22
Baudolino pierde a su padre
y encuentra el Greal

Los genoveses habían enviado a Boiamondo con Teófilo a darse una primera vuelta por la ciudad, para ver si la situación era propicia. Lo era bastante, habían referido al regreso, porque gran parte de los peregrinos estaba en las tabernas, y los demás parecían haberse reunido en Santa Sofía para admirar con ojos ávidos el tesoro de reliquias allí acumulado.

—¡Como para desbarlugarse los ojos! —decía Boiamondo.

Pero añadía que el amasijo de trofeos se había transformado en una sucia carambola. Algunos hacían como que se desprendían de su botín: echaban al montón algo de quincallería, y se enfilaban a hurtadillas bajo el sayo el hueso de un santo. Ahora bien, como nadie quería que se le cogiera con una reliquia encima, justo fuera del templo se había formado un mercadillo, con ciudadanos todavía acaudalados y marchantes armenios.

—Qué cosas —se mofaba Boiamondo—, los griegos que han conseguido salvar algún sueldo de Bizancio escondiéndoselo en el pertuso se lo sacan de tan ilustre lugar para comprarse una tibia de san Bachicha, ¡que a lo mejor ha estado siempre en la iglesia de al lado! Aunque quizá después se la revendan a la iglesia, que los griegos son listos. Qué gran grupia, y luego dicen que somos nosotros, los genoveses, los que solo pensamos en las pecunias.

—¿Pero qué están llevando a la iglesia? —preguntaba Nicetas.

Teófilo había hecho una relación más precisa. Había visto el cajón que contenía la capa de púrpura de Cristo, un trozo de la caña de la flagelación, la esponja que se le ofreció a Nuestro Señor moribundo, la corona de espinas, una custodia donde se conservaba un trozo del pan consagrado en la Última Cena, el que Jesús le había ofrecido a Judas. Luego había llegado un relicario con los pelos de la barba del Crucificado, arrancados por los judíos tras el descendimiento de la cruz, y envolviendo el relicario estaban las ropas del Señor, que los soldados se habían jugado a dados a los pies del patíbulo. Y por fin, la columna de la flagelación enterita.

—Yo he visto llevar también un pedazo de la túnica de la Virgen —había dicho Boiamondo.

—¡Qué pena! —se había lamentado Nicetas—. Si habéis visto solo un pedazo, es señal de que ya se la han repartido. Existía entera, en el palacio de las Blaquernas. Hace mucho tiempo, unos tales Galbio y Cándido fueron de peregrinación a Palestina y en Cafarnaum supieron que el pallion de la Virgen se conservaba en casa de un hebreo. Se hicieron amigos suyos, pasaron la noche en su casa, y tomaron a escondidas las medidas del cofre de madera en el que estaba la túnica; luego hicieron que les construyeran uno igual en Jerusalén, volvieron a Cafarnaum, sustituyeron de noche el cofre y trajeron la túnica a Constantinopla, donde se construyó la iglesia de los apóstoles Pedro y Marcos para conservarla.

Boiamondo había añadido que se decía que nada menos que dos caballeros cristianos habían sustraído, sin haberlas entregado todavía, dos cabezas de san Juan Bautista, una cada uno, y todos se preguntaban cuál era la buena. Nicetas sonrió con comprensión:

—Sabía que en la ciudad se veneraban dos. La primera la trajo Teodosio el Grande y fue colocada en la iglesia del Precursor. Pero luego Justiniano encontró otra en Emesa. Me parece que se la había regalado a algún cenobio, se decía que luego había regresado aquí, pero nadie sabía ya dónde estaba.

—¿Pero cómo es posible olvidarse de una reliquia, con lo que vale? —preguntaba Boiamondo.

—La piedad del pueblo es voluble. Durante años nos entusiasmamos por un resto sagrado, y luego nos excitamos por la llegada de algo aún más milagroso, y el primero cae en el olvido.

—¿Y cuál de las dos es la cabeza buena? —preguntó Boiamondo.

—Cuando se habla de cosas santas no se deben usar criterios humanos. Fuera cual fuese la reliquia que me presentaras, te aseguro que, al inclinarme para besarla, sentiría el perfume místico que emana y sabría que se trata de la cabeza verdadera.

En aquel momento llegó de la ciudad también Pèvere. Estaban sucediendo cosas extraordinarias. Para impedir que la soldadesca robara del montón acumulado en Santa Sofía, el dux había encargado un primero y rápido censo de lo recogido, y les había encomendado a unos monjes griegos que reconocieran las distintas reliquias. Y ahí se había descubierto que, después de haber obligado a la mayor parte de los peregrinos a devolver lo que habían cogido, ahora se hallaban en el templo no solo dos cabezas del Bautista, que eso se sabía ya, sino dos esponjas para la hiel y el vinagre y dos coronas de espinas, por no decir nada más. Un milagro, se reía socarrón Pèvere, mirando a Baudolino a hurtadillas, las reliquias más preciosas de Bizancio se habían multiplicado, como los panes y los peces. Algunos de los peregrinos veían el acontecimiento como un signo del cielo en su favor, y gritaban que, si había tanta riqueza de esos bienes rarísimos, el dux habría debido permitir que cada uno se llevara a casa lo que había cogido.

—Pero es un milagro a favor nuestro —dijo Teófilo—, porque así los latinos no sabrán ya cuál es la reliquia buena y se verán obligados a dejarlo todo aquí.

—No estoy tan seguro —dijo Baudolino—. Cada príncipe o marquión o vasallo estará contento de llevarse a casa un santo despojo, que atraerá muchedumbres de devotos y donativos. Si luego corre la voz de que hay una reliquia parecida a mil millas de distancia, dirán que es falsa.

Nicetas se había puesto pensativo.

—No creo en este milagro. El Señor no confunde nuestras mentes con las reliquias de sus santos… Baudolino, en los meses pasados, después de tu llegada a la ciudad, ¿no habrás tramado ningún embrollo con las reliquias?

—¡Señor Nicetas! —intentó decir Baudolino con aire ofendido. Luego puso las manos ante sí como para imponer calma a su interlocutor—. Bueno, si tengo que contarlo todo, pues bien, llegará el momento en que te tenga que hablar de una historia de reliquias. Pero te la contaré más tarde. Y además, tú acabas de decir hace nada que cuando se habla de cosas santas no deben usarse criterios humanos. Ahora es tarde, y creo que dentro de una hora, en la oscuridad, podremos ponernos en camino. Estemos preparados.

Nicetas, que quería marcharse bien reconfortado, había dado orden a Teófilo desde hacía tiempo de que preparase un monòkythron, que llevaba su tiempo para cocerse bien. Era una caldera de bronce, llena de carne de buey y de cerdo, de huesos no completamente descarnados y repollos de Frigia, saturada de grasa. Como no quedaba mucho tiempo para una cena sosegada, el logoteta había abandonado sus buenas costumbres y se servía del caldero no con tres dedos, sino con toda la mano. Era como si consumara su última noche de amor con la ciudad que amaba, virgen, prostituta y mártir. Baudolino ya no tenía hambre y se limitó a saborear vino resinado, que quién sabe si lo encontraría en Selimbria.

Nicetas le preguntó si en aquella historia de las reliquias no tendría nada que ver Zósimo, y Baudolino dijo que prefería ir por orden.

—Después de las cosas horribles que habíamos visto aquí en la ciudad, volvimos por vía de tierra, porque no teníamos dinero suficiente para pagar el viaje en nave. La confusión de aquellos días había permitido a Zósimo, con la ayuda de uno de aquellos acólitos suyos que iba a abandonar, conseguir no se sabe dónde unas mulas. Luego, durante el viaje, una batida de caza en algún bosque, la hospitalidad de algún monasterio a lo largo del camino, y al final llegamos a Venecia, y luego a la llanura lombarda…

—¿Y Zósimo no intentó escaparse nunca?

—No podía. Desde aquel momento, y después del regreso, y todo el tiempo en la corte de Federico, y en el viaje hacia Jerusalén que hicimos más tarde, durante más de cuatro años, permaneció en cadenas. Es decir, cuando estaba con nosotros lo soltábamos, pero cuando lo dejábamos solo lo asegurábamos a su cama, a un palo, a un árbol, según donde estuviéramos, y si íbamos a caballo lo atábamos de tal manera a las riendas que, si intentaba desmontar, el caballo se encabritaba. Con el miedo de que aun así se olvidara de sus obligaciones, cada noche, antes de acostarse, yo le daba un bofetón. Zósimo lo sabía, a esas alturas, y lo esperaba antes de dormir como el beso materno.

Durante el camino, nuestros amigos no habían dejado de aguijonear a Zósimo para que reconstruyera el mapa, y este demostraba buena voluntad, cada día se acordaba de un detalle, tanto que ya había llegado a hacer un cálculo de las verdaderas distancias.

—Así, a ojo —mostraba, dibujando con el dedo sobre el polvo del camino—, desde Tzinista, el país de la seda, hasta Persia hay ciento cincuenta jornadas de marcha; toda Persia hace ochenta jornadas; desde la frontera persa a Seleucia, trece jornadas; de Seleucia a Roma y luego al país de los Iberos, ciento cincuenta jornadas. Más o menos, para ir de un cabo al otro del mundo, cuatrocientas jornadas de camino, si haces treinta millas al día. La tierra, además, es más larga que ancha. Y recordarás que en el Éxodo se dice que en el tabernáculo la mesa tiene que medir dos codos de largo y uno de ancho. Así pues, del septentrión al mediodía se pueden calcular: cincuenta jornadas desde las regiones septentrionales hasta Constantinopla, de Constantinopla a Alejandría otras cincuenta, de Alejandría a Etiopía, en el golfo Arábigo, setenta jornadas. En fin, más o menos doscientas jornadas. Por lo tanto, si tú sales de Constantinopla y te diriges hacia la India extrema, calculando que vas transversalmente y que deberás pararte muy a menudo para encontrar el camino, y quién sabe cuántas veces deberás volver sobre tus pasos, yo diría que llegas a las tierras del Preste Juan en un año de viaje.

A propósito de reliquias, Kyot le había preguntado a Zósimo si había oído hablar del Greal. Había oído hablar, cómo no, y a los gálatas que vivían en los alrededores de Constantinopla; por lo tanto, a gente que conocía los relatos de los sacerdotes antiquísimos del extremo septentrión. Kyot había preguntado si había oído decir de ese Feirefiz que le habría llevado el Greal al Preste Juan, y Zósimo había dicho que claramente había oído hablar de él, pero Baudolino seguía escéptico.

—Y entonces, ¿qué es ese Greal? —le preguntaba.

—La copa, la copa en la que Cristo consagró el pan y el vino, también lo habéis dicho vosotros.

¿Pan en una copa? No, vino, el pan estaba en un plato, una patena, una bandejita. Pero entonces el Greal ¿qué era?, ¿el plato o la copa? Los dos, intentaba negociar Zósimo. Bien pensado, le sugería el Poeta con una mirada que daba miedo, era la lanza con la que Longino había traspasado el costado. Ah, sí, le parecía que era precisamente eso. Entonces Baudolino le daba un mandoble, aunque todavía no era hora de irse a acostar, pero Zósimo se justificaba: las voces eran inciertas, vale, pero el hecho de que corrieran también entre los gálatas de Bizancio era la prueba de que el Greal existía de verdad. Y a ese paso del Greal se sabía siempre lo mismo, es decir, se sabía muy poco.

—Claro —decía Baudolino—, si hubiera podido llevarle el Greal a Federico, en lugar de una escoria de la peor cárcel como tú…

—Siempre se lo puedes llevar —sugería Zósimo—. Encuentras el vaso adecuado…

—Ah, porque ahora también es un vaso. ¡Te lo meto yo ese vaso por donde te quepa! ¡Yo no soy un falsario como tú!

Zósimo se encogía de hombros y se acariciaba la barbilla, siguiendo el crecimiento de su nueva barba, pero resultaba más feo ahora, que parecía un barbo, que antes, cuando brillaba mondo y lirondo como una pelota.

—Y además —rumiaba Baudolino—, aun sabiendo que es un vaso o un cáliz, ¿cómo lo podremos reconocer cuando lo encontremos?

—Ah, por eso estate tranquilo —intervenía Kyot, con los ojos perdidos en el mundo de sus leyendas—, verás la luz, notarás el perfume…

—Esperemos —decía Baudolino.

El rabí Solomón meneaba la cabeza:

—Debe de ser algo que vosotros los gentiles robasteis del Templo de Jerusalén cuando lo saqueasteis y nos desperdigasteis por el mundo.

Llegaron justo a tiempo para las bodas de Enrique, el segundo hijo de Federico, ya coronado rey de los romanos, con Constanza de Altavilla. El emperador cifraba todas sus esperanzas en ese hijo menor. No era que el primero no le interesara, es más, lo había nombrado incluso duque de Suabia, pero era evidente que lo amaba con tristeza, como sucede con los hijos malogrados. Baudolino lo encontró pálido, tosigoso, con un parpadeo continuo en el ojo izquierdo, como si ahuyentara un mosquito. Incluso durante los festejos reales, se alejaba a menudo y Baudolino lo había visto ir por los campos, golpeando nerviosamente los arbustos con una fusta, como para calmar algo que lo roía desde dentro.

—Está en este mundo con esfuerzo —le dijo una noche Federico.

Envejecía cada vez más, el Barbablanca, se movía como si tuviera tortícolis. No renunciaba a la caza, y en cuanto veía un río se tiraba al agua, nadando como antaño. Pero Baudolino tenía miedo de que un día u otro le diera un ataque, atenazado por el abrazo del agua fría, y le decía que tuviera cuidado.

Para consolarlo, le contó los logros de su expedición, que habían capturado a aquel monje infiel, que pronto tendría el mapa que los llevaría al reino del Preste, que el Greal no era un cuento de hadas y que pronto lo depositaría en sus manos. Federico asentía.

—El Greal, ah, el Greal —murmuraba con los ojos perdidos quién sabe dónde—, desde luego con él podría, podría…

Luego algún mensaje importante lo distraía, suspiraba una vez más y se disponía con cansancio a cumplir su deber.

De vez en cuando tomaba aparte a Baudolino, y le contaba cuánto echaba de menos a Beatriz. Para consolarlo, Baudolino le contaba cuánto echaba de menos a Colandrina.

—Sí, lo sé —decía Federico—, tú que has amado a Colandrina entiendes lo que puedo haber amado yo a Beatriz. Pero quizá no te des cuenta de lo amable que era Beatriz.

Y a Baudolino se le reabría la herida del antiguo remordimiento.

En verano, el emperador volvió a Alemania, pero Baudolino no pudo seguirlo. Fueron a decirle que había muerto su madre. Se fue a toda prisa a Alejandría y, mientras iba, pensaba en aquella mujer que lo había generado, y a la cual nunca había mostrado ternura de verdad, excepto aquella Nochebuena, tantos años antes, mientras la oveja paría (crispolines, se decía, han pasado ya más de quince inviernos, Dios mío, quizá dieciocho). Llegó cuando ya la habían enterrado, y encontró a Gagliaudo, que había abandonado la ciudad y se había retirado a su antigua casa de la Frascheta.

Estaba tumbado, con una escudilla de madera llena de vino a su lado, falto de fuerzas, moviendo la mano cansinamente para ahuyentar las moscas de la cara.

—Baudolino —le dijo enseguida—, diez veces al día si no más, me enfadaba con aquella pobre mujer, pidiéndole al cielo que la fulminara con una saeta. Y ahora que el cielo me la ha fulminado, ya no sé qué hacer. Aquí dentro no encuentro nada, las cosas las ordenaba ella. No encuentro ni el forcón para el estiércol, y en el establo los animales tienen más mantillo que heno. Por lo cual y por lo cuanto, he decidido morirme yo también, que quizá es mejor.

No habían valido las protestas del hijo.

—Baudolino, sabes que los de estas tierras tenemos la cabeza dura y cuando le metemos algo dentro no hay manera de cambiar de idea. No soy un ganilón como tú, que un día estás acá y otro allá, ¡buena vida, vosotros los señores! Gente toda que piensa solo en cómo matar a los demás, pero si un día les dicen que tienen que morir, se cagan encima. Yo, en cambio, he vivido bien sin hacerle daño a una mosca, junto a una mujer que era una santa, y ahora que he decidido morirme, me muero. Tú déjame irme como digo yo, que me quedo como unas pascuas, porque a más sigo así, y a más es peor.

De vez en cuando bebía un poco de vino, luego se adormecía, luego volvía a abrir los ojos y preguntaba:

—¿Estoy muerto?

—No, padre mío —le contestaba Baudolino—, por suerte todavía estás vivo.

—Vaya, pobre de mí —decía él—, todavía un día, pero mañana me muero, quédate tranquilo.

No quería probar comida a ninguna costa. Baudolino le acariciaba la frente y le espantaba las moscas y luego, no sabiendo cómo consolar a su padre que estaba muriéndose, y queriendo demostrarle que su hijo no era ese burique que siempre había creído, le hablaba de la santa empresa para la que se preparaba desde hacía quién sabe cuánto tiempo, y de cómo quería alcanzar el reino del Preste Juan.

—Si supieras —le decía—, iré a descubrir lugares maravillosos. Hay un lugar donde prospera un pájaro nunca visto, el Fénix, que vive y vuela durante quinientos años. Cuando han pasado quinientos años, los sacerdotes preparan un altar esparciendo especias y azufre, luego llega el pájaro, se incendia y se convierte en polvo. A la mañana siguiente, entre las cenizas se encuentra un gusano; el segundo día, un pájaro ya formado; el tercero, este pájaro alza el vuelo. No es más grande que un águila, en la cabeza tiene una cresta de plumas como el pavo real, el cuello de un color dorado, el pico azul índigo, las alas color púrpura y la cola a rayas amarillas, verdes y carmesíes. Y así el Fénix nunca muere.

—Mentiras cochinas —decía Gagliaudo—. A mí me bastaba con que me hacíais renacer a la Rosina, pobre animal que me la sofocasteis con todo aquel trigo rancio, y déjate del Félix ese.

—A mi regreso te traeré el maná, que se encuentra en las montañas del país de Job. Es blanco y dulcísimo, procede del rocío que del cielo cae sobre la hierba, donde cuaja. Limpia la sangre, ahuyenta la melancolía.

—Eso, que me limpie los perendengues. Cosas buenas para toda esa gentuza que está en la corte, que comen perdices con pastas.

—¿No querrás por lo menos un trozo de pan?

—No tengo tiempo; tengo que morirme mañana por la mañana.

A la mañana siguiente, Baudolino le contaba que al emperador le regalaría el Greal, la copa en la que había bebido Nuestro Señor.

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo es?

—Toda de oro, cuajada de lapislázuli.

—¿Lo ves que eres ñeco del haba? Nuestro Señor era el hijo de un carpintero y estaba con unos muertos de hambre peor que él; durante toda su vida llevó un único vestido, nos lo decía el cura en la iglesia, que no tenía costuras para que no se le estropeara antes de cumplir los treinta y tres, y tú me sales con que se iba de jarana con un cáliz de oro y pispazúlilis. Bien me la cuentas tú. Ya era mucho si tenía una escudilla como esta, que se la había tallado su padre de una raíz, como hice yo, cosas que duran toda una vida y no se rompen ni con un martillo; anda, que ahora que me lo pienso, dame un poco de esta sangre de Jesucristo, que es lo único que me ayuda a morirme bien.

Por todos los diablos, decía Baudolino. Tiene razón este pobre viejo. El Greal debía de ser una escudilla como esta, sencilla, pobre como el Señor. Por eso quizá esté ahí, al alcance de todos, y nunca nadie lo ha reconocido porque durante toda la vida han buscado una cosa que reluce.

Pero no es que en esos momentos Baudolino pensara mucho en el Greal. No quería ver morir a su padre, pero entendía que dejándolo morir se cumplía su voluntad. Al cabo de unos días, el viejo Gagliaudo se había encogido como una castaña pilonga, y respiraba con esfuerzo, rechazando ya hasta el vino.

—Padre mío —le decía Baudolino—, si de verdad quieres morir, reconcíliate con el Señor, y entrarás en el Paraíso, que es como el palacio del Preste Juan. El Señor Dios estará sentado en un gran trono en la cima de una torre, y el respaldo del trono tendrá dos remates de oro, y en cada uno de ellos habrá dos grandes carbúnculos que brillarán toda la noche. Los brazos del trono serán de esmeralda. Los siete escalones para subir al trono serán de ónice, de cristal, de diaspro, de amatista, sardónica, cornalina y crisólito. Todo a su alrededor habrá columnas de oro fino; por encima del trono volarán los ángeles cantando canciones dulcísimas…

—Y habrá unos diablos que me sacarán a patadas en los fondillos, porque en un sitio así, uno como yo que huele a boñiga, no lo quieren. Pero calla…

De golpe abrió mucho los ojos, intentando incorporarse, mientras Baudolino lo sostenía.

—Oh Señor, mira que ahora me muero de veras porque estoy viendo el Paraíso. Ah, qué bonito que es…

—¿Qué ves, padre mío? —sollozaba ahora Baudolino.

—Es igualito, igualito que nuestro establo, pero todo limpio, y está también la Rosina… Y está esa santa de tu madre, maldita desgraciada, ahora mismo me dices dónde has puesto el forcón del estiércol…

Gagliaudo emitió un eructo, dejó caer la escudilla, y se quedó con los ojos abiertos, fijos en su establo celeste.

Baudolino le pasó dulcemente la mano por la cara, porque a esas alturas lo que tenía que ver lo veía incluso con los ojos cerrados, y fue a decirles lo que había pasado a los de Alejandría. Los ciudadanos quisieron que al gran viejo se le honrara con un funeral solemne, porque era quien había salvado la ciudad, y decidieron que colocarían su estatua encima del portal de la catedral.

Baudolino fue una vez más a casa de sus padres, para buscar algún recuerdo, visto que había decidido no volver nunca jamás. Vio por los suelos la escudilla de su padre, y la recogió como una reliquia preciosa. La lavó bien, para que no oliera a vino, porque, se decía, si un día se hubiera dicho que aquel era el Greal, con todo el tiempo que había pasado desde la Última Cena, no habría debido oler ya a nada, como no fuera, quizá, a esos aromas que, sin duda, todos habrían advertido, pensando que aquella era la Verdadera Copa. Envolvió la escudilla en su capa y se la llevó.