19
Baudolino cambia de nombre
a su ciudad

—Pobre Baudolino —decía Nicetas mientras proseguían los preparativos para la salida—, despojado de una mujer y de un hijo en la flor de los años. Y yo que podría perder mañana la carne de mi carne y a mi dilecta esposa, por mano de alguno de estos bárbaros. Oh, Constantinopla, reina de las ciudades, tabernáculo de Dios altísimo, alabanza y gloria de tus ministros, delicia de los forasteros, emperatriz de las ciudades imperiales, cántico de los cánticos, esplendor de los esplendores, rarísimo espectáculo de lo más raro que es dado ver, ¿qué será de nosotros que vamos a abandonarte, desnudos como salimos de los vientres de nuestras madres? ¿Cuándo volveremos a verte, no tal como eres ahora, valle de lágrimas, pisoteada por lo ejércitos?

—Calla, señor Nicetas —le decía Baudolino—, y no olvides que quizá es la última vez que puedes saborear estos manjares dignos de Apicio. ¿Qué son estas albondiguitas de carne que tienen el perfume de vuestro mercado de las especias?

—Keftedes, y el perfume se lo da el cinamomo y un poco de menta —respondía Nicetas, ya reconfortado—. Y para la última jornada he conseguido hacerme traer un poco de anís, que debes beber mientras se deshace en el agua como una nube.

—Está rico, no te aturde, te hace sentir como si soñaras —decía Baudolino—. Si hubiera podido beberlo tras la muerte de Colandrina, quizá habría podido olvidarla, como tú olvidas ya las desventuras de tu ciudad y pierdes todo temor por lo que sucederá mañana. En cambio yo, me embotaba con el vino de nuestras tierras, que te duerme de golpe. Lo malo es que cuando te despiertas te encuentras peor que antes.

Baudolino había necesitado un año para salir de la locura melancólica que lo había atenazado, un año del que no recordaba ya nada, como no fuera que se dedicaba a grandes cabalgadas por bosques y llanuras, luego se paraba en algún lugar y bebía hasta que se desplomaba en sueños largos y agitados. En sus sueños se veía mientras alcanzaba por fin a Zósimo, y le arrancaba (con la barba) el mapa para llegar a un reino donde todos los recién nacidos habrían sido thinsiretas y methagallinarios. No había vuelto a Alejandría, temiendo que su padre, su madre o el Guasco y los suyos le hablaran de Colandrina y del hijo nunca nacido. A menudo se refugiaba junto a Federico, paternalmente solícito y comprensivo, que intentaba distraerle hablándole de hazañas hechas y derechas que podía llevar a cabo para el imperio. Hasta que un día le dijo que se decidiera a encontrar una solución para Alejandría, que a él la ira ya se le había aplacado y para darle gusto a Baudolino quería sanar aquel vulnus sin tener que destruir forzosamente la ciudad.

Este encargo había dado nueva vida a Baudolino. Federico se disponía ya a firmar una paz definitiva con los comunes lombardos, y Baudolino se había dicho que, en el fondo, se trataba solo de una cuestión de honor. Federico no soportaba que existiera una ciudad que habían hecho sin su permiso y que, por añadidura, llevaba el nombre de su enemigo. Bien, si Federico hubiera podido refundar esa ciudad, incluso en el mismo sitio pero con otro nombre, tal como había refundado Lodi, en otro sitio pero con el mismo nombre, he ahí que nadie le daría ya con la badila en los nudillos. En cuanto a los alejandrinos, ¿qué querían? Tener una ciudad y hacer sus negocios. Era una pura casualidad que se la hubieran dedicado a Alejandro III, que estaba muerto y, por lo tanto, no podía ofenderse si la llamaban de manera distinta. Y he ahí la idea. Una hermosa mañana, Federico se plantaría con sus caballeros ante las murallas de Alejandría, todos los habitantes saldrían y entraría en la ciudad una cohorte de obispos; la desconsagrarían, si acaso pudiera decirse que había sido consagrada alguna vez, es decir, la desbautizarían y luego la volverían a bautizar llamándola Cesarea, ciudad de César; los alejandrinos pasarían ante el emperador rindiéndole homenaje, volverían a entrar tomando posesión de la novísima ciudad como si fuera otra, fundada por el emperador y vivirían allá felices y contentos.

Como se ve, Baudolino estaba curándose de su desesperación con otro hermoso golpe de su férvida imaginación.

A Federico la idea no le había disgustado, salvo que en ese período tenía dificultades para volver a Italia, porque estaba arreglando asuntos importantes con sus feudatarios germánicos. Baudolino se había encargado de las negociaciones. Dudaba si entrar en la ciudad, pero en la puerta le habían salido al encuentro sus padres, y los tres se habían deshecho en lágrimas de liberación. Los antiguos compañeros habían hecho como si Baudolino ni siquiera se hubiera casado, y lo habían arrastrado, antes de empezar a hablar de su embajada, a la taberna de otro tiempo, haciendo que se agarrara una buena cogorza, pero con un blanco de agujas de Gavi, no tanto como para amodorrarse y suficiente para estimular el ingenio. Entonces Baudolino contó su idea.

El primero en reaccionar fue Gagliaudo:

—Estando con ese, te me vuelves un badulaque como él. Pero mira tú si tenemos que hacer esa mojiganga, que primero salimos y luego entramos, y frin frin y frin fron, sal tú que entro yo, no gracias, tú antes, solo falta que alguien toque las gaitas y bailemos el saltarelo para la fiesta de San Baudolino.

—No, la ocurrencia es de las buenas —había dicho el Boidi—, pero luego en vez de alejandrinos nos tenemos que llamar cesarinos, y a mí me da vergüenza; yo a los de Asti no se lo cuento.

—Vale ya con las bajanadas, que siempre nos tenemos que poner en evidencia —replicó Oberto del Foro—; por mí le dejo incluso rebautizar la ciudad, pero eso de pasar delante del emperador y rendirle homenaje, no, eso no lo trago: al fin y al cabo, somos nosotros los que se la hemos metido en salvaseanlaspartes a él, y no él a nosotros, así que no se haga demasiado el prepotente.

El Cùttica de Quargnento había dicho pase por el rebautizo, a quién le importa si la ciudad se llamaba Cesareta o Cesarona, lo que fuera, a él le iban bien también Cesiria, Olivia, Sofronia o Eutropia, pero el problema era si Federico quería mandarles a su podestá o si se conformaba con darles legítima investidura a los cónsules que elegían ellos.

—Vuelve a decirle cómo quiere hacerlo —le había dicho el Guasco.

Y Baudolino:

—Ah, claro, y yo de aquí para allá de los Alpes hasta que os pongáis de acuerdo. No señor, vosotros les dais plenos poderes a dos representantes que vengan conmigo donde el emperador y estudiamos algo que vaya bien a todos. Federico, si vuelve a ver a dos alejandrinos, se lo comen los gusanos, y con tal de quitárselos de en medio, veréis como acepta un acuerdo.

De este modo, habían ido con Baudolino dos emisarios de la ciudad, Anselmo Conzani y Teobaldo, uno de los Guasco. Se habían encontrado con el emperador en Nuremberg y se alcanzó el acuerdo. También el asunto de los cónsules se resolvió enseguida, se trataba solo de salvar las formas, que los eligieran los alejandrinos, bastaba que luego los nombrara el emperador. En cuanto al homenaje, Baudolino había tomado aparte a Federico y le había dicho:

—Padre mío, tú no puedes venir y tendrás que mandar a un legado tuyo. Y tú me mandas a mí. Al fin y al cabo, soy un ministerial, y como tal, en tu inmensa bondad me has condecorado con el cinturón de caballero, soy un Ritter como se dice por aquí.

—Sí, pero sigues perteneciendo a la nobleza de servicio, puedes tener feudos pero no puedes otorgarlos, y no puedes tener vasallos y…

—¿Y qué quieres que les importe a mis paisanos, que les basta con que uno esté montado en un caballo y ya es alguien que manda? Ellos rinden homenaje a un representante tuyo, y, por lo tanto, a ti, pero tu representante soy yo que soy uno de ellos, por lo que no tienen la impresión de rendirte homenaje a ti. Luego, si quieres, los juramentos y todo el resto se los encomiendas a uno de tus mayordomos imperiales que está junto a mí, y ellos ni siquiera se dan cuenta de cuál de los dos es más importante. Debes entender cómo está hecha esta gente. Si así arreglamos para siempre este asunto, ¿no será un bien para todo el mundo?

Y he aquí que, a mediados de marzo de 1183, se había llevado a cabo la ceremonia. Baudolino se había puesto atuendo de gala, que parecía que era más importante que el marqués del Montferrato, y sus padres se lo comían con los ojos, la mano en la empuñadura de la espada y un caballo blanco que no se estaba quieto.

—Está enjaezado como el perro de un señor —decía su madre, deslumbrada.

A esas alturas ya nadie reparaba en el hecho de que tuviera a su lado a dos alféreces con las insignias imperiales, al mayordomo imperial Rodolfo, y a muchos otros nobles del imperio, y obispos, que no se podían ni contar. Pero estaban también los representantes de las otras ciudades lombardas, como por ejemplo Lanfranco de Como, Siro Salimbene de Pavía, Filippo del Casal, Gerardo de Novara, Pattinerio de Ossona y Malavisca de Brescia.

Una vez que Baudolino se hubo colocado justo delante de la puerta de la ciudad, he ahí a todos lo alejandrinos salir en fila india, con los niños pequeños en brazos y del brazo los viejos, y también los enfermos en un carro, e incluso los tontos y los cojos, y los héroes del asedio a los que les faltaba una pierna, un brazo, o incluso con el culo al aire sobre una tabla con ruedas, que empujaban con las manos. Como no sabían cuánto tiempo tenían que estar fuera, muchos de ellos llevaban consigo con qué reconfortarse, unos, pan y salchichón; otros, pollos asados; otros, cestas de fruta, y al final todo parecía una hermosa merienda campestre.

La verdad es que todavía hacía frío, y los campos estaban cubiertos de escarcha, de manera que sentarse era un tormento. Aquellos ciudadanos recién despojados de sus bienes estaban tiesos, zapateaban con los pies, se soplaban las manos y alguno decía:

—Venga, vamos, ¿acabamos pronto con esta feria, que tengo la cazuela en el fuego?

Los hombres del emperador habían entrado en la ciudad y nadie había visto qué habían hecho, ni siquiera Baudolino, que esperaba fuera, para el desfile de regreso. A un cierto punto un obispo había salido y había anunciado que aquella era la ciudad de Cesarea, por gracia del sacro y romano emperador. Los imperiales que estaban detrás de Baudolino levantaron las armas y las insignias aclamando al gran Federico. Baudolino puso el caballo al trote, se acercó a las primeras hileras de los que habían salido y anunció, en calidad precisamente de nuncio imperial, que Federico acababa de fundar aquella noble ciudad a partir de los siete predios de Gamondio, Marengo, Bergoglio, Roboreto, Solero, Foro y Oviglio, que le había impuesto el nombre de Cesarea y que se la cedía a los habitantes de los mencionados burgos, allá reunidos, invitándoles a que tomaran posesión de aquel regalo con torres.

El mayordomo imperial había enumerado algunos artículos del acuerdo, pero todos tenían frío: y habían dejado correr deprisa los detalles sobre regalia, curadia, peajes y todas esas cosas que daban validez a un tratado.

—Vamos, Rodolfo —le había dicho Baudolino al mayordomo imperial—, que es todo una farsa y cuanto antes acabemos, mejor.

Los exiliados habían emprendido la vía de regreso, y estaban todos menos Oberto del Foro, que no había aceptado la afrenta de aquel homenaje, él que había derrotado a Federico, y había delegado en su lugar a Anselmo Conzani y Teobaldo Guasco como nuncii civitatis.

Pasando por delante de Baudolino los nuncii de la nueva Cesarea habían prestado juramento formal, aun hablando en un latín tan horrible que, si después hubieran dicho que habían jurado lo contrario, no habría habido manera de desmentirlos. En cuanto a los demás, iban detrás haciendo perezosos conatos de saludo, y otros diciendo:

—Salve Baudolino, qué tal Baudolino, epa Baudolino, quién lo iba a decir, tú por aquí.

Gagliaudo barboteó al pasar que no era una cosa seria, pero tuvo la delicadeza de quitarse el sombrero y, visto que se lo quitaba ante ese desgraciado de su hijo, como homenaje contaba más que si le hubiera lamido los pies a Federico.

Acabada la ceremonia, tanto los lombardos como los teothónicos se habían alejado lo antes posible, como si se avergonzaran. Baudolino, en cambio, había seguido a sus paisanos dentro de las murallas, y oyó que algunos decían:

—¡Pero mira tú qué ciudad tan bonita!

—Pues, ¿sabes tú que me recuerda a esa, cómo se llamaba, la que había antes?

—Hay que ver qué técnica estos alemanes, ¡en dos por tres te han levantado una ciudad que es una maravilla!

—Mira, mira, allá al fondo, esa parece mi casa, ¡me la han vuelto a hacer igualita!

—Gente —gritaba Baudolino—, ¡dad gracias que la habéis desliado sin pagar voto de Santiago!

—Y tú no te des demasiados aires, que luego acabas por creértelo.

Había sido una hermosa jornada. Baudolino había depuesto todos los signos de su poder y habían ido a festejar. En la plaza de la catedral las doncellas bailaban en corro, el Boidi había llevado a Baudolino a la taberna, y en ese zaguán con perfume de ajo todos habían ido a servirse el vino directamente de los toneles, porque ese día no debía haber ya ni amos ni siervos, sobre todo siervas de la taberna, que alguien ya se las había llevado escaleras arriba, pero ya se sabe, el hombre es cazador.

—Sangre de Jesucristo —decía Gagliaudo, echándose un poco de vino en la manga, para mostrar que el paño no lo absorbía y quedaba como una gota compacta, con los reflejos color rubí, signo de que se trataba del bueno.

—Ahora tiramos adelante unos años llamándola Cesarea, por lo menos en los pergaminos con el sello —le había susurrado el Boidi a Baudolino—, pero luego empezamos a llamarla como antes, y quiero ver quién cae en la cuenta.

—Sí —había dicho Baudolino—, luego la volvéis a llamar como antes, porque así la llamaba ese ángel de Colandrina, y ahora que está en el Paraíso no vaya a ser que se equivoque al mandarnos sus bendiciones.

—Señor Nicetas, casi me sentía reconciliado con mis desgracias, porque al hijo que nunca tuve, y a la mujer que tuve demasiado poco, les había dado por lo menos una ciudad que nadie destruiría ya. Quizá —añadió Baudolino, inspirado por el anís— Alejandría se convierta un día en la nueva Constantinopla, en la tercera Roma, toda torres y basílicas, maravilla del universo.

—Así lo quiera Dios —deseó Nicetas, levantando la copa.