33
Baudolino encuentra a Hipatia
El embrujo, en cambio, había terminado. Como una criatura del bosque, la doncella había notado la presencia de Baudolino y se había vuelto hacia él. No había tenido un instante de susto, solo una mirada sorprendida.
Había dicho en griego:
—¿Quién eres tú?
Como él no contestaba, se le había acercado osadamente, escrutándolo de cerca, sin vergüenza ni malicia, y también sus ojos eran como su pelo, de un color cambiante. El unicornio se había puesto a su lado, la cabeza inclinada como para tender su bellísima arma en defensa de su ama.
—Tú no eres de Pndapetzim —siguió diciendo ella—, tú no eres ni un eunuco, ni un monstruo, tú eres… ¡un hombre!
Daba a entender que reconocía a un hombre tal como él había reconocido al unicornio, por haber oído hablar de él muchas veces, sin haberlo visto nunca.
—Eres bello, es bello un hombre, ¿puedo tocarte?
Había extendido la mano y con sus dedos finos le había acariciado la barba, y acariciado la cicatriz de la cara, como aquel día Beatriz.
—Esto es una herida; ¿tú eres un hombre de esos que hacen la guerra? ¿Eso qué es?
—Una espada —respondió Baudolino—, pero la uso como defensa contra las fieras, no soy un hombre que hace la guerra. Me llamo Baudolino y vengo de las tierras donde se pone el sol, allá —e hizo una señal vaga. Se dio cuenta de que le temblaba la mano—. ¿Quién eres tú?
—Soy una hipatia —dijo ella, con el tono de quien se divierte oyendo una pregunta tan ingenua, y se rió, volviéndose aún más bella.
Luego, recordando que el que hablaba era un extranjero:
—En este bosque, más allá de esos árboles, vivimos solo nosotras, las hipatias. ¿No tienes miedo de mí, como los de Pndapetzim?
Esta vez fue Baudolino el que sonrió: era ella la que temía que él tuviera miedo.
—¿Vienes al lago a menudo? —preguntó.
—No siempre —contestó la hipatia—, la Madre no desea que salgamos solas fuera del bosque. Pero el lago es tan hermoso, y Acacio me protege.
E indicaba al unicornio. Luego añadió, con una mirada preocupada:
—Es tarde. No debo estar lejos tanto tiempo. No debería ni siquiera encontrar a la gente de Pndapetzim, si se acercara por aquí. Pero tú no eres uno de ellos, tú eres un hombre, y nunca nadie me ha dicho que me mantenga alejada de los hombres.
—Volveré mañana —osó Baudolino—, pero cuando el sol esté alto en el cielo. ¿Estarás tú?
—No sé —dijo la hipatia turbada—, quizá.
Y desapareció ligera entre los árboles.
Aquella noche Baudolino no durmió, total —se decía— ya había soñado, y lo suficiente como para recordar ese sueño toda la vida. Pero al día siguiente, en pleno mediodía, cogió el caballo y volvió al lago.
Esperó hasta la tarde, sin ver a nadie. Desconsolado, volvió a casa, y en los confines de la ciudad se topó con un grupo de esciápodos que se adiestraban con la fístula. Vio a Gavagai que le dijo:
—¡Tú mire!
Dirigió la caña hacia arriba, disparó un dardo y traspasó a un pájaro que cayó poco lejos.
—Yo gran guerrero —dijo Gavagai—, si llega huno blanco, ¡yo pasa a través de él!
Baudolino le dijo que bravo bravo, y se fue a dormir enseguida. Aquella noche soñó con el encuentro del día anterior, y por la mañana se dijo que un sueño no bastaba para toda la vida.
Volvió de nuevo al lago. Estuvo sentado cerca del agua escuchando el canto de los pájaros, que celebraban la mañana, luego a las cigarras, en la hora en la que arrecia el duende meridiano. Pero no hacía calor, los árboles difundían un frescor delicioso, y no le costó esperar algunas horas. Luego ella volvió a aparecer.
Se sentó a su lado, y le dijo que había vuelto porque quería saber más de los hombres. Baudolino no sabía por dónde empezar, y dio en describir el lugar donde había nacido, las peripecias de la corte de Federico, qué eran los imperios y los reinos, cómo se iba de caza con el halcón, qué era y cómo se construía una ciudad, lo mismo que le había contado al Diácono, pero evitando hablar de historias truculentas y licenciosas, y dándose cuenta, mientras hablaba, de que se podía ofrecer incluso un retrato afectuoso de los hombres. Ella lo escuchaba, y los ojos se le coloreaban de reflejos distintos según la emoción.
—Qué bien cuentas, tú. ¿Todos los hombres cuentan historias bellas como las tuyas?
No, admitió Baudolino, quizá él contaba más y mejor que sus congéneres, pero entre ellos estaban también los poetas, que sabían contar aún mejor. Y se puso a cantar una de las canciones de Abdul. Ella no entendía las palabras provenzales, pero, como los abcasios, quedó hechizada por la melodía. Ahora sus ojos estaban velados de rocío.
—Dime —dijo ruborizándose un poco—, con los hombres, ¿están también… sus mujeres?
Lo dijo como si hubiera sentido que lo que Baudolino cantaba se dirigía a una mujer. Y cómo no, le contestó Baudolino, como los esciápodos se unen a las esciápodas, así los hombres se unen a las mujeres, de otro modo no pueden generar hijos, y es así, añadió, en todo el universo.
—No es verdad —dijo la hipatia riendo—, las hipatias son solo hipatias y no hay, cómo decir… ¡hipatios!
Y siguió riéndose, divertida por aquella idea. Baudolino se preguntaba qué había que hacer para oírla reír todavía, porque su risa era el sonido más suave que había oído jamás. Tuvo la tentación de preguntarle cómo nacían las hipatias puesto que no existían los hipatios, pero temió ofuscar su inocencia. Ahora bien, llegado a ese punto, se sintió con valor de preguntar quiénes eran las hipatias.
—Ah —dijo ella—, es una historia larga, yo no sé contar bien las historias como tú. Debes saber que hace mil y mil años, en una ciudad poderosa y lejana, vivía una mujer virtuosa y sabia llamada Hipatia. Daba lecciones de filosofía, que es el amor por la sabiduría. Pero en aquella ciudad vivían también hombres malos, que se llamaban cristianos, no temían a los dioses, tenían aborrecimiento por la filosofía y, sobre todo, no soportaban que la que conociera la verdad fuera una mujer. Estos, un día, cogieron a Hipatia y la hicieron morir entre atroces tormentos. Ahora bien, a algunas de sus discípulas más jóvenes se les perdonó la vida, quizá porque las creyeron muchachas ignorantes, que estaban con ella solo para servirla. Huyeron, pero los cristianos estaban ya por doquier, y tuvieron que viajar mucho antes de llegar a este lugar de paz. Aquí intentaron mantener vivo lo que habían aprendido de su maestra, pero la habían oído hablar cuando todavía eran jovencitas, no tenían su sabiduría y no recordaban bien todas sus enseñanzas. Se dijeron, pues, que vivirían juntas, separadas del mundo, para descubrir lo que verdaderamente había dicho Hipatia. Entre otras cosas, porque Dios ha dejado sombras de verdad en lo más hondo del corazón de cada uno de nosotros, y se trata solo de hacer que afloren y reluzcan a la luz de la sabiduría, así como se libera la pulpa de una fruta de su piel.
Dios, los dioses, que si no eran el Dios de los cristianos eran a la fuerza falsos y mentirosos… ¿Qué contaba esta hipatia? Se preguntaba Baudolino. Pero poco le importaba, le bastaba con oírla hablar y estaba dispuesto ya a morir por su verdad.
—Dime una cosa, por lo menos —interrumpió—. Vosotras sois las hipatias, en nombre de aquella Hipatia, y lo entiendo. Pero tú, ¿cómo te llamas?
—Hipatia.
—No, quiero decir tú como tú, en cuanto distinta de otra hipatia… Quiero decir, ¿cómo te llaman tus compañeras?
—Hipatia.
—Pero tú esta tarde volverás al lugar donde vivís, y encontrarás a una hipatia antes que a las demás. ¿Cómo la saludarás?
—Le desearé las buenas tardes. Así se hace.
—Sí, pero si yo vuelvo a Pndapetzim, y veo, pongamos, a un eunuco, él me dirá: buenas tardes, Baudolino. Tú dirás: buenas tardes, … ¿qué?
—Si quieres, diré: buenas tardes, Hipatia.
—Por lo tanto, vosotras os llamáis todas Hipatia.
—Es natural, todas las hipatias se llaman Hipatia; ninguna es distinta de las demás, o no sería una hipatia.
—Pero si una hipatia cualquiera te busca, justo ahora que no estás allá, y le pregunta a otra hipatia si ha visto a esa hipatia que vaga con un unicornio que se llama Acacio, ¿cómo dice?
—Como tú has dicho, busca a la hipatia que vaga con el unicornio que se llama Acacio.
Si hubiera contestado así Gavagai, Baudolino habría tenido la tentación de emprenderla a bofetadas con él. Con Hipatia no, Baudolino ya pensaba lo maravilloso que era un lugar donde todas las hipatias se llamaban Hipatia.
—Me llevó algunos días, señor Nicetas, entender quiénes eran de verdad las hipatias…
—Porque os visteis más veces, me imagino.
—Cada día, o casi. Que yo no pudiera pasarme sin verla o escucharla no debería sorprenderte, pero a mí me sorprendía, y era motivo de orgullo infinito entender que también ella era feliz de verme y escucharme. Me había… me había vuelto de nuevo como un niño que busca el pecho materno y, cuando la madre no está, llora porque tiene miedo de que no vuelva nunca más.
—Les pasa también a los perros con su amo. Pero esta historia de las hipatias me intriga. Porque quizá tú sepas, o no sepas, que Hipatia vivió de verdad, aunque no hace mil y mil años, sino hace casi ocho siglos; y vivió en Alejandría de Egipto, mientras el imperio era regido por Teodosio y luego por Arcadio. Era verdaderamente, así se cuenta, mujer de gran sabiduría, versada en la filosofía, en las matemáticas y en la astronomía, y los mismos hombres estaban pendientes de sus labios. Mientras ya nuestra santa religión había triunfado en todos los territorios del imperio, había todavía algunos revoltosos que intentaban mantener vivo el pensamiento de los filósofos paganos, como el divino Platón, y no niego que hicieran bien, transmitiéndonos también a nosotros los cristianos aquella sabiduría que de otro modo se habría perdido. Salvo que uno de los mayores cristianos de su tiempo, que luego se convirtió en santo de la Iglesia, Cirilo, hombre de gran fe pero también de gran intransigencia, veía la enseñanza de Hipatia como contraria a los Evangelios, y desencadenó contra ella a una muchedumbre de cristianos ignorantes y enfurecidos, que no sabían ni siquiera qué predicaba, pero la consideraban ya, con el testimonio de Cirilo y otros, embustera y disoluta. Quizá fue calumniada, aunque también es verdad que las mujeres no deberían inmiscuirse en cuestiones divinas. En fin, la arrastraron a un templo, la desnudaron, la mataron e hicieron estragos de su cuerpo con añicos cortantes de jarrones rotos, luego arrojaron su cadáver a la hoguera… Muchas leyendas han florecido sobre ella. Dicen que era bellísima, pero que había hecho votos de virginidad. Una vez, un joven discípulo suyo se enamoró locamente de ella, y ella le enseñó un paño con la sangre de su menstruo, diciéndole que solo aquello era el objeto de su deseo, no la belleza en cuanto tal… En realidad nadie ha sabido nunca exactamente lo que ella enseñaba. Todos sus escritos se perdieron, los que habían recogido su pensamiento de viva voz habían recibido la muerte, o habían intentado olvidar lo que habían oído. Todo lo que sabemos de ella nos lo han transmitido los santos padres que la condenaron y, honestamente, como escritor de crónicas y Estorias, tiendo a no prestar demasiada fe a las palabras que un enemigo pone en la boca de su enemigo.
Tuvieron otros encuentros y muchos coloquios. Hipatia hablaba, y Baudolino habría querido que su doctrina fuera amplísima e infinita, para no dejar de estar colgado de su boca. Respondía a todas las preguntas de Baudolino con intrépido candor, sin ruborizarse nunca: nada para ella estaba sometido a sórdida interdicción, todo era transparente.
Baudolino se aventuró por fin a preguntarle cómo se perpetuaban las hipatias desde hacía tantos siglos. Ella contestó que cada estación la Madre elegía a algunas de ellas que habrían debido procrear, y las acompañaba hasta los fecundadores. Hipatia había sido vaga al respecto, naturalmente nunca los había visto, pero tampoco los habían visto nunca las hipatias consagradas al rito. Las llevaban a un lugar de noche, bebían una poción que las embriagaba y aturdía, eran fecundadas, regresaban a su comunidad, y las que resultaban embarazadas quedaban al cuidado de sus compañeras hasta el parto: si el fruto de sus entrañas era varón, se lo devolvían a los fecundadores, que lo educarían para ser uno de ellos, si era mujer, se quedaba en la comunidad y crecía como una hipatia.
—Unirse carnalmente —decía Hipatia—, como hacen los animales, que no tienen un alma, es solo una manera de multiplicar el error de la creación. Las hipatias que son enviadas a los fecundadores aceptan esta humillación solo porque nosotras debemos seguir existiendo, para redimir al mundo de ese error. Las que han soportado la fecundación no recuerdan nada de aquella acción que, si no hubiera sido llevada a cabo por espíritu de sacrificio, habría alterado nuestra apatía…
—¿Qué es la apatía?
—Aquello en lo que cada hipatia vive y es feliz de vivir.
—¿Por qué el error de la creación?
—Pero Baudolino —decía ella, riendo de cándido estupor—, ¿te parece que el mundo es perfecto? Mira esta flor, mira la delicadeza de su tallo, mira esta especie de ojo poroso que triunfa en su centro, mira cómo sus pétalos son todos iguales, y un poco curvados para recoger por la mañana el rocío como en un cuenco, mira la alegría con la que se ofrece a este insecto que está chupando su linfa… ¿No es bella?
—Es bella, de verdad. Pero, precisamente, ¿no es bello que sea bella? ¿No es esto un milagro divino?
—Baudolino, mañana esta flor estará muerta, dentro de dos días será solo podredumbre. Ven conmigo.
Lo llevaba al bosque y le mostraba una seta con la cúpula roja estriada de llamas amarillas.
—¿Es bella? —decía.
—Es bella.
—Es venenosa. El que la come, muere. ¿Te parece perfecta una creación en la que está agazapada la muerte? ¿Sabes que estaré muerta también yo, un día, y que también yo sería podredumbre, si no estuviera consagrada a la redención de Dios?
—¿La redención de Dios? Déjame entender…
—¿No serás tú también un cristiano, Baudolino, como los monstruos de Pndapetzim? Los cristianos que mataron a Hipatia creían en una divinidad cruel que había creado el mundo, y con él la muerte, el sufrimiento y, peor aún que el sufrimiento físico, el tormento del alma. Los seres creados son capaces de odiar, matar, hacer sufrir a sus semejantes. No creerás que un Dios justo ha podido condenar a sus hijos a semejante miseria…
—Pero eso lo hacen los hombres injustos, y Dios los castiga, salvando a los buenos.
—Pero entonces, ¿por qué ese Dios nos habría creado, para luego exponernos al riesgo de la condenación?
—Pues porque el bien supremo es la libertad de hacer el bien o el mal y, para darles a sus hijos ese bien, Dios debe aceptar que algunos de ellos lo usen mal.
—¿Por qué dices que la libertad es un bien?
—Porque si te la quitan, si te ponen cadenas, si no te dejan hacer lo que deseas, sufres, y, por lo tanto, la falta de libertad es un mal.
—¿Acaso tú puedes girar la cabeza para ver justo detrás de ti, pero darle la vuelta de verdad, de manera que puedas verte la espalda? ¿Puedes entrar en un lago y quedarte debajo del agua hasta la tarde, pero digo debajo, sin sacar nunca la cabeza? —decía, y se reía.
—No, porque si intentara girar la cabeza completamente, me partiría el cuello; si me quedara bajo el agua, el agua me impediría respirar. Dios me ha creado con estos constreñimientos para impedir que me haga daño.
—Y entonces dices que te ha quitado algunas libertades a fin de bien, ¿es verdad?
—Me las ha quitado para que no sufra.
—Y entonces, ¿por qué te ha dado la libertad de elegir entre el bien y el mal, de manera que tú corras el riesgo, después, de sufrir castigos eternos?
—Dios nos ha dado la libertad pensando que nosotros la usaríamos bien. Pero se produjo la rebelión de los ángeles, que introdujo el mal en el mundo, y fue la serpiente la que tentó a Eva, de modo que ahora todos sufrimos el pecado original. No es culpa de Dios.
—¿Y quién creó a los ángeles rebeldes y a la serpiente?
—Dios, cierto, pero antes de que se rebelaran eran buenos como Él los había hecho.
—¿Entonces el mal no lo crearon ellos?
—No, ellos lo cometieron, pero existía antes, como posibilidad de rebelarse a Dios.
—Así pues, el mal, ¿lo ha creado Dios?
—Hipatia, eres aguda, sensible, perspicaz, sabes llevar una disputatio mucho mejor que yo y eso que he estudiado en París, pero no me digas estas cosas del buen Dios. ¡Dios no puede querer el mal!
—Claro que no, un Dios que quiere el mal sería lo contrario de Dios.
—¿Y entonces?
—Y entonces, Dios el mal lo ha encontrado a su lado, sin quererlo, como la parte oscura de sí mismo.
—¡Pero Dios es el ser perfectísimo!
—Claro, Baudolino, Dios es lo más perfecto que pueda existir, ¡pero si tú supieras qué esfuerzo ser perfecto! Ahora, Baudolino, te digo quién es Dios, o mejor dicho, qué no es.
No le tenía de veras miedo a nada. Dijo:
—Dios es el Único, y es tan perfecto que no se parece a nada de lo que es y a nada de lo que no es; no puedes describirlo usando tu inteligencia humana, como si fuera alguien que se enfada si eres malo o que se ocupa de ti por bondad; alguien que tiene boca, orejas, rostro, alas, o que es espíritu, padre o hijo, ni siquiera de sí mismo. Del Único no puedes decir que está o que no está, todo lo abraza pero no es nada; puedes nombrarlo solo a través de la desemblanza, porque es inútil llamarlo Bondad, Belleza, Sabiduría, Amabilidad, Potencia, Justicia, sería lo mismo que decirle Oso, Pantera, Serpiente, Dragón o Grifo, porque, digas lo que digas al respecto, no lo expresará jamás. Dios no es cuerpo, no es figura, no es forma, no tiene cantidad, cualidad, peso o ligereza; no ve, no oye, no conoce desorden o perturbación, no es alma, inteligencia, imaginación, opinión, pensamiento, palabra, número, orden, tamaño; no es igualdad y no es desigualdad, no es tiempo y no es eternidad, es una voluntad sin finalidad. Intenta entender, Baudolino, Dios es una lámpara sin llama, una llama sin fuego, un fuego sin calor, una luz oscura, un retumbar silencioso, un relámpago ciego, una calígine luminosísima, un rayo de la propia tiniebla, un círculo que se expande contrayéndose en el propio centro, una multiplicidad solitaria, es… es… —titubeó para encontrar un ejemplo que convenciera a ambos: ella la maestra, él el alumno—. Es un espacio que no es, donde tú y yo somos lo mismo, como hoy en este tiempo que no discurre.
Una llama ligera le titiló en la mejilla. Calló, espantada por aquel ejemplo incongruente, pero ¿cómo juzgar incongruente cualquier adición a una lista de incongruencias? Baudolino sintió la misma llama que le atravesaba el pecho, pero temió por el apuro de ella, se puso rígido sin permitir que un solo músculo de la cara traicionase los movimientos del corazón, ni que su voz temblara, y preguntó, con teológica firmeza:
—Pero, entonces, ¿la creación?, ¿el mal?
El rostro de Hipatia recobró su palidez rosada:
—Pero entonces el Único, a causa de su perfección, por generosidad de sí mismo tiende a difundirse, a dilatarse en esferas cada vez más amplias de la propia plenitud; es como una vela víctima de la luz que expande, más ilumina y más se derrite. Mira, Dios se licua en las sombras de sí mismo, se convierte en una muchedumbre de divinidades mensajeras, Eones que tienen mucho de su potencia, pero de forma ya más débil. Son muchos dioses, demonios, Arcontes, Tiranos, Fuerzas, Chispas, Astros, y esos mismos que los cristianos llaman ángeles o arcángeles… Pero no son creados por el Único, son su emanación.
—¿Emanación?
—¿Ves ese pájaro? Antes o después generará otro pájaro a través de un huevo, como una hipatia puede generar un hijo de su vientre. Pero, una vez generada, la criatura, sea hipatia o pajarillo, vive por su cuenta, sobrevive aunque la madre muera. Ahora, en cambio, piensa en el fuego. El fuego no genera calor, lo emana. El calor es lo mismo que el fuego, si tú apagaras el fuego, cesaría también el calor. El calor del fuego es fortísimo donde el fuego nace, y se va haciendo cada vez más débil a medida que la llama se convierte en humo. Así le sucede a Dios. A medida que se va efundiendo lejos del propio centro oscuro, de alguna manera pierde vigor, y lo sigue perdiendo más y más hasta que se convierte en materia viscosa y sorda, como la cera sin forma en que se deshace la vela. El Único no quisiera emanarse tan lejos de sí, pero no puede resistir a este derretirse suyo hasta la multiplicidad y el desorden.
—¿Y este Dios tuyo no consigue disolver el mal que… que se forma a su alrededor?
—Oh, sí, podría. El Único, continuamente, intenta reabsorber esta especie de aliento que puede volverse veneno, y setenta veces siete millares de años ha conseguido volver a hacer entrar en la nada sus desperdicios. La vida de Dios era una respiración regulada, él jadeaba sin esfuerzo. Así, escucha.
Aspiraba el aire vibrando sus delicadas fosas nasales, y luego emitía el aliento por la boca.
—Un día, sin embargo, no consiguió controlar una de sus potencias intermedias, que nosotros llamamos el Demiurgo, y que a lo mejor es Sabaoth o Ildabaoth, el falso Dios de los cristianos. Esta imitación de Dios, por error, por orgullo, por insipiencia creó el tiempo, allá donde antes existía solo la eternidad. El tiempo es una eternidad que balbucea, ¿me sigues? Y con el tiempo creó el fuego, que da calor pero corre el riesgo de quemarlo todo; el agua, que quita la sed pero también ahoga; la tierra, que alimenta a las hierbas pero puede convertirse en alud y sofocarlas; el aire, que nos hace respirar pero puede convertirse en huracán… Se equivocó en todo, pobre Demiurgo. Hizo el sol, que da luz, pero puede agostar los prados; la luna, que no consigue dominar a la noche más que unos pocos días, luego se afila y muere; los demás cuerpos celestes, que son espléndidos pero pueden emitir influjos nefastos; y por fin, los seres dotados de inteligencia, pero incapaces de comprender los grandes misterios; los animales, que a veces nos son fieles y a veces nos amenazan; los vegetales, que nos alimentan pero tienen una vida brevísima; los minerales, sin vida, sin alma, sin inteligencia, condenados a no entender nunca nada. ¡El Demiurgo era como un niño, que juguetea con el fango para imitar la belleza de un unicornio, y le sale una cosa que se parece a un ratón!
—¿Así pues, el mundo es una enfermedad de Dios?
—Si eres perfecto, no puedes no emanarte; si te emanas, enfermas. Y además intenta entender que Dios, en su plenitud, es también el lugar, o el no-lugar, donde los contrarios se confunden, ¿no?
—¿Los contrarios?
—Sí, nosotros sentimos el calor y el frío, la luz y la oscuridad, y todas esas cosas que son la una lo contrario de la otra. A veces el frío nos disgusta, y nos parece mal con respecto al calor, pero a veces es demasiado el calor, y deseamos el frescor. Somos nosotros los que, ante los contrarios, creemos, según nuestro capricho, según nuestra pasión, que uno de ellos es el bien y el otro el mal. Ahora bien, en Dios los contrarios se componen y encuentran recíproca armonía. Pero cuando Dios empieza a emanarse, no consigue controlar ya la armonía de los contrarios, y estos se rompen y luchan el uno contra el otro. El Demiurgo perdió el control de los contrarios, y creó un mundo donde silencio y fragor, el sí y el no, un bien contra otro bien se combaten entre sí. Esto es lo que nosotros sentimos como mal.
Apasionándose, movía las manos como una niña que, al hablar de un ratón, imita su forma, al nombrar una tormenta, dibuja sus remolinos de aire.
—Tú hablas del error de la creación, Hipatia, y del mal, pero como si a ti no te tocara, y vives en este bosque como si todo fuera bello como tú.
—Pues si también el mal procede de Dios, también habrá algo bueno en el mal. Escúchame, porque tú eres un hombre, y los hombres no están acostumbrados a pensar de manera correcta todo lo que es.
—Lo sabía, también yo pienso mal.
—No, piensas solamente. Y pensar no basta, no es este el modo correcto. Ahora, intenta imaginar un manantial que no tiene principio alguno y que se expande en mil ríos, sin secarse jamás. El manantial permanece siempre tranquilo, fresco y límpido, mientras los ríos van hacia puntos distintos, se enturbian de arena, se estancan entre las rocas y tosen ahogados, a veces se resecan. Los ríos sufren mucho, ¿sabes? Y aun así, la de los ríos y la del más fangoso de los torrentes, es agua, y procede del mismo manantial que este lago. Este lago sufre menos que un río, porque en su limpidez recuerda mejor el manantial de donde nace; un estanque lleno de insectos sufre más que un lago y un torrente. Pero todos, de alguna manera, sufren porque quisieran regresar al lugar de donde proceden y han olvidado cómo se hace.
Hipatia cogió a Baudolino del brazo, e hizo que se diera la vuelta hacia el bosque. Al hacerlo, la cabeza de ella se acercó a la de él, y él sintió el perfume vegetal de aquella cabellera.
—Mira ese árbol. La vida que corre en él, desde las raíces hasta la última hoja, es la misma. Pero las raíces se refuerzan en la tierra, el tronco se robustece y sobrevive a todas las estaciones, mientras las ramas tienden a secarse y quebrarse, las hojas duran pocos meses y luego caen, los brotes viven unas semanas. Hay más mal entre las frondas que en el tronco. El árbol es uno, pero sufre al expandirse porque se convierte en muchos, y multiplicándose se debilita.
—Pero las frondas son hermosas, tú misma disfrutas de su sombra…
—¿Ves cómo tú también puedes volverte sabio, Baudolino? Si no existieran estas frondas, nosotros no podríamos estar sentados hablando de Dios; si no existiera el bosque, no nos habríamos encontrado nunca, y ese habría sido quizá el mayor de los males.
Lo decía como si fuera la verdad desnuda y sencilla, pero Baudolino se sentía una vez más traspasar el pecho, sin poder o querer mostrar su temblor.
—Pero entonces, explícame, ¿cómo pueden los muchos ser buenos, por lo menos en alguna medida, si son una enfermedad del Único?
—¿Ves cómo tú también puedes volverte sabio, Baudolino? Has dicho en alguna medida. A pesar del error, una parte del Único ha quedado en cada uno de nosotros, criaturas pensantes, y también en cada una de las demás criaturas, desde los animales a los cuerpos muertos. Todo lo que nos rodea está habitado por dioses, las plantas, las semillas, las flores, las raíces, las fuentes, cada uno de ellos, aun sufriendo por ser una mala imitación del pensamiento de Dios, no querría sino reunirse con él. Nosotros debemos encontrar la armonía entre los contrarios, debemos ayudar a los dioses, debemos avivar esas chispas, esos recuerdos del Único que yacen todavía enterrados en nuestro ánimo y en las cosas mismas.
Dos veces, dos, Hipatia había dejado escapar que era bello estar con él. Esto alentó a Baudolino a volver.
Un día Hipatia le explicó cómo conseguían ellas vivificar la chispa divina en todas las cosas, porque ellas por simpatía remitían a algo más perfecto que ellas, no directamente a Dios, sino a sus emanaciones menos extenuadas. Lo condujo a un punto distinto del lago, donde crecían unos girasoles, mientras sobre las aguas se extendían flores de loto.
—¿Ves lo que hace el heliotropo? Se mueve siguiendo el sol, lo busca, lo invoca, y es una pena que todavía no sepas escuchar el rurrú que hace en el aire mientras lleva a cabo su movimiento circular a lo largo de la jornada. Te darías cuenta de que le canta su himno al sol. Mira ahora el loto: se abre al levantarse el sol, se ofrece por entero en el cenit y se cierra cuando el sol se va. Alaba al sol abriendo y cerrando sus pétalos, como nosotros abrimos y cerramos los labios cuando oramos. Estas flores viven en simpatía con el astro y, por lo tanto, conservan una parte de su potencia. Si actúas sobre la flor, actuarás sobre el sol, si sabes actuar sobre el sol, podrás influir su acción, y desde el sol reunirte con algo que vive en simpatía con él y es más perfecto que el sol. Pero esto no sucede solo con las flores, sucede con las piedras y con los animales. Cada uno de ellos está habitado por un dios menor que intenta reunirse, a través de los dioses más poderosos, al origen común. Nosotros aprendemos desde la infancia a practicar un arte que nos permita actuar sobre los dioses mayores y restablecer el vínculo perdido.
—¿Qué significa?
—Es fácil. Aprendemos a trenzar juntos piedras, hierbas, aromas, perfectos y deiformes, para formar… cómo podría decírtelo, unos vasos de simpatía que condensen la fuerza de muchos elementos. Sabes, una flor, una piedra, incluso un unicornio, todos tienen carácter divino, pero por sí solos no consiguen evocar a los dioses mayores. Nuestras mescolanzas reproducen gracias al arte la esencia que se quiere invocar, multiplican el poder de cada elemento.
—¿Y luego, cuando habéis evocado a esos dioses mayores?
—Eso es solo el principio. Aprendemos a convertirnos en mensajeras entre lo que está en lo alto y lo que está en lo bajo, probamos que la corriente en la que Dios se emana puede remontarse hacia atrás, un poco, pero así mostramos a la naturaleza que eso es posible. La tarea suprema, con todo, no es reunir un girasol con el sol, es reunirnos a nosotras mismas con el origen. Aquí empieza la ascesis. Primero aprendemos a portarnos de manera virtuosa, no matamos a criaturas vivas, intentamos difundir armonía sobre los seres que están a nuestro alrededor, y al hacerlo ya podemos despertar por doquier chispas escondidas. ¿Ves estas briznas de hierba? Ya han amarilleado, y se doblan hacia el suelo. Yo puedo tocarlas y hacerlas vibrar todavía, hacerles sentir lo que han olvidado. Mira, poco a poco vuelven a adquirir su frescura, como si asomaran ahora de la tierra. Pero aún no basta. Para avivar esta brizna de hierba es suficiente practicar las virtudes naturales, alcanzar la perfección de la vista y del oído, el vigor del cuerpo, la memoria y la facilidad para aprender, la finura de los modales, a través de frecuentes abluciones, ceremonias lustrales, himnos, plegarias. Se da un paso adelante cultivando sabiduría, fortaleza, templanza y justicia, y se llega por fin a adquirir las virtudes purificadoras: probamos a separar el alma del cuerpo, aprendemos a evocar a los dioses. No a hablar de los dioses, como hacían los demás filósofos, sino a actuar sobre ellos, haciendo caer las lluvias mediante una esfera mágica, colocando amuletos contra los terremotos, experimentando los poderes adivinatorios de los trípodes, animando las estatuas para obtener oráculos, convocando a Asclepios para que cure a los enfermos. Pero, atención, al hacerlo tenemos que evitar siempre ser poseídas por un dios, porque en ese caso nos descomponemos y nos agitamos, y, por lo tanto, nos alejamos de Dios. Hay que aprender a hacerlo en la calma más absoluta.
Hipatia cogió la mano de Baudolino, que la mantenía inmóvil para que no cesara esa sensación de tibieza.
—Baudolino, quizá te estoy haciendo creer que ya estoy adelantada en la ascesis como mis hermanas mayores… Si supieras, en cambio, lo imperfecta que soy todavía. Todavía me confundo al poner una rosa en contacto con la potencia superior de la que es amiga… Y, además, ya lo ves, hablo todavía mucho, y esto es señal de que no soy sabia, porque la virtud se adquiere en el silencio. Pero hablo porque estás tú, que debes ser instruido, y si instruyo a un girasol, ¿por qué no debería instruirte a ti? Alcanzaremos un estadio más perfecto cuando consigamos estar juntos sin hablar, bastará con tocarnos y tú entenderás igualmente. Como con el girasol.
Acariciaba el girasol callando. Luego, callando, empezó a acariciar la mano de Baudolino, y dijo solo, al final:
—¿Me oyes?
El día después le habló del silencio cultivado por las hipatias, para que pudiera aprenderlo también él, decía.
—Hay que crear alrededor una calma absoluta. Entonces nos ponemos en soledad remota ante lo que pensábamos, imaginábamos y sentíamos: se encuentra la paz y la tranquilidad. No experimentaremos ya ni ira ni deseo, ni dolor ni felicidad. Habremos salido de nosotras, extasiadas en absoluta soledad y profunda quietud. No miraremos ya lo bello y lo bueno, estaremos más allá de la belleza misma, más allá del coro de las virtudes, como quien, una vez entrada en los penetrales del templo, dejara atrás las estatuas de los dioses y su visión no fuera de imágenes sino de Dios mismo. No deberemos evocar ya potencias intermedias, superándolas habremos vencido su defecto; en ese retiro, en ese lugar inaccesible y santo, habremos llegado más allá de la estirpe de los dioses y de las jerarquías de los Eones; todo eso estará ya dentro de nosotras como recuerdo de algo que hemos curado de su propio mal de ser. Ese será el final del camino, la liberación, la disolución de todo vínculo, la fuga de quien está solo en dirección de lo Solo. En este regreso a lo absolutamente simple no veremos ya nada, como no sea la gloria de la oscuridad. Vaciadas de alma y de intelecto, habremos llegado más allá del reino de la mente, yaceremos en veneración allá arriba, como si fuéramos un sol que surge, con pupilas cerradas miraremos el sol de la luz, nos convertiremos en fuego, fuego oscuro en esa oscuridad, y por vías de fuego cumpliremos nuestro recorrido. Y en ese momento, habiendo remontado la corriente del río y habiendo mostrado no solo a nosotras mismas sino también a los dioses y a Dios que la corriente puede remontarse, habremos curado al mundo, matado al mal, hecho morir a la muerte, habremos deshecho el nudo en que se habían enmarañado los dedos del Demiurgo. Nosotras, Baudolino, estamos destinadas a curar a Dios, es a nosotras a quienes ha sido encomendada su redención: haremos regresar la creación entera, a través de nuestro éxtasis, al corazón mismo del Único. Nosotros le daremos al Único la fuerza de hacer esa gran respiración que le permita reabsorber dentro de sí el mal que ha espirado.
—¿Vosotras lo hacéis, alguna de vosotras lo ha hecho?
—Esperamos conseguirlo, nos preparamos todas, desde hace siglos, para que alguna de nosotras lo consiga. Lo que hemos aprendido desde niñas es que no es necesario que todas lleguemos a este milagro: basta con que un día, aunque sea dentro mil años, una sola de nosotras, la elegida, alcance el momento de la perfección suprema cuando se sienta una cosa sola con el propio origen remoto, y el prodigio se habrá cumplido. Entonces, mostrando que de la multiplicidad del mundo que sufre se puede volver al Único, habremos devuelto a Dios la paz y la confianza, la fuerza para recomponerse en el propio centro, la energía para retomar el ritmo del propio aliento.
Los ojos le brillaban, la tez se le había como entibiado, las manos casi le temblaban, la voz se había vuelto compungida, y parecía que implorara a Baudolino que creyera también él en aquella revelación. Baudolino pensó que quizá el Demiurgo había cometido muchos errores, pero la existencia de aquella criatura hacía del mundo un lugar embriagador y refulgente de todas las perfecciones.
No resistió, osó cogerle la mano y acariciarla con un beso. Ella tuvo un sobresalto, casi como si hubiera experimentado una experiencia desconocida.
—También tú estás habitado por un dios.
Luego se cubrió el rostro con las manos y Baudolino la oyó murmurar, sorprendida:
—He perdido… He perdido la apatía…
Se dio la vuelta y corrió hacia el bosque sin decir nada más y sin volverse.
—Señor Nicetas, en aquel momento me di cuenta de que amaba como nunca había amado, pero que amaba, una vez más, a la única mujer que no podía ser mía. Una me había sido sustraída por lo sublime de su estado, la otra por la miseria de la muerte; ahora la tercera no podía pertenecerme porque estaba consagrada a la salvación de Dios. Me alejé, me fui a la ciudad pensando que quizá no habría debido regresar nunca más. Casi me sentí aliviado, al día siguiente, cuando Práxeas me dijo que, a los ojos de los habitantes de Pndapetzim, yo era sin duda el más reputado de los Magos, yo gozaba de la confianza del Diácono y era a mí a quien el Diácono quería al mando de aquel ejército que el Poeta, sin embargo, estaba adiestrando tan bien. Yo no podía eludir esa invitación, una fractura en el grupo de los Magos habría hecho insostenible nuestra situación a los ojos de todos, y todos se estaban dedicando ya tan apasionadamente a preparar la guerra que acepté. Entre otras cosas, para no desilusionar a los esciápodos, a los panocios, a los blemias y a toda la demás buena gente a la que ya me había afeccionado sinceramente. Sobre todo pensé que, dedicándome a esa nueva empresa, olvidaría lo que había dejado en el bosque. Durante dos días fui presa de mil cometidos. Pero me afanaba distraído, estaba aterrorizado por la idea de que Hipatia hubiera vuelto al lago y, al no verme, pensara que su fuga me había ofendido y había decidido no volver a verla. Estaba trastornado por la idea de que ella estuviera trastornada y no quisiera volver a verme. Si así era, ¿habría seguido sus huellas?, ¿habría llegado a caballo al lugar donde vivían las hipatias? ¿Qué habría hecho, la habría secuestrado, habría destruido la paz de aquella comunidad, habría turbado su inocencia haciéndole entender lo que no debía entender?, o no, ¿la habría visto compenetrada con su misión, libre ya de su momento, infinitesimal, de pasión terrena? ¿Pero había existido ese momento? Revivía todas y cada una de sus palabras, todos sus movimientos. Dos veces, para decirme cómo era Dios, había usado como ejemplo nuestro encuentro, pero quizá era su forma juvenil, completamente inocente, de hacerme comprensible lo que decía. Dos veces me había tocado, pero como habría tocado un girasol. Mi boca sobre su mano la había hecho estremecerse, lo sabía, pero era natural: ninguna boca humana la había acariciado jamás, había sido para ella como tropezarse con una raíz y perder por un instante la compostura que le habían enseñado; el momento había pasado, ella no reparaba ya en él… Discutía con los míos sobre cuestiones bélicas, tenía que decidir dónde alinear a los nubios, y no entendía ni siquiera dónde estaba yo. Tenía que salir de aquella angustia, tenía que saber. Para hacerlo, tenía que poner mi vida, y la suya, en las manos de alguien que nos mantuviera en contacto. Había recibido ya muchas pruebas de la devoción de Gavagai. Le hablé en secreto, haciéndole hacer muchos juramentos, le dije lo menos posible, pero lo suficiente como para que fuera al lago y esperara. El buen esciápodo era generoso de verdad, sagaz y discreto. Me preguntó poco, creo que entendió mucho, durante dos días volvió al ocaso diciéndome que no había visto a nadie, y se apenaba al verme palidecer. El tercer día llegó con una de sus sonrisas que parecían una guadaña de luna y me dijo que, mientras esperaba tumbado beatíficamente bajo la sombrilla de su pie, aquella criatura había aparecido. Se le había acercado confiada y solícita como si esperara ver a alguien. Había recibido con emoción mi mensaje («Ella parece que mucho quiere ver tú», decía Gavagai, con alguna malicia en la voz) y me hacía saber que volvería al lago todos los días, todos los días («Ella dicho dos veces»). Quizá, había comentado Gavagai con una pizca de sorna, también ella esperaba desde hacía tiempo a los Magos. Tuve que quedarme en Pndapetzim también el día siguiente, pero cumplía mis tareas de caudillo con un entusiasmo que sorprendió al Poeta, que me sabía poco propenso a las armas, y entusiasmó a mi ejército. Me sentía el dueño del mundo, habría podido enfrentarme a cien hunos blancos sin temor. Dos días después, volví temblando de miedo a aquel lugar fatal.