Existió hace tiempo, entre cierto grupo de teósofos esotéricos budistas, una leyenda sobre el hundimiento de la Atlántida. Este continente desapareció como culminación de un grave conflicto entre los practicantes de magia blanca y los expertos en magia negra. La magia, que no era otra cosa que unos conocimientos científicos mantenidos en secreto, se había impuesto en la Atlántida, y los magos gobernaban el continente.
La gran masa del pueblo no estaba capacitada para que se le confiara los numerosos descubrimientos realizados por los químicos consagrados, psicólogos, expertos en electrónica y biólogos, como tampoco hoy sería posible confiar armas y explosivos a un considerable número de personas. Por lo tanto, los científicos de la Atlántida constituyeron una sociedad secreta que mantenía estricta reserva acerca de todos los conocimientos acumulados, que eran usados para el bien de la comunidad. Como es lógico, este grupo acabó convirtiéndose en la clase dirigente, y estableció un gobierno dictatorial tan bien camuflado, que el pueblo creyó que se había instaurado la democracia.
Los aspirantes a mago eran seleccionados con gran esmero, y sólo aquellos que poseían una gran inteligencia unida al más alto sentido del honor y a los impulsos más humanitarios, podían conocer dichos secretos, potencialmente tan peligrosos. Pero se cometieron errores en la elección; espías intrusos y sin escrúpulos obtuvieron copias de algunos de los libros sagrados, cuyo significado lograron descifrar. Se formaron bandos contrarios, y algunos de los más prestigiosos magos, sin poder controlar sus naturales impulsos humanos, emplearon todo ese bagaje de conocimientos con fines egoístas. A raíz de estos hechos se definieron las facciones opuestas. De un lado estaban los benévolos practicantes de la magia blanca, quienes deseaban utilizar los secretos de la naturaleza en beneficio de la humanidad; del otro se encontraban los expertos en magia negra, cuyo único propósito era asegurarse el poder, en beneficio propio. En la querella, ambos bandos emplearon fuerzas tan poderosas que lograron destruir por completo el continente, y éste se hundió bajo las aguas del océano. En su loca desesperación, los magos no sólo se aniquilaron entre ellos, sino también al mundo que les rodeaba, en su afán por destruir a sus oscuros enemigos y evitar así la divulgación de aquellos conocimientos, que, según ellos, el hombre no estaba aún preparado para recibir. Constataron el fracaso de su propia obra y prefirieron la muerte de los hombres a confiarles sus secretos. Puesto que la civilización, gracias a un proceso evolutivo algo acelerado, había llegado antes del tiempo oportuno al continente, no quedaba otra salida que volver a comenzar en algún otro sitio.
Esta es, entonces, la leyenda que descubrí en curiosos libros hace muchos años, tantos que, de no haberme encontrado en las montañas del Djur Djurra, en la cadena del Atlas, con un arqueólogo francés que me refrescó la memoria, la hubiera olvidado definitivamente. El encuentro ocurrió en Michelet, lugar de sorprendente apariencia alpina, envuelto en nubes y donde el viajero espera hallar ciervos suizos, y verlos descender de las nevadas cumbres, en lugar de árabes tatuados vestidos con túnicas. Al visitante le resulta difícil afirmar que se encuentra en África.
Paul Lanjuinais, profesor de Instituto, se hospedaba en la posada principal; junto a la chimenea nos pusimos a conversar sobre la raza cábila, grupo étnico de árabes blancos, con quienes nuestro equipo había establecido contacto hacía pocos días. El señor Lanjuinais nos informó que él se hallaba en la región del Djur Djurra con el fin de realizar investigaciones sobre los cábilas; mencionó también la teoría de la Atlántida. Afirmó que no había una explicación satisfactoria acerca de la presencia de árabes blancos en aquella región, y que en los jeroglíficos egipcios se mencionaba a esta gente rubia con ojos claros, como característicos representantes de la zona.
—Mi opinión al respecto —dijo el profesor Lanjuinais— es que los cábilas han permanecido aquí desde hace mucho tiempo, y nadie puede asegurar que no sean una ramificación de las masivas migraciones que tuvieron lugar entre los habitantes de la Atlántida. Es bastante posible que haya sucedido así, aunque lo mismo se ha especulado en cuanto al origen de los vascos; sin embargo, las raíces de los dialectos cábila y de la lengua vasca no tienen relación alguna entre sí. Si la Atlántida existió, tuvo probablemente las dimensiones de un continente, y sus pobladores debieron pertenecer a diferentes grupos raciales, aunque estuvieran unificados bajo un mismo gobierno —expuso el profesor sonriendo levemente—. Pequeños grupos de extravagantes eruditos estudiaban en Europa ciencias ocultas, y sus investigaciones no trascendieron a la opinión pública. Así se explica que ustedes ignoren la verdadera historia de la Atlántida también y que algunos teósofos creyeran conocer la versión auténtica sobre el hundimiento del continente.
»¿Ha oído usted algo acerca de esta teoría? —preguntó el profesor tras una pausa.
—Sí —contesté. Y a medida que el arqueólogo hablaba, empecé a recordar la leyenda que casi había olvidado.
—Creo que la historia lo explica así —y le repetí textualmente lo que había leído en otro tiempo.
—Sí —asintió sonriente el profesor—. Ese es en esencia el misterioso y sutil relato de los ocultistas. Pero creo, en cambio, que esos teósofos interpretaron de una manera muy personal algunas historias de origen berebere recogidas en estas inmediaciones, algunos años atrás, y que luego fueron llevadas a Europa o a la India, quizá a ambos lugares.
—¿En las inmediaciones? —pregunté—. Entonces existen vestigios de la leyenda de la Atlántida entre los cábilas.
—No exactamente; tendría que ser más cuidadoso con mis palabras —replicó Lanjuinais—. Existe sí, una historia, pero no se puede asegurar que se refiera a ese lugar; habla de «grandes tierras localizadas al oeste de las aguas», pero eso bien podría ser América, salvo por la frase «de las aguas», que interpreto como dentro de las aguas.
—¿Se cuenta esta historia entre los cábilas? —pregunté.
—Sí, he escuchado diversas versiones aquí y allá, pero la mejor, la más completa, se cuenta en una aldea situada en lo alto de la montaña, cerca de Bougie, en dirección a la costa.
—¿En qué se diferencian esa versión y la de los ocultistas? —inquirí.
—En varios detalles curiosos —replicó el señor Lanjuinais, sonriendo como sólo puede hacerse ante algo absurdo.
—Lo más notable es que difiere de la otra en el final, pues acaba con una pregunta que ningún cábila ha podido aclarar nunca, y tampoco creo que la pueda contestar nadie.
—¡Pero, qué cosa tan extraña! —exclamé—. Me parece insólito que una leyenda acabe con una pregunta.
—Sin embargo, creo que existen muchas historias que terminan así —dijo el profesor—. He encontrado algunas analogías al respecto; los hombres cábilas no obligan a sus mujeres a usar velo, aunque esto sólo sea una especulación, ya que la historia no lo afirma.
—¿No le importaría relatarme esa historia? —pregunté.
—Claro que no —replicó el señor Lanjuinais—. Lo que voy a contar se aproxima, en general, a la teoría ocultista, especialmente en lo que se refiere al gobierno de la Atlántida, que cayó en manos de una sociedad secreta, donde la admisión de nuevos miembros era muy difícil, puesto que requería años de noviciado. Los cábilas hablan de esta forma de gobierno como de una tribu que llaman «tribu de los hombres sabios»; bien podría referirse a una sociedad de alto nivel cultural donde las personas podían iniciarse en los ritos secretos, una vez completados sus estudios. La leyenda los describe a todos ellos como seres justos, todopoderosos y magnánimos. Bajo su gobierno reinaba la armonía, no había guerras, y la comunidad se sostenía por un fuerte sentido de la hermandad; entre ellos no existían las enfermedades, dado que el grupo de los hombres sabios era capaz de remediar toda afección corporal. El pecado se desconocía, puesto que tenían el poder de dirigir las mentes de las masas; en una palabra, la gran tierra al oeste era un paraíso donde se vivía en perfecto orden, aunque la muerte representaba un escollo insalvable para los sabios. Los habitantes vivían largos años, pero no eran inmortales. Lo invariable de cualquier organización es que no puede prescindir de los funcionarios, porque supongo que hasta en el mismo paraíso éstos deben existir.
»De todos modos —continuó el profesor—, los hombres sabios que vivían en la cima de las montañas, presumiblemente profundizando sus conocimientos, gobernaron este paraíso legendario. Pienso que los teósofos perseguían propósitos personales al definir como razón principal de la disputa el manejo de la ciencia con fines egoístas, y por eso prefiero la versión cábila que explica la causa de la guerra de forma muy distinta.
—¿Acaso no definieron los cábilas a los bandos opuestos como blancos y negros, buenos y malos? —interrogué.
—Definían a los bandos opuestos como blancos y negros, pero no como buenos y malos —repuso el profesor—. En esta leyenda los blancos y los negros no tienen significado moral, sino que simplemente se les distinguía por los colores, así como había azules y grises en vuestra guerra civil, además de una demarcación geográfica entre ambos bandos, mientras que en la guerra de los blancos y los negros tal demarcación no existía. En cada familia de hombres sabios había, por lo menos, un miembro que pertenecía a los blancos y otro a los negros, lo que contribuyó a que las familias se dividieran y la guerra se volviera muy cruel.
—¿Pero, cuál fue la causa de tal guerra, señor Lanjuinais? —insistí.
—Ya llegaremos a este punto —respondió amablemente—. Déjeme que siga un orden. Ya le dije que me parecía posible relacionar la leyenda con el hecho de que las mujeres cábilas no usan velo, pero esto simplemente lo sugiero, no lo afirmo. Usted ha visto a esas mujeres montañesas, algunas de ellas muy hermosas a pesar de los tatuajes de sus caras; también las habrá encontrado en los valles; ello resulta muy singular, dado que la costumbre de las mujeres musulmanes es cubrirse el rostro con velos. Habrá captado las miradas que poseen las mujeres y niñas cábilas, un tanto duras, hostiles, con un brillo rebelde y salvaje; bien podría tener su origen en algún acontecimiento histórico donde el horror prevaleció, y aún persiste. Hasta se diría que los ojos de estas mujeres son los de alguien que ha visto morir a golpes a su abuela y aún no ha podido olvidar la escena. Todavía se vislumbra en ese brillo un horror ancestral, como un antiguo desafío heredado.
—¿Y cuál, según usted, es el origen de esas miradas?
—En realidad, tendríamos que remontarnos hasta la Atlántida para averiguarlo —contestó el profesor—, pues, si diéramos rienda suelta a nuestra fantasía, se podría asociar tales miradas con la guerra de los blancos y los negros, en las grandes tierras al oeste «dentro de las aguas». Porque lo más curioso de esa guerra es que las mujeres se agruparon en un bando y los hombres en otro; ellas representaban a los blancos, y los hombres a los negros.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Sí que es antiguo! Pero, ¿a qué se debía esa actitud? —pregunté.
—A la decisión que tomarían en cuanto al uso del velo.
—¡Ah!, comprendo. Las mujeres insistían en quitárselos y los hombres…
—No es tan simple como cree —interrumpió el profesor—. En otros tiempos, cuando en aquellas tierras reinaba la paz, los sabios, los únicos iniciados en el conocimiento, eran todos hombres. Hasta ese momento, las mujeres formaban parte del pueblo, y eran gobernadas junto con los demás; pero, poco a poco, las esposas y las hijas de los practicantes de la magia comenzaron a hojear furtivamente los libros sagrados, y a penetrar los misterios de la ciencia. En otras palabras, empezaron a preocuparse por obtener una educación, y muchos de los iniciados enseñaron magia, e impartieron información científica a sus mujeres e hijas. En aquella época, todas las mujeres usaban velos, y eran extremadamente femeninas, pero a medida que fueron adquiriendo una mayor educación, se sintieron más seguras de sí mismas, y se negaron rotundamente a ser vistas sólo como el símbolo de la maternidad; las más audaces dejaron de lado el velo, para mostrar sus caras abiertamente. Naturalmente esto causó cierto descontento entre los hombres, pero como la moda se impuso, abandonaron casi por completo su uso. Fue entonces cuando las mujeres exigieron a los sabios que se las iniciara debidamente en los misterios de la ciencia, aduciendo que, de todos modos, ellas ya sabían de qué se trataba.
«—Somos vuestras iguales —expusieron las mujeres—, y no vemos por qué deben denegarnos el reconocimiento de igualdad.» —Y creció más aún el descontento entre los hombres; pero ya las mujeres habían sido iniciadas y, a partir de ese momento, se despojaron de toda feminidad y se mantuvieron en igualdad de condiciones respecto a los hombres. Pero muchos de ellos seguían descontentos, ya que sentían su vanidad herida cuando alguna de ellas les superaba en cuestiones intelectuales o en razonamientos lógicos; pero, en general, los hombres eran justos, y en el transcurso del tiempo se habituaron a la nueva igualdad. Se dieron cuenta que tal situación era necesaria, si debía predominar la justicia, aunque yo no aseguraría que quedaron nunca satisfechos. En el lapso de una generación surgieron tantos sabios entre las mujeres como entre los hombres; las hijas de los practicantes recibían la misma educación que los varones, y se las iniciaba en los conocimientos con las mismas posibilidades que aquellos. Cuando todo parecía indicar que la situación continuaría así, ocurrió un extraño incidente. Dado que las modas siempre se repiten por ciclos, algunas mujeres adoptaron nuevamente el velo, destacándose inmediatamente dentro de la organización, lo cual las colocó en situación de mando y designaron a los funcionarios, controlando así el sistema. Al comprobar el éxito de sus compañeras todas las demás mujeres adoptaron nuevamente el velo.
—¿Cómo reaccionaron los hombres? ¿Adoptaron ellos el velo? ¿Mencionan las leyendas el tema? —interrumpí.
—No —replicó el profesor—. Los hombres no se adaptaron a tal costumbre; no podían esconder sus caras de ninguna forma. De nada hubiera servido a los sabios adoptar el velo. Quedaron, eso sí, muy disconformes; ellos habían aceptado la igualdad, y no podían admitir ahora esa nueva diferencia. Pero trataron de remediar esta situación. Se reunieron todos, mujeres y hombres, para discutir el tema. «Vosotras no podéis usar los velos femeninos y ser al mismo tiempo, nuestras iguales. Eso es peor que ser injusto, es traicionarnos.» Las mujeres respondieron, sin poder contener la risa: «Antes, cuando usábamos velo, poseíamos algo que se perdió al dejar de lado esa costumbre. En este momento no nos dimos cuenta de lo que perdíamos, y nos llevó más de una generación descubrirlo, por eso ahora, al velarnos nuevamente, estamos reclamando nuestros derechos naturales.»
»—¡No! —respondieron los hombres—. No podéis exigirnos que soportemos este cambio, puesto que quedamos en desventaja, dado que igualdad significa derecho de obligaciones parejas. Si perseveráis en esta actitud, quedaremos en inferioridad de condiciones. Nuestro ideal es la concordia, o dejaremos de iniciaros en los misterios de nuestra magia, para reduciros a simples instrumentos de uso. —Al oír esto, las mujeres rieron aún más fuerte.
»—No necesitamos que nos iniciéis. Poseemos los misterios y podemos proceder a usarlos sin vuestra ayuda. El velo femenino, tan atrayente y encantador, es algo natural en nosotras y forma parte de una antigua herencia; aunque quisiéramos, nos sería imposible abandonarlo, es parte de nuestro instinto. Si nuestros logros les dejan a un nivel inferior, es preciso que lo admitáis. Nosotras hemos aceptado nuestros destinos durante milenios.
»Pero los hombres, que ya estaban profundamente resentidos, no podían tomarse el asunto con tanta filosofía.
—No usaréis los velos —dijeron—. Habéis abusado de nuestra generosidad y de nuestra benevolencia. No los usaréis.
»Esta exclamación provocó un enorme griterío entre las mujeres, burlas y risas indignadas. La guerra comenzó allí mismo. Hacia el amanecer, los supervivientes se retiraron para emprender nuevamente el combate. Los cábilas cuentan que los blancos y los negros utilizaron como armas las tormentas de arena, el rayo y el trueno, y que la última batalla sacudió al sol, que se escondió asustado; la luna, que hasta ese momento giraba en los cielos, quedó súbitamente inmóvil y silenciosa, y así sólo vemos ahora una cara vuelta hacia nosotros. El océano invadió la tierra con olas gigantescas, y todos los hombres sabios perecieron.
»Este es casi el final de la leyenda —prosiguió el profesor Lanjuinais—, aunque el verdadero fin lo constituye una pregunta. Cuando, al atardecer, se oye narrar esta historia en alguna choza de piedra en la cima de las montañas, el lugareño termina su relato con una pregunta, y después se van todos a dormir.
—¿Hay alguna respuesta a esa pregunta? —inquirí.
—Los cábilas piensan que no, y creo que tienen razón. He sugerido que la respuesta podría hallarse en el hecho de que las mujeres cábilas no usan velos y tienen esa mirada perdida y hostil, aunque, según la tradición, estos árabes blancos escaparon del continente antes del cataclismo final, y no pertenecían a la tribu de los hombres blancos, sino que eran simples hombres del pueblo. Como es fácil advertir, sería posible equivocarse, si tomamos en cuenta tal dato para contestar a la pregunta.
—¿Pero cuál es la pregunta?
—Pensé que era obvia —respondió el señor Lanjuinais—. ¿Qué bando ganó la guerra?