ZURICH, 6 de agosto
Jonathan estaba echado en la cama de un recinto estéril, dentro del complejo laberíntico del ultramoderno hospital de Zurich. Estaba terriblemente aburrido.
—… diecisiete, dieciocho, diecinueve abajo; por uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Con paciencia y aplicación, contó el número de agujeros de cada cuadrado de baldosa acústica del techo. Guardando la cifra en su memoria, se dispuso a contar las baldosas de uno y otro lado, y luego a multiplicarlas, para saber el número de baldosas. Pensaba multiplicar este total por el número de agujeros de cada baldosa, para averiguar el número total de agujeros de todo el techo.
Estaba terriblemente aburrido. Pero su aburrimiento sólo había durado unos días. Durante la mayor parte de su hospitalización, su atención se había concentrado en el miedo, el dolor y el agradecimiento por estar todavía con vida. Una vez, mientras bajaban de la Gallery Window, se había asomado confusamente a la superficie de la conciencia y experimentó la confusión dantesca de la luz y el movimiento, mientras el tren se tambaleaba con estruendo a través del túnel. La cara de Ben se le apareció enfocada y Jonathan se lamentó con amargura.
—No siento absolutamente nada de cintura para abajo.
Ben murmuró unas palabras en tono tranquilizador y luego desapareció.
Cuando Jonathan volvió a establecer contacto con el mundo, Dante había sido sustituido por Kafka. Un techo brillante volaba por encima de él, y una voz mecánica estaba llamando a los médicos por su nombre. El torso de una hembra almidonada, cabeza abajo, se inclinaba sobre él y sacudía la cabeza; le llevaban sobre ruedas, con más rapidez. El techo dejó de correr vertiginosamente y unas voces masculinas, en algún lugar de por allí, hablaban con preocupada rapidez. Quería decirles que no sentía nada de cintura abajo, pero nadie parecía interesado. Habían cortado los cordones de sus botas y le estaban quitando los pantalones. Una enfermera le golpeó la lengua y dijo con una mezcla de compasión y avidez:
—Tal vez tengamos que amputar.
¡No! La palabra se precipitó a la mente de Jonathan, pero perdió el conocimiento antes de decirles que prefería morir.
Al final le salvaron el dedo del pie en cuestión, pero no antes de que Jonathan soportara terribles dolores durante días enteros, atado a su cama, bajo una tienda de plástico que bañaba sus extremidades, quemadas por la intemperie, en una atmósfera de oxígeno puro. El único solaz que tenía en aquella inmovilidad que le erosionaba los huesos era una friega diaria con una esponja empapada de alcohol. Incluso aquel respiro le ocasionaba problemas, pues la masculina enfermera que hacía el trabajo siempre manejaba sus genitales como cosa barata a la que había que sacudir para quitarle el polvo.
Sus heridas estaban muy extendidas, pero no eran graves. Además de la congelación, se había roto la nariz al chocar con el cadáver de Jean-Paul; se rompió dos costillas cuando el lazo quedó tirante; la colisión con la roca le provocó una leve conmoción cerebral. De todo ello, la nariz era lo que más le molestaba. Incluso una vez desaparecidas las restricciones físicas de la tienda de oxígeno y con las costillas lo suficientemente curadas como para no sentirse molesto por la cinta adhesiva que le habían puesto, el ancho vendaje que tenía sobre la nariz seguía atormentándole. Ni siquiera podía leer, porque la distracción visual de la venda blanca le obligaba a mirar con estrabismo.
Pero el aburrimiento era lo peor de todo. No recibía visitas. Ben no le había acompañado a Zurich. Se quedó en el hotel, pagando facturas y disponiendo la retirada y transporte de los muertos. Anna se quedó allí también; se acostaron juntos unas cuantas veces.
Tan grande era el aburrimiento, que Jonathan acabó por terminar el artículo de Lautrec. Pero cuando volvió a leerlo a la mañana siguiente, gruñó, lo arrugó y lo echó a la papelera que había junto a su cama.
La escalada había terminado. Los «Eiger Birds» volaron en dirección a sus nidos forrados, saciados de emociones por el momento. Los periodistas se quedaron allí durante un par de días; pero cuando resultó evidente que Jonathan sobreviviría, dejaron la ciudad con un ruidoso revoloteo, como cuervos inquietos ante sus cadáveres.
Al final de la semana, ya no eran noticia y muy pronto la atención de la prensa se dirigió al acontecimiento más sensacionalista de la década: los Estados Unidos habían depositado en la Luna a dos granjeros sonrientes, hecho con el que la nación aspiraba a infundir en la comunidad humana una «nueva humildad» ante la distancia cósmica y la técnica norteamericana.
La única carta que recibió fue una postal de Cherry, con un lado cubierto de sellos y membretes postales que demostraban sus viajes de Long Island a Arizona, a Long Island, a Kleine Scheidegg, a Sicilia, a Kleine Scheidegg y a Zurich. ¿Sicilia? La escritura era ovalada y amplia al principio, luego se iba empequeñeciendo por faltar de espacio.
«¡¡¡Noticias maravillosas!!! ¡Estoy liberada de ese peso (ejem, ejem) que he llevado por tanto tiempo! ¡liberada y liberada! ¡Hombre fantástico! Tranquilo, gentil, dulce, ingenioso y amante mío. Sucedió sencillamente así (imagina un chasquido de dedos). Nos encontramos. Nos casamos. Nos acostamos (y también en ese orden). ¡Adonde iremos a parar! Has perdido tu oportunidad. Ya puedes deshacerte en lágrimas. ¡Cielos, es magnífico, Jonathan! Estamos viviendo en mi casa. Ven a vernos cuando vuelvas. Por cierto, ahora recuerdo que he ido por tu casa de vez en cuando para ver si alguien la había robado. Nadie lo ha hecho. Pero tengo malas noticias. Mr. Monk se ha largado. Tiene un empleo fijo en el National Park Service. ¿Qué tal Arizona? ¡Liberada, oye! Te lo explico todo cuando vuelvas».
—Muy bien, ¿qué tal Suiza?
Flop.
Jonathan estaba echado contemplando el techo.
El primer día que le permitieron recibir visitas, tuvo la compañía de un hombre del consulado norteamericano. Bajito, gordo, con pelo largo cruzado sobre la mollera desnuda, ojos pequeños y parpadeantes detrás de unas gafas de concha, era uno de esos tipos tan poco dramáticos que la CII reclutaba porque no correspondían a la típica imagen del espía.
La CII utilizaba con tanta insistencia a tales hombres, que se habían convertido ya en seres estereotipados que cualquier agente extranjero podía distinguir entre una multitud y a primera vista.
El visitante dejó una pequeña grabadora, un nuevo modelo de la CII, que tenía los botones de «funciona» y «borra» cambiados, actuando los dos con el «funciona», de modo que el mensaje quedaba borrado mientras se escuchaba. El modelo estaba considerado como un gran adelanto sobre su secreto antecesor, que borraba antes de reproducir.
Una vez solo, Jonathan abrió la tapa de la grabadora y encontró un sobre pegado a ella. Era una confirmación de su banco del ingreso de cien mil dólares en su cuenta corriente. Confundido, apretó el botón de puesta en marcha y la voz de Dragon empezó a hablarle, todavía más débil y más metálica de lo normal, a través del pequeño altavoz. Sólo tenía que cerrar los ojos para ver la cara de marfil iridiscente surgiendo de la penumbra y aquellos ojos rosados bajo las cejas algodonosas.
«Mi querido Hemlock… Has abierto ya el sobre y has descubierto —con sorpresa y satisfacción supongo— que hemos decidido pagarte la suma total, a pesar de nuestra anterior amenaza de deducirte los gastos más exorbitantes… Lo considero justo, teniendo en cuenta las incomodidades y gastos que te han ocasionado tus heridas… Nos parece evidente que no pudiste identificar a la víctima antes y decidiste utilizar el método seguro, aunque tremendamente antieconómico, de sancionar a los tres… Pero siempre has sido un despilfarrador… Suponemos que el asesinato de M. Bidet se llevó a cabo durante tu primera noche en la montaña, en la oscuridad… Cómo te las apañaste para precipitar a los otros dos hacia la muerte no nos resulta claro ni nos interesa especialmente… Los resultados nos importan más que los métodos, como ya recordarás.
»Ahora, Hemlock, realmente debería reprenderte por la penosa condición en que nos devolviste a Clement Pope… Sólo te libras de mi ira porque ya tenía planeado desde hacía tiempo darle su merecido… Y ¿por qué no a tus manos…? A Pope le había encargado la CII el trabajo de localizar a tu víctima y fracasó en su intento de identificarla… Al quedar tan sólo once horas, nos vino con la idea de convertirte en un cebo… Por descontado, era una idea absurda, producto de un hombre asustado e incompetente, pero no teníamos otra alternativa viable… Yo confiaba en que sobrevivirías a esta tensa situación, j, como ves, no me equivocaba… Pope ha sido despedido de la BS y ahora tiene la misión menos exigente de escribir direcciones a los vicepresidentes… Después del vapuleo que le diste, nos resulta poco menos que inútil… Sufre de lo que, en un buen perro candor, llamaríamos timidez ante la escopeta.
»Con gran pesar voy a colocar tu ficha entre los «inactivos’, aunque voy a confesarte que la señora Cerberus no comparte mi tristeza… A decir verdad, sospecho, en lo más hondo de mi corazón, que volveremos a trabajar juntos dentro de poco… Considerando tus gustos, este dinero no te durará más de cuatro años, después de los cuales, ¿quién sabe?
»Felicitaciones por tu ingeniosa solución al problema y buena suerte en tu santuario de Long Island, hecho a tu imagen y semejanza.»
El final de la cinta iba dando aletadas mientras el carrete seguía girando. Jonathan cerró el aparato y lo dejó a un lado. Sacudió la cabeza lentamente y murmuró un «¡Oh, Dios mío!» con tono desesperado.
—Bueno, a ver. Eran cuarenta y dos abajo por… uno, dos tres, cuatro…
Ben tuvo dificultades para entrar. Blasfemó y dio con furia unas cuantas patadas a la puerta, mientras se atascaba, con el enorme cesto de fruta envuelto en papel de celofán que llevaba en los brazos.
—¡Por fin! —dijo con brusquedad, y tendió el bulto crujiente a Jonathan, que no podía controlar sus carcajadas desde que Ben irrumpió en la habitación.
—¿Qué es esto tan maravilloso que me traes? —preguntó.
—No lo sé. Fruta y otras porquerías. Lo preparan en el vestíbulo. ¿Qué demonios te hace tanta gracia?
—Nada —Jonathan no podía contener la risa—. Es lo más dulce que nadie ha hecho nunca por mí, Ben.
—¡Oh, jódete!
La cama volvió a sacudirse con un nuevo ataque de risa. Ben tenía un aspecto muy estúpido sosteniendo en sus brazos un cesto con un lacito, y las carcajadas de Jonathan tenían el típico tono de histeria que producen el aburrimiento y la fiebre.
Ben puso el cesto en el suelo y se dejó caer en una silla junto a la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho; era la imagen misma de la paciencia gruñona.
—Me alegro mucho de hacerte tan feliz.
—Lo siento. Mira. De acuerdo —contuvo su última carcajada silenciosa y seca—. Recibí tu postal. ¿Anna y tú?
Ben hizo un gesto con la mano.
—A veces pasan cosas.
Jonathan asintió.
—¿Encontraste…?
—Sí. Los encontramos en la base. El padre de Anderl decidió enterrarle en la pradera, frente a la montaña.
—Muy bien.
—Sí. Muy bien.
Y no había nada más que decir. Era la primera vez que Ben visitaba a Jonathan en el hospital, pero él lo comprendía: no hay nada que decirle a un enfermo.
Después de una pausa, Ben le preguntó si le trataban bien. Y Jonathan contestó que sí. Y Ben dijo que bueno.
Luego mencionó el hospital de Valparaíso, después de lo del Aconcagua, donde sus papeles estaban invertidos cuando Ben se recuperaba de la amputación de sus dedos. Jonathan lo recordó y llegó a mencionar un par de nombres y lugares que les hicieron sacudir la cabeza enérgicamente y luego volverlos a olvidar.
Ben anduvo por la habitación y se puso a mirar por la ventana.
—¿Cómo están las enfermeras?
—Almidonadas.
—¿Has invitado a alguna a subir a bordo?
—No. Son un hatajo de idiotas, ni siquiera he intentado invitarlas.
—Suena muy mal.
—Sí. Lo son.
Ben se volvió a sentar, alisando la raya de sus pantalones durante un rato. Luego le dijo a Jonathan que pensaba coger un avión y salir para Estados Unidos aquella misma tarde.
—Tengo que estar en Arizona mañana por la mañana.
—Dale recuerdos a George.
—Así lo haré.
Ben lanzó un suspiro y luego se desperezó con vigor; le aconsejó que se cuidara y se levantó para marcharse. Cuando recogió el cesto de la fruta y lo puso cerca de la cama, Jonathan empezó a reír de nuevo. Esta vez Ben se quedó allí, tan tranquilo. Era mejor que los largos silencios. Pero, después de unos momentos, empezó a sentirse estúpido y volvió a dejar el cesto en el suelo, dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Ah! ¿Ben?
—¿Qué?
Jonathan se secó las lágrimas de la risa.
—¿Cómo fue que te enredaste en el asunto de Montreal?
… Ben había permanecido durante un rato junto a la ventana, con la frente apoyada en el marco, mirando hacia el tráfico que se arrastraba por la calle incolora, con optimistas arbolitos a los lados. Cuando por fin habló, su voz era ronca y apagada.
—Realmente, me has cogido por sorpresa.
—Así lo había ensayado mientras estaba aquí echado contando los agujeros del techo.
—Bueno, pues te ha salido muy bien, viejo. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Sólo desde hace un par de días. Al principio eran sólo conjeturas. Seguí tratando de imaginarme al hombre que cojeaba en Montreal, y ninguno de los escaladores se adaptaba a él. Tú eras la única persona que venía también para la escalada. Luego, toda clase de detalles fueron cobrando sentido, como la coincidencia de encontrar a Mellough en tu casa. Y ¿por qué George Hotfort me dio sólo media dosis? Miles no hubiera hecho eso. Él ya tenía mi respuesta. Y ¿por qué iba George a hacer eso por Miles? En mi opinión sólo había una cosa que le interesara y Miles no podía ofrecérsela. Pero ella lo hubiera hecho por ti. Y tú querías que ella lo hiciera, porque querías que yo matara a Miles enseguida, antes de que pudiera decirme quién era el hombre de Montreal.
Ben asintió con fatalidad.
—Solía despertarme con un sudor frío, imaginando que Miles te lo había dicho todo, allí en el desierto, y tú estabas jugando al gato y al ratón conmigo.
—Nunca le di a Miles la oportunidad de decirme nada.
Fue Jonathan quien rompió el siguiente silencio.
—¿Cómo te enredaste con él?
Ben siguió mirando el tráfico por la ventana. La noche se aproximaba y los primeros faroles se habían encendido ya.
—Tú sabes cómo me esforcé en probar con esa pequeña escuela de alpinismo, cuando ya no podía escalar. Bueno, pues nunca la amorticé. No venía mucha gente, y los que lo hacían, como tú, eran, en su mayoría, antiguos compañeros a los que odiaba cobrarles. En la sección de ofertas de empleo de los periódicos no hay ni un solo anuncio para ex alpinistas cojos. Supongo que hubiera podido encontrar alguna oficina de nueve a cinco, pero no es lo mío. Creo que puedes entenderlo, considerando lo que tú haces para conseguir dinero.
—Ya no lo hago. Lo he dejado.
Ben le miró con seriedad.
—Eso está muy bien, Jon —luego volvió a observar el tráfico que se alineaba en la calle sombría. Su voz estaba seca cuando habló—. Un día, este Miles Mellough sale de no sé dónde y dice que tiene que hacerme una propuesta. Me proporcionaría un recinto elegante y una pequeña escuela de alpinismo al lado, si dejaba que su gente fuera y viniese por allí sin hacer preguntas. Sabía que era algo ilegal. En realidad, Mellough nunca pretendió que no lo fuese. Pero yo tenía muchas deudas y…
La voz de Ben se fue apagando.
Jonathan rompió el papel de celofán de color nicotina y sacó una manzana del cesto.
—Miles estaba en el negocio de las drogas. Supongo que tu establecimiento se convirtió en un campamento de descanso para toda su gente y en un almacén para el tráfico entre el Este y el Oeste.
—Más o menos. Duró un par de años. Y durante todo ese tiempo nunca supe que tú y Mellough fuerais enemigos. Ni siquiera sabía que os conocíais.
—Muy bien. Eso te relaciona con Mellough. Pero no explica la razón de tu ida a Montreal.
—No voy a lograr nada diciéndotelo.
—Creo que me debes una explicación. Nunca hubiera subido a la montaña si me lo hubieras dicho antes.
Ben dio un bufido.
—¡No! Me hubieras matado para cobrar tu paga.
—No lo creo.
—¿Quieres decir que hubieras renunciado a tu casa, a tus cuadros y a todo? —Jonathan se quedó en silencio—. No estás seguro, ¿verdad, Jon?
—No. No estoy seguro.
—Por lo menos eres sincero, Jon. De todos modos, lo cierto es que traté muchas veces de hablar contigo antes de que subieras al Eiger. No quería morir, y tampoco que murieras tú en la montaña por culpa mía.
Jonathan no iba a dejarse engatusar.
—Dime cómo llegaste a Montreal.
Ben suspiró.
—Bueno, he cometido algunas estupideces, viejo. Cosas que una mano con experiencia como la tuya nunca hubiera hecho. Firmé por algunos embarques y cosas así. Luego, mi… —cerró los ojos y se cogió los calcetines con el Pulgar y el índice—. Después mi hija se enredó en un lío de drogas y… Mellough la ayudó. La llevó a un lugar donde la desintoxicaron. Después de eso ya me tenía en su poder. Estaba en deuda con él.
Jonathan frunció el ceño.
—¿Tu hija, Ben?
A Ben se le helaron los ojos.
—Sí. Algo que no sabías, doctor. George Hotfort es mi hija.
Jonathan recordó haberse acostado con ella y luego haberle pegado. Miró la manzana que tenía sin morder y empezó a sacarle brillo con la sábana.
—Tienes razón. Es algo que no sabía.
Ben no quiso hablar más de George.
—Durante todo ese tiempo, Mellough sabía, naturalmente, que tú y yo éramos amigos. Estaba buscando el modo de meterme en líos, para que tú le borraras de tu lista, dejándole respirar con tranquilidad.
—Desde luego, ese era su estilo. Miles siempre hacía cosas retorcidas.
—Y ese asunto de Montreal le dio la oportunidad de cobrarse la deuda. Me dijo que tenía que ir allí con una mierda llamada Kruger, que iba a recoger un papel o algo así. Yo no sabía que nadie iba a ser asesinado. Y si lo hubiera sabido, tampoco podía escoger.
—Pero no tuviste nada que ver con el crimen, ¿verdad?
—Me parece que no puede decirse eso. Yo no lo impedí, ¿verdad? Me quedé allí mirando sin hacer nada —hablaba con amargura en la voz—. Y cuando Kruger empezó a abrirle en canal…
—Tú vomitaste.
—Sí. ¡Es cierto! Supongo que no soy del tipo criminal —se volvió hacia la ventana—. No soy como tú, viejo.
—No me vengas con mierdas. Tú no tienes nada contra el asesinato en teoría. Estabas deseando que yo matara a Mellough por ti. Lo único que pasa es que no puedes hacerlo por ti mismo.
—Supongo que así es.
Jonathan volvió a dejar la manzana en el cesto. Había sido un regalo de Ben.
—Dime, ¿por qué viniste a salvarme a la montaña? Si hubiera muerto con los demás te hubieses visto libre.
Ben sonrió y sacudió la cabeza.
—No creas ni por un minuto que no lo pensé, viejo.
—Pero tú no eres del tipo criminal, ¿no?
—Por eso y porque, además, te debía una, por aquella vez que me bajaste en brazos del Aconcagua —Ben se volvió directamente hacia Jonathan—. Bien, Jon, dime, ¿qué va a suceder ahora?
—Nada.
—No liquidarías a un viejo amigo, ¿verdad?
—Los de la CII están satisfechos porque tienen a su hombre. Y no veo razón alguna para desilusionarles. Sobre todo después de haber cobrado.
—Y ¿qué pasará contigo? Sé lo que piensas de los amigos que te decepcionan.
—No tengo ningún amigo que me haya decepcionado. Ben reflexionó sobre eso.
—Entiendo. Dime, viejo: ¿es que tienes algún amigo?
—Tu solicitud me emociona, Ben. Me emociona realmente. ¿Cuándo sale tu avión?
—Tengo que irme ahora mismo.
—Estupendo.
Ben se detuvo en la puerta.
—Cuídate, viejo.
—Gracias por la fruta.
Jonathan se quedó mirando la puerta cerrada unos minutos, como si en vez de una persona hubiera salido por ella una parte de sí mismo. Se sintió vacío. Hacía varios días que sabía que no volvería a escalar nunca. Había perdido su nervio. Y Ben se había ido. Y Jemima se había ido. Y estaba cansado de contar los agujeros del techo.
Apagó la luz y el tono azulado de la noche llenó la habitación. Cerró los ojos y trató de dormir. ¡Qué demonios! No los necesitaba. No necesitaba nada ni a nadie. Cuando regresara a los listados Unidos vendería la maldita iglesia.
¡Pero los cuadros no!
F I N