14
Baudolino salva Alejandría
con la vaca de su padre

—Entonces, para volver a ver a tu padre tuviste que asediarlo —dijo Nicetas al atardecer, mientras hacía que su huésped probase unos dulces de harina fermentada, amasados de manera que parecieran flores, plantas u objetos.

—Al final no, porque el asedio se produjo seis años más tarde. Después de haber asistido al nacimiento de la ciudad, volví junto a Federico y le conté lo que había visto. No había acabado de hablar yo, y ya rugía enfurecido. Gritaba que una ciudad nace solo por beneplácito del emperador y, si nace sin ese beneplácito, debe ser arrasada antes de que haya acabado de nacer, si no, cualquiera puede hacer sus propios plácitos desentendiéndose de los imperiales, y que iba en ello el nomen imperii. Luego se calmó, pero yo lo conocía bien, no perdonaría. Por suerte, durante casi seis años estuvo ocupado en otros asuntos. Me había encomendado varios encargos, entre ellos el de tantear las intenciones de los alejandrinos. Así fui dos veces a Alejandría para ver si mis conciudadanos querían conceder algo. En efecto, ellos estaban dispuestos a conceder muchísimo, pero la verdad es que Federico quería una sola cosa, que la ciudad desapareciera en la nada de la que había surgido. Imagínate los alejandrinos, no oso repetirte lo que me decían que le repitiera… Yo me daba cuenta de que aquellos viajes eran solo un pretexto para estar en la corte lo menos posible, porque me resultaba fuente de continuo sufrimiento encontrarme con la emperatriz y mantenerme fiel a mi voto…

—Que mantuviste —preguntó Nicetas casi afirmando.

—Que mantuve, y para siempre. Señor Nicetas, seré un falsificador de pergaminos, pero sé qué es el honor. Ella me ayudó. La maternidad la había transformado. O, por lo menos, eso dejaba columbrar, y nunca más conseguí entender qué sentía ella por mí. Yo sufría, y aun así le estaba agradecido por la manera en la que me ayudaba a conducirme con dignidad.

Baudolino estaba superando ya los treinta, y se sentía tentado de considerar la carta del Preste Juan como una extravagancia juvenil, un buen ejercicio de retórica epistolar, un jocus, un ludibrium.

Se había reencontrado con el Poeta que, después de la muerte de Reinaldo, se había quedado sin protector, y bien se sabe lo que pasa en la corte en esos casos: ya no vales nada, y alguien empieza a decir incluso que tus poesías, en el fondo, no valían mucho. Roído por la humillación y el rencor, había pasado unos años harto desconsiderados en Pavía, volviendo a hacer lo único que sabía hacer bien, es decir, bebiendo y recitando las poesías de Baudolino (sobre todo un verso, profético, que decía quis Papie demorans castus habeatur?, ¿quién, viviendo en Pavía, puede ser casto?). Baudolino lo había llevado consigo a la corte, y en su compañía el Poeta aparecía como hombre de Federico. Además, mientras tanto se le había muerto el padre, había recibido su herencia, y tampoco los enemigos del difunto Reinaldo le veían ya como un parásito, sino como un miles entre muchos, y no más bebedor que los demás.

Juntos habían evocado los tiempos de la carta, congratulándose todavía el uno con el otro por tan bella empresa. Considerar un juego como un juego no quería decir renunciar a jugarlo. A Baudolino le quedaba la nostalgia de aquel reino que nunca había visto, y de vez en cuando, él solo, se recitaba la carta en voz alta, prosiguiendo en el perfeccionamiento del estilo.

—La prueba de que no conseguía olvidar la carta es que conseguí convencer a Federico de que hiciera venir a la corte a mis amigos de París, todos juntos, contándole que era conveniente que en la cancillería de un emperador hubiera personas que conocían bien otros países, sus lenguas y sus costumbres. La verdad, visto que Federico me iba usando cada vez más como emisario confidencial para distintas necesidades, quería constituirme mi pequeña corte personal, el Poeta, Abdul, Boron, Kyot y el rabí Solomón.

—¿No me irás a contar que el emperador aceptó a un judío en la corte?

—¿Por qué no? Ni tenía que aparecer en las grandes ceremonias, ni ir a misa con él y sus arzobispos. Si los príncipes de toda Europa, e incluso el papa, tienen médicos judíos, ¿por qué no podía tener al alcance de su mano a un judío que conocía la vida de los moros de Al-Andalus y muchas otras cosas de los países de Oriente? Y además los príncipes germánicos han sido siempre muy misericordiosos con los judíos, más que todos los demás reyes cristianos. Como me contaba Otón, cuando Edesa fue reconquistada por los infieles y muchos príncipes cristianos tomaron de nuevo la cruz siguiendo la predicación de Bernardo de Claraval (y fue esa vez que el mismo Federico tomó la cruz también él), un monje llamado Radolfo había incitado a los peregrinos a que masacraran a todos los judíos de las ciudades que atravesaban. Y fue de verdad una matanza. Pero entonces muchos judíos le pidieron protección al emperador, que les permitió ponerse a salvo y vivir en la ciudad de Nuremberg.

En definitiva, Baudolino se había reunido con todos sus concofrades. No es que tuvieran mucho que hacer en la corte. Solomón, en cada ciudad por la que pasaba Federico, se ponía en contacto con sus correligionarios, y los encontraba por doquier («Mala hierba», le pinchaba el Poeta); Abdul había descubierto que el provenzal de sus canciones se entendía mejor en Italia que en París; Boron y Kyot se extenuaban en batallas dialécticas, Boron intentaba convencer a Kyot de que la inexistencia del vacío era fundamental para establecer la unicidad del Greal, y a Kyot se le había quedado clavada la idea de que el Greal era una piedra caída del cielo, lapis ex coelis y, por lo que le atañía, podía haber llegado incluso de otro universo, atravesando espacios muy vacíos.

Aparte de estas debilidades, razonaban a menudo todos juntos sobre la carta del Preste, y con frecuencia los amigos preguntaban a Baudolino por qué no empujaba a Federico a ese viaje que ellos habían contribuido a preparar con tanto esmero. Un día en que Baudolino intentaba explicar que a Federico le quedaban todavía demasiados problemas por resolver, tanto en Lombardía como en Alemania, el Poeta dijo que a lo mejor valía la pena que en busca del reino fueran ellos, por su cuenta, sin tener que esperar las conveniencias del emperador:

—El emperador podría sacar de esta empresa un beneficio dudoso. Supón que llegue a la tierra de Juan y no se ponga de acuerdo con ese monarca. Regresaría derrotado, y solo le habríamos hecho daño. En cambio, nosotros nos vamos por nuestra cuenta y, vayan como vayan las cosas, de una tierra tan rica y prodigiosa volveremos con algo extraordinario.

—De verdad —había dicho Abdul—, no nos demoremos más, marchémonos, vayámonos lejos…

—Señor Nicetas, sentí una gran desazón al ver que todos estaban conquistados por la propuesta del Poeta, y entendí por qué. Tanto Boron como Kyot esperaban encontrar la tierra del Preste para apoderarse del Greal, que a ellos les habría dado quién sabe cuánta gloria y poder en esas tierras septentrionales donde todos lo iban buscando. El rabí Solomón habría encontrado las diez tribus perdidas, y habría sido máximo y honradísimo no solo entre los rabinos de los reinos hispánicos sino entre todos los hijos de Israel. De Abdul había poco que decir: a esas alturas, había identificado el reino de Juan con el de su princesa, salvo que, creciendo en edad y sabiduría, la lejanía lo satisfacía cada vez menos y la princesa, que el dios de los amantes lo perdonara, habría querido tocarla con su propia mano. En cuanto al Poeta, quién sabe qué había incubado en su corazón durante la estancia en Pavía. Ahora, con una pequeña fortuna propia, daba la impresión de querer el reino de Juan para sí y no para el emperador. Esto te explica por qué durante algunos años, decepcionado, no le hablé a Federico del reino del Preste. Si ese era el juego, mejor dejar el reino allí donde estaba, sustrayéndolo a los anhelos de los que no entendían su mística grandeza. La carta se había convertido, pues, en una especie de sueño personal mío, en el que no quería que entrara nadie más. Me servía para superar los padecimientos de mi amor infeliz. Un día, me decía, olvidaré todo esto porque me encaminaré hacia la tierra del Preste Juan… Pero volvamos a los asuntos de Lombardía.

En los tiempos del nacimiento de Alejandría, Federico había dicho que solo faltaba que Pavía se pasara a sus enemigos. Y dos años después Pavía se unió a la liga antiimperial. Había sido un golpe bajo para el emperador. No reaccionó enseguida, pero en el curso de los siguientes años la situación en Italia se puso tan turbia que Federico se resolvió a volver, y resultó claro a todo el mundo que su blanco era precisamente Alejandría.

—Perdona —preguntó Nicetas—, ¿volvía pues a Italia por tercera vez?

—No, la cuarta. O no, no, deja que me acuerde… Debía de ser la quinta, creo. A veces, a lo mejor se quedaba cuatro años, como cuando lo de Crema y la destrucción de Milán. ¿O quizá había regresado mientras tanto? No lo sé, estaba más tiempo en Italia que en su casa, pero ¿cuál era su casa? Acostumbrado como estaba a viajar, me había dado cuenta de que se sentía a gusto solo cerca de un río: era un buen nadador, no tenía miedo del hielo, de las aguas altas, de los remolinos. Se echaba al agua, nadaba, y parecía que se sentía en su propio elemento. De todas maneras, la vez a la que me refiero bajó a Italia encolerizado y preparado para una guerra dura. Estaban con él: el marquión del Montferrato, Alba, Acqui, Pavía y Como…

—Pero si me acabas de decir que Pavía se había pasado a la liga…

—¿De veras? Ah, sí, antes, pero mientras tanto había vuelto con el emperador.

—Dios mío de mi alma; nuestros emperadores se sacan los ojos el uno al otro pero por lo menos, mientras uno vea, sabemos con quién estar…

—No tenéis fantasía. En fin, en septiembre de aquel año Federico cayó a través del Mont Cenis sobre Susa. Se acordaba bien de la afrenta sufrida siete años antes, y la pasó a sangre y fuego. Asti se rindió enseguida dejándole el camino libre y he aquí que se acampa en la Frascheta, a lo largo del Bórmida, pero colocando otros hombres a su alrededor, también al otro lado del Tanaro. Era el momento de ajustar las cuentas con Alejandría. Yo recibía cartas del Poeta, que había seguido la expedición, y parece ser que Federico rezumaba fuego y llamas, se sentía la encarnación misma de la justicia divina.

—¿Por qué no estabas con él?

—Porque Federico era bueno de verdad. Había entendido hasta qué punto podía serme motivo de angustia asistir al castigo severo que iba a infligir a los de mis tierras, y me alentaba con algún pretexto para que me quedara lejos hasta que Roboreto fuera un montón de cenizas. Entiendes, no la llamaba ni Civitas Nova ni Alejandría, porque una nueva ciudad, sin su permiso, no podía existir. Hablaba todavía del viejo burgo de Roboreto, como si se hubiera alargado solo un poco más.

Esto a principios de noviembre. Pero en noviembre, en aquella llanura, fue un diluvio. Llovía, llovía, e incluso los campos cultivados se convertían en ciénagas. El marqués del Montferrato había asegurado a Federico que aquellas murallas eran de tierra y que detrás había unos perdularios que se lo hacían encima solo con oír el nombre del emperador. En cambio, aquellos perdularios se habían manifestado buenos defensores, las murallas se habían demostrado tan sólidas que los maganeles o arietes imperiales se desmochaban los cuernos en ellas. Los caballos y los soldados resbalaban en el légamo, y los asediados, a un cierto punto, habían desviado el curso del Bórmida, de suerte que lo mejor de la caballería alemánica se había empantanado hasta el cuello.

Por último, los alejandrinos habían sacado una máquina como las que ya se habían visto en Crema: un andamio de madera que estaba bien enganchado a la explanada, y de él sacaban una pasarela muy larga, un puente ligeramente inclinado que permitía dominar al enemigo más allá de las murallas. Y en esa pasarela se hacían rodar toneles llenos de madera seca, e impregnados de aceite, lardo, manteca y pez líquida, a los que daban fuego. Los toneles salían rapidísimos e iban a caer sobre las máquinas imperiales, o al suelo, donde rodaban de nuevo como balas de fuego, hasta que llegaban a incendiar otra máquina.

En ese punto, el mayor trabajo de los asediadores consistía en transportar barriles de agua para apagar los fuegos. No es que faltara el agua, entre la de los ríos, la de la ciénaga y la que bajaba del cielo; ahora bien, si todos los soldados transportan agua, al enemigo, ¿quién lo mata?

El emperador había decidido dedicar el invierno a recomponer su ejército, entre otras cosas porque es difícil asaltar las murallas resbalando en el hielo o hundiéndose en la nieve. Desafortunadamente, también febrero, aquel año, había sido durísimo, el ejército estaba desalentado, y el emperador aún más. Aquel Federico que había sometido Terdona, Crema e incluso Milán, ciudades antiguas y aguerridísimas, no conseguía acabar con un amasijo de chabolas que era una ciudad de milagro, y habitada por gentes que solo Dios sabía de dónde venían y por qué se habían encariñado tanto con esos bastiones, que además, antes de existir, no eran ni siquiera los suyos.

Habiéndose mantenido lejos para no ver exterminados a los de su tierra, ahora Baudolino se resolvió a allegarse a esos lugares por miedo de que los suyos le hicieran daño al emperador.

Y helo ahí, ante la llanura donde se erguía aquella ciudad que había visto en la cuna. Hirsuta de estandartes con una gran cruz roja en campo blanco, como si los habitantes quisieran darse valor ostentando, recién nacidos como eran, los cuartos de una antigua nobleza. Ante las murallas había un setal de maganeles, balistas, catapultas, y entre ellos estaban avanzando, tirados por caballos por delante y empujados por hombres por detrás, tres castillos, que hormigueaban de gente ruidosa que agitaba las armas contra las murallas como diciendo:

—¡Ahora llegamos nosotros!

Acompañando a los castillos, divisó al Poeta, que caracoleaba con el aire de quien controla que todo marche por el buen camino.

—¿Quiénes son esos vesánicos desquiciados que están en las torres? —preguntó Baudolino.

—Ballesteros genoveses —contestó el Poeta—, las tropas de asalto más temibles en un asedio como Dios manda.

—¿Los genoveses? —se sorprendió Baudolino—. ¡Pero si han contribuido a la fundación de la ciudad!

El Poeta se echó a reír y dijo que, en solo cuatro o cinco meses desde que había llegado por esos predios, ciudades que habían cambiado bandera, había visto más de una. Terdona en octubre todavía estaba alineada con los comunes, luego había empezado a ver que Alejandría resistía demasiado bien al emperador, y los dertoneses habían concebido la sospecha de que pudiera volverse demasiado fuerte, y buena parte de ellos estaba ahora haciendo presión para que su ciudad pasara al bando de Federico. Cremona en los tiempos de la rendición de Milán estaba con el imperio, en los últimos años se había pasado a la liga, pero ahora, por alguna misteriosa razón, estaba tratando con los imperiales.

—¿Pero cómo procede este asedio?

—Procede mal. O los de detrás de las murallas se defienden bien, o nosotros no sabemos atacar. Yo creo que esta vez Federico se ha traído mercenarios cansados. Gente de poco fiar, que sale por pies ante las primeras dificultades; este invierno se han escapado muchos y solo porque hacía frío, que además eran flamencos, no venían, no, del hic sunt leones. Y, para remate en el campo se muere como moscas, por mil enfermedades, y tampoco allá, dentro de las murallas, creo que estén mejor, porque deberían haber terminado los víveres.

Baudolino se había presentado por fin al emperador.

—He venido, padre mío —le había dicho—, porque conozco los lugares y podría resultarte útil.

—Sí —había contestado el Barbarroja—, pero también conoces a la gente y no querrás hacerles daño.

—Y tú me conoces a mí, si no te fías de mi corazón sabes que puedes fiarte de mis palabras. No le haré daño a mi gente, pero tampoco te mentiré.

—Al contrario, me mentirás, pero tampoco a mí me harás daño. Mentirás, y yo fingiré creerte porque tú mientes siempre con buenas intenciones.

Era un hombre rudo, explicaba Baudolino a Nicetas, pero capaz de grandes argucias.

—¿Puedes entender mi sentimiento de entonces? No quería que destruyera aquella ciudad, pero lo amaba, y quería su gloria.

—Bastaba con que tú te convencieras —dijo Nicetas— de que su gloria habría refulgido aún más si perdonaba a la ciudad.

—Dios te bendiga, señor Nicetas, es como si tú leyeras en mi ánimo de entonces. Y con esa idea en la cabeza iba y venía yo entre los campamentos y las murallas. Había dejado bien claro con Federico que era obvio que yo establecería algún contacto con los nativos, como si fuera una especie de embajador, pero evidentemente no todo el mundo tenía muy claro que podía moverme sin levantar sospechas. En la corte había gente que envidiaba mi familiaridad con el emperador, como el obispo de Spira y un cierto conde Ditpoldo, que todos llamaban la Obispa, quizá solo porque era rubio de cabellos y tenía la tez rosada como una doncella. Quizá no se concedía al obispo; es más, hablaba siempre de una Tecla suya que había dejado allá en el norte. Quién sabe… Era guapo, pero afortunadamente también estúpido. Y precisamente ellos, también allá en los reales, hacían que me siguieran sus espías, e iban a decirle al emperador que la noche antes se me había visto cabalgar hacia las murallas y hablar con los de la ciudad. Por suerte el emperador los mandaba a paseo, porque sabía que hacia las murallas yo iba de día y no de noche.

En fin, Baudolino a las murallas iba, y también las cruzaba. La primera vez no fue fácil, porque trotó hasta las puertas, empezó a oír silbar una piedra —señal de que en la ciudad empezaban a ahorrar flechas, y usaban hondas, que desde los tiempos de David se habían demostrado eficaces y poco dispendiosas—, tuvo que gritar en perfecto rústico de la Frascheta, haciendo amplios gestos con las manos desarmadas, y suerte que le reconoció el Trotti.

—Oh, Baudolino —le gritó el Trotti desde arriba—, ¿vienes a unirte a nosotros?

—No te me hagas el arbabio, Trotti, sabes que estoy con la otra parte. Pero desde luego, no estoy aquí con malas intenciones. Déjame entrar, que quiero saludar a mi padre. Te juro sobre la Virgen que no digo ni una palabra de lo que veo.

—Me fío. Abrid la puerta, eh, ¿habéis entendido o estáis ñecos en la cabeza? Este es un amigo. O casi. Quiero decir, que es uno de los suyos que es de los nuestros, es decir, uno de los nuestros que está con ellos, venga, ¡abrid esa puerta u os parto los dientes a patadas!

—Vale, vale —decían aquellos combatientes aturullados—, aquí no se entiende ya quién está aquí y quién está allá, ayer salió aquel vestido que parecía un paviano…

—Calla la boca, animal —gritaba el Trotti.

—Ja, ja —se regodeaba Baudolino entrando—, habéis mandado espías a nuestro campo… Tranquilo, tú, que he dicho que no veo y no oigo…

Y he ahí a Baudolino abrazando a Gagliaudo —todavía vigoroso y seco, casi revigorizado por el ayuno— ante el pozo de la plazoleta intramuros; he ahí a Baudolino encontrándose con el Ghini y el Scaccabarozzi ante la iglesia; he ahí a Baudolino preguntando en la taberna dónde está el Squarciafichi, y los demás llorando que le dicen que se ha llevado un buen rallonazo genovés en la garganta precisamente en el último asalto, y llora también Baudolino, que nunca la guerra le había gustado y ahora menos aún, y teme por el anciano padre; he ahí a Baudolino en la plaza principal, bella, amplia y clara del solecillo de marzo viendo incluso a los niños llevar canastos de piedras para reforzar las defensas y tinajas de agua para las escoltas, y se complace por el espíritu indómito que se ha apoderado de todos los ciudadanos; he ahí a Baudolino preguntándose quién es toda esa gente que está llenando Alejandría como si fuera una fiesta de bodas, y los amigos le dicen que esa es la desgracia, que por miedo del ejército imperial han confluido allí los fugitivos de todas las aldeas de los alrededores, y la ciudad cuenta sí con muchos brazos, pero también con demasiadas bocas que alimentar; he ahí a Baudolino admirando la nueva catedral, que no será grande pero está bien hecha y dice: cribio, si hay hasta un tímpano con un enano sobre el trono, y todos a su alrededor hacen: je, je, como para decir, mira de lo que somos capaces, pero, balengo, eso no es un enano, es Nuestro Señor Jesucristo, a lo mejor no está bien hecho, pero si Federico llegaba un mes más tarde, encontrabas todo el Juicio Universal con los vejestorios del Apocalipsis; he ahí a Baudolino pidiendo por lo menos un vaso del bueno y todos mirándole como si viniera del campo de los imperiales, porque está claro que vino, bueno o malo, no se encuentra ya ni siquiera una gota, es lo primero que se da a los heridos para levantarles la moral y a los parientes de los muertos para que no piensen demasiado en la desgracia; y he ahí a Baudolino viendo a su alrededor caras demacradas y preguntando cuánto podrán resistir, y ellos hacen señas levantando los ojos al cielo como para decir que esas son cosas que están en manos del Señor; y por fin, he ahí a Baudolino encontrándose con Anselmo Medico, que manda ciento cincuenta placentinos que han acudido a ayudar a la Civitas Nova, y Baudolino se complace por esa bonita prueba de solidaridad, y sus amigos los Guasco, los Trotti, los Boidi y el Oberto del Foro dicen que este Anselmo es uno que la guerra la sabe hacer, pero los placentinos son los únicos, la liga nos ha incitado a surgir pero ahora a nosotros ahí nos las den, buenos son los comunes italianos, si salimos vivos de este asedio, de ahora en adelante no le debemos nada a nadie, que se las vean ellos con el emperador y amén.

—Pero los genoveses, ¿cómo es que están contra vosotros si os han ayudado a surgir, y con oro sonante?

—Mira, los genoveses sus negocios los saben hacer, estate tranquilo, ahora están con el emperador porque les conviene; la verdad es que saben que la ciudad una vez que existe no desaparece ni siquiera si la tiran abajo entera; acuérdate de Lodi o Milán. Luego esperan el después, y después lo que queda de la ciudad a ellos les sigue sirviendo para controlar las vías de tránsito, y a lo mejor hasta pagan para reconstruir lo que han ayudado a derribar. Mientras tanto, es todo dinero que circula, y ellos están siempre de por medio.

—Baudolino —le decía el Ghini—, tú acabas de llegar y no te has visto los asaltos de octubre y los de las últimas semanas. Cómo pegan, no solo los ballesteros genoveses sino también esos bohemos con los bigotes casi blancos, que si consiguen poner la escalera, luego tirarlos cuesta horrores… Es verdad que me parece que han muerto más de los suyos que de los nuestros porque, aunque tengan las tortugas y los maganeles, se han llevado un montón de terronazos en la cabeza. Pero en fin, resulta muy duro, hay que apretarse el cinturón.

—Hemos recibido un mensaje —dijo el Trotti—, parece ser que las tropas de la liga se están moviendo y quieren tomar al emperador por la espalda. ¿Sabes algo?

—Lo hemos oído decir también nosotros, y es por eso que Federico quiere haceros ceder antes a vosotros. Vosotros… vosotros, eso de dejarlo ahí —y hacía un gesto muy, muy típico—, ni pensarlo, ¿no?

—Pues figúrate. Nosotros tenemos la cabeza más dura que la pija.

Y así durante algunas semanas, después de cada escaramuza, Baudolino volvía a casa, más que nada para llevar la cuenta de los muertos (¿también el Panizza? También el Panizza, era un buen chico) y luego volvía a decirle a Federico que aquellos, de rendirse, nada. Federico ya no imprecaba, y se limitaba a decir:

—¿Y qué puedo hacerle yo?

Estaba claro que ya se había arrepentido de haberse metido en aquel embrollo: el ejército se le disgregaba, los campesinos escondían el trigo y los animales en la espesura o, peor aún, en los pantanos; no era posible avanzar ni hacia el norte ni hacia el este, para no toparse con alguna vanguardia de la liga. En fin, no es que aquellos palurdos fueran mejores que los cremenses, pero, cuando se tiene mala suerte, se tiene mala suerte. Y aun así no podía irse, porque su reputación habría quedado empañada para siempre.

En cuanto a lo de no perder la reputación, Baudolino había entendido, por una alusión que el emperador había hecho un día a su profecía de adolescente, cuando había convencido a los dertoneses a la rendición, que si solo hubiera podido aprovechar un signo del cielo, uno cualquiera, para decir urbi et orbi que era el cielo el que sugería que había que volver a casa, no habría desperdiciado la ocasión…

Un día, mientras Baudolino hablaba con los asediados, Gagliaudo le dijo:

—Tú que eres tan inteligente y has estudiado en los libros donde todo está escrito, ¿a ti no se te ocurre una idea para que todos se vayan a casa? Que hemos tenido que matar a nuestras vacas menos una; y a tu madre le entra el sofocón de estar encerrada aquí en la ciudad.

Y a Baudolino se le ocurrió una gran idea, e inmediatamente preguntó si al final se habían inventado aquella falsa galería de la que hablaba el Trotti algunos años antes, la que el enemigo tenía que creer que lo llevaba directamente a la ciudad y, en cambio, llevaba al invasor a una trampa.

—Y cómo no —dijo el Trotti—, ven a ver. Mira, la galería se abre allá, en aquella breña a doscientos pasos de las murallas, justo debajo de esa especie de mojón que parece estar ahí desde hace mil años; pero lo hemos trasladado desde Villa del Foro. Y el que entra, llega aquí, detrás de aquella reja, desde donde ve esta taberna y nada más.

—¿Y uno sale y uno queda despachado para el otro mundo?

—El asunto es que, en una galería tan estrecha para hacer pasar a todos los asediadores harían falta días, por lo que se suele hacer entrar solo una escuadra de hombres, que deben alcanzar las puertas y abrirlas. Ahora, aparte de que no sabemos cómo informar a los enemigos de que existe la galería, cuando te has cargado a veinte o treinta pobres cristos, ¿valía la pena hacer todo ese esfuerzo? Es solo maldad y basta.

—Si es para darles un golpe en la cabeza. Pero ahora escucha la escena que me parece estar viendo con estos ojos míos: en cuanto esos entran, se oyen sonar trompetas y, entre las luces de diez antorchas, asoma un hombre de aquella esquina con una gran barba blanca y una blanca capa, montado en un caballo blanco con una gran cruz blanca en el puño y grita: ciudadanos ciudadanos, alerta que aquí está el enemigo, y en ese punto, antes de que los invasores se hayan decidido todavía a dar un paso, salen los nuestros de las ventanas y tejados como tú decías. Y, después de haberlos capturado, todos los nuestros caen de hinojos y gritan que aquel hombre era san Pedro que protegía la ciudad, y vuelven a meter a los imperiales en la galería diciendo dad gracias a Dios que os hacemos la merced de vuestra vida, id y contad en el campo de vuestro Barbarroja que la Ciudad Nueva del papa Alejandro está protegida por san Pedro en persona…

—¿Y el Barbarroja se cree una gabada por el estilo?

—No, porque no es estúpido, pero como no es estúpido, hará como que cree, porque tiene más ganas de acabar este asunto que vosotros.

—Démoslo por sentado. ¿Quién hace que se descubra la galería?

—Yo.

—¿Y tú dónde encuentras al piscuama que va y pica?

—Ya lo he encontrado, es tan piscuama que pica, y tan cara de culo que se lo merece, tanto más cuando estamos de acuerdo en no matar a nadie.

Baudolino pensaba en ese fatuo del conde Ditpoldo, y para inducir a Ditpoldo a hacer algo bastaba con dejarle comprender que perjudicaba a Baudolino. No quedaba sino hacer saber a Ditpoldo que existía una galería, y que Baudolino no quería que se descubriera. ¿Cómo? Facilísimo, puesto que Ditpoldo tenía espías que seguían a Baudolino.

Entrada la noche, al volver hacia el campo, Baudolino tomó primero por un pequeño calvero, luego se adentró en la espesura, pero en cuanto estuvo entre los árboles se paró, dándose la vuelta, justo a tiempo para ver, al claro de luna, una sombra leve que se deslizaba casi a gatas en campo abierto. Era el hombre que Ditpoldo le había puesto en los talones. Baudolino esperó entre los árboles hasta que el espión llegó a caérsele casi encima, le apuntó la espada en el pecho y, mientras el desgraciado ya farfullaba por el miedo, le dijo en flamenco:

—Te reconozco, eres uno de los brabanzones. ¿Qué hacías fuera de los reales? ¡Habla, soy un ministerial del emperador!

Aquel aludió a una historia de mujeres, y resultó incluso convincente.

—Bueno, vale —le dijo Baudolino—, en cualquier caso es una suerte que estés aquí. Sígueme, necesito a alguien que me guarde las espaldas mientras hago una cosa.

Para aquel, era un maná, no solo no le habían descubierto, sino que podía seguir espiando del brazo del espiado. Baudolino llegó a la breña de la que le había hablado el Trotti. No tuvo que fingir, porque debía rebuscar verdaderamente para descubrir el mojón, mientras gruñía como entre dientes de un chivatazo recién llegado de uno de sus informadores. Encontró el mojón, que tenía el aspecto de algo que había crecido de verdad allí, entre los arbustos; se afanó un poco a su alrededor, quitando la hojarasca del suelo, hasta que quedó al descubierto una reja. Le pidió al brabanzón que lo ayudara a levantarla: había tres escalones.

—Ahora escucha —le dijo al brabanzón—, tú bajas y sigues adelante, hasta que se acabe la galería que debe estar ahí abajo. Al final del túnel, quizá veas unas luces. Mira lo que ves y no te olvides de nada. Luego vuelve, y refiere. Yo me quedo aquí y te cubro.

A aquel le pareció natural, aunque doloroso, que un señor le pidiera primero que le guardara las espaldas y luego se las guardara él, mientras le mandaba meterse en la boca del lobo. Pero Baudolino blandía la espada, claramente para guardarle las espaldas, ahora que con los señores nunca se sabe. El espía se santiguó, y se fue. Cuando volvió, al cabo de unos veinte minutos, contó jadeando lo que Baudolino sabía ya, que al final del túnel había una reja, no muy difícil de sacar de sus goznes, más allá de la cual se veía una plazoleta solitaria y que, por lo tanto, aquella galería conducía al corazón mismo de la ciudad.

Baudolino preguntó:

—¿Has tenido que doblar recodos, o has ido siempre recto?

—Recto.

Y Baudolino, como hablando entre dientes:

—Así pues, la salida está a pocas decenas de metros de las puertas. Ese vendido tenía razón, pues…

Luego al brabanzón:

—Tú te das cuenta de lo que hemos descubierto. La primera vez que haya un asalto a las murallas, un escuadrón de hombres valerosos puede entrar en la ciudad, abrirse paso hasta las puertas y quitarles la tranca; basta con que fuera haya otro grupo preparado para entrar. Mi fortuna está hecha. Pero tú no debes decirle a nadie lo que has visto esta noche, porque no quiero que nadie más se aproveche de mi descubrimiento.

Le pasó con aire munífico una moneda, y el precio del silencio era tan ridículo que, si no por fidelidad a Ditpoldo, al menos por venganza, el espión habría ido enseguida a contárselo todo.

No hace falta mucho para imaginarse lo que había de suceder. Pensando que Baudolino quería tener escondida la noticia para no perjudicar a sus amigos asediados, Ditpoldo había corrido a decirle al emperador que su amado hijastro había descubierto una entrada a la ciudad pero se guardaba muy mucho de decirlo. El emperador había levantado los ojos al cielo como para decir: bendito muchacho también él, luego le había dicho a Ditpoldo, vale, te ofrezco la gloria, hacia el anochecer te despliego un buen contingente de asalto justo delante de la puerta, hago que coloquen algunos onagros y alguna tortuga cerca de esa breña, de suerte que cuando te introduzcas en la galería con los tuyos esté casi oscuro y no des en el ojo; tú me entras en la ciudad, me abres las puertas desde dentro, y de un día para otro te has convertido en un héroe.

El obispo de Spira pretendió inmediatamente el mando de la tropa ante la puerta, porque Ditpoldo, decía, era como si fuera su hijo, e imaginémonos.

Así, cuando la tarde del Viernes Santo el Trotti vio que los imperiales se preparaban ante la puerta, y cuando ya oscurecía, entendió que se trataba de una demostración para distraer a los asediados y que detrás estaban los oficios de Baudolino. Entonces, discutiendo de ello solo con el Guasco, el Boidi y Oberto del Foro, se preocupó por sacarse de la manga a un san Pedro creíble. Se ofreció uno de los cónsules de los orígenes, Rodolfo Nebia, que tenía el físico adecuado. Perdieron solo media hora discutiendo si la aparición debía empuñar la cruz o las famosísimas llaves, decidiéndose por fin por la cruz, que se veía mejor también entre dos luces.

Baudolino estaba a poca distancia de las puertas, seguro de que no habría habido batalla, porque antes alguien habría salido de la galería para llevar la nueva de la ayuda celestial. Y, en efecto, en el tiempo de tres pater, ave y gloria, dentro de las murallas se oyó un gran trajín, una voz que a todos pareció sobrehumana gritaba: «Alerta, alerta, mis fieles alejandrinos», y un conjunto de voces terrestres vociferaba: «¡Es san Pedro, san Pedro, milagro milagro!».

Pero precisamente entonces algo se torció. Como le explicarían más tarde a Baudolino, Ditpoldo y los suyos habían sido capturados rápidamente y todos se les echaban encima para convencerles de que se les había aparecido san Pedro. Probablemente habrían picado todos, pero no Ditpoldo, que sabía perfectamente de quién le llegaba la revelación de la galería —y estúpido, pero no hasta ese punto—, se le había como ocurrido que había sido burlado por Baudolino. Entonces se liberó de la presa de sus capturadores, tomó una calleja, gritando tan alto que nadie entendía qué lengua hablaba, y a la luz del crepúsculo todos creían que era uno de ellos. Pero, cuando estuvo sobre las murallas, resultó evidente que se dirigía a los asediadores, y para advertirles de la trampa. No se entiende bien para protegerles de qué, visto que los de fuera, si la puerta no se abría, no habrían entrado y, por lo tanto, poco arriesgaban. Pero poco importa, precisamente porque era estúpido, el tal Ditpoldo tenía hígados, y estaba en la cima de las murallas agitando la espada y desafiando a todos los alejandrinos. Los cuales —como quieren las reglas de un asedio— no podían admitir que un enemigo alcanzara las murallas, aun pasando desde dentro; y, además, solo pocos estaban al corriente de la encerrona, y los demás se veían de repente a un teutón en su casa como si nada. De modo que alguien pensó en ensartarle a Ditpoldo una pica por la espalda, arrojándolo fuera del bastión.

A la vista de su amadísimo amigo y compañero precipitando sin vida a los pies del torreón, el obispo de Spira se dejó cegar por la rabia y ordenó el asalto. En una situación normal, los alejandrinos se habrían portado como de costumbre, limitándose a lanzar objetos contundentes a los asaltantes desde lo alto de las fortificaciones, pero, mientras los enemigos se acercaban a las puertas, había ido difundiéndose la voz de que había aparecido san Pedro salvando a la ciudad de una asechanza, y que se preparaba para guiar una salida victoriosa. Por lo tanto, el Trotti pensó sacar partido de aquel equívoco, y mandó a su falso san Pedro que saliera el primero, arrastrando a todos los demás.

En fin, la patraña de Baudolino, que habría debido obnubilar las mentes de los asediadores, obnubiló las de los asediados: los alejandrinos, capturados por místico furor y belicosísimo alborozo, se estaban arrojando como fieras contra los imperiales. Y de manera tan desordenadamente contraria a las reglas del arte bélico, que el obispo de Spira y sus caballeros, desconcertados, retrocedieron, y retrocedieron también los que empujaban las torres de los ballesteros genoveses, dejándolas al borde de la breña fatal. Para los alejandrinos era como estar diciendo cómeme: inmediatamente Anselmo Medico con sus placentinos había tomado la galería, que ahora resultaba verdaderamente útil, y se había asomado a las espaldas de los genoveses con un grupo de valerosos que llevaban astas en las que habían ensartado bolas de pez ardiente. Y he aquí que las torres genovesas prendían fuego cual cepos de chimenea. Los ballesteros intentaban tirarse al suelo, pero, en cuanto tocaban tierra, ahí estaban los alejandrinos para darles sus buenos porrazos en la cabeza; una torre primero se inclinó, luego se volcó, yendo a esparcir llamas entre la caballería del obispo. Los caballos parecían enloquecidos, desbaratando aún más las filas de los imperiales, y los que no iban a caballo contribuían al desorden, porque atravesaban las filas de los caballeros gritando que llegaba san Pedro en persona, y quizá incluso san Pablo, y alguien había visto a san Sebastián y a san Tarsicio; en fin, todo el olimpo cristiano se había alineado con aquella odiosísima ciudad.

Por la noche, alguien llevaba al campo, ya en gran luto, el cadáver del prelado de Spira, herido de espaldas mientras huía. Federico había mandado llamar a Baudolino y le preguntó qué tenía que ver él con toda esa historia y qué sabía, y Baudolino hubiera querido hundirse bajo tierra, porque aquella noche habían muerto muchos buenos milites, incluido Anselmo Medico de Plasencia, y valerosos sargentos, y pobres soldados de a pie, y todo por aquel buen plan suyo, que habría debido resolverlo todo sin que a nadie se le tocara un pelo. Se arrojó a los pies de Federico diciéndole toda la verdad, que había pensado ofrecerle un pretexto creíble para levantar el asedio, y luego, en cambio, las cosas habían ido como habían ido.

—¡Soy un miserable, padre mío —decía—, me da asco la sangre y quería tener las manos limpias, y ahorrar muchos muertos más, y mira qué carnicería he preparado, estos muertos están todos sobre mi conciencia!

—Maldición a ti, o a quien ha malogrado tu plan —respondió Federico, que parecía más dolido que enfadado—, porque (no se lo digas a nadie) ese pretexto me habría resultado cómodo. He recibido noticias frescas, la liga se está moviendo, quizá ya mañana deberemos batirnos en dos frentes. Tu san Pedro habría convencido a los soldados, pero ahora ha muerto demasiada gente y son mis barones los que piden venganza. Van diciendo que es el momento apropiado para darles una lección a los de la ciudad, que bastaba con verlos cuando salieron, estaban más delgados que nosotros, y que han hecho justo el último esfuerzo.

Era ya Sábado Santo. El aire era templado, los campos se engalanaban con flores y los árboles hacían resonar gozosos sus frondas. Todos en los alrededores estaban tristes como funerales, los imperiales porque todos decían que era hora de atacar y nadie tenía ganas; los alejandrinos porque, sobre todo después del esfuerzo de la última salida, tenían el ánimo en los siete cielos y la tripa bailándoles en medio de las piernas. Así fue cómo Baudolino se puso de nuevo al trabajo.

Cabalgó otra vez hacia las murallas, y encontró al Trotti, al Guasco y a los demás jefes harto ceñudos. Sabían también ellos de la llegada de la liga, pero sabían de fuente segura que los distintos comunes estaban muy divididos sobre lo que había menester, y de lo más inciertos sobre si atacar de verdad a Federico.

—Porque una cosa, presta mucha atención, señor Nicetas, que este es un punto muy sutil que quizá los bizantinos no son tan sutiles como para entenderlo, una cosa era defenderse cuando el emperador te asediaba, y otra darle batalla por tu iniciativa. Es decir, si tu padre te pega con el cinturón, también tienes el derecho de intentar agarrarlo para quitárselo de las manos —y es defensa—, pero si eres tú el que levanta la mano sobre tu padre, entonces es parricidio. Y, una vez que le has faltado al respeto definitivamente al sacro y romano emperador, ¿qué te queda para mantener unidos a los comunes de Italia? Entiendes, señor Nicetas, allá estaban ellos: acababan de hacer trizas las tropas de Federico, pero seguían reconociéndolo como su único señor, o sea, no lo querían por en medio, pero pobres de ellos si hubiera dejado de estarlo: se habrían matado unos a otros sin ni siquiera saber si hacían bien o mal, porque el criterio del bien y del mal era, a fin de cuentas, el emperador.

—Así pues —decía el Guasco—, lo mejor sería que Federico abandonara enseguida el asedio de Alejandría, y te aseguro que los comunes lo dejarían pasar y llegar a Pavía.

Pero, ¿cómo permitirle salvar las apariencias? Lo habían intentado con la señal del cielo, los alejandrinos se habían tomado una buena satisfacción, pero estaban de nuevo en el punto de antes. Quizá la idea de san Pedro había sido demasiado ambiciosa, observó entonces Baudolino, y además una visión o aparición o como se quiera llamarla es algo que está y no está, y el día siguiente es fácil negarla. Y, en fin, ¿por qué incomodar a los santos? Esos jodidos mercenarios eran gente que no creía ni siquiera en el Padre Eterno, lo único en lo que creían era en la tripa llena y en la polla dura…

—Imagínate —dijo entonces Gagliaudo, con esa sabiduría que Dios (como todos saben) infunde solo al pueblo—, imagínate tú que los imperiales capturan una de nuestras vacas, y la encuentran tan llena de trigo que la tripa casi le revienta. Entonces el Barbarroja y los suyos piensan que todavía tenemos tanto para comer como para resistir en esculasculorum, y entonces son los mismos señores y los soldados los que dicen vámonos porque, si no, las próximas Pascuas todavía estamos aquí…

—En la vida he oído una idea tan estúpida —dijo el Guasco, y el Trotti le dio la razón, tocándose la frente con un dedo, como para decir que el viejo estaba ya un poco ido de la cabeza.

—Y si todavía hubiera una vaca viva nos la habríamos comido hasta cruda —añadió el Boidi.

—No es porque este de acá sea mi padre, pero la idea no me parece ni por asomo como para arrinconarla —dijo Baudolino—. Quizá lo hayáis olvidado, pero hay una vaca, la hay todavía, y es precisamente la Rosina de Gagliaudo. El problema es solo si, escarbando en todos los rincones de la ciudad, conseguís encontrar tanto trigo como para hacer que el animal explote.

—El problema es si yo te doy la vaca, cacho animal —saltó entonces Gagliaudo—, porque está claro que para entender que está llena de trigo los imperiales deben no solo encontrarla, sino destriparla, y a mi Rosina nunca la hemos matado precisamente porque para mí y para tu madre es como la hija que el Señor no nos ha dado, así que no la toca nadie, mejor te mando a ti al matadero, que faltas de casa desde hace treinta años mientras que Rosina ha estado siempre aquí sin pájaros en la cabeza.

Guasco y los demás, que un minuto antes pensaban que aquella idea era digna de un loco, en cuanto Gagliaudo se opuso, se convencieron inmediatamente de que era lo mejor que se podía pensar, y se desvivían para convencer al viejo de que, ante el destino de la ciudad, se sacrifica incluso a la propia vaca, y que era inútil que dijera que mejor Baudolino, porque si desventraban a Baudolino, no se convencía nadie, mientras que si desventraban a la vaca, a lo mejor el Barbarroja dejaba plantado el cerco de una vez por todas. Y en cuanto al trigo, no lo había precisamente como para derrocharlo pero, escarba aquí, escarba allá, era posible remediar lo necesario como para embuchar a la Rosina, y tampoco había que perderse en sutilezas, porque una vez en el estómago, era difícil para nadie decir si era trigo o salvado, y tampoco preocuparse de quitarle las baboyas panateras o escarabajos, o como los quisieran llamar, que en tiempos de guerra también así se hace el pan.

—Vamos, Baudolino —dijo Nicetas—, no me contarás que os estabais tomando en serio, todos vosotros, una bufonada de ese tipo.

—No solo nos la tomábamos en serio sino que, como verás en la continuación de la historia, se la tomó en serio también el emperador.

La historia, en efecto, fue la siguiente. Que hacia la hora tercera de aquel Sábado Santo todos los cónsules y las personas más señaladas de Alejandría estaban bajo un soportal donde yacía una vaca que más delgada y moribunda no podía imaginarse, la piel despeluchada, las patas secas como estacas, las ubres que parecían orejas, las orejas ubres, la mirada pasmada, flácidos incluso los mismos cuernos, el resto más esqueleto que tronco, más que un bovino un fantasma de bovino, una vaca de Totentanz, velada amorosamente por la madre de Baudolino, que le acariciaba la cabeza diciéndole que, en el fondo, era mejor así, que dejaría de sufrir, y encima después de una buena comilona, mucho mejor que sus amos.

A su lado seguían llegando sacos de trigos y simientes, recogidos tal cual, que Gagliaudo ponía debajo del morro de la pobre bestia, incitándola a comer. Pero la vaca miraba ya el mundo con gemebundo departimiento, y no recordaba ni siquiera qué quería decir rumiar. De suerte que, al final, algunos voluntariosos le sujetaron las patas, otros la cabeza y otros más le abrían la boca a la fuerza y, mientras ella mugía débilmente su rechazo, le embutían el trigo en la garganta, como se hace con los gansos. Luego, quizá por instinto de conservación, o como animada por el recuerdo de tiempos mejores, el animal empezó a remover con la lengua todo aquel regalo de Dios y, un poco por su voluntad y un poco con la ayuda de los presentes, empezó a tragar.

No fue una comida gozosa, y no una sola vez a todos les pareció que Rosina iba a entregar su alma bestial a Dios, porque comía como si pariera, entre un lamento y otro. Pero luego la fuerza vital ganó la mano, la vaca se irguió sobre las cuatro patas y siguió comiendo sola, hincando directamente el hocico en los sacos que le colocaban debajo. Al final, la que todos estaban viendo era una vaca de lo más rara, macilentísima y melancólica, con los huesos dorsales que sobresalían y se marcaban como si quisieran salirse del pellejo que los tenía prisioneros, y la tripa, al contrario, opulenta, redonda, hidrópica, y tensa como si estuviera preñada de diez ternerillas.

—No puede funcionar, no puede funcionar —meneaba la cabeza el Boidi, ante aquel tristísimo portento—, hasta un estúpido se da cuenta de que este animal no está gordo, es solo una piel de vaca en cuyo interior han metido cosas…

—Y aun si la creyeran gorda —decía el Guasco—, ¿cómo podrán aceptar la idea de que su dueño la sigue sacando al pasto, con el riesgo de perder su vida y sus bienes?

—Amigos —decía Baudolino—, no olvidéis que los que la encuentren, sean quienes sean, tienen tal hambre que no se pondrán a mirar si está gorda aquí y flaca allá.

Tenía razón Baudolino. Hacia la hora novena, Gagliaudo acababa de salir de la puerta, estaba en un prado a media legua de las murallas, e inmediatamente salió de la espesura una banda de bohemos que sin duda iban a pajarear, de haber habido todavía un pájaro vivo en los alrededores. Vieron la vaca, sin creer en sus propios ojos famélicos se lanzaron hacia Gagliaudo, quien levantó enseguida las manos, lo arrastraron con el animal hacia los reales. Pronto se había reunido a su alrededor una muchedumbre de guerreros con las mejillas enjugadas y los ojos fuera de la cabeza, y la pobre Rosina fue degollada inmediatamente por un comasco que debía de conocer el oficio, porque lo había hecho todo de un solo golpe, y la Rosina, en un amén, antes estaba viva y después estaba muerta. Gagliaudo lloraba de verdad, por lo cual la escena le resultaba verosímil a todo el mundo.

Cuando al animal se le abrió el vientre sucedió lo que debía suceder: toda aquella comida había sido tragada tan deprisa que ahora se desparramaba por el suelo como si todavía estuviera íntegra, y a todos les pareció indudable que se trataba de trigo. El estupor fue tal que prevaleció sobre el apetito y, en cualquier caso, el hambre no había quitado a aquellos hombres de armas una elemental capacidad de raciocinio: que en una ciudad sitiada las vacas pudieran derrochar hasta ese punto iba contra toda regla humana y divina. Un sargento, entre los mirones voraces, supo reprimir sus instintos, y decidió que había que informar del prodigio a sus comandantes. En poco tiempo la noticia llegó a oídos del emperador, junto al cual estaba Baudolino con aparente indolencia, en tensísimas ascuas a la espera del acontecimiento.

Los despojos de Rosina, y un paño en el que se había recogido el trigo desbordado, y Gagliaudo en grilletes, fueron conducidos ante Federico. Muerta y partida en dos, la vaca no parecía ni gorda ni flaca, y lo único que se veía era toda esa cosa dentro y fuera de su tripa. Un signo que Federico no subestimó, por lo que preguntó inmediatamente al villano:

—¿Quién eres, de dónde vienes, de quién es esa vaca?

Y Gagliaudo, aun no habiendo entendido una palabra, respondió en un estrechísimo rústico de la Palea, no sé, no estaba, no tengo nada que ver, pasaba por ahí por casualidad y esa vaca es la primera vez que la veo, es más, si no me lo decías tú no sabía ni siquiera que era una vaca. Naturalmente ni siquiera Federico entendía, y se dirigió a Baudolino:

—Tú conoces esa lengua de animales, dime lo que dice.

Escena entre Baudolino y Gagliaudo, traducción:

—Este dice que de la vaca no sabe nada, que un campesino rico de la ciudad se la ha dado para que la saque al pasto, y eso es todo.

—Sí, por todos los diablos, pero la vaca está llena de trigo, pregúntale cómo es posible.

—Dice que todas las vacas, después de comer y antes de digerir, están llenas de lo que han comido.

—¡Dile que no se haga el tonto, o lo cuelgo por el cuello de ese árbol! En aquel burgo, en esa especie de ciudad de bandidos, ¿dan siempre de comer trigo a las vacas?

Gagliaudo: —Per mancansa d’fen e per mancansa d’paja, a mantunuma er bestii con dra granaja… E d’iarbion.

Baudolino: —Dice que no, solo ahora que hay escasez de heno y paja, por lo del asedio. Y que además no todo es trigo, también las mantienen con arbiones secos.

—¿Arbiones?

Erbse, pisa, guisantes.

—Por los demonios, lo voy a dar en pasto a mis halcones para que lo picoteen, a mis perros para que lo hagan trizas, ¿qué quiere decir que hay escasez de heno y no de trigo y guisantes?

—Dice que en la ciudad han amontonado a todas las vacas del condado y ahora tienen chuletas para comer hasta que llegue el fin del mundo, pero que las vacas se han comido todo el heno, que la gente si puede comer carne no come pan, imaginémonos guisantes secos, así que parte del trigo que habían acumulado se lo dan a las vacas, dice que no es como aquí que tenemos de todo, allá tienen que componérselas como pueden porque son unos pobres asediados. Y dice que por eso lo han mandado fuera con la vaca, que comiera algo de hierba, porque solo estas cosas le hacen daño y le entra la solitaria.

—Baudolino, ¿tú crees lo que dice este gallofo?

—Yo traduzco lo que dice; por lo que recuerdo de mi infancia, no estoy seguro de que a las vacas les guste comer trigo, pero desde luego esta estaba repleta de trigo, y la evidencia de los ojos no puede negarse.

Federico se había atusado la barba, había estrechado los ojos y mirado bien a Gagliaudo.

—Baudolino —dijo después—, yo tengo la impresión de haber visto ya a este hombre, solo que debía de ser hace mucho tiempo. ¿Tú no lo conoces?

—Padre mío, yo las gentes de estos lugares los conozco a todos un poco. Pero ahora el problema no es preguntarse quién es este hombre, sino si es verdad que en la ciudad tienen todas esas vacas y todo ese trigo. Porque, si quieres mi opinión sincera, podrían estar intentando engañarte, y haber atiborrado a la última vaca con el último trigo.

—Bien pensado, Baudolino. Eso no se me había ocurrido en absoluto.

—Sagrada Majestad —intervino el marqués del Montferrato—, no les reconozcamos a esos villanos más inteligencia de la que tienen. Me parece que nos encontramos ante una clara señal de que la ciudad está más aprovisionada de lo que suponíamos.

—Oh, sí, sí —dijeron a una sola voz todos los demás señores, y Baudolino concluyó que nunca había visto a tanta gente, de mala fe, todos juntos, reconociendo perfectamente cada uno la mala fe ajena.

Pero era signo de que el asedio resultaba insoportable ya para todos.

—Pues así me parece a mí que me debe parecer —dijo diplomáticamente Federico—. El ejército enemigo nos amenaza a nuestras espaldas. Tomar esta Roboreto no nos evitaría enfrentarnos con él. Ni podemos pensar en expugnar la ciudad y encerrarnos dentro de esas murallas, tan mal hechas que nuestra dignidad se vería menoscabada. Por lo tanto, señores, hemos decidido: abandonemos este burgo miserable a sus miserables vaqueros, y preparémonos para otro choque mucho más importante. Que se den las órdenes oportunas.

Y luego, saliendo de la tienda real, a Baudolino:

—Manda a casa a ese viejo. Sin duda es un mentiroso, pero si tuviera que ahorcar a todos los mentirosos, hace tiempo que tú no estarías en este mundo.

—Corre a casa, padre mío, que te ha ido bien —silbó entre dientes Baudolino quitándole los grilletes a Gagliaudo—, y dile al Trotti que lo espero esta noche donde él sabe.

Federico lo hizo todo deprisa. No había que quitar ninguna tienda, en aquella cochambre que era ya el campamento de los asediadores. Puso a los hombres en columna y ordenó quemarlo todo. A medianoche, la vanguardia del ejército marchaba hacia los campos de Marengo. En el fondo, a los pies de las colinas tortonenses, resplandecían unos fuegos: allá abajo estaba esperando el ejército de la liga.

Con la licencia del emperador, Baudolino se alejó a caballo en dirección de Sale, y en una encrucijada encontró esperándole al Trotti y a dos cónsules cremoneses. Juntos recorrieron una milla, hasta llegar a una avanzada de la liga. Allí el Trotti presentó a Baudolino a los dos jefes del ejército de los comunes, Ezzelino de Romano y Anselmo de Dovara. Siguió un breve concilio, sellado por un apretón de manos. Abrazado el Trotti (ha sido una gran aventura, gracias, no gracias a ti), Baudolino había regresado cuanto antes junto a Federico, que esperaba en los límites de un claro.

—Está establecido, padre mío. No atacarán. No tienen ni las ganas ni la osadía. Pasaremos, y ellos saludarán en ti a su señor.

—Hasta el próximo encontronazo —murmuró Federico—. Pero el ejército está cansado, cuanto antes nos acuartelemos en Pavía, mejor será. Vamos.

Eran las primeras horas de la Santa Pascua. Desde lejos, si se hubiera dado la vuelta, Federico habría visto resplandecer las murallas de Alejandría con altos fuegos. Se dio la vuelta y los vio Baudolino. Sabía que muchas llamas eran las de las máquinas de guerra y las barracas imperiales, pero prefirió imaginarse a los alejandrinos bailando y cantando para festejar la victoria y la paz.

Al cabo de una milla, se encontraron con una vanguardia de la liga. El pelotón de caballeros se abrió y formó como dos alas, en medio de las cuales pasaron los imperiales. No se entendía si era para saludar, o para quitarse de en medio, porque nunca se sabe. Alguien de la liga levantó las armas, y podía entenderse como señal de saludo. O acaso era un gesto de impotencia, una amenaza. El emperador, ceñudo, fingió no verlos.

—No lo sé —dijo—, me parece que estoy escapando, y esos me rinden el honor de las armas. Baudolino, ¿hago bien?

—Haces bien, padre mío. No te estás rindiendo más de lo que se rinden ellos. No quieren atacarte en campo abierto por respeto. Y tú debes estarles agradecido por ese respeto.

—Es debido —dijo obstinado el Barbarroja.

—Pues si piensas que te lo deben, estate contento de que te lo den. ¿De qué te quejas?

—De nada, de nada; como siempre, tienes razón tú.

Hacia el alba divisaron en la llanura lejana y en las primeras colinas al grueso del ejército adversario. Se aliaba con una bruma ligera para formar una cosa sola, y una vez más no estaba claro si se alejaban por prudencia del ejército imperial, si le hacían corona o si lo marcaban de cerca, y amenazadoramente. Los de los comunes se movían en pequeños grupos, a veces acompañaban el desfile imperial un trecho, a veces se apostaban en un otero y lo observaban desfilar, otras veces parecían huir de él. El silencio era profundo, roto solo por el atabalear de los caballos y el paso de los hombres de armas. De una cima a la otra se veían elevarse, a veces, en la mañana palidísima, sutiles hilos de humo, como si un grupo hiciera señales al otro, desde la extremidad de alguna torre que se ocultaba en la espesura, allá arriba en las colinas.

Esta vez Federico decidió interpretar aquel peligroso pasaje a su favor: hizo alzar los estandartes y oriflamas, y pasó como si fuera César Augusto que había sometido a los bárbaros. Fuera lo que fuese, pasó, como padre de todas aquellas ciudades revoltosas que aquella noche habrían podido aniquilarlo.

Ya en el camino de Pavía, llamó a su lado a Baudolino.

—Eres el bribón de siempre —le dijo—. Pero en el fondo, tenía que encontrar una excusa para salir de aquella charca. Te perdono.

—¿Por qué, padre mío?

—Lo sé yo. Pero no te creas que he perdonado a esa ciudad sin nombre.

—Un nombre lo tiene.

—No lo tiene, porque no la he bautizado yo. Antes o después tendré que destruirla.

—No enseguida.

—No, no enseguida. Y antes de entonces me imagino que habrás inventado otra de las tuyas. Habría debido entenderlo aquella noche, que me traía a casa a un bribón. A propósito, ¡me he acordado de dónde había visto al hombre de la vaca!

Pero el caballo de Baudolino se había como encabritado y Baudolino había tirado de las riendas, quedando atrás. De modo que Federico no pudo decirle de qué se había acordado.