
—Permítame decirle que nuestro segundo jefe desciende de gentes llanas. Su bisabuelo era un obrero que construía aparatos de barbería.
—No me refiero a eso —dijo Donovan, en voz alta—. Usted sabe muy bien de qué hablo. Me estoy refiriendo a lo que ocurre allá abajo. Si los suyos tuvieran un poco de vergüenza, distribuirían escudos gratis a los necesitados.
Unas cuantas cabezas, entre las cuales estaba la del padre de Freda, se volvieron hacia ellos. Su expresión no era nada agradable. Se encontraba entre un grupo de altos jefes de los Golondrinas.
Philip sintió un repentino y dañino deseo de apoyar al Tortuga, sosteniendo una batalla verbal con todos los tecnicismos de la jerga de los clanes, pero lo pensó mejor y se dijo que aquello podía escandalizar a R. G. Además, no se sentía demasiado entusiasmado. Uno debe sentir aunque sólo sea un ligero aprecio hacia el adversario, y él no simpatizaba con la mecánica lealtad que el Tortuga profesaba a su clan. Y comprendía igualmente que Donovan, a pesar de sus manifestaciones en favor de la doliente humanidad que carecía de escudos, sólo estaba preocupado por explotar la situación en su provecho, para dejar en mal lugar a su oponente.
Philip se alejó de los otros dos, después de murmurar unas frases que ninguno de ellos oyó, y se procuró otro vaso de bebida del distribuidor. Trató de encontrar a Freda, pero en lugar de ello se vio frente a Gloria Paston.
—Vaya, hola —le dijo ella, con tono acariciador—. ¿Dónde había escondido usted su seductora persona, hasta este momento?
Al pensar en aquella trascendental noche, Philip no alcanzaba a recordar lo que le había contestado, pero lo cierto es que la Paston se rió con desenfado y literalmente frotó, no hay otro modo de decirlo, su escultural cuerpo contra el del hombre. Sí, Philip recordaba que había ido a buscar una bebida para la muchacha y otra para él, y que después se encontró sentado junto a ella en un sofá, en uno de los rincones oscuros de la sala. Y más tarde —no podría olvidarlo—, había mirado a la escandalizada Freda, que pasaba ante ellos, y le dijo suavemente:
—Hola, cariño. ¿Conoces a Gloria…?
Pero Freda dio media vuelta y se alejó de allí airadamente.
—Discúlpeme —dijo Philip a la rubia, y se puso en pie tambaleándose.
Cuando Freda cruzaba la puerta de la estancia, Philip llegó junto a ella, no sin antes tropezar con los pies de alguien, lo que provocó una especie de reacción en cadena en la atestada sala.
La tomó por un brazo y dijo:
—¿A qué viene esa indignación? Sólo estaba tomando una copa con ella.
—¿Solo? ¿Por qué crees que se ha pegado a ti? Porque hemos hecho correr la voz para que nadie le hable, a causa de su vestido. Tú, como artista, tenías que haberte dado cuenta de ese detalle.
—¿Qué demonios tiene que ver que yo sea artista con eso?
—Debiste tener mejor gusto —replicó ella, mientras liberaba su brazo de la mano de él—. No pienso discutir contigo. Me marcho.
Todo pareció quedar muy claro, a pesar de los esfuerzos que hacía Philip para ver los objetos. Lo cierto es que contestó con toda vehemencia:
—Haz lo que te dé la gana.
Luego dio media vuelta y regresó de nuevo al bar.
Cuando pasaba junto a R. G., éste le dijo con voz sombría:
—Váyame a ver mañana a la oficina.
Philip se alejó altivamente y pulsó los botones de la bebida que deseaba.
La tomó en la terraza. Gloria Paston se encontraba allí; le dirigió una sonrisa llena de gratitud y se acercó más a él.
Para entonces ya no se encontraba interesado en la mujer. Miró más allá de los límites de la ciudad, por encima de los grandes bloques de los clanes —un millón de luces que brillaban dentro de los tenues halos nocturnos de sus escudos—, más allá de los sectores comerciales e industriales, hacia las tierras que se divisaban a lo lejos. Se trataba de una zona situada en la oscuridad, definida tan sólo por las luces de las zonas circundantes y por las márgenes del río. Dentro de aquella extensión, sólo se veían unas pocas luces. Mientras Philip observaba, brilló un fulgor rojo que luego se extinguió. ¿Era la explosión de una bomba? Aguardó a percibir el estampido, pero hasta él no llegó sonido alguno.
En aquel preciso momento, Philip Tawn perdió la cabeza. Le ocurrió lo mismo que a los hombres primitivos, anteriores a la creación de los escudos. Estallaron todos los resentimientos que nunca había creído alentar hasta aquel momento: resentimientos contra su trabajo, contra el hecho de ser un artista en un mundo de cerebros, contra una prometida de la que no podía esperar más que discusiones y necias formalidades; resentimientos contra todo.
Pero perdió la cabeza —así era el mundo en que vivía—, circunspectamente, sin salirse de sus casillas, por decirlo de alguna manera. Entregó su vaso a la Paston y se marchó lentamente del apartamento, sin tropezar esta vez con el pie de ningún invitado.
Tomó asiento en un sórdido bar nocturno situado en un extremo del sector fabril de la ciudad. Una luz tenue iba apareciendo por el horizonte. Antes de abandonar su apartamento, se había puesto un traje de día, del que había quitado la insignia del clan. Su manto de noche y su escudo se hallaban en el modesto guardarropía de aquel establecimiento. El coche lo había dejado en un garaje situado a tres manzanas de distancia.
Se sentía libre, tan libre como nunca lo había sido anteriormente en su vida. Aquello no podía durar más que unas pocas horas. Lo cierto es que se encontraba magníficamente, una vez dominados los efectos de las bebidas que había tomado en la fiesta. Esto lo consiguió con una pastilla que eliminó todas las molestias. El mundo de los clanes, de los actos controlados exhaustivamente y de los convencionalismos le parecían ahora tan alejados, como si se hallaran en otro universo. Estaba dispuesto a dar el último paso.
Arrojó algunas monedas sobre la mesa y salió del bar. Pasó lentamente por delante del guardarropía y salió con toda calma cuando la puerta se abrió a su paso. No recogió el manto ni el escudo, y la voz del robot llegó chillona hasta él para recordarle su olvido, hasta que se interrumpió repentinamente cuando la puerta se cerró a sus espaldas.
Se encontraba solo en aquel mundo; totalmente indefenso.
Un escalofrío recorrió su cuerpo; Philip se dijo que se debía seguramente al fresco de la mañana y a no llevar encima el manto. Los gigantescos edificios del horizonte parecían cortados con unas tijeras enormes. Les volvió la espalda y avanzó hacia la tierra inhóspita.
No se veía a nadie en aquella calle desierta. La calzada desapareció al desembarcar en un montón de cascotes. Philip rodeó las piedras y se dio cuenta que había llegado a su destino.
Recordaba antiguas fotografías de los suburbios en tiempos pasados, y se dijo que lo que veía ahora era peor. Los postes de la luz habían sido aserrados o arrancados de cuajo. Las casas estaban casi todas en estado ruinoso, y en sus ventanas sólo quedaban unos pocos cristales. Se veían aberturas de sótanos, como grandes bocas, detrás de unas trincheras de tierra y de escombros. Sobre todo el conjunto, flotaba un intenso aire de corrupción.
Tuvo la sensación de que era observado.
Un coche verde apareció por detrás de una esquina, con algunos rostros patibularios en su interior, y tras una rápida carrera se detuvo casi a su lado.
Philip dio media vuelta y echó a correr.
Detrás de él escuchó el motor del coche acelerando, y un chirrido de neumáticos. Avanzó en zigzag, entre los montones de escombros, rogando interiormente para que éstos dificultaran la marcha del automóvil de los maleantes. Pero el vehículo siguió acercándose. Le dolían los pulmones cuando se escurrió a través de la abertura de un muro y salió a un vertedero que había más allá.
Siguió a la carrera entre los montones de piedras y ladrillos, con el fin de aumentar la distancia que había conseguido ganar a los malhechores. Salió a una calleja, o lo que quedaba de ella. Allí estaba esperándole el vehículo, con sus gentes de caras malignas.
Le pareció que el latido de su corazón superaba al sonido del motor del coche cuando éste aceleró para cerrarle el paso. Esperaba levemente que aquel coche no fuera el mismo de antes.
Pero no había tiempo para averiguarlo. Era absurdo correr por el vertedero, donde siempre sería una víctima en el juego del gato y el ratón. Divisó otra abertura en una pared situada a unos cuarenta metros de distancia. Allí podía estar su salvación. Lleno de angustia, se volvió y corrió hacia el boquete.
Nunca llegaría a alcanzarlo.
Se detuvo y se arrimó a la pared, con los miembros extendidos. El coche avanzó hacia él. Philip cerró los ojos ante la roja embestida de la muerte.
Oyó un chirrido de frenos, y el destructor impacto no llegó a producirse. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión. Una vida entera pasada detrás del escudo protector le había hecho perder la costumbre de enfrentarse con aquellos peligros.
Abrió los ojos, y se vio pegado a la pared, con el parachoques del coche a treinta centímetros de sus piernas. Los tres maleantes que ocupaban el vehículo le miraban con ojos que parecían vidrios negros. Al fin, el chófer se dispuso a descender del automóvil, y sólo entonces sintió Philip que disminuía su tensión nerviosa.
El conductor saltó del coche con un arma de repetición en la mano y se situó en la calle, detrás del vehículo. Los otros dos empuñaban automáticas.
Uno de ellos hizo un gesto cuyo significado no podía interpretarse erróneamente. Philip se dispuso a obedecerle, despojándose de la chaqueta, pero, reuniendo toda la fuerza que tenía, lanzó un golpe contra el maleante. Este lo eludió con increíble facilidad.
—Mal chico, malo —le dijo el otro, moviendo negativamente la cabeza.
No había otra alternativa, y Philip se quitó la prenda.
El bribón la tomó y registró sus bolsillos sin dejar de apuntarle con el arma. Su compinche, un individuo rechoncho y peludo, palpó las ropas que Philip llevaba puestas. No tardó en hallar el pequeño rollo de billetes que tenía en el bolsillo de la cintura, y después de sacarlo, los contó con mano experta.
—Un día que empieza bien —observó su compañero, mientras acariciaba la tela de la chaqueta de Philip.
El hombre achaparrado le arrebató la chaqueta y se la arrojó a Philip, que se la puso de nuevo, sintiéndose agradecido interiormente debido al frío que reinaba.
—Doscientos cuarenta —dijo con un gruñido.
Philip se sintió fuera de la realidad cuando el malhechor le lanzó a las manos la mitad de su rollo de billetes.
—¿Qué quieres? ¿Más del cincuenta por ciento? ¿Pero de dónde vienes, muchacho? ¡Ya aprenderás pronto!
El individuo extrajo de un bolsillo una especie de sello de goma.
—Ahora quedas bajo la protección del Oso —manifestó mientras le estampaba el sello en la frente, y agregó—: Ahora, súbete la manga.
En la muñeca de Philip quedó impresa una rústica cabeza y la cifra 120 en color verde.
—También tienes en la frente la misma marca del Oso; eso hará que te respeten mucho por aquí —dijo el hombre grueso—. Si se te presenta algún problema, con los Lobos o con los Monos, no tienes más que llamarnos.
—¿Dónde debo llamaros?…
El otro sonrió significativamente y repuso:
—Basta con que des un grito. Siempre estamos por estos lugares.
Los tres volvieron al coche. Éste describió una curva cerrada y se alejó rápidamente.
Philip permaneció un rato inmóvil, como atontado. Las sorpresas se sucedían con demasiada rapidez, y la mayor de todas era el hallarse aún con vida.
Movió un poco los miembros para desentumecerse, y luego echó a andar.
Las calles comenzaban a despertar. Los vendedores abrían los sótanos y colocaban mercancías encima de unos bancos. Philip nunca había visto nada parecido, si no era en algunas películas antiguas. Dos veces por año las mujeres de los Pavos Reales llevaban a cabo una venta benéfica con destino a los miembros inferiores del clan. Pero aquello, más que otra cosa, era un ejercicio de economía interna, para deshacerse de todo lo sobrante. Los objetos eran artificiales.
Allí, en cambio, se exhibían frutos naturales, grandes trozos de carne, prendas usadas y cachivaches. Las gentes empezaban a salir de sus casas para hacer las compras. No parecían sentir temor alguno, y se hallaban sorprendentemente bien vestidas. Nada tan pulcro —o más bien estereotipado— que un atuendo de clan, pero Philip había esperado ver a los maleantes llenos de harapos.
Siguió avanzando, fascinado por lo que veía.
Apenas se había alejado de la calle del mercado, cuando otro coche, éste de color rojo, se detuvo a su lado. Ahora Philip no cerró los ojos ni huyó de allí.
Bajaron tres bribones —parecía ser el número más corriente— y se le aproximaron.
Había sobrevivido una hora en aquel mundo. Si quería continuar con vida en ese medio, debía comenzar por aprender sus costumbres, aunque al principio se equivocase. Entonces señaló a su frente.
Los malhechores fruncieron el ceño, pero uno se le acercó y comenzó a registrarle. Sin dejarse intimidar, Philip le dio un empujón y se descubrió la muñeca. El otro no hizo caso y le abrió la chaqueta.
Entonces Philip, sin saber qué hacer, lanzó un grito.
—¡Oso! —chilló recordando la experiencia que había tenido unos momentos antes.
Le arrebataron la chaqueta, y él volvió a gritar:
—¡Oso!
Una pistola ladró desde alguna parte. El hombre que le había arrebatado la chaqueta cayó con una rodilla en el suelo y se aferró a una muñeca mientras lanzaba una maldición. Philip volvió a quitarle la prenda antes de que ésta se manchara de sangre.
El individuo que parecía aguardar a sus compañeros, giró rápidamente y roció los escombros de balas. El arma invisible volvió a hablar, y el que disparaba dio una vuelta sobre sí mismo al tiempo que la pistola saltaba de su mano. Cuando recuperó el equilibrio, tenía inerte el brazo derecho y una mancha roja se extendía por su hombro.
Los tres malhechores se retiraron a su vehículo, después de que uno de ellos recogiera al pasar su arma del suelo. Apenas se había sentado en el coche cuando otro vehículo, éste de color verde, apareció doblando una esquina. Philip se colocó a cubierto ocultándose en el quicio de una puerta. Luego miró.
Ambos automóviles se hallaban frente a frente, y Philip recordó las palabras de Donovan durante la fiesta. ¿Habría sido una batalla como la que se avecinaba, la que había filmado el escritor?
Los vehículos cargaron el uno contra el otro como dos bisontes enfurecidos y, después del impacto, sus escudos rebotaron violentamente. Philip se sintió un poco defraudado. ¿Aquello era todo? ¿Una serie de colisiones?
Se dio cuenta que sólo había sido una especie de desafío, ya que los coches retrocedieron, y de la parte delantera de cada uno de ellos salió el cañón de un arma de grueso calibre. Los escudos alcanzaban a verse bajo los rayos del sol matutino, muy inclinados; se apreciaba en ellos un movimiento vibratorio. Las armas rugieron.
Durante un momento, Philip creyó que algo malo les ocurría a ambos escudos al mismo tiempo. Aquello iba en contra de toda lógica. Luego se confirmaron sus sospechas al ver el número de balas que rebotaban por todas partes. Nadie podía disparar tan mal, y los dos vehículos se hallaban tan sólo a unos trece metros el uno del otro.
Un proyectil se estrelló contra la pared de ladrillos, por encima de Philip, dejándole cubierto de polvillo ocre. En ese momento funcionó su memoria. En una estereoserie, cuando era pequeño, había visto un combate entre aviones de la Primera Guerra Mundial, cuyas ametralladoras estaban sincronizadas para disparar entre uno y otro paso de las paletas de las hélices. Los escudos eran ahora una barrera contra la violencia tanto desde el interior como desde el exterior.
De pronto, la cubierta del coche verde estalló con ruido metálico. Era evidente que un proyectil acababa de introducirse por un intersticio formado en su escudo durante una fracción de segundo.
Philip sintió una especie de remordimiento, una sensación extraña de lealtad. Un coche de los Osos —si es que los colores indicaban lo que suponía— había acudido en su ayuda, y ahora tres semblantes muy pálidos miraban desde el interior del vehículo. El cañón había quedado destruido, y el escudo acababa de desintegrarse. Se encontraban heridos e indefensos. Se oyó entonces un estampido ensordecedor.
A través de un ruido que llegó a sus oídos como si fuera un resonar de timbales, una voz le dijo:
—Ven conmigo.
Era una voz femenina. Luego pudo reconocer a una mujer, en el momento en que pasaba a su lado, a pesar de su camisa y sus pantalones masculinos.
Cuando pensaba que los acontecimientos se estaban desarrollando con cierta lógica, las cosas volvieron a complicarse. El coche verde se hallaba como antes, pero el rojo aparecía ahora volcado, y sus ocupantes tendidos en el suelo. Uno de ellos salía a medias del vehículo, en una postura inverosímil, y lanzaba maldiciones. De la mano que tenía en el suelo faltaban todos los dedos, y una sangre iridiscente salía por la herida. Philip se sintió enfermo. Algún otro proyectil había hallado un intersticio en el escudo del otro automóvil.
La chica de los pantalones se aproximó al coche rojo. Llevaba algo en la mano, y cuando la levantó, Philip pudo ver lo que era: se trataba de un explosivo, una granada.
Del automóvil volcado había caído un rollo de billetes. La muchacha se apresuró a recoger el dinero y, a continuación, se encaminó hacia el vehículo de color verde, donde otros billetes estaban desparramados por el suelo. La joven se inclinó y, después de recoger esos otros billetes, los introdujo en el bolsillo de su cinturón, mientras sonreía complacida.
Philip salió del umbral de la puerta y se sacudió el polvo de ladrillo del pelo y de la cara. La muchacha le llamó imperiosa y Philip se acercó a ella.
—Vámonos de aquí —le dijo la joven, que le tomó por un brazo y le arrastró fuera de la calle. Cuando doblaban la esquina, oyeron nuevos disparos a sus espaldas.
—¿Qué… qué ha sucedido? —preguntó él, desconcertado.
—Lancé un cartucho de dinamita contra el coche de los Monos. No es posible hacer volar un escudo, pero se puede volcar un automóvil, con un poco de suerte, si se arroja el cartucho muy bajo.
La chica parecía muy tranquila. Él se detuvo de pronto y la miró. Tenía una silueta esbelta, más bien frágil.
—¿Qué eres tú? ¿Una especie de asesina que trabaja por cuenta propia?
Ella se echó a reír; entonces fue cuando Philip vio la cabeza de un lobo impresa en la bronceada frente de la muchacha.
—No lo entiendo. ¿Acaso yo no soy un enemigo tuyo, también? —le preguntó.
Ella se dispuso a contestarle, pero se interrumpió ante el sonido de un motor. Un coche rojo apareció por la calle más próxima y pasó ante ellos velozmente.
—Ahórrate las preguntas —le dijo ella tomándole de nuevo por un brazo—. Ven, no estamos muy lejos.
Al llegar a la calle siguiente, la muchacha se detuvo. Luego cruzó una puerta.
La siguió escaleras abajo, preguntándose qué podía haber allí. ¿Acaso el escondrijo de una banda? Pero la chica le guió hasta una sala amplia escasamente alumbrada. Era un bar.
—Dos cafés —indicó ella, y la petición fue atendida con una celeridad que Philip no conocía.
Tomó un sorbo y afirmó:
—Este café es bastante bueno.
Verdaderamente no hacía honor a la verdad, pues pensó que no había probado nunca un café como aquél.
—Es lógico, ya que sólo roban lo mejor. Desde luego, también contribuye el agua. ¿Has pensado alguna vez de dónde viene el agua en la ciudad? Mejor no recordarlo. Aquí los Lobos han perforado un pozo y hay agua de la mejor calidad.
—¿Los Lobos? Pero si son unos maleantes…
Philip se mordió el labio inferior y agregó en seguida:
—Bueno, lo siento. Quise decir que eran igual que los Osos y los Monos, ¿no es así?
—No importa —contestó la chica, sonriendo—. Veo que eres nuevo por estos lugares. Hay algunas excepciones. Por eso yo…
La muchacha se interrumpió y él dijo:
—Por eso tú procuraste que yo saliera bien librado allí atrás, ¿no es así?
—En efecto —repuso ella, y pareció sentirse aliviada—. En cuanto al asunto de los Lobos y del suministro de agua que han conseguido, creo que deben llevar a cabo algún servicio por el dinero que reciben, ¿no te parece? Lo mismo ocurre con los Osos y la energía eléctrica que producen.
—¿Energía eléctrica? —preguntó con tono incrédulo—. Si ni siquiera hay alumbrado en las calles.
—Existen necesidades más urgentes, como son las de suministrar energía a las fábricas. No han vuelto a levantar los postes de la luz, pero ya lo harán.
—Creí que estas gentes ganaban el dinero fácilmente, apaleando a las personas.
—Eso es lo que pensaron durante un tiempo. Pero pronto aprendieron a ser razonables.
—¿Llamas ser razonable a robar sólo el cincuenta por ciento? Eso fue lo que me quitaron cuando apenas llevaba cinco minutos por estos lugares.
—Me parece muy normal. Los bribones pueden descubrir a un forastero desde varias manzanas de distancia. En teoría, una patrulla de Osos puede detenerte en cualquier momento y despojarte de la mitad de lo que lleves encima. En la práctica… Bueno, si uno cree que le han esquilmado, siempre se puede recurrir a los jefes del respectivo clan. Eso suele dar resultado. De todas formas, ¿cuánto paga el miembro de un clan de allá arriba en concepto de tasas e impuestos?
Philip hizo un cálculo rápido. El pago al clan; a los clanes de servicio; la licencia a los Hormigas; el impuesto general, y lo demás.
—Aproximadamente el sesenta por ciento de su sueldo —contestó Philip.
—Ya lo ves.
—Pero aquel coche de los Monos también me perseguía para robarme.
—Ahora ya sabes por qué todos sienten antipatía por los Monos. De vez en cuando, surgen clanes advenedizos; pero no duran mucho. El juego de los bribones es siempre juego limpio. No ocurre así con los Monos.
—¿Juego limpio? ¿No crees que es a la inversa, que somos nosotros los que jugamos limpio? ¿O acaso todo el mundo anda aquí con una granada de mano en un bolsillo y un cartucho de dinamita en el otro?
—Claro que no. Tampoco es una costumbre mía. Pero uno debe hacer algo, cuando ocurre un suceso semejante a las puertas de la propia casa.
—Sin embargo, tú pareces estar muy tranquila, a pesar de lo ocurrido. ¿No temes que desde ahora te persigan todos los componentes de la banda de los Monos?
—Es poco probable. Las dos bandas que han intervenido en la escaramuza harán todo lo posible por olvidar mi existencia. Los jefes del clan no sienten demasiadas simpatías por los que actúan torpemente.
Philip movió la cabeza con incredulidad, y agregó a continuación:
—Aquí todo está trastornado.
—¿Por qué? Tal vez pueda parecer eso cuando se viene de allá arriba. Pero yo diría que es allí donde está todo trastornado. No consiguen eliminar el problema de la violencia; tan sólo lo eluden. De ese modo se originan otras cosas: resignación, esterilidad de ideas.
Philip comprendió que la muchacha no estaba haciendo otra cosa que expresar lo que él sentía interiormente, y que había motivado su crisis en aquella desafortunada fiesta de la noche anterior. Pero el hecho de que ella lo dijera tan confiadamente le impulsó a protestar.
—Resulta fácil decir eso cuando no se ha conocido otra forma de vida. Cualquiera que…
Se interrumpió al ver que la muchacha se estaba riendo.
—¿De qué te ríes? —le preguntó.
—Creo que sacas conclusiones con demasiada rapidez. Yo llevo aquí apenas tres años. No sé la cantidad exacta, pues no hacemos censos en este lugar, pero podría asegurar que más de la mitad de la gente que vive aquí son como yo, personas que han elegido este sitio por su propia voluntad. Estamos en comunicación con otras ciudades, y sabemos que aumenta el número de adeptos. Se trata de un movimiento. Una a una, las personas van abandonando las ciudades superiores que están provistas de escudos. ¿Acaso a ti no te ha ocurrido lo mismo? ¿Por qué te marchaste tú? Bueno, eso es una cuestión secundaria. Aquí no nos preocupan las razones de la gente. Basta con que se decidan a romper con esa sociedad.
Philip sonrió y dijo:
—Pareces un miembro del comité de recepción.
—Nada de eso. Me encontraba casualmente allí cuando los Monos te atacaron.
—¡Vaya, soy un idiota! Aquellos disparos, al principio…, ¿eran tuyos, también?
Ella enrojeció, con lo cual aumentó su desconcertante encanto; bajó la mirada.
—Cualquiera hubiese… —murmuró.
—¡Pero si me has salvado la vida!
Ella alzó la mirada y disimuló su confusión con una especie de arrebato colérico.
—¿No puedes meterte en la cabeza que los bribones sólo matan a sus iguales? Nosotros, los de los clanes, somos su medio de vida. Nos necesitan.
—¿Cómo puedo saber que… que eso es cierto? —inquirió casi tartamudeando—. Lo siento… quise decir…
—¿Qué quisiste decir? ¿Que tuve otros motivos?
Ella le miró entonces provocativamente.
Él le devolvió la mirada. No era hermosa, para el gusto que imperaba arriba, en la ciudad —trató de imaginarse a Freda en aquel ambiente, y no pudo—, pero el concepto de la belleza es relativo. Aquella muchacha, con su cabello rubio corto y sus ojos azules, tenía algo sugestivo.
Pero la atracción se atenuaba ante su propio sentimiento de incapacidad en un mundo como aquél y con una mujer como aquélla. Ni siquiera se sentía capaz de demostrar la gratitud que experimentaba.
De improviso, Philip se dio cuenta que, en efecto, podía expresar su gratitud. Se puso en pie y dijo:
—Espera aquí.
—Pero…
—Espera, te lo ruego.
Y se alejó de allí antes de que ella pudiera decir algo más.
—Se ha excedido del tiempo normal —dijo la voz grabada del monitor—. Deberá abonar un recargo de cinco dólares. Tenga la bondad de presentar su tarjeta de identidad.
Todo aquello le parecía irreal, en esos momentos. No concebía semejante mecanización en cosas tan mínimas. No obstante, presentó su tarjeta de identidad, considerándose afortunado porque aún la llevaba consigo.
Se oyeron una serie de chasquidos en el interior de la máquina, y el robot dijo:
—Introduzca ahora cinco dólares.
Philip hizo lo que le pedían. Una nueva serie de chasquidos y el elemento de su escudo apareció en un hueco del mostrador.
Recogió el aparato y salió al exterior.
Se quedó allí, inmóvil, durante unos instantes. Nada más fácil que colocarse el cinturón y encaminarse hacia donde se encontraba su automóvil. Todo se podía solucionar. Probablemente quedaría rezagado un año en los ascensos; no pasaría nada más. La lealtad al clan y el tiempo contribuirían a cicatrizar las heridas.
Sabía que podría encontrar las palabras que aplacasen a Freda. Ahora tenía una emocionante historia que contar, acerca del modo en que había arriesgado su vida entre los malhechores, sin llevar puesto el escudo. La próxima vez que encontrase a Donovan estaría en condiciones de discutir muchas cosas y de ponerle al corriente de lo que ignoraba. Incluso…
Se colocó el elemento del escudo sin activar, bajo la chaqueta, y se encaminó hacia la tierra hostil.
Sus ojos se acostumbraron, en esta ocasión, más rápidamente, a la oscuridad. El bar se encontraba lleno cuando llegó, pero no alcanzó a ver a la muchacha. Ante la mesa donde estuvieran, se hallaba ahora otra pareja. Se abrió camino hasta el mostrador.
—¿Dónde está…? —se dio cuenta que ni siquiera conocía el nombre de la chica—. ¿Dónde está la muchacha rubia, que llevaba pantalones?
—Se refiere a Kim, ¿verdad? Le dejó un recado. Está en el Centro.
—¿Dónde se halla eso?
—Al salir vaya hacia la izquierda. Se encuentra a dos manzanas de distancia. No puede perderse.
Alguien le siguió de cerca y le tomó por un brazo. Philip se volvió y se halló frente a un hombrecillo de facciones angulosas que vestía chaqueta de cuero.
—Perdóname, amigo. No pude evitar el ver lo que llevas debajo de la chaqueta, cuando te inclinaste sobre el mostrador. ¿Funciona?
—Claro que… Bueno, ocúpate de tus propios asuntos —le contestó irritado Philip, mientras echaba a andar calle abajo.
El otro avanzó a su lado, y le dijo:
—Vamos, ése no es modo de tratar a un compañero de clan. Yo también soy un Oso. Si no te interesa el elemento del escudo, puedo ofrecerte un buen precio por él. Quinientos dólares.
—Te digo que no deseo venderlo.
—Seiscientos.
—Vete al diablo.
El hombre se quedó atrás, y Philip oyó sus pasos que sonaban como cansados. Procuró olvidarlo.
El que atendía el bar tenía razón. No podía uno pasar junto al Centro sin verlo, ya que era el único edificio que estaba en pie en toda la calle. Algunos albañiles trabajaban al lado, levantando lo que parecía ser un grupo de tiendas.
En la fachada del edificio había un cartel donde se leía: Centro Comunal. La casa parecía, en realidad, un antiguo almacén, y la capa amarilla de pintura que cubría la fachada no conseguía ocultar su vetustez.
Philip cruzó la puerta y oyó música. Se encontró entonces en una sala de espectáculos. En el escenario se hallaba una orquesta, y al frente de ella vio a la muchacha, que la estaba dirigiendo.
Avanzó por el pasillo sin poder disimular su sorpresa.
Era un conjunto pequeño, de unos quince miembros, pero el hecho de que existiera allí una orquesta no dejaba de asombrarle. La música sonaba a sus oídos un tanto rústica, teniendo en cuenta la suavidad melódica de los conjuntos electrónicos a que estaba acostumbrado. Dos trompetas tocaban un motivo que subrayaba un tamboril. Se interrumpieron de pronto ante unos golpecitos que dio la muchacha con la varita. Philip aprovechó la ocasión para llamarla.
La chica se volvió y le miró entre sonriente y ceñuda. Luego prestó de nuevo atención a la orquesta.
—Empecemos desde la página cuatro —dijo ella.
Philip se encogió de hombros con aire resignado, y tomó asiento en un banco. Sobre él pudo ver unas partituras y un trozo de lápiz. Se quitó el cinto del escudo y lo colocó sobre el banco. Echó un vistazo a las partituras, y para pasar el rato, se puso a dibujar al dorso de las mismas.
Notó que su mano había perdido práctica, pero al cabo de algún tiempo se encontró absorto bosquejando la silueta de Kim, en el momento que señalaba a los violines para que atenuaran un poco la estridencia en determinado pasaje. También dibujó la posición especial de los dedos, en el hombre que estaba tocando la flauta.
La música cesó al cabo de un rato, y él dejó el lápiz y el papel; se sintió culpable cuando oyó la voz de Kim dirigirse a los músicos. La muchacha descendió del estrado, se acercó a él y le dijo:
—¿Qué tal sonaba?
—Un poco violento.
—Todo arte requiere un poco de violencia.
—¿Así lo crees? Yo nunca hubiera pensado eso antes.
—Bien, en todo caso el arte exige un conflicto del artista con su elemento, o con el público. De ese modo, se establece una mayor comprensión. Si se logra, cosa que no siempre ocurre. No creo que suceda ahora, pues se trata tan sólo de mi segunda suite para orquesta.
—¿Eres tú la autora?
La muchacha le miró con aire de disculpa.
—Debemos matizar un poco nuestro trabajo —manifestó—. Aún no tenemos muchos compositores por aquí, y allá arriba no se produce nada que merezca dársele el nombre de música.
—Yo creí…
—¿Qué? ¿Que yo era una asesina profesional? —dijo ella, y se echó a reír, pero sólo muy brevemente, pues había captado la expresión del rostro de Philip. Añadió—: Creo que debí haberme explicado antes. Este es mi verdadero trabajo. El principal. Claro está que lo que hacemos cualquiera de nosotros como tarea marginal no es juego de niños. Estaremos en condiciones de bastarnos a nosotros mismos dentro de un año, aproximadamente; pero hasta entonces debemos sobrevivir.
Sobrevivir. Philip había olvidado esa palabra. El concepto que tenía de la muchacha había cambiado radicalmente. Pero eso hacía que lo que iba a ofrecerle resultara aún más importante. Tomó el cinto del escudo y se lo tendió a Kim.
La reacción de la chica le tomó completamente desprevenido. Ella miró al aparato y luego lo apartó con la mano como si fuera algo contaminado.
—Quédate con él —insistió Philip—. Deseo ayudarte.
—Lo siento —dijo ella, al tiempo que le tomaba por un brazo—. Aún no lo comprendes, ¿verdad? Ya lo entenderás. Si llevas un escudo aquí, automáticamente te conviertes en uno de ellos. Juego limpio; eso es lo que impera por estos lugares. Ya te lo dije.
—¡Demonios! —exclamó Philip mientras arrojaba el cinto del escudo sobre el banco—. ¿Es que no voy a hacer nada bien aquí?
—No te impacientes; sé apreciar tu atención. A pesar de todo, un escudo aquí posee un indudable valor, para determinada clase de personas. Al fin y al cabo, siempre hay algunos fracasados que tratan de entrar en las filas de los bribones.
—Por favor; creo que estás empeorando las cosas —dijo él volviéndose hacia la joven.
—¿Qué es esto? —inquirió Kim, recogiendo las partituras dibujadas por el reverso.
—Lo siento —repuso Philip—. Sólo he utilizado el dorso de las hojas.
—No tiene importancia. Veo que lo que has hecho no está nada mal.
—Sólo son unos bosquejos.
—¿Te dedicas a la pintura?
—Antes solía hacerlo.
—Eso es algo que podrías empezar a hacer inmediatamente —aseguró Kim.
—¿Acaso la gente compra cuadros, por aquí?
—¿Por qué no? También acuden a los conciertos.
—Necesitaría procurarme material.
—Puedes conseguir todo lo que quieras en los mercados. Te advierto que no siempre se dispone de ello en el momento oportuno. Lo mismo nos ocurre con los instrumentos musicales. A veces se hace necesario improvisar.
—¿Y qué tiene de malo improvisar?
Philip se sintió lleno de confianza, otra vez. Estaba seguro de que allí podría empezar de nuevo. Echó un vistazo al cinto del escudo y sintió impulsos de destruirlo, por ser un símbolo de algo inútil. Pero tuvo una idea mejor.
—Perdóname un momento —dijo Philip. Recogió el cinto del banco, recorrió el pasillo con presteza y salió a la calle. El hombrecillo de rostro anguloso aún se encontraba por allí.
—¿Cuál dijiste que era el precio máximo que ofrecías? —le preguntó.
—Setecientos dólares.
Philip ya iba a aceptar, cuando recordó que se encontraba en un mundo de gentes duras. Un mundo de verdad, en el que podía ocurrir cualquier cosa, pero siempre algo real, auténtico.
—No he oído muy bien —dijo.
—Setecientos cincuenta —contestó el otro.
—Trato hecho.
Philip regresó a la sala.
La orquesta estaba ensayando de nuevo. Los acordes de las trompetas sonaban maravillosamente.