Después de la cena, hubo un movimiento general, encabezado por Gottfried Helmuth, comúnmente conocido por Gott, desde la cocina hacia la sala de estar, en la casa de los Adler.

Gott pensaba que regresaba de un comedor con criadas negras, no de una cocina. En una copa grande de coñac, llevaba lo que sobró del cóctel de martini, un elixir sin color, diluido con hielo, aunque algo más fuerte de lo que su mujer suponía. Esta prodigiosa bebida formaba parte regular del programa pensado cuidadosamente por Gott, para terminar tranquilamente el día. «Después de la hora diecisiete de la Creación, Dios se sintió astuto», explicó Gott Adler un día.

Tomó asiento en su sillón de cuero, abrió Vidas, de Plutarco con la mano izquierda y miró por la mitad inferior de sus bifocales el párrafo de la biografía de César que había estado leyendo antes de la cena. Luego, sin mover la cabeza, por la mitad superior, miró hacia la cocina.

Detrás de Gott, entró Jane Adler, su mujer. Se sentó en su mesa de dibujo, donde había cuidadosamente ordenados un bloc, lápices, un cuchillo, una goma, temperas, agua, cepillos y trapos.

A continuación entró el pequeño Heinie Adler; llevaba un casco espacial transparente, ventilado por un gran agujero abierto en un extremo. Se situó al lado de otros objetos que había en la habitación: una caja larga de madera que casi le llegaba a las rodillas y otra más pequeña encima. Contra esta última un panel de control de juguete en plástico azul y plata del que solamente se podía mover una palanca. Frente al panel, una silla pequeña de madera y, detrás, otra caja larga alineada respecto a la primera.

—Adiós, papá, adiós, mamá —saludó Heinie—, voy a dar un paseo en mi nave espacial.

—Vuelve a tiempo para ir a la cama —recomendó su madre.

—Buen despegue —murmuró su padre.

Heinie entró, tocó el panel de control dos veces, y se sentó inmóvil en la pequeña silla de madera, mirando fijamente hacia delante.

Desde la cocina, una cuarta persona entró en la sala de estar, el Hombre del Traje de Franela Negra. Se movía espasmódicamente y tenía la apariencia amorfa de la masilla gris; era como una de esas figuras imaginarias que no han sido desarrolladas por completo. (Había una quinta persona en la casa, pero ni siquiera Gott lo sabía en ese momento.)

El Hombre del Traje de Franela Negra hizo un gesto rígido hacia Gott y abrió la boca para hablarle, pero este último formó con sus labios un «no, todavía no, imbécil» y le señaló con la cabeza el sofá, frente a su sillón.

—Gott —decía Jane mientras dibujaba con un lápiz sobre el bloc—, has cogido la costumbre de actuar como si estuvieras hablando con alguien invisible.

—Lo hago, cariño —respondió su esposo sonriendo y pasó una página, sin levantar su mirada del libro—. Hablarse a sí mismo es una protección eficaz contra la locura.

—Yo creía que era al revés —dijo Jane.

—No —le informó Gott.

Jane reflexionó sobre lo que iba a dibujar y vio que había bosquejado lánguidamente, a pequeña escala, el perfil de un niño con rayas y manchas a lo Paul Klee, como suelen hacerlo los párvulos. Suponía que podía hacer otra casa, de las que los niños construyen en los árboles, pero, ¿dónde iba a ponerla esta vez?

El viejo reloj eléctrico con armadura de bronce, que estaba sobre la chimenea, empezó a jadear estridentemente: «Misterio, misterio, misterio, misterio.» A Jane le sirvió de inspiración para su dibujo. Sonrió.

Gott tomó lentamente un trago de su copa y sintió cómo le raspaba el vodka, lo suficiente para calentar su piel y para que la habitación se balanceara agradablemente por un momento, con las sombras persiguiéndose en su interior. Después, giró las pupilas hacia arriba y miró al Hombre del Traje de Franela Negra. Notó, con satisfacción, que permanecía sentado en el sofá.

La siguiente conversación se desarrolló sin que Gott hiciera el menor ruido, ni abriera los labios más que un cuarto de pulgada, acampanando apenas las aletas de la nariz de vez en cuando:

FRANELA NEGRA: ¿Podría disponer de su atención por un momento, señor Adler?

GOTT: ¡Di algo cuando hablas! Recuerda que yo te he creado.

FRANELA NEGRA: Respeto su opinión. ¿Ha recibido algún mensaje?

GOTT: El número 6669 apareció tres veces hoy, con órdenes y presupuestos. Recibí un anuncio por correo que empezaba así: «¿Estás preparado para el gran acontecimiento?» El resto no tenía ninguna importancia. Cuando abrí el sobre, el brazo del minutero del reloj de mi escritorio señalaba hacia la estatua sin rostro de Mercurio en el Edificio de Comercio. Al marcharme de la oficina, mi secretaria me llamó: «Un representante del Círculo Interior le visitará esta noche», aunque después, cuando la volví a interrogar, insistió en que me había dicho: «¿Está correcta la carta para Interior Burkulo?» Sabe que soy algo sordo, no obstante, creo que puedo fiarme de ella. Parecía sincera. La cuestión es que, en el caso que hayan sido mensajes del Círculo Interior, los recibí. Pero tengo serias dudas sobre la existencia de esta organización clandestina. Debo estar padeciendo una psicosis. No creo en el Círculo Interior.

FRANELA NEGRA (sonriendo astutamente; sus rasgos son bastante hermosos, aunque todavía tiene la apariencia de la masilla gris): Las psicosis se desarrollan en las mentes débiles. Mire, señor Adler, usted cree en la Mafia, en el FBI y en el comunismo clandestino. Usted cree en los grupos de presión, en uniones, comercios y hermandades. Conoce el funcionamiento de las grandes compañías. Está familiarizado con el espionaje industrial y político. No le es completamente desconocido el secreto de la asociación de los fabricantes de municiones con financieros, adictos a las drogas, gestores expertos en pornografía, comunidades de desviados sexuales y simpatizantes. ¿Por qué dudar del Círculo Interior?

GOTT (distante): No creo por completo en todas esas organizaciones. Y el Círculo Interior me parece un sueño más deseado que los otros. Quizá quieres que crea en él, para condenarme más tarde por insensatez.

FRANELA NEGRA (sacando una cartera de detrás de sus piernas y abriendo la cremallera sobre sus rodillas): Entonces no desea oír nada sobre el Círculo Interior.

GOTT (inescrutable): Te escucharé un momento. ¡Silencio!

Heinie gritó excitado: «¡Me encuentro entre las estrellas, papá! ¡Están tan cerca que queman!» No dijo nada más y se quedó mirando fijamente hacia delante.

«No las toques», avisó Jane sin mirarlo. Su lápiz formó varias estrellas de cinco puntas. Decidió que la casita de los niños estaría al borde del espacio, la colocaría en un árbol junto a un barranco.

—Gott, ¿qué crees que ve Heinie allá afuera, aparte de las estrellas?

—Probablemente unos ángeles con ojos saltones —respondió su esposo, sin levantar aún la cabeza del libro.

FRANELA NEGRA (consultando una hoja de papel negro agrietado que había sacado de su cartera, en la que Gott pudo observar que no había nada escrito): El Círculo Interior es la élite secreta del mundo que opera detrás y encima de todos los mascarones de proa, los burros de carga, los bobalicones ricos y esos inteligentes exhibicionistas que llamamos genios. El Círculo Interior existe sub rose niger desde hace miles de años. Controla la vida humana. Es el depositario de todos los grandes poderes y de la llave de todas las delicias.

GOTT (tolerante): Como tú lo muestras, es bastante aceptable. Cada uno cree un poco en una banda poderosa, cáustica. Es el retorno a Sumeria.

FRANELA NEGRA: El número de miembros es muy reducido y selecto. Como habrás notado, soy algo así como un cazador de talentos para el grupo. Entre los requisitos para ser admitido (saca una segunda hoja negra de su cartera) se incluye la habilidad demostrada para manejar poderosamente hombres y mujeres, una amoral atracción por todo en la vida, una mezcla de crueldad y veracidad, más un conocimiento general y un poco de ingenuidad.

GOTT (desdeñoso): ¿Sólo eso?

FRANELA NEGRA (enfático): Sí. La iniciación es para toda la vida y después de ella; uno de nuestros slogans es el grito de Ferdinand al morir en La Duquesa de Amalfi: «Escaparé a los créditos y disfrutaré de altos placeres después de la muerte.» El castigo por revelar secretos de la organización no es solamente la muerte, sino la extinción; todos los recuerdos de la persona se borran, su nombre, su historia pública y privada se saca de los archivos; todos los conocimientos y sentimientos hacia él quedan eliminados de la memoria de sus mujeres, amantes e hijos; como si nunca hubiera existido. Este es un buen ejemplo de los poderes del Círculo Interior. Puede interesarle saber, señor Adler, que como resultado de las actividades de represalia, los nombres de tres reyes de Inglaterra han desaparecido de la historia. Y entre los que han sufrido un destino similar, figuran dos Papas, siete estrellas de cine, un brillante pintor flamenco, superior a Rembrandt…

(Mientras mencionaba una lista de nombres aparentemente interminable, la Quinta Persona entró gateando desde la cocina. Gott no pudo verlo al principio porque el sofá estaba entre su sillón y la puerta de la cocina. La Quinta Persona era el Bufón Negro, que parecía una caricatura de Gott, pero con el mismo aspecto enmasillado del Hombre del Traje de Franela Negra. El Bufón Negro llevaba ropa muy ajustada, del color de la piel, botas y guantes bordados en plata y una capucha negra, afilada, con campanillas de plata que no tintinean. Llevaba un cetro con una pequeña calavera, también con capucha negra de las mismas características que la que él mismo llevaba.)

EL BUFÓN NEGRO (levantándose de repente como una cobra, de detrás del sofá, habló al Hombre del Traje de Franela Negra, por encima del hombro de este último): ¡Oh! ¿Todavía estás atormentando sus desvencijadas esperanzas con ese podrido Círculo Interior? Felicitaciones, hermano. Juegas bien tus fichas.

GOTT (tremendamente asustado, pero armándose de valor): ¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a introducir la camorra en mi corte?

EL BUFÓN NEGRO: Escuchen el canto de este gallo viejo. Como sí no supiera que él mismo nos ha creado a los dos, para detener el aburrimiento, la locura o el suicidio.

GOTT (con firmeza): Nunca te creé.

EL BUFÓN NEGRO: Sí, viejo gallo, lo hiciste. Realmente tú nunca has alumbrado nada aparte de gemelos: por cada bueno, un malo, y por cada blanco, un negro.

GOTT (abre las aletas de la nariz, mira con ferocidad, y un maleficio zumba hacia el recién llegado como una abeja invisible y perezosa).

EL BUFÓN NEGRO (se tambalea cuando el maleficio le hiere, pero se libera con un esfuerzo y vuelve la mirada fija y sanguinaria hacia Gott): Viejo padre gallo, estoy empezando a odiarte.

En ese momento, en la cocina, el motor de la nevera se pone en marcha y el sonido alto, rápido y oscilante, le parece a Jane como una voz que dice: «Vigile a sus niños, están en peligro. Vigile a sus niños, están en peligro.»

«No soy un conejillo.» Jane se ensimismó en sus pensamientos, irritada por la interrupción justo ahora que su lápiz diseñaba rápidamente los contornos de la casa en el árbol, con la luna encima del barranco, entre nubes, en el cielo de la tarde. Sin embargo, miraba a Heinie. Él no se movía. Podía ver que el casco de plástico estaba abierto a la altura del cuello, pero, de todas formas, pensó en la asfixia.

—Heinie, ¿estás todavía entre las estrellas? —preguntó.

—No, estoy aterrizando en la Luna —respondió—. No me distraigas, mamá, tengo que prestar atención a la carretera.

Jane quería imaginar cómo estarían las carreteras del espacio, pero el motor del refrigerador había dicho «niños», no «niño», y ella recordó que el idioma de las máquinas está lleno de tropos. Observó a Gott. Estaba sentado confortablemente con su libro. Cuando ella le miraba, volvía una página y tomaba un trago de martini con agua. Decidió ponerlo a prueba.

—Gott, ¿no crees que esta familia se está desarrollando demasiado aisladamente? —le preguntó—. Antes teníamos más gente a nuestro alrededor.

—¡Oh!, tenemos suficiente con los que somos —le replicó, mirando al sofá vacío, detrás de él. Después se volvió expectante hacia ella, dispuesto a tomar parte en cualquier conversación que quisiera empezar. Pero Jane le sonrió y volvió aliviada a sus pensamientos y dibujos. Él también sonreía y bajaba la cabeza de nuevo sobre su libro.

FRANELA NEGRA (ignorando la presencia del Bufón Negro): La razón más importante de mi visita de esta noche, señor Adler, es informarle que el Círculo Interior ha comenzado a estudiar seriamente sus cualidades para la admisión de su solicitud.

EL BUFÓN NEGRO: ¿A su edad? ¿Después de sus fracasos? ¡Ahora sí que nos acercamos a la Gran Mentira!

FRANELA NEGRA (con voz apenada): ¡Por favor! (de nuevo hacia Gott): Punto uno: ha ganado la reputación de un hombre de gran patriotismo, de una fidelidad profunda a la compañía, y un interés propio realista. Desprecia sencillamente toda rebeldía e idealismo juvenil. Punto dos: ha sembrado un odio constructivo en su vida de negocios: acuchilló libremente a sus colegas cuando pudo, pero se alió con ellos cuando lograron el éxito. Punto tres, y más importante: ya ha recorrido un buen trecho del camino hacia la creación de la ilusión, privilegio de un hombre que tiene fuentes secretas de información, nuevas técnicas para pensar más rápido y para actuar más decisivamente que los demás, conexiones y contactos superiores, clandestinos; en resumen, una nueva fuerza oscura, que todos los demás le envidian, aunque les repugne.

EL BUFÓN NEGRO (como contrapunto, mientras pasea alrededor del sofá): Pero él comenzó a caer cuando perdió su gran trabajo. Motores Nacionales, por lo menos, fue un buen paso. ¡Pero Hagbolt-Vincent no tiene ni aviones, ni apartamentos, ni pabellones de caza, ni «chicas»! Aparte de esto, bebe demasiado. El Círculo Interior no es lo más apropiado para borrachos en decadencia.

FRANELA NEGRA: ¡Por favor! ¡Estás estropeando las cosas!

EL BUFÓN NEGRO: El que está estropeado es él. (Acercándose a Gott.) Solamente hay que mirarlo. Ojos que necesitan muletas para mirar de cerca y de lejos. Oídos que no comprenden la observación más simple.

Gott: ¡Déjame en paz! ¡Te lo ordeno!

EL BUFÓN NEGRO (ignorando la advertencia): Barriga gorda, sexo fláccido, tobillos hinchados y una boca llena de huecos que apestan. ¿Sabía usted que hace cinco años que no se atreve a visitar un dentista? Ven aquí, abre la boca y enséñalos. (Estira la mano con guante negro hacia la cara de Gott.)

Gott, irritado y en el límite de su paciencia, gruñó en voz alta:

—¡Déjame maldito! —y lanzó el libro con su mano izquierda hacia el bufón, acertándole en plena nariz. Las dos figuras negras desaparecieron al instante.

Jane levantó su lápiz a medio metro del bloc, se dio vuelta rápidamente y preguntó:

—¡Por Dios, Gott! ¿Qué fue eso?

—Solamente una de esas moscas de invierno, cariño —le respondió con dulzura—. Uno de esos gorditos que se esconden en diciembre para reproducirse y engendrar todas esas nubes negras de la primavera.

Encontró la página en cuestión y acercó su cara para observarla por ambos lados. Miraba disimuladamente a Jane y al fin dijo:

—No la aplasté.

La silla en la nave espacial hizo un ruido. Jane preguntó:

—¿Qué pasa, Heinie?

—Explotó un meteoro, mamá. Estoy bien. Retorné al espacio y me encuentro en el centro de la Vía.

Jane estaba impresionada por el tiempo que tardaba para llegar del sonido del libro de Gott hasta el de la nave espacial. Empezó a dibujar, con manchas ligeras, niños en columpios, que colgaban desde las ramas más altas del árbol y que se mecían muy lejos, por encima del barranco hasta las estrellas.

Gott bebió otro trago del martini con agua, pero se sentía solo e impotente. Atisbaba por encima de su Plutarco hacia la oscuridad, debajo del sofá, y sonrió con renovada esperanza cuando vio la mancha enorme y plana de masilla negra, en la cual Bufón y Franela se habían desplomado. «Me encuentro en un momento negro —pensó—, ¿por qué negro?»

Prefería olvidar que fue él quien empezó a esculpir figuras imaginarias con la negrura nocturna que latía debajo de sus párpados, cuando estaba tendido sobre la cama: pequeñas cabezas negras como guisantes arrugados, en los cuales cualquier punto de luz servía para formar dos ojos y una boca. Había recorrido un largo camino desde entonces. Ahora, con rayos desprendidos de sus ojos, arrollaba la masilla negra que podía ver en el almohadón, con la longitud de una mujer y la extendía sobre el sofá. El almohadón ayudaba con movimientos y saltos sensuales, especialmente donde se curvaba hacia la cintura. Cuando la tuvo completamente extendida sobre el sofá, empezó, con una energía cruel, a esculpir la forma de una chica exageradamente sexual, con pechos muy altos.

Jane se encontró con que había dibujado una mosca, rumbando alrededor de los columpios. La borró y puso en su lugar una estrella más. «Pero en un barranco, debe haber moscas —pensó— porque la gente arroja basura.» Por lo tanto, dibujó una mosca grande en la esquina inferior izquierda del papel. Era como el observador. «Decididamente —se decía a sí misma—, no pondré nubes negras de primavera; las cambiaré por esbozos de rutas espaciales.»

Gott acabó la Chica Negra con dos pellizcos retorcidos para indicar sus pezones. Su cintura era lo bastante gruesa para no parecer una avispa o una hormiga amazona gigante… Entonces, tomó otro trago de su martini con agua, se inclinó un poco y, silenciosa, pero fuertemente, sopló por encima de la distancia que había entre ellos, dando el aliento de vida a su cuerpo.

La frase «nubes negras de primavera» hizo pensar a Jane en esperanzas muertas y talentos fracasados.

—Me gustaría que volvieras a escribir por las noches, Gott. No me sentiría tan culpable —le dijo.

—Ahora, cariño, no soy más que un hombre de negocios, cansado, feliz de poder relajarme en el seno de mi familia. Ya no hay una chispa de arte en mí —le informó Gott, con tranquila convicción, y observó a la Chica Negra que temblaba y se retorcía cuando el aliento creativo de sus labios la tocaba. De repente notó, con un temor agudo, que los extremos de su suspiro podían llegar hasta Jane y Heinie, retorciéndolos como luces calientes y trémulas. Especialmente a Heinie, que estaba sentado, inmóvil en su pequeña silla, a años luz de allí. Gott quería llamarlo, pero no tenía la menor noción sobre la jerga espacial.

LA CHICA NEGRA (se sienta y coquetea: pone su mano sobre la bragueta): ¡Oh! ¡Esto es algo muy especial, señor Adler! Es la primera vez que usted me recibe en su casa.

GOTT (mirándola fieramente por encima de Plutarco): ¡Cállate!

LA CHICA NEGRA (imperturbable): Antes me veías sólo cuando estabas de viaje y, últimamente, una o dos veces en tu oficina.

GOTT (las aletas de su nariz abiertas): ¡Cállate, te digo! ¡Eres menos que una basura!

LA CHICA NEGRA (sonriendo): Pero soy una basura interesante, ¿verdad? ¿Quieres que lo hagamos delante de ella? Podría venir contigo, entrar en tus vestidos…

GOTT: ¡Una palabra más y te aniquilo! Te despedazaré como a un cuervo hervido. Te fundiré de nuevo en la masilla.

LA CHICA NEGRA (todavía apacible, acariciando su desnudez): Sí, y disfrutarás de cada segundo.

Insultado e incapaz de seguir aguantándola, Gott envió rayos penetrantes hacia ella, por encima de su plutárquico parapeto, al mismo tiempo que una figura negra, delgada como una araña, saltaba por detrás del sofá y se inclinaba sobre el hombro de la chica, empujando los rayos penetrantes a un lado, con un gesto de su brazo, semejante a un látigo.

Crecida debajo del sofá, de la masilla negra que no había sido advertida por Gott, se irguió la figura de una vieja hechicera, delgada, con piernas y brazos como alambres, pechos como ropa tendida y una cara que parecía un paquete de plumas negras de avestruz.

LA CORONA NEGRA (con voz delgada como viento hambriento): Si injurias a alguna de las chicas, Adler, te castraré, te arrugaré con hechizos. Nunca podrás volver a llamarlas, ni siquiera obtendrás placer con tu mujer.

GOTT (asustado, pero sin demostrarlo): Cuida tus brazos y tus piernas, madre. Flossie y yo sólo jugábamos. Juegos y vicios son una especialidad de tu casa, ¿verdad?

Con un profundo grito, el ventilador del horno, en el sótano, comenzó a funcionar gimiendo una y otra vez, con eco bajo y rápido: «Oh, por Dios, por Dios, por Dios. Demonios, demonios, demonios, demonios.» Jane entendió el aviso claramente, pero no quería perder el brillo de su inspiración.

—¿Estás bien allí en el espacio, Heinie? —preguntó. Le pareció que él le hacía una señal afirmativa. Empezó a colorear la casa de los niños en el árbol; el techo y las paredes rojas se parecían un poco a Chagall.

LA CORONA NEGRA (siguiendo su razonamiento): Tienes que comprender, Adler, que no eres nuestro dueño. Eres tú el que nos perteneces. Necesitas de las chicas para poder vivir, por lo tanto, eres su esclavo.

LA CHICA NEGRA: ¡Eh! Llamaré a Susie y Belle. Tampoco conocen esto y les encantará.

LA CORONA NEGRA: Más tarde, si él se comporta humildemente. ¿Me comprendes, esclavo? Y si yo le ordeno a tu mujer que prepare la cena para las chicas, o lave sus pies u observe cómo tú y ellas se unen, deberá hacerlo. Y tu hijo hará nuestros recados… Ahora, ven aquí, siéntate con Flossie, mientras yo te quemo con hielo seco.

Gott temblaba porque los brazos de la Corona avanzaban hacia él, como serpientes, y empezó a sudar murmurando: «Dios del cielo.» El olor del miedo salía de su cuerpo hacia las paredes en millones de malditas moléculas.

Un viento frío soplaba sobre la carretera espacial de Heinie y las estrellas oscilaban; después desaparecieron como hojas de papel brillante.

Jane oía los murmullos y el soplo de miedo, pero estaba coloreando las ventanas de la casa de amarillo cálido y vivo.

—Creo que el cielo es como una casa de niños en los árboles. Solamente se encuentra la gente que uno recuerda de la infancia. La gente real.

A la palabra «real», la Corona Negra y la Chica Negra se ahogaron y empezaron a inclinarse y fundirse como una vela pequeña y otra más grande con el fuego.

Heinie giraba su nave espacial y la conducía valerosamente por la espesa oscuridad, hacia su casa, siguiendo la línea blanca y espiritual que indicaba el centro de la vía. Se imaginaba que era como el gato que había tenido. Papá le había contado historias sobre gatos volviendo del centro de la ciudad, de Pittsburgh, de Los Ángeles, de la Luna. Un gato podía hacerlo. Él era el gato que regresaba a su casa.

Jane dejó el pincel a un lado y tomó otra vez su lápiz. Se había dado cuenta que los dos niños que se balanceaban más alto no estaban sujetos a los columpios. Empezó a arreglarlo, pero titubeó. ¿Acaso no estaba bien que algunos niños volaran hacia las estrellas? ¿No sería bonito, en un anochecer de luna, tener una lluvia de niños? Le hubiera gustado que un avión pasara por encima del tejado de su casa y dejara caer la respuesta a su pregunta. No le gustaba hacerse ilusiones ella sola. Se sentía culpable.

—Gott —dijo—: ¿por qué no terminas por lo menos el cuento que estabas escribiendo sobre el Cementerio de Elefantes? —Hubiera preferido no mencionarlo, porque la idea había asustado a Heinie.

—Otro día —murmuró su marido.

Gott se sentía débil, pero aliviado, aunque no recordaba el motivo. Balanceando su cabeza cuidadosamente encima de su libro, tomaba el último trago de martini con agua. Siempre el fondo era un poco más fuerte. Miraba la página, por la parte inferior de sus bifocales de ejecutivo y, por un momento, las letras de la palabra «César» se levantaron casi una pulgada; cada palo mostraba sus harapos y el papel blanco sus fibras acanaladas. Después, siempre sin mover la cabeza, miró por la parte superior y observó la mancha larga y espesa de masilla negra, encima del sofá azul vacío. Automáticamente unió la masilla y, con un rayo de su pulgar, modeló rápidamente al Viejo Filósofo con toga negra; una figura fácil de esculpir, porque nunca quedaba terminada, sino modelada en bruto, al estilo de Rodin o Daumier. Era bueno terminar una noche con el Viejo Filósofo.

La línea blanca del espacio intentó desaparecer. Heinie condujo su nave más cerca de ella… Recordaba que, a pesar de los cuentos de su padre, el gato nunca había vuelto.

Jane continuó con los niños sueltos, columpiándose lejos de la casa. Uno de ellos tenía una pierna encima le la luna.

EL FILÓSOFO (arreglando su toga y bostezando): El tópico para la charla de esta noche es el enorme recipiente de todo, el Vacío.

GOTT (condescendientemente): ¿El Vacío? Qué interesante. En los últimos días he deseado fundirme con él. Estoy aburrido de la vida.

Una calavera negra, modelada tan burdamente como el Filósofo, miraba por encima del hombro de éste y se levantaba sobre un esqueleto huesudo y negro.

MUERTE (tranquilamente hacia Gott): ¿Es verdad?

GOTT (muy agitado, pero tratando de ocultarlo): Estoy en una noche negra. Ni siquiera pude hacer un esqueleto blanco. Desintégrense los dos. Me estás aburriendo, casi tanto como la vida.

MUERTE: ¿Sí? Si no te agarraras a la vida como una lapa, podías haber estrellado tu coche el día en que fuiste despedido de Motores Nacionales, para que tu mujer y tu hijo cobraran el dinero del Seguro. Planeaste hacerlo. ¿Recuerdas?

GOTT (con frialdad histérica): Tendría que haberte moldeado en latón o aluminio. Entonces darías algún brillo a las cosas. Pero ya es demasiado tarde. Desaparece rápidamente. Sin dejar rastro.

MUERTE: Demasiado tarde. Sí. Planeaste estrellar tu coche e indemnizar a tus seres queridos. Hasta elegiste el lugar, pero el coraje te abandonó.

GOTT (creciéndose): Te demostraré que no soy solamente Gottfried, sino también Helmuth. El valiente Adler del Infierno.

EL FILÓSOFO (confuso, pero intentando tomar parte en la conversación): Un apodo fanfarrón.

MUERTE: Ese coraje infernal te abandonó cuando llegaste a la esquina del barranco. (Apuntando con una mano de tres dedos, desprovista de pulgar, como un ramo negro hacia Gott): ¿Quieres morir ahora?

GOTT (pasando por un visible apagón mental): Los cobardes mueren muchas veces (escurrió las última gotas del martini en una completa oscuridad), los valientes saborean la muerte solamente una vez. César.

LA MUERTE (Una voz en la oscuridad): Cobarde. Tú me has llamado y, aunque me formaste pobremente, soy la Muerte de verdad. Hay otros, aparte de ti, que han hecho el largo viaje. Muy largo. Viajes en el Vacío.

EL FILÓSOFO (otra vez): ¡Ah! ¡Sí! El Vacío. Primeramente…

MUERTE: ¡Silencio!!

En el gran y obediente silencio, Gott sintió teclear los huesos de los pies de la Muerte, dirigirse sin prisa desde detrás del sofá, hacia la nave espacial de Heinie.

Gott se levantó en la oscuridad y se agarró a su mente.

Jane también oyó el tecleo lento. El reloj de la cocina hizo tic-tac. «Ahora. Ahora. Ahora. Ahora.»

De repente, Heinie gritó:

—¡La línea ha desaparecido. Papá, mamá, estoy perdido!

Jane respondió agudamente:

—No, no estás perdido, Heinie. Sal inmediatamente del espacio.

—No estoy en el espacio ahora. Estoy en el cementerio de los gatos.

Jane se decía a sí misma que era insensato sentirse tan asustada de repente.

—Vuelve de donde quiera que estés, Heinie —le decía tranquilamente—. Es hora de acostarse.

—Estoy perdido, papá —chilló Heinie—. No oigo a mamá.

—Escúchala, hijo —decía Gott en voz baja, mientras buscaba en la oscuridad otras palabras.

—Todos los papás y mamás del mundo se están muriendo —lloró Heinie.

Gott encontró las palabras y habló con voz más fuerte:

—¿Funcionan tus generadores atómicos, Heinie? ¿Está libre tu palanca para soltar el remolque espacial?

—Sí, papá, pero la línea ha desaparecido.

—Olvídalo. Te tengo en mi poder por el subespacio y te dirigiré hacia casa. Gira tu nave dos unidades hacia la derecha y tres hacia arriba. Enciende cuando te dé la señal. ¿Estás preparado?

—Sí, papá.

—Cambio. Tres, dos, uno, encender y adelante. Evita ese cometa. Pasa por el lado izquierdo de ese planeta. No te preocupes por las nubes negras de polvo. Vuelve a casa en el aerífero. ¡Ahora, ahora, ahora!

Gott soltó su Plutarco; atravesaba ciegamente la habitación cuando pronunció el último «ahora». La oscuridad se aclaró y, tomando a Heinie de su silla espacial, se tambaleó hacia su mujer. Encontró de nuevo el equilibrio sin estropear la pintura, mientras ella le acusaba riendo:

—De nuevo bebiste martini.

Heinie se quitó el casco y dijo:

—Acaríciense.

Se apoyaron el uno contra el otro y miraron el dibujo a medio colorear, en el que se veía una casa para niños sobre un árbol, encima de una barranca. Aquellos parecían manchas: se columpiaban hacia la luna indiferente y los caminos barridos por el viento.

El penúltimo niño tomaba con una mano al último y con la otra se sostenía sobre el columpio. Debajo del dibujo, en la esquina izquierda, un moscardón los miraba con envidia. Gott recorrió la habitación, nuevamente equilibrada, con su mirada y pudo ver a la Muerte atisbar por la hendidura de la puerta abierta de la cocina.

Trabajosamente, medio desmayado, Gott le dirigió una mirada burlona.