25
Baudolino ve morir a Federico dos veces
La cena se prolongó hasta tarde, y el emperador requirió poder retirarse. Baudolino y los suyos lo siguieron hasta su habitación, que inspeccionaron una vez más con atención, a la luz de dos antorchas que ardían empotradas en las paredes. El Poeta quiso controlar también la campana de la chimenea, pero se estrangulaba casi enseguida de manera que no dejaba espacio para el paso de un ser humano.
—Aquí ya es mucho si pasa el humo —dijo.
Miraron también en el retrete defecatorio, pero nadie habría podido subir desde el fondo del pozo de desagüe.
Al lado de la cama, junto a un candil ya encendido, había una jarra de agua, y Baudolino quiso probarla. El Poeta observó que habrían podido poner una sustancia venenosa sobre el almadraque donde Federico habría apoyado la boca durmiendo. Habría sido conveniente, observó, que el emperador tuviera siempre un contraveneno al alcance de la mano, nunca se sabe…
Federico dijo que no exageraran con aquellos temores, pero el rabí Solomón pidió humildemente la palabra.
—Señor —dijo Solomón—, sabes que me he dedicado lealmente, aun siendo judío, a la empresa que coronará tu gloria. Tu vida me es tan preciosa como mi misma vida. Escucha. En Gallípoli adquirí un contraveneno prodigioso. Tómalo —añadió extrayendo la ampolla de su tabardo—, yo te lo regalo, porque en mi pobre vida tendré pocas ocasiones de que me acechen enemigos demasiado poderosos. Si por casualidad una de estas noches te sintieras mal, bébelo inmediatamente. Si te hubieran administrado algo nocivo, te salvaría al instante.
—Te lo agradezco, rabí Solomón —dijo Federico conmovido—, y bien hemos hecho nosotros los teutónicos en proteger a los de tu raza, y así lo haremos en los siglos venideros, te lo juro en nombre de mi pueblo. Acepto tu líquido de salvación, y mira lo que hago —sacó de su bolsa de viaje el cofre con el Greal, que llevaba siempre y celosamente consigo—. Yo vierto el licor, que tú, judío, me has regalado, en la copa que contuvo la sangre del Señor.
Solomón se prosternó, pero murmuró perplejo a Baudolino:
—La poción de un judío que se convierte en sangre del falso Mesías… que el Santo, por siempre bendito sea, me perdone. Pero en el fondo esta historia del Mesías os la inventasteis vosotros los gentiles, no Yehoshua de Nazareth, que era un justo, y nuestros rabinos cuentan que estudiaba el Talmud con el rabí Yehoshua ben Perahia. Y además tu emperador me gusta. Creo que es menester obedecer a los impulsos del corazón.
Federico había cogido el Greal, y se disponía a meterlo en el arca, cuando Kyot lo interrumpió. Aquella noche todos se sentían autorizados a dirigirle la palabra al emperador sin haber sido requeridos: se había creado un clima de familiaridad entre aquellos pocos fieles y su señor, parapetados en un lugar que todavía no sabían si era hospitalario u hostil. Dijo, pues, Kyot:
—Señor, no pienses que yo dudo del rabí Solomón, pero también él podría haber sido engañado. Permíteme que pruebe ese líquido.
—Señor, te lo ruego, deja que Kyot lo haga —dijo el rabí Solomón.
Federico asintió. Kyot alzó la copa, con gesto de celebrante, luego la acercó apenas a la boca, como si comulgara. En aquel momento, también a Baudolino le pareció que en el cuarto se difundía una luz intensa, pero quizá era una de las antorchas que había empezado a arder mejor, en el punto donde se condensaba mayor cantidad de resina. Kyot permaneció unos instantes inclinado sobre la copa, moviendo la boca como para absorber bien el poco líquido que había tomado. Luego se dio la vuelta, con la copa abrazada al pecho, y la metió en el arca, con delicadeza. A continuación cerró el tabernáculo, lentamente, para no hacer el menor ruido.
—Siento el perfume —murmuraba Boron.
—¿Veis esta claridad? —decía Abdul.
—Todos los ángeles del cielo están descendiendo sobre nosotros —dijo convencido Zósimo, santiguándose al revés.
—Hijo de mujer de mal vivir —susurró el Poeta al oído de Baudolino—, con esta excusa ha oficiado su santa misa con el Greal, y cuando vuelva a casa se jactará de ello desde Champaña hasta Bretaña.
Baudolino le replicó en un susurro que no fuera retorcido, porque Kyot actuaba de verdad como quien hubiera sido arrebatado a lo más alto de los cielos.
—Nadie podrá doblegarnos ya —dijo entonces Federico, presa de fuerte y mística conmoción—. Jerusalén será liberada pronto. Y luego, todos a devolverle esta santísima reliquia al Preste Juan. Baudolino, te doy las gracias por lo que me has dado. Soy de verdad rey y sacerdote…
Sonreía, y también temblaba. Aquella breve ceremonia parecía haberle trastornado.
—Estoy cansado —dijo—. Baudolino, ahora me encierro en este cuarto con ese pestillo. Montad buena guardia, y gracias por vuestra devoción. No me despertéis hasta que el sol esté alto en el cielo. Luego iré a bañarme. —Y añadió, todavía—: Estoy terriblemente cansado, quisiera no despertarme ya por siglos y siglos.
—Te bastará una larga noche tranquila, padre mío —dijo con afecto Baudolino—. No tienes que salir al alba. Si el sol está alto, el agua estará menos fría. Duerme sereno.
Salieron. Federico juntó las hojas de la puerta y oyeron el golpe del pestillo. Se dispusieron sobre los bancos en torno.
—No tenemos un retrete imperial a nuestra disposición —dijo Baudolino—. Vayamos raudos a hacer nuestras necesidades en el patio. Uno a la vez, para no dejar nunca desguarnecida esta puerta. El tal Ardzrouni quizá sea un buena persona, pero debemos confiar solo en nosotros mismos.
Al cabo de pocos minutos todos habían vuelto. Baudolino apagó el candil, dio las buenas noches a todos e intentó dormirse.
—Me sentía inquieto, señor Nicetas, sin tener buenas razones. Dormía de forma ansiosa, y me despertaba al cabo de breves sueños pastosos, como para interrumpir una pesadilla. En el duermevela veía a mi pobre Colandrina, que bebía de un Greal de piedra negra y caía muerta al suelo. Una hora después oí un ruido. También la sala de armas tenía una ventana, por la que se filtraba una luz nocturna harto pálida; creo que había un cuarto de luna en el cielo. Entendí que era el Poeta el que salía. Quizá no se había descargado bastante. Más tarde (no sé cuánto, porque me adormecía y me despertaba, y cada vez me parecía que había pasado poco tiempo, pero quizá no era verdad) salió Boron. Luego lo oí volver, y oí a Kyot susurrarle que también él estaba nervioso y quería tomar el aire. Pero en el fondo mi deber consistía en controlar a quien intentara entrar, no a quien salía, y entendía que todos estábamos tensos. Luego no recuerdo, no me di cuenta de cuándo volvió el Poeta, pero mucho antes del amanecer, todos dormían profundamente, y así los vi cuando, a los primeros albores del sol, me desperté definitivamente.
La sala de armas estaba iluminada ya por la mañana triunfante. Algunos siervos trajeron pan y vino, y algunas frutas del lugar. Aunque Baudolino advirtiera que no hicieran ruido, para no molestar al emperador, todos lo armaban de buen humor. Al cabo de una hora le pareció a Baudolino que, aunque Federico hubiera pedido que no se le despertara, era bastante tarde. Llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Llamó una vez más.
—Duerme a pierna suelta —se rió el Poeta.
—No quisiera que no se hubiera sentido bien —aventuró Baudolino.
Volvieron a llamar, cada vez más fuerte. Federico no respondía.
—Ayer parecía exhausto de verdad —dijo Baudolino—. Podría haberle dado un síncope. Tiremos la puerta abajo.
—No perdamos la calma —dijo el Poeta—, ¡violar la puerta que protege el sueño del emperador es casi un sacrilegio!
—Cometamos el sacrilegio —dijo Baudolino—. Esta historia no me gusta.
Se echaron desordenadamente contra la puerta, que era robusta, y sólido debía de ser el pestillo que la bloqueaba.
—Otra vez, todos juntos, a la de una, con un solo espaldarazo —dijo el Poeta, consciente ya de que si un emperador no se despierta mientras echas la puerta abajo, evidentemente está durmiendo un sueño sospechoso.
La puerta seguía resistiendo. El Poeta fue a liberar a Zósimo, que dormía encadenado, y los dispuso a todos en dos filas, de manera que juntos fueran a empujar con brío contra ambas hojas. Al cuarto intento, la puerta cedió.
Entonces, tumbado en medio del cuarto, vieron a Federico exánime, casi desnudo, tal y como se había acostado. Junto a él, el Greal, rodado por tierra, y vacío. La chimenea mostraba solo detritos combustos, como si hubiera sido encendida y al final se hubiera extinguido. La ventana estaba cerrada. En el cuarto dominaba un olor a madera y carbón quemados. Kyot, tosiendo, fue a abrir los cristales para que entrara el aire.
Pensando que alguien había entrado y estaba todavía en el cuarto, el Poeta y Boron se abalanzaron con la espada desenvainada a rebuscar por todos los rincones, mientras Baudolino, de rodillas junto al cuerpo de Federico, le levantaba la cabeza y lo abofeteaba con delicadeza. El Boidi se acordó del cordial que había adquirido en Gallípoli, abrió el engaste de su anillo, entreabrió a la fuerza los labios del emperador y le vertió el líquido en la boca. Federico seguía exánime. Su cara estaba térrea. El rabí Solomón se inclinó sobre él, intentó abrirle los ojos, le tocó la frente, el cuello, el pulso; luego dijo temblando:
—Este hombre está muerto, que el Santo, bendito sea por siempre, tenga piedad de su alma.
—¡Cristosantísimo, no puede ser! —gritó Baudolino.
Pero por muy poco experto en medicina que fuera, se dio cuenta de que Federico, sacro y romano emperador, custodio del santísimo Greal, esperanza de la cristiandad, último y legítimo descendiente de César, Augusto y san Carlomagno, ya no era. Inmediatamente lloró, recubrió de besos aquella cara pálida, se dijo hijo suyo amadísimo, esperando que lo oyera, luego se dio cuenta de que todo era en vano.
Se levantó, gritó a los amigos que miraran otra vez por doquier, incluso bajo la cama; buscaron pasadizos secretos, sondaron todas las paredes, pero era evidente que nadie no solo no se escondía, sino que nunca se había escondido en ese lugar. Federico Barbarroja había muerto en una habitación cerrada herméticamente desde dentro, y protegida por fuera por sus hijos más devotos.
—Llamad a Ardzrouni, es experto en arte médica —gritaba Baudolino.
—Yo soy experto en arte médica —se quejaba el rabí Solomón—, créeme, tu padre está muerto.
—Dios mío, Dios mío —desvariaba Baudolino—, ¡mi padre ha muerto! Avisad a la guardia, llamad a su hijo. ¡Busquemos a sus asesinos!
—Un momento —dijo el Poeta—. ¿Por qué hablar de asesinato? Estaba en una habitación cerrada, ha muerto. Ves a sus pies el Greal, que contenía el contraveneno. Quizá se ha sentido mal, ha temido haber sido intoxicado, ha bebido. Por otra parte, había un fuego encendido. ¿Quién puede haberlo encendido sino él? Sé de gente que notaba un fuerte dolor en el pecho, se empapaba de sudor frío, intentaba calentarse, castañeteaba los dientes y moría poco después. Quizá el humo de la chimenea ha empeorado su estado.
—¿Pero qué había en el Greal? —gritó entonces Zósimo, con los ojos fuera de sus órbitas, agarrando al rabí Solomón.
—Para ya, depravado —le dijo Baudolino—. Tú también viste que Kyot probó el líquido.
—Demasiado poco, demasiado poco —repetía Zósimo, tironeando de Solomón—. ¡Para emborracharse no basta un sorbo! ¡Necios de vosotros, que os fiáis de un judío!
—Necios de nosotros, que nos fiamos de un maldito grecano como tú —gritó el Poeta, empujando a Zósimo y separándolo del pobre rabí, que castañeteaba los dientes de miedo.
Kyot, mientras tanto, había cogido el Greal y lo había vuelto a colocar religiosamente en el arca.
—Pero vamos —preguntó Baudolino al Poeta—, ¿quieres decir que no ha sido asesinado y que ha muerto por voluntad del Señor?
—Es más fácil pensar así, en lugar de pensar en un ser de aire que haya superado la puerta que nosotros guardábamos tan bien.
—Pues entonces llamemos al hijo, y a la guardia —dijo Kyot.
—No —dijo el Poeta—. Amigos, nosotros nos estamos jugando la cabeza. Federico ha muerto, y nosotros sabemos que nadie habría podido conseguir entrar jamás en este cuarto cerrado. Pero el hijo, y los demás barones, no lo saben. Para ellos habremos sido nosotros.
—¡Qué pensamiento miserable! —dijo Baudolino, llorando todavía.
Dijo el Poeta:
—Baudolino, escucha: el hijo no te ama; no nos ama y siempre ha desconfiado de nosotros. Nosotros estábamos de guardia, el emperador ha muerto y, por lo tanto, somos nosotros los responsables. Antes de que hayamos podido decir nada, el hijo nos habrá colgado de un árbol y, si en este maldito valle no existe un árbol, nos hará colgar de las murallas. Bien sabes, Baudolino, que el hijo ha visto siempre esta historia del Greal como una conjura para arrastrar a su padre donde nunca habría debido ir. Nos mata, y de un solo golpe, se libra de todos nosotros. ¿Y sus barones? La voz de que el emperador ha sido asesinado los empujaría a acusarse el uno al otro, sería una carnicería. Nosotros somos los chivos que hay que sacrificar por el bien de todos. ¿Quién creerá en el testimonio de un bastardillo como tú, con perdón, de un borrachuzo como yo, de un judío, de un cismático, de tres clérigos vagantes y del Boidi, que como alejandrino tenía más motivos de rencor hacia Federico que nadie? Nosotros ya estamos muertos, Baudolino, como tu padre adoptivo.
—¿Y entonces? —preguntó Baudolino.
—Y entonces —dijo el Poeta—, la única solución es hacer creer que Federico ha muerto fuera de aquí, donde nosotros no estábamos obligados a protegerlo.
—Pero ¿cómo?
—¿No dijo que quería ir a nadar al río? Lo vestimos de cualquier manera y le ponemos encima su capa. Bajamos al pequeño patio, donde no hay nadie, pero desde ayer por la noche esperan los caballos. Lo atamos a su silla, vamos al río, y allá las aguas lo arrastrarán. Muerte gloriosa para este emperador que, aun viejo, se enfrenta a las fuerzas de la naturaleza. El hijo decidirá si seguir hacia Jerusalén o volver a casa. Y nosotros podremos decir que proseguimos hacia las Indias, para cumplir el último voto de Federico. El hijo parece no creer en el Greal. Lo cogemos nosotros, nosotros vamos a hacer lo que el emperador habría querido hacer.
—Pero habrá que fingir una muerte —dijo Baudolino, con la mirada perdida.
—¿Está muerto? Está muerto. Nos duele a todos, pero está muerto. ¿Acaso vamos a ir a contar que está muerto mientras vive todavía? Está muerto, que Dios lo acoja entre sus santos. Sencillamente, decimos que ha muerto ahogado en el río, al aire libre, y no en este cuarto que nosotros habríamos debido defender. ¿Mentimos? Poco. Si está muerto, ¿qué importa si ha muerto aquí dentro o allá afuera? ¿Lo hemos matado nosotros? Todos sabemos que no ha sido así. Lo hacemos morir donde ni la gente peor dispuesta contra nosotros podrá calumniarnos. Baudolino, es el único camino, no hay otro, tanto si quieres salvar tu pellejo como si quieres llegar hasta el Preste Juan y celebrar en su presencia la extrema gloria de Federico.
El Poeta, aunque Baudolino maldijera su frialdad, tenía razón, y todos estuvieron de acuerdo con él. Vistieron a Federico, lo llevaron al patio menor, lo aseguraron a la silla, poniéndole un refuerzo en el dorso, como el Poeta hiciera un día con los tres Magos, de manera que pareciera erguido sobre su caballo.
—Al río lo llevan solo Baudolino y Abdul —dijo el Poeta—, porque una escolta numerosa atraería la atención de los centinelas, que a lo mejor pensarían tener que reunirse con el grupo. Nosotros nos quedamos de guardia en el cuarto, que Ardzrouni u otros no piensen en entrar, y lo ponemos en orden. Mejor aún, yo iré a las murallas a charlar con los de la escolta, así los distraigo mientras vosotros dos salís.
Parecía que el Poeta era el único en condiciones de tomar decisiones sensatas. Todos obedecieron. Baudolino y Abdul salieron del patio con sus caballos, despacio, llevando en medio el de Federico. Recorrieron la senda lateral hasta llegar a la principal, bajaron la escalinata, luego se lanzaron a un trote corto por la llanura, hacia el río. Los armígeros, desde los glacis, saludaron al emperador. Aquel breve viaje pareció durar una eternidad, pero al final alcanzaron la ribera.
Se escondieron detrás de un sotillo.
—Aquí no nos ve nadie —dijo Baudolino—. Hay una corriente fuerte, y el cuerpo será arrastrado enseguida. Nosotros entraremos con los caballos en el agua para socorrerlo, pero el fondo es accidentado y no nos permitirá llegar hasta él. Entonces seguiremos el cuerpo desde la orilla, pidiendo auxilio… La corriente va hacia el campamento.
Desataron el cadáver de Federico, lo desnudaron, dejándole lo poco que un emperador nadador habría querido para defender su pudor. En cuanto lo empujaron al centro del río, la corriente se apoderó de él, y el cuerpo fue succionado río abajo. Entraron en el río, tiraron el freno de manera que pareciera que los caballos se encabritaban, remontaron y siguieron al galope aquel pobre despojo, golpeado entre agua y piedra, haciendo gestos de alarma y gritando a los del campo que salvaran al emperador.
Allá abajo algunos se dieron cuenta de sus señales, pero no entendían qué estaba sucediendo. El cuerpo de Federico era presa de los remolinos, iba hacia adelante girando en redondo, desaparecía bajo el agua y afloraba de nuevo a la superficie por poco tiempo. Desde lejos era difícil que se entendiera que había un hombre que se estaba ahogando. Al final alguien comprendió, tres caballeros entraron en el agua, pero el cuerpo, cuando llegó hasta ellos, chocó contra los cascos de los atemorizados caballos y fue arrastrado más allá. Más adelante, algunos soldados entraron en el agua con unas picas y consiguieron arponar el cadáver, llevándolo a la orilla. Cuando Baudolino y Abdul llegaron, Federico se presentaba desfigurado por los golpes contra los pedruscos y nadie podía suponer ya que viviera todavía. Se levantaron altos lamentos, se avisó al hijo, que llegó, pálido y aún más febricitante, lamentando que su padre hubiera querido intentar una vez más su lucha con las aguas fluviales. Se enfadó con Baudolino y Abdul, pero ellos le recordaban que no sabían nadar, como casi todos los seres terrícolas, y que él sabía perfectamente que, cuando el emperador quería zambullirse, nadie conseguía detenerle.
El cadáver de Federico se les aparecía a todos completamente hinchado de agua, aunque —si había muerto hacía horas— no había tragado seguramente agua. Pero así es, si tú sacas un cuerpo muerto del río, piensas que se ha ahogado y ahogado parece.
Mientras Federico de Suabia y los demás barones recomponían los despojos del emperador y se consultaban angustiados sobre lo que debían hacer, mientras Ardzrouni bajaba al valle, avisado del terrible acontecimiento, Baudolino y Abdul volvieron al castillo, para asegurarse de que todo estuviera ya en su lugar.
—Imagina lo que había sucedido mientras tanto, señor Nicetas —dijo Baudolino.
—No hace falta ser un adivino —sonrió Nicetas—. La sagrada copa, el Greal, había desaparecido.
—Así es. Nadie sabía decir si había desaparecido mientras estábamos en el patio interior atando a Federico a su caballo, o después, cuando habían intentado poner en orden el cuarto. Todos estaban emocionados, se movían como abejas; el Poeta había ido a entretener a la guardia y no estaba allí para coordinar con su buen sentido las acciones de cada uno. En cierto momento, cuando iban a dejar el cuarto, donde no parecía ya que hubiera sucedido nada dramático, Kyot había echado una ojeada al arca, y se había dado cuenta de que el Greal se había esfumado. Cuando llegué con Abdul cada uno acusaba a los demás, ya sea de robo, ya sea de negligencia, diciendo que quizá, mientras colocábamos a Federico a caballo, había entrado en el cuarto Ardzrouni. Pero no, decía Kyot, yo he ayudado a bajar al emperador, pero luego he subido enseguida, precisamente para controlar que aquí no viniera nadie, y en ese breve tiempo Ardzrouni no habría conseguido subir. Entonces lo has cogido tú, rechinaba Boron, agarrándolo por el cuello. No, si acaso has sido tú, oponía Kyot empujándole, mientras yo tiraba por la ventana la ceniza recogida a los pies de la chimenea. Calma, calma, gritaba el Poeta, pero ¿dónde estaba Zósimo mientras nosotros estábamos en el patio? Estaba con vosotros, y con vosotros he vuelto a subir, juraba y perjuraba Zósimo, y el rabí Solomón confirmaba. Algo era cierto, alguien había cogido el Greal, y de ahí a pensar que el que lo había robado era el mismo que, de alguna manera, había asesinado a Federico, el paso era breve. Podía desgañitarse el Poeta, afirmando que Federico se había muerto por su cuenta, y luego uno de nosotros había aprovechado para coger el Greal, nadie lo creía. Amigos míos, nos calmaba el rabí Solomón, la humana locura ha imaginado delitos abominables, desde Caín en adelante, pero ninguna mente humana ha sido tan tortuosa como para imaginar un delito en una habitación cerrada. Amigos míos, decía Boron, cuando entramos el Greal estaba ahí y ahora ya no está. Por lo tanto, lo tiene uno de nosotros. Naturalmente todos pidieron que se registraran sus alforjas, pero el Poeta se echó a reír. Si alguien había cogido el Greal, lo había colocado en un lugar apartado de ese castillo, para volver a cogerlo después. ¿Solución? Si Federico de Suabia no ponía obstáculos, se marchaban todos juntos hacia el reino del Preste Juan, y nadie se habría quedado atrás para volver por el Greal. Yo dije que era una cosa horrible, íbamos a emprender un viaje lleno de peligros, teniendo que confiar cada uno en el apoyo del otro, y todos (menos uno) habríamos sospechado que los demás eran el asesino de Federico. El Poeta dijo que o eso o nada, y tenía razón, maldita sea. Debíamos partir para una de las mayores aventuras que jamás buenos cristianos hubieran afrontado, y todos desconfiaríamos de todos.
—¿Y partisteis? —preguntó Nicetas.
—No de un día para otro, habría parecido una fuga. La corte se reunía una y otra vez para decidir las suertes de la expedición. El ejército se estaba disolviendo, muchos querían volver a casa por mar, otros embarcarse para Antioquía, otros aún para Trípoli. El joven Federico decidió seguir adelante por vía de tierra. Luego empezó la discusión de qué hacer con el cuerpo de Federico; unos proponían extraer inmediatamente las vísceras, las más corruptibles, y darles sepultura cuanto antes, otros esperar la llegada a Tarso, patria del apóstol Pablo. Ahora bien, el resto del cuerpo no podía conservarse durante mucho tiempo, y antes o después habrían debido hervirlo en una mezcla de agua y vino, hasta que las carnes se hubieran separado por completo de los huesos, y pudieran ser enterradas enseguida, mientras el resto habría debido colocarse en un sepulcro en Jerusalén, una vez reconquistada. Pero yo sabía que, antes de hervir el cuerpo, había que desmembrarlo. No quería asistir a ese suplicio.
—He oído decir que nadie sabe qué sucedió con esos huesos.
—También lo he oído yo, pobre padre mío. Nada más llegar a Palestina, murió también el joven Federico, consumido por el dolor y las asperezas del viaje. Por otra parte, tampoco Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto llegaron nunca a Jerusalén. Fue de verdad una empresa desafortunada para todos. Pero todo esto yo lo he sabido solo este año, desde que he vuelto a Constantinopla. En aquellos días, en Cilicia, conseguí convencer a Federico de Suabia de que, para cumplir los votos de su padre, nosotros debíamos partir hacia las Indias. El hijo pareció aliviado por aquella propuesta mía. Solo quería saber cuántos caballos me hacían falta y cuántas vituallas. Ve con Dios, Baudolino, me dijo, creo que no nos volveremos a ver. Quizá pensaba que me perdería en tierras lejanas, y se perdió él, pobre infeliz. No era malo, aunque le corroían la humillación y la envidia.
Dudando los unos de los otros, nuestros amigos tuvieron que decidir quién tomaría parte en el viaje. El Poeta había observado que tenían que ser doce. Si querían que se los tratara con respeto a lo largo del camino hacia la tierra del Preste Juan, habría sido aconsejable que la gente los creyera los doce Reyes Magos, en su camino de regreso. Ahora que, como no era seguro que los Magos fueran de veras doce, o tres, ninguno de ellos habría afirmado nunca que ellos eran los Magos; es más, si alguien se lo hubiera preguntado, habrían contestado que no, como quien no puede revelar un gran secreto. Así, negando a todos, quienquiera que hubiera querido creer habría creído. La fe de los demás habría vuelto verdadera su reticencia.
Ahora bien, estaban Baudolino, el Poeta, Boron, Kyot, Abdul, Solomón y el Boidi. Zósimo era indispensable, porque seguía jurando que conocía de memoria el mapa de Cosme, aunque un poco a todos les daba asco que ese canalla tuviera que pasar por uno de los Magos; claro que no podían andarse con melindres. Faltaban cuatro personas. Baudolino, a esas alturas, se fiaba solo de los alejandrinos, y había puesto al corriente del proyecto al Cùttica de Quargnento, al hermano de Colandrina, Colandrino Guasco, al Porcelli y a Aleramo Scaccabarozzi, que le llamaban, sí, Chula, pero era hombre robusto y de confianza, y de pocas preguntas. Habían aceptado, porque a esas alturas también a ellos les parecía que a Jerusalén no llegaría nadie. El joven Federico dio doce caballos y siete mulos, con comida para una semana. Después, dijo, la Divina Providencia se encargaría de ellos.
Mientras se ocupaban de la expedición, se les acercó Ardzrouni, que se dirigía a ellos con la misma sumisa cortesía que reservaba antes al emperador.
—Amigos míos queridísimos —dijo—, sé que estáis partiendo para un reino lejano…
—¿Cómo lo sabes, señor Ardzrouni? —preguntó desconfiado el Poeta.
—Las voces corren… He oído hablar también de una copa…
—Que nunca has visto, ¿verdad? —le había dicho Baudolino, acercándosele tanto que lo obligó a retraerse.
—Nunca, nunca. Pero he oído hablar.
—Visto que sabes tantas cosas —preguntó entonces el Poeta—, ¿no sabes si alguien entró en este cuarto mientras el emperador moría en el río?
—¿De verdad murió en el río? —preguntó Ardzrouni—. Eso es lo que piensa su hijo, de momento.
—Amigos míos —dijo el Poeta—, es evidente que este hombre nos está amenazando. Con la confusión que reina estos días entre reales y castillo, haría falta poco para asestarle una puñalada en la espalda y arrojarlo a cualquier sitio. Pero antes quisiera saber qué quiere de nosotros. Si acaso, le corto la garganta después.
—Señor y amigo mío —dijo Ardzrouni—, no quiero vuestra ruina, quiero evitar la mía. El emperador ha muerto en mis tierras, mientras comía mi comida y bebía mi vino. Por parte de los imperiales no puedo esperar ya favor alguno, o protección. Tendré que darles las gracias si me dejan ileso. Ahora bien, aquí estoy en peligro. Desde que di alojamiento a Federico, el príncipe León ha entendido que quería atraerlo hacia mi bando contra él. Mientras Federico estaba vivo, León no habría podido hacerme nada. Y esto es signo de hasta qué punto la muerte de ese hombre ha sido para mí la mayor de las desventuras. Ahora León dirá que, por culpa mía, él, príncipe de los armenios, no ha sabido proteger la vida del más ilustre de sus aliados. Una ocasión excelente para condenarme a muerte. Yo no tengo escape. Es necesario que desaparezca durante largo tiempo, y que vuelva con algo que me dé de nuevo prestigio y autoridad. Vosotros partís para encontrar la tierra del Preste Juan, y, si lo conseguís, será una empresa gloriosa. Quiero ir con vosotros. Haciéndolo, os demuestro, además, que no he cogido la copa de la que habláis, porque si así fuera, me quedaría aquí y la usaría para negociar con alguien. Conozco bien las tierras hacia oriente, y podría resultaros útil. Sé que el duque no os ha dado dinero, y llevaría conmigo el poco oro del que dispongo. Por último, y Baudolino lo sabe, tengo siete reliquias preciosas, siete cabezas de san Juan Bautista, y a lo largo del viaje podríamos vender una aquí y una allá.
—Y si nos negáramos —dijo Baudolino—, tú irías a soplarle en el oído de Federico de Suabia que nosotros somos responsables de la muerte de su padre.
—No lo he dicho.
—Escucha, Ardzrouni, no eres la persona que llevaría conmigo a ninguna parte, pero ahora, en esta condenada aventura nuestra, cada uno corre el riesgo de convertirse en enemigo del otro. Un enemigo más no cambiará nada.
—La verdad es que este hombre nos resultaría un engorro —había dicho el Poeta—, ya somos doce, y un decimotercero trae mala suerte.
Mientras discutían, Baudolino reflexionaba sobre las cabezas del Bautista. No estaba convencido de que aquellas cabezas pudieran tomarse en serio de verdad, pero, si se podía, era innegable que valían una fortuna. Había bajado a la habitación en la que las había descubierto, y cogió una para observarla con atención. Estaban bien hechas; el rostro esculpido del santo, con los grandes ojos abiertos de par en par y sin pupilas, inspiraba santos pensamientos. Cierto, al vérselas las siete en fila, las cabezas proclamaban su falsedad, pero mostradas una a una podían resultar convincentes. Volvió a poner la cabeza en el aparador, y regresó arriba.
Tres de ellos estaban de acuerdo en llevar consigo a Ardzrouni, los demás dudaban. Boron decía que Ardzrouni tenía siempre un aspecto de hombre de rango, y Zósimo, también por razones de respeto hacia aquellas doce venerables personas, habría podido pasar por un lacayo. El Poeta objetaba que los Magos o tenían diez siervos cada uno o viajaban solos de gran incógnito: un solo lacayo habría producido mala impresión. En cuanto a las cabezas, habrían podido cogerlas igualmente sin llevarse a Ardzrouni. Entonces Ardzrouni lloraba y decía que de verdad lo querían muerto. En fin, aplazaron todas las decisiones hasta el día siguiente.
Fue precisamente al día siguiente, en el momento en que el sol estaba alto en el cielo, mientras casi habían terminado los preparativos, cuando, de repente, alguien se dio cuenta de que en toda la mañana no habían visto a Zósimo. En el frenesí de los últimos dos días, nadie lo había vigilado ya, colaboraba también él en aparejar a los caballos y cargar a los mulos y no lo habían vuelto a encadenar. Kyot observó que faltaba uno de los mulos, y Baudolino tuvo como una iluminación.
—¡Las cabezas! —gritó—, ¡las cabezas! ¡Zósimo era el único, con Ardzrouni y yo, que sabía dónde estaban!
Arrastró a todos al cuchitril de las cabezas y allí se dieron cuenta de que las cabezas eran ya solo seis.
Ardzrouni rebuscó bajo el aparador para ver si por casualidad una cabeza se había caído, y descubrió tres cosas: un cráneo humano, pequeño y ennegrecido, un sello con una Zeta y restos de lacre quemado. El asunto resultaba ya y desgraciadamente demasiado claro. Zósimo, en la confusión de la mañana fatal, había sacado el Greal del arca en la que Kyot lo había guardado, en un abrir y cerrar de ojos había bajado, había abierto una cabeza, había sacado el cráneo y había escondido el Greal; con su sello de Gallípoli había vuelto a cerrar la tapa, había puesto la cabeza donde estaba antes, había vuelto a subir inocente como un ángel y había esperado el momento oportuno. Cuando se dio cuenta de que al marcharse se habrían repartido las cabezas, entendió que no podía esperar más.
—Hay que decir, señor Nicetas, que a pesar del furor por haber sido engañado, yo sentía un cierto alivio, y creo que todos pensaban lo que yo. Habíamos encontrado al culpable, un sinvergüenza con una fehacientísima sinvergüencería, y no sentíamos ya la tentación de sospechar los unos de los otros. La felonía de Zósimo nos ponía blancos de rabia, pero nos devolvía la confianza recíproca. No había pruebas de que Zósimo, habiendo robado el Greal, hubiera tenido algo que ver con la muerte de Federico, porque aquella noche había estado atado a su cama, pero eso nos hacía volver a la hipótesis del Poeta, que Federico no había sido asesinado.
Se reunieron en concilio. Ante todo, Zósimo, si había huido al caer la noche, les llevaba ya doce horas de ventaja. El Porcelli recordó que ellos iban a caballo y él en un mulo, pero Baudolino le hizo notar que a su alrededor solo había montañas, quién sabe hasta dónde, y por las sendas de montaña los caballos van más despacio que los mulos. Imposible seguirlo a la carrera. Media jornada de viaje se la había tomado, y media seguiría siendo. Lo único era conseguir entender hacia dónde se dirigía, y tomar la misma dirección.
Dijo el Poeta:
—No puede haber emprendido viaje hacia Constantinopla; en primer lugar, porque allí, con Isaac el Ángel en el trono, los vientos no le son muy favorables; además, debería atravesar las tierras de los selyúcidas, que acabamos de dejar después de tantos varapalos, y sabe perfectamente que antes o después lo dejan seco en el sitio. La hipótesis más sensata, puesto que es él quien conoce el mapa, es que quiera hacer lo que queríamos hacer nosotros: Zósimo llega al reino del Preste, se dice enviado por Federico o por quién sabe quién, devuelve el Greal y lo cubren de honores. Así pues, para encontrar a Zósimo hay que viajar hacia el reino del Preste, y detenerlo a lo largo del camino. Partamos, interroguemos sobre la marcha, busquemos el rastro de un monje grecano que se ve a una milla de distancia que es de esa raza, me dejáis por fin la satisfacción de retorcerle el pescuezo y recuperamos el Greal.
—Muy bien —había dicho Boron—, pero ¿en qué dirección nos movemos, visto que el mapa lo conoce solo él?
—Amigos —había dicho Baudolino—, aquí nos resulta útil Ardzrouni. Conoce los lugares y, además, ahora somos once y necesitamos a toda costa al duodécimo Rey.
Y he ahí que Ardzrouni entró a formar parte solemnemente de aquel grupo de audaces, con gran alivio por su parte. Sobre el camino que habían de seguir dijo cosas sensatas: si el reino del Preste estaba en el oriente, cerca del Paraíso Terrenal, deberían moverse hacia el lugar de donde surge el sol. Pero si seguían el camino recto, corrían el riesgo de atravesar tierras de infieles, mientras que él conocía la manera de viajar, al menos durante un trecho, por territorios habitados por gente cristiana. Y es que debían acordarse también de las cabezas del Bautista, que no puedes vendérselas a los turcos. Aseguraba que también Zósimo habría razonado de la misma manera, y mencionaba países y ciudades que nuestros amigos nunca habían oído nombrar. Con su habilidad de mecánico, había construido una especie de monigote que al final se parecía bastante a Zósimo, con cabellos y barba largos e hirsutos, hechos con esparto ennegrecido, y dos piedras negras en lugar de los ojos. El retrato se presentaba endemoniado como aquel que representaba:
—Tendremos que pasar por lugares donde se hablan lenguas desconocidas —decía Ardzrouni—, y para preguntar si han visto pasar a Zósimo no nos quedará sino mostrar esta efigie.
Baudolino aseguraba que para las lenguas desconocidas no había problemas, porque después de haber hablado con los bárbaros, él aprendía a hablar como ellos, pero el retrato resultaría igualmente útil, porque en algunos lugares no tendrían tiempo para pararse y aprender la lengua.
Antes de marcharse, bajaron todos a coger cada uno una cabeza del Bautista. Ellos eran doce y las cabezas seis. Baudolino decidió que Ardzrouni se conformara; Solomón desde luego no habría querido ir por esos mundos con una reliquia cristiana; el Cùttica, el Chula, el Porcelli y Colandrino eran los últimos en llegar, y, por lo tanto, las cabezas las cogerían el Poeta, Abdul, Kyot, Boron, el Boidi y él. El Poeta iba a coger enseguida la primera y Baudolino le hizo notar riéndose que daba lo mismo, eran todas iguales, visto que la única buena se la había asegurado Zósimo. El Poeta se ruborizó y dejó escoger a Abdul, con amplio y cortés gesto de la mano. Baudolino se conformó con la última, y cada uno escondió su cabeza en su alforja.
—Eso es todo —dijo Baudolino a Nicetas—. Hacia finales del mes de junio del año del Señor 1190, partíamos, doce como los Magos, aunque menos virtuosos que ellos, para llegar por fin a la tierra del Preste Juan.